La pampa de los fantasmas

Vilcabamba “La Vieja” y su espíritu de resistencia

 

Por

Fernando Jorge Soto Roland

Profesor Universitario en Historia

UNMdP- Argentina

En los meses de julio y agosto de 1998 tuve el enorme privilegio de dirigir la primera expedición argentina a las selvas de Vilcabamba, en la hermana República del Perú. Nuestro objetivo era seguir los pasos de Manco Inca y su gente, tras la caída del Cusco en manos peninsulares, y recrear —con la documentación histórica correspondiente en la mano— su trajinar por las húmedas selvas de la amazonia andina en pos la que fuera la última capital de los incas, la mítica Vilcabamba “La Vieja”.

Si bien en el Perú éste es un dato conocido, en mi país —a excepción de los profesionales en historia— poco se sabe respecto de los cuarenta años de resistencia que los incas ejercieron desde la jungla, contra la conquista europea. Es un proceso histórico que rompe con la imagen de sumisión que muchos prefieren seguir dando de nuestras culturas originarias; y —por otro lado— con la larga historia de dictaduras que hemos tenido, no siempre era “ideológicamente correcto” poner en relieve una actitud de resistencia tan marcadamente rebelde. Incluso —creo— que de haber mencionado algo sobre ello en la década de los ’70 se hubieran corrido serios riesgos físicos ya que, para la obtusa mentalidad de muchos mesiánicos con uniformes, los incas de Vilcabamba eran lo más parecido que se pudiera encontrar a los movimientos de guerrilla. Pero pecaríamos de anacrónicos afirmando eso, ya que los incas del siglo XVI constituían un mundo muy ajeno al nuestro —también al de los años ‘70— siendo sus cosmovisiones e intereses profundamente diferentes. Dos mundos distintos. Dos universos mentales que parecerían estar a años luz de distancia pero que, en ocasiones, es posible encontrar en bolsones geográficos del territorio andino (aunque, claro está, manifestando un natural sincretismo, producto de más de 400 años de conquista).

Llegar hasta uno de esos bolsones no resulta nada sencillo.

A nosotros nos demandó unos cuantos días y para cuando llegamos —cansados y con unos kilos menos— nos sorprendió tanto el contexto como sus restos arqueológicos que, silentes, se sostienen en medio de la selva denunciando el paso de los Señores del Cuzco, en su postrera huída del español.

Allí, en Vilcabamba, el joven Manco Inca intentó reeditar —o al menos sostener— lo que quedaba del Tahuantinsuyu. Había abandonado su adorado Ombligo del Mundo, dejado atrás el precioso Coricancha (Templo del Sol) y, por más que portaba las momias de los Incas precedentes (consideradas inapreciables objetos de poder sagrado, huacas), no es lógico pensar que se dirigiera hacia una región que careciera de un alto valor mítico-religioso[1]. Como bien dijo Mircea Eliade, en su libro El Mito del Eterno Retorno, “El mundo arcaico ignora las actividades profanas: toda acción dotada de sentido participa de un modo u otro con lo sagrado”.  

Los numerosos núcleos, construcciones y lugares que están comprendidos por el área de Vilcabamba denotan un singular peso religioso, ya sea por su ubicación, orientación, forma o técnicas usadas en la edificación de los mismos. Los sitios rituales (“mochaderos”, según las crónicas españolas) aún pueden observarse y pocas son las corrientes de aguas o cerros que no hayan sido depositarias de un reverencial respeto (que hoy se mantiene).

No cabe duda, pues, de que Vilcabamba tomó parte activa en una geografía sagrada que mucho influyó en la decisión de Manco, al hacerla su residencia permanente. El hecho de que el propio soberano fuera al frente del grupo exiliado, nos está marcando una clara acción ritual: la imposición del “orden” en el espacio que pretendía convertirse en el núcleo originario de un nuevo imperio.

Si atendemos al carácter cíclico de la cosmovisión andina, el repliegue de la elite incaica en esa zona, tras el desastre frente a los españoles, resulta un hecho significativo ya que implicaría sumergirse en el “otro lado del mundo”, un lado caótico, informe y poco controlado, requisito indispensable para reanudar ritualmente el “cosmos” y aspirar a un retorno al antiguo orden.  

Por otra parte, el mismo nombre de “Vilcabamba” posee una raíz ligada a lo trascendente.

