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y la Tribu de la Oscuridad |
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MÁS
ALLÁ DEL MAPA Isla Karkar
Archipiélago
Bismarck
Nueva
Guinea Julio de 1919.
Ajenos
al ambiente y a la geografía de la isla, el destacamento alemán
desembarcó presuroso en las blancas arenas de la playa, dejando a sus
espaldas el transporte anfibio que, desde la isla grande de Nueva Guinea,
los había trasladado a Karkar.
Eran
veinte hombres cansados y humillados que buscaban, en un último e
irracional intento, mantener en alto la soberanía de Alemania en aquella
parte del mundo, alejada de la vista de Dios. Veinte soldados que se
resistían a aceptar las deshonrosas cláusulas de un tratado firmado y
ratificado en
Versalles
hacía pocos días. Veinte almas dispuestas
a todo, con tal de no dejar morir en sus corazones endurecidos el fervor
nacionalista que los había mantenido en la colonia durante los últimos
seis años; soportando su calor, su humedad e inestable vida geológica.
Tenían en su haber media docena de terremotos, de casi ocho puntos en la
escala de Richter, y otras tantas reconstrucciones de barracas y oficinas,
muelles y centros de abastecimiento. Se habían ganado la paga y un
reconocimiento oficial que nunca llegaría. La
Madre Patria
había
sido vencida en la
Gran Guerra
y ellos eran ahora parias, hijos huérfanos
que debían buscar otro hogar, otro país, una guarida en donde esconder
las culpas que los nuevos vencedores les endilgarían por el sólo hecho
de haber defendido sus intereses nacionales. Por eso se negaban a rendirse. ¡Que los políticos y burócratas que manejaban el alicaído imperio se frieran en su propio aceite de ineptitud y cobardía! Ellos no acatarían las resoluciones de una República débil y maloliente, parida de una Constitución que resultaba ser el producto de la pusilanimidad de los cobardes de turno que la gobernaban. No aceptarían entregar los dominios coloniales germanos a un atajo de australianos inexpertos que, a instancias de Inglaterra, se habían vuelto dueños de islas y mares, pertenecientes a Alemania desde 1885. Si bien en las guerras era importante saber perder, Helmut Heinder , el rebelde teniente que comandaba el pelotón, no recordaba ninguna lección del Colegio Militar que lo obligara a deponer las armas tras la lectura de un escueto telegrama proveniente de Berlín; y en el que personas que no conocía ni respetaba le ordenaban abandonar el norte de la isla grande de Nueva Guinea y el nutrido archipiélago que se desplegaba ante sus costas. No; no era esa la forma en la que se comportaba un militar de carrera. No era posible levantar campamento en un segundo y tirar por la borda años de servicio y sacrificio. Heinder sobrellevaría las represalias que fueran. De allí no lo iban a sacar tan fácilmente. Él y sus hombres, todos experimentados soldados coloniales, encontrarían el lugar apropiado para esconderse y reprimir el pomposo y soberbio avance australiano. Y ese lugar era Karkar; un isla inexplorada y aparentemente desierta que emergía del océano a pocos kilómetros de la costa, absolutamente protegida por arrecifes de coral todo a su alrededor y tan cubierta de montañas y selva que, de lejos, semejaba un inmenso y puntiagudo pan de azúcar. ba A vanzaron por la playa con cuidado. Llevaban sus fusiles preparados para ser disparados y un miedo visceral recorriéndole cada centímetros de sus cuerpos. A menos de cien metros de la costa, un muro vegetal, tan denso como la cabellera de un negro africano, se elevaba trepando las laderas de un pico innominado, de claro origen volcánico. Era el bosque tropical en su estado más puro, en su esencia más primigenia. Un verdadero corazón de tinieblas en donde los árboles señoreaban como lo habían hecho desde hacía cientos de miles de años. Hacía allí encaminaban su entusiasmo nacionalista. En esa sopa de musgos, enredaderas, lianas y sabandijas, Heinder pretendía sostenerse firme, reivindicando un honor que no pensaba negociar. Sentía ahora que él era Alemania, y sus hombres los mojones trashumantes de una frontera imperialista que aún rezumaba dignidad. —¡Herman! —exclamó con autoridad a uno de los soldados, mientras daba lentos pasos por la arena.—Prepara el avance. Vamos a internarnos en la isla en una hora. Que los alimentos y el botiquín estén listos y completos. Que todos los hombres se mantengan en guardia y que disparen a matar contra cualquier cosa que se mueva o resulte ser una amenaza. ¿Entendido?... —Sí, señor —respondió el subordinado, y rápidamente partió a reunir al resto del grupo y dar las primeras ordenes recibidas desde el desembarque. Helmut Heinder había nacido en Munich hacía treinta y siete años. Era hijo de una rica familia de comerciantes y un convencido de la superioridad de su país en cuestiones culturales, filosóficas y militares. Había abrazado, desde muy joven, la vocación por las armas y portaba con orgullo su jerarquía de Teniente Gobernador del sector norte de Nueva Guinea. Inteligente y culto, era el responsable de las primeras cartas geográficas de la región y la persona que más sabía acerca de cuán poco controlable era esa zona del planeta. Como siempre le decía a sus padres por carta: “ Estas islas estarán llenas de misterios por muchos años. Vistas de lejos, son fáciles de someter, pero basta caminarlas un poco para darse cuenta de que aquí la naturaleza es indomable y que un mundo de sorpresas nos espera allí adentro. Es probable que sus riquezas sean inmensas o que aún perduren tribus —como se corre el rumor— que todavía vivan en un estado tan primitivo como salvaje son los monos de África ”. En esa mañana de 1919, Helmut Heinder estaba a punto de certificar sus reflexiones. ba I nternarse en una jungla inexplorada era siempre una experiencia angustiante; y a pesar de haber viajado por algunos de los parajes más rigurosos del planeta, Herman Aumann , soldado raso nativo de la Baja Sajonia y especialista en supervivencia, encabezaba la fila india del pelotón con un temor que jamás antes había sentido. Presagiaba que las cosas no iban bien. Se lo había comunicado a su jefe hacía un rato; pero, tras desestimarlo, Heinder apuntó de muy mal modo, y en voz baja, que no “ metiera miedo a la compañía ”. —Si lo haces, Herman, te someteré a un tribunal de guerra —dijo clavándole sus helados ojos grises.—El único presentimiento que todos debemos tener —sostuvo— es el de la victoria futura. ¿Has comprendido? —Sí, señor— reconoció el soldado. Y continuaron avanzando. El sendero que seguían era tortuosamente irregular, en subida permanente y tapizado de hojas podridas, raíces y miles de insectos; de los cuales los mosquitos eran los peores. La temperatura superaba los 39º centígrados y sólo era apaciguada por la densa floresta que, cual bóveda natural, los cubría. Caminar por ese sitio infernal era soportar un castigo autoimpuesto más propio de flagelantes medievales que de militares modernos del siglo XX. Aquel islote jamás había sido hollado por occidental alguno. Era terreno virgen para los europeos. Sólo la mirada lejana de algún que otro marino solitario había violado la inmaculada condición de Karkar. La parte Este de la isla grande, explorada por portugueses hacia 1512 y bautizada por el conquistador lusitano Jorge de Meneses con el nombre aborigen de Paúa , estaba habitada —se sabía— por tribus hoscas y poco amigas de los “blancos”. Incluso, algunas pocas crónicas hacían referencia al monstruoso hábito del canibalismo que ellas practicaban. Años más tarde, en el verano de 1545, el coronel español Iñigo Ortiz de Retez rebautizó el territorio con la denominación de Nueva Guinea , por el parecido que sus costas tenían con la Guinea africana. En aquella ocasión tampoco desembarcaron y el archipiélago sólo fue un nombre en un mapa incompleto. Cuando los holandeses tomaron posesión formal del lugar en 1828, lo hicieron por la costa Oeste ; por lo tanto, Karkar volvió a quedar fuera de la atención de los occidentales. Recién en la segunda mitad del siglo XIX, alemanes y británicos ocuparon las costas Norte y Sur respectivamente. En ese momento, Karkar se convirtió en una postal para los imperialistas germanos. Una ínsula cercana y lejana al mismo tiempo, que observaban de lejos sin interés alguno por explorarla. Tendría de sobrevenir la derrota de la Gran Guerra para que Heinder la convirtiera en su bastión de resistencia. Pero esa isla constituía el hogar de un alto número de comunidades desconocidas. Ocupada por melanesios desde hacía dos o tres mil años antes de Cristo, la población se dispersaba en la selva tropical, absolutamente aislada del exterior. Las fragosas montañas que la fragmentaban hacían de ese aislamiento algo inevitable y sólo en contadísimas ocasiones los alemanes habían visto desde lejos, barcazas y canoas de madera, impulsadas por individuos extrañamente ataviados. Esas visiones de pesadilla generaron más de una historia ficticia sobre los pueblos, que empezaron a ser denominados como “ fantasmas ”. Se les temía. Se les rechazaba. De haber podido, se los hubiera exterminado. Pero nunca nadie se había atrevido a pisar Karkar. Excepto Helmut Heinder y sus hombres. ba A umann esforzó sus piernas y alcanzó el claro que vislumbrara minutos antes. Lo indagó con cuidado. Observó el suelo, los árboles circundantes, las ramas, las hojas. Alguien había andado por ese sitio no hacía mucho tiempo. Las huellas, imperceptibles al ojo del neófito, así se lo indicaban. Volteó sobre sus pasos y se acercó a Heinder. —Teniente, creo que estamos en problemas —dijo con la seriedad en el rostro. —¿A qué te refieres? —Hubo gente por este lugar. Mucha gente... Más de diez. —¿Estás seguro? —inquirió dando una ojeada presurosa. —Sí, señor. No tengo dudas. Heinder permaneció dubitativo unos segundos. Finalmente. Volvió a preguntar: —¿Qué sugieres que hagamos? ¿Acampar o continuar? —Usted es el jefe, teniente. —Te hice una pregunta directa, Herman —intervino secamente—. ¿Qué sugieres? El soldado frunció sus labios. —Yo no me quedaría aquí. Huelo algo extraño... Esos tipos pueden estar ahora mismo mirándonos sin que nosotros lo sepamos.—Observó al resto de sus compañeros y añadió:—Los muchachos están muy nerviosos, señor. —¿Crees que se mantendrán fiel a la causa? —preguntó Heinder, por primera vez dubitativo al respecto. —El amor a la patria es más grande que el miedo, señor. El teniente sonrió. Le palmeó el hombro y con un gesto de cabeza ordenó continuar la marcha. No habían dado tres pasos cuando un repentino temblor de tierra sacudió el suelo de la isla. —¡Terremoto! —exclamaron dos soldados al unísono. —¡Debajo de los árboles! —mandó Heinder—. ¡Rápido! Todos corrieron obedeciendo al jefe, en tanto la tierra iniciaba un baile geológico que agitaba todo a su alrededor. Un silencio mortal inundó la selva. Los pájaros dejaron de trinar y el sonido de la brisa escurriéndose por entre las ramas cesó. —¡Estén atentos! —gritó el oficial—. ¡Puede que se produzca una desprendimiento desde la cima! Instintivamente todos miraron hacia la cumbre verde del cerro. Entonces, el movimiento de tierra cesó. Heinder se apartó de la palmera en la estaba agarrado y avanzó un par pasos. —Parece que ya pasó —dijo no muy convencido. —Estos sacudones me van a volver a loco —expresó uno de los hombres más jóvenes—. Nunca terminaré por acostumbrarme a ellos. Nadie le respondió. Esperaba una acotación, un chiste, un cometario sarcástico, algo...Pero ninguno de sus diecinueve compañeros dijo nada. Estaban mudos, observando como eran rodeados por demonios . ba
Isla
Karkar.
Dos
días más tarde... R oland Wilson , coronel australiano encargado de tomar posesión de las ex-colonias alemanas de Nueva Guinea, no iba a poder conciliar el sueño por muchas noches. Lo que tenía ante él era horroroso, indeciblemente repugnante; un espectáculo más propio de una pesadilla enferma que de una realidad palpable y tangible. Quizás era eso lo que más asco producía: el hecho de ser concebido como algo “ palpable ”. —¡Por Cristo! ¿Qué ocurrió aquí? —La voz de su lugarteniente sonó cavernosa, entrecortada. Acababa de contener un vómito y el gusto ácido de la última comida, ya procesada, impactó en sus papilas gustativas, arrastrándole una arcada. Wilson, sin quitar los ojos del espectáculo nauseabundo que lo atraía morbosamente, titubeó volteando hacia su camarada. —No lo sé, Grover —contestó ojeando la exuberante naturaleza que servía de telón de fondo.—De lo único que estoy seguro es que son “ ellos ”... —¿ Ellos ? —interrumpió, regresando la mirada a su jefe. —Sí... A un costado del pelotón aliado, una masa sanguinolenta de músculos, arterias cercenadas y huesos muy blanco expuestos al sol, se apretujaba junto a un árbol inmenso, pródigo en ramas y hojas. Cabezas y piernas desmembradas, brazos y uniformes teñidos de un rojo oscuro, casi negro, se arremolinaban constituyendo un único objeto impreciso, amorfo, formado por las partes seccionadas de veinte seres humanos. —Pero..., ¿qué les pasó? —volvió a inquirir el segundo al mando. Wilson vaciló. —Aparentemente fueron sorprendidos por alguien... —dijo. —...O por algo, coronel. ¿Usted cree que los aborígenes pueden ser responsables de esta carnicería? Wilson no contestó. Conocía a Heinder bastante bien. Sabía de su bravura y don de mando. Además, los hombres que había tenido bajo sus órdenes eran soldados experimentados y provistos de muy buen armamento liviano. No era lógico verlos así, hechos un amasijo irreconocible de cadáveres entremezclados. Grover dio unos pasos hacia delante y se agachó. Observó detenidamente cuatro de los fusiles que quedaban en la escena y giró el rostro, sorprendido, hacia su coronel. —Señor... —dijo tapándose la boca con una mano—, estos pobres infelices no se defendieron. No dispararon un solo tiro. Wilson comprobó lo dicho, asomándose por encima de su subordinado. —Parece que no les dieron tiempo —agregó—. Aún tienen los cartuchos puestos. No hay duda de que los sorprendieron in fraganti... Los treinta y dos soldados australianos, parapetados alrededor del sangriento montículo, se inquietaron. Amartillaron sus armas y cargaron sendas balas en sus recámaras. —Debemos salir de aquí, señor —sugirió tímidamente uno de los reclutas—. No creo que sea bueno permanecer en esta isla por más tiempo. En otra circunstancia hubiera sancionado al soldado por no solicitar permiso para hablar; pero la situación era tan extraña que el coronel Wilson aceptó la sugerencia y elevando la voz dijo de inmediato: —¡Nos vamos de aquí!... La isla ya es nuestra. No tiene sentido que enterremos a estos pobres diablos—. Giraron ordenadamente e iniciaron el descenso por el ensortijado sendero de montaña. Ya en la playa, al momento de subir a los botes neumáticos que los regresaban a la isla grande, Grover se arrimó a Wilson con aire de complicidad. —Señor, ¿me permite?... —Dígame, ¿qué pasa? —respondió mientras acomodaba su mochila a un costado de la barca. —¿Qué escribiremos en el informe? Wilson le clavó los ojos. Se veían en ellos el desconcierto propio de una persona que no sabía qué decir. —Por mi parte —empezó con lentitud—, no informaré nada de todo esto. Y le aconsejo, Grover, que usted haga lo mismo. Ya conoce todo el papeleo inútil que tendríamos que soportar en caso de que un hecho como este llegue al escritorio de algún burócrata aburrido. A esos alemanes los mataron los indios, ¿me entendió?. Indios..., así de sencillo. Grover asintió con la cabeza. —Estoy de acuerdo, señor...—dijo obediente—. Creo que será lo mejor. —Bien. —Pero —interrumpió de nuevo—, sinceramente, coronel...¿qué piensa usted que sucedió allí arriba? Wilson miró el cerro de la isla con solemnidad. Ese lugar encerraba un misterio que no estaba interesado en desentrañar. Volvió la vista a Grover y dijo tajante: —Lo que acabo de decirle, Grover: indios ... Fueron, simplemente, indios . El sonido del motor del bote indicó que era momento de partir.
Embarcaron;
y en tanto el vaivén de las olas zarandeaba su cuerpo, atravesando en
gran canal hacia Nueva Guinea, Roland Wilson echó una última ojeada a la
isla. En ese instante, una frase escrita por Joseph Conrad hacía pocos años,
reverberó en su mente:
"
Observar una costa mientras se
desliza ante el barco
es como pensar en un enigma. Allí está
ante ti,
sonriente, ceñuda, insinuante, grandiosa,
mezquina,
insípida o salvaje, y siempre muda, con
aire de estar
susurrando: 'Ven y descúbreme'
." ( El Corazón de las Tinieblas , 1902). |
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2 “EL PASADO NO TIENE PRECIO...” |
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Veinte
años después...
Berlín,
Alemania.
Setiembre
de 1939.
E
uforia.
Esa era la palabra que mejor definía el
estado de ánimo que se respiraba en las calles de la capital germana. La
alegría se notaba en los rostros ensoberbecidos de las
Jungvolk
o
Juventudes
Hitlerianas,
que desfilaban enarbolando sus estandartes arios y
luciendo los uniformes del Partido por todos los bulevares de la ciudad.
No había civil que no tuviera en la solapa una
negra svástica, enmarcada en blanco y rojo; o la típica mirada de
compromiso y mandíbulas apretadas que el Führer exigía a todo buen alemán.
Los tonos marciales de marchas militares parecían invadir el oído del
mundo. Salían de las casas, de los negocios, incluso de las dependencias
públicas de cada barrio. Bajo esas notas musicales, la razón quedaba
limitada y el espíritu patriótico fluía por las venas sin que nadie
pudiera evitarlo. La emoción lo embargaba todo. El orgullo nacionalista
se había convertido en fanatismo y cada ciudadano pretendía vestir un
uniforme para, con su sacrificio, seguir engrandeciendo la gloriosa obra
que Adolf Hitler había iniciado seis años atrás. Alemania estaba ahora
sobre todos los países del orbe, y la conquista de Polonia era el broche
de oro a una exitosa política expansionista.
La hora de la revancha había llegado.
Las paredes y muros de las casas estaban
tapizadas de consignas partidarias y patrióticas. El pueblo era convocado
a las armas, llamado a luchar por su país. Las tropas, movilizadas por el
Estado Nazi, circulaban por doquier ostentando su poderío bélico y
elegancia. Tanques, cañones, unidades blindadas, camiones y motos;
soldados y oficiales; miembros de la policía secreta, jerarcas de la
SS
o simples ciudadanos embanderados por la locura bélica, inundaban las
arterias de Berlín convirtiéndola en una verdadera cencerrada de
inconciencia.
Más de quince millones de padres habían
permitido que sus hijos, como miembros del
Jungvolk
, prestaran
juramento de lealtad al Führer; y un gran número de alemanes permanecían
indiferentes a la suerte que corrían los judíos o los escasísimos
opositores al régimen. Incluso los sectores más conservadores y cultos,
que estaban muy lejos del populismo desplegado por Hitler, terminaron por
someterse al nazismo debido al notorio anticomunismo de su líder. Era
conveniente, decían, mantener a los “
rojos
” controlados; y el
Führer lo había conseguido de un modo nunca visto antes.
También sesudos intelectuales y diplomáticos
de carrera se sumaron
gustosamente
al partido, aportando su experiencia y formación al Nacionalsocialismo
alemán. Asimismo, el ejército había aceptado la svástica como parte de
su insignia oficial y la
Wehrmacht
, las Fuerzas Armadas —tras una
purga interna en la que no faltó el asesinato— no era otra cosa el
brazo armado de los megalómanos designios de Adolf Hitler.
El Partido Nazi se confundía con el
Estado.
El Führer y Alemania eran la misma
cosa. El III Reich, el nuevo constructor del imperio, parecía estar destinado a una duración de más de mil años.
P
ara
Daniel Rossberg
diez centurias era mucho tiempo. En menos de una década
había perdido todo lo que construyera a lo largo de casi cincuenta años
de profesión y trabajo. No quería pensar siquiera en tener que soportar
un día más ese régimen oprobioso y criminal, que sus propios
compatriotas habían contribuido en llevar al poder. Sabía que, a la
corta o a la larga, los nazis caerían bajo el propio peso de sus acciones
impuras; por eso estaba decidido a emprender el riesgoso trámite que
durante tanto tiempo había pergeñado. Arriesgaba su vida. Aún así, con
la muerte en los talones, era la única forma en que se sentía vivo.
Aligeró el paso y cruzó la avenida,
sorteando media docena de autos. Las banderas partidarias flameaban en
casi todas las ventanas, incluso en el hall de entrada del
Prusia Hotel
,
al que se dirigía.
Se abrió camino entre la multitud y
alcanzó la entrada principal del edificio, alfombrada de rojo bermellón.
El
bellboy
le abrió la puerta con un ceremonioso “
heil Hitler
”
y Rossberg encaminó su temerosa humanidad hacia el mostrador.
Cuando el jefe de admisión, tan serio
como un buldog y formalmente vestido de saco y corbata de seda azul,
se apersonó enfrente suyo Rossberg tembló por dentro. Estaba
paranoico. Lo sabía. Era imposible que un desconocido pudiera leer sus
intenciones o conociera su odio visceral por los nazis. Aún así,
experimentó la sensación de ser auscultado por un radar amoral de fríos
ojos azules.
—
Guten tag
[1]
—saludó
en voz baja, apoyando los brazos sobre el mostrador—. Quisiera ver a
herr
Harold Müster, por favor. Se aloja en el hotel desde ayer por la noche.
Mi nombre es Heyndrich —mintió—, Maximilian Heyndrich.
—Un segundo, señor —contestó el
empleado y cotejó el libro de admisión. Arrastró el dedo índice por
los renglones, se detuvo en uno de ellos y por último respondió:—Efectivamente,
caballero.
Herr
Müster lo está esperando. Aquí tengo su
autorización. La habitación es la número 323. ¿Sube usted o lo llamo
para que baje?...
—No; no se preocupe, yo subo.
Danke
[2]
—y
sin más, tomó el ascensor que lo llevaba al tercer piso.
Franqueó un largo corredor y se detuvo
frente a la numeración indicada. Se acomodó el sobretodo. Bajó su
solapa, se ajustó el sombrero de fieltro gris y dio tres golpes cortos y
secos en la puerta. Cuando ésta se abrió, un individuo de cuarenta años,
alto, delgado, con gafas y vestido formalmente de saco, camisa blanca y moño
color violeta oscuro, se recortó en el marco.
Rossberg no pudo contener su emoción.
—¡¡Indy!! —exclamó; y lo abrazó
con fuerza.
—¡Daniel, mi buen amigo! —respondió
Indiana Jones
, devolviéndole el fraternal saludo.
ba
E
l
cuarto de Indy era modesto pero cómodo. Poseía una hermosa vista hacia
una plaza arbolada y una luminosidad generosa que, de no ser por el grueso
cortinado que cubría las ventanas, hubiera permitido obviar lo gris que
era el panorama mundial de entonces. El sol, oculto por el miedo, no
entraba en la habitación 323. Había que cuidarse de las miradas
conspicuas de los agentes del Estado; y por eso preferían estar en
semipenumbras, alumbrados apenas por un débil velador de mesa.
Indiana, sentado en un sillón de pana,
observaba a Rossberg con tristeza en los ojos; mientras sostenía un vaso
con coñac. Aquel hombre, que conocía desde hacía años, era sólo la
sombra de lo que había sido tiempo atrás. Estaba más delgado, más
demacrado y canoso. Se veía a las claras que el sufrimiento era parte de
su vida cotidiana y ya no tenía la mirada vivaz que lo caracterizaba. La
historia se lo había llevado por delante.
—Te agradezco infinitamente que hayas
venido, Indy —dijo Rossberg parado a un costado de la ventana—. No
quería involucrarte en todo este lío, pero no tenía otra persona de
confianza a quien acudir.
—Todos estamos involucrados en esto,
Daniel —respondió Jones con seriedad—. Además, me hubiera ofendido
mucho si no me llamabas.
Rossberg sonrió agradecido.
—También lo hice por eso, amigo. Te
conozco y sabía que acudirías a mi llamado sin objeciones. Ya sabes cual
es la situación que atraviesa este país...
—...una locura.
—Sí; una demencia total. Y ahora,
como si fuera poco, ¡una nueva guerra! ¿Acaso no hicimos la primera para
que no hubiera ninguna otra?... —inquirió retóricamente con angustia.
—Eso nos hicieron creer —respondió
Indy sin mover un músculo.
—¡Qué generación la nuestra!
Indiana dibujó una breve y socarrona
sonrisa ladeada.
—Los chinos tienen una antigua maldición
—expuso con parsimonia—; que pronuncian siempre ante el peor de sus
enemigos: “
Ojalá te toque vivir en un época interesante
”,
dicen.
—No se equivocan —rió Rossberg—.
Nosotros estamos malditos, en ese sentido. ¿No lo crees?
Indy le dio un sorbo a su coñac. La
verdad es que le hubiera encantando alcanzar la adultez en otra época. Aún
recordaba los años felices anteriores a 1914, cuando con su padre recorrían
el mundo en una especie de
Grand Tour
siempre lleno de sorpresas y
enseñanzas nuevas. Pero aquellos días habían pasado y las fronteras, y
las ideologías, y el fanatismo, habían levantado barreras de acero muy
difíciles de derribar, a no ser que se usaran los cañones de la
intolerancia. La
Belle Epoque
era cosa del pasado. El presente se
anunciaba
interesantemente
duro.
—¿Y tu familia, Dan? —inquirió,
esperando una mala noticia—. ¿Qué hay de tus padres y de tu hermano?
—Perdieron todo —contestó a boca de
jarro—. Todo, absolutamente...
—¿Cómo sucedió eso?
—A papá, por decreto, le confiscaron
el negocio. Dicen que los judíos somos los responsables de los males que
sufrió el país y que tenemos que escarmentar. Sostienen que somos una
raza impura, especulativa...
—¡Malditos nazis!...
—...
Jacob
, fue despedido del
hospital hace tres años. Tiene prohibido ejercer la medicina. Ahora está
tramitando su salida hacia Suecia, un país neutral que nos está
auxiliando —hizo un impasse muy corto y continuó:— Mis padres están
viejos y tercos: no quieren abandonar Alemania. Los comprendo, pero temo
mucho por ellos.—Tragó saliva y prosiguió:—Están deportando
familias enteras hacia Europa oriental; a juderías, como les dicen. La
verdad es que se desconoce qué suerte corre toda esa gente. De seguro son
obligados a trabajar en fábricas de municiones. Papá tiene la esperanza
de que todo cambie...
—...empeorará, Daniel —intervino
Indy.
—Es lo que yo creo. Pero él no
entiende razones. Insiste en quedarse en “su” país...
Indiana sintió cómo se le formaba un
nudo en el estómago. La situación de su amigo era angustiante y sabía
que no era el único que la sufría. Lo miró fijamente y preguntó:
—¿Y qué pasa con tu vida? ¿Cuál es
el motivo de tu llamado?
Rossberg levantó la vista y la clavó
en los ojos de su compañero.
—Necesito tu ayuda —dijo sin preámbulos.
—Aquí estoy, Dan. ¿Qué precisas?
—Indy —empezó Rossberg—, quiero
que sepas, ante todo, que no estás obligado a nada. Lo que voy a
ofrecerte es peligroso, muy peligroso, amigo mío...
—Daniel —intervino Jones acomodándose
sus anteojos de lectura—, crucé todo el océano con pasaporte falso
sabiendo eso de antemano. Si no estuviera dispuesto a correr riesgos me
hubiera quedado en Barnett College, ¿no crees? —Y agregó con
vehemencia:— Dime qué pasó...
—No puedo confiar en nadie, Indy. Toda
la gente que conozco está loca. Hitler y sus nazis los tienen
hipnotizados con su discurso violento y racista. ¿Sabes algo?... La gente
delata a sus propios familiares. ¿Puedes creer eso?... El Estado lo
controla todo y cada uno de nosotros es susceptible de ser acusado de
traidor por la persona menos pensada —tomó aire—. ¿Recuerdas a
Otto
Wölfing
?...
