La perla del Atlántico Cuento |
Bien temprano por la mañana la gente empezó a arremolinarse sobre la costa. Iban a ella como guiados por la voz todopoderosa de un gurú oriental que anunciara la salvación de las almas en algún sitio concreto del litoral. Cientos de hombres, mujeres y niños se agolparon contra los desgastados muros de piedra que daban al mar a la altura del Cabo Corrientes para observar, no sin cierta morbosidad, el naufragio que se había producido por la noche. La radio y la televisión incitaban a “llegar tarde al trabajo o la escuela”, ya que espectáculos como ése rara vez se observaban en Mar del Plata, y de seguro se transformaría en un mojón cronológico recordable en las décadas venideras. No todos los días un enorme barco carguero era arrastrado desde el puerto, sin tripulación, para ser depositado en pésimas condiciones a sólo unos setecientos metros del peñón más audaz de la costa atlántica bonaerense. El navío estaba escorado a babor, con una inmensa rajadura del otro lado de la cubierta. La fuerza del océano impactaba contra él, una y otra vez, sacudiéndolo como si estuviera hecho de fósforos. De lejos semejaba un juguete viejo, pero bastaba enfocarlo con un binocular para advertir su impresionante porte. Medía cerca de setenta metros de eslora y más de doce sobresalían de la superficie del mar. El resto permanecía sumergido bajo aguas oscuras y agitadas que no querían darle tregua. Aún a la distancia se podían escuchar los golpes tremendos del oleaje impactando contra el casco herido del Monseñor. Los diarios locales, en sus sucesivas ediciones, lo rebautizaron románticamente como El Buque Fantasma, y no faltaron los creadores de rumores que aseguraran haber visto gente sobre su cubierta, en el momento mismo del accidente. Otros, con un grado de sensiblería más alta, dijeron que el perro del capitán había sido el único tripulante y que se lo había escuchado aullar angustiado en medio de la tormenta. Pero la realidad mostró otra cosa. El Monseñor había cortado amarras accidentalmente sin nadie a bordo. Toda la tripulación descansaba en sus respectivas casas, capeando el temporal bien tapados con frazadas. Y fue una suerte para ellos, ya que de haber estado en el lugar de trabajo habrían tenido que soportar la peor tormenta del siglo, según sindicaban los partes del Servicio Meteorológico Nacional. Y no se exageraba un ápice. El temporal había sido tremendo. La lluvia, el viento y el granizo conjuraron sus fuerzas bien entrada la noche y toda la ciudad se había visto sacudida por ráfagas de más de ciento cincuenta kilómetros por hora. El mar exigió por momentos terrenos que le eran vedados, llegando su nivel hasta las inmediaciones del Casino Central, tapando parcialmente durante tres horas toda la rambla. Numerosos techos se volaron; más de una docena de autos fueron arrastrados, chocándose entre sí; los árboles perdieron sus ramas y las principales arterias de la ciudad se transformaron en gigantescos basureros urbanos en los que se mezclaba de todo, desde chapas, hojas y animales muertos, hasta colchones, sillas y persianas destrozadas. Afortunadamente no se registraron víctimas, sólo el sereno de un hotel de segunda clase había sufrido una contusión menor en la cabeza. Nada importante, aunque suficiente para que su foto, nombre y apellido, salieran en la primera plana del periódico local. Las pérdidas económicas sumaron varios cientos de miles de pesos, pero ningún vecino quedó aquella noche a la intemperie. Milagrosamente, la tormenta no había reclamado en pago ninguna casa. Sólo vidrios, marcos de ventanas y algún que otro techo testimoniaban la fuerza con que la naturaleza se había abatido contra la ciudad. Por supuesto, fue el puerto el sector más dañado. Muchos de los tradicionales barquitos amarillos, anacrónicos protagonistas de una época de esplendor, estaban destruidos; incluso uno había sido depositado encima de la explanada en la que se descargaban los pescados, cuando se regresaba de altamar. El viento y la crecida se tragaron decenas de redes y centenares de cajones plásticos que, sumando costos, representaban pequeñas fortunas y tiempo perdido. Pero la sorpresa más grande fue advertir que el Monseñor ya no estaba en su grada. La Prefectura actuó con celeridad y para las seis de la mañana había enviando a su guardacostas al lugar del siniestro. Bastaron sólo dos horas para que los especialistas dieran su diagnóstico: el buque carguero se pudriría en ese sitio. No había forma de sacarlo de allí. La quilla estaba hundida en el fondo arenoso del océano y el efecto de succión que producía el agua —conocido como el efecto sopapa— inmovilizaba a la mole de acero y tornillos como si de la misma hubieran nacido raíces que la aferraban al suelo oceánico. El Monseñor estaba ahí para quedarse; y encallado, a la vista de todos, pasaría a ser parte del paisaje marplatense durante varias temporadas. El bote apenas se sacudía. Una calma chicha aplanaba la superficie del mar haciendo sencillos los movimientos a bordo. Era una noche hermosa. Estrellada, cálida y sin viento. Toda la costa de la ciudad se perfilaba claramente con las luces de neón del alumbrado público y alguna que otra ventana encendida. Ya era tarde. La hora exacta para, subrepticiamente, empezar con la sesión de buceo. —Che, Alberto, ¿no vendrá la Prefectura, verdad? —preguntó con cierto