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«La dama del Viena»

La permanencia de los fantasmas

El caso del Gran Hotel Viena, Miramar (Córdoba)

por Fernando Jorge Soto Roland
Profesor en Historia por la Universidad Nacional de Mar del Plata

“(...) Jamás el espíritu dubitativo

 fue pernicioso”.

E.M. Cioran, Adiós a la Filosofía,  Pág. 8).

Mucho antes de que Stephen King hiciera famoso al Stanley Hotel en su célebre novela de terror El Resplandor, las historias de albergues encantados tenían ya una larga estirpe y un duradero éxito en el imaginario de la sociedad. Castillos, hoteles, hospitales y mansiones suelen ser ámbitos asociados con apariciones espectrales y se cuentan de a miles las sombrías leyendas que los tienen como protagonistas.[1]

Sin duda, lugares como los que señalamos son ideales para que “cosas extrañas” sucedan. Añejos, con mucha historia a cuesta y un ir y venir de gente muy nutrido, constituyen las bases ideales para convertirse en escenarios misteriosos. Por otra parte, el paso del tiempo, el abandono y los chismes que imaginamos en torno de ellos nos estimulan gratamente. Como ya señalé en otra oportunidad: los fantasmas nos seducen, nos interesan, nos inquietan. No es posible la neutralidad o la absoluta indiferencia cuando alguien instala el tema en una mesa de discusión. Se les puede reverenciar, temer o rechazar, pero nunca hacerlos a un lado sin algún comentario irónico, escéptico o crédulo.[2]

Dolor, desazón, alegría y angustia, sueños y desvelos, debieron vivirse en esos cuartos abandonados, a pesar de  que en la actualidad se nos muestren despojados de un pasado concreto y verificable. En estos casos el tamaño sí importa, porque cuanto más grande es el lugar, más tenebroso y susceptible de acoger vivencias se vuelve.

En sitios de nutrida socialización, y difíciles de reconstruir históricamente a escala real, el sentido de la cotidianeidad se ve alterado y la impermanencia de las cosas se vuelve más evidente. Los acontecimientos —mal conocidos— se condimentan y, ante la injusta soberanía del olvido, los espacios en blanco son rellenados con productos propios de la fantasía.

El hecho de que muchísimos relatos folclóricos hagan referencia a fantasmas que siguen rondando aquellos espacios que los tuvieron como actores mientras estaban vivos, nos llevan a concluir que la identificación con esas permanencias es en extremo fuerte. Hay una tendencia lógica a preferir lo estable a lo inestable. El sólo hecho de pensar (y saber) que todo alguna vez será olvido, inclina la balanza en favor de la creencia de que “no todo se pierde” y de que es posible —en ciertas circunstancias— ver y oír parte de ese pasado no registrado vagando espectralmente por esos escenarios.

El miedo a ser ignorados y el insondable temor a confirmar que las individualidades algún día se evaporarán en el mayor de los anonimatos, es lo que está en el fondo de todas las historias de fantasmas. No son más que subterfugios para alejarnos de la muerte.

Pero, ¿son todas las “denuncias” alucinaciones producto de ese temor ancestral y de la necesidad de combatirlo (esgrimiendo la esperanzadora creencia de la supervivencia después de la muerte)? ¿Es todo un fraude conciente? ¿Son meras ilusiones lo que experimentaron cientos de “testigos” a lo largo de los años?

¿Mentiras?

¿Errores?

¿O hay un tema digno para ser investigado detrás de todos esos relatos, filmaciones y fotos que nos ponen de frente ante fenómenos que definimos como “inauditos”?

 

No cabe la menor duda de que la creencia en fantasmas está condicionada por el contexto histórico. Cada época se paró ante las “almas del Más Allá” de una manera diferente. Recibieron distintos nombres a lo largo del tiempo y fueron interpretadas de acuerdo con el paradigma entonces vigente: «entidades de la naturaleza», «demonios», “almas en pena» o «energías desconocidas». No importa el calificativo. Todas representan lo mismo y se sintetizan bajo la denominación popular de «fantasmas».

