La alfombra
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El
cigarrillo tembló entre sus
dedos
y una
porción gris-rojiza de ceniza se desprendió, cayendo sobre la alfombra.
Rogelio observó cómo los filamentos amarillos del tapete batallaban
contra las débiles brasas del tabaco, en una lucha desigual entre el
fuego y el algodón. En segundos, el calor
deforestó
las hebras dejando un espacio irregular color negro, muy oscuro. Tan
oscuro como la mismísima alma de Rogelio Frix.
Se
llevó una vez más el filtro a los labios y aspiró con fuerza. El suave
papel del pitillo se iluminó con la incandescencia del calor invocado y
los pulmones del maleante se inflaron como un pez globo. Retuvo el humo
unos instantes y sin dejar de mirar la porción de alfombra destruida, lo
expulsó lentamente por la comisura de sus labios, dibujando una fina víbora
irregular que desaparecía, consumida en el ambiente, con cada centímetro
que se alejaba de él.
Tenía
miedo, estaba cercado.
No
había posibilidad alguna de poder salir de esa inmensa mansión con vida.
Sus enemigos lo acechaban. Sabía que lo esperaban con ansias
inmisericordes escondidos entre los matorrales que bordeaban todo el perímetro
de la finca. Imaginó la tensión que ellos mismos deberían estar
sintiendo en ese preciso momento. Nerviosos, felices de haber encontrado
su guarida y con los dedos índices empujando los gatillos de sus
escopetas, prestas a ser disparadas.
Rogelio
jamás había sido herido en un enfrentamiento, por lo que desconocía la
sensación de recibir un proyectil en su cuerpo. Según contaban, ardía.
Ardía muchísimo. Era como si una barra de hierro al rojo vivo atravesara
un grueso bife de chorizo, en décimas de segundo. Hasta pudo imaginar el
sonido que semejante situación produciría: un crepitar apagado de fibras
musculares, muriendo al paso veloz de la cabeza emplomada de la bala.
La
última de las hebras del perímetro que se consumía en la alfombra, trocó
su
amarillo patito
en azabache, lanzando al aire un escupitajo de tizne
que desapareció a escasos milímetros del suelo.
Rogelio
Frix siguió con la mirada la silueta de la mancha que tenía a sus pies.
El fuerte colorido de esa alfombra persa hacía que la herida producida
por el cigarrillo fuera más oscura de lo que en realidad era.
Le
buscó una forma coherente. Trató de identificar en ella un objeto.
Cualquier objeto. Aunque, al principio, no pudo. Siempre le sucedía lo
mismo cada vez que se tumbaba sobre el césped para observar las nubes. En
un primer momento, todas ellas parecían iguales, inmensos copos de algodón
flotando en el espacio, dirigiéndose a cualquier sitio, dejándose llevar
por brisas caóticas.
Pero
sabía que sólo era cuestión de tiempo. Bastaba con agudizar la atención,
e invocar a la imaginación, para que esos espacios gaseosos adoptaran los
perfiles más extravagantes. Y así, desde rostros caricaturescos a
tenebrosos continentes fingidos, el firmamento se cubría con figuras,
como si fuera una inmensa pizarra cósmica. Acontecía lo mismo con la sangre derramada o con el líquido encefálico, cuando se filtraban por entre los agujeros de algún cráneo perforado. En ellos, Frix se deleitaba creando dibujos, clamando por montañas, océanos y retratos macabros, salidos de lo más profundo de su retorcida psique. Siempre le buscaba sentido a las formas extrañas. Era más fuerte que él. No podía evitarlo y así solía pasarse las horas fijando sus ojos en huellas de humedad, manchas de aceite o derramamientos de pintura que encontraba a su paso. Pero esa porción de tapete carbonizado era diferente a todo. Algo había en ella que lo atraía y una sensación hipnótica le obligaba a no dejar de mirarla. Seguía buscándole un sentido. Giraba la cabeza de un lado a otro; la movía como si tarareara en silencio el ritmo de una vieja canción y sus pupilas volaban ansiosas por sobre los bordes de esa muda esfinge de algodón chamuscado. En eso, desde el exterior, el sonido de una media docena de autos frenando con brusquedad ganaron sus tímpanos. Llegaban refuerzos. Sus enemigos aumentaban en número. Las posibilidades de escape se tornaban nulas. Ya no había escapatoria. Pero allí estaba la mancha. Llamándolo, sacándolo de la realidad y abstrayéndolo de todo el operativo policial que se desplegaba a menos de cincuenta metros del altillo en el que se refugiaba.
Apagó
lo que le quedaba del cigarrillo. Se colocó la pistola 45 en la cintura y
postró sus rodillas en el piso, acercando la cara a ese borrón de cabos
calcinados.