temor Daniel Crespo, mientras se ajustaba en la cadera un cinturón con pesas de plomo—. Mirá que si vamos en cana nos van a cobrar una multa terrible... Alberto Domínguez sonrió. Conocía a su amigo desde hacía años y sabía de su prudencia. Todavía no comprendía cómo había aceptado acompañarlo en aquella incursión subacuática. —¡Ah, Daniel, sé positivo y dejate de embromar! ¿Vos crees que esos milicos dan vuelta sin ton ni son durante toda la noche, buscando buzos ilegales? Tienen cosas más importantes que hacer. —¿Y el bote? —inquirió señalándolo con un movimiento se cejas—. ¿No se nos irá a la mierda con la corriente? —Pero, ¿para qué corno crees que sirve el ancla que acabo de tirar? No se va a mover de este lugar, quedate tranquilo. —Sí, lo mismo me dijiste la vez que fuimos a escalar a la sierra y terminé con una pata fracturada. —Eso te pasó por boludo. No me hiciste caso y te asustaste. —Pero era una soguita tan delgada que... —Con esa soguita se puede sostener un elefante. Lo que a vos te pasó es que se cagaste todo y te soltaste. No me eches a mí la culpa. Vos fuiste el único responsable. —Cambió bruscamente de tono, se terminó de calzar el tubo de oxigeno en las espaldas y repuso: — Mirá, si no querés bajar te quedás acá y yo lo hago solo. No me voy a ofender. Si no estás seguro, lo prefiero. —No, no es eso, comprendeme. Es la primera vez; y, sí, te lo confieso: tengo un poco de miedo. Alberto extendió sus brazos, bien torneados por la gimnasia, y apoyó las manos en los hombros de su amigo. —Dany, ¿vos crees que yo arriesgaría la vida de mi mejor amigo? —No, pero... —Entonces dejate de joder y vamos al agua. Aprovechemos que hoy la visibilidad parece buena. Si la experiencia no me falla, vamos a tener casi tres metros de claridad alrededor nuestro. —¿Cómo que tres metros? ¿Nada más?... —¿Nada más, decís? ¡Tres metros es una barbaridad! Qué, ¿acaso te pensás estamos en el Caribe? Esto es muy distinto, mi viejo. Normalmente, con suerte, cuando buceamos por esta zona, lo único que alcanzamos ver es la arena del fondo acercando la cara a treinta centímetros de ella. —Entonces no se ve nada. —Por lo general se ve poco. Pero ya te dije: hoy es una noche especial. Vas a tener una experiencia fabulosa.—Se sentó en el borde del bote y ajustó las patas de rana—. ¿Venís o no? —Está bien, voy. —¡Macho! —exclamó con sorna—. ¡Así me gusta! Ahora, recordá bien: no apagués nunca tu linterna y jamás permitas que se corte la soga que nos une por la cintura. En el caso hipotético que algo de eso suceda, quitate el cinturón y dejate llevar por el agua hacia la superficie. ¿De acuerdo? Daniel asintió. Dos minutos más tarde, pataleaban rítmicamente en dirección al casco hundido del Monseñor. Bucear en esas aguas era como sumergirse en un caldo espeso, color marrón y repleto de millones de partículas diminutas flotando caóticamente a la luz de las linternas. Un mar sucio, muy distinto a lo que se veía en los documentales televisivos. Allí no había peces de colores ni corales. El agua no era límpida y más parecía un pozo ciego que la costa bonaerense. De todos modos, Alberto había tenido razón: la visibilidad alcanzaba casi los tres metros de distancia, aunque allí abajo, y sin referencias de ningún tipo, la perspectiva se hacía confusa. Podría decirse que buceaban casi a ciegas. Avanzaron lentamente. Daniel, en la retaguardia y prendido a la soga de seguridad como si ésta fuera su único lazo con la vida, tenía los ojos muy abiertos, estaba tenso y no le quitaba la vista a las dos patas de ranas que subían y bajaban dos metros por delante de él. Se arrepentía de haber bajado. Ese no era un ambiente excitante, como tantas veces lo describiera Alberto. Se apreciaba muy poco el entorno y la imaginación empezó a jugarle una mala pasada. ¿Quién podía negar que a menos de cinco metros de ellos hubiera un tiburón presto a atacar? Nadie. No se podía asegurar ni negar nada. La incertidumbre era absoluta. El temor inmenso. Entonces, repentinamente, el cono de luz producido por la linterna de Domínguez dio contra un muro metálico repleto de tornillos oxidados. El Monseñor. Era la parte de popa y el nombre de la embarcación, en color negro, aún se resistía a desaparecer corroído por las sales de un mar que lo cobijaba desde hacía seis meses. Alberto miró a su compañero y movió entusiasmado el brazo derecho en dirección al buque. Daniel Crespo se quedó pasmado. Jamás en su vida había visto un barco hundido y la escena lo fascinó. Recién entonces empezó a comprender la exaltación de su amigo. “Esto es como descender a una tumba”, pensó mientras trataba de grabar en sus pupilas cada centímetro de la espectral imagen del carguero siniestrado. Lo tocaron y estaba frío como un muerto; inmóvil, cubriéndose paulatinamente de algas y lanzando levísimos chirridos, aún debajo del mar, a causa de la leves corrientes que se advertían al empujar el plancton. Rodearon con lentitud todo el caso y descendieron gradualmente hasta el fondo mismo del mar. La quilla se enterraba en la arena y abría un hoyo longitudinal todo a lo largo de la embarcación, que para aquel entonces ya prácticamente no era visible desde la superficie. Sólo un mástil con indescifrables antenas se asomaba por entre las olas, anunciando el lugar de la catástrofe. Poseidón había reclamado con rapidez los restos de su víctima. En pocos meses más, al