La zona del perro |
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Cuentan
los más antiguos pobladores de la ciudad que hace ya unos cuantos años, en
una época un tanto indefinida por la memoria, los vecinos del barrio
Constitución denunciaron reiteradamente la aparición de un perro espectral vagando por la zona. Tanto fue el temor a esa extraña
bestia que la gente dejó de salir
de sus casas por las noches y la otrora “Avenida del Ruido” se transformó en un páramo, una vez que el
sol se ponía detrás del horizonte. Aquellos
locales de expendios, que solían tener sus puertas abiertas hasta bien
pasada la medianoche, modificaron sus horarios de atención al público y
poco faltó para que después de las siete de la tarde prácticamente se
echara a los clientes que se acercaban al mostrador, ignorantes de los
extraordinarios sucesos que empezaban a manifestarse iniciado el crepúsculo.
No
se sabe bien cómo ni por qué, el perro fantasma fue bautizado con el
nombre de “Duque” por el único
semanario local que se animó a publicar algo sobre el tema. Era lógico que
los cronistas y periódicos
considerados “serios” obviaran
la noticia y no desearan ser etiquetados de “amarillistas” por las
personas que, viviendo lejos de Constitución, se burlaban de la historia. Así
todo, las chanzas diurnas se diluían a la hora de las sombras y ninguno de
los graciosos del centro se animó nunca a recorrer la “zona
del perro” pasadas las 20:00 horas. Las
bestias velludas y los perros espectrales en particular han venido ocupando
desde siempre un lugar sobresaliente en el campo de las denominadas Ciencias
Ocultas. Es difícil no encontrar un libro sobre fenómenos
raros que no mencione al menos una
o dos historias de canes fantasmas diseminando el miedo en distintas partes
del planeta. Inglaterra y Francia tienen muchas de esas historias, pero era
la primera vez que algo semejante ocurría en el litoral del Atlántico Sur,
en la ciudad turística más importante de la Argentina. Desde
el mes de junio de aquel año, algo se dedicó a matar hasta treinta ovejas
por noche en las inmediaciones de la Ruta Nacional 2, produciendo profundas
incisiones en la garganta para chupar toda la sangre, amén de desgarrar
suculentos pedazos de carne, en muslos y estómagos. El monstruo dejaba tras
de sí unas huellas largas, como de
perro, aunque mayores y más fuertes que lo común. La amenaza se
expandió pronto a lo largo de toda la gran Avenida Constitución, a la vez
que furiosos hombres armados empezaron a recorrer en grupos el área de
influencia, disparando contra animales solitarios o vagabundos. Uno
de los casos clásicos ocurrió en
una casa cita en la esquina donde años más tardes se levantara la soberbia
boîte Enterprisse. En
esa ocasión, la señorita Amelia Unges estaba despierta en la cama cuando
una figura “fantasmal” abrió
la ventana y se lanzó hacia el tocador del cuarto. Los gritos de la joven
despertaron a sus dos hermanos, Eduardo y Miguel, que rompieron la puerta
cerrada con llave desde dentro, para llegar hasta ella. La hallaron
inconsciente en medio de la sangre que manaba de las heridas del cuello y
hombros. Vieron una figura que se alejaba presurosa por el trecho de césped
que había afuera y, aunque fueron tras ella, se les escabulló. Otras
mujeres de por allí informaron de ataques similares, perpetrados por una
horripilante aparición perruna y el rumor se hizo tan grande que pocos
fueron los que pudieron dormir plácidamente durante las noches. Un
mes más tarde, los misteriosos
vagabundos estaban de nuevo al acecho. Un
sargento de policía le decía al periodista del semanario “La Verdad de Mar del Plata”: “He
visto personalmente dos de los animales muertos por el Duque y puedo decir,
definitivamente, que es imposible que sea obra de algún perro. Los perros
no son vampiros y no chupan la sangre de las ovejas”1. Pero
los testigos presenciales afirmaban que lo era. Uno