El contexto cultural determinó la manera de interpretarlos. También el entorno físico contribuyó a ello. Los lugares abandonados, considerados encantados por el folclore local, nos predisponen a ver “apariciones” y hay varios factores a considerar, especialmente cuando un escéptico experimenta en carne propia fenómenos que, en principio, son imposibles.

¿El contexto también los condiciona?

Si hubiera nacido y vivido a fines del siglo XIX o principios del XX seguramente no me estaría cuestionando estas cosas y habría aceptado a los fantasmas con mayor “familiaridad”. Pero me formé en la segunda mitad del siglo XX, cuando esa aceptabilidad declinaba. Por ende, mi frontera entre lo real de lo irreal se fija en un punto distinto al de otras épocas. Incluso diferente a la que mucha gente tiene en la actualidad.

Hoy las cosas parecen estar cambiando muy rápido. La New Age y todo un movimiento más inclinado que antes al milagro, lo fantástico y lo irracional, modificaron el mapa conceptual con el cual interpretábamos el mundo. Me sorprende observar cómo los fantasmas se ha instalado en el imaginario colectivo de muchísimas personas.

Rumores, programas de televisión, evangelismo y documentales con una marcada cuota de esoterismo barato, han contribuido a alimentar la duda en cada uno de nosotros, llevándonos a preguntar si es o no lícito iniciar una investigación seria y controlada sobre el tema. Al respecto, Hans J. Eysenck —un destacado especialista británico en ciencias sociales y temas sociopsicológicos— no duda en responder afirmativamente, considerando que es merecedor de ser aprehendido con sensatez y mentes muy abiertas.[3]

¿Hasta que punto estamos resignados a desechar una cosmovisión construida a lo largo de tan largo tiempo?    

Los «hechos»

“Lo que llamamos verdad no es más que

 un error insuficientemente vivido”.

E.M. Cioran, Adiós a la Filosofía,  Pág. 140.

Desde que una impiadosa inundación lo inutilizó a mediados de la década de 1980, el Gran Hotel Viena arrastra una larga historia de desidia y abandono que podríamos trasladar hasta 1946, fecha en que sus propietarios lo cerraron dejándolo en manos de sucesivos concesionarios, que poco y nada hicieron por su mantenimiento y conservación.

Tras un largo cuarto de siglo sin cuidados, este inmenso complejo hotelero —construido con capitales alemanes durante la Segunda Guerra Mundial y de casi 6800 metros cuadrados cubiertos— terminó convirtiéndose en una imponente ruina contemporánea, poblada por pájaros, insectos, escombros y, según las habladurías locales, fantasmas.

No es de extrañar que historias de este tipo circulen en torno del Viena, especialmente de noche (que es el momento en que más impresiona y la imaginación se dispara hasta cotas difíciles de creer durante las horas diurnas). Bajo ese contexto de sombras, los relatos espeluznantes le devuelven la vida y no es difícil atribuirle al hotel la presencia de entidades desencarnadas vagando por sus distintas dependencias.

Según la recopilación de relatos orales que efectué durante mis viajes a Miramar —sobre las costas de la laguna de Mar Chiquita, Córdoba—, hay un largo catálogo de fenómenos paranormales infectando al Gran Hotel Viena, convirtiéndolo en «uno de los hoteles más encantados» que existen en los oníricos anales de la historia parapsicológica argentina. Tanto es así que en junio de 2009 una famosa productora norteamericana se instaló en su edificio por espacio de una semana para buscar fantasmas.

Naturalmente, los encontró.[4] 

Las historias espectrales que circulan son nutridas y muy variadas. Nos topamos con picaportes que se mueven solos, voces que se cuelan desde los placares, ruidos de camas y muebles que son arrastrados o movidos cuando se sabe que no hay nadie en todo el edificio, puertas que se abren y cierran sin motivo aparente alguno, visualización de extrañas sombras y personajes vagando por sus pasillos, hasta pasos y sonidos que no deberían escucharse. También están las típicas sensaciones subjetivas de «profunda tristeza» que experimenta la gente o las denuncias de «sentirse acompañado y vigilado» por entidades invisibles. Tampoco debemos olvidar las sorpresivas variaciones térmicas que dicen captarse en determinadas habitaciones o las fotografías que los turistas toman para luego advertir que en ellas han sido captadas siluetas que antes no estaban o personas que sí estaban al momento de apretar el obturador y luego no salen en las placas.