Según Hiram Bingham (descubridor de Machu Picchu), la palabra deviene de la conjunción de dos vocablos quechuas: “huilca” y “pampa”. El primero, haría referencia a un árbol subtropical utilizado como medicina purgante del cuál también se preparaba un polvo narcótico de aplicación nasal (cohoba), que producía una especie de intoxicación o estado hipnótico, acompañado con visiones consideradas sobrenaturales[2]. El segundo término, “pampa”, implicaría un terreno plano. Por consiguiente, para el célebre historiador norteamericano, “Vilcabamba” significaría: “Pampa en que crece la huilca[3].  

Pero el término “huilca” (también willka o villca) tiene otras acepciones más explícitas, para denotar la profunda carga religiosa del mismo.

Luis E. Valcarcel[4] observa que la palabra willka antecedió a Inti, para denominar al sol; que, como es sabido, desde los tiempos de Pachacuti se convirtió en la deidad oficial del Tahuantinsuyu. Incluso el río más sagrado del valle de Yucay, el Urubamba, era conocido antiguamente con el nombre de Willkamayu o Vilcamayo, el Río Sol.  

Finalmente, poseemos una última traducción que, a partir de sinónimos en quechua, recrea la acepción que, a nuestro entender, es la más completa y correcta. Ésta sostiene que “villca” es un término de parentesco recíproco que significa “bisabuelo” y “bisnieto”, y por extensión “antepasado” y “descendiente”. Como los incas practicaron un complicado culto a los antepasados, los mismos eran considerados sacros (ya vimos la importancia que tenían las momias), por lo tanto eran huacas. Si “villca”, entonces, es sinónimo de “huaca” estamos frente a una palabra que tiende a designar el genérico concepto de “lo sagrado”. En consecuencia, Vilcabamba podría traducirse como “La Pampa Sagrada”.  

Naturalmente, con la llegada de Manco y su séquito, el prestigio, ya no militar, sino religioso de toda la región se vio ensalzado por la presencia del Inca y las prácticas rituales que se desplegaron en toda la zona. Vilcabamba “La Vieja”, la última capital, se convirtió en el centro de las celebraciones religiosas y asiento de las todopoderosas momias o “bultos” de los soberanos (antepasados) fallecidos[5].

Como el propio Juan de Betanzos afirmaba en 1551: “...lo que entienden allí donde están es en hacer toda la vida sacrificios y ayunos y idolatrías gentilicias a sus guacas e ídolos y en hacer todas las demás sus fiestas según que se hacían en el Cuzco en tiempos de los Yngas pasados según que se lo dejó orden Ynga Yupangue...[6].  

Estas prácticas y creencias serían muy difíciles de erradicar después de la victoria española en 1572.

La antigua capital del exilio se levanta en medio de un valle absolutamente cubierto de árboles, plantas trepadoras y lianas. Desde el lugar en donde acampábamos era imposible ver construcción alguna y, según nos comentara Pancho —nuestro guía y “navegante”— muchos aventureros solitarios, que pretendían conocerla, seguían de largo sin percatarse de que, a muy pocos metros, los muros Vilcabamba luchaban contra la humedad y las raíces.

Actualmente, en la zona habitan dos familias campesinas, los Zaka Puma y los Wilka Puma, sufridos colonos que, sustentados por una economía de subsistencia, pasan sus días ignorando la relevancia simbólica de las construcciones, que conocen desde siempre.

Ninguno de los miembros de esas familias sabían algo sobre la historia del valle. Nunca habían escuchado hablar de Manco Inca y sus sucesores (Sayri Túpac, Titu Cusi o Túpac Amaru). El legado arquitectónico de los incas era, para ellos, un mero conjunto de “piedras”, sin valor alguno. Muy de vez en cuándo se internaban en la arboleda, y si lo hacían era para “buscar tesoros”, para huaquear; es decir, desenterrar piezas de cerámica que, sólo ocasionalmente, podían ser suplantadas por pequeños ídolos de oro y plata, que más tarde cambiaban en Chaullay por arroz y otros productos.

Pero, a pesar de este “saqueo al pasado”, la actitud general de los moradores es de respeto y temor.

El nombre con el que hoy se conocen las ruinas de Vilcabamba es el de “Espíritu Pampa”, la “Pampa de los Espíritus” o “de los fantasmas”, puesto que están asociadas con historias de “aparecidos” (vistiendo indumentarias indias) y de extraños sonidos y lamentos de dolor. Nadie se aventura por las ruinas, especialmente de cuando el sol se pone.