de ellos, José María Cavan, describió al animal del siguiente modo: “Regresaba
a casa entrada la noche en un bicicleta que otra persona conducía. Cuando
llegamos cerca del lugar donde se levanta Pancho Freddy , vimos en la vereda
una llama incandescente del tamaño de un sombrero de hombre.’¿Qué es
eso?’, exclamé. Mi compañero me dijo: ‘¡Ssshh!! y de inmediato clavó
los frenos, deteniendo la bici en seco. Entonces pude ver un inmenso perro
negro exactamente delante nuestro. Era el ser más extraño que jamás había
visto. Era del tamaño de un gran danés, pero muy flaco, tosco, con orejas
y cola muy largos, ojos como bolas de fuego y unos dientes anchos y largos,
pues abrió la boca y parecía que nos sonreía. Al cabo de unos minutos, el
perro desapareció como si hubiera sido una sombra o si se hubiera hundido
en la tierra y pasamos por encima del lugar donde había estado”2. Era
evidente que algo malévolo acechaba. ¿Un
perro vampiro? Fuera
lo que fuese, mordía la yugular de los animales y les chupaba la sangre,
llegando a un promedio de diez por noche. Hasta que, a finales de julio, mató
a una niña adolescente. Recién entonces la ciudad vivió en el terror
durante varios días, mientras la policía y enfurecidos vecinos llevaban a
cabo una infructuosa búsqueda. Según
todos, el ser se presentaba sólo de noche y desaparecía de inmediato después
de sus ataques. Por esa razón no faltaron los charlatanes que afirmaran con
vehemencia que se trataba en realidad de un lobisón,
de un hombre capaz de convertirse en animal bajo los influjos de la luna
llena y el permiso del Diablo. Pero
el Duque no respetaba al satélite
natural de la Tierra. Aparecía en cualquier noche, desatendiendo los
supuestos designios lunares y burlándose de la hipótesis más descabellada
que se esgrimió por entonces. ¿Un
Hombre-lobo en Mar del Plata? ¿A
quién podía ocurrírsele semejante desatino? Era
una locura. Pocos
lo creyeron, pero esos pocos fueron suficientes para que la historia
empezara a circular por cada bar, por cada rincón de amigos y en cada
barrio. Hasta que a fines de agosto, esgrimiendo un currículum no
oficializado por la ciencia, Pierre Bossló llegó a la ciudad. Podría
decirse que Bossló fue un adelantado
en su época. En
un tiempo en el que los cazadores de monstruos y fantasmas no eran
habituales (como lo son ahora, debido al ímpetu de la New Age y el renovado
espíritu esotérico que empapa a la sociedad de principios del siglo XXI),
él, un desconocido viajero francés de Lyón, llegó al balneario
esgrimiendo una batería de teorías muy poco convencionales, que pocos
aceptaron y la mayoría jamás comprendió. Se
auto-titulaba Especialista en Fenómenos
Psíquicos y, bajo la recomendación de un señorito de Buenos Aires, se
apersonó una tarde en las instalaciones de la Sociedad de Fomento del
barrio Constitución. A poco de presentarse, e impactar a todos con su
castellano afrancesado, que sonaba tan exótico como su propia apariencia,
propuso una solución al problema que aquejaba a la zona. —Lo
que debemos hacer —dijo
gesticulando como un sabio ante la sorprendida comisión barrial— es generar
un campo de santidad todo a lo largo de la avenida. Es la única forma
de detener al ente maligno que los asola. Naturalmente,
tuvo oposición. El Padre Julián Bovo de Revello, párroco de la diócesis,
fue el primero en estallar. —¡Cómo
se atreve a invocar métodos que son propios de la Iglesia! —gritó en
cierta oportunidad— ¡Jamás permitiré que se menoscabe el símbolo máximo
de la cristiandad de esa forma! ¿A qué mente desencajada se le ocurre
poner una cruz en cada esquina de la avenida Constitución? ¡Eso es una
blasfemia! ¡Un acto de superstición ignorante! ¡Mientras yo esté a cargo
de la parroquia, jamás permitiré que ese francés desequilibrado haga eso! De
inmediato se formaron dos bandos. Estaban
aquellos que respetaban el aparente conocimiento del extranjero, y los otros
