Los que regresan Revinientes, vampiros y la evolución del miedo
por Fernando Jorge
Soto Roland*
Vampiro saliendo de la
tumba |
Introducción
La creencia en vampiros ha estado determinada social e históricamente; y como tantas otras creencias tuvo una evolución que encuentra sus principales raíces en los complejos contextos históricos por los que Europa pasó desde fines de la Edad Media. Esto es algo que no solemos tener habitualmente en cuenta cuando vamos al cine a ver un film de Drácula o alguna otra producción que tenga a los ya famosos chupasangre como protagonistas. Debemos admitir que en los últimos años, tanto la pantalla grande como la televisión, los ha convocado con asiduidad; del mismo modo que a los zombis, quienes a primera vista parecerían haber copado la escena en el morboso imaginario actual.
Lo que este corto trabajo se propone es brindar una explicación de dicho proceso de cambio, intentando ver de qué modo la historia de la creencia en vampiros se relaciona con otras historias ya instaladas dentro del universo de la historiografía. Para ello tendremos que aludir a temáticas que necesariamente refieren tanto a la Iglesia Católica (su lucha contra las tradiciones paganas, la tarea de evangelización y temores propio de la institución) como al proceso de construcción del individualismo occidental, la historia del miedo a los fantasmas y la emergencia de la razón cartesiana a partir del siglo XVIII.
Seguramente será ésta una tarea inconclusa.
De todos modos, vaya esta somera aproximación a una temática que, al menos en lengua castellana, no ha tenido la difusión que se merece. Espero contribuir con ello a un mejor conocimiento de la cuestión y de nosotros mismos. Porque si de algo estoy seguro es que los vampiros (de igual modo que los espectros y almas en pena) son una interesantísima creación que elaboramos y llevamos muy dentro nuestro. Parte 1 Revinientes
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La palabra que titula este apartado no figura en el Diccionario de la Real Academia Española (RAE). Ello tal vez se deba a que los españoles no tuvieron la necesidad de usarla o que hayan aludido de otra forma al fenómeno sobrenatural que la misma expresa. Lo cierto es que en el país más dominado por la Iglesia Católica, la ausencia de “revinientes” es un dato interesante a tener en cuenta. España, baluarte inconmovible de la más ortodoxa palabra divina, tuvo una clerecía que se sentía más segura, poco amenazada y firme, ante los embates viejos (del paganismo residual rural) y nuevos (del luteranismo naciente a mediados del siglo XVI). Todas la referencias a “revinientes” provienen del centro y Este de Europa, zona asechada por los turcos desde el siglo XV; y de Inglaterra y Francia, países donde la Reforma Protestante dividió a la feligresía provocando sangrientas guerras, persecuciones religiosas y ajusticiamientos a lo largo de la Edad Moderna.
Todo parecería indicar que los revinientes son el producto de esas tensiones, y del deseo por mantener la influencia espiritual sobre las masas, imponiendo rituales y creencias en aquellas zonas en que la Iglesia sentía que su imperio se veía amenazado por otra fe. Un capítulo más en la historia del cristianismo y de su vocación por reducir todo a la unidad, evitando desvíos heterodoxos o interpretaciones consideradas heréticas o blasfemas.[1]
Pero, ¿qué tipo de sucesos preternaturales, insólitos y demoníacos, se revelan detrás del término “reviniente”?
La palabra francesa “revenant”, que aparece en un significativo número de documentos oficiales del siglo XVIII y muy especialmente en el título del famoso libro del sacerdote benedictino Dom Agustín Calmet (Disertations sur le apparitions des anges, des démons et des esprit, et sur les revenants et vampires de Hongrie, de Boheme, de Moravie et de Silésie, de 1746)[2], es el participio presente del verbo “revenir”, que traducido al español sería sinónimo de “regresar”, “volver”, “retornar”.
En resumen, el reviniente (revenant) es aquel que regresa literalmente de la muerte, pero de una forma muy particular, lejana a la de los típicos fantasmas de las leyendas y rumores populares. El reviniente se apersona físicamente. Su presencia es material, concreta. En pocas palabras, es un cadáver animado. Un muerto ambulante que retorna al mundo de los vivos directamente desde su tumba, no desde un inmaterial Más Allá. Se parecen mucho a los zombis del cine contemporáneo.
Es bien sabido en Historia que la frontera que separa a los vivos de los muertos no ha sido en el pasado tan nítida, ni tan firme e impermeable, como lo es hoy en día. La posibilidad de que sucesos o seres “maravillosos” atravesaran ese límite era una constante tanto en la Antigüedad como en la Edad Media; lo cual generaba no sólo esperanza y consuelo, sino también inquietud y temor. Aunque no al grado de llegar al terror/pánico que se alcanzaría durante la Edad Moderna e inicios del mundo contemporáneo.
