El Paititi y sus exploradores |
“La capacidad de
vivir con verdades relativas, con preguntas para las
que no hay respuestas, con la sabiduría de no
saber nada y con las paradójicas incertidumbres de la
existencia, todo esto puede ser la esencia de la madurez
humana y de la consiguiente tolerancia frente a los demás.
Donde esta capacidad falta, nos entregamos de nuevo, sin saberlos,
al mundo del inquisidor general (...).” Paul Watzlawich ¿Es
real la realidad? Como
en las películas de aventuras, la búsqueda del Paititi reúne a una
singular fauna humana, exótica y heterogénea; un verdadero
ejército de soñadores que se niegan —consciente e inconscientemente—
a considerar la existencia del mundo como algo inacabado y explorado por
completo, manteniendo así viva la llama de la pesquisa y del
descubrimiento más allá de las pantallas de la televisión o las
computadoras.
Ellos
encarnan como pocos la verdadera veta romántica —en parte perdida— no
siempre bien vista por los académicos de gabinete; que prefieren
los entuertos verbales y la seguridad de los archivos al riesgo físico de
buscar por selvas y montañas, corriendo el riesgo de dejar que sus huesos
terminen puliéndose en alguna parte ignorada de Perú o de Bolivia. De
hecho, para muchos no habría mejor muerte que ésa. Una muerte que los
redimiera por completo, justificando la obsesión de toda una vida y dándole
legitimación a una forma de ser y estar en el mundo que reniega de las
colas de jubilados, del sedentarismo mental y de una visión no asombrada
y asombrosa de la existencia. Los
exploradores del Paititi son individuos tocados, en gran parte, por la
locura, por la insatisfacción, por un juvenil impulso de ver al mundo con
los ojos de un hereje que reniega de los dogmas pre-establecidos por las
instituciones, que califican de “poco científicas” las búsquedas
de ciudades perdidas. De alguna manera, son partícipes de una sana rebelión.
Osados bandidos aventureros que atentan contra esos
rostros de mandíbulas apretadas pensando que el compromiso con la verdad
radica en negar los sueños, apoyándose en un corpus bibliográfico que
oficializan como cierto, muchas veces guiados por intereses mezquinos (una
beca o un puesto en el escalafón de la carrera docente, por dar un
ejemplo). Como
descarriadas ovejas del rebaño que les dio cobijo —o nunca se los
dio— deben luchar contra la ortodoxia que los condena y defenderse de
quienes pretenden “curarlos”. Así todo, persisten en sus males
y sus pecados... Y hacen bien; porque son conscientes que las meras
palabras escritas suelen resbalar hacia la palabrería pomposa que desoye
muchos hallazgos materiales, producto del vagar buscando quimeras. Es que
aspiran a ellas, combatiendo las muecas reprobadoras de los eruditos con
sonrisas irónicas; burlándose del miedo al ridículo que, en ocasiones,
es el fundamento de la pedagogía y educación de nuestros días. Los
exploradores del Paititi abren nuevas rutas, no sólo en el sentido
literal de la palabra —como las que nacen a fuerza de machete a medida
que se avanza—, sino también rutas epistemológicas que prueban que
algunas leyendas son ciertas o que la mayoría que circulan sobre el tema
no deberían ser tomadas al pie de la letra, a menos que se quiera ser
tildado de loco. ¿Cuántas
mentes desequilibradas podrían dedicar parte de su vida a encontrar una