no ser observada, nadie lo recordaría. Alberto nadó hacia Daniel. Sonreía, estaba exultante. Señaló con su luz una compuerta abierta y ahuecando la mano izquierda introdujo la punta de la linterna por el hoyo. Daniel comprendió todo al instante. “¡Estás loco!”, pensó. “No entro ni borracho por esa puerta”, y movió bruscamente la cabeza de un lado a otro, acompañando la negación con su dedo índice. Domínguez insistió, pero Daniel se mantuvo firme en la decisión. Ese sí era un verdadero peligro. ¿Qué pasaría de quedar atrancado entre los hierros retorcidos del interior? No, no iba a entrar. Esta vez su amigo no conseguiría convencerlo. Finalmente, Alberto levantó sus hombros resignado e impulsó toda su masa muscular hacia la volátil arena del fondo marino. Daniel se merecía un buen susto. Con un simple remolino de algas, arena y burbujas cumpliría su cometido. “Se lo merece por cagón”, pensó con rabia. Cuando con dificultad apoyó las patas de ranas justo al lado del casco enterrado, y atrajo a su compañero hacia sí con la soga, experimentó una sensación no habitual en los talones desnudos de sus pies. Los tenía apoyados sobre algo áspero que no era arena. Conocía muy bien la impresión fláccida que se experimentaba cuando uno hacía pie en el piso marino. Bajó la vista y observó lo que parecía ser una loza pétrea perfectamente rectangular, semitapada por la escoria que se arremolinaba en el fondo. ¿Qué era eso? Se inclinó y dejó que todo su cuerpo flotara horizontalmente a escasos centímetros del suelo. Sacudió ambas manos con fuerza. Una nube de polvo y arena chocaron contra su mascarilla. Segundos después, cuatro piedras perfectamente engarzadas y pulidas delinearon sus formas bajo la luz de las linternas. Tenían unos treinta centímetros de largo por quince de ancho. Se ajuntaban como las piezas de un rompecabezas, una a la otra, configurando lo que Alberto entendió eran los restos de una construcción. Daniel lo tocó en el hombro y con lenguaje gestual le dio a entender una pregunta: ¿Qué son esas piedras? Domínguez hizo caso omiso a su compañero y continuó quitando la capa de arena que tapaba la extraña formación. Diez minutos más tarde, lo que parecía ser una calzada hecha por el hombre quedó claramente a la vista de los buzos. La exploraron durante una rato más, pero ya era tiempo de regresar a la superficie. —Deben ser los restos de una escollera antigua —sentenció Daniel mientras se quitaba el traje de neopreno en el bote. —No, no lo creo —repuso Alberto—. En esta parte de la costa nunca hubo escolleras. Además, no me dio la sensación de que lo fuera. Esas piedras parecían más un camino, un sendero hecho por alguien hace mucho tiempo. —¿Un camino a más de quinientos metros de la costa? No puede ser. Por acá nunca hubo un puerto o construcciones de ese tipo. —No sé. Lo único que puedo decir es que, aparentemente, tenía una dirección muy clara: se dirigía hacia las rocas del Cabo Corrientes. Por otro lado, su factura es demasiado regular para ser natural. ¿Acaso no viste lo bien que estaban cortadas?... —¿Y vos qué sugerís? Alberto frunció el ceño. —No sé, te repito que no sé. Pero, por lo pronto, creo que es conveniente guardar el secreto. No decir nada a nadie y seguir investigando. Si eso es un camino, y si en realidad fue construido por el hombre, debemos continuar buceando hasta definir fehacientemente el tamaño y la dirección exacta que tiene. —Me parece bien —musitó Crespo—, pero por mi parte voy a consultar en la municipalidad si en esta zona existieron construcciones antiguas tan adentro en el mar. —Tratá de ser precavido. No quiero que nadie se entere de esto antes de tiempo. Encendieron el motor fuera de borda y pusieron proa hacia la costa. No hubo archivo, foto, testimonio o documento alguno que indicara la existencia de una obra de ingeniería en esa parte de la ribera marplatense. Nunca nadie había escuchado hablar de un camino de piedras sumergido y ni siquiera las pocas leyendas que circulaban por la ciudad hacían referencia a una supuesta Atlántida, perdida justo enfrente del balneario más famoso del país. La calzada descubierta por Alberto y Daniel se había materializado de la nada. La arqueología local no contaba con ninguna ruina de piedra en toda la provincia, ya que los antiguos pobladores de la zona sólo habían alcanzado el nivel de cazadores recolectores nómades, y jamás habían tenido la necesidad de levantar asentamientos permanentes del porte que podemos encontrar en México o Perú. Esos primeros diez metros de rocas cortadas, pulimentadas y engarzadas finamente a trece metros de profundidad, constituían un enigma. Un misterio que terminó obsesionando a los dos buzos furtivos durante los siguientes dos meses. —Ya está confirmado! —La voz de Alberto retumbó por el pasillo del edificio, en tanto que cerraba la puerta del ascensor y con tranco veloz devoraba la distancia que lo separaba del departamento de Daniel Crespo. —¡Pará, callate que molestás a los vecinos! No grités y entrá pronto. Ingresó en el tres ambientes hecho una tromba y se tiró en el sofá sin dejar de sonreír. —¡Confirmado! ¡Confirmado, mi buen Watson! ¡Ya sé dónde termina! ¡Conozco el sitio exacto! Daniel sabía de qué se trataba. —¿En dónde? Alberto se reincorporó de un salto y buscó, entre la más de cuarenta fotos que colgaban en la pared, una en particular. —Acá. Justamente acá —y