—¿El filólogo?...
—Sí —respondió Rossberg—. Fue
delatado por su sobrino de doce años. ¡El sobrino que él mismo crió
después de la Gran Guerra!...
—...¿Es nazi?
—De la Juventud Hitleriana.
—¡Qué maldito hervidero de futuros
asesinos! —exclamó.
—El chico es ahora un líder de
brigada —prosiguió Rossberg— y tiene bajo su mando a otros diez
muchachos de su misma edad. Le dieron medallas y cargos; honores otorgados
por el mismísimo Adolf Hitler tras la desaparición de su tío.
—¿Otto desapareció? —preguntó
Indy frunciendo el ceño.
—Desde hace siete meses no sabemos en
dónde está.
—¿Y nadie pudo averiguar nada?
—No es bueno andar por ahí
preguntando por un “traidor del Estado”. Se corre el riesgo de seguir
la misma suerte —expresó con la vergüenza de quien teme.
—Hay que moverse con cuidado, Dan. En
determinadas cuestiones muchas veces es mejor esperar a que la tormenta
pase.
—Sí —consintió con tristeza—. El
enemigo está en todas partes; especialmente cuando eres judío.
—¿Qué pasó con tu trabajo?
—Lo usual en estos casos: me
exoneraron del museo hace dos años.
—Nunca me dijiste nada al respecto...
—articuló Indy sorprendido
—No podía. Interceptan todas la
correspondencia. De no haber sido por esos amigos suecos de mi hermano
hubieran pasado los años sin que tuvieras noticias mías. Esto es una cárcel.
¿Lo comprendes ahora?...
Indy asintió con la cabeza. Recordó la
dedicación que Rossberg había puesto siempre en su trabajo como curador
del Museo Vön Strassen y la estrecha amistad nacida en una de sus salas
hacía casi veinte años. Era otra época, dura, pero diferente en muchos
aspectos a la que vivían. Por lo pronto los nazis no existían y los códigos
en Alemania eran otros.
Miró a su amigo y volvió a preguntar:
—¿Qué es lo que necesitas?
Rossberg se acomodó el cabello
entrecano.
—Iré al grano, amigo —dijo.
—Me parece bien.
El ex-curador se apartó de la ventana,
caminó hacia el centro de la habitación, giró en redondo, enfrentó a
Indy y dijo:
—Quiero sacar del país un cargamento
completo de obras de arte.
Indiana quedó perplejo.
—¡¿Qué?!...—exclamó—. ¡¿Qué
dices?!...
—Lo que escuchaste: quiero que
saquemos de Alemania una serie de obras de arte que, de otro modo, se
perderán para siempre.
El arqueólogo se acomodó en el sillón.
Una ola de adrenalina le surcó la columna vertebral.
—Explícame, por favor...—hostigó
verbalmente.
Rossberg tomó asiento en el borde la
cama y adoptó la postura de un catedrático presto a dar una conferencia.
—Mira, Indy, no hay mucho qué
explicar. El asunto es sencillo, al menos en teoría. Estoy convencido de
que todavía puedo hacer algo útil por el futuro de este país y creo
tener ahora una oportunidad excepcional para combatir desde la sombra a
estos cerdos. —Miró las
cortinas que tapaban la ventana. Aún en la privacidad de un
cuarto temía ser oído.—Supongo que ya estarás al tanto de lo están
haciendo con la educación y la cultura, ¿verdad?
—Sí; sé que queman bibliotecas
enteras en actos públicos —respondió Jones.
—¡Están locos! —prorrumpió
Rossberg—. Dicen que es literatura “degenerada”; que corrompe el espíritu,
que altera la conciencia de la gente. Han incinerado millones de textos,
muchos de ellos incunables. ¡Los hemos perdido para siempre, amigo mío!...
¡Esto es como el incendio de la biblioteca de Alejandría! Y yo no puedo
quedarme con los brazos cruzados viendo semejante barbarie. Además, no sólo
son libros lo que han destruido. Pinturas, lienzos, acuarelas, esculturas,
están siendo quitadas de museos públicos y privados. El arte no
figurativo ha desaparecido de las galerías y miles de otra piezas de
origen africano, americano o polinesio corrieron y correrán la misma
suerte—.Extendió el brazo y tomó la muñeca de Indiana para volver más
vehemente su comentario.—Quince días antes de que me expulsaran del
museo me llegó la orden de que empacara toda una colección de armas,
vestimentas, máscaras y reliquias ceremoniales provenientes de Indonesia
y Asia. Supe por un informante que iban a ser incineradas. ¿Te
imaginas?... ¡Son piezas únicas, Indy! ¡Un arte que pertenece al
patrimonio del mundo y que estos ignorantes borraran de la faz de la
Tierra!...
—¿Quiénes son los encargados de todo
ese trabajo?
—Las
SS
. Tienen a su cargo un
sin fin de funciones: arqueología alemana, investigación de antepasados,
investigación astrológica... Además, claro, de sus tareas de
inteligencia interna, persecución y asesinatos.
—Malos chicos...
—Sí...
—Dan, ¿no crees que puedan estar
vendiendo esas piezas en el mercado negro o mandándolas a cajas de
seguridad en Suiza o algún otro país? —racionalizó Jones.
—Algunas, probablemente. Pero no la
mayoría. Estos imbéciles creen que sólo el arte ario tiene derecho a
permanecer en las vitrinas de los museos. Están convencidísimos del daño
moral que produce toda manifestación artística no germana. ¡Son unas
bestias!
—Tiene que haber alguna forma de
detener esto...
—No, Indy. No la hay. Legalmente es
imposible. Acá no valen las protestas ni los argumentos de especialistas.
Los nazis tienen anteojeras y el poder absoluto para imponer su propia
versión del asunto.
Jones se recostó contra el respaldo del
sillón y apoyó el vaso de coñac en una mesita lindera. El desprecio por
ese régimen autoritario e indocto fluyó por sus venas
—¿Y cuál es tu plan? —Inquirió
masticando rabia.
—La idea es sacar una colección de
estatuillas malayas con ayuda de los suecos que te contactaron en Estados
Unidos. Es un pequeño cargamento que logré embalar y sacar del catálogo
antes de abandonar el museo.—Sonrió con tristeza y agregó:—Puede
decirse que lo robé...
Indy se rascó el mentón y jugueteó
inconscientemente con la cicatriz que adornaba su barbilla desde la
adolescencia.
—Robar al III Reich... —dijo—. Me
pregunto qué grado de inmoralidad tiene eso.
Rossberg sonrió.
—La idea es mantener lo que se pueda a
salvo de esta vorágine destructiva. Algún día, repatriaremos esas
piezas. Pero por el momento tenemos que ocultarlas y qué mejor que tu
universidad para que pasen allí una temporada...
Indy devolvió la sonrisa.
—Marcus estará encantado de colaborar
contigo —expresó, aludiendo al curador del museo del Barnett College—.
Lo cierto es que sería un pecado imperdonable dejar que reliquias de ese
calibre queden en manos de esta gente o disponibles a cualquier persona
inescrupulosa...
—Es bueno que lo interpretes de ese
modo, Indy —dijo Rossberg aliviado—. Ya sabes, el pasado no tiene
precio...
—... a menos que tengas dinero para
comprarlo —ironizó Jones.
Rossberg asintió en silencio.
—Conoces bien el “negocio”,
colega.
—Vivo de esto, Dan. Es mi obligación
profesional conocer todos los recovecos del asunto. Pero, dime, ¿quiénes
son esos suecos que nos darán apoyo desde adentro?
—Un grupo humanitario muy confiable.
No los conozco personalmente. Es mi hermano quien los contacta
clandestinamente. Él es el intermediario.
—¿Y están de acuerdo con todo?
—Por supuesto que sí. Jacob me dijo
que cuando tuviera solucionado el tema del destino de la colección lo
llamara para iniciar la operación.
—En ese caso, levanta el teléfono y
comunícate con él. Yo estoy listo.
Rossberg se despegó el cuello
transpirado de la camisa y masajeó su garganta.
—Hay una cosa más...—dijo.
—¿Cuál?
—Poco antes de dejar mi puesto de
curador en el museo —empezó—, envié a dos colaboradores de
confianza, dos historiadores del arte, en una misión de campo
extraoficial. Tenían que conseguir cierto material, muy interesante en
una isla del Pacífico; pero perdí contacto con ellos una vez que me
despidieron. Lo cierto es que temo por la seguridad de ambos y me siento
en parte responsable por su suerte.
—¿Responsable? ¿De qué? —preguntó
Jones.
—Indy, nadie supo absolutamente nada
sobre ese trabajo. Fue una decisión mía, inconsulta...
—¿Una “misión secreta”?
Rossberg elevó las cejas.
—Podríamos llamarla de ese modo;
pero, no “militaricemos” más el lenguaje de lo que está.
—Tienes razón —admitió Indy—.
Los “vientos de guerra” empiezan a influenciarnos a todos. En
cualquier momento —agregó con un mohín— vestiremos uniformes de
nuevo.
—Aquí ya lo hacen desde hace
tiempo...
—Y dime —interpuso Indy con
curiosidad—, ¿qué tipo de material es el que mandaste a buscar?
Daniel Rossberg experimentó una leve
mutación en el rostro. Fue algo imperceptible. Un gesto, un movimiento de
ojos, que Indiana Jones intuyó como el preámbulo de algo importante.
Finalmente el ex-curador repuso:
—Máscaras...
—¿Máscaras?
—Sí, máscaras. Máscaras rituales.
—Debí imaginarlo —agregó Indy—.
Han sido desde siempre tu debilidad.
—Efectivamente. Tú sabes que la
colección del museo es...—por un segundo detuvo su alocución y tomó
conciencia del incorrecto tiempo verbal—; bueno..., “era” una de las
mejores de Europa —dijo con desazón.
Indy afirmó con la cabeza. Rossberg no
exageraba en lo más mínimo. El Museo Vön Strassen era el propietario
del más grande y variado stock de máscaras y caretas votivas que existía
en occidente; y en gran medida ese logro era responsabilidad exclusiva de
su amigo.
—Me había propuesto convertirla en la
muestra más famosa —prosiguió Rossberg—, pero ya ves, todo se fue
por la borda. Jamás imaginé que el trabajo de casi una vida fuera a
parar a las hogueras nazis. ¡Qué iluso fui!... ¡Pensar que mi mayor
temor era la competencia de los otros museos!...
—¿Y qué tienen esas nuevas máscaras
de especial, Dan? —inquirió Indy, reencausando la plática.
—Mira, te explicaré —introdujo
Rossberg—. Hace unos seis años, antes de que Hitler fuera nombrado
Canciller del Reich, recibí una carta de
Klaus Krugermmacher
, un
explorador independiente que, de tanto en tanto, me proveía de piezas artísticas
muy originales. Ese tipo era un intrépido. Un sujeto capaz de internarse
por zonas inexploradas con tal de encontrar arte aborigen y recibir dinero
a cambio, para poder seguir explorando por su cuenta. En esa carta que te
digo —prosiguió— hablaba de algo muy extraño que despertó mi
curiosidad. Hizo referencia a una comunidad aborigen completamente ciega.
—... ¿Ciega?
—Igual que los murciélagos, Indy.
Ciega por completo, según informaba.
—Es extraño... Jamás oí nada al
respecto.
—Yo tampoco. Pero eso no es todo
—agregó—. Krugermmacher afirmó que podían recuperar la visión
usando ciertas máscaras rituales.
Un silencio tan denso como el cemento
inundó el cuarto.
Indy volvió a acomodar su cuerpo en el
sillón de pana y mantuvo el mutismo sin querer anticipar hipótesis
alguna. Por último, y ante la mirada fija de su compañero, preguntó:
—¿Y cuánto de fabulador tiene ese
tal Krugermmacher?
—No me consta que lo sea, Indiana
—repuso Rossberg—. En todas las transacciones que mantuvimos, jamás
faltó a la verdad o exageró sobre la importancia de los objetos que vendía.
De hecho, nunca los sobrevaluó y fue por años mi mejor proveedor.
Siempre confié en su capacidad y honestidad. No tuve motivos para dudar
de su palabra, ni los tengo ahora.
—Convengamos que lo que te dijo es
algo raro.
—Extremadamente raro —aseveró—.
Él llamó a ese pueblo “la
Tribu de la Oscuridad
”... ¿Te
imaginas, Indy, una sociedad entera cuyas pautas culturales y creencias
les permitan superar algún tipo de ceguera traumática o psicológica?
—Un placebo ritual...
—¡Exacto! Un mecanismo litúrgico que
cura la no videncia con el sólo hecho de colocarse una máscara... ¡Maravilloso!
—¿Y qué quieres que haga al
respecto? —preguntó el arqueólogo.
—Que una vez fuera de Alemania trates
de contactarte con mis hombres de alguna manera y de paso les adviertas de
mi situación actual. Además, en caso de que hayan conseguido esas máscaras,
quiero que las tengas en custodia hasta nuevo aviso.
—Pero hace dos años que no sabes nada
de ellos... ¿Qué pudo haberles pasado?
—No lo sé.
—¿Es una zona peligrosa?
—Tampoco lo sé. Lo único que puedo
informarte es que no ha sido visitada antes por occidentales, que yo sepa.
—Y en caso de que hayan regresado a
Alemania, ¿es posible de que no te lo hayan informado?
—¡Imposible! Ya te dije que eran de
mi entera confianza, Me hubieran avisado de inmediato. Además, sabían
que sus honorarios estaban siendo pagados con fondos no declarados. Los
patrocinadores nazis del museo no habrían permitido la erogación de un
solo peso en una investigación de campo de ese tipo.
—¿Y sus familiares? ¿Qué dijeron?
—No tienen familiares. Por eso
aceptaron el trabajo.
Indy se quitó los lentes, refregó sus
ojos y mientras pensaba en toda las cosas que tenía por delante, preguntó:
—¿Cuál es esa isla a la viajaron tus
especialistas? —La isla Karkar —contestó Rossberg— , en Paúa-Nueva Guinea. |
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3
NOCHE
DE RONDA
Oldenburgo,
Alemania.
A
orillas del Golfo de Mecklenburgo.
Una
semana después...
L
os
faros del lustroso
Lafayette modelo 1936
se apagaron y todo el
muelle quedó a oscuras. El motor dejó de hacer ruido y las cuatro
portezuelas del automóvil se abrieron suavemente al mismo tiempo. En
silencio, y enfrentando la niebla húmeda de la madrugada, Daniel Rossberg,
su hermano Jacob, Indiana Jones y dos funcionarios de la embajada sueca,
descendieron.
Sobre la derecha, tres buques mercantes
anclados se zarandeaban parsimoniosamente de arriba hacia abajo, al ritmo
de las olas del mar. Más allá, al otro lado de la escollera principal, a
unos trescientos metros de distancia, un poderoso
destructor
alemán
esgrimía sus cañones hacia el cielo, como desafiando al mismísimo Dios.
A su alrededor podía advertirse un intenso movimiento de obreros
portuarios y soldados, equipándolo para una misión de la que nadie del
grupo tenía la más mínima idea.
Indy observó aquella infernal máquina
de guerra y pensó en la capacidad destructiva que tenían esas largas
espinas metálicas que partían de su cubierta y que, en breve, escupirían
proyectiles sobre barcos y ciudades enemigas. La artillería de la
Kriegsmarine
(Marina de Guerra) metía miedo, inspiraba respeto y exaltaba el espíritu
fanatizados de todos los que estaban convencidos de poder imponer en el
mundo entero su propia visión de la realidad. La invasión a Polonia iba
a traer consecuencias inimaginables. De eso, Indy no tenía ninguna duda.
La declaración de guerra formulada por Francia e Inglaterra era un hecho
y la Muerte agitaba su guadaña
de
dolor sobre Europa. De lo que sí dudaba era de su propia seguridad
caminando por el muelle, frente a un ejército preparándose para ir al
frente de batalla.
—Despreocúpate —le dijo Jacob
Rossberg, transmitiendo confianza tanto con el tono de voz como con la
palmada que le diera en el hombro—. Este sector está demasiado oscuro y
aquel otro lado muy iluminado. No pueden ver absolutamente nada. Estamos
en un punto ciego. Podemos trabajar tranquilos —arguyó, y volteándose
hacia su hermano dijo:—Daniel, es tu turno. Te seguimos.
Dan Rossberg movió afirmativamente la
cabeza, se ajustó el sombrero y con un leve gesto invitó al resto a
caminar en dirección a un depósito que se levantaba a menos de veinte
metros del auto.
—Están allí —señaló cortante y
avanzó decidido. Indy se levantó la solapa de su chaqueta color gris y
le siguió los pasos. Jacob y los dos escandinavos lo imitaron, emitiendo
cortos y secos sonidos con los zapatos sobre el empedrado.
Cuando Rossberg alcanzó la entrada,
extrajo una llave del bolsillo, la colocó en la cerradura de un candado,
la giró y corrió la puerta hacia la derecha, despaciosamente. Jacob
prendió una linterna. Después, uno a uno, ingresaron al depósito.
El predio era inmenso. Estaba repleto de
cajones y contenedores, cuidadosamente ordenados de modo tal que formaban
pasillos que parecían interminables. A la débil luz de la linterna, el
escenario se volvía tenebroso, muy semejante a una tumba egipcia visitada
por saqueadores.
No bien el portón se cerró tras sus
espaldas,
Emmanuel Sorensen
, el agregado cultural sueco y principal
responsable de la organización humanitaria clandestina que operaba en
Alemania, se adelantó y tocó a Dan Rossberg por el brazo.
—Le recuerdo —dijo flemático— que
tenemos menos de una hora, señor.
—Lo sé —respondió Dan,
interpretando el desconcierto del diplomático ante semejante cúmulo de
bultos y cargas—. Conozco perfectamente en qué lugar dejé el
cargamento. Sólo nos llevará unos minutos.
Avanzaron por un angosto callejón
constituido por pilas de cajas, que llegaban hasta el techo, y tras varios
pasos doblaron a la izquierda. Dan Rossberg se detuvo, le pidió a su
hermano que levantara la luz de la linterna por sobre su cabeza y un cajón
de regular tamaño quedó perfectamente iluminado con un claro rótulo a
la vista:
“FRÁGIL
– MOLDES DE ALUMINIO PARA COCCIÓN”.
—¿”
Moldes de aluminio
”?
—inquirió sorprendido Indy.
—No se me ocurrió otra cosa —sonrió
Dan —. Embalé todo en la cocina de casa...
—¡Por suerte no lo hiciste en el baño!
—exclamó su hermano con ironía.
Daniel se estiró y le pidió ayuda a
Jones con la mirada.
Ambos sujetaron los bordes del cajón y
lo bajaron de un estante con sumo cuidado. Lo depositaron en el piso y el
ex-curador desclavó con una pinza los tarugos de la tapa que lo sellaban.
Al abrirla, Sorensen no pudo contener una exclamación.
—¡Por Cristo, Doctor Rossberg! ¡Esto
debe valer una fortuna!
Daniel asintió con una sonrisa.
—Algún día, el mundo le agradecerá
su gesto —dijo al tiempo que se corría a un costado permitiendo que el
rayo de luz de la linterna iluminara un conjunto heterogéneo de piezas de
arte maravillosamente extrañas—. Esta colección —continuó— es única,
señor Sorensen y tiene que hacer lo imposible para que el Dr. Jones pueda
llevarla a salvo a su país.
Sorensen se agachó y acarició con la
yema de los dedos una retorcida y compleja estatuilla hecha en bronce, de
unos cuarenta y cinco centímetros de largo. Representaba a una deidad
antropomorfa y claramente monstruosa por su aspecto. Tenía cabellos
reales injertados en la base del cráneo y un colorido intenso, propio de
los reptiles sagrados, cubriendo cada centímetro cuadrado del cuerpo. Era
una muestra exquisita de estatuaria asiática.
—
Shash Naag
—prorrumpió Indy
al verla.
—¿Qué dice, Dr. Jones? —inquirió
Sorensen, volteando hacia el arqueólogo.
—Es una representación sagrada
asociada a las serpientes, muy propia de la zona de Bangladesh y hasta de
ciertos templos africanos y del Medio oriente —explicó—. Se la conoce
con muchos nombres y ha sido esculpida de muy diversas maneras. Ésta en
particular es algo especial. Tiene un marcado antropomorfismo y eso es la
que la vuelve una pieza única.
—Además —intervino Daniel Rossberg—,
cuenta la leyenda que estas estatuas beben leche...
—¡¿Cómo dice?! —inquirió el
sueco con incredulidad.
—Sí —agregó Indy—. Es un fenómeno
religioso sumamente extraño. Los devotos de
Shash
Naag
sostienen que si se les acerca leche, la beben. Una creencia
interesante...
Sorensen frunció los labios y dirigió
su mirada hacia una daga ornamentada con piedras semipreciosas que
descansaba a un lado del dios reptil.
—¿Y esto, qué es? —preguntó.
—Un puñal tailandés —repuso
Rossberg—. Se usaba únicamente para cortar determinados tallos sagrados
que los sacerdotes destinaban para fabricar ungüentos medicinales.
—¡Por Dios, qué rarezas! —exclamó
el diplomático nórdico, en el instante mismo en que Jacob tomaba la tapa
del cajón y lo cerraba con un golpe.
—Terminemos con esta clase magistral
de historia, caballeros —articuló ansioso—. No creo que sea el
momento ni el lugar adecuado para ilustrarnos. Lo alemanes están aquí
enfrente, ¿acaso lo han olvidado?... Tomemos todo y salgamos.
Indy comprendió la agitación de su
amigo. Estaban a punto de embarcarse, junto con las antigüedades y su
hermano, hacia Suecia y no quería perder tiempo. Todavía tenían por
delante un difícil traslado hasta el barco de bandera neutral y los
minutos parecían correr cada vez a mayor velocidad. En un cuarto de hora,
como todas las noches, un camión alemán pasaría por la puerta del depósito,
en su rutinaria misión de control, y para entonces ellos ya deberían
haberse marchado. Nadie podía descubrir el
Lafayette
1936
estacionado en la calle y menos aún toparse con un número
“exageradamente alto” de
cinco
personas, reunidas a
tan
altas horas de la madrugada.
Levantaron el cajón del piso y
volvieron sobre sus pasos en dirección al portón de salida. Entonces,
intempestivamente y sin que nadie lo esperara, la puerta se abrió de
golpe y una onda lumínica los encegueció desde el exterior.
—¡¡
ALT
!!...
El alarido en alemán los congeló.
Daniel Rossberg soltó el cajón, que
cayó al suelo estrepitosamente, y emprendió una carrera desesperada en
dirección al laberíntico predio de cajas y contenedores. Jacob y
Sorensen levantaron los brazos, permaneciendo estáticos en su sitio. El
segundo funcionario sueco, se corrió levemente a un costado y apoyó su
espalda contra una pared de madera. Indy Jones, con uno de los extremos de
la caja aún en sus manos, sólo atinó a levantar la vista, topándose
con un grupo de tres soldados nazis apuntándoles directamente a la
cabeza.
Los habían sorprendido.
Esos malditos, adelantando la ronda de
vigilancia, desbarataban un plan simple. La vida no era en absoluto predecible. Y mucho menos en aquellas difíciles circunstancias.
ba
E
l
SS-Sturmann
(cabo) de mayor jerarquía, un muchacho de apenas
veinticinco años, se adelantó con un rostro de perro rabioso encañonándoles
con su pistola
Lüger
, en tanto que los dos restantes temblaban
sorprendidos con los fusiles a punto de ser disparados.
Era evidente que no esperaban toparse
con ese grupo de “ladrones” e Indy lo percibió en sus pupilas
dilatadas y nerviosas.
Gritaron algo en alemán que Jones no
alcanzó a traducir. Avanzaron cautelosos un par de pasos y señalaron el
cajón
con gestos bruscos.
Preguntaban qué demonios era eso que
pretendían sacar del depósito. Entonces, el sueco tomó la palabra.
—Soy Emmanuel Sorensen —declamó con
firmeza y en alemán, sin bajar los brazos—, miembro del cuerpo diplomático
de la embajada de Suecia y gozo de la inmunidad propia de una nación
neutral. Exijo inmediatamente que deje de apuntarnos o tendrá problemas
con sus superiores.—El
SS-Sturmann
a cargo titubeo—. Estoy en una misión especial de la cual el
SS
-
Standartenführer
(coronel) von Oszlak está enterado —prosiguió Sorensen—. Llámelo si
quiere. Compruebe que digo la verdad... ¡Vamos, soldado, hágalo!...
Indy estaba perplejo. La capacidad de
mentir que tenía ese sueco era extraordinaria. La voz no le temblaba y su
tono denotaba una seguridad fenomenal. También comprobó que el soldado
había entrado en el juego y que Sorensen estaba ganando unos segundos
preciosos.
No había terminado de elucubrar sus
conclusiones cuando desde uno de los costados del depósito se sintieron
tres siseos secos, cortantes, y el trío de nazis se dobló hacia atrás,
como si fueran contorsionistas novatos pretendiendo impactar a la
audiencia.
Cuando tocaron el piso ya estaban
muertos.
Tres filosos puñales aún temblaban
clavados en sus espaldas.
Raudamente, desde las sombras, cuatro
siluetas se recortaron por delante de los faros prendidos del jeep, que
enfocaban el interior del depósito.
—¡Apaguen esas luces! —ladró
Sorensen y sus cuatro e insospechados colegas obedecieron en el acto.
—¡Mierda!... —profirió Jacob—.
¡Mierda!... ¡Esto se va todo por la cloaca!
Indy se acercó al diplomático. Todo
había sucedido tan rápido que no comprendía al detalle lo que sucedía.
—Manejó la situación excelentemente
—le dijo.
Sorensen lo dirigió una mirada cargaba
de soberbia.
—Diplomacia, Dr. Jones... —respondió—.
Simple diplomacia. ¿Cómo cree que llegue a ser Agregado Cultural?...
Indy hizo caso omiso al sarcasmo y giró
sobre sus talones en dirección al depósito.
—¿Dónde está Daniel? —preguntó
Jacob estaba fuera de sí.
—¡Daniel! ¡Ya todo terminó! —bramó
arrastrado por el nerviosismo y conteniendo el terror que le corría por
todo el cuerpo—. ¡Daniel!...
Nadie respondió.
—¿Lo buscamos, señor? —le preguntó
a Sorensen uno de los comandos de apoyo—. No debe estar muy lejos.
—¡¡Daniel!! —repitió Jacob
exaltado.
Indy lo tomó por el brazo.
—¡Oye! ¡Baja la voz o vendrán
refuerzos!
Jacob se quitó la mano con un brusco
movimiento de cuerpo.
—¡No tenemos tiempo, Indy! —dijo—
¡Esto se desmorona!...
—¡Tranquilízate o tú serás quien
termine por echar todo a perder!
—Caballeros —intervino Sorensen—,
manténganse tranquilos, por favor. Aún tenemos algunas cositas que
arreglar antes de partir. No es bueno que el nerviosismo nos gane la
partida. Y menos ahora que estamos tan cerca del objetivo... Salgamos de
aquí, el carguero nos espera.
Indiana lo miró sorprendido.
—¡No dejaré a Daniel solo en este
lugar! —vociferó.
—Dr. Jones —dijo el sueco observándolo
al rostro—, esto no es una excursión de fin de semana. Rossberg conocía
cuáles eran las reglas. En caso de tener que dejar a alguien en el
camino, el resto seguiría con el escape. Usted aceptó esos términos...
—Yo no acepté términos de ningún
tipo. Si Daniel lo hizo, es cosa de él. No saldré de este maldito depósito
sin mi amigo.
Jacob no sabía qué decir. Tenía la
mente bloqueada. Recién cuando Indiana Jones dio una vuelta completa y
salió corriendo por uno de los pasillo, llamando al ex-curador por su
nombre, advirtió que su reacción ante lo sucedido venía retardada. Miró
al sueco y preguntó:
—¿Va a esperarlos?...