supuesta ciudad de oro puro, habitada por angelicales “Hermanos Blancos”
de una cofradía extraterrestre, perdida en el corazón de la selva
sudamericana? La respuesta es, lamentablemente: muchas. Hordas
de místicos y pseudo-investigadores han tergiversado y manoseado tanto la
búsqueda del Paititi que no es de extrañar que un tópico tan rico para
historiadores, arqueólogos y antropólogos, haya quedado ligado a los
delirios etílicos de aquellos que lo conectan con ovnis, dimensiones
desconocidas y una espiritualidad barata y lucrativa propia de la New
Age; que encarna como nadie lo que suelo denominar el “Síndrome del
Rey Midas Invertido”, que consiste en la capacidad que algunos
tienen de convertir los temas que tocan (valiosos por cierto), no en oro,
como reza la leyenda bíblica, sino en excremento. En
mi opinión, son esos personajes y sus escritos los que le quitan seriedad
a la cuestión. Lo apartan del campo de estudio científico, al que debería
volver en algún momento; y que no es otro que el de las ciencias
sociales. Pero, aún topándonos con esas hipótesis desquiciadas, sería
factible realizar su análisis desde el ángulo de la sociología o la
historia de mentalidades, buscando las causas profundas que llevan y
explican a entender porqué se cree lo que se cree, o cuáles son las
bases en las que se apoya ese pensamiento mágico y esotérico. Estoy
convencido que un estudio de ese tipo nos diría mucho sobre nuestra época,
sus miedos, perturbaciones, ansiedades y fracasos. Pero no es mi intención
abordar en este artículo —al menos pormenorizadamente— las teorías
estrafalarias que circulan, respecto de la “ciudad perdida de los
incas”. Más allá de los portales dimensionales que los gurúes
mercachifles afirman haber atravesado, está el Paititi real.
Ruinas que seguramente nos desilusionarán un poco cuando las encontremos;
no por su relevancia histórica, sino por las características morfológicas
y materiales que deben poseer: muros derruidos, tambos abandonados,
caseríos y edificios devorados por las raíces de la selva que aún las
esconden. En dos palabras: restos arqueológicos. Ni más ni menos.
Nada extraordinario. Nada de murallas de oro y plata o avenidas con
estatuas resplandecientes, flanqueando el camino a la plaza principal.
Nada de incas perdidos en un islote terrestre, rodeados por la jungla e
ignorantes de los 400 años de cambios vertiginosos operados en el
“mundo exterior”. Sólo ruinas; que probaran —como lo están haciendo de a poco— que la penetración de los incas en el Antisuyu (parte oriental del Imperio) fue mucho más profunda, significativa y duradera de lo que se piensa actualmente. El
explorador del Paititi tiene algo de nómada; y, como tal, encarna al
aventurero por excelencia, abriendo su mirada y su cuerpo a un futuro
ambiguo, azaroso, en el que todo puede suceder. Como aventurero, es el
protagonista de vivencias inusitadas y un sibarita de los tiempos intensos
que genera la propia inseguridad. El temor y el deseo —en una extraña
pulsión de muerte— se combinan generando una atracción difícil de
explicar en la que se unen, por una parte, la voluntad por superar la
incertidumbre y los problemas; y por la otra, la comprobación empírica
de su propia buena suerte. El explorador-aventurero tiene mucho de
egocéntrico y personifica como nadie ese optimismo del que habla E.M.