señaló con el dedo un conjunto de rocas costeras, desprolijamente pintadas con graffiti de épocas diversas. —Lo que suponíamos —determinó Daniel—: el Cabo Corrientes. —Si, Dany. A muy pocos metros de la escalinata que baja desde la rambla a las rocas. Ahí se iniciaba la calzada, metiéndose en lo que hoy es puro océano. —¿Cuándo lo averiguaste? —Hoy a la mañana. No podía soportar estar en casa, así que me puse el traje de goma y me zambullí. Fue cuestión de diez minutos. Sólo hacía falta saber dónde mirar para retirar la arena del fondo y encontrarlo. —¿Y mantiene el mismo estilo de construcción? —El mismo que encontramos aquella noche; el mismo que seguimos en las semanas posteriores, y el mismo que se perdía a cincuenta metros de la costa sin dejar rastros... Hasta hoy. Daniel pegó un salto de alegría y corrió a la cocina. —Esto hay que festejarlo Se tomaron la botella de champaña que tenían reservada para la ocasión, en medio de comentarios grandilocuentes respecto de sus personas y rieron. Rieron de alegría y emoción durante casi una hora. Cuando el alcohol empezó a hacer efecto y la exaltación etílica de aquel producto barato los calmó, Daniel fue el primero en pararse con dificultad y caminó hasta el mapa desplegado de Mar del Plata sujeto a la pared, a un lado de la exposición fotográfica. Se detuvo frente al plano urbano y señaló, sin mucha puntería, el promontorio que más se adentraba en el océano. —Acá —dijo sosteniendo su cuerpo tambaleante, apoyándose contra la pared—. Pensar que acá están las ruinas que nos volverán famosos en todo el mundo.—Giró la cabeza y miró a su compañero, tirado sobre el sofá.—Che, ¿vos creés que esto nos traerá plata? Alberto empinó el vaso de plástico que contenía un último sorbo y repreguntó: —¿Vos, no? Daniel meditó unos segundos, entrecerrando los párpados. —Y... yo creo que sí. A mí me parece que el sendero va a cambiar mucho la historia escrita de Mar del Plata. —¿Sólo de Mar del Plata?... ¿Estás loco? Este caminito obligará a que se revea toda la historia americana desde el primer poblamiento. Si no, respondeme una pregunta: ¿cuándo se descubrieron ruinas antiguas por esta zona? ¡Nunca!... El camino tiene un estilo claramente europeo u oriental, vos mismo me lo dijiste, ¿te acordás? Daniel dio unos pasos y se paró delante de las fotos. La mayoría habían sido tomadas bajo el agua con una cámara especial —regalo de su padre para un cumpleaños— que nunca había utilizado. Estaban fuera de foco. Muchas de ellas se veían borrosas o con demasiada arena flotando delante de la lente. Pero, así todo, la senda empedrada se distinguía con claridad. —Me pregunto de qué origen será —repuso Crespo en voz baja, observando fijamente una de las placas—. A lo mejor es griega o romana. Quién te dice que no sea egipcia o fenicia... —Tomó aire, giró sobre sus talones y exclamó: —¡Qué quilombo que vamos a armar con todo esto!... Al día siguiente, un lunes por la tarde, mientras la ciudad trabajaba y el frío del otoño espantaba a los transeúntes de la costa, Daniel y Alberto se encaminaron hasta el cabo Corrientes. Bajaron por una destartalada escalinata de piedras hasta las rocas que frenaban los permanentes embates del mar, y recorrieron ese laberinto lítico, sucio y desnivelado, en dirección al sitio que Domínguez descubriera veinticuatro horas antes. La basura se acumulaba entre las piedras. Las heces de ratas, similares a pequeños frijoles negros, denunciaban que el terreno no estaba deshabitado y que los roedores lo reclamaban como suyo durante la baja temporada. Hacía frío, pero el calor interno de los dos exploradores los mantenía en ansioso movimiento. —¡Ahí es! —exclamó Alberto señalando hacia delante con su brazo derecho.—¡Ahí es en donde empieza! Allá abajo—. Y destacó una formación de tres rocas inmensas, con el aspecto de un milenario y grandioso trípode natural. —Por algún lado tienen que existir restos de construcciones en la superficie —profirió Crespo—. Por mínimo que sea, algo tenemos que encontrar. En este lugar tiene que haber habido un puerto o algo por el estilo. —Es probable. Empecemos... Durante las siguientes dos horas trataron de detectar cualquier cosa que les recordara una clara intervención humana. Debían identificar regularidades en la piedra. Planos rectos, sectores pulimentados, restos de paredes; algo que probara que en esa zona el hombre antiguo había ejercido su soberanía sobre la dura naturaleza lítica de la costa. En eso, Alberto volvió a dar un grito. —¡Daniel! ¡Vení, mirá que hay en este lugar! A simple vista no se distinguía nada. Sólo una de las tantas entradas del mar sobre el continente. —¿Qué hay? —preguntó Crespo, observando la espumeante presencia líquida del océano chocar contra la costa, dos metro debajo de sus pies. –Mirá bien —repuso Domínguez invitándolo a bajar—. Parece que nos topamos con una escalinata. ¿La ves? ¿Distinguís esos escalones? ¿Ves cómo se deslizan hacia abajo?...Se pierden allá, detrás de la roca grande. Esa que tiene la forma de una pera. Vamos, vení, acompañame. Hicieron malabarismos para no caerse. Las piedras estaban cubiertas de verdín, una sustancia resbaladiza y pastosa, que obligaba a moverse con paciente cuidado. —La marea está baja —explicó Alberto manteniendo el equilibrio con piernas y brazos—. Tenemos que aprovechar la oportunidad. En un par de horas más el nivel del agua va a