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La alfombra
Fernando Jorge Soto Roland y Carlos M. Ortiz

El cigarrillo tembló entre sus dedos y una porción gris-rojiza de ceniza se desprendió, cayendo sobre la alfombra. Rogelio observó cómo los filamentos amarillos del tapete batallaban contra las débiles brasas del tabaco, en una lucha desigual entre el fuego y el algodón. En segundos, el calor deforestó las hebras dejando un espacio irregular color negro, muy oscuro. Tan oscuro como la mismísima alma de Rogelio Frix.

Se llevó una vez más el filtro a los labios y aspiró con fuerza. El suave papel del pitillo se iluminó con la incandescencia del calor invocado y los pulmones del maleante se inflaron como un pez globo. Retuvo el humo unos instantes y sin dejar de mirar la porción de alfombra destruida, lo expulsó lentamente por la comisura de sus labios, dibujando una fina víbora irregular que desaparecía, consumida en el ambiente, con cada centímetro que se alejaba de él.

Tenía miedo, estaba cercado.

No había posibilidad alguna de poder salir de esa inmensa mansión con vida. Sus enemigos lo acechaban. Sabía que lo esperaban con ansias inmisericordes escondidos entre los matorrales que bordeaban todo el perímetro de la finca. Imaginó la tensión que ellos mismos deberían estar sintiendo en ese preciso momento. Nerviosos, felices de haber encontrado su guarida y con los dedos índices empujando los gatillos de sus escopetas, prestas a ser disparadas.

Rogelio jamás había sido herido en un enfrentamiento, por lo que desconocía la sensación de recibir un proyectil en su cuerpo. Según contaban, ardía. Ardía muchísimo. Era como si una barra de hierro al rojo vivo atravesara un grueso bife de chorizo, en décimas de segundo. Hasta pudo imaginar el sonido que semejante situación produciría: un crepitar apagado de fibras musculares, muriendo al paso veloz de la cabeza emplomada de la bala.

La última de las hebras del perímetro que se consumía en la alfombra, trocó su amarillo patito en azabache, lanzando al aire un escupitajo de tizne que desapareció a escasos milímetros del suelo.

Rogelio Frix siguió con la mirada la silueta de la mancha que tenía a sus pies. El fuerte colorido de esa alfombra persa hacía que la herida producida por el cigarrillo fuera más oscura de lo que en realidad era.

Le buscó una forma coherente. Trató de identificar en ella un objeto. Cualquier objeto. Aunque, al principio, no pudo. Siempre le sucedía lo mismo cada vez que se tumbaba sobre el césped para observar las nubes. En un primer momento, todas ellas parecían iguales, inmensos copos de algodón flotando en el espacio, dirigiéndose a cualquier sitio, dejándose llevar por brisas caóticas.

Pero sabía que sólo era cuestión de tiempo. Bastaba con agudizar la atención, e invocar a la imaginación, para que esos espacios gaseosos adoptaran los perfiles más extravagantes. Y así, desde rostros caricaturescos a tenebrosos continentes fingidos, el firmamento se cubría con figuras, como si fuera una inmensa pizarra cósmica.

Acontecía lo mismo con la sangre derramada o con el líquido encefálico, cuando se filtraban por entre los agujeros de algún cráneo perforado. En ellos, Frix se deleitaba creando dibujos, clamando por montañas, océanos y retratos macabros, salidos de lo más profundo de su retorcida psique.

Siempre le buscaba sentido a las formas extrañas. Era más fuerte que él. No podía evitarlo y así solía pasarse las horas fijando sus ojos en huellas de humedad, manchas de aceite o derramamientos de pintura que encontraba a su paso.

Pero esa porción de tapete carbonizado era diferente a todo.

  Algo había en ella que lo atraía y una sensación hipnótica le obligaba a no dejar de mirarla. Seguía buscándole un sentido. Giraba la cabeza de un lado a otro; la movía como si tarareara en silencio el ritmo de una vieja canción y sus pupilas volaban ansiosas por sobre los bordes de esa muda esfinge de algodón chamuscado.

En eso, desde el exterior, el sonido de una media docena de autos frenando con brusquedad ganaron sus tímpanos.

Llegaban refuerzos. Sus enemigos aumentaban en número. Las posibilidades de escape se tornaban nulas. Ya no había escapatoria.

Pero allí estaba la mancha. Llamándolo, sacándolo de la realidad y abstrayéndolo de todo el operativo policial que se desplegaba a menos de cincuenta metros del altillo en el que se refugiaba.

Apagó lo que le quedaba del cigarrillo. Se colocó la pistola 45 en la cintura y postró sus rodillas en el piso, acercando la cara a ese borrón de cabos calcinados.