En Grecia, país irónicamente considerado cuna del racionalismo, los revinientes son conocidos bajo la denominación de Vrykolakas, y al igual que los primeros comparten una serie de comportamientos muy interesantes a la hora de analizar diacrónicamente la creencia. Según la tradición oral y escrita, en la región Egea (como así también en Europa central y oriental) estas entidades encarnadas atraviesan los pueblos y las aldeas que habitaron en vida molestando a conocidos y parientes, azotando ventanas, golpeando puertas y llamándolos por sus nombres propios. Para muchos, son verdaderos augurios de muerte; por eso nadie responde a sus llamados. Hacen oídos sordos a los reclamos del Vrykolaka/reviniente y despliegan rituales y frases mágicas para ahuyentarlos o eliminarlos. Y es posible tener éxito en ambas empresas puesto que el muerto-vivo es el producto de una posesión demoníaca que insufla temporalmente vida a un cadáver y, como tal, está sujeto a ser combatido con actos litúrgicos y exorcismos desplegados por la Iglesia. Porque el reviniente, de igual forma que el vampiro, puede ser vencido tomando esas medidas aprotopaicas. Pero una cosa hay que dejar bien en claro antes de seguir: los revinientes no son vampiros, aunque muchos autores tiendan a considerarlos de esa forma.
En principio, los revinientes no chupan ni reclaman sangre de los vivos. Al menos en los primeros tiempos, como veremos. No se convierten tampoco en animales, ni son el producto de un ataque perpetrado por un no-muerto. En pocas palabras, los revinientes son cadáveres que no han recibido una sepultura adecuada o pecadores que regresan a purgar penas, vagando entre sus conocidos, sin ser vampiros en el sentido tradicional del término. Y, aunque en determinado momento adquirirán, sí, el hábito de alimentarse con sangre, no podemos identificar a ambas criaturas (en su origen) con una misma especie.
Según consigna Pedro Palao Pons en su libro Vampiros: Más Allá del Crepúsculo, desde una época tan temprana como el siglo XII, teólogos y filósofos expusieron hipótesis varias a la hora de explicar el inquietante deambular de esos muertos.[3] Algunos acordaban en decir que todo ello era producto de un permiso divino. Que Dios era quien autorizaba a determinados demonios/ángeles a ocupar y usar el cadáver, inflándolos de “vida” para concluir con aquello que no habían podido terminar mientras vivían. Los revinientes serían una especie de canal para saldar cuentas pendientes. Pero, al mismo tiempo, también estaban los que opinaron, más adelante, que eran producto del accionar, lisa y llanamente, del Diablo.
Había hipótesis para todos los gustos y fueron los padres de la iglesia los primeros en difundirlas y en explicar cómo alguien podía convertirse en un reviniente tras la muerte.
En esencia, la conversión post-mortem dependía del cumplimiento, o no, de ciertos preceptos propios del cristianismo; como por ejemplo el de morir bajo el signo del pecado, sin estar bautizado. El incumplimiento de las normas fijadas por la iglesia constituía un camino seguro a la condenación, tanto del alma como del cuerpo. Así, una vez más, la institución arrinconaba al residual paganismo rural europeo combatiendo viejas prácticas religiosas y difundiendo supersticiones propias, muy convenientes a la hora de alimentar el miedo y ofrecer, al mismo tiempo, un único y verdadero atajo al Paraíso.
Las actitudes sacrílegas, las blasfemias, la excomunión o el enterramiento en terrenos no consagrados, bastaba para que alguien pudiera transformarse en un “revieniente”. Para evitarlo, el catolicismo estableció la obligación de inhumar los cuerpos en tierras de su exclusiva jurisdicción: los camposantos o, en su defecto, en el interior mismo de catedrales, iglesias y capillas, según la importancia social del muerto. En este sentido, los “revinientes” resultaron muy útiles, generando un aumento en el número de creyentes/practicantes, dispuestos a respetar y cumplir con la liturgia oficial.
Controlando a los muertos, la iglesia controlaba a la muerte; agigantaba su autoridad y se convertía en la única institución capaz de evitar “el regreso”.
De todos modos, durante el siglo XII, los “regresados” no despertaban todavía las inquietudes que más tarde surgirían. Hacia mediados y fines del medioevo (un período por cierto muy largo), los revinientes retornaban a su núcleo familiar únicamente a pedir perdón, dar consejo, instruir sobre algo que había dejado pendiente o purgar sus pecados. En principio, detectamos muy pocas diferencias con los espectros y fantasmas que retornaban (inmaterialmente) al mundo de los vivos persiguiendo los mismos objetivos. En este sentido, el reviniente carecía de la maldad y del peligro que adquiriría unos siglos después.
La Baja Edad Media (siglos XI-XV) los mostró molestos, algo perturbadores, apegados a lo material, pero nunca (o muy pocas veces) sanguinarios y agresivos. Estos dos últimos rasgos (que, insistimos, no tuvieron en los primeros tiempos) aparecerían recién a partir de los siglos XVII y XVIII, época en la que el deseo de obtener sangre los acercaría a la figura del vampiro, hasta fundirse y confundirse con ella.