Como puede apreciarse, el Gran Viena es un gran compendio de fenómenos extraños y no faltan los ex empleados, guías de turismo, visitantes, gente de mantenimiento y cuidadores (serenos y policías) que testimonien sobre éstas y otras historias.

¿Qué hay de cierto en todo esto? ¿Son, acaso, tendenciosas mentiras organizadas para atraer gente? ¿Errores de observación o mera sugestión?

Descarto desde el principio la mentira premeditada. Los testimonios que recogí provienen de personas confiables, seguras de sí mismo y sin dobles intenciones. Considerar que detrás de esas historias se esconde un maquiavélico complot para engañar a la gente es descabellado, tanto como creer que el diablo está detrás del asunto. La respuesta tiene que buscarse en las otras dos opciones (errores y sugestión).

Pero las cosas se complican.

En febrero de 2010, mi esposa y yo fuimos protagonistas y testigos presenciales directos de dos episodios que me atrevo a calificar de «anómalos». Y sobre eso escribiré en las páginas que siguen, siendo siempre conciente que una cosa es mostrar y otra muy diferente demostrar que lo vivido tenga validez objetiva.

Materializaciones y materialistas  

 

“La oscuridad y el silencio, modifican las relaciones del

sujeto con la realidad exterior porque es distinto su manejo

y su visión de los objetos. La noche desencadena las fantasías

relacionadas con el sexo, el poder y la muerte: es la hora

del delito y la conspiración”.

E. Pichón Riviere, Psicología de la Vida Cotidiana, Pág. 84.

No creo en fantasmas.

Esta es una aseveración que quiero dejar bien clara desde el principio y por más que desde chico me interesó el tema, mi paso por la universidad —y el obligado racionalismo en que nos educan— me arrastraron a ver el mundo con ojos un tanto desencantados y dirigir mi viejo interés hacia la «creencia» y no tanto hacia la «existencia objetiva» de los mismos.

La perspectiva que nos da la historia suele ser demoledora en cuestiones de ese tipo, demostrándonos que detrás de todo está el hombre y sus miedos; y que los dogmas no son más que construcciones elaboradas para enfrentarlos.

Soy agnóstico e intento explicar el universo con las herramientas me da la ciencia y la razón. Así todo, tengo la mente abierta (no tanto como para que se me caiga el cerebro) a los cambios de paradigmas y, en una coyuntura histórica como la que vivimos, donde todo parece estar cambiando a velocidad increíble, creo advertir que la frontera —antes segura— que separaba lo natural de lo sobrenatural se está desfigurando, corriéndose hacia una posición que antes no tenía y acercándose cada vez más a una cosmovisión medieval que no distingue lo verdadero de lo fantástico. Como dijo el célebre medievalista francés, Jacques Le Goff, en aquellos días lo maravilloso era una parte constitutiva de la cotidianeidad y nadie cuestionaba esa verdad, más que evidente para ellos.[5] Se convivía con el otro mundo y el miedo que ciertos temas despiertan hoy no generaban ninguna sensación de ansiedad o angustia.

Umberto Eco tiene algo de razón cuando sostiene que vivimos en una «Nueva Edad Media» y se sorprende de ver comportamientos mentales de esa época en pleno siglo XXI.[6] Conste que eso no pasa sólo con personas sin educación formal ni sesudas lecturas, sino también con individuos que tienen una alta preparación intelectual (profesionales de formación académica).

Pero, como dijo Heráclito, todo fluye.

Los tiempos cambian. Nada permanece ni nadie se baña dos veces en el mismo río. Así todo, los meandros de esa metafórica corriente acuífera parecerían traer signos de una «contaminación» detectada hace cuatro o cinco siglos atrás.

La New Age da para todo. Dentro de sus límites es posible combinar fantasmas con extraterrestres, esoterismo mal entendido con un prostituido budismo marketinero que asocia esa corriente filosófica únicamente con la buena suerte (en especial si se frota bien la panza de Sidarta Gautama), al tiempo que se intercala la autoayuda neoliberal de los años noventa, el tarot maya, la adivinación por cartas, el chamanismo y el optimismo ingenuo de muchos pseudosmentalistas que dicen poder comunicarse con seres inmateriales o captar secretas ondas energéticas.

