Obsesión |
Tensó la cuerda y, por enésima vez, volvió a comprobar que todo estuviera en su sitio. La solapa bien estirada sobre el pecho, la corbata anudada al cuello —con un prolijo nudo inglés— y los zapatos lustrosos, brillantes. Acomodó
la silla, caminó hacia la puerta y giró la llave media docena de veces,
de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Volvió al centro del
cuarto. Se subió a la silla. Dio la última ojeada. Algo
estaba mal; fuera de sitio. Era
ese papel color marrón que sobresalía de un cajón entreabierto. Se
bajó y lo acomodó correctamente, como Dios mandaba. Giró
sobre sus talones. Pero, ¿qué era
ese extraño olor?... ¡Maldición!
El cigarrillo que nunca había fumado se consumía al borde mismo del
cenicero. Iba a caerse y ensuciar todo el piso alfombrado. Lo
apagó. Caminó hacia la puerta. La abrió y corrió a la cocina. Tiró
el contenido del cenicero en el tacho de la basura. Se acomodó el saco,
el cuello de la camisa y se limpió las manos con detergente. Se las frotó
bien. Sacó espuma, mucha espuma. Se frotó y volvió a frotar. Con un
repasador, se secó. Lo dobló con prolijidad, depositándolo sobre la
barandilla de la heladera y regresó a la pieza. Otra
media docena de veces la abrió y cerró de derecha a izquierda y de
izquierda a derecha. Se
miró al espejo. Emparejó su pelo enrulado, acomodó la corbata y se subió
a la silla. Cerró
los ojos, quería despedirse del mundo. Un mar de oscuridad le inundó el
cerebro. Sólo unos diminutos puntitos de luz recorrían el espacio que
separaba los párpados de sus pupilas, aparentemente ciegas. Entonces,
como si fuera un flash, la imagen del acolchado de su dormitorio ocupó
toda la escena. ¡Estaba fuera de lugar! No podía retirarse sin
acomodarlo. Pero,
¿a quién podía interesarle semejante nimiedad? Alguien, más tarde,
seguramente, desharía la cama y vendería sus sábanas, la frazada y el
acolchado. El acolchado..., el acolchado estaba mal puesto. Esa punta
izquierda sobresalía demasiado del colchón. No era correcto que quedara
así. Se
bajó de la silla. Abrió la puerta y se desplazó hacia su dormitorio.
Acomodó el acolchado. Estiró la ropa de cama y regresó a la silla. Se
puso la soga al cuello. ¡Pero, qué estúpido era! No había confirmado cerrar correctamente
la puerta de la habitación. Bajó y otra media docena de veces, abrió y
cerró, abrió y volvió a cerrar. Al
trote se encaramó sobre la silla. Un
ruido fuera de lugar lo alertó sobremanera. Observó el suelo. ¿Qué era eso que brillaba en el centro de la habitación? ¿Un
alfiler? ¿De dónde había salido?
¡Ah,... sí, la camisa que tenía!
Era nueva y la había desenvuelto hacía minutos. Venía con alfileres y
etiquetas. Uno se había escapado de su atención. Volvió a bajarse de la silla. Recogió el alfiler y lo puso dentro del cenicero, vacío y recién limpio. Escaló
la silla otra vez. Atravesó con la cabeza el nudo de la improvisada horca
y permaneció duro unos minutos. Dos, tres, cinco,... diez. No se animaba,
y no era por ser cobarde, sino porque algo volvía a estar fuera de lugar. Pensó. Repasó
todo. La
carta, ¿estaba en su sitio? Abrió
los ojos. Sí, ahí permanecía, prolija, con letra gótica, impecable. Los volvió a cerrar. Contó hasta dos y saltó. Los
pies no alcanzaron a tocar el piso. El tirón en las cervicales fue
doloroso y, durante al menos tres segundos, permaneció colgado, balanceándose
lentamente. El
cielorraso se desmoronó. Ladrillos, cal y un polvo terriblemente blanco
se cubrieron de la cabeza a los pies. Se
reincorporó, dolorido. ¡Cuánto tenía por ordenar! Se
quitó el traje. Regresó la silla a su lugar de siempre. Abrió la puerta
y salió hacia la cocina en busca de una escoba. Hacía más de un año que quería suicidarse. |
Cuentos bizarros - Tomo II
Fernando
Jorge Soto Roland y Carlos M. Ortiz
Email: sotopaikikin@hotmail.com
(Fernando Jorge Soto Roland)
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