empezar a subir y... ¡chau escalera! ... Olvidate de ver hacia dónde se dirige Descendieron hasta el nivel del mar. Allí, las rocas se abrían como las fauces de un monstruo marino petrificado. El espacio era angosto. Un desfiladero rocoso en miniatura en el que el océano ingresaba y salía, con cada ir y venir del oleaje. En sus paredes internas no distinguieron ninguna de las inscripciones comunes que, más arriba y a modo de históricos graffiti, adornaban las partes lisas de la mayoría de las rocas . Ya no había Cachos, ni Marías, ni Juanes que se amaran eternamente en fechas determinadas. La humedad era total. Irregulares placas de musgo, muy verdes, trepaban por las paredes como deseando buscar el calor del sol cuatro metros por encima; sitio en el que las piedras se juntaban dejando sólo una fina hendidura por la que se colaba, tímida y mortecina, la claridad de una tarde que se nublaba. —Alberto —articuló Daniel en voz baja—, esto parece internarse en la tierra. ¿Qué será?... —Una caverna. Una maldita caverna que se tapa y destapa cada seis horas por el agua.—Miró alrededor con interés y volvió a buscar los restos de los escalones que desaparecían en la entrada misma de la cueva. —Esto tiene que haber sido medianamente trabajada por la mano del hombre, de lo contrario estos peldaños no se desvanecerían en esta parte. Y no se equivocaba. Aquello era una olvidada obra de ingeniería lítica, semienterrada por toneladas de piedras erosionadas. Era el resultado de un trabajo inverosímil, en el que hombre y naturaleza se habían unido para crear la entrada a algo que todavía era imposible definir. A medida que avanzaron por el túnel apreciaron que el piso se tornaba más y más prolijo, embaldosado, y que las paredes de roca se pulimentaban, bosquejándose sobre ellas retorcidos espirales que parecían serpientes bicéfalas, pulcramente esculpidas por las manos anónimas de un extraño y desconocido artista. Los charcos de agua se secaron. El mar, que apenas se escuchaba desde la entrada, perdía presencia en el lugar. —Sacá el encendedor y prendelo. Ya empieza a verse poco.—La voz de Alberto retumbó contra los muros pétreos, duplicando el reclamo con un débil eco. Siguieron avanzando. El pasadizo se internaba en tierra firme casi setenta metros; y allí, en la penumbra fría del interior de las peñas, la débil llama de la mecha iluminó parcialmente una estructura alta y angosta, hecha de madera. Una puerta. Un portón completamente tallado con símbolos esotéricos cubriendo cada milímetro de su superficie; proclamando un horror vacui en extremo barroco, ensortijado y chocante. —¡Por Dios! —exclamó Daniel—. ¡Esto no puede ser cierto!... Alberto no se amilanó. Lo tomó por el brazo y se acercaron a la abertura. —Es de roble —sentenció con aire erudito— y no parece muy antigua. Mirá, tiene las bisagras y este picaporte en perfecto estado. Ni siquiera están oxidados.—Hizo un corto silencio—. Alguien utiliza esta puerta. —Salgamos —dispuso Crespo, sintiendo repentinamente una ola de terror—. Esto no me gusta nada. Rajemos de acá. –Si, pero antes quiero hacer algo. Tomó el grueso picaporte de bronce, lo empujó hacia abajo y la puerta se abrió sin dificultad. En ese momento, una fuerte corriente de aire helado sopló por el corredor y la llama del encendedor se apagó de golpe. En décimas de segundos, se quedaron completamente a oscuras.
Daniel se sobresaltó, trastabilló y cayó de rodillas sobre el suelo embaldosado de la gruta. —¡La grandísima p...! ¡Perdí el encendedor!... Alberto no respondió. El silencio era absoluto. —Che, contestame. ¿Dónde estás? ... Alberto... ¿me escuchás? Sólo el sordo chocar de las olas desde la costa recorrió su oído interno. —¿Alberto?... ¿Dónde te metiste? No me jodas... Mirá que asustado puedo hacer un mal movimiento y partirte los... Y de pronto ocurrió. Fue como si un milagro se materializara ante los ojos de un ateo. La luz amarillenta de una media docena de tubos fluorescente encendidos, iluminaron un recinto rectangular de casi diez metros de largo por cuatro de ancho. Era una habitación muy grande cavada en la roca; tallada en el corazón mismo del Cabo Corrientes. Contra las paredes, a modos de decoración y sin cumplir función estructural alguna, seis columnas dóricas —tres a cada lado— se perfilaban enhiestas hasta el techo. Hacia el fondo, delante de lo que parecía ser un altar de estilo neocolonial lleno de velas oscuras, Alberto Domínguez permanecía inmóvil. Daniel se quedó pasmado. Giró la cabeza de un lado a otro, captando cada centímetro cuadrado del misterioso recinto. No podía creer lo que sus ojos veían. La roca había sido horadada como si fuera manteca blanda. —¿Qué es este lugar? ¿En dónde estamos? —reverberó la voz de Crespo. —No tengo la más mínima idea —respondió Alberto desde el fondo, dando vueltas sobre su eje y admirando la construcción que los contenía—. Parece una de esas iglesias ortodoxas cavadas en las montañas que hay en el Cercano Oriente. Jamás había visto nada igual. —¿Vos prendiste la luz? —le preguntó Daniel haciendo caso omiso al misterioso encanto de la arquitectura. —No. —Entonces, ¿quién lo hizo? —Esto debe tener células fotoeléctricas de encendido automático. Al abrir la puerta, seguramente, se activaron. No te preocupes. No hay nadie. Crespo recorrió con la mirada todo el sitio. Efectivamente, estaban solos. —¡Qué raro que es todo