Sorensen se mordió el labio inferior,
miró a sus cuatro “soldados” y repuso.
—Agarren ese cajón. Nos vamos de aquí.
—¡Sorensen, deles al menos unos
minutos! —clamó.
—¡No hay tiempo! —exclamó el
diplomático—¡Esto estaba calculado al milímetro!... ¡No podemos
aguardar! ¡Recuerde que tengo tres muerto nazis sobre mis espaldas! ¿Será
usted quien me saque del país si es necesario?...
Jacob miró hacia el depósito, apenas
iluminado por la claridad que entraba por las claraboyas del techo. El
remordimiento le carcomía el alma. El sueco tenía razón. No podían
sacrificarse todos por su hermano. Ni siquiera él.
Se sintió un cobarde, pero la situación
no daba para más.
—¿Viene o se queda, Rossberg?
—inquirió Sorensen desde la puerta.
Jacob dirigió un último vistazo y se
movió hacia el grupo. —¡Voy, maldita sea!... Voy con ustedes.
E n el momento mismo en que el Lafayette 1936 se ponía en marcha, e iniciaba su lento recorrido por el muelle, Henry “ Indy ” Jones se topaba con Daniel Rossberg tendido sobre un cajón... y con un puñal clavado en la nuca. |
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4
SEGUIDORES DE RITOS PAGANOS
L
a
hoja del cuchillo se hundía justo en la base del cráneo, hasta el mango
de hierro finamente repujado. Era acero de Toledo y la empuñadura poseía
una serie de hermosos arabescos abstractos de origen musulmán que
brillaban débilmente por la claridad que se colaba a través los
ventanucos de vidrio del techo del depósito.
No cabía la menor duda: Daniel Rossberg
estaba muerto. Certeramente asesinado por la espalda y sin que pudiera
haber hecho nada para defenderse. Había sido un trabajo limpio, prolijo,
burocrático. La sangre fría signaba el proceder del matador.
Indy rotó el cadáver, depositándolo
en el suelo, para observar el rostro de su amigo. Rossberg tenía los ojos
cerrados y una mueca indescifrable se le dibujaba en los labios. Recién
cuando lo movió, la herida empezó a sangrar.
—Lo siento mucho, compañero —murmuró
el arqueólogo, sintiendo una mezcla de rabia, impotencia y sorpresa.
Decenas de dudas sacudieron su mente, pero no era momento para tratar de
darle respuestas. Tenía que salir de allí y alcanzar al grupo. Más
tarde habría tiempo para resolver el misterio de ese crimen.
Se levantó. Dio media vuelta en dirección
al pasillo y miró el portón de ingreso, todavía abierto, a más de
cuarenta metros del sitio en el que él estaba. No había movimiento
alguno. Estaba solo. Se habían marchado. Jacob, Sorensen y su gente seguían
los planes fríamente, al pie de la letra. Quizás esa era la única forma
de enfrentar a otra maquinaria mucho más gélida e insensible: la
nacionalsocialista
.
Avanzó al trote, imprimiéndole cada
vez más velocidad a sus piernas; entonces, un nuevo fogonazo de luz
recortó el marco del portón desde el exterior. Acababa de llegar un
segundo camión. Esta vez con ocho
SS-Schütze
(soldados) que, por
los gritos de alarma que dieron al encontrar a sus compañeros muertos,
estaban embebidos en ira y furia vengativa.
Indy frenó de golpe y se echó hacia un
costado, en busca de refugio. Instintivamente verificó si su pistola aún
estaba sujeta al cinturón y la desenfundó, quitándole la traba de
seguridad.
“¡
Maldición
!”, pensó para
sus adentros. “¡
Seis balas no eran nada contra las ocho metralletas
de esos tipos
!...
Miró hacia todos lados buscando una
salida y, de pronto, recordó el brillo del mango del puñal y las
ventanas del techo. Verificó la posición que tenían las cajas apiladas
a su lado y sin más empezó a escalarlas. Afortunadamente conformaban una
escalinata impensada que lo ponían por encima de los soldados que ganaban
terreno dentro del depósito, prontos a disparar.
A medida que subía sus pupilas captaban
más y más luz. En cuestión de segundos se terminaría de adaptar a las
penumbras. No tenía que dirigir los ojos hacia la incandescencia de los
faros del camión alemán. De hacerlo se encandilaría. Como la mujer de
Lot, estaba obligado a avanzar sin mirar más que hacia delante.
—¡Busquen por todas partes! —gritó
uno de los
SS-Schütze
, con un claro acento berlinés—. ¡El
asesino no puede estar muy lejos!
En ese momento Indy alcanzó la cima de
las cajas y se pegó a ellas quedándose inmóvil, sin siquiera respirar.
Debajo suyo, dos de los militares recién llegados inspeccionaban
nerviosos todo recoveco, dándose valor con gritos y gestos de
grandilocuente histrionismo.
Giró la cabeza y vio las estrellas del
cielo, a través del sucio vidrio de una de las ventanas.
Con sólo estirar un poco el brazo
alcanzó los pestillos del marco y los corrió despaciosamente. Después
empujó con fuerza y el ventanuco se abrió hacía a fuera sin emitir
ruido.
Lentamente trepó y sacó la mitad del
cuerpo al exterior.
Una dilatada superficie de chapa bajaba
en desnivel hasta el borde mismo del muelle. Desde el techo, el depósito
parecía dos veces más grande de lo que era. Más allá, a tres cuadras
de distancia, el
destructor
alemán semejaba un árbol de navidad
metálico, todo engalanado de luces y con un nutrido despliegue de hombres
a su alrededor.
Se paró. El techo se combó unos milímetros
y volvió a tomar su posición anterior cuando levantó la primera pierna
para empezar a caminar en sentido contrario al camión alemán,
estacionado en la entrada del depósito.
Avanzó con cuidado. Trataba de no hacer
ruido, pero algo ocurrió...
—¡Disparen! —Escuchó gritar justo
debajo de sus pies; y en el instante mismo en que emprendía una alocada
carrera por la techumbre, una lluvia de balas perforó las chapas,
saliendo hacia arriba como si fueran avispas asesinas.
El alarido de los soldados venía acompañado
por el traqueteo de las ametralladoras al ser disparadas y un peligroso
reguero de chispas y ruidos secos empezó a perseguirle los talones, en
tanto Indy corría más y más rápido, dando inmensas zancadas.
Cuando percibió que el techo se
acababa, pensó en dar un salto que lo impulsara por encima de la calle y
caer directamente al mar.
¿
Podría lograrlo
? ¿
Llevaba
suficiente velocidad
? ¿
Tenía otra alternativa
?... Si se detenía
y bajaba, destrepando
hacia
la calzada, lo iban a atrapar.
Debía saltar.
Tenía que sobrevolar los seis o siete
metros que lo separaban el borde del muelle y alcanzar el agua.
No había otra opción.
Se impulso hacia delante con más
fuerza. Midió, tomó distancia, calculó y dio el brinco de su vida...
Experimentó la fuerza de la gravedad en
las entrañas; y su estómago, como si perdiera su sustento, se sacudió
dentro del abdomen. Fue cuestión de segundos. Cuando menos lo esperó, una sensación helada encapsuló todo su cuerpo y el agua salada del puerto lo cubrió por completo. ba
E
mpapado, cansado y con frío, Indy se arrastró por la mohosa
superficie de una escalinata que salía justo desde el mar y alcanzó las
irregularidades de la vereda de un muelle. Había nadado por más de una
hora; la ropa le pesaba y sentía que sus zapatos se habían convertido en
sopapas, aprisionándoles los pies y las medias con cada pequeño paso que
daba. Estaba en otra sección del puerto, a unos quinientos metros del depósito
y con el carguero sueco
WODEN
a la vista.
Con sigilo, atravesó la calle y buscó
refugio detrás de una grúa. Desde esa posición pudo apreciar que las
cosas no habían mejorado.
Los nazis estaban frenéticos.
A lo lejos, los encargados de
acondicionar el
destructor
alemán, habían abandonado sus tareas y
se dirigían en tropel hacia el lugar del tiroteo. Soldados SS, oficiales
y hombres de civil con perros, patrullaban y revisaban cada metro cuadrado
del puerto. Los gritos se escuchaban aún estando lejos. Frente a él,
justo al lado de la escalinata que permitía el ascenso al
WODEN
,
cinco
SS-Schütze
hacían guardia. Era imposible subir al barco e
ingresar en territorio diplomático sueco; y si bien los soldados tenían
clara esa prohibición legal, para no alterar aún más el controvertido
mapa de relaciones consulares, Indy advirtió que los nazis desconfiaban
de la embarcación. De otra manera no hubieran enviado a esos cinco
furiosos guardias a custodiarla.
Sorensen, Jacob y los demás miembros
del grupo comando debían estar embarcados. Prueba de ello era el
Lafayette
1936
estacionado a escasos metros de la escalinata, con el baúl y
tres de sus puertas abierta de par de par. No cabía duda de que habían
descendido velozmente; pero ya tenían las espaldas cubiertas y podían
respirar con más tranquilidad.
Uno de los soldados, apoyado sobre el
capot del auto, escrutaba las penumbras vecinas con una mirada casi
animal. Los otros cuatro patrullaban el corto perímetro que separaba al
barco de las oficinas y depósitos del mercado portuario.
Indy tenía que buscar otra ruta. Era
absurdo intentar subir al carguero y salir con vida por el frente de
babor. Debía regresar al agua, rodearlo a nado y, de alguna forma, tratar
de alcanzar la cubierta sin ser visto, por el costado de estribor.
De pronto, mientras miraba al barco,
desde el fondo de su conciencia algo le llamó poderosamente la atención.
No supo qué era al principio, pero al cabo de unos segundos, y tras
recorrer detenidamente con la vista al
WODEN
, se dio cuenta de que
todo estaba demasiado tranquilo a bordo.
La cubierta desierta, sin un alma; los
motores apagados y muy pocas luces prendidas se colaban por los ojos de
buey de la embarcación. Parecía que el carguero no se disponía a
zarpar. No había preparativos de ningún tipo a la vista.
Indy se extrañó. Sorenesen había sido
claro al respecto, en una reunión previa: “
No bien embarquemos, nos
marchamos sin dar explicaciones
”.
¿
Qué era lo que estaba pasando
?...
La única forma de saberlo era subiendo
al buque.
Regresó sobre sus pasos. Descendió por
la escalera de material hasta el agua, se sumergió sin hacer ruido y nadó,
dando brazadas suaves, hasta quedar fuera del alcance de las miradas de
los soldados, al otro lado del
WODEN
.
Recorrió todo el barco a lo largo,
sumergiéndose de tanto en tanto, cada vez que creía escuchar algún
sonido que lo delatara. Pero tuvo suerte. Los alemanes se habían
concentrado en el depósito de las cajas y ninguna lancha inspeccionaba la
grasosa superficie líquida del puerto.
En eso, desde la base de la cubierta del
carguero, una larga y gruesa soga caía desde lo alto. Un cabo
inutilizado, esos que se usaban para amarrarlo cuando se desataba alguna
tormenta.
Lo aferró con fuerza y le imprimió a
todo su cuerpo la energía residual suficiente para trepar por él.
Paso a paso, brazada tras brazada, Indy
escaló la pared de acero del
WODEN
hasta llegar a la cima. Sorteó
la barandilla y se dejó caer pesadamente sobre el piso de la planchada.
Estaba agotado.
Cambió el aire de sus pulmones. Se puso
de pie y, en absoluta soledad, caminó hasta una puerta de hierro forjado
que daba paso a un corredor larguísimo, jalonado por puertas a un lado y
otro de su recorrido.
Avanzó con sigilo. No había un alma.
La situación se le hacía cada vez más extraña.
Repentinamente, el eco débil de una
conversación se coló por el marco de una de las puertas cerradas.
Pensó en anunciarse, pero al instante
contuvo el impulso y se arrimó para poder escuchar mejor.
Era la voz de Emmanuel Sorensen.
—...No lo sé, la verdad es que no lo
sé con exactitud —expresaba dirigiéndose a otra persona—. Lo único
que puedo decirte es que con esto podremos iniciar pronto un próspero
negocio.
—¿Estás seguro? —inquirió una voz
desconocida—. ¿Pueden esas chucherías valer tanto?
—¿Chucherías, dices?... ¡Já! ¡No
entiendes nada, Alfred! ¡Esas “chucherías” que ahí tienes valen una
pequeña fortuna! Muchos museos estarán deseosos de comprarlas...
—Si es así, entonces, ¿por qué no
la conservan los alemanes?
—Encontraremos algún nazi inteligente
que dé una buena suma por ellas, llegado el caso.
Indy sintió cómo alguien se trasladaba
hacía otro rincón del camarote.
—¿Y esto? —inquirió la voz—. ¿Qué
es esta porquería?
—Según dijo Jones, es un dios llamado
Shash Naag
.
—¡Es horrendo!... ¿A esto llaman
arte?
Sorensen sonrió.
—¡Si supieras! —exclamó—. ¡Dicen
que hasta toma leche!...
—¡¿Eh?!...
—¡Já, já, já...! Eso comentan...
Indy se apartó de la puerta. La sienes
le latían. Como en tropel, un sin fin de suposiciones se le acumularon en
la mente. No cabía duda de que el diplomático planeaba algo que no había
dicho. Era evidente que traficaba con arte y que Daniel y Jacob habían
sido traicionados. Pero, ¿tenía alguna relación ese sueco hipócrita
con los nazis?... Seguramente sí.
—De todas formas, y por más leche que
tome —continuó Sorensen con tono risueño—, la
Germanenorden
se quedará con esta pieza en particular. Uno nunca sabe qué extraños
poderes puede tener una cosa como ésta. Además, desde que el Führer nos
prohibió funcionar como institución, tenemos que proveernos de cualquier
cosa que nos pueda resultar útil en el futuro.
Por un segundo hubo un silencio mortal,
suficiente para que Indy se percatara de que tenía que salir de ahí
urgentemente.
Volvió sobre sus pasos en dirección a
la cubierta cuando, de improviso, el ruido de la puerta de acero lo alertó.
La abrían desde afuera. ¡Se iban a topar, cara a cara, con él!.
Giró en redondo, desesperado, y manoteó
el primer picaporte que encontró a mano. Lo giró y se zambulló de lleno
en el camarote. Cerró la puerta justo cuando uno de los marineros del
carguero enfilaba en la dirección en la que, segundos antes, él estaba.
Imprevistamente, la oscuridad de la
estancia desapareció con el fogonazo de un velador que se prendía.
—¡¿Indiana?!...
Indy miró sorprendido hacia atrás,
apuntando con su revólver recién desenfundado; y aunque la voz le
resultara familiar estuvo a punto de jalar del gatillo.
—¡Jacob! —exclamó Jones
boquiabierto.
—¡Oh, Dios! ¡Qué suerte que pudiste
llegar a tiempo! —prorrumpió Rossberg, reincorporándose del camastro
en el que estaba recostado—. ¡Por un momento creí que zarparíamos sin
ustedes! Pero, —dijo extrañado— ¿qué haces con ese revólver apuntándome?
¿Pasa algo?—e instintivamente miró por encima del hombro del arqueólogo.—¿En
dónde está Dan?...
Indy se le acercó, lo tomó por los
brazos y trató de imprimirle a su voz la mayor contundencia que podía
darle.
—Jacob —dijo—, escúchame bien,
por favor.
—¿Qué pasa, Indy?... ¿Qué pasó?
—Algo muy malo, amigo mío... —dijo
y guardó silencio unos segundos. No sabía cómo informarle lo acaecido.
Finalmente reveló sin vueltas:—Daniel está muerto, lo mataron.
—¡¿Cómo que muerto?! —explotó
Rossberg.
—¡Shhhhhhh...! ¡Contrólate, por
favor! ¡Pueden oírnos!
—¿Quiénes? ¿Los nazis? No pueden
irrumpir en este barco...
—No; el problema no son sólo los
nazis. Sorensen te engañó, nos engañó a todos y mató a Dan.
—¿Qué dices?...
Indiana se refregó la frente. Quería
ser claro y exponer sus últimas averiguaciones de manera precisa.
—No hay tiempo para explicaciones
largas, Jacob. Tenemos que abandonar este barco si no queremos seguir la
misma suerte que tu hermano. Sorensen es miembro de la
Germanenorden
.
—¿Y que diablos es la
Germanenorden
?
—preguntó instintivamente, mientras en su cabeza sólo se representaba
la imagen de Daniel
—La
Orden Germánica
, Jacob
—explicó Indy—. Una logia masónica obsesionada por rituales paganos
e ideas de pureza nórdica. ¡Son unos locos peligrosos! Están
organizados para luchar contra una supuesta conspiración judía
internacional. Son racistas, antisemitas y muy, muy violentos.
Jacob se desplomó sobre la cama.
—Estos tipos están relacionados con
los nazis —continuó Indy—. Tienen mucho en común con ellos y por más
competidores que Hitler los sienta, llegado el caso pueden unir sus
fuerzas.
—¿Cómo sabes todo eso?...
—Acabo de oír a Sorensen. Además
—siguió con su alocución, agitado—, el nombre de este barco es otra
prueba de lo que digo...
—¿De qué nombre hablas?
—WODEN...
—¿Qué hay en ese nombre?
—
Woden
no es otro que
Odín
,
el dios de la guerra escandinavo. Una deidad a la que estos delirantes le
rinden culto desde 1870 aproximadamente...
—Continúa...
—Hacia esa fecha, un pseudocientífico
llamado
Guido von List
formó un grupo que festejaba ceremonias
paganas en los solsticios y equinoccios adorando al sol bajo la figura de
un ser mítico que llamaban
Baldur
; un dios muerto en batalla y
resucitado. Woden era la deidad más importante de ese culto y alrededor
de él organizaron la logia de la que te hablo. Es gente rara, Jacob. Están
convencidos de que las fuerzas ocultas pueden ser manejadas a través de
reliquias y no se detendrán ante nada con tal de conseguir sus metas.
Buscan objetos perdidos usando péndulos, invocando fuerzas extrañas y
esas cosas...¿Por qué crees que fueron prohibidos en Alemania? Hitler
les teme y quiere tener el monopolio de los
Poderes
Oscuros
.
Por eso mandó a que la
Orden
Germana
fuera disuelta.
—¡Es una locura!
—¡Todo esto es una locura, Jacob! ¡La
guerra es una locura! ¡Hitler es una locura!... ¡Y nosotros estamos en
medio de todo este lío!
—¿Y que sugieres que hagamos?
—Por el momento, salir de aquí
—respondió al tiempo que identificaba, a un costado del camarote, su
maleta de viaje—. ¿Es ese mi equipaje? —preguntó, señalándolo con
el mentón.
—Si...
Caminó hacia él, lo abrió, miró en
su interior y dijo: —No bien me cambie de ropa, nos marchamos de aquí.
C
on
su sombrero
Fedora
de la suerte bien calzado, la chaqueta de cuero
marrón tipo aviador, sus pantalones holgados y el látigo enrollado sobre
el costado izquierdo de la cintura, su cartuchera y revólver de alto
calibre, el profesor Henry Jones Jr. volvía ser el aventurero que tanto
disfrutaba encarnar. Con esa indumentaria se sentía capaz de enfrentar
los peligros de un modo diferente: mucho más distendido y seguro de sí
mismo. Un resabio de superstición, quizás; pero lo que importaba era que
esa
ropa y
esos
objetos, que siempre lo acompañaban por el
mundo, le generaban confianza. Funcionaban casi como talismanes sagrados.
Era una tontería, pero así él lo sentía.
Jacob Rossberg abrió la puerta del
camarote y salieron al pasillo.
—¿Cuántos crees que son de tripulación?
—preguntó Jones.
—No muchos. Vi poca gente. Cuando
llegamos nos recibieron sólo tres marineros y el capitán. El barco parecía
deshabitado. Eso sí, eran tipos muy fornidos, Indy.
—“
Vikingos
”... —repuso
con sarcasmo.
—No es una mala comparación.
Caminaron hasta la puerta del
compartimiento en el
que
Sorensen charlaba hacía un rato. Indy tenía su revolver amartillado y lo
empuñaba con fuerza delante suyo. Se acercó a la puerta, trató de
escuchar algo y tras unos segundos la abrió con cuidado. El recinto
estaba vacío. Se habían marchado. El cajón con las obras de arte que
Daniel rescatara del museo tampoco estaba.
Jacob se adelantó curioso:
—¿Qué buscamos en este sitio?
—Las reliquias que sacamos del depósito.
—¿Aún pretendes llevarlas
contigo?... —inquirió sorprendido—. ¿Cómo vamos a sacarlas de aquí?...
¡Es imposible!...
Indy giró con el ceño fruncido y fijó
su vista en los ojos de Rossberg.
—Vine a Alemania para ayudar a tu
hermano, Jacob, y no me iré sin cumplir con mi palabra.
—Pero..., ¿para qué quieres esas
porquerías antiguas? No vamos a poder movernos con esa carga sobre
nuestras espaldas...
—En ese caso —murmuró Jones—, las
tiraremos al mar. Quizás en un futuro las volvamos
a encontrar... ¡No quiero que estos tipos se queden con nada! —añadió
con rabia.
Jacob lo observó y sacudió levemente
la cabeza de un lado a otro.
—Eres tan obsesivo como Dan...
—sentenció.
—Formábamos parte del mismo
gremio
—dijo Indy, esbozando una sonrisa ladeada. Se ajustó el sombrero y
agregó con energía:—Salgamos de aquí.
Marcharon por el pasillo con paso
ligero. Subieron por una escalinata de metal hasta un primer nivel por
encima de la cubierta y siguieron caminando manteniendo los cinco sentidos
bien alertas. Atravesaron el sector del comedor, vacío por completo, y
retomaron la marcha por otro corredor en dirección a popa.
—Oye, Indy... —interrumpió Jacob
con voz muy baja.
—Dime...
—Me dejaste pensando.
—¿Sobre qué?
—Hablaste de “poderes ocultos”...
¿Tú crees en eso?
Indy vaciló un segundo.
—Te diré algo —respondió, sin
dejar de aminorar la marcha.— Tengo la mente abierta. No niego nunca
ninguna posibilidad.
—¿Y Dan? ¿Creía en esas cosas?
Indiana volteó levemente su cara hacia
Jacob..
—Él era más ortodoxo... —dijo, al
tiempo que pensaba lo poco que se habían conocido esos hermanos
—Sí; demasiado apegado a lo material,
al artefacto —agregó Rossberg.—Una deformación profesional,
supongo... ¡Pobre Dan! —y sus ojos se le humedecieron con lágrimas.
Indy no le respondió, aunque estaba en
parte de acuerdo. Su propia formación universitaria en Chicago, al inicio
en extremo positivista, había sido ampliada con otras perspectivas teóricas
a lo largo de su estadía en la Sorbona de París y en el college de
Londres; en donde completara su carrera de postgrado, a mediados de la década
del veinte. Las diversas aproximaciones a problemas clásicos de arqueología,
ya sea a través de la historia de las religiones, la mitología e incluso
del misticismo esotérico, habían ampliado su mirada académica facilitándole
la adquisición de perspectivas lo suficientemente generosas como para
acceder a viejas sensibilidades y creencias que, racionalmente, nunca
hubieran podido ser aceptadas. En ese sentido, era un verdadero
heterodoxo; por más que en sus clases lo disimulara bastante.
Además, su rica “
experiencia de
campo
” lo había colocado en situaciones extremadamente fuera de lo
común y sabía que existían “
cosas
” en las que muy pocos se
atrevían a creer. Por eso respetaba la vocación esotérica de los nazis.
Tenía pruebas concretas de que esos tipos sabían lo que querían, y que
no trepidaban en buscar cualquier medio para conseguirlo, incluso la magia
negra, la necromancia o la manipulación de restos sagrados.
Nada le causaba menos risa. La verdad
era que esa situación le preocupaba mucho y lo ponía en extremo
nervioso. Tratar con los masones de la
Germanenorden
no era poca
cosa. Estar en medio de una lucha entre grupos que pretendían manipular
extraños poderes —que ni siquiera conocían bien— se volvía un
asunto complicado.
Jacob no se percataba del lío en el que
se habían metido. Sus deseos por abandonar Alemania no lo dejaban ver la
vorágine de situaciones extrañas que podían presentárseles en los días
venideros. Para su concreta mentalidad médica, el
Nacionalsocialismo
era sólo un partido político encumbrado en el poder y cuyo éxito se
basaba en la propaganda racista, la violencia física,
los discursos grandilocuentes y el miedo. Indy, en cambio, a todo
eso le sumaba componentes cuasi-religiosos que lo volvían aún más
peligroso.
El culto a los héroes y la creencia de
que el
Valhala
—ese Paraíso destinado a todos los soldados
muertos en combate— era la morada final en la que Woden —o Wotan—
redimía a los que se inmolaban por el Estrado Ario, convertía a la mayoría
de los nazis “cultos” en fanáticos capaces de dar la vida por el
personaje que simbolizaba a la deidad suprema en la Tierra: el
Führer
,
Adolf Hitler.
Autonegación, disciplina, obediencia y
autosacrificio. Contra esos valores debería luchar el mundo de principios
del siglo XX; y a Indy Jones le tocaba el turno de estar en la primer línea
de trinchera, combatiendo a la
Orden Germana
y a los esbirros de la
Schutzstaffel
(
SS
), compitiendo entre sí por un cajón de
reliquias orientales. “¡ Maldición !”, pensó. Su padre tenía mucha razón cuando le preguntaba con inocultada ironía: “¿ A eso llamas tú arqueología ?”.
ba
E
l
carguero
WODEN
, botado durante la Primer Guerra Mundial, de
prolongada eslora, amplias bodegas y una chimenea blanco y negra que no
daba señales de actividad en sus calderas, mostraba claros signos de
envejecimiento. A excepción de las letras de hierro forjado, que formaban
su nombre en la proa de estribor, su casco ya no brillaba. Había
“encanecido”, como decían los trabajadores portuarios; pero, aún así,
conservaba la fuerza suficiente para flotar por otras dos décadas.
Indy y Jacob lo transitaron manteniendo
una permanente prudencia. Intentaban no alertar a nadie y evitar toparse
con miembros de la tripulación. Por fortuna, no había mucha gente a
bordo y, a poco de recorrer el buque, se dieron cuenta de que Sorensen y
los suyos jamás habían tenido intención de zarpar. La mayoría de los
marineros y oficiales estaban, con seguridad, revolcándose en algún
prostíbulo o anestesiando la angustia de saberse en un mundo en guerra
gracias a los efectos etílicos de la cerveza o alguna bebida espirituosa.
Subieron y bajaron escaleras.
Atravesaron cuartos repletos de tuberías indescifrables y pequeñas
bodegas. Pasaron por delante de otros supuestos camarotes y se detuvieron
bruscamente cuando, en un recodo del camino, se toparon inopinadamente con
dos “
vikingos
”, gordos y rubios.
Indy tensó su musculatura. Se dispuso a
pelear, pero no hizo falta. Los marineros saludaron sin darles demasiada
importancia y prosiguieron su marcha por el corredor.
El corazón de Jacob Rossberg estuvo a
punto de salir escupido por la garganta.
—Pensé que nos pescaban —dijo por
lo bajo.
Fue entonces cuando, tras avanzar unos
cinco metros, uno de los tripulantes se volteó hacia ellos bruscamente.
—¡Eh, amigos! —dijo con cerrado
ademán. Indy giró en redondo y llevó disimuladamente su mano hacia la
cartuchera del revólver.—¿Ya subieron todo lo que tenían en ese auto?
—inquirió, sacudiendo una barba tan tupida como rojiza.
—...Sí... —titubeó Jacob—. Ya
está todo...gracias
El grandulón asintió y giró,
retomando el corredor.
—Oye —intervino Indy dirigiéndose
al sujeto que se marchaba—. ¿Sabes en dónde está el camarote de
Sorensen?...
El barbón miró a su compañero con
gesto dubitativo. Fue éste quien respondió:
—Siga la línea de cubierta que esta
al final del pasillo y doble a la izquierda. Es una puerta en la que dice
“
Sala K
”. Está allí.