Cioran cuando escribe: “Si uno no creyese en
su buena estrella, no se podría efectuar el menor acto sin esfuerzo:
beber un vaso de agua parecería una empresa gigantesca e incluso
insensata”[1]. Pero por ser en
parte trotamundos, no sometidos del todo a los principales dictados de la
sociedad, esta casta de exploradores al que referimos suelen catalogarse
como parias enajenados, sospechosos por el sólo hecho de no comulgar con
los paradigmas históricos vigentes y quedar fuera de los controles que éstos
ejercen. Como aventureros
que son, arrastran la cuota de irresponsabilidad que la propia aventura
tiene en el lenguaje corriente; lo que no excluye que haya artículos
—generalmente periodísticos— que no dejen de alabar y avalar esa
misma condición que otros, más conservadores, critican: la osadía de
la libertad plena; o la valentía de personificar el ideal romántico
de ir a la selva tras ciudades olvidadas, en un contexto académico que
margina esa búsqueda al campo de la ficción cinematográfica o la
novela. Es lógico que los
especialistas en el Paititi despierten esos sentimientos contradictorios,
de atracción y rechazo. En un mundo que construye su realidad cotidiana
enfrente de un monitor de computadora, alumbrado por lámparas de neón,
en oficinas con aire acondicionado y encierro, el regreso a la selva es
mirado como una válvula de escape psicológico al tedio urbano, que
muchos critican pero que muy pocos se arriesgan a romper. Quizás la
atracción radique, justamente, es ese contraste entre los dos mundos: el
artificial, de cemento y concreto; y el natural, de enredaderas, y árboles
ocultando misterios. ab EL PAISAJE, EL PAITITI Y EL ROMANTICISMO “No es fácil
destruir un ídolo. Requiere tanto
tiempo como el que se precisa
para promoverlo y adorarlo”. E.M. Cioran Adiós a la
Filosofía. “Si
los historiadores y arqueólogos europeos, que
mueren por un simple jarrón o plato de origen
griego, supieran lo que se puede encontrar
en estos valles, cambiarían de especialidad. ¡Estamos
hablando de ciudades enteras, y pocos saben o
creen en ello!”. Testimonio de un
historiador de la Universidad de California. Cusco, agosto de 1998 Archivo del autor
La
mayoría de los testimonios escritos que refieren sobre el Paititi, en los
siglos XVI, XVII y XVIII, lo ubican al oriente del Cusco, más allá del
cauce del río Paucartambo; en una región delimitada por el río Manú,
al norte, y el Madre de Dios —antiguo Amarumayo—, por el sudeste. Toda
la zona es una enmarañada selva tropical, cruzada por cordones montañosos
y decenas de afluentes, con denominaciones tan sugerentes como Callanga,
Palatoa, Nistrón, Piñi Piñi, Shinkibenia o Pantiacolla.
Es este último toponímico el que le da nombre a todo el territorio. Una
comarca de difícil acceso que, a pesar de no tener demasiados terrenos
planos, es llamada la Meseta de Pantiacolla. Alejada
de todo —incluso de la influencia del propio Estado peruano—, la
mencionada meseta representa uno de los pocos bolsones por explorar
minuciosamente que quedan en Sudamérica. Si a este atractivo le agregamos
la posibilidad de encontrar las ruinas de una ciudadela incaica perdida en
la enramada, tendremos los condimentos básicos para proyectar en ella ese
espíritu romántico del que hablábamos en las páginas anteriores. Y los
buscadores del Paititi no son ajenos a ello. De hecho, una buena parte de los libros publicados no hacen otra cosa que describir el paisaje y las peripecias que allí se corren. Es emocionante, ¿quién puede dudarlo? Pero cuando el marco natural y sus insuperables trabas se convierten en los protagonistas principales —y el Paititi en sí queda relegado a un segundo plano— estamos frente a una silla a la que le falta más de una pata. Porque si lo que se pretende es dilucidar y probar que los incas ingresaron a la región —antes y después de la conquista española—, el recurso de quedarse simplemente describiendo el paisaje es insuficiente; a menos que se quiera justificar con ello los fracasos por encontrar las pruebas de la presencia quechua en el lugar; o, simplemente, sustituir la investigación histórica por la literatura de aventuras. El paisaje, durante años desatendido por el sentimiento —y aprehendido únicamente por una preocupación meramente informativa que buscaba la descripción fidedigna y la objetividad— cambió hacia 1830, aproximadamente, y el viajero del