Los fantasmas del Gran Hotel Viena por Fernando Jorge Soto Roland
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Así se ve el Gran Hotel Viena por la noche. Mete miedo. La imaginación se dispara. Y como si fuera un portal a otra dimensión, el viejo y derruido edificio desata los temores más primitivos e irracionales. Majestuoso. Decadente. El Gran Viena no admite que se lo ignore. Su mole gris, acariciada por las salinas aguas del Mar de Ansenuza, resiste cualquier desafío y llama la atención. Varado como un enorme barco de cemento en una península no deseada, producto de las inundaciones destructivas de principios de los ’80 del siglo pasado, el Gran Hotel impone su perfil en el cielo nocturno, recortándose como un presidio gigantesco y tenebroso. Su torre, algo inclinada hacia un costado para resistir el peso de una escalera exterior fuera de toda proporción, semeja un periscopio. Vigilante, panóptica, intacta, es el mangrullo racionalista de un hotel asociado con los nazis. Un mirador, más propio de un campo de concentración que de un complejo hotelero de lujo de los años ’40. Allí está. Enhiesto. Aparentemente sin vida. Ya nadie lo habita, ni lo habitará. Es una ruina que lucha contra el tiempo, sabiéndose que es partícipe de una pelea perdida desde el comienzo. La sal, la humedad, el sol, el calor y el frió, son sus torturadores. Sus inquisidores fútiles que, por más que intenten rasgarlo, partirlo, demolerlo de a poco, no pueden arrancarle sus misterios. El hotel es un secreto. Un enorme enigma que sacude al visitante. Su solo perfil, visto desde el centro del pueblo de Miramar, es intimidante. Señorea la comarca. Se burla de todas las preguntas sin respuestas que propios y ajenos se hacen cuando lo observan o visitan solo por unos pocos minutos. Dicen que está embrujado. Que los espectros de sus antiguos vigilantes siguen custodiando los helados pasillos que lo recorren de punta a punta. Cuentan que han sido vistos. Incluso filmados. Pero yo no creo en fantasmas. Por
eso entré en el Gran Hotel Viena una noche
a transitar la muda historia que se adosa a sus paredes.
Eran las 00:02 horas del 7 de julio de 2009 cuando el candado, que cerraba el remodelado sector de la «administración», giró y se abrió. Patricia, miembro destacado de la Asociación Civil Amigos del Gran Hotel Viena, empujó la puerta y entré con ella a un hall muy amplio y ancho, que antaño fuera el comedor del «sector clase media» del viejo hotel. Un cortinado de color violeta tapaba el ventanal que daba al patio interior y una puerta, a un costado, exhibía una gruesa vara de hierro para impedir el ingreso de extraños a una sección considerada privada y excluyente. Manchas de humedad decoraban las paredes. Un mostrador de madera, de puntas redondeadas, se tambaleaba sostenido por el ladrillo que ocupaba el lugar de una pata de madera ya desaparecida. A la izquierda, un portón de doble hoja, con dosel de tela también violeta, nos abrió el paso a una habitación más fría y oscura. Desde ahí se podía observar —más allá de la hilera de sillas de plástico en la que se sentaban los turistas durante las horas del día— un pasillo con el piso combado hacia abajo, de mosaicos grandes y grises, que se extendía hasta ser devorado por las mas oscuras sombras La humedad parecía comerse los cimientos. Avanzamos unos pasos en plena oscuridad. Patricia entró en una pieza. Cinco segundos después apareció con cuatro linternas muy pequeñas. Una para cada explorador nocturno: ella, su hermana, mi mujer y yo. Sorpresivamente, la guía nos invitó a volver a salir a la calle. Recorrimos la desértica media cuadra que nos separaba del borde mismo de la laguna y encaramos la primera fase de la exploración, entrando por el frente más destruido del gigante. Sus columnas, carcomidas por la salitre y el ir y venir de las olas, parecían las artiquitas piernas de un prisionero de un campo de concentración. Pasamos por debajo de ellas. La antigua recepción del Gran Viena, hoy abierta a la intemperie, se ve descascara y en ruinas. El piso se ha levantado y es más