que, temerosos del castigo divino, se encolumnaron detrás del buen Padre
Julián. Como era de prever, el semanario amarillista que se encargaba del
tema —y al sólo efecto de vender unos cuantos ejemplares más— se puso
del lado de Bossló, de quien publico una foto a toda página, mostrándolo
mientras histriónicamente movía sus manos delgadas y bien cuidadas en una
de sus tantas charlas proselitistas. En
tanto, por las noches, los aullidos del Duque y sus correrías sangrientas
siguieron metiendo horror en el corazón de los vecinos. —Quinientos
años antes de esta época —sentenció Pierre Bossló—, una plaga de terribles
y aterradores animales recorrió
el Cercano Oriente matando a mucha gente en Armenia y Asiria. La Crónica
de Denys deTell-Mahre los describe
como bestias de hocico pequeño pero
largo, con grandes orejas, como de
caballo, y la piel del lomo formada
por cerdas erizadas. Se decía que
estas horrendas criaturas fácilmente
se sobreponían a muchos hombres y los mataban. Invadían los pueblos y se
llevaban a los niños. Los perros
comunes se guardaban de ladrarles;
y así, arrasaron centenares de kilómetros cuadrados de pueblos hasta que, por
fin, desaparecieron para siempre.... El
pasmado auditorio que presenciaba su parloteo permaneció mudo por unos
segundos. Extasiados, e ignorantes de los lugares que el francés citaba,
trataban de descifrar el complejo argumento histórico, asintiendo con la
cabeza a cada aseveración. Finalmente, una mujer, desde el fondo de una de
las filas, levantó el brazo. —Entonces,
¿capaz que el Duque se vaya en
cualquier momento? —preguntó con una evidente cuota de vergüenza e
ignorancia mal disimulada. —Es
posible —respondió el galo—, pero
lo creo muy poco probable.... —¿Y
por qué, Bossló? —intervino Miguel Unges, hermano de una de las víctimas
y testigo presencial del ataque del perro. Bossló
se rascó el entrecejo y seguidamente la barbilla. Trataba de buscar las
palabras justas. —Migra,
Miguel. Si lo que está ocurriendo
aquí es idéntico a lo que pude estudiar
en Puerto Rico hace tres años,
la bestia reclamará varias
victimas humanas más, antes de desaparecer
por un largo tiempo. Son demonios asesinos, carroñeros, que necesitan de estas andadas para luego entrar
en estado de letargo durante décadas.—Hizo
un silencio prolongado mientras buscaba entre sus papeles. Parecía ansioso,
preocupado por algo. Revolvió durante unos segundos y por ultimo exclamó:
—¡Aquí lo tengo! —sacudiendo una hoja de papel, amarillenta por el
paso del tiempo—. ¡Acá está!... Todos
los presente en el salón se acomodaron en sus sillas y estiraron sus
cuerpos hacia delante. —Este
documento, que encontré en un archivo
privado de un buen vecino de ustedes, prueba, damas y caballeros,
que Duque ha incursionado por
esta zona hace muchos años. —Estiró el papel algo arrugado y levantó su
pera sin falsa modestia, decretando: —Lo que de algún modo confirma
mi hipótesis. El
auditorio se impacientó y por un instante el sonido de las patas de las
sillas, reacomodándose, opacó la fuerte voz del francés. Cuando
el silencio volvió a reinar, Bossló arguyó siguiendo el texto con la
mirada: —En
1856 una caravana tirada por bueyes arribó
a estas costas, procedente de río
Grande do Sul, Brasil, con la intención de buscar
un espacio propicio para instalar
un saladero. Dirigida por
un tal Coelho de Meyrelles, éste decidió asentarse a orillas de un arroyo
llamado Las Chacras y mandó a construir
en el paraje un muelle de hierro
y un gran corral, para encerrar a
la hacienda cimarrona que andaba
por estas comarcas. Ya desde
entonces —continuó—, los primeros
peones empezaron a hablar de perros salvajes
que vagaban por los campos. Era natural que así fuera y todos estaban acostumbrados
a ellos. Los perros fueron
útiles ya que devoraban las vacas
y yegüerizos que habían sido
despojados de los cueros, y
quedaban pudriéndose por ahí.