siglo XIX, el romántico, empezará a darle importancia a la impresión global, a la sensación, al sentimentalismo; recreando un paisaje ideal, fantástico, en el que poco importaba acercarse a la realidad objetiva. Surgía una nueva sensibilidad en la que la naturaleza, hasta entonces concebida como una máquina armónica y racional, se convertía en un océano de inquietudes e incomprensión. Los románticos empezaban a dudar de los esquemas claros, perfectos y predecibles. El universo, reglado por el neoclasicismo (expresión artística del siglo XVIII), se abría a sensaciones nuevas y empezó a ser pensado de manera diferente. Lo estético, impregnado con una filosofía menos segura de sí misma, se orientaba hacia el misterio y el esoterismo. El paisaje dejó de mostrar leyes universales y pasó a expresar sentimientos movilizadores. El hombre se sintió pequeño, indefenso, y al mismo tiempo asombrado ante la magnitud del cosmos y sus enigmas. El “paisaje real” —concebido como algo medido, controlado, racionalizado, humanizado— es reemplazado por el “paisaje sublime”, que sacude y produce sorpresa, estupor, en el alma de los exploradores. En sus relatos de viajes se pasa de las descripciones genéricas y citas de “autoridades” —referenciadas en testimonios antiguos— a la percepción de lugares específicos, que no tienen ya la serenidad ni el equilibrio que creían tener. Como
bien dijera, Rafael Argullol: “El
romanticismo le dice adiós a las reglas, las normas, las escuelas (...);
deja de considerar la realidad exterior como único modelo digno de
reproducir y se vuelve hacia la única fuente que le merece credibilidad:
su interioridad, su ‘yo’. Deja de ver a través de los ojos, para
mirar a través del corazón”[2]. El paisaje romántico refleja el espíritu atormentado de sus nuevos observadores. El viajero empieza a buscar una comunión más original, más pura con la naturaleza. Por eso, en él no cabe ya la idea racional del jardín; espacio domesticado, alejado de todo riesgo y símbolo de la serenidad y equilibrio. Así pues, el explorador romántico del Paititi se hunde, se funde, en el medio vital que recorre. De ahí la importancia que se le da no sólo a la percepción visual, sino a la percepción interior, considerada como la victoria de la expresión y el sentimiento sobre las normas y las leyes. Porque, más allá de que el romanticismo sea un movimiento cultural que se enmarca en un período determinado, asociado generalmente a la primera mitad del siglo XIX, es también una “forma de ser y estar en el mundo” que sigue viva en nuestros días. En
las ruinas, los viajeros de este tipo, pretenden encontrar saber,
conocimiento, y una prueba indeleble de la fuerza de voluntad. Están
inclinados a ver en ellas la nostalgia de un pasado irremediablemente
perdido y el inevitable paso del tiempo. Es que en la selva, la
naturaleza, siempre termina por vencer a la obra humana. La vida no es
otra cosa que un largo camino hacia el olvido y los restos antiguos son leídos
como signos del fatalismo por venir. Así adquieren, en parte, cierto carácter
fúnebre; una clara muestra de la impermanencia de todas las cosas y
ejemplo evidente de la pérdida y lo desconocido. Las ruinas
esconden más de lo que revelaban y personifican el misterio. Se
cargan de poesía y reflexión, gracias a la imaginación que se les sabe
imprimir en textos y dibujos. Por otra parte, el
aumento del interés por rescatar la “identidad nacional”, hace
que se busque, en los restos arquitectónicos de épocas pretéritas, “la
esencia originaria” del orgullo nacionalista o de resistencia. Así
pues, las ciudades perdidas o exóticas suelen verse como los testimonios
de un pasado ancestral en el que la dignidad no es cosa de otros
solamente. GRANDEZAS
Y MISERIAS DE UNA BÚSQUEDA: PAITITÓLOGOS
Y PAITITEROS "No
le preocupaba si una doctrina se adecuaba o no a la realidad
del mundo sino qué tipo de vida promovía: activa o
reactiva, generosa o resentida. No le importaba su validez epistemológica
sino su estricto valor ético, incluso estético. El
filósofo está así, más cerca del poeta o del profeta, del creador
de mitos o de imposturas, que del juez o el detective. ¿Cuándo
algo es verdadero? ¿Cuándo cuenta algo que ocurrió o cuando tiene el poder de engendrar nuevas formas de vida y
de pensamiento?".
Scavino
filósofo argentino. “La tolerancia tiene un límite: la
estupidez”.