Un mundo de fantasías se ha instalado entre nosotros. Los adoradores del misterio se sienten a gusto y levantan ahora sus pancartas sin temor ni vergüenza. Han copado ámbitos de mucha difusión masiva (TV, cine, revistas) y las explicaciones racionales, despojadas del prestigio que antes tenían, terminan asociándose con sujetos calificados de «materialistas», «poco soñadores» y «mentes cerradas».

Una vieja máxima de la época victoriana solía decir: «No creo en fantasmas, pero les tengo miedo». Lo cierto es que, en realidad, el objeto de temor no eran (ni son) los fantasmas en sí mismos, sino lo que ellos representan en el imaginario: una ruptura profunda con ciertas leyes consideradas inmutables (como por ejemplo esa que dice que nadie que muere puede regresar del «otro lado»). Pero en este mundo líquido, inestable y relativo que vivimos, la «inmutabilidad» también se relativiza y los juicios absolutos se desvanecen en un mar de dudas y un contexto epistemológico en el que todo es posible.

¿Es que soy un producto crítico de todo esto?

Probablemente.

La ventana, el muro y la dama  

El jueves 4 de febrero de 2010, por la tarde, Verónica (mi mujer) y yo visitamos el Gran Hotel Viena con la intensión de revisar unos viejos planos —originales— del edificio. Quería confirmar ciertos datos levantados en un viaje anterior y nos llevamos una sorpresa: el complejo estaba cerrado al público por celebrarse ese día las famosas “Noches Culturales del Viena” (suspendida la jornada anterior a causa de una fuerte tormenta). Por lo tanto, junto con Patricia Zapata (guía turística y miembro de la Asociación Amigos del Gran Hotel Viena) éramos los únicos en todo el lugar.

Es difícil explicar con palabras la enorme satisfacción que me produce recorrer el hotel en solitario, sin el barullo de los contingentes de visitantes que a diario pagan una entrada para conocerlo. Es como comulgar con un pasado mudo, pero que al mismo tiempo nos dice mucho.

En esas circunstancias estábamos cuando mi mujer, desde el patio central del hotel, tomó tres fotografías del denominado Sector Principal (VIP). Esta parte del edificio fue construida entre 1940 y 1943 y es la que más daño sufrió como consecuencia de las inundaciones que lo alcanzaron a mediados de la década de 1980. Por ese motivo permanece cerrado al público y, desde el mes de setiembre de 2009, completamente tapiadas las entradas que conducen a los dos pisos superiores. Hoy por hoy, esa parte del hotel es como una gigantesca caja de zapatos a la que nadie puede entrar. Sólo algunos pájaros, el viento y el salitre del «Mar de Ansenuza», ensucian y corroen lo que queda dentro.

En un principio, no le prestamos atención a las fotos. Sólo más tarde, por la noche (mientras disfrutábamos de un espectáculo de folclore en ese mismo patio), Verónica me hizo notar algo extraño en la pantalla digital de la Panasonic: en una de las ventanas que había fotografiado se observaba la silueta de una mujer.

No tardé mucho en reconocer que tenía razón.

Si miramos una ampliación de la fotografía original podemos ver el claro contorno de lo que, efectivamente, parece ser una mujer joven, parada y mirando de perfil, justo detrás del mosquitero que cubre la ventana.

¿Qué demonios era eso?...

¿Acaso habíamos capturado en foto a uno de los famosos fantasmas del Hotel Viena?

Inmediatamente, toda una batería de explicaciones empezaron a sacudir mi cabeza.

En nuestra cultura, el conocimiento, la comprensión y la razón suelen establecerse a través del poder de la mirada, igualando «lo real» con aquello que es «visible». Solemos creer que «si puede observarse, es cierto».