Muy lejos estamos, pues, del vampiro literario que impusiera Bram Stoker con su novela Drácula (1897). Los revinientes de los siglos XVII y XVIII serían, tal como lo señala Irene Gómez Castellano en su excelente trabajo, algo así como “proto-vampiros”.[4] Un mero anuncio de los tiempos turbulentos que se avecinaban.
Parte 2 Hacia una posible cronología
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Las primeras menciones a cadáveres que deambulan alterando la paz de los vivos aparecen en algunos escasos textos ingleses del siglo XII. Son por lo general crónicas pseudo-históricas, escritas en latín por hombres de la Iglesia y, según especialistas contemporáneos, con una marcada influencia de las sagas islandesas, redactadas un siglo antes.[5]
Esas crónicas del siglo XII hacen referencia a muertos que se levantan de sus tumbas atormentando a esposas, amigos y vecinos; sólo sugiriendo la participación del Diablo en el asunto e ignorando el motivo de ese regreso, ya que, en la mayoría de los casos consignados, no se hace referencia directa y explícita a los hábitos alimenticios de esas sobrenaturales criaturas. Aún compartiendo algunas características con el futuro vampiro depredador, los revinientes no son (todavía) vampiros.[6]
Ni la Gesta Regum Anglorum de 1125, escrita por William de Malmesbury[7]; o De Nungis Curialium, redactada entre 1181-1195 por Walter Map[8], sindican que los muertos ambulantes beban sangre. Tampoco la Historia Rerum Anglicarum de 1196/1198, de William de Newbourgh[9], es directa a la hora de sindicar al reviniente como un monstruo que se alimenta de hemoglobina; por más que los relatos (casos) que allí se consignan hablan de cadáveres incorruptos que, al ser golpeados por sus enemigos, dejaban manar mucha sangre (de ahí el nombre de sanguisugo -¿sanguijuela?- que Newbourgh les otorga). De todos modos, no se afirma ni explica de dónde viene esa sangre. ¿La tenía el reviniente en el cuerpo, al momento de morir o le había sido succionada a sus víctimas? No lo sabemos a ciencia cierta, aún cuando algunos historiadores crean ver en esa referencia una muy sugerente prueba para afirmar que los primeros vampiros de la Edad Media eran ingleses.[10]
El hecho de que los textos más antiguos sobre revinientes daten del siglo XII es sintomático; y para poder explicar esta particularidad tan interesante creemos necesario acudir a la investigación que el célebre historiador francés Philippe Ariés realizó respecto de la historia de la muerte.[11]
La evolución de los rituales funerarios en occidente está íntimamente relacionada con la construcción de la idea de individuo (individualismo). Es bien sabido que durante la antigüedad clásica, griega y romana, los muertos tenían tumbas individuales, identificables, con epitafios en los que figuraban no sólo sus nombres y apellidos, sino también sus profesiones, oficios y hobbies. Era fácil conocer el lugar en donde un ser querido depositaba sus huesos. Pero esa costumbre declinó hasta desaparecer con la caída del imperio romano y el inicio de la Edad Media, en el siglo V d.C. A partir de ese momento el individuo fue fagocitado por la comunidad (cristiana). Las tumbas individuales desaparecieron, se volvieron anónimas (con la excepción de la de algún rey, papa o señor feudal) y las fosas colectivas pasaron a ser lo habitual. No hacía falta reconocer la última morada de alguien. Bastaba con que Dios lo supiera, y que el cadáver (como ya hemos dicho) se inhumara en terreno consagrado por la iglesia (y cuanto más cerca del altar, mejor).
Esta situación volvería a cambiar ocho siglos después.
Dejemos que P. Ariés nos lo explique:
“Durante la segunda mitad de la Edad Media, del siglo XII al siglo XV, se produjo un acercamiento entre tres categorías de representaciones mentales: las de la muerte, las del conocimiento que cada uno tenía de su propia biografía y las del ferviente apego a las cosas y a los seres poseídos en vida. La muerte se convirtió en el tópico más favorable para que el hombre tomara conciencia de sí mismo.”[12]
Y agrega:
“A partir del siglo XII –y a veces un poco antes-, resurgen las inscripciones funerarias que casi había desaparecido durante ochocientos o novecientos años. Vuelven a ocupar en principio las tumbas de personajes ilustres –es decir, santos o asimilados a santos-. Dichas tumbas, de primero escasas, comienzan a menudear durante el siglo XIII. (…) Con la inscripción también aparece la efigie, sin que esta sea un retrato. (…) Por fin en el siglo XV de acentuará el realismo hasta reproducir mascarillas sacadas del rostro de los difuntos.”[13]
Esta personalización del arte funerario, que sigue evolucionando del siglo XIII al XVI, es un fenómeno necesario para poder comprender cabalmente el tema de los revinientes. Y es lógico que así sea puesto que sin tumba individual, sin que exista manera de ubicar el sitio concreto e identificable en el que descansa el “monstruo”, es imposible la lucha contra el mismo.[14] En pocas palabras, los revinientes requirieron de la individualización de los cementerios. De la lápida. De la tumba privada y de la memoria del desaparecido. Además de explicitar, con su perturbador accionar (volver a los lugares queridos en vida a interactuar con sus parientes), el apego del que habla Ariés en la cita precedente. Y todo esto empezó a tomar forma, en la cultura y en las mentalidades europeas, a partir del siglo XII.
