Lugares abandonados

La encantadora decadencia de las cosas

Por Fernando Jorge Soto Roland

Profesor en Historia

Hoteles, fábricas y hospitales, teatros, estaciones ferroviarias y manicomios, mansiones, «cortijos»[1] e incluso pueblos y ciudades, acumulan a lo largo del mundo el polvo y la decadencia propias del abandono.

Por múltiples motivos, que van desde decisiones empresariales, guerras locales, accidentes (como el caso de Chernobyl, en la ex Unión Soviética), crisis económicas o simple desidia, centenares de complejos edilicios se desmoronan poco a poco ante nuestros ojos, despertando sensaciones ambivalentes; mezclando la extraña belleza que todas las decadencias exhiben junto a la tristeza y desazón que nacen frente a la inexorable impermanencia de todas las cosas. 

Explorar esos sitios constituye una experiencia única, intransferible y aleccionadora. La adrenalina se dispara hasta cotas inimaginables al advertir cómo los elementos reclaman, siempre exitosamente, aquellos espacios colonizados por el hombre y sus construcciones.

Investidos de un aura especial, los lugares abandonados se recrean a sí mismos al convertirse en «ruinas»; transfigurándose en algo que sólo eran en potencia. Son el futuro materializado; la prueba más tangible de lo efímero. El reino omnipresente del cartón

Todo se retuerce, se quiebra, se descascara, tambalea y cruje. Todo es mentira, ilusión. El monarca de la mente es una mera fantasía afirmada en un trono de clavos oxidados y sedas que se pudren y deshacen por el abandono. Meras vigas que se sintieron eternas y hoy son un amasijo de pintura caída y blanda. Aquel que soñó con la perennidad, se ve subsumido en el ocaso; muchas veces antes de lo imaginado o previsto. 

Como si fueran los fotogramas de una película antigua que no terminó de proyectarse, o tal vez las últimas escenas de un optimismo irreal e ingenuo, el devenir de los sitios abandonados nos enseña que todos estamos condenados a ser recuerdo y después olvido. 

En ellos, la imaginación se dispara y las teorías más descabelladas irrumpen a cada paso, sabiendo que rara vez podremos confirmarlas. Miedos irracionales se hacen presentes y no es casual que el imaginario los decore con historias truculentas y fantasmas. 

Los sitios abandonados se revelan como espacios que resguardan leyendas casi siempre inmorales, repletas de crímenes, traiciones y acciones «non sanctas» que, a la postre, se demuestran falsas. Pero no importa. Los sitios lúgubres requieren de historias aún más lúgubres.

¿Quién puede permanecer impasible ante una ruina? ¿Quién no ve en ellas su propio e ineludible porvenir? ¿Acaso no será ése el motivo por el cual tantos rehúyen de ellas, ignorándolas y quitándoselas de la mente? 

Sitios de implícitos contrastes, los lugares abandonados apenas revelan su antigua y perdida hegemonía, sólo visible a través de los ojos exigidos de la imaginación. 

Materializaciones concretas de la decadencia y, al mismo tiempo objeto de belleza, los espacios abandonados combinan el claroscuro y las sombras para destacar en ellas el mismísimo Reino del Moho, los gusanos y el escombro.  

Hay una clara relación entre los sitios abandonados y la nostalgia. En ellos se vuelve concreta una idea: la del tiempo irreversible. Lo que pasó ya no podrá ser alcanzado nunca más. El Paraíso se perdió y esa verdad erosiona una de las fantasías más divulgadas de la modernidad occidental: aquella que sostiene la noción lineal del Progreso. 

Nos despiertan a la cruda realidad de vernos frente a frente con nuestros deseos incumplidos. Las modernas ruinas urbanas irrumpen con fuerza en nuestro imaginario porque nos transmiten la muerte de las promesas de un futuro diferente y mejor (idea arraigada a lo largo de toda la modernidad, durante el siglo XVIII y XIX). 

Nostalgia y reflexión se amalgaman entre los hierros retorcidos; y de ellos surge el trauma de la inocencia perdida, del optimismo en ruinas.

Un recorrido por el planeta nos coloca ante lugares abandonados que sorprenden. No son patrimonio exclusivo de los países en «vías de desarrollo» ( subdesarrollados, para decirlo sin eufemismos). Los selectos estados del Primer Mundo, anglosajones y cultos, también los poseen. Alemania, Inglaterra, Escocia, Estados Unidos, por nombrar algunos, son depositarios de muchos de estas ruinas posmodernas, muestrarios de la transición al ocaso y contemporáneo «memento mori» que nos anticipa la indefectibilidad de algo: que toda historia puede ser, finalmente, aplastada por la naturaleza. 

Dice Vanessa Graell: «Los lugares abandonados son la voz del olvido, de lo que permanece a los márgenes del progreso. Escenarios de fracasos utópicos. Nostalgia periurbana». 

Decadencia hecha poesía. Misterio transmutado en ruinas.

Inmediatez de lo que ya fue. 

Es mucho más inquietante un jardín abandonado que la selva virgen. 

Hay belleza aún en un cuarto destruido. Siempre y cuando no haya un ser humano durmiendo en él. 

Símbolos de la inútil arrogancia humana, las «ruinas urbanas» develan lo inconstante que son las obras del hombre frente al poder imparable de la simple humedad. El romántico significado de las enredaderas partiendo los muros de un edificio o la descontrolada fuerza de las raíces destruyendo el pavimento, cobran nuevo sentido ante nuestra atónita mirada, enseñándonos cuán delgada es la seguridad ante el solo paso del tiempo. 

Olvidados, hechos a un lado desde hace décadas, los lugares abandonados son el pasado materializado y puesto a mano. Prefiguran la muerte y añaden a la vida una cuota de novedad, modificándola y ampliándola. 

Quien no se ha entregado a las voluptuosidades del óbito, quien nunca ha gustado del aniquilamiento, no se curará jamás de la obsesión y temor que produce la muerte. Estará atormentado por haberse resistido a su inevitabilidad. 

Los lugares abandonados nos obligan a meditar en nuestra propia podredumbre, materializando el precio infinito de cada instante.

Algo es más que cierto, dice Cioran: Rejuvenecemos en contacto con ellos. 

¡Cuán precisa resulta la destrucción! ¡Qué grosero muestrario de lo finito! ¡Qué claro repertorio de sabiduría, amargura y farsa!

En los sitios abandonados se nos abre el verdadero sentido de nuestra dimensión temporal. Sin ellos —sin la muerte que se destila por sus rajaduras— estar en el tiempo no significa nada para todos nosotros.

Notas:

[1] El Cortijo es una propiedad única, con independencia del número de edificios que lo conformen y personas que lo habiten. Está vinculado a una única explotación agrícola, usualmente de gran tamaño.

por Fernando Jorge Soto Roland

Profesor en Historia por la Universidad Nacional de Mar del Plata

noviembre de 2009

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