George Orstond
Escritor inglés. A
nadie debería extrañarle que la competencia desleal es un mal que se da
en todas las profesiones y que las actitudes mezquinas son el “sidecar”
que suelen acompañarla. Desafortunadamente nos han educado para competir
más que para compartir y ese es uno de los motivos por los cuales
el campo de acción de los buscadores del Paititi se ha convertido
en un “ring” en el que “todo vale”; inclusive la
mentira, el sensacionalismo y la violencia. Permítame ahora el lector
cometer un pecado de soberbia e incluir dos neologismos que, espero,
esclarezcan mejor las ideas que pretendo transmitir. Estas dos nuevas
categorías son las de paititólgos y paititeros. Empecemos por la
primera. Los que damos en
llamar “paititólogos” constituyen un gremio bastante reducido.
No inclinados al sensacionalismo y guiados por razonamientos lógicamente
sustentados en pruebas positivas —materiales y escritas—, hacen de la
honestidad intelectual un bastión no negociable; respetando los indicios
y partiendo de preguntas, no de afirmaciones dogmáticas sin posibilidades
de ser verificadas. Por lo general tienen formación universitaria, no
necesariamente en humanidades, pero mantienen en alto el rigor metodológico
que exige toda investigación seria; formulando hipótesis coherentes y
respetando la herencia de conocimientos históricos dados por
historiadores y arqueólogos profesionales (con los que discrepan, sí;
pero siempre guardando un lenguaje común y un respeto que muchas veces no
es correspondido por los escépticos de las universidades). Otro de los
aspectos que caracteriza a los “paititólogos” es su espíritu
de colaboración y generosidad intelectual[3].
Si la búsqueda de la verdad es la meta, y certificar la existencia de
ruinas incas en el oriente andino el objetivo principal, el intercambio de
información es necesario para su correcta y amplia discusión. Claro que
este espíritu abierto no siempre es correspondido con lealtad. Más de un
paititólogo se ha visto estafado y plagiado por inescrupulosos
pseudo-sponsors que prometían fondos para las expediciones y lo único
que buscaban era indagar en los archivos personales, para publicarlos
posteriormente con sus firmas a final de página. No quiero
olvidar a nadie pero, en mi opinión, tres son los más emblemáticos
paititólogos que han existido y existen. En primer término, un
historiador argentino, Roberto Levillier, quien recopilara la más rica
serie de documentos coloniales sobre el Paititi en un libro de merecida
fama en el ambiente, El Dorado, El Paititi y las Amazonas[4].
En segundo lugar el ya célebre
explorador y médico arequipeño, doctor Carlos Neuenschwander Landa,
lamentablemente fallecido hace un año y con quien tuve el privilegio de
entablar una muy cordial e ilustrativa amistad epistolar. Finalmente, el
investigador que más esfuerzo, seriedad y conocimiento de campo ha
brindado sobre el Paititi y sus “misterios”, Gregory
Deyermenjian, psicólogo y explorador arqueológico de la ciudad de
Boston. Con ellos los
estudios del Paititi alcanzan sus cotas más altas. El ensamblaje perfecto
entre teoría y trabajo de campo — escritorio y selva del Pantiacolla—
que estos investigadores han conseguido desarrollar, constituye la columna
vertebral más firme, y a la vez flexible, que cualquier interesado en la
temática pueda leer. Por otro lado, Neuenschwander y Greg, tienen en su
haber el mayor número de expediciones a la región y son, a la hora de
probar o refutar hipótesis ajenas, los mejores especialistas en la
materia. La reciente
muerte del doctor Neuenschwander dejó un hueco muy difícil de llenar;
pero su espíritu emprendedor, constancia y dedicación al trabajo
responsable fue heredado por su hijo Fernando, quien junto a Deyermenjian
promueven la difusión e investigación desde la Asociación Cultural
Exploraciones Antisuyo/Pantiacolla (ACEAP). Otro muy
respetable veterano especialista es el Padre Carlos Polentini Wester,
responsable también él de infatigables viajes por la región del
Pantiacolla y uno de los más importante recopiladores de testimonios
orales en la selva, conseguidos de boca de colonos y aborígenes. Su labor
misionera fue —hasta el momento de su retiro— compatible con la
seriedad de sus hipótesis y pasión por la temática. Antes de
terminar con el grupo de paititólogos, no quisiera dejar de
nombrar a un viejo historiador cusqueño, el doctor Daniel Heredia, autor
de un corto pero muy bien documentado artículo que publicara en 1951[5].