esto! Nunca había escuchado hablar de esta construcción. ¿Qué será?... Alberto se dirigió hacia el altar sin manifestar nada. Estaba agitado y las sienes le latían a causa de los nervios. —Mirá —dijo tocando un panel dorado que contenía figuras en bajorrelieve sumamente extrañas—, está hecho de papel de oro y parece muy antiguo. ¿Cuándo lo habrán construido? ... —Esto debe pertenecer al municipio. Salgamos de aquí, puede traernos problemas. —¿Estás demente? ¿Salir? ... Yo no me voy hasta que pueda explicar por qué se construyó este recinto; y cuál es la razón para haberlo mantenido en secreto durante tanto tiempo. Inspeccionaron el lugar durante un buen rato y, contrariamente a lo sospechado, las dudas crecieron con el paso de los minutos. No había indicio alguno que pudiera responder las preguntas que se acumulaban en la mente de los buzos. El estilo ecléctico los confundía. Ninguna inscripción aclaraba nada. La cueva se volvía impermeable a sus secretos, hasta que una segunda puerta se recortó en el fondo, invitándolos a proseguir la exploración. —¿Y eso? —inquirió Daniel al verla. —Debe ser el baño —sonrió Alberto, encaminándose decididamente e ella—. Veamos a dónde da. Una vez más, sin inconvenientes, los postigos giraron dando paso a un larguísimo corredor que se internaba en el continente. —¡Esto es increíble! —exclamó Alberto—. ¡Mirá este pasillo! ¡Debe tener varios kilómetros de largo! Daniel se asomó por encima de su hombro. —Vayámonos de acá —sugirió—. No me gusta nada la cosa. Domínguez giró su rostro y le fijó la mirada. —¿Estás loco? ¿Cómo vamos a irnos ahora? ¡Tenemos que averiguar hasta dónde llega esto! —Pero, Albert... —¡Dejate de pavadas y buscá algo que nos de más luz! No sé, una vela, una linterna...., algo. ¡Estamos haciendo historia! ¿Te imaginás cuando la gente se entere de esto?... Va a ser extraordinario. —Justamente... —replicó Crespo—, por algo se mantuvo el secreto. Tenemos que salir. Mi cuota de curiosidad ya está colmada. —¡No! —exclamó irritado— Vamos a caminar el corredor hasta el fondo. Traé algo para crear una antorcha. Pocas veces Daniel había visto a su amigo reaccionar con tanta rudeza. Estaba decidido a continuar, costara lo que costara. Lo podía sentir en su mirada. Nada ni nadie lo convencería de lo contrario. Regresó al recinto y cumplió con el pedido. Pocos minutos después, volvió con una vela a medio consumir en su mano. —Acá tenés. Espero que nos alcance. —Tratá de ser más optimista —arguyó Alberto y prendió el cabo que sobresalía del tubo de cera—. Está perfecto. Justo lo que necesitábamos —y sin preámbulos se internó por el oscuro pasadizo. Cuarenta y cinco minutos después, se toparon con una nueva sala. Era colosal. Semejaba un domo lítico cubierto de pequeños objetos alargados, perfectamente ordenados contra los muros, del piso al techo. Una biblioteca. —¡Te lo dije! —profirió Daniel con cierta molestia en el tono—. ¡Esto pertenece a la Municipalidad!... ¡Mirá todos estos libros!...¡Es un depósito! Alberto hizo caso omiso al comentario. Estaba estupefacto. El almacén era descomunal. Cubría un espacio de más de cincuenta metros cuadrados y estaba repleto de tomos antiguos, amarillentos, que evidenciaban la clara acción de la humedad en sus lomos. —¿Qué es todo esto? —inquirió Domínguez retóricamente. Avanzaron unos pasos. Daniel tomó al azar un libro de la estantería y leyó su título en voz alta. —Miscelánea Austral. —¿Qué? —Así se llama esta obra, Miscelánea Austral. Y por lo que veo es una primera edición de... —buscó en la primera página y confirmó—: 1767. —¡Debe costar una fortuna! —pronunció Alberto excitado, arrebatándoselo de las manos—. Dejame ver —y lo ojeó con ansiedad—. ¿Berni Teobaldo Alba? —apuntó sorprendido— ¿Quién habrá sido este tipo? Daniel se asomó al texto. —Mirá, ¿qué son todos esos dibujos extraños que aparecen ahí? —Parecen símbolos mágicos —contestó Alberto con aire de sapiencia—. Creo que este Alba debió ser un alquimista, o algo por el estilo. Observá estos círculos, arabescos y figuras raras. Tienen todo el aspecto de ser símbolos esotéricos. —Pasó las páginas a toda velocidad hasta que una lámina brillosa le llamó la atención y se detuvo. —¿Y eso? ¿Qué es? ¿Una pelota? —interrumpió Daniel posando sus dedos sobre el papel. —No... —aclaró Domínguez leyendo el párrafo que había en la base de la hoja—, una perla. Acá dice La Perla del Atlántico. —¿Me estás jodiendo?... —Tomá, leé vos. ¿Sabés hacerlo, no? Daniel volvió a agarrar el libro y observó con sumo cuidado la ilustración a color que ocupaba toda la hoja. Efectivamente, el dibujo representaba una perla enmarcada por hojas de acanto muy verdes y una retorcida enredadera con flores rojas. Buscó con los ojos a su compañero y vio que éste extraía un nuevo libro. —Mirá éste —dijo—. Instrucciones para el Galeno, de 1878. Y acá en la tapa nuevamente está la perla dibujada. Daniel comparó ambos diseños. —¡Qué raro! ¿La misma perla en dos libros tan distintos? Debe ser algo importante, ¿no? —Muy importante —aseveró Alberto al tiempo que paseaba su mirada por los lomos de varios volúmenes–. Por lo que veo todos estos tomos se refieren a la misma cosa. Son de diferentes época, seguramente, pero la perla es el elemento que los conecta. Mirá este otro, por ejemplo. “El Poder Místico de las Reliquias” y la tiene también esbozada en la tapa. Y este, “La Perlomancia y sus secretos”... O este, “El Macrocosmos Perlium”... —Sí, pero, ¿qué mierda representa todo esto? —No lo sé. —Alberto...