Otro fenómeno interesante, estudiado por Jacques Le Goff, y que se da por la misma época (siglos XII-XIII), es la irrupción de lo maravilloso en la cultura erudita.[15]
Antes reprimido por la iglesia (durante los siglos V al XI), lo maravilloso se inserta en la vida cotidiana sin la preocupación de los siglos precedentes. El catolicismo se siente más seguro, mejor instalado, más fuerte frente a los elementos de la cultura tradicional (pagana); y, relajado, se vuelve más tolerante con las fuerzas y seres sobrenaturales (como los revinientes) que escapan un poco del control ejercido por imaginario cristiano, atravesado por la idea del milagro.
Los acontecimientos maravillosos eran aceptados y reconocidos como parte natural de un universo aún no regulado por la leyes de la física y los prodigios se añadían al mundo real sin atentar contra él, ni destruir su coherencia. Hadas, dragones, monstruos y muertos ambulantes penetraban el mundo natural sin conflictos, sorpresa o misterio.[16] El concepto de “lo imposible” carecía de sentido y “lo maravilloso” no espantaba ni sorprendía, ya que no se violaba ninguna regla sólidamente establecida.[17] “Lo maravilloso —dice Le Goff— era una categoría del universo”.[18] Tanto es así que, sin demasiada sorpresa, se aceptaba la existencia de muertos que caminan. Porque algo es notorio en las fuentes: los revinientes causan molestia, quitan la paz y la tranquilidad de la aldea, alteran la normalidad, producen alguna que otra muerte, pero sin levantar las oleadas de terror que se alzarían siglos más tarde. El diablo no estaba del todo presente.
El siglo XII es también un momento bisagra en la construcción de la geografía de ultratumba católica. Por entonces, la iglesia inaugura un tercer espacio imaginario, el del Purgatorio; explicado por primera vez en el texto de un monje cisterciense inglés, El Purgatorio de San Patricio, hacia 1190.
Una vez más es Jacques Le Goff quien nos dice:
“El verdadero nacimiento del Purgatorio se produce durante una gran mutación de la mentalidad y de la sensibilidad, en el paso del siglo XII al XIII, especialmente durante una modificación profunda de la geografía del Más Allá y de las relaciones entre la sociedad de los vivos y la sociedad de los muertos”.[19]
El Purgatorio modificó todo el tablero. Desde ese momento empezó a existir una instancia intermedia entre el Paraíso y el Infierno. Un espacio donde purgar los pecados antes del destino final y absoluto. Pero lo que ese espacio tenía de novedoso era su permeabilidad. En otros términos, sus fronteras eran abiertas: un lugar del que se podía salir y escapar, llegado el caso.[20]
El inalterable destino que antes soportaba el alma (el cielo o el inframundo controlado por Satanás) era ahora algo negociable en el Purgatorio; y también, tal vez, fuera de él.[21] Los revinientes encuentran, pues, el contexto adecuado (¿o es el contexto el que crea a los revinientes?) para poder dejar sus sepulturas. Aunque, a diferencia de los fantasmas (que también adquieren un nuevo status en ese momento), los muertos ambulantes deben arrastra su cuerpo material, sus carnes inertes, pero insufladas por espíritus que empezaron lentamente a ser conceptualizados como diabólicos.
¿Estaban, entonces, los revinientes exentos de la salvación? ¿Podían salvar sus almas individuales estando tan apegados a las cosas del mundo material, incluso a sus viejos afectos y parientes?
Como veremos seguidamente, seguro que no.
Habrá que esperar la llegada del siglo XIV para ser testigos de otro cambio muy significativo en el imaginario europeo; y con él reconocer una transformación definitiva en la forma de concebir la figura de los revinientes.
Tras 200 años de cambios acumulativos, en lo económico, lo político y lo social, Europa entra en una etapa crítica y dolorosa. Una transición signada por la llegada de epidemias (la Peste Negra, 1347), enfrentamientos a escala continental (la Guerra de los Cien años, 1337-1453) y un cambio climático (la Pequeña Edad del Hielo, período frío que empezó a principios del siglo XIV) que, a la postre, dejó un escenario distinto, por momentos caótico, del se saldrá durante el siglo siguiente (s. XV).
Ya para entonces, lo que llamamos Edad Media experimentaba sus últimos estertores, dando paso a la Edad Moderna; época en la que las historias de revinientes empezarán a circular por el centro y oriente del Viejo Mundo, adquiriendo nuevas características.