Esto es así desde el Renacimiento y, muy particularmente, desde la Ilustración del siglo XVIII, cuando la actual cosmovisión antropocéntrica se terminó por imponer y le otorgamos al ojo una superior preponderancia sobre los otros órganos sensoriales. El resultado fue más que evidente: lo irreal es invisible; y cualquier premisa que diga lo contrario atenta contra esa verdad declarada, pasando a cumplir una función subversiva. A tal punto esto es así que, en el lenguaje cotidiano, solemos convertir el «ya veo» en sinónimo de «comprendo».[7] Por ese motivo, la principal preocupación temática que se me presentó frente a la fotografía en cuestión (y otras hay en Internet) tiene que ver con los problemas de la visión. La figura femenina de la ventana lleva al plano de lo concreto aquello que, hasta ese momento, considerábamos imposible.

¿De dónde salió esa “mujer”? ¿Cómo se explica que en un sector abandonado y sellado de un hotel en ruinas —sin posibilidades (en primera instancia) de que haya alguien en él— observemos esa figura? O dicho en términos más concretos: ¿se corresponde esa silueta con una mujer real o es todo un error de la mirada, un mero espejismo, producto del contraluz o las manchas de óxido acumulado en el mosquitero? Aún así, es lícito preguntarnos ¿por qué motivo esa imagen despertó tanta inquietud en todas las personas que la vieron?

Creo tener una respuesta no subversiva sobre el tema; una solución que me mantenga dentro de los parámetros considerados normales y me aleje de cualquier herejía que atente contra el paradigma dominante.

Hay evitar morir en la hoguera.

La credulidad está condicionada históricamente. Sabemos que las sociedades tuvieron épocas en las que prevalecieron las dudas y momentos que podríamos denominar acríticos. En el siglo XVII, por ejemplo, tanto en Europa como en América, se creía en la brujería, en los pactos con el diablo y en la posibilidad de manipular sus poderes delegados. A tal punto eso fue así que se llegó a descalificar y perseguir como hereje a todo aquel que negara esos «hechos». Hoy, en los círculos académicos, ocurre todo lo contrario; pero fuera de ellos —más allá de los asépticos gabinetes en los que se explica el mundo— las cosas no son tan sencillas. Como dice Louis Vax, «el alma humana no es tan simple como se supone. Crédula a medianoche, escéptica por la mañana, se complace en creer para gozar, entregándose al temor que ella misma engendra.»[8] Y el Gran Hotel Viena suele engendrar eso, temor. Especialmente de noche.

¿Qué tienen ese edificio para que resulte tan inquietante? ¿Por qué, un hotel de estilo racionalista, rasgos adustos, líneas rectas, regular y sobrio, despierta esa sensación de miedo irracional? Creo que hay una respuesta sencilla: el Gran Hotel Viena, como todo «objeto antiguo», participa no sólo del presente sino también de un pasado corrompido por el tiempo. «Viejo» y en decadencia, polvoriento y oscuro, oculta más de lo que revela y despierta en la imaginación a una horda de monstruos dormidos que avasallan nuestra lógica diurna y nos traslada a un universo fantástico, donde espectros y almas en pena adquieren cierto grado de verosimilitud. «Los sueños de la razón siguen engendrando monstruos».

De esta manera, a lo largo de las tres últimas décadas, el Viena adquirió la fama de estar encantado y la transmisión «boca a boca» alimentó con todo tipo de historias esa extraña condición (hoy exacerbada por programas de televisión).

Pero, ¿acaso no está uno predispuesto a ver apariciones en un lugar que se sabe ocupado por espíritus?

En lo personal creo que sí. Cuanto más esperamos ver algo, más fácil será que lo veamos; y si a eso le sumamos malas condiciones de observación, lo más lógico sería concluir que no hay nada objetivo detrás de esas «visiones», sino sólo percepciones subjetivas.

La «Dama de la Ventana», que aparece en la fotografía de febrero de 2010, nos pone frente a una situación de ese tipo.

Desde que conocimos por primera vez el Gran Hotel Viena a mediados del 2009 estuvimos al tanto de las muchas historias fantasmagóricas que circulaban. Lo recorrimos varias veces con distintos grupos de turistas y, en todos los casos, advertí que —conciente o inconcientemente— permanecíamos atentos ante cualquier fenómeno extraño que pudiéramos observar. En otras palabras: queríamos ver «algo». De hecho muchas de las fotos que tengo en mi archivo personal son ventanas. ¿Por qué ventanas? ¿Qué tienen de particular? ¿Por qué motivo mi mujer —como tantas otras personas, en las que me incluyo— utilizó el zoom de la maquina digital para acercarlas más y más, buscando «algo» deliberadamente? ¿En qué otros lugares que visitamos hacemos lo mismo? ¿Desde cuándo esa obsesión por las aberturas de un edificio?