—Gracias...
No fue difícil seguir las indicaciones.
Tampoco fue complicado amartillar la pistola e irrumpir en ese camarote,
mordiendo las mandíbulas y conteniendo el impulso por disparar. Indy
estaba dispuesto a todo. No toleraba la traición y la imagen de Dan,
muerto entre sucias cajas, lo enervaba hasta la médula, alimentando su
odio y resentimiento. Por eso no le costó nada sorprender a Emmanuel
Sorensen por la espalda, girarlo y apoyarle el caño del arma en la
cabeza, obligándolo a callar.
—¡Una palabra altisonante y te mato!
—le dijo frunciendo el ceño.
El sueco, asombrado, abrió los ojos de
par en par.
—¿Dr. Jones?... ¿Qué sucede? ¿Se
ha vuelto loco? —mal articuló boquiabierto.—¿Por qué esta
violencia? Estamos del mismo lado, ¿lo recuerda?... El hecho de que nos
hayamos marchado antes de...
—¡¡Cállate!! —ladró Indy, apretándole
el revólver con fuerza en la frente—. ¡Eres un cerdo nazi!... ¡Lo sé
todo! ¡Te escuché en el otro camarote!... ¡Este barco no pertenece a la
embajada sueca!...
—Dr., yo...
—¡Traidor! —bramó Jacob tomándolo
por el cuello de la camisa—. ¡Mataste a Daniel!.. ¡Confié en ti y
mataste a mi hermano!...
—¿Eh...?... ¿Qué dices? ¡Yo no maté
a nadie!
—Pues alguien lo hizo —interpuso
Indy—. Lo apuñalaron por la espalda con estilo semejante al que tienen
tus hombres.
—Yo no maté a tu hermano.
—¡Racista hipócrita! —volvió a
estallar Jacob—. ¡Eres un cobarde!
—Sabemos que es miembro de la
Germanenorden
,
Sorensen —expuso Indy, tratándolo nuevamente
de “usted”—. Y que toda esta mugre la organizó para
conseguir el cajón con las reliquias.
Indy se echó hacia atrás, separó el
caño del revolver unos centímetros de la cabeza del sueco y dijo:
—Contaré hasta cinco, y si no me dice
en dónde tiene ese cajón, le vuelo la tapa de los sesos. ¿Ha
comprendido?
Sorensen lo observó con los ojos muy
abiertos. Un brillo extraño pareció detectarse en la forma de mirar. Fue
entonces cuando, tras un rictus transfigurador, su tono y actitud general
cambiaron por completo.
—Jones —dijo con parsimonia—, no
sea tonto. ¿No se da cuenta? Está en un callejón sin salida.
—¡¡UNO!!... —contó Indy.
—No puede hacer nada. Si baja, lo
matan los nazis; si se queda a bordo, los miembros de la Orden harán lo
propio con ambos.
—¡¡DOS!!...
—Ríndase. No tiene escapatoria.
—¡¡TRES!!...
—¡Necio!...
—¡¡CUATRO!!
—¡Pues si quiere, máteme! ¡Máteme
si le satisface, pero no
logrará
nada con eso! ¡NO le diré nada! ¿Entendió? ¡Nada!... ¡Apriete el
gatillo! ¡Vamos! ¡Hágalo y tendrá a mis hombres sobre ustedes en dos
segundos!
“¡
Mierda
!”, exclamó Jones
por dentro. No podía asesinarlo a sangre fría.
Bajó el arma y sin preludios le propinó
una trompada en pleno mentón, descargando su furia acumulada.
Sorensen trastabilló y cayó al piso,
con un hilo de sangre saliéndole por la comisura de los labios. Se había
mordido la lengua.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó
Jacob desesperado.
Indy no le respondió. Dio dos zancadas
hasta Sorensen, lo tomó por el cuello y lo levantó como su fuera un
maniquí.
—¡Vamos a dar un paseo! —dijo
hoscamente, al tiempo que lo empujaba hacia la puerta.
—¿Qué haces? —soltó Jacob
desconcertado.
—Vamos a hacerle una visita de cortesía
al capitán.
—¿Al capitán? —volvió a
cuestionar Rossberg. —Sí —respondió Indy con claro convencimiento en su voz—. Si no podemos salir del callejón en el que nos metimos, ¡moveremos el callejón entero! |
|
|
5
EL
LOBO DE MAR
A
lfred
D’Huicque entró en el puente de mando del
WODEN
dando tumbos.
Trastabilló con la base de una butaca, adherida al suelo, y dio el pecho
contra el timón del barco. Se reincorporó y le dirigió a Indy una
mirada furibunda.
El francés se sentía humillado, vejado
en su honor de oficial por un desconocido con aspecto de domador de circo
y un judío al que detestaba por el solo hecho de pertenecer a una minoría
“racial” que consideraba inferior, “subhumana”. Xenófobo y
ultranacionalista, el Capitán D’Huicque no soportaba ser manipulado por
individuos a los que hubiera asesinado sin sentir culpa. Mercenario de
fortuna y fiel adepto a la ideología reaccionaria de la
Germanenorden
,
prefería abandonar la tradición liberal de su país natal y enfocar sus
esfuerzos en pos de un Nuevo Orden mundial con el que siempre había soñado.
Un mundo “biológicamente puro”, respetuoso de los valores patrióticos,
del verticalismo y enemigo de la revolución socialista venida de la Unión
Soviética.
D’Huicque había absorbido el ideario
del III Reich, pero creía que la línea planteada por la
Orden Germánica
no debía ser desechada de los planes originarios del Führer. La Logia no
difería mucho del
Nacionalsocialismo
alemán; de hecho, constituía
una de las bases primigenias del partido y se había sentido muy
decepcionado cuando Hitler y los suyos la proscribieran, por considerarla
peligrosa a los intereses monopolistas de la política estatal.
Aún así, el capitán D’Huicque, a
sus cincuenta y tantos años, conservaba la esperanza de que el líder
alemán recapacitara quitándose de encima a todos aquellos obsecuentes y
mal intencionados colaboradores que pululaban entorno suyo, y que eran los
verdaderos responsables del desprestigio en que habían caído masones
como él.
Era cuestión de tiempo. Había que
aguardar. Los hechos, a la larga, convencerían al Führer de que la
Germanenorden
perseguía sus mismos objetivos de dominación mundial; y para ello, D’Huicque
necesitaba contribuir a la logia con dos cosas: dinero y mucha fuerza de
voluntad para seguir enfrentando a propios y extraños.
Pero, ¿
quién era ese loco de
sombrero y látigo que había irrumpido en su camarote, arrastrándolo
hasta el puente, como si fuera un animal
? ¿
Acaso creía que podía
zarpar de un puerto nazi, apuntándole con la pistola
? ¡
Cerdo,
americano
!, pensó, conteniendo el impulso de sus manos que deseaban
estrangularlo.
—¡Ponga los motores a toda marcha,
capitán! —exigió Indy sin que le temblara un músculo—. ¡Saque este
barco del dique!
Emmanuel Sorensen, maniatado por la
espalda y con una mordaza impidiéndole la normal respiración por la
boca, se sacudía frenético a un costado de la habitación, custodiado
por la mano armada de Jacob Rossberg. Quería alertar a D’Huicque;
decirle que ese supuesto asesino a sangre fría no era tal y que con sólo
cruzarse de brazos era suficiente para desbaratar su plan de escape.
—¡Quédate quieto! —le gritó
Jacob, pero Sorensen no lo escuchó.
Entonces, bastó una feroz trompada en
el rostro para que el sueco se desplomara y quedara tendido sobre el piso,
semiinconsciente.
—Deseaba hacer esto...—agregó Jacob
con una circunstancial sonrisa en los labios mientras masajeaba los
nudillos de su mano.
Indy amartilló el arma.
—No se lo voy a repetir, capitán—dijo—.
Ando escaso de tiempo y con un humor de perros...
D’Huicque lo miró sin decir nada.
Volteó sobre el timón, manipuló una serie de manijas, apretó dos
botones inmensos, color rojo, y toda la estructura del WODEN se sacudió
levemente. Las hélices empezaron a girar y diez minutos más tarde el
carguero inició un lento desplazamiento hacia la salida del puerto.
El capitán observó por el ventanal de
proa cómo se abría, una decena de metros por delante, el inmenso golfo y
calculó que en breve recibiría una llamado de advertencia.
No se equivocó.
La estática del radiotransmisor WKO,
instalado junto al timón, lanzó una sorpresiva e imperativa orden:
—
Aquí la Comandancia de Puerto...
Carguero WODEN, no tiene autorización para
zarpar... Detenga la operación de inmediato, capitán....Cambio...
Indiana dirigió su atención al
aparato. Levantó la vista. El buque ya salía prácticamente del muelle
principal.
—No responda —ordenó—.
Prosiga...—y movió el revólver amenazante.
D’Huicque estaba a punto de estallar
de rabia. Giró la cabeza hacia el arqueólogo y profirió en entrecortado
inglés:
—¡No nos dejaran salir de aquí! ¡Tenemos
que detener el barco!
—¡Siga hacia delante! —gritó Jones—.
O juro que le vuelo la cabeza... ¡Siga! ¡No se detenga!
—¡Nos van a atacar, idiota!
Indy lo tomó por el cuello y lo apretó
contra el timón.
—¡Qué nos ataquen si quieren! ¡Nosotros
seguimos!...
Por segunda vez, la radio exhortó:
—
Carguero WODEN, si continua
desobedeciendo las ordenes, nos veremos obligados a tomar represalias...
Estamos en estado de guerra...¡Obedezca!...Detenga sus motores
... ¡
No
tiene
autorización para abandonar el puerto
!...
—¡Indy! —estalló repentinamente
Jacob—. ¡Mira! ¡Cuatro tipos de la tripulación están subiendo al
puente por la escalinata exterior! ¡Vienen armados!
—¡Dispárales! —ordenó sin
dudar—. ¡Frénalos!
Jacob rompió uno de los vidrios del
ventanuco posterior del puente y apretó el gatillo tres veces seguidas.
—¡
Continúa
! —reiteró Jones—.
¡
No dejes que avancen
!
Rossberg vació el cargador. Los
miembros de la
Germanenorden
frenaron su avance, protegiéndose y
respondiendo el ataque con una senda balacera.
—¡
Mierda
! —Exclamó Jacob,
agachándose y soportando por sobre su cabeza una lluvia de vidrios rotos.
Indy también se agachó y ayudó a
hacer lo mismo al capitán.
Entonces, una lluvia inesperada de
municiones empezó a impactar contra la estructura del buque,
especialmente en la parte del puente. Maderas, cristales, planchetas de
hierro y cuanto medidor colgado en las paredes, salieron despedidos por
los aires, bajo un estruendoso traqueteo.
—¡
Qué diablos
!... —exclamó
Jones, tendido por completo en el piso—. ¿Cuántos son, Jacob?...
Rossberg, tirado junto al cuerpo
inconsciente de Sorensen, no podía asomarse.
—¡Eran tres!... Pero...
—... ¡
No puede ser
!...—interrumpió
Jones, y levantó la cabeza el tiempo suficiente como para ver hacia
fuera. Se agazapó y acomodó el sombrero.—¡No son sus hombres, capitán!...
¡
Son los nazis
! ¡
Nos están tirando desde los muelles
!
Y sin decir más, bajó de golpe la
palanca de la velocidad al máximo.
El
WODEN
dio un pequeño brinco y
aceleró la marcha.
Avanzó.
Salió al golfo y puso proa hacia el
norte
Con el paso de los minutos el ataque cesó.
—¿Ya pasó?... —inquirió Jacob
temeroso.
—Así parece...
—No se confunda —sentenció D’Huicque—.
Esta gente no se rinde tan fácilmente...
Indy se paró. Todo el cubículo estaba
destruido. Habían salvado sus vidas de milagro. Lo que quedaba del puente
era una coladera, un mundo de perforaciones casi perfectas tapizando cada
centímetro de la estancia. Sacó la cabeza por lo que quedaba del
ventanal de popa y advirtió que los “vikingos” suecos de la logia
estaban acribillados, derramando litros de sangre por la cubierta del
barco.
A Indy se le escapó un mohín.
—Parece que esta vez esos cerdos nos
dieron una mano —dijo, y regresó junto a D’Huicque.
El carguero prosiguió su marcha en
dirección al mar Báltico. Rumbo : el sur de Suecia.
ba
C
uriosamente, abrirse a la inmensidad del mar, dejando atrás el
limitado espacio del dique portuario —rodeado de bodegas, depósitos, cañones
y soldados exaltados— no le produjo a Indy Jones tranquilidad alguna. El
dilatado escenario acuático por el que navegaban parecía contener
peligros insospechados; y la imaginación no estuvo ausente a la hora de
pergeñar monstruos tentaculares saliendo desde el fondo del mar,
arrastrando al carguero hacia las más hondas profundidades. Como en el
desierto, las posibilidades de ocultamiento eran inmensas y el arraigado
prejuicio, que desde la antigüedad caratulaba a los océanos como
“Traicioneros”, no dejaba de darle vueltas por la cabeza.
“
Traición
”, “
traidores
”,
“
traicionar
”...Indy ya estaba “putrefacto” de tener que
lidiar con semejante inmoralidad. Quería verdades, sinceridad; una
plataforma segura en la que pararse y obrar en consecuencia, sin tener que
improvisar a cada paso por inesperados cambios de rumbos y lealtades. Como
el vaivén de las olas, la realidad se modificaba con cada segundo.
Jacob Rossberg tampoco estaba sosegado.
Vigilar a Sorensen y manejar la posibilidad de tener que matar o herir a
alguien, no era su fuerte. Detestaba la violencia y no veía la hora de
estar acomodado en algún país neutral, ajeno a la guerra, lejos de todo
y evitando ser estigmatizado o perseguido; u obligado a sacar de sí lo
peor de todo ser humano, su faceta animal más repudiable.
—Indiana —dijo rascándose el cuello
que le ardía, advirtiendo que una pequeña esquirla lo había herido
levemente por debajo del mentón—, ¿qué crees pasará ahora?
El arqueólogo se mordió su labio
inferior y abrió los ojos con desmesura, moviendo la cabeza
negativamente.
—No-lo-sé... —respondió con
sarcasmo—. Como dice la canción, “
Cualquier cosa puede pasar
”.
—...Y como dicen ustedes, los
americanos —agregó el capitán D’Huicque con el timón en sus manos,
sin quitar la mirada del mar—, “
El show debe continuar
”...
Por lo tanto, continúa.
—¿Cómo dice?... —inquirió Jones,
girando hacia el francés; observando, entonces, el brazo extendido del
marino y el dedo índice señalando en dirección de proa un punto
indeterminado del mar.
Entrecerró los ojos, trató de enfocar
a la distancia captando los primeros rayos de sol del día; pero no
distinguió nada que le llamara la atención.
—¿Qué demonios hay? —preguntó. Y
a sus oídos llegó la respuesta que menos esperaba.
—¡Un periscopio!... —lanzó D’Huicque—.
¡Nos están siguiendo!
Recién entonces Indy se percató de un
resplandor metálico surcando el agua, a unos cincuenta metros del
WODEN
.
—¡Es un “
Lobo de Mar
”! ¡Un
U-Boot
! —explicó Jones a los gritos—. ¡Malditos sean!...
Los
U-Boot tipo II-B
, como el que
navegaba cercano al carguero, eran submarinos de la marina alemana de
cuarenta y tres metros de eslora y una 279 toneladas de peso. Eran
conocidos, desde la Primer Guerra Mundial, pero Hitler les había dado el
metafórico nombre de “
Lobos
”, ya que solían atacar en grupo a
todos los barcos cargueros que se alejaban del convoy. Se hacían con
presas indefensas y sabían aprovechar las debilidades tácticas del
enemigo. Con sus 25 tripulantes y capacidad para lanzar seis torpedos y
ocho minas explosivas, constituían una amenaza permanente; que recién en
años posteriores llegarían a poner en jaque el aprovisionamiento de las
fuerzas Aliadas europeas.
Jacob corrió hasta el ventanal de proa.
—¡
Dios
! —exclamó—. ¡¿Qué
vamos a hacer ahora?!...
Indy por un segundo no respondió.
Contemplaba la superficie del mar atentamente. Creía haber visto algo.
Ajustó más la visión. No era una
buena hora para otear el océano.
Entonces, todo le resultó claro; y para
cuando confirmó la presunción inicial, gritó:
—¡¡
Sujétense fuerte
!!...
¡¡
Acaban de tirar un torpedo
!!... ¡¡
Protéjanse
!!
D’Huicque maniobró con desesperación.
Giró el timón hacia la derecha a toda velocidad, pero fue inútil. La
estela mortal del artefacto explosivo iba dirigida directamente hacia el
centro del casco.
Diez segundos después, sobrevino la
detonación.
El
WODEN
se sacudió como si
fuera de cartón pintado y una lengua de fuego y humo salió despedida
hacia el cielo, arrastrando en pedazos gran parte de la cubierta. La onda
expansiva chocó contra las paredes del puente. Los marcos que quedaban
sanos se partieron en centenares de astillas, volando hacia el interior
del cubículo. El piso de madera se abrió como una flor en primavera y
los cuatro ocupantes fueron despedidos en diferentes direcciones.
Indy salió impulsado por un agujero de
la pared, cayendo sobre la explanada metálica que bordeaba la habitación
de mando. D’Huicque soltó involuntariamente el timón, trastabilló de
espaldas, rebotando sobre el cuerpo de Sorensen, que acababa de dar los
primeros parpadeos tras la paliza recibida. En tanto, Jacob Rossberg era
impulsado de frente contra una filosa aguja de vidrio, que se hundió sin
esfuerzo a la altura de su hombro derecho, arrancándole un angustiante
grito de dolor.
Crujidos. Eso era lo que se oía.
Todo un coro de chirridos metálicos,
agudos, irritantes, inundaron el amanecer; y miles de litros de agua
salada empezaron a llenar las bodegas y todo resquicio de sequedad que había
en las entrañas del carguero.
Aturdido, Indy se paró, tomándose de
una barandilla. Sólo por centímetros no había caído a la cubierta
inferior, casi tres metros más abajo. Fue en ese momento en que se percató
de que aquello era un desastre total. El humo renegrido, el fuego y el ángulo
de inclinación que rápidamente tomaba el barco, sólo presagiaban una
cosa: el
WODEN
tenía los minutos contados. Se estaba hundiendo a
una velocidad fenomenal.
Jacob seguía dando alaridos. No podía
desprender de su cuerpo el fragmento de cristal que lo hería y retenía
indefectiblemente en su sitio.
Indy lo podía escuchar por encima del
batifondo generalizado que llenaba el aire. Caminó en dirección del
puente, estiró el brazo para mover lo que quedaba de la puerta y entró
en él justo en el instante en que, por segunda vez, un nuevo torpedo hizo
explosión al impactar en la popa.
—¡¡
Jacob
!!... —prorrumpió
el arqueólogo mientras sentía que el piso desaparecía bajo sus pies.
Instintivamente extrajo el látigo, lo
sacudió hacia arriba y el chicotazo fue suficientemente fuerte como para
que una buena porción se enrollara en una viga metálica, sujetándolo
cual un
yo-yo.
En ese instante, el
WODEN
se
escoró de frente. Su parte lateral, en llamas, se levantó como si fuera
la cabeza de un delfín pidiendo de comer a su entrenador. Acto seguido,
un ruido atronador anunció que el carguero aumentaba su velocidad hacia
el fondo del mar.
Indy se balanceó con potencia prendido
del látigo y abrió las palmas, dejándose caer al agua desde lo alto. |
|
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6
“LA
GENTE CAMBIA ...”
Dos
semanas después...
Campus
Universitario del Barnett College
Nueva
York
L
os
nudillos de Marcus Brody golpearon un par de veces contra la puerta de
madera, por mera formalidad; giró el picaporte y entró en la oficina de
Indiana Jones sin anunciarse ni articular saludo.
El arqueólogo estaba parado junto al
ventanal que daba al inmenso parque arbolado del edificio de la
universidad, viendo cómo los alumnos caminaban, estudiaban y charlaban
bajo los cálidos rayos del sol de la tarde. Tenía la mirada extasiada.
No pensaba nada en particular. Sólo un cúmulo desordenado de imágenes,
ideas y situaciones se le arremolinaban luchando entre sí, haciendo un
todo farragoso y poco claro. Estaba confundido. No podía elaborar un
cuadro de situación entendible. Los acontecimientos en Alemania le
quitaban el sueño desde el momento mismo de abandonar ese carguero,
yaciente ahora en el fondo del mar Báltico. Todos habían muerto, excepto
él. Daniel, Jacob, el capitán y ese maldito de Sorensen estaban en el
Otro
Mundo
, llevándose muchas de las respuestas que Indy quería tener. Y
mientras miraba a esos muchachos y muchachas, que pululaban llenos de
inocencia por el descampado, se preguntaba cuántos de ellos morirían en
la guerra que soportaba el mundo, si su país decidía tomar parte directa
en los acontecimientos.
“¡
Mierda
!, pensó. “¡
Todo
es un caos
!”.
—Indy, ¿te encuentras bien?
La voz de Marcus Brody lo sacó de su
ensimismamiento.
—Marcus... No te oí entrar.
—Sí, ya me di cuenta. ¿Cómo estás?
—Tratando de razonar cosas que no
entiendo. Lo mismo de siempre...
—Pues te tengo noticias.
—¿A qué te refieres?
—Hay gente que quiere hablar contigo.
Están en mi oficina.
—¿Qué tipo de “gente”, Marcus?
—Los que te facilitaron el pasaporte
falso. Son del Servicio de Inteligencia y vienen acompañados por un
funcionario sueco. Parece que quieren darte una disculpa oficial. Sorensen
los engañó a todos...
—¿Tú crees que han venido sólo a
disculparse? Mmmm..., no lo creo.
—Tendrás que averiguarlo por ti
mismo. Te esperan. Vamos.
Indy se calzó el saco gris que tenía
colgado en un perchero; se acomodó el moñito, al cuello de la camisa, y
repuso:
—En ese caso, no hagamos esperar a los
caballeros.
Recorrieron una galería muy larga,
subieron al segundo piso y Brody lo invitó a ingresar primero en la
rectoría.
—¡Doctor Jones! —exclamó un sujeto
delgado y alto, no bien Indy entró a la estancia—. ¡Qué bueno verlo
sano y salvo! Permítame que me presente, soy el Capitán Marshall Dellin,
del Servicio Secreto —dijo apretándole la mano—. Fui quien lo conectó
con el especialista en documentos falsos, antes de su viaje a Alemania, ¿recuerda?...
Él es mi asistente, el teniente Donald Zipp y el caballero —repuso señalando
a un tipo rubio como el trigo— es el señor Michel Varensonn,
representante del gobierno sueco en nuestro país.
Varensonn se adelantó y extendió su
mano al arqueólogo.
—Es un placer, doctor Jones. No podía
dejar de venir para darle mis excusas.
—Sí —interrumpió Dellin—, el
caballero ha viajado desde Washington especialmente a verlo a usted.
—Un viaje largo —agregó Indy—. No
tenía que haberse tomado la molestia. Con un llamado telefónico hubiese
bastado.
—Es mi deber como diplomático, doctor
—respondió el sueco respetuoso—. Su vida ha corrido peligro a causa
de un traidor que decía representar los intereses de mí país y no podíamos
dejar pasar el hecho. Queremos aclararle oficialmente que Emmanuel
Sorensen actuó sin consentimiento alguno de mi gobierno y que, si bien
era agregado de la embajada en Berlín, el Estado sueco desconocía sus
conexiones con los nazis o con esa logia secreta a la que usted hizo
referencia. Me avergüenza tener que admitirlo, señor, pero nuestro
empleado era un mero traficante y ladrón de antigüedades.
—No lo subestime de ese modo, señor
Varensonn —replicó Indy—. La
Germanenorden
no es un club
campestre formado por simples pillos.
—Lo sabemos, doctor Jones —dijo el
teniente Zipp, sumándose a la conversación—. Por eso hemos venido a
verlo.
—¡Oh, creí que venían sólo a
disculparse! —exclamó con ironía mirándolo a Marcus.
—Bueno, también a eso... —agregó
el capitán Dellin—. Sucede que las cosas en Europa se han complicado
mucho. De hecho no sabemos cuándo nos involucraremos de lleno en la
guerra y por ese motivo queremos que nos transmita lo que usted sabe sobre
las conexiones entre los nazis y esa Orden Germánica; y nos diga qué
deseaba específicamente su amigo, el doctor Daniel Rossberg.
—Quería que rescatara un embarque de
obras de arte. Eso ustedes ya lo saben.
—Sí, doctor, pero, ¿qué otra cosa
le pidió que hiciera?
Indy miró a Marcus. Éste permaneció
en silencio y a la escucha de cada palabra que se decía.
—Eso también lo saben... —dijo el
arqueólogo con suspicacia.
—Sí, doctor Jones, en parte...
—¿Cómo en parte? Les remití el
informe escrito que me solicitaron no bien llegué a Nueva York. ¿Acaso
no fui claro?
—Sí, profesor —intervino Zipp—,
lo leímos y es sumamente claro su informe; pero es que hay un problema...
—¿Problema? ¿Otro más?... ¿Qué
problema?
—Usted hizo referencia a dos
especialistas alemanes en arte enviados a Nueva Guinea por Rossberg, ¿No
es sí?...
—Sí...
—Pues lamentamos decirle, doctor, que
esos especialistas nunca llegaron a destino —explicó Dellin—. Nos
pusimos en contacto con nuestros amigos los australianos y no tienen
noticia alguna sobre ellos. Jamás entraron a la colonia en la fecha que
usted refiere en su escrito.
—¿Puede que hayan entrado de manera
clandestina? —inquirió Indy.
—Es posible.
—Pero no tiene sentido —agregó Zipp—.
Nueva Guinea no es un destino turístico, doctor Jones. Nadie viaja a ese
sitio a excepción de los administradores coloniales y algún que otro
explorador independiente. Y a éstos últimos siempre les resulta
conveniente anunciarse. Nunca se sabe qué puede pasar en esas selvas vírgenes
que cubren las islas vecinas y el interior de la gran ínsula principal.
Cualquier inconveniente puede ser resuelto por las autoridades del lugar y
salvarles la vida. Hay una reglamentación al respecto. Además, tenemos
entendido que la isla Karkar en particular es un sitio sumamente peligroso
—No sé qué decir —respondió Indy—.
Lo que sabía lo informé oportunamente
—Nosotros sí sabemos qué decir,
doctor Jones —dijo Dellin afianzando el tono de su voz—. Queremos que
vaya a Nueva Guinea y averigüé todo lo referido a esa extraña tribu de
la hizo referencia en su escrito.
—¿Cuál es interés que el gobierno
tiene es esa gente?
—Mire, profesor —avanzó Zipp—, se
avecinan días difíciles. Tenemos que recurrir a cualquier cosa que pueda
generarnos en el futuro mediato alguna ventaja comparativa respecto de
nuestro enemigo. El hecho de que un grupo de indios use máscaras para
perder su ceguera es un hecho interesante, ¿no cree?
—En eso coincidimos.
—Me alegro, doctor.
Indy miró a Marcus Brody buscando
ayuda. No quería ser descortés con esos caballeros y negarse de plano al
ofrecimiento. Detestaba meterse en cuestiones de Estado. Sabía que la política
era sucia y corrupta y que, a la larga, trabajar para el Servicio Secreto
le traería malestar estomacal y úlcera.
—Señores —intervino Brody, llamando
la atención del grupo—, el profesor Jones es un profesional muy
ocupado. Tiene tareas docentes que cumplir en esta universidad. Además, y
por sobre todas las cosas, no es un espía.
—De ningún modo hemos sugerido eso,
doctor Brody —arguyó Dellin sonriendo—. Sólo le estamos pidiendo a
su colega que se ponga al mando de una expedición científica,
subvencionada por el gobierno.
—¿Y por qué se supone que debería
aceptar? —preguntó Indy.