—rumió Daniel entre dientes—, salgamos de acá. Entonces, como respondiendo a la demanda de Crespo, un repentino fogonazo de luz los encandiló y todo el recinto quedó inundado por una claridad amarillenta. Para cuando sus ojos se acostumbraron a la luz, estaban rodeados por una docena de hombres encapuchados. Les costó trabajo admitir que todo aquello no era una pesadilla, producto de una cena pesada. Estaban bien despiertos; conscientes de las ataduras que sujetaban sus brazos, de los cepos que inmovilizaban sus piernas y del murmullo monocorde de las personas que oraban letanías ininteligibles a escasos metros del lugar en el que estaban prisioneros. Daniel Crespo abrió los ojos y su mirada, aún nublada por el golpe en la nuca, enfocó la figura encapuchada que permanecía parada delante de él. A su lado, Alberto Domínguez, con la cabeza ladeada hacia la izquierda y con un hilo de sangre bajándole de la comisura de su labio superior, trataba de darle sentido al sorprendente espectáculo que se desplegaba en la inmensa gruta por la que habían ingresado al interior del Cabo Corrientes. Allí estaba el altar, iluminado por miles de velas negras, reflejando en sus paneles color oro las luminiscencias móviles de las llamas. También distinguía en penumbras, a los costados, la labradas columnas de estilo clásico y el gran salón, repleto de personas arrodilladas. Una cosa era evidente: ya no estaban en la biblioteca. Habían sido trasladados. —¡Monan, están despertándose! —repuso con fuerte tono de voz el encapuchado que los vigilaba. Los rezos se detuvieron de golpe, y desde ese mar de caperuzas marrones una de ellas se levantó ceremoniosamente y con paso lento se les acercó. Detuvo su andar frente a los prisioneros y permaneció en silencio unos segundos, observándolos. Era imposible verle el rostro: un cono de sombra muy densa impedía que la luz de las velas le dibujaran sus facciones. —¿Por qué vinieron? —preguntó sin preámbulos—. ¿Acaso entran en la casa de cualquiera sin pedir permiso? —Ninguno de los dos respondió.—Espero que sepan disculpar los golpes recibidos, pero no podíamos arriesgarnos... Si bien no están armados, la osadía que han demostrado nos inquietó mucho. ¡Nunca nadie antes había llegado hasta la gruta de la biblioteca! —exclamó. —Pe... pero, ¿quién es usted?... ¿Quiénes son todos...? —murmuró Daniel saliendo lentamente de su sopor—. ¿Qué es este lugar? Y... ¿Por qué nos tienen así, atados?... ¡No somos ladrones!... —¡Peor que eso! —replicó a boca de jarro el encapuchado— ¡Son peor que ladrones!... ¡Son curiosos! Y, como ya sabrán, “la curiosidad mató al gato” —hubo unas risa apagadas, provenientes del salón.—Han violentado un lugar sagrado, un lugar al que sólo se entra con tarjeta de invitación. ¡Ya sabemos que no son ladrones!... Sólo un par de tontos curiosos con aires de investigadores. —¿Y ahora, qué? —alcanzó a articular Alberto con ardor en los labios. —¿Ahora?... Permanecerán con nosotros durante algún tiempo, hasta que la gente se olvide por completo de ustedes. Lo siento, pero no pueden develar lo que aquí han visto. Eso atentaría contra los intereses de la Logia y de su Loable Proyecto. —¿Logia?... ¿De qué Logia habla? —increpó Daniel sin todavía entender bien nada lo que sucedía. El sujeto encapuchado se irguió. Elevó los hombros, sacó pecho, orgulloso, y contestó impostando la voz: —La Gran Logia de la Perla Mística del Atlántico.—Y como si diera una clase magistral sobre un tema que adoraba, explicó:— Este grupo fue creado secretamente en la década de 1880 y está tras los pasos de una reliquia de vital importancia para el futuro de todos nosotros. ¡Yo soy Monan, su trigésimo cuarto Gran Maestre!... —¡Esto es una locura! —bramó Alberto. —¡Efectivamente, joven! ¡El mundo es una locura! ¿Quién puede dudar eso?... Egoísmo, envidia, mediocridad..., eso es lo que campea. ¡Ya nadie sueña con algo mejor, sólo se conforman con revolcarse en la mierda en la están sumergidos, viviendo sus presentes de animales!... ¡Claro que es una locura!¡Pero muy pronto todo esto cambiará! ¡Cuando la Perla sea finalmente hallada, esta parte del planeta, considerada el culis mundis por muchos, se convertirá en el faro que guíe a la humanidad hacia un futuro promisorio de conocimiento y bienestar! —Hizo un breve impasse, como si tomara aire para apuntar lo que desde un principio pretendía decir, y exclamó fanatizado por sus propias palabras:— ¡Mar del Plata quedará en los anales como la iniciadora del Gran Cambio! Daniel y Alberto se miraron extrañados. —Permítanme que les explique un poco mejor todo este asunto —agregó Monan advirtiendo el desconcierto creciente de sus prisioneros—, de otro modo seguirán pensando que somos unos locos; y puedo asegurarles que nada está más lejos de la verdad.—Miró el altar repleto de velas, señaló toda la estancia con los brazos extendidos y prosiguió:— Este gran templo, excavado en la roca, representa el esfuerzo de muchos siglos. Varias generaciones dieron su tiempo, incluso sus vidas, por mantenerlo en secreto, a sabiendas de la vital función que cumpliría en un futuro indefinido, pero siempre anunciado. ¡Hoy ese futuro está muy cercano y seremos nosotros los elegidos que harán realidad el sueño de nuestros ancestros!.... ¿Ven a toda esta gente? No son más que prominentes vecinos de la ciudad, gente común en la superficie, pero que han sabido ver la Luz en un mar de tinieblas. Acólitos fieles, miembros de los sectores más diversos de la comunidad que, de padre a hijo, han ido transmitiendo la sublime utopía de la Mística Perla del Atlántico. ¡Ellos y yo, inauguraremos la Nueva Era guiándonos por el poder de la santa reliquia!