—¡Toma forma, maldita seas!—murmuró entre dientes, mientras apoyaba las palmas de las manos en el suelo, formando un arco humano justo por encima de aquel espacio obsesionante.

Repentinamente, la claraboya de la buhardilla estalló en una lluvia de vidrios rotos y centenares de diminutos cristales se desparramaron en todas direcciones.

Un temporal de balas impactó contra la mansión.

Postigos y marcos, ventanas y puertas, tejas y canaletas estallaron bajo el seco ruido metálico de las balas.

Las astillas, frenéticamente excitadas, volaron en todas direcciones despojándole a la casa su señorial aspecto. En minutos, la tradicional Villa Luisa —que hacía sólo días fuera propiedad de un gran magnate del plástico— fue desfigurada. Del mismo modo que su propietario había sido desfigurado por Frix.

 

Para cuando Miguel Dagostino —comisario inspector encargado del cerco policial que sitiaba el predio— entró en la casa, ésta parecía un colador colosal, repleta de miles de agujeros perfectamente redondos, sobre las paredes, y con todo su mobiliario irreconocible, a causa de los impactos de los proyectiles.

A un costado, sobre la derecha, la pesada y gruesa mesa de roble, que sirviera de foro familiar muy pocas veces en el año, yacía tumbada como un tobogán, astillada y renga. De los adornos y cuadros que vestían las paredes, sólo permanecían en su sitio sendos clavos oxidados que anunciaban, con marcas descoloridas de perfecta geometría, una larga misión decorativa de prolongada permanencia vertical.

Dagostino saltó y se tumbó detrás de un sillón deshilachado por los balazos. Tomaba con firmeza su revólver y sus pupilas nerviosas inspeccionaron el sitio.

Vacío.

Frix no se encontraba en la planta baja. De todos modos, revisó cada una de las habitaciones y, acompañado por el frenético ritmo de diez de sus mejores hombres, subió las escaleras hasta la puerta del altillo, que permanecía cerrada.

Por la hendija inferior se filtraba una fina línea de luz. El policía permaneció unos minutos observándola. Nada denunciaba que alguien estuviera adentro, pero Dagostino sabía que Frix estaba allí. No cabía otra posibilidad.

—¡Rogelio!—gritó con fuerza—. ¡Salí de ahí inmediatamente! ¡Rendite!...¡No tenés salida!

Una vez más, el silencio se mantuvo. La expectación aumentó. Dagostino no pudo contener su ansiedad y estiró su brazo, desde un costado de la puerta, hasta girar el picaporte con la suavidad de un niño.

De nuevo, la quietud lo llenó de asombro. Nadie respondía a su intento de invasión. Nadie repelía a la nueva y cercana acción represiva que se avecinaba. Entonces, siendo el jefe de las operaciones antiterroristas, Miguel Dagostino dio la señal acordada, cerrando los ojos con exagerado gesto.

Una patada fue suficiente para partir la puerta en dos, abriéndole paso a un tropel desordenado de temerosos oficiales que, armas en mano, ingresaron al altillo con sus brazos extendidos, apuntando en todas direcciones.

Pero el altillo estaba desierto.

Dagostino avanzó unos pasos y miró en rededor suyo. Aquella diminuta buhardilla no tenía más de nueve metros cuadrados y, seguramente, había servido de improvisado depósito familiar. Sillas descoladas, decenas de libros sin tapas, cajas de cerámicos y restos de madera para revestimiento, se acumulaban desordenadamente contra las paredes, justo debajo de una claraboya destruida por el ataque reciente.

El aire era enrarecido y un profundo olor a azufre impregnaba todo aquel ambiente cerrado.

Dagostino buscó una abertura de escape, pero no la encontró. Aquel cuarto era hermético, diminuto e imposible que nadie se escondiera entre sus recovecos inexistentes.

Fue entonces cuando la vio.

No pudo dar crédito de lo que sus ojos enfocaban y sintió un horror inarticulado recorrerle todo el cuerpo. Las tripas se le estremecieron, provocándole un gusto nauseabundo en la boca y estuvo a punto de vomitar.

Allí, sobre la superficie amarilla de la alfombra persa, las facciones demoníacas de Rogelio Frix sonreían con maleficencia, en una mueca de dolor y burla simultánea.

Era como una enorme mancha negra, producto de un fuego en extremo prolijo, que delineaba con perfectos trazos la cara inconfundible del asesino.

Rogelio Frix le había encontrado sentido a su obsesión. Su blanca sonrisa así lo anunciaba desde la alfombra.

Cuentos bizarros - Tomo I

Fernando Jorge Soto Roland y Carlos M. Ortiz  
Email: sotopaikikin@hotmail.com   (Fernando Jorge Soto Roland)

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