Dellin miró a sus dos compañeros y
volvió sus ojos al arqueólogo.
—Creo que por dos motivos, doctor
Jones. El primero: para cumplir una promesa que le hizo a su amigo antes
de que muriera. El segundo: porque los alemanes están organizando un
grupo para ir a la isla a buscar a esos misteriosos aborígenes.
—¿Cómo lo saben? —inquirió Marcus
sorprendido.
—Nuestros “
verdaderos
” espías,
son los que se dedican a esas cosas, doctor Brody —dijo con una sonrisa
ladeada en los labios—. Los nazis
sí
entrarán de incógnito en
Karkar. Sabemos que están bien informados sobre el terreno, las vías de
ingreso y demás inconvenientes.
—¿Cómo? —prorrumpió Indy,
experimentando una oleada de adrenalina.
—A través un explorador
independiente. Un mercenario; un nazi como ellos que ya conoce a esos
indios.
—¿Quién es él?—preguntó Brody.
—Su nombre es Klaus Krugermmacher...
—¡Krugermmacher! —exclamó
Indiana—. ¡Pero si ése era uno de los proveedores del museo de Dan!...
—pensó un segundó y sentenció:— No me dijo que fuera nazi.
—La gente cambia, doctor Jones. Su “
proveedor
”
tiene ahora por socios a oficiales de la
SS
y, por lo que sabemos,
Sorensen estaba metido indirectamente en el proyecto.
—En efecto —dijo Varensonn—. Entre
sus pertenencias hallamos referencias a ese tal Krugermmacher..
—¿Encontraron el cuerpo de Sorensen?
—inquirió Indy sorprendido.
—No. Pero tras el incidente del
WODEN
la policía requisó su casa. Hallamos el nombre de ese alemán en una de
sus libretas. Aunque no nos quedan claras muchas cosas.
—¿Cuáles cosas?
—Por ejemplo, ¿por qué la Orden Germánica
y los nazis se llevan tan mal, siendo que estuvieron muy unidos al
principio? —demandó el sueco
—Simple competencia —sentenció
Jones—. La búsqueda desmedida de poder tiene esos efectos: los socios
se desunen y los antiguos proveedores de confianza se convierten en
asesinos...—Indy masticó rabia. Un odio profundo entró en ebullición
dentro suyo. Ese maldito de Krugermmacher estaba relacionado con el
asesinato de su amigo. Lo sabía.
—Bien, profesor, ¿qué nos responde?
—preguntó Dellin—. ¿Acepta el ofrecimiento?
Indy se rascó el cuello. Una extraña
comezón le recorrió todo el borde de su camisa abotonada y le dirigió
un nuevo vistazo a Marcus Brody.
El cruce de miradas fue suficiente.
Marcus, sin articular palabra, le decía “
haz lo que tú quieras, yo
te apoyaré
”.
—En caso de aceptar —dijo—,
necesitaré que un equipo de expertos me acompañe. Gente de mi entera
confianza. Además, no quiero militares en el asunto ni personal del
servicio de inteligencia en el grupo. Yo seré el jefe y quien dé las órdenes.
No quiero que esa tribu sufra y que en caso de se nieguen a suministrarnos
sus secretos, nos mantendremos al margen de ellos.—Dellin y Zipp se
observaron mutuamente—. Por último, quiero el mayor apoyo diplomático
en caso de las cosas con los nazis se compliquen en la isla.
—No sé si nosotros tenemos la
autoridad suficiente de aceptar su propuesta, doctor Jones —dijo Dellin—.Tendríamos
que consultar a nuestros superiores. —Hágalo, entonces, capitán. Si ellos aceptan, yo acepto. |
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7 EL NIDO DE LA SERPIENTE |
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Cuartel
General de las SS, Berlín.
Oficina
del SS-Obergruppenführer
General
Max vön Kasse E xageradamente inmenso, imponente, de mal gusto; con sólo un escritorio centrado frente a un ventanal gigantesco que daba a un parque arbolado, y enmarcado a ambos lados por dos largos estandartes color rojo estampados con svásticas, la oficina de Max vön Kasse parecía más una estancia en plena mudanza que el corazón administrativo de la Sección de Arqueología Aria de las SS . Como oficial a cargo, vön Kasse se tomaba muy en serio aquello de la sobriedad nazi; y había decidido reflejar su poderío dentro del escalafón partidario impactando a sus visitantes y subordinados con el tamaño de la habitación en la que desempeñaba sus funciones. Lo prefería al barroquismo burgués que tantos adeptos tenía entre sus colegas y competidores políticos. Él gozaba con los espacios abiertos, con la sensación de sentirse rodeado por la nada y empequeñeciendo su figura corpulenta con las paredes desnudas, color crema; que se elevaban hasta el cielorraso como si fueran las laderas de un glaciar, artificialmente construido para insuflar respeto y temor al mismo tiempo. En medio de esa vastedad sin decorados, las svásticas de los estandartes se volvían más grandes y nadie que traspasara la puerta principal podía dejar de experimentar el poderoso y maquiavélico simbolismo de ese signo; que inspiraba a todos fuerza y presión psicológica. Nada había sido dejado al azar. Todo obedecía a un plan preconcebido, a una puesta en escena artificiosamente pensada. Y de eso se trataba el asunto: de pensar. Para eso le pagaban. Para eso trabajaba. Y por eso el IIIº Reich confiaba en sus conocimientos, en su capacidad y experiencia como especialista en historia. Acomodó con meticulosidad una carpeta repleta de papeles; observó detenidamente las alas desplegadas del águila imperial que estaba impresa en la tapa de cuero y levantó su cabeza calva mirando hacia la puerta de doble hoja, que permanecía cerrada a casi veinticinco pasos de donde estaba sentado. Ya era la hora. Se ajustó la corbata y adoptó una postura marcial. Inmediatamente después, alguien golpeó desde afuera. —¡Entre! —exclamó estirando el cuello. La puerta se abrió. Un sujeto delgado, entrado en años, pero que demostraba a simple vista un excelente estado físico, ingresó marchando, erecto como un poste. Se cuadró, hizo chocar los tacos de sus botas negras y lustrosas, levantó el brazo derecho y exclamó a viva voz: —¡ Heil Hitler ! —Heil Hitler —respondió vön Kasse sin mover un músculo y en voz baja—. Adelante, coronel. Acérquese, por favor. El recién llegado avanzó con paso seguro y se volvió a cuadrar junto a una silla vacía, ubicada enfrente del escritorio. —Tome posición de descanso. Relájese.
—¡Si,
mi
Obergruppenführer!
—repuso con nerviosismo y abrió las piernas, colocando los brazos en
jarra.
Vön Kasse lo miró de arriba abajo y
volvió sus ojos a la carpeta.
—¿Tiene usted idea de por qué ha
sido convocado, coronel? —preguntó.
—No, señor.
—Siéntese.—Vön Kasse centró la
mirada en los ojos de su subordinado y preguntó:— ¿Cuánto tiempo hace
que no interviene en una misión militar,
Herr
coronel?
—Muchos años, señor. Pero ahora que
estamos en guerra espero poder recuperar el tiempo perdido y hacerme cargo
de un pelotón en el frente de combate. —Olvídese de eso —repuso el general—. Tengo algo mucho más importante para usted. Es una misión encomendada directamente por nuestro Führer. —Será un honor, herr general. —Ya lo creo, camarada. Un honor de los que muy pocos pueden jactarse. Y ahora, dígame algo, ¿qué tareas ha cumplido últimamente? —Han sido meramente administrativas desde 1933. Estoy encargado de la sección de cartografía colonial desde entonces. — Mmmm ...conoce usted de mapas —sonrió irónico. —Bastante, Herr general. —Ya veo —dijo repasando el expediente—. Un trabajo que se ha cotizado en estos años. —Afortunadamente, señor. —Bien, pues, no me cabe la menor duda, entonces, de que estoy hablando con la persona indicada. Mi sugerencia al Führer fue correcta. Usted es el hombre que necesitamos. —No quisiera parecer ansioso, señor, pero, ¿en qué consiste el trabajo? —No es malo estar ansioso en estos casos, Herr coronel —rió Vön Kasse—. Por el contrario, su ansiedad es un excelente signo de compromiso. Leyendo su currículum observo que desde su juventud ha comulgado con el ideario del partido. Afiliado desde la primera hora, me pregunto por qué no escaló más alto en la pirámide de poder. —Mis ambiciones personales se subordinaron a los intereses de la Patria, Herr general. Siempre he creído en el orden natural de las cosas y en el buen juicio de nuestro líder. Si no he ascendido con velocidad, por algo habrá sido. Por otro lado —agregó—, estoy orgulloso y satisfecho con mi trabajo. —¡Todos lo estamos, coronel! Por eso está usted sentado frente a mí.—Se acomodó en la silla, extrajo de una cigarrera de plata un cigarrillo turco, lo prendió y dijo volviendo la mirada a la carpeta:— Dígame otra cosa... —Señor... —¿Se considera usted un... “ rebelde ”, como sentencia esta vieja foja de servicio? —Veo que tiene buena parte de mi vida ante sus ojos. —Corrección: toda su vida, coronel. —En ese caso, podrá advertir que esa etiqueta que se me endilgó fue hace mucho tiempo; más de treinta años. —Lo sé. —Sucedió durante de la República de Weimar, antes de la asunción de nuestro partido al poder. —También lo sé. —En ese caso, quedo exceptuado de un juicio, ¿verdad? —Podríamos decir que en parte. Leyendo su expediente personal, cualquier persona podría llegar a pensar que es usted un sujeto remiso al cumplimiento de ordenes... —Aquel era un gobierno desnaturalizado, débil y corrupto, Herr general. ¡Fueron ellos quienes firmaron el tratado en Versalles! —Estoy de acuerdo en todo con usted, camarada. No es mi intención ofuscarlo. Sólo quiero conocer la respuesta a mi pregunta inicial: ¿se considera un “ rebelde ”? —¡No!... —Aún así, en cierta ocasión se comportó como si lo fuera —agregó sin levantar la vista del expediente. —Era joven entonces y el contexto político otro. Además, pagué mis actos con la prisión. Pero no me arrepiento de nada. De hecho, todavía me siento orgulloso por lo que hice. —Nosotros también, coronel. Usted fue un hombre de avanzada para su tiempo. Muy pocos se animaron a tomar el “toro por las astas” en aquellos días. —Sí..., muy pocos. —“Pocos”... que según tengo entendido murieron cerca suyo. —En efecto... —susurró. —¿Se siente responsable por esas pérdidas? —Hubo un tiempo en el que sí me hice cargo de esas muerte; pero los hechos me han probado de que estaba en el camino correcto. —Fueron muchas vidas, coronel. ¿Dieciocho?... —Diecinueve. —Usted debería haber sido la número veinte, ¿no es cierto? —Me salvé de milagro. —Convengamos que en una situación sumamente extraña. —Aquello fue algo incomprensible. Nunca terminé de entenderlo del todo. Cuando di mis explicaciones al tribunal militar que me juzgó, se rieron de mí. Nadie me creyó. —¿Y recuerda los argumentos de entonces? —Por supuesto, general. Tengo todo muy fresco en mi memoria. —Permítame que le lea algo, herr coronel: “...y parecía que conocían nuestros movimientos, adelantándose en todo a lo que hacíamos ”. ¿Reconoce esas palabras? Son suyas. ¿Qué significan? —Lo que textualmente dicen. Nada más, ni nada menos. —¿Y qué es esta referencia a... “ demonios ”? —Fue mi primera impresión. Más adelante —dijo señalando su expediente— aclaré ese punto. —Sí, sí..., efectivamente. Eso dice aquí. Eran meras máscaras, ¿no es cierto? —Sí. Esa gente llevaba puestas máscaras horrendas. —“... horrendas, hechas con una mezcla de madera, sangre y partes blandas de cuerpos humanos ” —leyó Vön Kasse. —Asquerosamente cierto. Es lo que dije en su momento y aún recuerdo. —Coronel, ¿qué pasó con sus hombres? —Fueron sistemáticamente asesinados; despellejados, descuartizados con una furia pocas veces vista. Nadie podía dar un paso sin que esos animales no lo previeran de antemano. No pudimos disparar un solo tiro. Al principio creímos que era posible un acercamiento pacífico, pero nos equivocamos..., me equivoqué. —¿Y cómo pudo escapar? —Permanecí inmóvil. Ni siquiera respiraba. Aún no entiendo cómo pude soportar semejante espectáculo ante mis ojos. Escuchaba los alaridos de terror y dolor de mi compañía. Me sentía como en una burbuja protectora. Algo me decía que permaneciera quieto, que esa era la única forma de conservar la vida. No me pida explicaciones, señor. Aún no entiendo muchas cosas... —¿Y qué pasó después? —En determinado momento cerré los ojos. Los apreté muy fuertes, esperando ser alcanzado por el filo de alguna de la dagas que esgrimían esos monstruos... Cuando los abrí, al cabo de unos minutos, ya no estaban. Sólo quedaban despojos de mis hombres. No recuerdo cómo escapé del lugar. Lo cierto es que corrí como un loco por horas y en una lancha conseguí llegar a la isla grande... Fue una pesadilla, señor. Vön Kasse lo observó en silencio con las manos puestas sobre el mentón y al cabo de unos segundo dijo serenamente: —Queremos esas máscaras, coronel. —¡¿Qué?!... —El Führer quiere las máscaras y usted es el elegido para traerlas. —¡General, por Dios! —exclamó pálido como la leche—. ¡Eso es una locura! —¿Está contradiciendo una orden de nuestro Conductor, coronel?... —No, señor... Pero, ir a ese sitio... No creo que... —se frenó y volvió a exclamar:— ¡No recomiendo ir a Karkar, general! ¡Ir a esa isla es ir a una muerte segura! —Alemania requiere de mártires. —Pero, ¿por qué yo?...
—¡Coronel,
cálmese! —prorrumpió vön Kasse levantando sus brazos—. Tenemos todo
planeado al detalle. Recuerde algo: ¡han pasado veinte años! Ahora
tenemos una mejor tecnología, mejores armas y mucha más información.
Correrá con ventajas que antes no tenía. Además, lo escoltará una
compañía completamente equipadas y un explorador que ya estuvo en la
isla y salió ileso:
Klaus
Krugermmacher.
—No sé quien es, señor; pero le
aseguro que es imposible entrar en ese lugar y... —No lo llamé para discutir órdenes —interrumpió vön Kasse—. Usted es el oficial elegido. Krugermmacher lo asistirá y juntos traerán esas mascaras a Alemania. ¿Entendido, coronel Heinder? Helmut Heinder asintió temeroso. —Sí, señor... —dijo casi sin voz. —¡Muy bien! Tiene diez horas para preparar su equipo. Salen para Karkar en un submarino mañana a la madrugada. |
~ ~ |
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8
DONDE
LOS PÁJAROS GRITAN DE DOLOR Cinco días después...
Selvas
de Karkar
Archipiélago
Bismarck
Nueva
Guinea Se habían salido con la suya. A pesar de los reclamos, las protestas y las amenazas no creídas de abandonar el proyecto, la Secretaría de Seguridad Nacional del gobierno norteamericano, había obligado a Indy a que aceptara en su grupo expedicionario—a último momento y cuando ya nadie podía echarse atrás— al Agente Especial Florence Waverly; una hermosísima morocha de treinta años, espigada y de profundos ojos verdes, que oficiaría de enlace entre la oficina de Estado y el jefe de la expedición. Claro que como mandamás, Indy Jones se sentía vencido, manoseado; usado por la burocracia de pasillo y el permanente doble discurso de los oficiales del ejército que lo habían contratado. El único aliciente con el que podía consolarse era la exultante belleza de la muchacha que, para entonces, ya empezaba a producirle cosquilleos en el bajo vientre cada vez que la miraba fijamente. ¡ La muy maldita era una verdadera Venus griega ! Una pila de madera, aún verde, chisporroteó en el fogón y las llamas lucharon por generar la claridad y el calor necesario para empezar a cocinar en plena noche. Habían desembarcado en la isla hacía diez horas y se aprestaban a descansar para dar al día siguiente el “ gran salto hacia delante ”, internándose en la selva que trepaba por las laderas del pico escarpado de Karkar. Aquel era un grupo heterogéneo. Indy Jones, arqueólogo; Marcus Brody, curador de museo; Florence Waverly, espía y especialista en comunidades aborígenes de Nueva Guinea; Paú, el guía local contratado por Jones y tres macheteros traídos desde Australia. Indy levantó sus ojos de la fogata, en la que los tenía enfocados, y observó a la muchacha. No le dirigía la palabra desde hacía horas. Su rabia contenida le impedía entablar una charla distendida y cada vez que Waverly quedaba en su plano de visión se sentía un estúpido por haber aceptado la misión, aún sabiéndose engañado como un estudiante de primer grado. —Mire, doctor Jones —dijo de repente la chica—, creo que las cosas así no pueden funcionar bien. No me culpe por estar aquí. Sólo cumplo órdenes. Si por mí fuera estaría cómodamente trabajando en mi libro en Nueva York y no esperando la noche en esta isla alejada de todo, rodeada de hombres amargados y con miedo... —¿ Miedo ?... —interrumpió Indy sin disimular su exasperación—. ¿Quién le dijo a usted que tenemos miedo? —Se les nota en sus miradas, doctor. —¡ Ah, pero que perspicaz es la señorita ! —exclamó gesticulando—. ¿Te das cuenta, Marcus? ¡Estamos con una especialista en conductas humanas! ¡Qué maravilla!... —Indy... —articuló Brody con suavidad, intentando calmarlo. —¡ Qué suerte de tenerla entre nosotros ! —prosiguió Jones sin escucharlo—. ¡Así vamos a poder canalizar nuestros temores con la “ doctora ”! —Tragó saliva y remató señalándola con el dedo índice:—Mire, Waverly, que le quede bien claro algo: no soporto que me engañen; soy muy poco tolerante cuando me presionan y no estoy de acuerdo con que una mujer esté inmiscuida con una expedición de este tipo. ¡Ya tengo experiencia soportando a niñitas sabelotodo en situaciones límites y le aseguro que no me resulta agradable tener que hacerme cargo de otra vida, además de la mía! Se lo diré claramente sólo una vez: usted depende de mí, me obedecerá a mí, hará todo lo que yo le diga y dejará de hacer diagnósticos estúpidos sólo a partir de nuestras miradas... ¿Soy claro? Florence Waverly esbozó un mohín. —Lo que usted diga, doctor —dijo con sorna y se recostó sobre el piso. Marcus Brody se inclinó suavemente en dirección de Jones. —Indy —dijo por lo bajo, sin que la muchacha pudiera oírlo—, me parece que la chica tiene razón. Tienes que calmarte... Es especialista en lo suyo... —Marcus, me siento un idiota. Creo que fui claro antes de aceptar. No quería militares en esto. —Ella no es de la milicia. —Es como si lo fuera. ¡Una quinta columna!... Eso me incomoda. —El capitán Dellin dijo que está muy bien informada sobre la geografía de la isla. Puede sernos de gran utilidad. —No creo que sepa más que Paú —dijo moviendo la barbilla en dirección al guía—. Él sí sabe moverse en selvas. Dudo que esta “ espía de oficina ” haya salido alguna vez de la ciudad en la que vive. No la necesitábamos, Marcus... —¿Y que hay del diario de viaje que ella leyó? —¿El diario de Roland Wilson, el militar australiano? —Brody asintió—. No creo que aporte demasiado —dijo Indy—. Tengo entendido que no exploró la isla. Sólo desembarcó y avanzó unos pocos kilómetros. Jamás entró en contacto con los aborígenes. No es información relevante. Si a esta chica la mandaron sólo por eso, estamos fritos. Será un estorbo. —¿Y qué dices de mí?... —¿ Eh ?... —Me preguntaste si quería que te acompañara y aquí estoy. Probablemente hubieras preferido que dijera que no ... —¿Por qué dices semejante tontería? —Indy, ya no soy un niño. A mi edad, en este tipo de aventuras, puedo ser yo el estorbo. —Marcus, nos conocemos desde hace años y ya hemos viajado juntos antes. Hacemos una buena dupla. Sé con que buey estoy arando ... Además —agregó con ironía—, bajar unos kilos no te vendrá nada mal. Brody esgrimió una amplia sonrisa, Se sintió satisfecho, halagado. —Gracias, amigo. Indy se reincorporó, caminó en dirección del guía y preguntó: —Paú, ¿para cuándo la cena? ba Florence Waverly entreabrió los párpados y el fulgor de la fogata, ya mortecina, dibujó en su retina un ramillete de rayos dorados colándose por las pestañas. Había escuchado algo, o mejor dicho, había dejado de escuchar cosas . Demasiado silencio en una selva repleta de insectos y aves nocturnas la sacaron del sueño liviano, que mantenía recostada a un lado del fogón. No movió un músculo y echó un vistazo a su entorno. Jones dormía profundamente a unos tres metros de ella, dando leves ronquidos. Marcus Brody, bien tapado con una manta de factura inglesa, hacía lo mismo recostando la cabeza contra un mullido almohadón improvisado con hojas frescas. Uno de los porteadores descansaba en posición fetal no muy lejos del arqueólogo y el otro quedaba fuera de su ángulo de visión. Paú, seguramente estaba de guardia, pero tampoco podía verlo. Entonces escuchó como varios pies aplastaban lentamente el colchón de hojas y ramas que rodeaba el campamento. Eran muchos, y a menos que Paú se hubiera metamorfoseado en un insecto de doce patas, eso sólo significaba una cosa: un grupo de desconocidos estaban a punto de caerles encima. ¿ La tribu de la oscuridad ?... Un relampagueante escalofrió le recorrió el cuerpo. Florence tensó los músculos. Tenía que estar lista para actuar. Dirigió nuevamente su mirada a Indy. El explorador no había escuchado nada. Seguía durmiendo. “¡ Maldito machista !”, pensó recordando los comentarios del arqueólogo; y con sigilo empezó a desplazar su brazo en dirección al revólver que tenía apretado en el cinturón. “¡ Niñita sabelotodo !”, refunfuñó mentalmente. ba Indy sintió que algo pesado se le hundía en el estómago, despertándolo sobresaltado con un vómito en la punta de los labios. Dos segundos después, un fuerte golpe en la mandíbula volvió a tumbarlo sobre la esterilla en la que pasaba la noche; mientras que su rostro, relajado y fláccido, experimentaba un profundo dolor, lanzando gruesas gotas de sangre color oscuro en dirección a la fogata
Tosió.
Se
agarró el abdomen y, como si fuera el contorsionista de un mal circo,
encogió las piernas sobre su pecho tratando de aliviar el sufrimiento.
“¿Qué demonios estaba pasando? Eso no podía ser sólo un mal sueño.
Todo era demasiado vívido.
¡
El dolor era real
!”
—¡Por
favor, no se mueva, jefe!—La voz de Paú era apenas un susurro. Se la
escuchaba entrecortada, trémula. Había claramente miedo en su tono.
Indy
apoyó las manos en el piso, húmedo por el rocío, y quedó tendido,
desconcertado, mareado y suponiendo lo peor. El maxilar inferior le latía
y toda su dentadura, hipersensibilizada por la trompada, le aguijoneaba
las encías.
Entonces,
abrió los ojos.
Seis
individuos fuertemente armados controlaban el campamento. Vestían
uniformes de color gris, muy descoloridos, y esbozaban regulares y blancas
sonrisas. Una sensación de poder e impunidad se evidenciaba en varios de
esos rostros pálidos.
Eran
soldados.
Nazis
.
Todos de baja graduación. Seguramente una patrulla.
Tres
de ellos sometían a Paú. Lo tenían de rodillas y con un par de fusiles
apoyados en su nuca. Marcus estaba a su lado, con el caño de una escopeta
a pocos centímetros de la nariz; la misma con la que le habían golpeado
a Jones el estómago momentos antes. Los dos porteadores, aparentemente
inconscientes, yacían tumbados detrás de Brody.
—No
haga ningún movimiento brusco, doctor Jones—dijo Paú—. Estos hombres
no están bromeando—.Un hilo de sangre le recorrió los labios. El guía
tenía el párpado derecho caído e inflamado.
—Hazle
caso, Indy... —agregó Marcus.
El
SS-Rottenführer
(cabo) que controlaba a Jones era un hombre de mediana estatura, fornido,
de pelo muy claro y brillantes ojos celestes, que sobresalían a causa de
una piel curtida por el sol de los trópicos. La expresión de su rostro
era salvaje, indiferente al sufrimiento. En especial al sufrimiento de los
demás.
—¡
Gute
abend, herr doktor
!
[3]
—saludó
sarcástico colocándole el caño de su fusil en el entrecejo—. ¡Qué
sorpresa! ¿No es cierto?...
—La
verdad es que no los esperaba tan temprano —respondió Indy simulando
una sonrisa de agrado.
—Celebro
su buen humor —dijo el alemán—. Haga uso de él mientras pueda. —Y
sin más lo tomó por la camisa y lo puso de pie—. ¡Vamos, es hora de
marchar! No tenemos tiempo que perder con charlas estériles.
—¿Los
llevamos al campamento base, señor? —inquirió uno de los soldados.
—
Afirmativo
—respondió el cabo al tiempo que empujaba a Indy con fuerza hacia
delante—. El coronel dispondrá de ellos. —Y empuñando su fusil gritó
con autoridad:—¡
Andando, muévanse, caballeros
!... En ese segundo de lucidez, Indy se percató de que Florence Waverly no estaba entre los prisioneros.
ba
Caminar
por la selva encañonado por media docena de nazis no era la situación
ideal que definiera su profesión de arqueólogo; pero estaba
acostumbrado. Tenía sobre sus espaldas cuarenta años de aventuras,
peligros y situaciones límites que contextuaban casi todos los trabajos
de campo en los que había participado. ¿Era ése su destino? ¿Era él
el que ayudaba con sus actos a que las cosas siempre se complicaran, o
simplemente estaba escrito en alguna de las tablas intangibles del
Destino? Muy pocas excavaciones —recordaba una en Grecia— habían
transcurrido sin inconvenientes y, la verdad sea dicha, se había aburrido
como un hongo. ¿Necesitaba de aquellas inyecciones de adrenalina que le
daba el peligro para que todo lo que hacía tuviera sentido?...
Indy
giró la cabeza y observó a sus captores. Parecían robots de rostros
cuadrados y mandíbulas apretadas, ojos inyectados de odio y unas miradas
enceguecidas por el fanatismo. “
Idiotas útiles
”, pensó al
sospechar que esos hombres jóvenes habían sido adoctrinados dentro de
las aulas de la Juventud Hitleriana. Estaban condicionados para obedecer.
Eran máquinas de cumplir órdenes, por inmorales que ellas fueran. Era
imposible conversar con ellos. Sus mentes no entrarían en razones y el
raciocinio seguramente se había desvanecido tras tantos saludos al Führer.
El
sendero por el que eran llevados era irregular, angosto, y se internaba en
la isla más y más. A ambos lados, un enmarañado muro vegetal los
circunscribía al pasto apisonado de la senda, que empezaba a ser
iluminada por los primeros rayos del sol.
“¿En
dónde estaba Florence Waverly?
,
meditó Indy.
¿Dónde se había metido ese belleza devenida en espía?
¿Habría escapado, dejándolos a merced de la patrulla alemana o los
vigilaba desde algún rincón florecido de esa selva tupida y mortal?
”.
Marcus
Brody transpiraba copiosamente. Tenía su rostro enrojecido y un rictus de
dolor agudo le marcaba la cara. Con seguridad le dolían las piernas. Era
algo común en él desde hacía años. Evidentemente las expediciones no
formaban ya parte de su definición de “excursiones de placer”. Estaba
viejo para tanto trajín; pero las puntas ahuecadas de los fusiles
germanos eran lo suficientemente persuasivas como para mantener el ritmo.
—¿Me
permite algo, señor? —preguntó inesperadamente, conteniendo su agitación
y gesticulando como si fuera un diplomático que presentaba sus
credenciales ante un país extranjero—. Me veo en la imperiosa necesidad
de ....
—¡¡
Cállese
!!
—le ladró el soldado que lo encañonaba.
