Los
relámpagos de la muerte
por
Profesor
Universitario en Historia UNMdP-Argentina |
Es común advertir en muchísima gente la seguridad más absoluta al afirmar que tal o cual comportamiento viene dado desde los orígenes de los tiempos, asegurando que los gestos, hábitos, actitudes y creencias que compartimos colectivamente hoy en día son —o parecerían ser— eternos; como si el devenir histórico no modificara en absoluto conductas y “mentalidades”, consideradas éstas “naturales”. A menos que queramos caer en anacronismos (“el peor pecado de un historiador”), debemos admitir que eso no es así. Conceptos tales como familia, amor, amistad, intimidad o confort han sido pensados y sentidos de diferente manera según las épocas (y los lugares). De ese modo, los comportamientos individuales y sociales derivados de estas conceptualizaciones son muy distintos a los que nosotros —hombres y mujeres de principios del siglo XXI— podemos considerar “racionales”, “naturales” o “moralmente aceptables”. Basados en estas premisas, los historiadores hemos intentado —desde hace algunas décadas— interpretar, comprender y explicar las diferentes actitudes que el hombre ha adoptado, a lo largo del tiempo, ante el fenómeno universal e irreversible de la muerte. Todos moriremos algún día. Como certeramente lo señaló el rey Alfonso X (1254-1284); “El relámpago de la muerte no miente y sus rayos no yerran […]”.
Y tiene razón. Antes, eran los temas referidos al sexo los que reprimíamos socialmente. La sola mención a una teta bastaba para que una niña de la sociedad pudiera ser encerrada en un convento de monjas por pervertida. Los niños tenían prohibido rozar siquiera tópicos que incluyeran las “obscenidades del cuerpo y sus fluidos” cuando se referían al sexo. Incluso hasta la década de 1950-1960, no eran pocas las muchachas que se casaban sin conocer cómo se gestaba un hijo o qué diablos era el clítoris o un orgasmo. Y si lo sabían lo silenciaban. Estaba mal visto divulgar conocimientos de esa especie.
Actualmente, la muerte es un tema tabú; de la misma forma en que el sexo lo había sido en el aburguesado siglo XIX. La muerte se fue relegando del ámbito público. Ya no se muestra tanto como antes. Se la esconde, se la enmascara, se la maquilla. Las manifestaciones de dolor, el duelo, el luto y el pésame parecen ir lentamente desapareciendo. Incluso producen cierto malestar y una vergüenza poco entendida. Claro que lo antedicho queda enmarcado dentro de un margen cronológico bastante corto. A medida que nos sumergimos en los siglos pasados, las actitudes ante la muerte se diversifican al punto de ya no reconocerlas como nuestras y se me hace muy interesante observar cómo ha cambiado dicha actitud, modificando la postura del occidental no solamente ante el óbito, sino también ante la vida y ante uno mismo. El
estudio de los cementerios es una de las tantas vías para intentar
acercarnos al tema de la
Es significativo notar que en Francia, hacia el año 1231, un concilio reunido en la ciudad de Ruan, prohibió los bailes en los cementerios, como así también las fiestas y los juegos que allí se practicaban. Con todo esto estamos inclinados a pensar que la necesidad de tener al muerto en un determinado lugar, claro e identificable, no era necesario. Lo que hoy llamaríamos “la morada perpetua” no existía por aquel entonces. En otras palabras, el mundo medieval no se interesaba en conocer en qué lugar descansaban los huesos del abuelo, siempre y cuando las osamentas se encontraran en un terreno consagrado por la iglesia o ubicados muy cerca de los restos de alguna persona considerada santa.
Por lo que se observa en la documentación, antes la muerte era algo más “familiar” —según decía Ariès— y el cementerio carecía del carácter lúgubre, neblinoso y potencialmente peligros que goza hoy en día. Para que eso ocurriera, aún faltaban muchos siglos.
Los cementerios se renovaban, denotando una nueva sensibilidad. El individuo ahora importaba. Su “Yo” —el ego— intentaba trascender a la muerte mostrándose como tal —único e irrepetible— y, amparándose en la fortuna acumulada a lo largo de la vida, pretendía dejar de sí mismo una escultura, un bajorrelieve o un enorme catafalco que expusiera una lápida clara y visible. Lentamente, durante los siguientes trescientos o cuatrocientos años, la muerte se exaltará como uno de los momentos más dramáticos en el devenir de las personas y el “yo” de carne y hueso, que hasta ese instante era un “siendo”, tratará de inmortalizarse en la piedra, en el mármol o bronce, para terminar de “ser” definitivamente en la memoria de los demás. Parménides se imponía a Heráclito, al menos simbólicamente. Desde entonces cobró importancia visitar a los muertos y conocer la ubicación exacta de su sepultura. El recuerdo —alimentada por la estatuaria y el fervor de los sobrevivientes— se transformó en un complejo e ilusorio canal hacia la inmortalidad. Los siglos XVIII y XIX serán entonces testigos de una gran cambio. En lo sucesivo, con la irrupción del sentimiento nacionalista, los cementerios y sus “muertos ilustres” pasaron a ser una “cuestión de Estado”. Las necrópolis se volvieron más organizadas. Los higienistas y políticos los transformaron en respetables sitios de culto, en donde lo cívico y lo religioso se confundían y mezclaban.