Efectivamente, la expansión del fenómeno por el Este europeo (región asociada tradicionalmente con vampiros y revinientes) data de los siglos XIV-XV; lo que lleva a preguntarnos si es una creencia autóctona o alóctona; y, en todo caso si fue importada: de dónde provino.
Es una cuestión complicada de responder, y origen de debates que aún se mantienen en el campo académico. Creemos que difícilmente se llegue alguna vez a un consenso definitivo entre los historiadores. Por eso, y a modo síntesis, expondremos las diferentes hipótesis que se esgrimen al respecto.
Aquellos que suelen identificar de forma directa, y bajo una misma denominación a revinientes y vampiros, consideran que el nicho original de la creencia se encuentra en el mundo anglosajón, concretamente en Inglaterra; reconociendo también antecedentes más antiguos (siglo X) que podrían rastrearse en la zona escandinava e Islandia. Desde allí la creencia habría migrado hasta alcanzar el Este Europeo aproximadamente entre los siglo XIV y XV.
Defensores de esta postura son el historiador español Eugenio Olivares Merino[22] y otro escritor peninsular, Salvador Sáinz, autor de un ensayo muy interesante titulado Vampiros, reyes de la Noche[23], en donde argumenta que una vieja leyenda catalana del siglo XII (1173) refiere de manera explícita la historia de un conde llamado Estruch (o Estruc) que, tras una muerte ignominiosa, se levantaba de su tumba atacando a varias víctimas de quienes se alimentaba succionando su sangre.[24]
Esta leyenda catalana resulta sumamente interesante por dos motivos. El primero, por ser tal vez el único ejemplo registrado de vampirismo en la península ibérica (región mayoritariamente ajena a la difusión de la creencia, tal como lo reseñamos en páginas anteriores). Y en segundo lugar, por plantear la “ruta migratoria” que el autor supone siguió la creencia hasta llegar al Este de Europa.
Sáinz dice que en aquellos años, hacia 1173, en la región catalanoaragonesa se encontraba Ricardo Corazón de León (futuro rey de Inglaterra), enviado por su padre a participar en las guerras que las coronas aragonesa y catalana estaban librando contra los francos. El autor especula que es posible que haya sido Ricardo quien haya llevado las historias de revinientes/vampiros al Este europeo cuando, hacia 1190-1192 participó en la tercer cruzada, atravesando el Danubio en camino a Tierra Santa, y siendo tomado prisionero en Austria hacia 1193, permaneciendo en un castillo muy cercano a Transilvania. En pocas palabras, esta hipótesis plantea una serie de “saltos” llevados a cabo por la creencia: de Inglaterra a España, de España a Austria y de Austria a los territorios más orientales de Europa. Es ésta una alambicada hipótesis muy difícil de probar, por lo menos hasta el momento. De todos modos, es lógico suponer que el movimiento de cruzadas (s. XI-XIII) haya podido llevar antiguos temores británicos más allá de las fronteras de la isla (revinientes incluidos).
Otros investigadores, entre los que se cuentan la mayoría de los escritores que trataron el tema en el siglo XVIII, argumentan que la creencia en revenidos/vampiros provino del lejano oriente (China, India, el Tíbet) a través de la ruta comercial de la seda y de las espacias. En principio, habría arribado a la cuenca del Mar del Negro y, desde allí, expandido por la región de los Cárpatos y los Balcanes (que es la zona tradicionalmente asociada a esos seres).
Le atribuimos a ésta hipótesis más crédito que a la anterior. De todos modos, haya provenido del Este o del Oeste, lo cierto es que la creencia en revinientes con marcados rasgos vampíricos estaba ya instalada en el oriente de Europa hacia los siglo XIV, XV y XVI.[25] Esta es al menos la opinión de muchos historiadores, quienes le atribuyen a la peste negra (1347-48) la principal responsabilidad en el asunto.
Aunque tal vez deberíamos ser un tanto eclécticos y suponer que ninguna de las dos posturas excluye necesariamente a la otra. Raymond McNally y Radu Florescu, especialistas en folklore rumano, escriben al respecto:
“Tanto influencias orientales como occidentales afectan a esta cultura (rumana) y le otorgan una variedad y una profundidad única”.[26]
Lo que sí se advierte hacia esa época es un cambio en el contenido del imaginario: el reviniente termina adquiriendo, de manera definitiva, los rasgos de un muerto-vivo que se alimenta de sangre, camina por la vida como una persona viva y debe ser atravesado por una estaca o ser quemado para que muera. Con esta adquisición, la primera denominación perderá fuerza hasta ser fagocitada por el término que los hará famosos: vampiro.
Y los vampiros nos traerán a escena al diablo como actor principal.
Pero, ¿por qué en la Edad Moderna se produjo esa fusión entre satanismo y vampirismo? ¿Por qué los revinientes, de ser personajes molestos, inquietantes, se convirtieron en monstruos depredadores capaces de desatar epidemias de terror incluso en siglos donde siempre creímos imperaba por completo la razón?