—¡
Cierre
la boca
! —agregó el cabo desde el final de la fila—. ¡No tenemos
tiempo para comentarios idiotas!... ¡Estamos atrasados! ¡Apure el paso y
cállese
! Indy, que caminaba por delante del SS-Rottenführer , volteó y lo miró a los ojos. —Ese hombre al que acaba de hacer callar —dijo— es un experto en selvas, ¿lo sabía? Usted no había nacido y él recorría las selvas del Congo y del Amazonas... —¡No me interesa! —respondió, dándole un empujón. — Debería interesarle... El soldado dudó. —... ¿Por qué? —Seguramente percibió algo peligroso en el ambiente —respondió Jones, lanzando una misteriosa mirada hacia la espesura. —¿A qué se refiere? —No lo sé... Fue usted quien lo hizo callar. El nazi volvió a titubear. —¡ Max !—gritó repentinamente al soldado que encabezaba la marcha—. ¡Detente un segundo! El uniformado obedeció. La fila de caminantes se detuvo y el sonido de ramas y hojas arrastradas fue suplantado por la respiración agitada de los transeúntes. El soldado que precedía la marcha le puso la espalda al sendero que se abría por delante suyo y enfrentó la fila que se extendía hasta su superior en el mando. Marcus, Paú y dos nazis lo secundaban. Más atrás, los dos guías, un nuevo par de soldados y por último, hacia el final, Indy y el joven cabo. —Vigílalo —ordenó el SS-Rottenführer al soldado más cercano y avanzó hacia el frente con paso decidido. Cuando llegó a Brody se le plantó delante, muy cerca.—¿Qué es lo que quiere decirnos? Marcus tragó saliva y retrocedió un paso. —¿Decirle?... ¿Respecto de qué? —¡Usted pidió hablar! ¿Qué es lo que sucede? —Mis piernas... —respondió Marcus con titubeo. —¿ Qué dice ? —Que mis piernas me duelen. —¿Y qué quiere que haga? ¿Qué lo cargue?... —No, señor, no es eso. Sucede que cada vez que me molestan es un síntoma de que algo va a pasar... El cabo frunció el ceño y apretó las mandíbulas. —¿Me está sugiriendo que sus piernas le dan información sobre la selva? Marcus expresó sorpresa. —¿Cómo?... ¿Qué tipo de información? Más allá de un posible chubasco producto de la humedad, no sabría qué decirle. El cabo lo tomó por la solapa de la chaqueta con violencia. —¡No me engañe, herr Brody! ¡Usted sabe algo que no quiere decirme! —Caballero —repuso Marcus—; yo sólo le iba pedir unos minutos de descanso. ¡No doy más!... ¡La humedad me está destruyendo las articulaciones! ¡Qué sé yo de selvas!... —¿ Cómo dice?... —Que no sabría informarle nada sobre este incómodo lugar. —¡¿ No es experto en selva, entonces ?! —¿Experto?... —sonrió Marcus—. En absoluto... ¿De dónde sacó eso? Lo único que puedo decirle —agregó levantando la cabeza hacia un grupo de coloridas aves que en ese instante sobrevolaron las copas de los árboles—es que aquí los pájaros cantan plenos de libertad y que la naturaleza es tan salvaje como ustedes. El cabo estaba rojo de rabia. Sin soltarlo de la chaqueta volvió a acercárselo a su rostro iracundo. —¿ Cantar ? —ladró—.¿Eso es lo que usted cree?... No se equivoque, maldito idiota. Aquí los pájaros no cantan, gritan de dolor .—Giró la cabeza hacia el final de la hilera y advirtió que el soldado que cuidaba a Indy estaba desparramado inconsciente en el suelo.— ¡ Maldito ! —exclamó furioso.—¡ Escapó !—Y dirigiéndose a dos de sus hombres gritó exasperado— ¡Encuentren a ese Jones!.. ¡ Encuéntrenlo y mátenlo ! Pocas veces en su vida el joven SS-Rottenführer se había sentido tan estúpido.
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9
COLORES
PRIMARIOS E nmarañada, densa, pesada; difícil de atravesar. Así era la espesura por la que Indy Jones corría casi con desesperación, persiguiendo un único objetivo: alejarse lo más posible de aquel grupo de nazis asesinos. No había pensando demasiado su reacción. El golpe en la cara al soldado que lo custodiaba, certero y fuerte, lo había dejado en segundos fuera de combate. Ahora tenía que correr sin racionalizar nada, abriéndose paso a manotazos entre las ramas y hojas que le impactaban en el rostro y todo el cuerpo como si fueran latigazos de un domador de circo. Corría hacia el Este. Así lo indicaban los rayos del sol que se colaban entre el manto color verde que cubría el cielorraso de la selva. Pero estaba seguro de que lo seguían. El cabo a cargo del grupo no dejaría que un prisionero se le escapara. Era más que probable que dos o tres soldados le pisaran los talones. Además, no era conveniente que se alejara demasiado de la caravana. Si los perdía por completo sería prácticamente imposible encontrar el campamento alemán y rescatar a Marcus, Paú y los guías que seguían cautivos. Tenía con escabullirse con cuidado. Alejarse, pero no demasiado; por eso le resultaba una situación ambigua. Se detuvo. Cambió el aire de los pulmones y se recostó contra el tronco de una árbol centenario. —¡ Nazis !... —exclamó para sí.—¡ Odio a los nazis ! No pasaron cinco minutos cuando oyó el típico sonido de ramas siendo aplastadas por botas. Se reincorporó lentamente sin dejarse ver y contuvo la respiración. Uno de los soldados se le acercaba. No estaba lejos. Pasaría enfrente de él en minutos...quizás segundos. Apretó los puños y dirigió su oído izquierdo en dirección a la fuente del ruido. No se equivocaba. Alguien se acercaba. Repentinamente, el uniforme gris del alemán se perfiló a su lado e Indy actuó con presteza. Sacudió su pierna derecha contra el estómago del militar y le propinó en la cabeza una trompada que lo tiró de bruces contra el suelo. Pero el acólito de Hitler estaba acostumbrado al dolor. Sin darle tiempo a nada, giró sobre el piso y extrayendo su pistola Lüger , elevó el brazo y le apuntó a Indy en el centro mismo de la cara. Fue algo instantáneo. Indiana le propinó una secunda patada que dio de lleno en el arma. La Lüger salió despedida al tiempo que Jones se abalanzaba sobre el soldado. Lo tomó de la solapa. Elevó la mano derecha y le asentó una trompada en plena quijada, que le dejó doliendo la mano. El joven nazi, instintivamente, levantó sus piernas impulsando al arqueólogo sobre su cabeza. Indy cayó pesadamente en el suelo. Sin pensar un segundo, miró hacia un costado. La pistola alemana brillaba a menos de dos metro de su mano. Se estiró. Se arrastró unos centímetros como su fuera una víbora hasta llegar a ella y cuando la tomó, y sintió la culata acomodarse en la palma de su mano, volvió a girar el tronco en dirección del enemigo. —¡ Quieto ! —ladró el nazi, al momento en que Jones veía como le ponían la punta de un fusil a dos centímetros de su nariz. Entonces escuchó que la amartillaba. Le iba a disparar en la cara. Indy cerró los ojos esperando lo peor. Pero algo ocurrió. Un zumbido apenas audible; un siseo seco y hueco cortó el aire húmedo de la selva amanecida. El fusil no fue disparado. El soldado no había gatillado. Sorprendido, Indy abrió los párpados y un rictus de extrañeza le iluminó el rostro. Enfrente suyo, el nazi exhalaba su último aliento mientras se tomaba con ambas manos el estómago, del cual salía una filosa punta de madera ensangrentada. Había sido atravesado desde atrás por una lanza, artesanalmente efectiva, hecha con una simple rama afilada. —¡Ahora sí observo miedo en su rostro, doctor Jones!—El escultural cuerpo de Florence Waverly se recortó por delante de la tupida floresta. Estaba transpirada y agitada, pero esbozaba una sonrisa tan blanca cono sensual.—No me va a negar que llegué justo a tiempo. Sus ojos destilan verdadero terror. —Es una de las sensaciones que experimentamos los seres humanos cuando estamos a punto de morir, ¿ no cree ?... —respondió Indy mientras se ponía de pie.—Este cerdo estaba a punto de jalar del gatillo —dijo mirando el cadáver que se desangraba boca a bajo sobre el suelo.—Gracias... Estoy en deuda con usted —musitó. —Doblemente en deuda. —agregó la chica. —¿ Cómo ? Waverly movió el mentón por sobre su hombro, señalando algo. Indy la siguió con la mirada. A unos diez metros del soldado muerto había un segundo nazi con el cuello cortado. —Como los animales de rapiña, éstos nunca salen solos... Indy se ajustó el sombrero y chasqueó con los labios. —Así es... Muchas gracias, por partida doble. —Son aceptadas, doctor Jones —musitó Florence con sorna—, pero movámonos rápido. Tenemos que rescatar a Brody y su gente. —Y girando sobre los talones agregó:—Tome el fúsil y la pistola de su amiguito . Estamos cortos de tiempo, larguémonos de aquí. Indy la observó cómo se alejaba moviendo sensualmente las caderas. No cabía duda: había subestimado a esa mujer, “ hermosa por cierto ”, pensó.
ba
N o les costó demasiado encontrar la senda por la que habían estado marchando prisioneros. —Ahora —apuntó Waverly— muévase en silencio y trate de no hacer ruido. —He estado en situaciones como estas anteriormente —replicó Jones mirándola fijamente a los ojos, lanzando rayos de ira—. No soy tan inútil como supone... —¡ Bah !... ¡ Hombres ! —exclamó la chica y prosiguió la marcha con actitud displicente. Indy detestaba a las mujeres autosuficientes y engreídas que pasaban facturas permanentemente de sus buenas acciones y logros. La falta de modestia y el garbo excesivo lo consideraba como un punto en contra en su particular forma de caratular la feminidad de una chica; y Florence Waverly se llevaba todos los laureles. Le atraía, pero al mismo tiempo la rechazaba. No soportaba que fuera tan presumida. —¡Oh, Dios! La exclamación de la muchacha pareció salirle desde la boca misma del estómago. —¿Qué pasa?... —le inquirió Indy sin entender la causa de su desconcierto. —Observe usted mismo... —respondió Waverly, señalando hacia delante. Indy siguió la dirección del brazo extendido y una ola fría le recorrió todo el espinazo. —¡ Mierda ! —profirió sin poder contener su vocabulario. —¡Están todos muertos!...—Y sin más hizo a la chica a un costado y avanzó en dirección a los cuatro cuerpos semi-cercenados que tapizaban parte del sendero.—¡Es el SS-Rottenführer y los tres soldados! —Anunció con alivio al detectar los uniformes grises, hechos jirones.—Fueron atacados; pero ¿dónde están los demás? —¡Busquemos por los alrededores! —sugirió Florence y se puso a remover ramas y lianas. Al cabo de cinco minutos se frenó.—No están aquí. —Fueron hechos prisioneros... —susurró Indy, desistiendo de su propia búsqueda.—Se los llevaron. No hay nadie. —¿Habrán sido ellos , Jones? —Así parece. Nos encontraron antes que nosotros. —¿Y ahora qué haremos? —Indy no respondió.—Doctor Jones—insistió Waverly ofuscada—, ¿qué vamos a hacer ahora? —¡¡ Correr !! —El alarido de Indy se expandió desde su garganta como si fuera una explosión. —¿ Qué ?... —preguntó perturbada la muchacha. —¡¡ Corra !!—repitió gritando—¡¡ Estamos siendo rodeados !! No había terminado de articular la última palabra cuando desde ambos lados del camino se asomaron siete rostros negros, fuertemente pintados y con filosas dagas de piedras pulidas en sus manos.
ba
C orrían. Avanzaban agitados, transpirados, cansados de tanta adrenalina y tensión en los músculos. No tenían descanso. En sus atribuladas mentes, Indy y Florence, sólo pensaban en una cosa: tranquilidad . Pero en ese instante era un mero sueño, muy difícil de conseguir. Estaban siendo perseguidos por un número indeterminado de aborígenes y sus intenciones no parecían ser del todo pacíficas. Nazis, indios, lo único que faltaba era que éstos fueran caníbales para completar la fiesta. Pero no estaban dispuestos a quedarse parados para comprobarlo. El sendero que seguían era el mismo que horas antes habían recorrido con sus captores alemanes. Era fácil de identificar y conocían de antemano su dirección y trabas. El mismo subía y bajaba, sorteaba piedras y troncos caídos, zonas con barro y grandes charcos nauseabundos de agua estancada. No era una pista olímpica y eso retrasaba la marcha. Florence trastabilló y lanzó un grito, tirada desde el piso. Jones se detuvo, giró sobre sus talones y miró hacia atrás. Waverly yacía extendida cuan larga era sobre una alfombra natural de hojas podridas y, por detrás, tres musculosos negros se aproximaban corriendo con gestos de fiereza, blandiendo sendos cuchillos color gris. Indy extrajo la Lüger de su cintura y le apuntó al pecho del aborigen que encabezaba la comitiva. Estaba a punto de apretar el gatillo cuando, de repente, la vista se le nubló y, como en un fogonazo, una serie de imágenes incongruentes se le proyectaron en sus pupilas. Eran colores primarios muy brillantes, casi fosforescentes; un arco iris retorcido de serpentinas cromáticas que borraron en un segundo la silueta inconfundible del aborigen agresor, que se aproximaba a toda velocidad, Indy se tambaleó. Soltó involuntariamente el arma de fuego y se agarró la cabeza con ambas manos. Una puntada de dolor lo dobló en dos. Era como si algo se le metiera en el cerebro desordenándole las neuronas, produciéndole un infinito sufrimiento. Cayó al suelo. Podía escuchar los gritos de Florence Waverly a escasos metros de él. “¿ La estaban matando ?”, pensó desorientado e impotente al tiempo que pretendía ponerse de pie, casi sin fuerzas. Sentía que le chupaban sus energías; que se debilitaba segundo a segundo y que por más abierto que los tuviera, sus ojos no veían lo debían ver. Ese remolino de colores aún le aturdía. “¿ Qué demonios me sucede ahora ?”, pensó, temiendo estar sufriendo un derrame cerebral en el momento menos oportuno. Aunque, por otro lado y pensándolo bien, ningún momento era oportuno para eso. Como pudo, avanzó dando grandes zancadas en una dirección indeterminada. No sabía hacia donde se dirigía. El remolino lumínico que invadía su mirada lo tenía ciego. Chocó contra lo que supuso era una muralla vegetal y siguió avanzando. Trastabilló. Cayó de rodillas al piso tapizado de hojas, se puso de pie y apuró el tranco. Tras unos dos minutos de marcha a ciegas, su cuerpo le avisó que había alcanzado un descampado, una zona libre de plantas, un islote llano y pelado en plena jungla. Entonces, instantáneamente, sus ojos recuperaron la visión normal. Los colores desaparecieron y se encontró frente a una roca de unos dos metros de alto, clavada en el piso y con un inconfundible aspecto metálico. La presión en las sienes calmó e Indy dio una rápida ojeada al entorno. Los perseguidores no hacían acto presencia. Los gritos de Florence habían cesado y un silencio absoluto lo encapsuló, como si estuviera dentro de una burbuja. A su lado, la gran piedra fue lo que primero que le llamó la atención. Se aproximó a ella, la tocó y de inmediato expresó para sí: —Un meteorito... —Lo inspeccionó por unos segundos y cuando estaba a punto de terminar de rodearlo, las ramas linderas del predio se movieron y desde la selva surgieron siete individuos de tez muy oscura, melanesios, calzando sobre sus cabezas horrorosas máscaras multicolores, adornadas con plumas aún más chillonas. Semejaban demonios mitológicos surgidos de las más retorcidas mentes primitivas que el hombre pudiera haber conocido. |
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10
LA
ROCA VENIDA DEL CIELO
E n sus alocuciones académicas a los alumnos del Barnett College, Indy Jones solía decir que las máscaras eran la expresión sincera, viva y más directa de un pueblo. La variedad de los recursos materiales para su confección, y la imaginación que presidía el tratamiento de esos materiales, reflejaban el espíritu que animaba las manos y las mentes de los sagrados artesanos que las confeccionaban, siguiendo rigurosos cánones técnicos, que poco variaban con el paso de los siglos. Un hecho notable que siempre le había llamado la atención —y al que constantemente aludía Daniel Rossberg— era la larguísima costumbre de portar máscaras, detectable ya en tiempos prehistóricos. Había testimonio de ello en varias pinturas rupestres paleolíticas y también tradiciones que hablaban de la importancia ritual que habían tenido en la antigüedad griega, romana y egipcia. En África, la máscara representaba el centro de casi todas las ceremonias religiosas, tanto sea en las sociedades secretas, rituales de iniciación o culto a los antepasados muertos. En Oceanía ocurría lo mismo, especialmente en Melanesia. Pero colocarse una máscara no significaba sólo cumplir con el rol del personaje mitológico que ésta representaba. Calzarse un objeto santo de esas características era convertirse — Ser — la mismísima deidad, en ese instante sagrado. Lejos estaba de todo ello los profanos carnavales del occidente contemporáneo, vaciados de significado religioso, misterio, fe y misticismo. Aquello era otro mundo y uno de los portales que los lugareños usaban para ingresar en él eran, justamente, las máscaras. Indy advirtió de inmediato que esas sagradas caretas rituales estaban confeccionadas con un material extraño, flexible y duro al mismo tiempo; finamente decorado con colores y plumas de aves exóticas. Los orificios para ojos y boca eran apenas visibles, diminutas hendiduras punteadas que dibujaban diabólicas sonrisas estáticas que metían miedo con sólo verlas. Todas las máscaras tenían forma triangular y se veían excesivamente grandes sobre los hombros de los siete aborígenes que las portaban. Lo tenían rodeado, pero por algún motivo no avanzaban hacia él. Parecía que le temían a la gran roca; y no era nada extraño, en muchas culturas las piedras encarnaban fuerzas que eran respetadas y nadie que fuera instruido se animaba siquiera a tocarlas sin desencadenar la ira del tabú . Repentinamente los siete personajes se hicieron a un lado y desde las arboleda vecina surgieron tres nuevas figuras. Dos de ellas eran negras como el azabache, no tenían máscara alguna y cargaban con sus musculosos brazos el cuerpo inconsciente de Florence Waverly. La chica parecía estar bien. No tenía heridas cortantes a simple vista y podía verla respirar sin dificultad. Sólo estaba desmayada. —¡Suéltenla! —exclamó Jones, sabiendo que no era interpretado—. Ella no les hará daño... No le haremos daño a ninguno de ustedes... ¿Puede entenderme? Uno de los enmascarados apenas avanzó dos pasos hacia delante y movió su mano, convocando al arqueólogo a que caminara hacia él. Indy dudó. “ Al fin y al cabo —pensó— había viajado a Karkar para encontrar a esa gente ”. Entonces dio un paso alejándose de la roca que tenía a sus espaldas y se adelantó en dirección al aborigen. No bien su cuerpo cambió de lugar, un nuevo estallido lumínico lo encegueció y miles de colores inundaron sus pupilas. El dolor de cabeza regresó e, instintivamente, Indy se echó hacía atrás apoyándose contra el meteorito. Tan rápido cómo habían venido, los molestos remolinos lumínicos desaparecieron. “¿ Qué demonios pasa aquí?, meditó. “¿ Es la roca la que lo protegía de esas visiones dolorosas ?... Todo parecía indicar que sí. Pero ¿por qué? ¿Qué extraña influencia tenía la piedra caída de cielo sobre las alucinaciones que lo asaltaban tan misteriosamente?... Fijó la mirada en los negros enmascarados y como si le cayera sobre la cabeza la manzana de Newton se percató de algo que sospechaba, pero que no había podido aclarar en términos concretos hasta ese momento: las máscaras, de alguna forma, eran las que le causaban esos mareos cromáticos que lo aturdían y enceguecían. —¡¡ Magaphupa topha !! — Gritó el de la máscara más gastada, al tiempo que señalaba a Jones con su dedo índice. Uno de los negros que sostenía a Florence blandió un filoso puñal lítico; soltó a la chica y avanzó gruñendo en dirección al arqueólogo y la roca sagrada. —¡Un momento! —reclamó Indy—. ¡Un momento, por favor! Nosotros no... El negro movió el brazo como si fuera un látigo. Indy se arqueó hacia atrás, pero sintió como la punta de la daga le rasgaba la camisa a la altura del estómago. —¡Oh, mierda! —volvió a prorrumpir y con resignación le sacudió al aborigen una trompada con la mano izquierda, que le impacto de lleno detrás de las oreja derecha. El negro perdió el equilibrio y se desplomó sobre el piso a escasos centímetros de Jones. Indy reaccionó con velocidad. No podía darse el lujo de esperar a que el otro aborigen hiciera lo mismo. Se agachó, levantó el cuchillo de piedra y con un salto se tiró sobre el enmascarado que había dado la orden. Le rodeo el cuello con un brazo y clavó levemente la punta de la daga sobre la yugular. —¡¡Deténganse!! —gritó gesticulando con exageración. Los aborígenes se quedaron estáticos. El jefe estaba en peligro. “¿ Y ahora, qué ?”, rumió Jones, mirando en todas direcciones. “¿ Qué hacer en una situación como esa ? ¿ Qué hacer cuando tras amenazar a un jefe tribal, golpear a uno de sus guardias, profanar un espacio sagrado y romper con tradiciones rituales que quizás tenían siglos, uno estaba rodeado de selvas desconocidas en un terreno más desconocido aún y a miles de kilómetros de distancia del entorno cultural en el que se había criado ? La situación no era nada halagüeña. En eso, se dio cuenta de que Florence Waverly ya no estaba. Se la habían llevado. —¡¡ La chica !! —ladró sin dejar de apretar con el antebrazo el cuello del indígena—. ¿Dónde está la maldita chica? ¡ Tráiganla !... No había terminado de gritar cuando, abriéndose paso entre los demás portadores de máscaras, aparecieron ocho negros inmensos y armados con puñales. Lo iban a atacar. El rehén se movió con brusquedad, tratando de zafarse. Entonces, Indy lo tomó por la careta y lo empujó hacia un costado. La máscara se despendió y quedó colgando de los dedos tensos de Jones. Era un artefacto liviano y de una textura que Indy reconoció rápidamente, no sin experimentar cierta sensación de asco: piel humana . Pero no fue esa epidermis reseca lo que más le llamó la atención. A su lado, el desenmascarado jefe aborigen se tambaleaba desorientado, con las cuencas de sus ojos horrorosamente hundidas y un par de pupilas blancas como la nieve que denotaban estar frente a un sujeto tan ciego como un topo. Los ocho negros empezaron a rodearlo. —¡ Maldición ! —exclamó en el segundo mismo en que soltaba la máscara y se lanzaba a la carrera en dirección a un sector deforestado que abría una entrada en la jungla. No bien puso sus pies en terreno húmedo sintió que el suelo desaparecía y que todo su cuerpo empezaba a resbalar cuesta abajo por un tobogán natural de barro y piedras pequeñas. Rodó. Giró. Saltaba dando tumbos sin poder detener la caída, arrastrando ramas, hojas y sintiendo cómo sus costillas impactaban contra objetos duros que se habrían a su paso. Los segundos pasaban e Indy no podía detener su cuerpo. El fango resbaladizo por el que se deslizaba lo arrastraba hacia abajo sin darle tiempo a nada. Entonces, sin aviso alguno, el tobogán se acabó y el atribulado Henry Jones Júnior salió despedido por el aire. Describió una parábola imaginaria y el vacío lo envolvió. Sintió que volaba, que caía; que el aire fresco de la mañana le impactaba en el rostro. Y, de pronto, escuchó el ruido del chapuzón y el agua lo cubrió. Había caído en una pequeña laguna y se hundía hacia el fondo, sin poder ver nada a su alrededor. Cuando sus pies tocaron el lecho del espejo de agua se impulsó con todas su fuerzas hacia arriba. No bien asomó la cabeza, aspiró con desesperación. Flotó desorientado por unos segundos y, lentamente, nadó hacia la orilla. Exhaló exhausto. Se arrastró y aflojó todos sus músculos, quedando desplomado sobre el suelo, con la cara apoyada en el barro de la orilla. Respiró hondo. Se relajó. Giró su cuerpo, poniéndose de espaldas, y fue ahí cuando advirtió que seguía acompañado. Pero esta vez por representantes de otra etnia . A su lado, tres inconfundibles uniformes nazis le tapaban los débiles los rayos del sol que se colaban entre las copas de los árboles. —¡¡ Oh, no !... —exclamó Indy—.¡ Basta por hoy ! |
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VISIÓN
REMOTA M aniatado a un costado de la choza principal, Marcus Brody no podía terminar de creer lo que veía. Era como haber sido trasladado a la prehistoria; a una época y una sociedad que ya nada tenía que ver con los tiempos modernos, a no ser por su aparente violencia e irracionalidad. El viejo curador del Barnett College sabía que era testigo de una realidad que ningún ojo occidental había visto con anterioridad. Incluso él mismo, prolífico viajero y explorador en sus días de juventud, estaba sorprendido. Sus experiencias previas por África y el continente Sudamericano, en nada se asemejaban al espectáculo que se desplegaba ante su vista. Y era entendible: las islas del Pacífico Sur permanecían en su mayor parte inexploradas y desconocidas; eran tierras vírgenes en muchísimos sentidos. Territorios en los que lo imposible era posible; y en donde la ortodoxia científica, con toda su parafernalia teórica, podía llegar a flaquear creando una realidad alternativa muy distinta a la imaginada por los ocasionales estudiosos que habían dedicado un poco de tiempo —no mucho— a analizar los escasos datos que extraían de relatos y viejas crónicas. Era evidente que la historia de Karkar estaba aún por escribirse. La Gran Choza semejaba un inmenso barco de madera cuya proa se elevaba hacia el cielo, desafiando la gravedad. Era una construcción comunitaria en la que habitaban una docena de individuos, desparramados en un ambiente grandísimo, sólo dividido por esteras vegetales, que eran en donde dormían. El concepto de privacidad, tan preciado en occidente, allí no existía y todos hacían todo a la vista de todos. Era evidente que la tradición de ese pueblo ignoto tenía varios siglos de antigüedad. La maestría con que levantaban sus chozas no se había forjado en pocas generaciones, ni la capacidad de navegar por el mar, en las largas canoas que se resecaban bajo los rayos del sol, era cosa reciente. Esa gente tenía una historia larga por detrás. Un historia desconocida, que se tardaría mucho en reconstruir. —Doctor Brody, ¿está usted bien? La voz de Paú, el guía, lo obligó a girar con dificultad hacia la derecha. El muchacho estaba maniatado igual que él junto a dos de los porteadores, que corrían idéntica suerte. —Paú —exclamó Marcus—, ¿a dónde nos han traído? ¿Qué lugar es este? El muchachón miró en todas direcciones y fijó la mirada en el magnífico entrelazado de pajas que estructuraban el techo de la Gran Choza. —No lo sé son seguridad, doctor. Pero creo que es la ciudad de los Hombres Murciélagos , como ustedes lo llaman. Nadie ha entrado aquí antes. —Entonces no deja de ser un honor estar en este lugar —agregó Brody dibujando una temerosa sonrisa. —Deje los honores para los muertos, señor. Preferiría no estar aquí. Marcus acomodó su cuerpo dolorido y revisó por enésima vez todo el interior. —¿Entiendes su idioma, Paú? —preguntó. —Sólo palabras y frases aisladas. Es un lenguaje extraño, doctor. Parece un mezcla de melanesio con ciertos dialectos de las islas del norte. Difícil de entender. —¿Crees que hay alguna posibilidad de salir de este sitio? —También difícil, doctor. Ellos tienen la visión de los dioses . —¿” Visión de los dioses ”? ¿De qué demonios hablas? —Un poder extraño, doctor; por lo poco que pude entenderles y observar. —¿A qué te refieres? —De alguna manera pueden ver a través de nuestros propios ojos. —¿ Cómo ?... —Lo que oyó. Pueden usar nuestros ojos para ver a través de ellos. —Es imposible —sentenció Marcus sin mucho convencimiento—. Nadie puede hacer eso. —Ellos pueden. —¿ Visión remota ?... ¿Hacen uso de la visión remota ? De ser cierto es un descubrimiento fantástico. Pero, ¿cómo lo logran? —Parece que las máscaras tienen que ver en el asunto. Marcus permaneció silente unos segundos. Había leído en viejas crónicas leyendas que referían a ese extraño poder psíquico que algunos individuos solían ejercitar, pero siempre las había atribuido a la exageración propia de los viajeros. Entonces, sin previo aviso, tres enmascarados ingresaron en la gran choza y caminaron hacia ellos. |