Ya sea para generar envidia, admiración, respeto o reconocimiento, las inscripciones del tipo “Aquí yace…” señalan el movimiento de un renovado culto a los antepasados, convertidos en los prohombres de las gloriosas y surgentes naciones. El patriotismo y las tumbas entablaron desde entonces un fecundo diálogo que aún persiste. Desde entonces, los muertos fueron tan importantes como los vivos y con la irrupción de lo que denominamos “muerte romántica” todo el ceremonial funerario sufrió cambios.
El
“duelo histérico” se imponía
y con él una nueva conceptualización de la muerte ensalzó las ideas de
ruptura y terror ante el deceso de propios y extraños. El moderno culto a
las tumbas y cementerios echaba raíces una vez más en occidente. Pero desde hace unos setenta años venimos experimentando un brutal cambio en las sensibilidades tradicionales. Como señalamos antes, parafraseando a Philippe Ariès, “[…]la muerte se ha convertido en algo vergonzoso que debemos ocultar a los ojos de los demás”. Su “natural” aceptación se convirtió en un manifiesto rechazo a lo inevitable. El deseo de morir “sin darnos cuenta” (tan extendido) o el enmascaramiento eufemístico que usamos para disfrazar conceptos como “cáncer” (u otras enfermedades terminales), son síntomas de todo ello. La realidad de la muerte es hoy un problema y su ocultamiento una actitud diaria. Los ritos de la muerte, tan bien esquematizados y planificados en las Ars Moriendi de antaño, empiezan a perder importancia simbólica. Se desdramatizan, simplifican y, de ser posible, evitan por completo. ¿Podemos
interpretar esto como un signo más de deshumanización? ¿Qué
factores fueron los que nos condujeron a ello? De seguro que son múltiples; pero hay uno en especial cuyo peso específico por sí solo anuncia el síntoma: el lugar en donde hoy se muere. Hasta la segunda guerra mundial (1939-1945) moríamos en nuestras casas rodeados de familiares y seres queridos. Una geografía emocional hecha de objetos y rostros conocidos amenizaba el tránsito al Más Allá y la angustia se reducía precedida por la feliz resignación. Inclusive muchos morían en la misma cama que los viera nacer.
Técnica,
impersonal, anónima —especialmente en las grandes ciudades, donde nadie
parece morir—, la muerte perdió su antigua calidez y sus ritos.
Escudado detrás de una “ensañamiento terapéutico” llegamos a
negarla y aborrecerla como si fuera un hecho antinatural. Fernando Jorge Soto Roland Profesor en Historia
Bibliografía sugerida Ariès, Philippe, El Hombre Ante la Muerte, Editorial Taurus, Barcelona, 1977. Ariès, Philippe, La Muerte en Occidente, Editorial Argos Vergara, Barcelona, 1982. Delumeau, Jean, El Miedo en Occidente, Ed. Taurus, Madrid, 1989. Doore, Gary, ¿Qué Sobrevive?, Editorial Planeta, Buenos Aires, 1992. Duby, Georges, Año 100, Año 2000. Las Huellas de nuestros Miedos, Ed. Andrés Bello, Barcelona, 1995. Hertz, Robert, La Muerte y la Mano Derecha, Ed. Alianza, Madrid, 1990. Nuñez, Luis F., Los Cementerios, Ed. Ministerio de Cultura y Educación,, Buenos Aires, 1970. Soto Roland, Fernando, Visitantes de la Noche, Editorial Martín, mar del Plata, Argentina, 1997. Thomas, Louis-Vincent, La Muerte. Una Lectura Cultural, Ed. Paidos Studio, Barcelona, 1991. Referencias: [1] Nota: Desde las época del Imperio Romano era muy común distinguir claramente el lugar y el nombre, la profesión y la fecha de fallecimiento de muchos de los muertos enterrados a la vera de la Vía Apia y otras rutas secundarías del Imperio. [2] Nota: La cercanía de la muerte pareciera que nos infantiliza a la vista de los demás. |
por Fernando Jorge Soto Roland
Profesor en Historia
Ver, además:
Fernando
Jorge Soto
Editor de Letras Uruguay:
Email: echinope@gmail.com
Twitter: https://twitter.com/echinope
Facebook: https://www.facebook.com/carlos.echinopearce
instagram: https://www.instagram.com/cechinope/
Linkedin: https://www.linkedin.com/in/carlos-echinope-arce-1a628a35/
Métodos para apoyar la labor cultural de Letras-Uruguay
Ir a índice de crónica |
![]() |
Ir a índice de Fernando Jorge Soto Roland |
Ir a página inicio |
![]() |
Ir a indexe de autores |
![]() |