Lo expondré claramente: desde que oímos que los turistas fotografiaban, involuntariamente, figuras misteriosas asomadas en las ventanas del hotel.

Hay mucho de lúdico en esta búsqueda de lo extraño. La gente suele recorrer el edificio envueltas en risas y carcajadas nerviosas. En el fondo todos experimentan una cuota de miedo e incertidumbre. Y les gusta. Pagan y disfrutan con ello. Salen a la caza de fantasmas, buscando evadirse de los problemas reales de la vida. Por ese motivo, ¿no estamos viendo lo que queremos ver? ¿No es algo similar al identificar formas en un cielo con nubes?

Las condiciones de observación, al momento de sacar la foto de la «Dama del Viena», eran limitadas. La imposibilidad de revisar de cerca el mosquitero de la ventana, para verificar si está manchado de óxido (generando así siluetas que luego identificamos como humanas) abre la posibilidad lógica de que la solución al misterio pase por ese lado. Así todo, fotos anteriores (y posteriores) tomadas al mismo lugar (o una observación directa desde la terraza del edificio) no permiten apreciar un mosquitero en mal estado. Y si lo comparamos con otros, advertimos —a  primera vista— que está completo y limpio. Claro que cabe la posibilidad de que sea esa condición la que facilita que veamos las manchas de la pared que está al fondo del cuarto, o el vidrio sucio de la persiana que está justo por detrás de la malla de alambre. Tampoco pudimos confirmar eso al ciento por ciento por el motivo que antes expusimos: el ingreso al sector principal del hotel está vedado.

Vacilación e incertidumbre, credulidad, miedo y malas condiciones de observación no son buenas consejeras a la hora de sentenciar, con la seguridad de un obispo medieval, que la «Dama del Viena» sea un fantasma. Así todo, hay investigadores, como el sociólogo Hans Eysenck, que consideran posible encontrar al menos «cuatro categorías no alucinatorias de fantasmas».[9]

Ellas son: las apariciones colectivas (en la que distintas personas y en un mismo momento ven una aparición), las apariciones críticas (de un moribundo ante una persona viva, en el momento exacto de su muerte), las apariciones informativas (en las que el aparecido brinda información que la persona que la recibe no podría conocer de ninguna otra manera) y los lugares encantados.

De todas las categorías nombradas, sólo la última podría corresponderse con las experiencias que dicen vivirse en el Gran Hotel Viena y particularmente con “la Dama” fotografiada en la ventana. Según Eysenck, «los lugares encantados son aquellos en los cuales se dan repetidas observaciones de una aparición hechas por distintas personas, en distintos momentos pero en el mismo lugar».[10]

De a cuerdo con los rumores que circulan —retransmitidos en cada una de las visitas guiadas nocturnas que se realizan en el hotel—, el Viena tiene, a falta de una, dos habitaciones que concentran una inusual actividad paranormal. La primera de ellas (la más famosa) es la Nº 106 —en el sector de clase media— donde la hollywoodense serie de televisión Ghost Hunter International fotografió (¿?) la aparición de una mujer sentada al borde de una cama.[11] Demás está decir que ese cuarto ha estado y está en boca de muchas personas. Según ellas, la habitación es el escenario de numerosas experiencias sobrenaturales (pasos, voces, movimientos de puertas y picaportes, sombras, etc.). La otra habitación es la Nº 61, sita en el sector VIP del hotel, y en cuya ventana capturamos la imagen de la “Dama del Viena». Esta sección también fue en el pasado objeto de curiosa vigilancia.

Por Internet —posmoderno fogón donde se cuecen las leyendas urbanas— circula al menos otra foto que muestra siluetas extrañas (¿?) asomadas por un pequeño balcón del lugar. No es tan nítida como la que capturamos nosotros y tranquilamente podrían ser atribuidas a un efecto de luz producido por el flash o las farolas que aparecen encendidas en el patio.