Sus objetivas consideraciones lo convierten en un investigador digno de
recordar. Como dije antes,
con investigadores como estos la problemática Paititi queda realzada y
puesta honestamente sobre el tapete para ser discutida amigablemente, sin
celos ni intereses mezquinos. Pero al lado de los paititólogos se
levantan ejércitos de oportunistas, buscadores de tesoros, huaqueros y
delirantes a sueldo, dispuestos a todo; incluso a desprestigiar un tema
digno de ser estudiado seriamente. Ellos son los “paititeros”. ¿Qué clase de
personajes son los que integran este grupo? Los “paititeros”,
en esencia, son los apóstoles de lo irracional; charlatanes de feria que
dan un vago toque de credibilidad y verosimilitud, salpicando sus escritos
con retazos de conocimiento y referencias mutiladas o de ambigua
significación. Volcados hacia una arqueología delirante, sin conocer
nada—o muy poco— de historia, son espíritus vulnerables e ingenuos en
los que, los elementos más espectaculares y turbadores de la ficción-científica,
se mezclan y confunden con datos objetivos generando una nebulosa en la
que es difícil distinguir lo real de lo imaginario. En esta visión sin lógica
ni distinción, la inteligencia queda sometida a fuerzas y energías
misteriosas que —por naturaleza— escapan a toda necesidad explicativa
o probatoria. Con segura
autoridad arzobispal, los “paititeros” afirman sus delirios,
inventando indicios y generando sensacionalismo dentro de una prensa
escrita siempre hambrienta de noticias rimbombantes. Sus técnicas esotéricas
(intuición, revelaciones divinas, viajes astrales,
comunicación con hermandades extraterrestres, etc) se combinan con
descubrimientos de los que nunca dan pruebas y que lanzan —generalmente
por Internet— sabiendo que no serán refutados, porque toda refutación
debe partir de pruebas concretas. ¿Qué
validez científica puede tener una afirmación que sostenga que, a 10.000
años luz de la Tierra hay una tetera gigante de porcelana girando en la
órbita de un planeta desconocido? ¿Quién puede probar o refutar eso?...
Nadie. Así es como actúan los paititeros. Y así es como
comunican sus convicciones, surgidas de un lenguaje envuelto en confusión
y que no es más que un galimatías de términos tomados en préstamo de
la física, la biología o la historia[6]. La imaginación
desenfrenada, la fantasía ingenua o la mentira bien dirigida, son sus
dardos. Afortunadamente ninguno de ellos encuentra un lugar en las
ciencias sociales. Por eso, con todas sus alocadas intervenciones, los paititeros
contribuyen a falsear considerablemente la realidad. Aggiornando
viejos mitos y creencias, siempre tendrán como seguidores a los golosos
consumidores de supercivilizaciones, de atlantes o extraterrestres. En tanto los auténticos
cultores humanos[7]
—surgidos del esfuerzo e ingenio de generaciones— sean tergiversados o
ignorados por el gran público, estos defensores de la pavada
seguirán lucrando y difundiendo las prácticas —contagiosas— del Síndrome
del Rey Midas Invertido. Ya
para terminar, invito al lector a empaparse sobre la temática, leyendo
—de ser posible— las obras que cito convenientemente en la bibliografía,
o escribir la palabra Paititi
en un buscador de Internet. Juzgue usted
mismo quién es quién en esta búsqueda. BIBLIOGRAFÍA
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Profesor
Fernando Jorge Soto Roland
Profesor en Historia por la Universidad Nacional de Mar del Plata
sotopaikikin@hotmail.com
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