Hacían las veces de recolectores
de residuos —bromeó sin éxito entre los oyentes—. Pero los perros
eran más y más cada día, por lo
que Meyrelles se vio en la necesidad de organizar
partidas para eliminarlos. —¡Pobrecitos!...
—exclamó una señora ya entrada en años, desde la primera hilera de
sillas. —Llegó
a pagar muy bien por cada cola que
le traían —continuó Bossló desatendiendo el comentario de la vecina—.
Pero como los paisanos pícaros lo
engañaban con colas de otros animales, el portugués
exigió la presentación de las cabezas. Hasta que un día uno de sus trabajadores
desapareció en una de esas incursiones
de cacería. Al
francés le encantaba generar suspenso en sus conferencias. No era de los
que iban al grano en sus explicaciones. Gozaba con los rodeos lingüísticos
y los largos preámbulos. Esa era una forma de exponer todo lo que conocía,
todo lo que había investigado; pero muchas veces, la incomprensión más
absoluta lo rodeaba y terminaba hablando para sí mismo. Recién cuando los
rostros de sus oyentes empezaban a distraerse, mirando para otro lado,
revisando sus uñas o masticando aire, Bossló encausaba sus alocuciones
hacia los aspectos puntuales del caso que investigaba. Esa
tarde debió enfocar el tema central mucho más pronto que en otras
ocasiones. —Para
presumir —dijo casi con
resignación—, desde que aquel hombre desapareció, se sucedieron una media docena de muertes misteriosas. Todas
de muchachos jóvenes y fuertes,
que sabían defenderse y que ya
tenían una experiencia de años
matando perros salvajes. —¡Pobre
gente! —volvió a interrumpir la vieja de la primer fila. Bossló
le echó una mirada incisiva, fijándola unos cortos segundos en los ojos de
la mujer. —Pero
eso no es todo. Revolviendo viejos
papeles, como les dije, encontré esto —y levantó una carta manuscrita,
escrita con tinta negra, arrugada y sucia—. Este es el testimonio escrito
de una peón alfabetizado que juro
haber visto al Diablo con forma
de perro. Una
exclamación apagada retumbó en las paredes de la sociedad de fomento.
Todos parecieron despertarse repentinamente. —¡Ese
es el Duque! —prorrumpió la mujer, llevándose las manos a su boca. Bossló
la ignoró y miró hacia las filas de atrás intentando controlar sus
nervios. —No
estoy ciento por ciento seguro de que lo sea, pero
las descripciones concuerdan
en muchos de sus aspectos —dijo—. Los ojos inyectados de sangre, grojos
como faroles; el inmenso tamaño del animal y, muy especialmente, la manera
en que desapareció, según se
consigna en esta carta. —Hizo
una pausa, releyó el papel que colgaba de sus dedos y anunció: —¡Se
desvaneció en el aire como si estuviera hecho de bruma! —¡Es
él! —gritó un hombre de mediana edad, visiblemente alterado—. ¡Es él!