Claro que lo importante no son sólo las fotos en sí mismas, sino el hecho de que la tradición oral se empecine en dirigir la atención a esas ventanas (y no otras).

Los más crédulos podrán decir: «por algo será»… y argumentarán que existe alguna «energía misteriosa» que atrae la atención de la gente hacia ese sector en particular del edificio.

Pero es imposible probarlo. Pura subjetividad. Sólo conjeturas… irracionales.

Lo que sí es lógico especular es que el deteriorado estado de las paredes del hotel llaman la atención. Son lúgubres. Y lo lúgubre atrae, especialmente si hay historias previas de fantasmas circulando por todos lados.

Pero el episodio de la «Dama del Viena» no fue el único.

Una noche más tarde, alrededor de las dos de la mañana, estando a punto de cerrar el hotel junto a mi esposa, dos turistas más y la encargada del edificio, fuimos testigos de otro hecho inusitado: pasos en el primer piso del sector de clase media. En el mismísimo pasillo de la habitación 106.

Los escuchamos claramente.

Aquellos que vivimos en departamentos sabemos cómo suenan los zapatos de “los vecinos de arriba”. Así sonaron esos.

Fueron dos, cuatro, seis pasos bien definidos sobre nuestras cabezas, en una parte del hotel completamente a oscuras y en la que —teóricamente— no había nadie.

Si fuera plomero diría que eran las cañerías del agua, o talvez la instalación —en desuso— de la calefacción.

Aún sin dedicarme a esos menesteres, me quedo con esa explicación.

Palabras finales  

«Ningún racionalismo o análisis freudiano

puede anular totalmente el estremecimiento

causado por el susurro del viento en la chimenea

o en el bosque solitario.»

H. P. Lovecraft, El Horror Sobrenatural en la Literatura, 1995.

 

«La noche es la negación de

lo que existe».

Jean Delumeau, El Miedo en Occidente, 1989.

Las experiencias de febrero de 2010 en el Gran Hotel Viena fueron y seguirán siendo inolvidables por tres motivos.

En primer lugar, por permitirme vivir en carne propia la inusual sensación de tambalearme en el borde mismo de la realidad. Por unos minutos, los parámetros adquiridos a lo largo de toda la vida —esos que distinguen lo natural de lo sobrenatural— se debilitaron, relativizando el modo en el que creo está organizada la naturaleza. Esa sensación de extrañeza extrema, y el universo vacilante en el que todos los presentes nos vimos sumergidos, me permitió comprender mejor —sentir mejor— cuáles son las raíces del miedo y de qué modo éste agiganta los estados de irrealidad, corriéndose el riesgo de disgregar por completo la adhesión al mundo real.

En segundo lugar, porque nunca entendí tan bien el papel que juega la imaginación en la temática de los fantasmas y de qué modo salimos de la inadaptación que nos producen, recurriendo a las herramientas teóricas que aprendimos en nuestra educación formal. El ambivalente presentimiento de estar ante lo insólito hace que resurjan con fuerza los argumentos racionales necesarios para restaurar el equilibrio perdido. Recién ahí la angustia se desvanece y vuelve a imperar el orden cósmico, en el que monstruos, espectros y maleficios no tienen cabida

En tercer término, por entender cómo nacen las leyendas y ver las diferentes maneras de explicar las cosas, vacilando ante un fenómeno extraño que, como T. Todorov, no dudaríamos en definir como fantástico.

El Gran Hotel Viena genera sin esfuerzo (en especial por la noche) un especial encanto. Lo indeterminado atrae, moviliza; disuelve nuestras seguridades más elementales. Nos mete de lleno en un universo que sólo creemos existe en la literatura y nos permite para salir de él renovados. De ahí su magia, su mística. Y la «Dama del Viena» encarna todo eso.

FJSR

sotopaikikin@hotmail.com

Bibliografía y lecturas sugeridas

CAILLOIS, Roger, (1970). Imágenes, imágenes…Ensayos sobre la función y los poderes de la imaginación, Buenos Aires, Editorial Sudamericana.