—Se detuvo y bajó un poco la cabeza.—Sólo nos falta ubicarla, pero estamos bien encaminados. Las lecturas y estudios hechos en la gruta de la biblioteca, finalmente nos ha dado indicios precisos. ¡Han llegado en el momento menos oportuno, amigos míos!¡Las excavaciones que se practican debajo del Bristol Center están a punto de terminar! Daniel no pudo contener su consternación: —¿Del Bristol Center?... ¿El edificio de la costa?... —¿Cuál otro? —replicó el Gran Maestre— ¿Qué otra mole antiestética tiene ese nombre en la ciudad? Además, ¿por qué piensa que nunca fue demolido?... Desde la década de los ’70 contamina el paisaje urbano, con su estructura inconclusa y sucia. Así todo, nadie lo demolió. Nadie lo demolerá, a menos que nosotros lo permitamos. Como pueden ver, controlamos muchos resortes del poder; y las decisiones finales siempre las tomamos en esta gruta.—Giró en redondo y miró a la concurrida audiencia.—¡Todos estamos muy ansiosos! Pero, como les dije, ya falta muy poco. Hemos ubicado el lugar preciso en que la Perla está enterrada. Una vez que terminemos las galerías y lleguemos a ella, nada podrá detener el Gran Cambio. Alberto enarcó las cejas. —¿Y en qué consiste ese Cambio? El Maestre permaneció mudo un par de minutos. Se alargó la capucha sobre la frente y respondió: —La Perla nos lo dirá. De la misma forma en que guió los orígenes de la civilización, hace miles de años, nos guiará a todos por senderos correctos e insospechados. —¡Locos!.....—gritó Daniel, preso por el miedo—¡Locos de mierda!........ Monan se le acercó sacudiendo la cabeza de un lado a otro. —¡Me extraña! Usted ha visto cosas que ninguna otra persona, fuera de la logia, ha visto jamás. Conoce el antiguo camino empedrado, el túnel, esta gruta ceremonial, la biblioteca.... ¿Y así todo nos llama locos? ¿Cuántas personas cree que conocen este sitio? ¡Poquísimas! ¿Acaso supone que todo esto lo construimos nosotros? ¡No, señor! ¡Nosotros sólo lo hemos heredado! Todo esto vino de otra parte, y los verdaderos constructores regresarán cuando encontremos la Perla bajo el Bristol Center. ¡Ellos remodelaran el mundo! ¡Ellos serán nuestros salvadores!... —...Pero, ¿qué pretenden? ¿Un Golpe de Estado? —disparó Alberto, racionalizando ese extraño discurso, confuso y anacrónico. El Gran Maestre lanzó una estruendosa carcajada. —¡Es inútil! —exclamó— ¡Jamás podrán entender nada! Dio media vuelta y, mientras regresaba a la base del altar, apenas giró la cabeza para ordenar: —¡Llévenselos! Durante los siguientes quince días, Alberto y Daniel pasaron a formar parte del reducido ejército de obreros que cavaban debajo de los cimientos del Bristol Center. ¿Quién iba a pensar que a sólo veinte metros de profundidad de donde terminaba la peatonal San martín, más de treinta individuos, macilentos y agotados, excavaban día y noche sin parar, buscando una perla con poderes indeterminados? Evidentemente, todo parecía una pesadilla, una película de segunda categoría que se proyectaba frente a las narices de los dos buzos. ¿Estarían drogados? Ese fue el primer pensamiento que se le pasó a Daniel por la cabeza. De ser cierto, la droga tenía un efecto de muy larga duración. Las horas se hacían interminables y el polvo, las rocas y el cansancio se depositaban sobre sus hombros, haciendo más y más pesada la tarea. Pero era imposible negarse a ella. Habían visto el maltrato que sufrían los vagos. Sin clemencia de ningún tipo eran picaneados por los miembros de la Logia, igual que en los viejos malos tiempos de las dictaduras. —Ya entiendo qué cosa es el mal —argumentó Alberto en uno de los momentos de descanso—. Es la absoluta falta de misericordia. Daniel hizo caso omiso al comentario. Su mente no funcionaba normalmente. Le costaba enhebrar ideas, desarrollar argumentos que resultaran lógicos. Su cerebro estaba a punto de declararse en huelga. —¡No te dejés abatir! —lo alentó Alberto— ¡Saldremos de acá! ¡De algún modo, vamos a salir de esta ratonera! Pero Daniel no le creyó. Muchas personas desaparecen a diario en todo el mundo, sin que jamás se vuelva a saber de ellas. Generalmente, las investigaciones terminan dando contra muros de silencio que nada dicen; y así, con el paso de los años, dejan de ser seres humanos para convertirse sólo en nombres poco recordados.
La costa atlántica no es una excepción a la regla. La única diferencia es que, por alguna razón desconocida, todo se encubre y nunca llegan esas noticias a los medios. Sólo algún que otro mendigo, de los muchos que pululan por iglesias y arterias principales, dicen conocer la verdad. Ellos saben. La calle es su único universo y lo conocen bien. Saben escuchar, especialmente durante la noche, cuando los ruidos se apagan y, desde lo profundo del cemento, se sienten martilleos y lamentos apagados, como si un ejército de hormigas cavara y cavara sin descanso. |
Fernando
Jorge Soto Roland
Email: sotopaikikin@hotmail.com
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