Hacia principios de la Edad Moderna, Europa y su heterogénea sociedad se vio inmersa en un complicado proceso cultural en el que la incertidumbre se convirtió en una de sus notas esenciales. La Reforma Protestante se proyectó como una sombra amenazante y alternativa, rompiendo el secular monopolio que el catolicismo había mantenido en cuestiones de fe, y se avizoró que el peligro se incrementaba dentro de las fronteras mismas de la cristiandad. A los moros y paganos del mundo exterior se sumaban ahora los acólitos de Martín Lutero, armados con sus duras críticas a la Iglesia Católica y sus tradiciones en crisis. La economía se afianzaba en un capitalismo comercial que, desde los siglos XII y XIII, venía produciendo profundas transformaciones en el modo en que los hombres conceptualizaban la pobreza, la limosna y el status que los propios pobres (indigentes) tenían en la sociedad ( gradualmente el pobre se convirtió en una amenaza y en el depositario de todas las sospechas)[27]. Por su parte, las ciudades adquirieron la relevancia que habían perdido desde los días del imperio romano y el rol del Estado se agigantó, abarcando ámbitos que, hasta hacía poco, estaban reservados exclusivamente a la institución religiosa.
Demasiadas cosas se estaban trastocando; y en este contexto de ciudad sitiada (como dice Jean Delumeau), el catolicismo reaccionó desplegando un programa de rigurosa moralización y de una vida cristiana más ligada a la ortodoxia. Fue esa resistencia conservadora ante el cambio la que terminó demonizando a todos los contrincantes y ayudó a que se desatara una violenta persecución de herejes. Por otro lado, la intolerancia se dio también en los territorios reformados por el Luteranismo, en los que el acoso religioso y la satanización del enemigo confesional encontraron fértil terreno para el despliegue de juicios sumarísimos y hogueras.
No deja de sorprender que haya sido la Europa moderna de los siglos XVI y XVII la que dedicara tantos esfuerzos teológicos, jurídicos y políticos contra los supuestos miembros de sectas satánicas.[28] También la demonología alcanzó su más alto grado de sutileza y perfección intelectual durante la modernidad. Obras de influyentes demonólogos vieron multiplicar sus ediciones, testimoniando así el éxito que tenían entre la elites cultas —religiosas y laicas—, como así también entre los sectores populares, gracias a las ediciones baratas y demás mecanismos que permitían ampliar la circulación de dichos contenidos.
El miedo al Diablo se incrementó, y junto con él una serie de fantasías morbosas influenciaron el imaginario de una sociedad que observaba cómo se alteraba su entorno moral, social, político y económico. Íncubos y súcubos —demonios asociados al sexo—, sacrificios humanos, pactos demoníacos, necrofilia ritual, espantosos espectros de ultratumba y, por supuesto, revinientes/vampiros, afectaron progresivamente la sensibilidad y actitud del hombre ante las maravillas.
También los libros ejercieron una influencia relevante en todo el asunto.
Es sabido que el relato verbal excitó la imaginación de los oyentes durante siglos. Al respecto, Louis Vax escribió:
“[...] Lo llamado fantástico no tiene el mismo significado cuando se refiere a una imagen que cuando se aplica a la narración [...]. El hombre no reacciona de la misma manera ante una tela pintada y ante una historia [...]. Mientras que los espectadores de la Edad Media no ignoraban el carácter imaginario de las obras de arte y la aceptaban como tal, las narraciones de hechos fantásticos eran tomados al pie de la letra”. [29]
Pero la imprenta —difusora fundamental del texto impreso— ofreció un soporte (el libro) que prestó mayor convicción a los contenidos extraordinarios de cientos de relatos que venían circulando en la tradición oral europea, desde hacía siglos. Creencia y rumores se plasmaron en tinta y papel, convirtiéndose en testimonios seguros de veracidad.
El éxito editorial de muchísimos de esos textos —y las cuantiosas ganancias obtenidas por editores, libreros y buhoneros— permitieron y obligaron a que las obras se reeditaran una y otra vez lo largo de la mayor parte de la Edad Moderna.
En formatos elegantes y ediciones costosas —como también a través de opúsculos, pliegos sueltos o almanaques—, cientos de obras se readaptaron para un público no experto en el arte de la lectura, facilitando la transmisión, conservación y supuesta confirmación de las múltiples amenazas que se encarnaban en demonios, brujas y fantasmas.
Hoy sabemos que la gente tenía un acceso a lo escrito mucho más amplio de lo que se creía hasta hace poco.[30] Por ello es posible arriesgar que, la difusión de los textos arriba indicados, sirvieron de plataforma a creencias, gestos y actos que en la actualidad se nos pueden antojar como inverosímil.
El poder de los libros era múltiple. Por un lado, la palabra escrita se encontraba rodeada de una mística que hacía de la lectura un acto cuasi-religioso, en donde el temor y el respeto se confundían dando vía libre a la credulidad más absoluta, permitiendo la convivencia con los aspectos maravillosos o soportando los temores que generaba lo sobrenatural.