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“OLVÍDESE DE HEROÍSMOS” R udimentario, inseguro, sencillo. Así se veía el campamento nazi al que Indiana Jones había sido llevado a la fuerza. Los rostros alemanes no mostraban confianza. Era evidente que estaban asustados y que las bajas habían reducido mucho al grupo explorador. Se veían más mochilas apiladas que soldados y oficiales dando vueltas por el lugar. —¿Invadieron su mente, verdad doctor Jones? La pregunta del coronel Heinder venía acompañada con cierto sarcasmo. —Podríamos decirlo en esos términos...—respondió Indy mientras tomaba una taza caliente de café—. Sí, de alguna forma se metieron en mi cabeza. —El poder de esas máscaras es fantástico —intervino Krugermmacher muy serio. —Fantástico y maravilloso —agregó Heinder—. Por eso debemos conseguirlas. Indy levantó la cabeza lentamente. —No hay forma de acercarse a ellas sin verse uno afectado. —Hay una forma, doctor Jones... —dijo el nazi. —Aunque muy difícil de implementar —agregó Krugermmacher. —¿Ah sí?... ¿ Cuál es esa forma ? —preguntó Jones. —La próxima vez que se tope con esos salvajes —repuso Heinder—, pruebe con cerrar los ojos. —¿Cerrar los ojos?... —Las máscaras no funcionan si uno los mantiene fuertemente cerrados—intervino Krugermmacher. —Lo sé por experiencia propia, doctor —replicó Heinder. Indy meditó unos instantes. —Ahora comprendo... —dijo—. Los guerreros que acompañan a los “ Brujos ” son los encargados del trabajo pesado, en tanto que los otros ubican a las presas con las máscaras. —No funciona así en todos los casos —corrigió Heinder—, pero esa es más o menos la idea. —Una táctica de defensa y ataque muy conveniente, ¿no cree, Jones? —inquirió el traficante. —Y muy antigua según las leyendas... —contestó Indy. —¿Qué sabe al respecto? —inquirió el oficial alemán. —Poco... Algunos viajeros del siglo XIX la denominaron “ visión remota ” y era una práctica desarrollada en ciertas islas de la Melanesia. Todos creímos que eran exageraciones; cuentos de exploradores para burgueses aburridos de Europa. Ahora podemos decir que esos relatos tienen una base de realidad. —Veo que sabe bastante del asunto, Jones. Prosiga, por favor —solicitó Heinder con amabilidad. —Ya se lo dije, es muy poca la información al respecto —mintió pensando en el meteorito. —Pero usted habló de visión remota ; expláyese en todo lo que sepa. Indy miró a sus captores frunciendo del ceño. —Si todo esto es cierto, corremos grave peligro estando acá —afirmó—. Si esa gente puede meterse en nuestras mentes y ver a través de nuestros ojos, nos encontramos ante al poder psíquico del que hablan algunos mitos melanesios. Un poder propio de los dioses. —Prosiga... —Según se cuenta, la visión remota es estimulada siempre por una reliquia. —Una máscara... —aseveró Heinder. —Así parece —susurró Indy. —¡Maravilloso, Klaus! —volvió prorrumpir el alemán en dirección del traficante-explorador. —Sí, pero peligroso... —repuso Krugermmacher—Yo creo que seria mejor... —Ya imagino que vas a sugerir y estoy de acuerdo contigo. —En ese caso le diré a los hombres que se preparen. Krugermmacher se levantó y se perdió detrás de las carpas de campaña. —No quisiera ser impertinente, ya que dada mi condición de cautivo supongo no tengo derecho a preguntar —ironizó Indy—, pero ¿qué demonios es lo que piensan a hacer? Heinder caminó hacia él, le palmeó el hombro y respondió. —Prepárese para un pequeño viaje, doctor Jones. Nos marchamos de esta isla. —Pero, ¿qué hay de mis amigos? —Sus amigos están muertos. No tiene caso correr sus mismos destinos. Ahora lo que conviene es rearmarnos y atacar la isla con fuerzas renovadas hasta conseguir alguna de esas fabulosas máscaras. —¿ Rearmarse ? ¿ En dónde ?... Estamos supuestamente en territorio de soberanía Australiana. Heinder lanzó una carcajada. —¡El Pacífico es tan grande, doctor Jones! Hay miles de islotes que ni siquiera figuran aún en los mapas. Esos australianos “ criadores de vacas ” no saben ni dónde están parados. ¿Usted cree que hubiéramos podido desembarcar en Karkar si esos idiotas controlaran algo?... Hay un submarino del Reich esperándonos cerca de la costa. Lo abordaremos, viajaremos unas pocas horas y desembarcaremos en el islote de Mulutuva. —¿Y qué hay ahí? —preguntó Indy muy serio. —Créame que se sorprenderá, doctor Jones. —¡No puedo dejar esta isla, Heinder! —insistió Indy—. ¡No sin antes confirmar la suerte de mi gente! —Doctor Jones —empezó el alemán—, el hecho de que no lo tengamos maniatado como un matambre no significa que haya dejado de ser nuestro prisionero. Usted no está en condiciones de exigir ni demandar nada. El mundo está guerra, ¿lo olvidó?... Y su país no es precisamente uno de los que nos inspiran confianza. Los alemanes aprendemos de nuestros errores, Jones. No apreciamos a los enemigos de antaño y menos cuando son ahora nuestros competidores; y convengamos, amigo mío, que usted es un competidor de cuidar. —Levantó el brazo en un ademán despectivo y repuso:— ¡Olvídese de heroísmos! Sus hombres y la chica murieron, igual que los míos. Llóreles ahora y prepárese para el viaje. Le concedo una hora para procesar el duelo. Krugermmacher se acomodó su camisa dentro del pantalón y, reafirmando el discurso de Heinder, agregó con sorna: —Aproveche el tiempo. De inmediato, la diplomática relación mantenida se evaporó y el coronel nazi exclamó con voz de mando: —¡Soldado! ¡Escolte al prisionero hasta su carpa y cerciórese de que permanezca en ella! Una vez que el arqueólogo fuera retirado, Heinder se acercó a Krugermmacher, encendiendo el último cigarro que le quedaba. —¿Qué opinas, Klaus? —inquirió—. ¿Estaremos tomando la decisión correcta al dejar Karkar? —Como estamos no tenemos otra opción. En tanto y en cuanto permanezcamos despiertos y con los ojos abiertos seguiremos a merced de la Tribu de la Oscuridad . Heinder permaneció pensativo. Un vieja sensación le inundó el pecho. —¿Sabes? —dijo—. Es como repetir algo que hice hace mucho tiempo. —Es diferente, amigo mío —replicó Krugermmacher complaciente—. Ahora no huyes, sólo retrocedes para tomar impulso. Además, con todo este asunto de la visión remota, es la mejor opción que tenemos. La única... ba A quel archipiélago melanesio parecía ser tierra de nadie; un espacio liberado en el mapa en el que la soberanía del más fuerte se imponía, “de facto”, sobre la del más débil y menos organizado. Tal como lo dijera Heinder, el Pacífico era demasiado grande de controlar y, con zonas aún inexploradas e islas vírgenes que cartografiar, ese rincón del mundo, al norte de Karkar, era un gigantesco baldío en el que barcos y submarinos alemanes iban y venían sin ser interrumpidos por nadie. Por eso muy poco le costó a Indy y sus captores subirse a los botes que se escondían en la costa, alcanzar el submarino alemán que los esperaba en superficie, a unos quinientos metros de la línea de la playa, y poner proa hacia Mulutuva. El viaje fue corto, no más de dos horas, y resultó ser una experiencia sumamente interesante para Jones. Desde el rincón oscuro al que había sido confinado con una custodia de dos soldados, podía observar todo el despliegue técnico y jerárquico de los germanos comandando la nave; aunque, claro, su mente siguiera prisionera de los avatares que podían haber corrido Marcus Brody, Florence Waverly y los otros, en la isla que acababan de dejar. Ya para cuando el tour estaba llegando a su fin, Heinder se apartó del capitán del submarino y, con un extraño brillo en los ojos, se acercó a Indy. —¿Está cómodo, doctor Jones? —preguntó retóricamente—. ¡Me parece muy bien! Prepárese a ver algo que nadie vio antes, a excepción de los expertos de las SS que se encargan del proyecto. Puedo asegurarle que se va a sorprender...—y sin más le dio la espalda para colaborar en las últimas maniobras, antes de atracar en Mulutuva. El islote era mucho más pequeño que Karkar, pero igualmente exuberante en vegetación y sin los altos cerros que coronaban su centro. Estaba completamente deshabitado y, desde el aire, tenía la forma de un irregular triángulo isósceles, completamente rodeado de profundísimas fosas marinas, muchas de las cuales superaban los 2000 metros de profundidad. Un verdadero abismo oceánico circundaba la ínsula. Era un sitio extraño, hermoso y, como más tarde verificaría el arqueólogo, muy fuera de lo común... extraordinario. El U-Boot nazi, ya en superficie, retomó por un angosto canal que se abría desde el litoral sur y se internó en el corazón del islote. No mucho antes de parar, el capitán abrió la escotilla, se asomó por la torreta y a los gritos dio una serie de órdenes a los que estaban en tierra. Tres minutos después, los motores de la nave se detuvieron por completo e Indy fue “cordialmente” invitado a bajar por dos metralletas. Cuando el sol impactó sobre la copa de su Fedora y las pupilas pudieron adaptarse a la claridad del día, Indiana Jones comprobó que el coronel Heinder no había exagerado en lo más mínimo. Lo que tenía ante sí era digno de sorpresa. |
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EL ORIGEN DE TODAS LAS RAZAS
Islote
de Mulutuva
60
Km. al norte de Karkar N unca nadie había visto nada igual; menos que menos en un islote semi-desconocido y perdido en la mitad del océano Pacífico. Si todo aquello no era una enorme fraude, Indy estaba ante el descubrimiento arqueológico más prodigioso e importante del siglo XX. En un principio la respiración se le cortó y la avidez por observarlo todo, tratando de dar respuestas a las decenas de preguntas que se le agolpaban en la mente, incrementaron su ansiedad a niveles indescriptibles. El ritmo cardíaco se le aceleró y por un segundo se olvidó de que era prisionero de los nazis, y de que su vida corría peligro. —¡ Por Dios ! —exclamó parapetado sobre el muelle de madera, junto al U-Boot del que acababa de bajar—. ¿ Qué es esto ? —preguntó por lo bajo a medida que levantaba la cabeza para poder observar en todo su esplendor un enorme pórtico hecho de piedras volcánicas, perfectamente talladas y pulidas. La construcción era parte de un complejo de ruinas ciclópeas, cuyo estilo arquitectónico Indy jamás había visto. Era un mezcla extraña que entramaba lo griego con lo romano, sin dejar de lado rasgos provenientes de Egipto e incluso de la urbanística maya. Eclecticismo puro. El yacimiento era muy grande y, por el avance de las tareas de rescate, no hacía mucho que había sido encontrado. Gruesas plantas trepadoras y árboles centenarios crecían sobre los muros laterales, denunciando siglos de olvido. Enredaderas salvajes, libres de todo control, formaban una red vegetal compacta que retenía muchas grandes piedras en sus lugares originales. De hecho, el edificio —o lo que quedaba de él— le debía a la vegetación local su aparente estado de rigidez. De no ser por las raíces, lianas, ramas y hojas que lo abrazaban por todas partes, se hubiera desmoronado ante la más mínima manipulación. Desde el impactante pórtico, de unos seis metros de altura y tres de ancho, se abrían hacia ambos lados largos muros líticos de igual altura, en los que sus ignotos constructores habían dejado grabados extraños jeroglíficos. No cabía la menor duda: aquello era un templo, un lugar sagrado. Veinte metros más allá de donde el muro se hundía en el suelo, una construcción también gigantesca podía detectarse por entre el follaje. —¿No se lo dije, doctor Jones? ¡Valía la pena que viniera a ver esto! Las palabras del coronel Heinder lo sacaron de su abstracción y la atención fijada en las ruinas se dirigió, de pronto, a las docenas de soldados alemanes que trabajaban en la imponente excavación; limpiando restos de murallas, cavando trincheras de sondeo, apilando piedras fuera de contexto y desbrozando el terreno que circundaban las construcciones. El centro de operaciones que las SS habían levantado en el sitio era soberbio. Unas diez carpas de campaña, para veinte hombres cada una, se aglomeraban en un espacio abierto a golpe de machete a sólo treinta metros de donde se operaban los trabajos principales y, varios pasos más allá, habían levantado un tinglado de acero, en apariencia muy firme, que servía como depósito de objetos de arte, cerámicas y estatuillas de piedra. El muelle, desde el que Indy tenía tan maravillosa perspectiva, también era una práctica obra maestra de ingeniería. No cabía duda de algo: los nazis sabían lo que hacían. Habían encontrado algo maravilloso desde el punto de vista histórico-arqueológico y, por lo visto, no estaban dispuesto a abandonar el yacimiento por más guerra que hubiere. Se sentían seguros, confiados. Algo muy propio de ellos. —¿Qué le parece? —volvió a preguntar Heinder con una sonrisa orgullosa en su rostro—. ¿No es algo sensacional? Indy giró hacia el alemán y fijó la mirada en las clarísimas pupilas arias del alemán. —No quiero prejuzgar, pero si es lo que pienso que es... Heinder le dio la espalda y enfrentó el gran pórtico como si fuera un conquistador, colocando sus brazos en jarra e inflando el pecho. —Aún no tengo la capacidad para meterme dentro de su cabeza, doctor Jones, pero deduzco que sus conocimientos sobre este campo son nutridos y amplios. No dudo de que esté en el camino interpretativo correcto...—Tomó aire, giró en dirección del arqueólogo y continuó:—Yo también me sorprendí mucho cuando me enteré de esto. Como cartógrafo y conocedor de la geología le confieso que me quedé con la boca abierta cuando Krugermmacher me desayunó de todo, al llegar a esta isla hace pocos días. Es un proyecto ultrasecreto de la SS . Algo muy bien guardado. Sólo un puñado de oficiales, y el Führer, claro, saben sobre el tema. Y ahora, ¡todo está bajo mi mando! Esto me llena de orgullo, Jones. ¿Sabe por qué? Porque mi nombre aparecerá alguna día junto al de Adolf Hitler en los libros de historia aria. —El mío también, Heinder —añadió Krugermmacher, caminando hacia el muro con la intención de verificar algo—. El mío también... —¡Por supuesto, Klaus! ¡Tú fuiste quien lo encontró hace años! ¡Seremos tres renglones gloriosos en el devenir del conocimiento humano! ¡Los descubridores de los restos de la legendaria capital del continente perdido de Mu!... Indy tragó saliva. El vello de los brazos se le erizó. Entonces supo que su hipótesis, aunque loca , era correcta. ba
“El
jardín del Edén no estaba en Asia, sino en un continente
ahora
hundido en el océano Pacífico. La historia bíblica de
la
creación —la épica de siete días y siete noches— no sur
gió
primero de los pueblos del valle del Nilo o del Éufrates ,
sino
de este continente ahora sumergido:
MU
, tierra natal del
hombre”.
Coronel
James Churchward,
The Lost Continent of Mu
, 1926. L a única documentación detallada sobre ese desaparecido territorio había surgido de la barroca caligrafía de un colonialista; un viejo lancero de Bengala y preclaro representante del Imperio Británico , llamado James Churchward, coronel del Ejército de Su Majestad , a fines del siglo XIX. Éste, autor de cuatro gruesos volúmenes —editados recién en el sexto año del la década de 1920— fue quien hizo pública la posibilidad de encontrar un “doble” de la mitológica Atlántida en el corazón mismo del Pacífico; único océano que hasta entonces carecía de una leyenda referida a un continente hundido en sus aguas. La prédica alcanzó tal difusión, especialmente entre sectores proclives al esoterismo y las ciencias ocultas, que se llegaron a consumir más de tres ediciones en menos de dos años. El propio Churchward se encargó de que eso ocurriera gracias a los contactos que tenía con numerosas sectas y logias secretas de Europa y América. Según relatara el coronel inglés, en un viaje por la India había sido “ iniciado ” por un sacerdote hindú en los secretos de un idioma arcano y desconocido llamado Naacal , la lengua de Mu. Dicho lenguaje, grabado en cuatro bloques de piedra, había sido descifrado por él mirándolos intensamente “ hasta que sus significados se me revelaron por sí mismos, sin problemas, en la mente ”. Fue entonces cuando Churchward supo que Mu había sido el continente en donde surgiera la raza humana, hacía ¡ cincuenta millones de años ! —¡Es una incoherencia! —ladró Jones—. ¡En esa época ni siquiera había seres humanos sobre la Tierra! Pero objeciones de ese calibre fueron escuchadas por muy pocos. La necesidad de creer en algo era más fuerte. La fuerza de lo misterioso arrastraba la racionalidad de las mayorías, y en un mundo que hacia 1926 aún sufría las consecuencias de la Primera Guerra Mundial, la lección moral de Mu , Atlántida o Lemuria (otro ficticio continente hundido, esta vez en el océano Índico) era evidente: “¡ Cuidado mortales ! La soberbia, el mal uso de la tecnología, el egoísmo y el no respeto a los Dioses acabaran hundiéndolos a ustedes tambien, en un nuevo fin del mundo ”. Eso era lo que decían los cuatro bloques escritos en Naacal. Contaban la historia de una civilización altamente avanzada de sesenta y cuatro millones de habitantes, que vivían en una masa de tierra de cientos de miles de kilómetros cuadrados en el Pacífico Sur; y que fuera la cuna de diez razas diferentes, entre las cuales la dominante era la aria. Mu era un imperio idílico cuyo pueblo, noble y tecnificado, finalmente se había esparcido por todo el mundo, iniciando otras civilizaciones humanas. Sin embargo, hacía 12.000 años, un violento ataque, combinación de temblores, erupciones volcánicas y gigantescas mareas, destruyó ese gran continente provocando que se hundiera en el mar. La misma suerte habría corrido una de sus colonias en el Atlántico —la Atlántida— cien años más tarde. —Actualmente —acreditó Krugermmacher—, todo lo que queda de Mu son islas salpicadas en Polinesia y Melanesia. —¡ Leyendas ! —volvió a increpar un Indy escéptico, desde la otra punta de la mesa en donde había sido sentado—. Leí el libro de Churchward y está repleto de inexactitudes geológicas.—Volteó hacia Heinder y dijo:—Usted debería saber eso... Además, ese loco británico jamás identificó el templo en donde, supuestamente, había encontrado esas piedras en Naacal; ni reprodujo por completo sus inscripciones. —¡ A las pruebas me remito, doctor Jones ! —le respondió Heinder asomándose por la puerta abierta de la tienda de campaña en la que estaban, señalando las ruinas que se bifurcaban hacia todas direcciones en la selva.—¡ Las tiene ante sus propios ojos ! —¡Eso es sólo una mala interpretación de los hechos! —increpó Indy con vehemencia.—Lo que ustedes hacen es adaptar una realidad poco conocida a una historia previa que nunca existió verdaderamente. ¡ Están practicando ideología, no arqueología ! Esas ruinas —siguió—, admito que son extrañas y requerirán décadas de estudio. Pero decir que son las del continente de Mu, así porque sí, porque a ustedes “ le cierra ” la cuestión, es muy poco serio y nada, absolutamente nada, científico... Heinder y Krugermmacher se miraron y esbozaron unas sonrisas cómplices. —¿Se lo dices tú? —inquirió el oficial alemán. Krugermmacher asintió con un movimiento de cabeza y se trasladó hasta un rincón de la gran tienda. Se agachó, levantó un bulto cuadrangular, al parecer muy pesado, y lo colocó sobre la mesa de tablones. —Hace siete años —empezó—, mientras exploraba este archipiélago, y recibía las primeras referencias sobre la Tribu de la Oscuridad , me topé inadvertidamente con esto —dijo señalando el bulto cubierto con una tela gruesa color marrón oscuro—. Lo habían encontrado un matrimonio de aventureros franceses, muy cerca de Mulutuva, según me dijeron. Estaban dando la vuelta al mundo en velero; pero no fue aquella una reunión agradable —recordó—. ¡Eran franceses, después de todo! Malas personas. Peligrosas, traicioneras... Por eso me vi obligado a matarlos, quedándome con el velero y toda su carga. Fue un buen negocio. Entre las cosas que traían estaba este bulto, pero al principio no le presté atención. Había demasiadas piezas de arte interesantes; mucho más llamativas, ¡ Y de distintas partes del mundo ! Cuando, tras varias semanas de ignorarlo, abrí el envoltorio me encontré con esto... Era un doble par de bloques de arenisca gris, de unos 50 centímetros de largo por 30 de ancho, absolutamente llenos de pictogramas jeroglíficos indescifrables; semejantes a los que Indy observara en las paredes del muro del gran pórtico, al llegar. —¡ Las estelas de Naacal ! —exclamó Krugermmacher—. ¡Aquí las tiene, doctor Jones! ¡El relato que cuenta todo!... —Estos bloques confirman la historia —añadió Heinder—. ¿No es fantástico? Indy se reincorporó sin autorización y uno de los soldados que lo custodiaban lo volvió a sentar, empujándolo con violencia hacia abajo por el hombro. —Déjelo... —ordenó Krugermmacher—. Permítale a nuestro amigo que abra su mente. Indy repitió la operación. Se paró, avanzó hacia las piedras y pasando suavemente la palma de sus manos por la superficie, las estudió con detalle por espacio de varios minutos. —Admito que esto me genera muchas preguntas —dijo con franqueza—, pero nada de lo que aquí está tallado es entendible. No se corresponde con ningún alfabeto conocido hasta hoy... Podría decir cualquier cosa, incluso un fraude. Además, sabemos que muchos pueblos polinesios y melanesios tuvieron en un pasado no muy remoto un tipo de escritura pictográfica, aún indescifrable. El lenguaje rongorongo de la isla de Pascua es un buen ejemplo al respecto... —¡ Hombre de poca fe ! –sentenció Heinder bíblicamente e Indy sonrió. —Puedo asegurarle que no, coronel... Está usted muy equivocado. Lo que yo pretendo decirles es que, en este caso , sin la clave que permita descifrar estos supuestos textos, sin la “ Piedra de Roseta ” adecuada, podemos decir cualquier cosa sin estar seguros de nada.—Hizo un brevísimo silencio y preguntó con sarcasmo:—¿O acaso esperan descifrarlos mirándolos fijamente , como hizo Churchward? Heinder le copió la sonrisa irónica. Avanzó hacia él, se inclinó hasta acercársele bien al rostro y repuso: —Ya hemos hecho justamente eso... y dio resultado. Por eso estamos aquí, en Mulutuva. Indy conservó el silencio. Krugermmacher tomó la palabra. —Un viejo amigo mío, gran conocedor de sabidurías hoy perdidas, leyó las piedras, doctor Jones. Siguiendo los mismos pasos de Churchward consiguió conectarse con ciertas capas muy sutiles y profundas de su mente espiritual y acceder a una completa traducción de los textos.—Hizo un gesto de desagrado con la boca y agregó:—Lamento mucho que el Führer no se lleve bien él y que junto con su grupo tuviera que exiliarse y trabajar desde la clandestinidad. Pero estoy seguro que el malentendido se resolverá algún día y la Orden , de la que mucho de nosotros seguimos siendo miembros, será redimida y gloriosamente aclamada por el Estado Nacionalsocialista , al que todos, claro, también le somos fieles... —¿ Orden ?... —inquirió Indiana suponiendo de ante mano la respuesta—. ¿ Qué Orden ? —La Gendarmenorden , la Orden Germánica —contestó Heinder—.Sí, ya sabemos que la conoce bien, doctor Jones. Y adivine algo más...—agregó socarrón:—¿Sabe quién es el Gran Traductor de estas piedras? Los ojos de Indy debieron exteriorizar algo más que sorpresa. Era innegable porque desencadenó la carcajada de sus dos anfitriones. —¡ Sorensen !...—coligió atónito el arqueólogo—. ¿ Emmanuel Sorensen ?... |
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LOS SEMBRADORES DEL REICH M uchos dicen que la vida consta de sólo dos actos importantes: el de presentación y el de despedida. Y que, cuanto más dignos sean éstos, más tiempo perdura, en la débil memoria de la humanidad, la obra de los hombres, finitos y en un inexorable camino hacia el olvido. Emmanuel Sorensen debía tener muy bien grabada esa premisa y no escatimó dramatismo al ingresar a la tienda, en la que Indy, Heinder y Krugermmayer conversaban. Vestía un impecable ambo de lino blanco y un sombrero stetson lustrado y brilloso. Sonreía de oreja a oreja y gesticuló con un ampuloso saludo medieval, levando su brazo izquierdo hacia atrás y desplegando un semicírculo con el derecho por delante del tronco con el sombrero en la mano, al tiempo que se inclinaba en reverencia. —¡ Guten tag, herr doctor Jones ! —saludó satirizando el sueco—. ¡Nos volvemos a encontrar en esta vida, mi buen amigo! Indy apretó los dientes. Quería insultarlo, golpearlo, pero se limitó únicamente a retrucar con una filosa frase: —Es la única forma, Sorensen. En la otra vida tendremos destinos diferentes. Difícilmente nos podríamos cruzar. —¡Celebro su buen humor, doctor! —exclamó— ¡Y su aceptado pesimismo! ¿Acaso no cree que usted puede, después de todo, ir al Cielo? —y lanzó una estruendosa carcajada, sabiéndose ganador de la contienda verbal.—Pero, por favor, no me guarde rencor. Nuestro último encuentro fue un duelo digno de caballeros, ¿no lo cree así? —Deme su defición de “ caballero ”... —fustigó Indy. —¡Señores, por favor! —interrumpió Heinder con un además complaciente y distendido—. ¡Tenemos muchas cosas importantes que decidir y organizar! No es momento para intercambios semánticos de esta índole... Sorensen se acomodó las mangas del saco y volvió la atención hacia el oficial nazi. —Y bien... ¿Qué pasó en Karkar? En los siguientes quince minutos, Heinder y Krugermmayer se explayaron en lo sucedido, haciendo un sucinta síntesis de los avatares que sufriera la malograda expedición. Hablaban por turnos, ordenadamente, sin superponerse. Parecía que estaban rindiendo cuentas a un superior, no sin expresar en sus tonos de voces un cierto temor disimulado por el fracaso de la operación. El sueco los escuchó con atención, en tanto su rostro cambiaba de un inicial rictus de sarcasmo a un gesto fruncido de preocupación y rabia. Cuando Heinder terminó con el parte, Indy ya sabía quien era en verdad “el Jefe”. —¿Y usted, Jones? ¿Qué tiene para decir? ¿Cuál fue su experiencia con esos caníbales? —inquirió Sorensen con brusquedad. Indy contó sólo parte de su odisea, guardándose los sucesos que más lo habían extrañado, especialmente el tema del meteorito. Fue escueto, conciso, seco en el hablar. No quería colaborar en nada con esos fanáticos racistas. —¿Y por aquí? —interrumpió Krugermmacher—. ¿Algún adelanto en las excavaciones?... —La sección B desenterró ayer lo que parece haber sido un anfiteatro —respondió el sueco—. Una vez que lo terminemos de excavar podremos hacernos una idea más clara de sus antiguas funciones. Pero si lo que me preguntas es por el “ artefacto ”, debo decirte que nada ; nada por ahora. Aunque intuyo que estamos cerca. Indy no pudo contener su curiosidad. —¿Qué artefacto , Sorensen? —inquirió. El masón camino hacia la mesa y tomo asiento en un gastado taburete de cuero curtido. Extrajo del bolsillo unos apuntes muy arrugados y los apoyó sobre los tablones, estirándolos prolijamente con las manos. —“ La curiosidad mató al gato ”, doctor Jones —dijo recuperando un poco su cáustica ironía inicial—. Pero entre gitanos no nos vamos a andar adivinando la suerte... Mire, le seré directo. Estos papeles que puede ver son parte de la traducción que hice de los cuatro bloques de piedra que tenían grabado el lenguaje Naacal. En uno de sus más interesantes párrafos dice lo siguiente —y leyó: — “...Entonces, cuando los Ojos de los Dioses podían verlo todo y ya no existían secretos para los Señores de Mu, un Artefacto los dejó ciegos a todos y el ocaso del Imperio empezó a extender su reino de sombras por todo el territorio... ”.—Levantó la vista y la fijó en Indy.—¿Se da cuenta, Jones? —dijo ceremonioso. —¿Entiende lo que acabo de leer? Indiana recapituló mentalmente el texto y lo relacionó casi de inmediato con sus desventuras sufridas en Karkar. —Perfectamente —respondió—. Aun así me sigue pareciendo una locura total. Fantasía pura. Un mero discurso delirante, neocultista y teutónico. ¿Quieren encontrar un “ artefacto ” que neutralice el poder de las máscaras?... ¿Cómo están seguros de que esas traducciones son correctas? —¡Porque yo lo digo! —soltó Sorensen. —“¿ Usted lo dice ?”... ¡ Usted está loco, Sorensen ! ¡Hasta Hitler lo considera un demente peligroso! ¡Por algo suprimió a su Logia, en una Alemania tan loca como ustedes! —¡ Imbécil ! ¡No entiende nada! —gritó ofuscado—. ¡No ve más allá de sus propias narices!... ¡ Nosotros fuimos ! ¡Nosotros, la Orden Germánica , fuimos los que sembramos todo aquello que Hitler después cultivó!... Pero no creo que valga la pena seguir conversando con usted, Jones. —En eso sí coincidimos. Jamás nos pondremos de acuerdo —agregó Indy. —En ese caso, prescindiremos de su presencia... ¡Soldado! —exclamó—. ¡Llévense a este hombre a la barraca y fucílenlo !... Heinder se sorprendió. Dio un paso hacia delante y se interpuso entre el SS-Schütze e Indy. —Aún soy yo el que da las ordenes militares aquí, Emmanuel... —impugnó con voz de mando. —¿ Qué dices? —Que no tenemos porqué asesinarlo. Puede que nos resulte útil para algo. —¿ Útil ? ¿En qué ? —¡Es arqueólogo, diablos ! ¡Y esto es una excavación arqueológica! ¿Lo olvidaste?... Sorensen le mandó una helada mirada de odio y señalándolo con el dedo índice bien extendido replicó: —¡Conozco a este tipo, Heinder! ¡Y te aseguro que es peligroso!... Te hago a ti exclusivamente responsable por lo que pase con él.—Dicho esto, giró en redondo agarrando sus apuntes y salió de la tienda hecho una tromba. —Perdónelo, doctor Jones —sonrió Krugermmacher.—¡ Es un sueco tan temperamental !... ba Y a era hora de escapar. Intentar una huida rápida, limpia y lo más segura posible; sin inconvenientes ni encuentros indeseables con los nazis SS del yacimiento. Aquello no había sido posible en las dos últimas ocasiones; y aunque no se consideraba una persona supersticiosa, ni proclive a las cábalas, el refrán que decía “ no hay dos sin tres ” le rondaba permanentemente en algún rincón de su cabeza. La barraca en la que había sido encerrado estaba vacía. Era larga, de chapas muy gruesas y húmeda. Tenía un par de ventanucos enrejados a ambos lados, sobre las paredes laterales, y un foco mortecino apenas permitía ver en la penumbra, después de que el sol se pusiera por el horizonte. No había ingerido comida alguna en las últimas doce o quince horas. Le dolía la cabeza y sentía un vacío incómodo en la boca del estómago. Se sabía débil, pero con la fuerza de voluntad suficiente como para largarse de allí, abandonar Mulutuva y regresar a la isla Karkar. Era como dejar Guatemala para meterse en Guatepeor . Pero no tenía otra opción. Debía encontrar a Marcus Brody y al resto de su equipo —si es que aún estaban con vida— y abandonar como pudiera el archipiélago para poder denunciar la presencia nazi en la zona. Las máscaras ya no estaban dentro de sus prioridades. Sentado en el rincón más alejado de la puerta, Indy hizo una breve composición de lugar. Calculó la hora y, conociendo la artificiosa veta caballeresca del coronel Heinder, concluyó que en breve le enviaría algo de comer. Esa sería la oportunidad que buscaba. Tendría que aprovecharla. Y no se equivocó.