—¡Toma
forma, maldita seas!—murmuró entre dientes, mientras apoyaba las palmas
de las manos en el suelo, formando un arco humano justo por encima de
aquel espacio obsesionante.
Repentinamente,
la claraboya de la buhardilla estalló en una lluvia de vidrios rotos y
centenares de diminutos cristales se desparramaron en todas direcciones.
Un
temporal de balas impactó contra la mansión.
Postigos
y marcos, ventanas y puertas, tejas y canaletas estallaron bajo el seco
ruido metálico de las balas.
Las
astillas, frenéticamente excitadas, volaron en todas direcciones despojándole
a la casa su señorial aspecto. En minutos, la tradicional
Villa
Luisa
—que hacía sólo días fuera propiedad de un gran magnate del
plástico— fue desfigurada. Del mismo modo que su propietario había
sido desfigurado por Frix.
Para
cuando Miguel Dagostino —comisario inspector encargado del cerco
policial que sitiaba el predio— entró en la casa, ésta parecía un
colador colosal, repleta de miles de agujeros perfectamente redondos,
sobre las paredes, y con todo su mobiliario irreconocible, a causa de los
impactos de los proyectiles.
A
un costado, sobre la derecha, la pesada y gruesa mesa de roble, que
sirviera de foro familiar muy pocas veces en el año, yacía tumbada como
un tobogán, astillada y renga. De los adornos y cuadros que vestían las
paredes, sólo permanecían en su sitio sendos clavos oxidados que
anunciaban, con marcas descoloridas de perfecta geometría, una larga misión
decorativa de prolongada permanencia vertical.
Dagostino
saltó y se tumbó detrás de un sillón deshilachado por los balazos.
Tomaba con firmeza su revólver y sus pupilas nerviosas inspeccionaron el
sitio.
Vacío.
Frix
no se encontraba en la planta baja. De todos modos, revisó cada una de
las habitaciones y, acompañado por el frenético ritmo de diez de sus
mejores hombres, subió las escaleras hasta la puerta del altillo, que
permanecía cerrada.
Por
la hendija inferior se filtraba una fina línea de luz. El policía
permaneció unos minutos observándola. Nada denunciaba que alguien
estuviera adentro, pero Dagostino sabía que Frix estaba allí. No cabía
otra posibilidad.
—¡Rogelio!—gritó
con fuerza—. ¡Salí de ahí inmediatamente! ¡Rendite!...¡No tenés
salida!
Una
vez más, el silencio se mantuvo. La expectación aumentó. Dagostino no
pudo contener su ansiedad y estiró su brazo, desde un costado de la
puerta, hasta girar el picaporte con la suavidad de un niño.
De
nuevo, la quietud lo llenó de asombro. Nadie respondía a su intento de
invasión. Nadie repelía a la nueva y cercana acción represiva que se
avecinaba. Entonces, siendo el jefe de las operaciones antiterroristas,
Miguel Dagostino dio la señal acordada, cerrando los ojos con exagerado
gesto.
Una
patada fue suficiente para partir la puerta en dos, abriéndole paso a un
tropel desordenado de temerosos oficiales que, armas en mano, ingresaron
al altillo con sus brazos extendidos, apuntando en todas direcciones.
Pero
el altillo estaba desierto.
Dagostino
avanzó unos pasos y miró en rededor suyo. Aquella diminuta buhardilla no
tenía más de nueve metros cuadrados y, seguramente, había servido de
improvisado depósito familiar. Sillas descoladas, decenas de libros sin
tapas, cajas de cerámicos y restos de madera para revestimiento, se
acumulaban desordenadamente contra las paredes, justo debajo de una
claraboya destruida por el ataque reciente.
El
aire era enrarecido y un profundo olor a azufre impregnaba todo aquel
ambiente cerrado.
Dagostino
buscó una abertura de escape, pero no la encontró. Aquel cuarto era hermético,
diminuto e imposible que nadie se escondiera entre sus recovecos
inexistentes.
Fue
entonces cuando la vio.
No
pudo dar crédito de lo que sus ojos enfocaban y sintió un horror
inarticulado recorrerle todo el cuerpo. Las tripas se le estremecieron,
provocándole un gusto nauseabundo en la boca y estuvo a punto de vomitar.
Allí,
sobre la superficie amarilla de la alfombra persa, las facciones demoníacas
de Rogelio Frix sonreían con maleficencia, en una mueca de dolor y burla
simultánea.
Era
como una enorme mancha negra, producto de un fuego en extremo prolijo, que
delineaba con perfectos trazos la cara inconfundible del asesino. Rogelio Frix le había encontrado sentido a su obsesión. Su blanca sonrisa así lo anunciaba desde la alfombra. |
Cuentos bizarros - Tomo I
Fernando
Jorge Soto Roland y Carlos M. Ortiz
Email:
sotopaikikin@hotmail.com
(Fernando Jorge Soto Roland)
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