que informes escombros. Los techos, llenos de agujeros, dan reparo a decenas de palomas, que de noche, y con su ulular cansino, producían una extraña sensación de irrealidad. A mi derecha, tirada entre las rocas, una caja de seguridad, roja de óxido y con su portezuela abierta, encarnaba una mueca burlona que desoía cualquier discurso sobre la privacidad y la posibilidad de conservar a resguardo dinero, joyas o documentos comprometedores. ¡Vaya a saber quien atesoró cosas en esos restos de hierro retorcido! Hacía frío. El viento de la descomunal laguna se filtraba por entre las ruinas y éstas, como si fueran una traductora, convertía la brisa en sonidos suaves y tétricos, que nos helaron en un primer instante la sangre. Cruzamos por el marco de una puerta. Sus bordes tenían restos de mármol de Carrara. Estaba amarillento por la falta de mantenimiento y roto en muchas partes. Dos pasos después, la puerta de un ascensor, reticular, de hierro, descansaba tirada en el piso, partida en secciones, oxidada e inútil. Sólo un poquito más adelante, la escalera de granito nos invitó a subir a la primera planta. Un tronco y lo que parecía ser los alambres de un viejo colchón, intentaron frenarnos el paso. Fue inútil. Lo vadeamos sin problema y subimos. Arriba, en el primer piso, un largo y tenebroso corredor, semejante a la garganta de un dragón dormido, se abrió ante nosotros. Fue la primera vez que sentí un poco de temor. ¿A
qué? ¿A
quién? Era muy poco probable que alguien durmiera en ese lugar abandonado. Según decían los vecinos, los ladrones entraban de día. Le temían al hotel en sombras. Siempre le habían temido, desde hacía décadas. Patricia me contaba que de niña nadie se acercaba a las inmediaciones del Gran Viena. Era zona prohibida. Zona tabú. Un lugar que había que evitar. Aun lado y otro de ese pasillo sucio y húmedo, se abrían las habitaciones. Asomarse a ellas era todo un desafío. ¿Qué
extraña presencia de ultratumba podía aparecer súbitamente? ¿Qué
inescrutable sombra se movería bajo el haz de luz de la linterna? Pero no vimos fantasmas. Sólo camas podridas, destrozadas, arrinconadas contra las paredes o acumulando los restos de colchones aún más corrompidos, fermentados por gusanos y bacterias, insectos y humedad ambiente. Las persianas se movían al son del viento que venía del mar y, de tanto en tanto, desde algún recóndito recoveco del hotel, se podía oír una puerta o ventana que se cerraba y se abría bruscamente. Es
el viento. Es
sólo el viento que las mueve. Eso creímos. Eso es lo que aún creo. A medida que caminábamos por ese pasillo, la brisa externa se hizo más fuerte. Finalmente, llegamos a un balcón y nos asomamos por él. La zona aledaña al Viena está prácticamente deshabitada. No había nadie afuera. Ni siquiera pescadores, que son los que por las noches buscan capturar pejerreyes grandes y terminan apresando historias sobrenaturales, sobre luces extrañas que merodean en el interior de ese hotel que casi les hace de muelle. Volvimos al pasillo en dirección al segundo piso. Y allí estaban los baños. Creo que pocas cosas producen un impacto tan profundo como un baño abandonado, con sus bañeras llenas de tierra y sus azulejos desprendiéndose de las paredes. Sólo imaginar que en ese lugar alguien, alguna vez, disfrutó del relajante efecto del agua caliente sobre su cuerpo, es surrealista. Inodoros y bidet fuera de lugar, arrancados por manos anónimas y dañinas. Canillas sin sus grifos. Pisos pelados. Techos venidos abajo. Todo es devastación y olvido. La segunda planta, idéntica a la anterior, volvió a repetirnos la sensación de estar asomándonos a un mundo espectral lleno de posibilidades macabras. Pero tampoco vimos nada extraño. Lo sobrenatural pujaba por salir de adentro nuestro, pero la realidad era más fuerte y lo diluida como una gota de vino se diluye en un vaso de agua. No había fantasmas. No había espectros ni almas en pena. Las historias que habíamos oído en la cena, antes de partir hacia el hotel, nos contaban del vagabundear de Martin Kruegger, un alemán que hiciera de jefe de seguridad