Estando una noche escribiendo sobre una gran roca, ubicada muy cerca del emplazamiento de la vieja ciudad, tuve la inquietante visita de un par de niños que, salidos de la sombra, se me acercaron sigilosos ante mi más espantoso y profundo susto. No eran fantasmas. Eran los miembros menores de las familias de colonos arriba nombradas. Debían tener por entonces unos diez u once años y se quedaron muy sorprendidos por el grabador portátil que tenía en mi cintura, con el cual grababa todas las charlas que podía cuando me topaba con lugareños, chamanes y exploradores. Y aquella no fue una oportunidad que deseché.

Tras la presentación inicial y las preguntas de rigor (de dónde era, quién era, a qué me dedicaba) los muchachos dejaron registradas sus voces en la cinta, no sin sorpresa al escucharlas cuando yo se las rebobinaba para que se oyeran. Inmediatamente dejaron el sitio y volvieron a perderse en la selva. Un rato después aparecieron con uno de los Zaka Puma de mayor edad. Uno de los padres. Volví a mostrarle la “maravilla técnica” que tenía y tras ofrecerle un cigarrillo (bien escaso en esas latitudes) le pregunté sobre construcciones perdidas en la región. De inmediato señaló en dirección a las ruinas vecina y dijo que allí había “piedras”. Le respondí que ya habíamos explorado la zona esa tarde y que deseaba saber si conocía otras. Me dijo que no, que no era conveniente hablar de noche de esas cosas y que en Espíritu Pampa caído el sol el sitio era de los fantasmas y los muertos.

Debo que confesar que en ese contexto de selva extrema y montañas que tenía a mi alrededor, no pude evitar sentir un escalofrío recorrerme el espinazo. Soy una persona racional y no creo en fantasmas, pero en ese lugar, a esa hora, con esas sombras gigantescas devorando kilómetros y kilómetros entorno mío, ¿quién podía negar rotundamente que en ese sitio no hubiera espíritus rondando el roquedal?

De noche se escuchan cánticos y lamentos. El sonido de las quenas es audible a gran distancia. Se las puede oír perfectamente. Son las ánimas de los muertos que salen a caminar”, me explicó el caballero local. “Aquí los muertos salen por las noches. ¿En Argentina no lo hacen?”.

Respondí que no. Que al menos yo, jamás los había visto.

Pues aquí, es de lo más común”, agregó y la charla cambió inopinadamente hacia un pedido de medicamentos y el relato de sus enfermedades y padecimientos.

Sólo un tiempo después, oyendo esas grabaciones mientras escribía el libro de la expedición, me puse a pensar en esas leyendas y rumores sobre aparecidos.

Es probable que estos relatos tenebrosos no hagan otra cosa que revelar, de un modo inconsciente, el sentimiento de pérdida por un mundo (el incaico), del que tanto los Zaka como los Wilka Puma son sus directos herederos. Y hasta podría llegar a pensarse que los “lamentos” lúgubres, provenientes del “roquedal”, son el signo de la permanencia de un pueblo que se resiste a desaparecer, o perder su digno prestigio. Todo, envuelto en forma de leyendas.

Los fantasmas ocultan muchas cosas, pero también revelan otras muy importantes.

Fernando Jorge Soto Roland

Profesor en Historia

sotopaikikin@hotmail.com

Referencias:

[1] Incluso la ubicación de la ciudadela de Machu Picchu ha sido interpretada siguiendo el enorme peso que la región tuvo dentro del culto solar (Inti), impuesto por el gobierno de Pachacuti Inca Yupanqui.

[2] Véase: Bingham, Hiram, La Ciudad Perdida de los Incas, Editorial Zig - Zag, Chile, 1950.

[3] Según indican los investigadores cusqueños Fernando y Edgard Elorrieta Salazar ( La gran pirámide de Pacaritanpu. Entes y campos de poder en los Andes Cusco, Perú, 1992, pp. 150-151): "La asociación de árboles y ancestros u orígenes se pone de manifiesto en los propios mitos de origen de los incas". Por otro lado, "Muchos árboles tenidos por sagrados se tornaban en oráculos y eran objeto de un constante peregrinaje. La relación asociativa entre árboles y oráculos es mencionada y graficada por numerosos cronistas."

[4] Valcárcel, Luis E., Machu Picchu, Eudeba, Buenos Aires, 1978.

[5] Véase: Regalado de Hurtado, Liliana, Religión y Evangelización en Vilcabamba 1572-1602, Pontificia Universidad Católica del Perú, Fondo Editorial, 1992.

[6] Betanzos, Juan de, Suma y narración de los incas, segunda parte, Cáp. XXXIII: 308, edición y notas de María del Carmen Rubio, Madrid.

Fernando Jorge Soto Roland

Profesor en Historia

sotopaikikin@hotmail.com

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