La interacción entre lo imaginario y lo real —esa mezcla sin solución racional entre dos realidades distintas, la del lector y la del texto— no cesaba una vez cerrado el libro. El compromiso emocional que se le imprimía a la lectura (ya sea en voz alto o en voz baja), prolongaba y alimentaba la secular concepción mágico-religiosa del universo.
Por otro lado, la conjunción de la palabra escrita y el dibujo (los grabados) se constituyó en un instrumento muy influyente de propaganda contra los conventículos satanistas, que invocaban (dentro del delirio tremendistas de muchos) a los muertos, en ceremonias necrofílicas. Las posibilidades técnicas de reproducir imágenes en el interior —o tapas— de los libros, permitieron que la credulidad supersticiosa exacerbara aún más el temor ya presente en la sociedad.
Esos libros, que referían sucesos fuera de lo común, explotaron el poder que la imagen y el texto encerraban; materializando gráficamente, ante los ojos sorprendidos de lectores u oyentes, peligros físicos, riesgos morales, prejuicios y miedos.
Como hemos visto, una lectura emocionalmente comprometida volvía muy poco factible la duda, y casi nadie criticaba a las sabias autoridades que publicaban esos trabajos. La necesidad de comprobar a través de la experiencia todo aquello que se sostenía por escrito no estaba considerado un paso obligatorio. No obstante, esta situación recién empezaría a cambiar hacia fines del siglo XVII, aunque conservando muchas conductas que impedirían el asentamiento de la duda y la incredulidad en el seno profundo de la sociedad.[31]
Es evidente que no leían de la misma forma que nosotros, ni la actitud ante lo escrito era idéntica[32]. Sus ideales, supuestos y nociones básicas los conducían a interpretaciones que hoy rechazaríamos de plano. Como bien escribe Robert Darnton:
“Los esquemas interpretativos dependen de las cambiantes configuraciones culturales, a lo largo del tiempo. Mundos diferentes, leen diferente”.[33]
Y fueron esas lecturas modernas, esa nueva manera de acceder a lo escrito, lo que terminó por rodear a los revinientes vampirizados de las características terriblemente negativas que conservarían por siglos.
Visiones espantosas empezaron a desfilar en los libros del siglo XVI, en donde los muertos —envueltos en mortajas y sudarios— asesinaban e incluso devoraban a los audaces pecadores que los convocaban. Lucien Febvre habla de pánicos absurdos y de una sucesión de miedos que influenciaron incluso la literatura autobiográfica de la época. Además, el miedo a los espíritus —que las comadres no cesaban de referir cada vez que podían—, se trasladó a la noche, ahora poblada de hechizos, fantasmas y muertos vivos que chupan la sangre.
Y llegamos así a las puertas de la modernidad con una entidad diabólica bien definida que, de mero reviniente, se ha transformado en el temido vampiro de fines del siglo XVII y principios del siglo XVIII; causante de brotes de histeria colectiva en Europa oriental y objeto de estudio de numerosas exposiciones teóricas de las que hemos hecho referencia en un trabajo anterior.[34]
Perverso, hambriento, desgreñado. Simple aldeano maldecido. Acosador postmortem y augurio de desgracias. Pestilente. Inmortal. Gen demoníaco que, en pos de sangre, ha perdido en su infinito camino la compasión y la humanidad. Monstruo “reviniente”. “Retornado”. “Revenido”.
“Enviado a la tierra Como vampiro Tu cadáver escapará de la tumba Y rondará cual fantasma tu pueblo Natal Chupando la sangre de todos los Tuyos, Hija, hermana, amiga, esposa, Secando la fuente de la vida.” Byron, El Infiel, 1813.