¡Ya no tenga dudas, doctor! ¡Es
el mismo que vi la noche pasada! Le
costó un poco al francés ordenar el alboroto que se armó a raíz del
comentario de ese supuesto testigo. Finalmente, cuando las charlas entre
ellos se hubieron calmado, Bossló reencausó su alocución hacia el
problema central que los convocaba en ese salón. —Según
parece —dijo con un tono de voz
bajo—, el monstruo abandonó esta costa después de varios
crímenes más; especialmente de
vacas. Todas fueron exprimidas
hasta que no les quedó una gota de sangre en las venas. Recién
entonces, desapareció para
siempre.... hasta hoy. —¿Y
qué vamos a hacer? La
pregunta de Unges más que pregunta era una clara manifestación de
exigencia. —Lo
que yo propuse.... Ese asunto de
las cruces, pero nadie quiere enfrentarse
a..... —...¡Que
se pudra ese cura! —prorrumpió un joven—. ¿Qué solución nos ha dado,
eh? ¡Ninguna!.... Yo opino que hagamos lo que el francés dice: ¡empecemos
a clavar las cruces! ¡Y que se cague!.... De
pronto, un coro de exclamaciones afirmativas estalló en el recinto. —¡Sí,
hagámoslo!.... —¡Hoy
mismo!... ¡Vamos por las cruces!... —¡Eso,
destrocemos al Duque de una vez por todas!... Para
cuando Bossló trató de frenarlos se habían convertido en una turba
enceguecida marchando por la calle. Pocos
quieren recordar lo que sucedió en los dos días siguientes. Los
hechos que se desencadenaron fueron tan extraordinariamente irracionales que
aquellos que participaron — y aún siguen vivos— prefieren no
mencionarlo. Incluso, los reportes hechos por los diarios locales fueron
misteriosamente quemados por ordenes
de arriba y cualquiera que consulte los archivos periodísticos de
entonces no encontrará nada al respecto. El miedo y el fanatismo, en extraña
competencia, desencadenaron una verdadera batalla campal en plena avenida,
nunca mejor llamada, “del ruido”. Todo
se desencadenó cuarenta y ocho horas después de la mencionada reunión en
la sociedad de fomento. Los vecinos, afiebrados por dar una solución al
problema del Duque, se pusieron a construir cruces con cualquier material
que encontraran a mano. Se llegaron a contabilizar cientos de ellas, pero
como siempre sucede, alguien dejó que la noticia atravesara el supuesto
muro de silencio acordado y el plan llegó a oídos del buen Padre Julián. —Si
esos paganos deciden cometer el sacrilegio, nosotros —exclamó desde el púlpito
de su iglesia— los frenaremos. ¡No tenemos tiempo, hermanos míos! Me han
dicho que hoy por la noche empezarán a clavar los símbolos santos. ¡No
permitiremos semejante circo!—. Y tan enfebrecidos como los seguidores de
Pierre Bossló, salieron de la capilla en dirección al barrio. Hacia
las nueve de la noche, los dos bandos se encontraron cara a cara. Mientras
unos intentaban plantar las cruces, otros las quitaban. Al principio las
agresiones eran verbales, pero bastó con que alguien tirara el primer puñetazo
para que el desastre estallara. Piedras,
maderos, adoquines y ramas volaron por los aires. Decenas de brazos rotos,
cabezas magulladas, improperios y un cura exaltado como si fuera un
representante de la Santa Inquisición española, hicieron de la gran
avenida el escenario del bochorno. Mujeres,
jóvenes y viejas, se trenzaron de los pelos como luchadores japoneses, en
tanto que los hombres, esgrimiendo barretas de hierro y cruces iniciaron un
valet de saltos y estocadas que culminó con cuatro seres humanos desangrándose
en el piso. Cuatro
muertos. Ese
fue el saldo de la vergüenza. Cuatro vecinos acabados por la fuerza
irracional, desatada por un perro espectral. Según
dicen, cuando la batalla terminó, muchos pudieron ver la silueta del Duque
correr a lo lejos, mientras daba un aullido ululante y prolongado, como
despidiéndose después de conquistar el éxito. Desde
ese día no se lo volvió a ver más. Ni a Pierre Bossló tampoco. Notas: |
Fernando
Jorge Soto Roland y Carlos M. Ortiz
Historias apócrifas de Mar del Plata
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