del Gran Viena durante sus años dorados. Según decían, su sombra era vista en más de una ventana y no habían faltado inocentes e ignorantes turistas que, al fotografiar al hotel, habían capturado la silueta errabunda del espectral personaje. Pero Kruegger no apareció esa noche de julio. Tampoco se nos presentó la dama de blanco que apuntan otros rumores o el evanescente niño que llora por los corredores durante las horas sin sol. Al llegar a la terraza, el aire «marino» nos despeinó. A lo lejos, a más de veinte cuadras, las luces del pueblo de Miramar semejaban una serpiente resplandeciente, recostada contra el horizonte. Yuyos bien crecidos se abrían paso por entre las grietas del piso y los cuartos de máquinas de los dos únicos ascensores del hotel, acumulaban óxido y corrosión. Ya no funcionaban. Hacía años que habían dejado de andar. Descansamos un poco. Disfrutamos de la visión que nos brindaba el Mar de Ansenuza y regresamos sobre nuestros pasos hasta la planta baja, a la zona de escombros del exterior y al hall de administración, al otro lado de la esquina. Retomamos por el primer pasillo que habíamos visto al entrar, del que Patricia había sacado las linternas, y subimos al primer piso del hoy llamado «sector de clase media». Allí se encuentra una de las habitaciones más famosas del Gran Viena: la 106. Como en muchas películas de horror, dicen que en ella ocurren cosas extrañas. Que las camas se mueven solas. Que los colchones se hunden sin que nadie se siente sobre ellos y que los pasos, bien audibles de un ser invisible, entran y salen sin motivo aparente alguno. Leyendas. Rumores. No
vimos ni sentimos nada. El
fantasma no estuvo disponible. Proseguimos la marcha en dirección a lo que fuera el origen mismo del gran hotel. Hacia el fondo del predio, tras atravesar un patio central con altísimas palmeras, conseguimos llegar al sector del primigenio Hotel Alemán, levantando en 1938 por Máximo Pahlke (constructor de todo el complejo). Y allí nos topamos con el mismo panorama de siempre: desolación, destrucción, humedad, baños rotos, camas destartaladas, escombros, basura acumulada y una habitación tapiada por ladrillos, como si hubieran querido retener en ella a un heredero mogólico encadenado a sus muros. También había graffitis y vidrios rotos. Ventanas que se venían abajo y palomas anidando en los depósitos de agua por encima de los inodoros. Decadencia en el más acabado sentido de la palabra. Y los espectros seguían sin hacer acto de presencia. Después vinieron la cocina y el gran salón comedor, con sus ventanales desnudos, dando a la laguna de Mar Chiquita. Un lugar interesante. Sólo pensar que por allí pasaron relajados huéspedes —quizás hasta el propio Juan Perón— me retrotrajo a los ’40. A años que jamás viví, pero que conozco a través de los libros y las fotos. Y me pude ver ahí, con sombrero de fieltro, sobretodo, saco y corbata, observando un paisaje que ya no está. Una panorámica que las inundaciones borraron hace más de treinta años. Miré la hora. Las agujas del reloj marcaban la 01.30 de la mañana. Seguía haciendo frío. Así todo, nos quedamos en ese enorme patio charlando una media hora más. En el fondo esperábamos que Kruegger apareciera, pero el Más Allá no le abrió las puertas. Cancerbero. Guardián. Vigilante. Celoso de sus secretos, el alemán demostró seguir estando muerto. Dejamos el Gran Viena llenos de adrenalina. Me costó mucho conciliar el sueño esa noche. Una parte mía seguía en esos pasillos llenos de chorreadas manchas. Y soñé. Soñé que volvía y que el Gran Viena reflejaba su límpido color blanco original. Que la gente reía y disfrutaba de una mar menos vengativo, más alejado de la costa, casi domesticado por la infraestructura levantada por la intendencia local. Ya no había fantasmas. Ni ruinas. Ni muerte. Había luz. Entonces, ese nuevo recorrido nocturno, fue diferente. |
por Fernando
Jorge Soto Roland
Profesor
en Historia por la Universidad Nacional de Mar del Plata
agosto
de 2009
Email: sotopaikikin@hotmail.com
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