Notas: [1] Véase: Delumeau, Jean, El Miedo en Occidente, Editorial Taurus, Madrid, 1989. [2] Véase: Calmet, Don Agustín, Tratado sobre los Vampiros, Editorial Reino de Cordelia, España, 2009. [3] Véase: Palao Pons, Pedro, Vampiros: más allá del crepúsculo, Editorial De Vecchi, Barcelona, 2010. [4] Véase: Gómez Castellano, Irene, Benito jerónimo Feijoo y la controversia europea en torno a los vampiros, pág. 91. Disponible en Web: http://www.academia.edu/3576277/_Benito_Jeronimo_Feijoo_y_la_controversia_europea_en_torno_a_los_vampiros_._Salina_21_2007_91-100 [5] Véase: Hrapp, un vampiro vikingo. Disponible en Web: http://www.arries.es/la_cripta/casos/hrapp.html Esta es en mi opinión la mejor pagina sobre, historia, folklore y mitología vampírica. [6] Véase: Olivares Merino, Eugenio, El vampiro en la Europa Medieval: el caso inglés. Disponible en Web: http://publica.webs.ull.es/upload/REV%20CEMYR/14-006/09%20(Eugenio%20M_%20Olivares%20Merino).pdf [7] Véase en Web https://archive.org/details/willelmimalmesb00unkngoog [9] Véase en Web: https://archive.org/details/selectionsfromhi00willrich [10] Véase: Olivares Merino, Eugenio, op.cit. [11] Véase: Ariés, Philippe, La Muerte en Occidente, Editorial Argos Vergara, Barcelona, 1982. [12] Ibídem, pág.39. [13] Ibídem, pp. 39-40. [14] En todos los casos de revinientes que se relatan en los textos ya citados, se conoce la ubicación exacta de sus tumbas; que es donde los perseguidores practican los rituales necesarios para poner fin al flagelo. [15] Véase: Le Goff, Jacques, Lo maravilloso en el occidente medieval, Editorial Gedisa, 1994. [16] Caillois, Roger, “Del cuento de hadas a la ciencia Ficción”, en Imágenes, Imágenes...Ensayos sobre la función y los poderes de la Imaginación. Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1970, pp. 9-47. [17] Véase: Febvre, Lucien, El Problema de la Incredulidad en el Siglo XVI. La Religión de Rabelais, Editorial UTHEA, México, 1959, pp.379-383. [18] Le Goff, Jacques, op.cit, pp.9-25. [19] Ibídem, pág. 44. [20] Véase: Le Goff, op.cit., pág.46. [21] No es de extrañar que un cambio tan profundo en las creencias como el que acabamos de resumir se haya dado en plena revolución comercial (siglo XII-XIII); época en la que Europa, después de siglos de estancamiento, recupera la actividad mercantil, la vida urbana, la apertura económica y ver nacer a la burguesía como nueva clase social. [22] Olivares Merino, E. op.cit. [23] Sainz, Salvador, Vampiros, Reyes de la Noche. Disponible en Web: http://cala.unex.es/cala/epistemowikia/images/9/9c/Vampiros.pdf
[24] La leyenda cuenta que el conde de Estruch fue una valiente guerrero que supo siempre luchar del lado de la corona catalanoaragonesa. Ya anciano, fue enviado a combatir a los paganos que en una pequeña localidad cerca de Figueras mantenían antiguos cultos idolátricos anteriores al cristianismo. Su campaña de extirpación tuvo éxito, pero el ya viejo soldado recibió una maldición de parte de sus victimas. Al morir, un tiempo después, se levantó de la tumba y como un típico reviniente empezó a generar mucha inquietud por toda la comarca. Lo mas interesante de la leyenda es que indica que el conde en cuestión se había convertido en un ser nocturno que bebía la sangre de sus víctimas, tras seducir y violar a las mujer que caían bajo su influjo. Para poner fin a sus correrías, el rey Alfonso II ordenó terminar con las andanzas del reviniente y después de ubicar sus restos mandó le clavaran una estaca en el corazón, dando fin al problema. Sáinz también expresa que el recuerdo de este reviniente/vampiro español se mantuvo a lo largo de los siglos, a tal punto que las madres catalanas durante generaciones asustaban a sus hijos con llamar al conde de Estruch si se portaban mal. [25] Los rasgos a los que hago referencia sería: a) ser cadáveres ambulantes, (b) que beben sangre, (c) nocturnos y (d) practicantes, por momentos, de antropofagia. [26] McNally, Raymond y Florescu, Radu, La Verdadera Historia de Drácula, Editorial Rodolfo Alonso, Buenos Ares, 1978, pág. 190. [27] Duby, Georges, El Amor en la Edad Media y otros ensayos, Editorial Alianza, Madrid, 1991, pp. 177-193. [28] Véase, Cohn, Norman, Los Demonios Familiares de Europa, Editorial Alianza, Madrid, 1975. [29] Vax, Louis, Arte y Literatura Fantástica, Eudeba, Buenos Aires, 1963, pág. 39. [30] Chartier, Roger, “Las Prácticas de lo escrito” en Historia de la Vida Privada, Tomo 5, Editorial Taurus, Madrid, 1992, pp. 129-131. [31]Véase, Wootton, David, Lucien Febvre y el Problema de la Incredulidad Moderna, Editorial Biblos, 1991. [32] Véase Chartier, Roger, “Historia del libro e historia de la lectura” en El Mundo como representación, Editorial Gedisa, Barcelona, 1995. [33] Darnton, Robert, “Historia de la lectura” en Formas de Hacer la historia, Editorial Alianza, Madrid, pág.178-179. [34]Véase mi trabajo anterior: Soto Roland, Fernando Jorge, Los sobrenaturales depredadores de la razón. A propósito de la epidemia vampírica del siglo XVIII y el imaginario del vampiro en Europa oriental y occidental. Disponible en WEB: http://letras-uruguay.espaciolatino.com/aaa/soto_fernando/los_sobrenaturales_depredadores_de_la_razon.html |
Profesor
Fernando Jorge Soto Roland
Profesor
en Historia por la Universidad Nacional de Mar del Plata
Buenos Aires, agosto 2014
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