COHEN, Daniel (1989). La Enciclopedia de los Fantasmas, México, Editorial Diana S.A.

DELUMEAU, Jean (1989). El Miedo en Occidente, Madrid, Editorial Taurus.

ECO, Umberto (2004). “La Edad Media ha comenzado ya”, en Eco, Umberto, Colombo, Furio, Alberoni, Francesco, Sacco, Giuseppe. La Nueva Edad Media, Madrid, Alianza Editorial.

EYSENCK, Hans y SARGENT, Carl (1984), Los Misterios de lo Paranormal, Argentina, Sudamericana-Planeta.

FEBVRE, Lucien (1959). El Problema de la Incredulidad en el siglo XVI. La religión de Rabelais, México, Unión Tipográfica Editorial Hispanoamericana.

INSUA, Rosa (s/f). Mito y realidad de los fantasmas, Chile, Ediciones Antártica.

JACKSON, Rosemary (1986). Fantasy: Literatura y Subversión, Buenos Aires, Editorial Catálogos.

LE GOFF, Jacques (1994). Lo Maravilloso y lo Cotidiano en el Occidente Medieval, Barcelona, Editorial Gedisa.

LOVECRAFT, H.P. (1995). El horror sobrenatural en la literatura, México, Distribuciones Fontamara S.A.

ROMERO, José Luis (1994). La Cultura Occidental, Buenos Aires, Editorial Alianza.

SOTO ROLAND, Fernando Jorge (1997) Visitantes de la Noche. Aproximación al devenir de los fantasmas en el imaginario de la cultura occidental, Mar del Plata, Editorial Martín.

TODOROV, Tzvetan (2006). Introducción a la literatura fantástica, Buenos Aires, Paidos.

VAX, Louis (1963). Arte y Literatura Fantástica, Buenos Aires, Eudeba.

WOOTON, David (1991). Lucien Febvre y el problema de la incredulidad moderna, Buenos Aires, Editorial Biblos.  

Notas:

* Profesor en Historia.

[1] Véase: COHEN, Daniel (1989). La Enciclopedia de los Fantasmas, México, Editorial Diana S.A..

[2] Véase: SOTO ROLAND, Fernando Jorge (1997) Visitantes de la Noche. Aproximación al devenir de los fantasmas en el imaginario de la cultura occidental, Mar del Plata, Editorial Martín.

[3] Véase: EYSENCK, Hans y SARGENT, Carl (1984), Los Misterios de lo Paranormal, Argentina, Sudamericana-Planeta.

[4] Me refiero a la serie de televisión Ghost Hunter International que se proyecta los días martes y domingos por el canal Scifi.

[5] Véase: LE GOFF, Jacques (1994). Lo Maravilloso y lo Cotidiano en el Occidente Medieval, Barcelona, Editorial Gedisa.

[6] Véase: ECO, Umberto (2004). “La Edad Media ha comenzado ya”, en Eco, Umberto, Colombo, Furio, Alberoni, Francesco, Sacco, Giuseppe. La Nueva Edad Media, Madrid, Alianza Editorial.

[7] Para un abordaje más específico sobre el tema, véase: JACKSON, Rosemary (1986). Fantasy: Literatura y Subversión, Buenos Aires, Editorial Catálogos; y FEBVRE, Lucien (1959). El Problema de la Incredulidad en el siglo XVI. La religión de Rabelais, México, Unión Tipográfica Editorial Hispanoamericana.

[8] VAX, Louis (1963). Arte y Literatura Fantástica, Buenos Aires, Eudeba, Pág.8.

[9] EYSENCK, Hans y SARGENT, Carl, op.cit., pp. 190-191.

[10] EYSENCK, Hans y SARGENT, Carl, op.cit., pp. 190. 

[11] Nota: En lo personal creo que esa imagen es muy poco definida (mucho menos que la foto de la Dama del Viena sacada en febrero de 2010). A tal punto es así que, para reconocer la figura, los productores debieron marcar digitalmente el contorno del supuesto fantasma. Véase en www.youtube.com Hitler`s Ghost.  

Fernando Jorge Soto Roland

Profesor en Historia por la Universidad Nacional de Mar del Plata

enero de 2010

Email: sotopaikikin@hotmail.com

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