Para
cuando el
SS-Schütze
metió la llave en el candado de la barraca, Indy ya había roto la
bombilla eléctrica y parapetado a un costado de la puerta, presto a
golpearlo y actuar con celeridad.
Eran
dos.
Jóvenes,
inexpertos, fanatizados por el régimen del que formaban parte.
Apenas
el primero se asomó, Indy se le abalanzó como si fuera un loco, levándoselo
por delante y arrastrando al otro con ellos contra el piso.
No
habían imaginado una reacción tan corriente, brusca y trillada.
Indy
se paró de un salto, noqueó de una trompada al primer soldado y pateó
la entrepierna del segundo. Se ajustó el sombrero y arrastró los dos
cuerpos inconscientes en la improvisada prisión del campamento.
Cerró
el candado y tiró la llave lo más lejos que pudo.
Quedó
expectante un par de minutos, recuperando la respiración y tratando de oír
algo que le indicara si habían dado la voz de alarma.
Nada.
Silencio
absoluto. No sintió movimientos ni ruidos extraños. El campamento seguía
con su vida normal.
Con
sigilo sorteó las tiendas más cercanas. Los soldados, oficiales y
trabajadores estaban distendidos tras una jornada dura de trabajo. Cenaban
y bebían dentro de las carpas, desgarrando carcajadas y voces
altisonantes.
“
Una
radio
”, pensó. “
Tengo que encontrar una radio
”.
Buscó
mirando hacia arriba una antena y, ¡
oh sorpresa
!... la casilla de
la que partía estaba a escasos metros suyo.
Era
un cuarto improvisado, de chapa, igual que la barraca, y estaba vacío.
Sin
pensarlo demasiado decidió correr el riesgo y entró.
Se
topó con dos mesas, una con el radiotransmisor y la otra con una serie de
manuales y libros técnicos; un par de sillas metálicas y el retrato del
Führer, colgado junto a una ventana vidriada y sucia. Lo cierto era que
el lugar no se condecía que el lujo ampuloso que los nazis solían
desplegar en cualquier parte que se instalaban, pero era algo funcional y
práctico.
Indy
se sentó frente a la radio y movió el sintonizador hasta encontrar la
frecuencia que le diera el gobierno americano antes de partir de Nueva
York. Por suerte, la recordaba.
Apretó
el botón del intercomunicador y dijo en voz muy baja:
—Aquí
isla de Mulutuva. Soy el doctor Henry Jones. ¿Alguien me escucha?
Cambio...
—...
—¿Alguien
me recibe?...Cambio... Aquí Mulutava... Esto es una emergencia...
Cambio...
—...
Silencio
total.
—¡
Mierda
!
—ladró—. ¡Será posible!
De
pronto, un leve crujido llegó hasta sus oídos.
¿Le
estaban contestando?...
Apenas
se inclinó hacia el aparato, volvió a escuchar otro sonido.
Inconscientemente supo de qué se trataba: habían llevado el percutor de
una pistola hacia atrás.
Giró
rápidamente la cabeza y con el rabillo del ojo detectó una silueta color
gris a sus espaldas. No había dudas: era un soldado y estaba armado.
No
pensó en nada. Cerró el puño y lanzó un voleo poderoso, sin tomar
distancia ni estar seguro de poder alcanzar al nazi con el golpe.
Pero
llegó...
La
mano cerrada impactó contra la punta de la pistola en el instante mismo
en que apretaban su gatillo.
¡¡
BANG
!!...
El
disparo salió desviado hacia la izquierda, agujereando por la frente la
imagen de Adolf Hitler.
Sin
cambiar el aire, Indy se paró y con la otra mano le desgarró la mandíbula
al soldado de un puñetazo. El
SS-Schütze
se desplomó con estrépito,
chocando contra la mesa de los manuales y provocando un ruido estrepitoso,
que retumbó en todo el cuarto.
¡Joder
con todo eso!... La huída no sería limpia, rápida ni segura.
Oyó
gritos de alerta, sonidos metálicos y pasos presurosos contra el terreno.
Iban por él.
Volteó
la cara buscando una salida de emergencia. ¡
La ventana
! No había
otra.
Dio
tres zancadas, imprimiendo velocidad a sus movimientos y saltó.
Rompió
el vidrio con los brazos flexionados contra su sombrero en el instante
mismo en que los nuevos guardias descargaban una lluvia de proyectiles,
desde la puerta recién abierta.
Cayó
con todo el peso y rodó, mientras escuchaba como las balas de las
metralletas nazis se incrustaban en las chapas que hacían de pared.
Se
levantó y corrió hacia el borde de la selva que tenía a pocos metros.
Segundos
después, Henry “
Indy
” Jones se camuflaba entre las sombras del
interior de Mulutuva, dejando a sus espaldas un verdadero pandemonium. El sueco temperamental había tenido razón. |
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15
EL OTRO DE LA MANADA b a
D
esde
su primer experiencia en una excavación arqueológica, cuando era todavía
un niño y viajaba por el mundo prendido de los pantalones de su padre, a
Indy le habían fascinados las ruinas durante la noche. Era el momento
ideal para captar intuitivamente, en profundidad, sus historias nunca
relatadas; sentir la respiración perdida de sus antiguos habitantes;
acercarse al espíritu propio del pasado.
Repentinamente,
y olvidándose del mal trance por el que pasaba, le vinieron a la memoria
las enigmáticas construcciones de los Anasazi, en el Gran Cañón del
Chaco, y las mil y una formas fantasmales que la Luna fabricaba en sus
callejuelas y plazas circulares, especialmente cuando estaba llena.
¡
Había
pasado tanto tiempo
! No debía haber tenido más de seis años de edad
por entonces. Aún así, recordaba al detalle esa experiencia. Claro que,
a pesar de tener una noche clara y diáfana, el panorama que lo rodeaba
era completamente distinto a cualquier otro yacimiento en el que hubiera
estado antes, tras la caída del sol.
Gruesos
muros de mampostería, perfectamente tallados, luchaban contra la selva en
una batalla que, desde hacía siglos, ya tenían perdida. Eran piedras
ciclópeas, imposibles de manipular con la simple fuerza de pocos brazos,
jalando de palancas y poleas. De seguro se habían necesitado ejércitos
de obreros obedientes para poder levantar esas paredes; y una burocracia
poderosa y organizada para obligar o convencer a esa multitudinaria mano
de obra.
Pero
no sólo muros se detectaban a simple vista en Mulutuva. Más allá de los
troncos y lianas retorcidas, los experimentados ojos de Indy distinguieron
recintos ceremoniales, pequeños altares domésticos, restos de
habitaciones y una calle o avenida, ahora completamente tapizada por un
bosquecillo.
Especuló
sobre sus antiguas funciones, pero sabía que no tenía tiempo para
verificar o refutar sus aproximaciones teóricas. Aún así, seguía
creyendo que el descubrimiento no se relacionaba con la infundada leyenda
del continente de Mu.
¿
O
sí
?...
Pero
era un fugitivo y, como tal, debía seguir huyendo. Con seguridad una
partida de nazis coléricos le pisaban los talones; y para esas alturas,
estarían locos de temor por las represalias que tomaría Sorensen. Y el
miedo era un mal consejero de la razón. Primero dispararían, después
preguntarían.
Aceleró
el paso, pero al mirar hacia un costado no pudo contener su curiosidad
profesional y se detuvo a analizar una serie de grabados, perfectamente
conservados, en uno de los muros.
Corrió
las ramas que lo tapaban parcialmente. Contorneó sus bordes con los
dedos.
Era
un bajorrelieve. La luz de la Luna, que se colaba por entre las copas de
los árboles, le permitía observarlo casi a la perfección.
¿
Naacal
?...
¿
Era
eso la lengua perdida del coronel Churchward
?
¿
Qué
demonios eran esos extraños pictogramas imposibles de traducir, aún
conociendo el lenguaje chino o japonés
?
¿
Qué
simbolizaban
?
ウ
!
^
ッ
Ö
キ
¤
ォ
₪
セあ
說タネ勞リ
ﺯ
アツツテャイゥ
Hubiera
pagado una fortuna por un pedazo de papel-manteca y un crayón para
copiarlos; pero eso también era imposible. Por lo tanto, fijó en su
memoria una docena de signos —los más llamativos—, relacionándolos
con alguna de las muchas lenguas muertas que conocía. Más tarde, pensó,
con suerte se abocaría a estudiarlos en detalle, remedando a un nuevo
Champollión. Tres minutos después, prosiguió la marcha hacia donde creía estaba la costa.
ba
—¡
T
e
lo avisé, “
coronel
”! —gritó Emmanuel Sorensen furioso y
gesticulando—. ¡
Te dije que Jones podía escapar
!... ¡Y lo
hizo! ¡Maldito
burócrata lameculos
! ¿Y ahora?... ¿Y ahora qué?
¿Vamos a seguir perdiendo tiempo y energías en ese
mal parido
?...
¡Oh Heinder! ¡Con que gusto te haría una corte marcial, si pudiera!
—Sorensen...
—intervino un timorato Krugermmayer tratando de calmar las aguas—, ¡no
te tomes esto tan a la tremenda, hombre! Nosotros no...
—¡Cállate!
¡Por favor, cállate tú también o no respondo de mis actos! ¿Sabes qué?
¡Tendrán que explicar esta negligencia a la Fraternidad! ¡Es inaudito!
¡Idiota! ¿Cómo es posible? ¡Se supone que son miembros encumbrados!
—Lo
que quieras, Sorensen —consintió el explorador conteniendo su
bronca—. Ahora lo único que nos queda es esperar a que lo traigan de
vuelta al campamento.
—¡Ojalá
así sea! —refunfuñó el sueco—. ¡Que revisen la isla de arriba
abajo y lo regresen sea como sea!... ¡Ese maldito debió matarme cuando
pudo! ¡Voy a destruirlo!...
Acto
seguido le dio la espalda a sus camaradas y se metió en la carpa con
movimientos bruscos, iracundo. ba A penas identificable, la senda era un mero trayecto de hormigas que zigzagueaba una y otra vez, como si fuera el meandro seco de un río. Ya estaba clareando y las estrellas, debilitadas por los primeros rayos del sol, empezaban a diluirse en el firmamento, dejando sólo a la luna como testigo mudo de una noche más que se iba. Exhausto, Indy comprendió que llevaba la dirección correcta y que la costa estaba cerca. El sonido de las olas rompiendo y la brisa fresca que le daba en el rostro eran señales inconfundibles de que el mar estaba próximo. Caminó unos cien metros más, hizo a un costado un espeso matorral, de hojas gruesas y carnosas, y maravillado observó al océano Pacífico desplegarse ante su vista. El sol se asomaba por el horizonte semejando una inmensa naranja incandescente que podía ser mirada con los ojos desnudos, directamente, sin encandilarse. Era una visión magnífica. Una postal. Bajó a la playa y se dirigió hacia la orilla. Era peligroso exponerse en un espacio abierto; pero no tenía otra opción. Si quería encontrar algo que lo trasladara a Karkar debía correr el riesgo. Estaba dispuesto a subirse a cualquier cosa. Incluso consideraba la posibilidad de regresar al muelle nazi y, subrepticiamente, conseguir un bote neumático o una lancha. Esa posibilidad era muchísimo más comprometida, pero no la descartaba. Tenía que dejar Mulutuva; salir de la boca del león e improvisar, sea como fuere. Dio pesadas zancadas por la arena durante unos quince minutos. Sabía que se dirigía hacia el oeste. Tenía el sol a sus espaldas. Entonces, inopinadamente, y ante su sorpresa, el rústico perfil de una larguísima piragua tallada en un tronco, brotó por detrás un médano, con sus remos prolijamente ubicados en su interior. Se zarandeaba rítmicamente con el flujo y reflujo del mar. Indy corrió hacia la embarcación. ¿ Cómo había llegado hasta allí ? ¿ Quiénes la habían dejado ? Era una construcción aborigen, de eso no cabía la menor duda; pero, ¿ no se suponía que Mulutuva era un lugar tabú, que ningún melanesio visitaba ? ¿ Qué extraños e inaprensivos visitantes eran sus dueños ? No tardó en saberlo. Inesperadamente, la visión se le nubló y sintió que las sienes le explotaban. Una jaqueca repentina lo torció en dos y cayó de rodilla sobre la arena, mientras una incomprensible ola cromática que ya conocía, pareció licuarle el raciocinio. Eran ellos . La tribu de la oscuridad estaba cerca. Muy cerca.
Habían
llegado. Giró en el suelo y, entre sombras y chisporroteos lumínicos, alcanzó a divisar varias figuras que se le acercaban por encima del médano. Tenían cabezas exageradamente grandes.
Portaban
máscaras. Entonces, lo rodearon. ba E l sonido acompasado de los remos chocando contra el oleaje lo sacaron gradualmente del sopor en el que había caído. Sentía que la cabeza le estallaba y tenía los ojos irritados. Trató de moverse pero comprendió que estaba maniatado por la espalda. Levantó la cabeza y observó una larga hilera de hombres negros remando. Lo llevaban en la piragua como prisionero. Observó con detenimiento su entorno. A un costado, todo a lo largo de la embarcación, se apoyaban una decena de máscaras triangulares, ésas que ya conocía muy bien y que impresionaban por lo repugnante de su consistencia material. Junto a él, todos los hombres tenían los ojos blanquecinos. Estaban ciegos. No veían nada y navegaban como guiados por la sola experiencia que tenían en esas aguas calmas de la madrugada. El silencio era total. Nadie hablaba. Sólo remaban rítmicamente, imprimiéndole a la piragua una velocidad considerable. Viajaban hacia karkar. No le cabía la menor duda. Uno de los remeros, el que tenía más cerca y, contrariamente al resto, mostraba una pelo entrecano, movió su cabeza levemente, orientando la oreja derecha hacia Jones. Murmuró algo al remero que tenía por delante y sonrió. Indy prefirió no decir nada. Los observaba con detenimiento y se preguntaba sobre el origen de esa ceguera generalizada. Aquel era un fenómeno extraordinario. Nunca nadie se había topado con toda una comunidad ciega. Aunque estaba seguro de que el uso de esas maravillosas máscaras tenía que ver en el asunto. ¿ Era ése el costo de poder mirar a través de los ojos de otros ? ¿ El uso de semejantes artificios les consumía de alguna manera la retina, llevándolos a la ceguera absoluta ? Todos los mitos hablaban de pagos, de reciprocidad entre el hombre y los dioses. Siempre se ganaba algo, pero a costa de una perdida. El sacrificio era inevitable. Un paso obligado. ¿ Era la vista normal y humana lo que debían sacrificar a costa de alcanzar una visión sagrada ? Remaron por espacio de tres horas. Mulutuva se perdió a sus espaldas y a lo lejos, los contornos abruptos de Karkar se recortaron en lo celeste del cielo. El sol impactaba sobre el océano y la temperatura empezaba a subir. Indy, con su chaqueta y sombrero, empezó a sentir el abrasador saludo de la mañana. Pero estaba cansado. Necesitaría fuerzas para encarar lo imprevisible. Cerró los ojos, relajó el cuerpo y se quedó profundamente dormido. ba —¡ J ugh alemtegh ka amotoh ! —gritó sorpresivamente uno de los remeros, sacándolo del sueño reparador en que Indy había caído.— ¡ Ka amotoh, umperunton ! Jones abrió los ojos confundido. Todos los negros dirigían su atención la superficie del mar. Estaban alterados. La piragua seguía deslizándose por la fuerza de la inercia. Ya nadie remaba. Entonces, cuando la embarcación se detuvo por completo, sucedió lo impensado. Un tremendo burbujeo empezó a conmover el océano que los rodeaba. La piragua se sacudió como si fuera un barquito de papel, de un lado a otro; estando a punto de darse vuelta de campana. Los gritos de los negros se mezclaron con un rugido tremebundo que partía de las profundidades y, cuando menos lo esperaban, una mole negra rompió la superficie y empezó a elevarse lanzando agua hacia todos lados. Indy se tiró hacia un costado y alcanzó a ver como una pared metálica inmensa quedaba erigida junto a su embarcación de madera. La superaba en unos cinco metros. Él, los negros y la piragua parecían diminutos gnomos marinos frente a la soberbia masa del U-Boot alemán que acababa de emerger. “¡ Maldito Heinder !”, pensó Indy. “¡ No me da tregua !”. Y efectivamente así era. Otro lobo de la manada nacionalsocialista lo estaba persiguiendo. Un lobo de acero y remaches, tripulado por soldados y oficiales armados hasta los dientes. |
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DAVID Y GOLIAT E l contraste entre el submarino alemán y la piragua aborigen era impactante. Estaban uno al lado de otro, casi rozándose. Se asimilaban a un inmenso tiburón y su rémora. Eran la materialización misma de una discrepancia histórica que reflejaba siglos de diferencias tecnológicas. Un choque entre dos mundos. Un encuentro imprevisible, en medio del Pacífico, entre el presente y el pasado. El U-Boot tipo II -B se mecía silente, expectante. En tanto, la piragua empezó a ser el escenario de una serie de movimientos que Indy no comprendió. Los negros se abrazaron unos con otros formando una cadena humana, todo a lo largo de la embarcación, y empezaron a emitir un sonido grave, monocorde, semejante al OM del lejano Oriente. Se movían de adelante hacia atrás, como haciendo pequeñas reverencias y cerrando los párpados. Indy tiró de sus ataduras. Era imposible. No podía safarse de ellas. Entonces, un ruido metálico provino desde lo alto del submarino y la escotilla principal se levantó. Los negros no se inmutaron. Prosiguieron con su extraño ritual. Sonidos de botas, armas amartillándose, ordenes en alemán; y a los pocos minutos una docena de soldados apuntando hacia la piragua, desde la cubierta del sumergible. Los tenían en la mira. Uno de los oficiales gritó algo, pero la brisa marina diluyó el mensaje en la enormidad del océano. Indy se puso de pie. Quería evitar que la balacera los matara a todos. —¡ No disparen ! —grito, inseguro de ser oído—. ¡Me entregaré! ¡No disparen!... Sobre la cubierta hubo movimiento de tropas. Uno de los soldados desenrolló una escalinata metálica hacia la piragua y movió el brazo ordenando la ascensión al lomo del submarino. Indy volteó hacia los aborígenes. ¿ Qué otra opción quedaba ? El negro de cabello entrecano enfocó las cuencas ciegas de sus ojos hacia el arqueólogo. Estiró el brazo y con un sacudón muy fuerte tiró a Indy contra el fondo de la piragua. —¡ Umaturmanh ! —ladró con furia, sujetándole el tobillo.—¡ Umaturmanh ! Jones intentó levantarse. Debía resolver el conflicto inminente que se estaba por desencadenar con los nazis. La piragua y su tripulación —incluido él mismo— no tenían chance de sobrevivir. Serían barridos por las ráfagas de metralletas alemanas. —¡ Allá abajo ! —exclamaron desde el U-Boot—. ¡ Quédense quietos ! Pero ninguno de los aborígenes obedeció. Con movimientos rápidos tomaron las máscaras que tenían a sus pies y se las calzaron por sobre los hombros. Entonces se desencadenó lo impensado. El submarino se sacudió hacia delante. Fue un movimiento seco. Alguien, en el interior, había puesto la marcha hacia delante y apretado lo que podía llamarse el freno. Los doce soldados nazis se tambalearon sobre la cubierta. Algunos cayeron hacia atrás, perdiendo el equilibrio. Otros soltaron sus armas y empezaron a retorcerse amarrándose las cabezas con ambas manos. Un extraño zumbido, que Indy jamás antes había oído, empapó en ambiente. El oficial alemán gritó, agitó su cuerpo y, tras trastabillar, cayó al agua desde las alturas. Los enmascarados permanecían estáticos como estatuas. Una vez más los contrastes coparon la escena: la piragua, estable; el submarino convertido en un pandemonium de alaridos y movimientos histéricos.
Las
máscaras estaban actuando. Varios soldados, completamente confundidos y ciegos, corrieron hacia la escotilla. Iban a tientas, desesperados. A tal punto que chocaron entre sí y cuatro de ellos se desplomaron hacia el océano, muy cerca de donde Indy observaba todo. Se hundieron como si fueran de plomo. Los que quedaban se retorcían contra las planchas remachadas del sumergible. Impotentes. Controlados. Sometidos al poder místico de los dioses melanesios y sus reliquias. Súbitamente, el U-Boot dio un nuevo cimbronazo; esta vez hacia atrás. Las aguas se agitaron. La piragua se zarandeó. El submarino volvió a desplazarse con brusquedad hacia delante y empezó a girar sobre un imaginario eje central. La masa metálica empujó a la embarcación de madera suavemente, y el oleaje la fue separando gradualmente del sumergible europeo. Ya quedaban muy pocos soldados en la espalda del Lobo . Aún así, algunos alaridos aislados luchaban con el sonido del mar. Cuando la nave alemana estuvo a unos cincuenta metros de la piragua, los negros se pusieron de pie. Tomaron las máscaras por los bordes inferiores y pronunciaron una vez más ese extraño OM . El aire se electrizó. Una misteriosa densidad copó el espacio de la piragua. Indy se sintió mareado y apoyó su nuca contra uno de los bordes. Y desde esa posición pudo ver todo. El submarino tembló. La proa se sumergió de golpe y la popa, que se elevaba más y más, dejó las hélices al descubierto. Un siseo tremendo se expandió, impactando en los tímpanos de Jones. Entonces, volvió a escucharse el ruido de remaches y tornillos, planchas de acero y vigas de hierro y el U-Boot tipo II-B se partió al medio en una tremenda explosión. Una columna de agua impactó contra la piragua, que mantuvo perfectamente a flote a pesar del golpe. Los negros se tambalearon, sin perder el equilibrio, y para cuando se acomodaron junto a los remos, el submarino ya no se distinguía sobre la superficie del mar. |
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17
TROFEOS
DE GUERRA
Aldea
de la Tribu de la Oscuridad
Selvas
de karkar
Cuando
lo hicieron entrar en la gran choza comunitaria, su corazón se paralizó
momentáneamente y una ola de felicidad le hinchó el pecho. La intuición
no le había fallado. Marcus, Florence y los demás estaban vivos.
Prisioneros, sí, pero en perfecto estado de salud y pergeñando el modo
de abandonar esa isla maldita en la que los retenían.
Brody
no pudo contener la emoción y caminó hacia Jones dándole un fuerte y
sentido abrazo.
—¡Indy!
¡Gracias a Dios!... ¡Creí que jamás volvería a verte!
El
arqueólogo no domó sus sentimientos y se apretó a su maestro y amigo.
—¡Pensé
lo mismo, Marcus!...
Florence
Waverly dio un par de pasos hacia él y le extendió fríamente la mano.
—Me
alegro volver a verlo, doctor Jones. Bienvenido a este
loquero
.
—Gracias
—respondió Indy y dirigió su atención hacia el guía que permanecía
callado en el fondo de la choza—¿Estás bien, Paú?
—Sí,
patrón —respondió el muchacho.—Por ahora...
—Indy
—intervino Brody—, hay algo que debes saber—Jones lo observó
curioso y esperó a que Marcus continuara. Pero el curador del Barnett
Museum no emitió palabra. Sólo se limitó a dirigir sus ojos hacia un
costado oscuro de la choza
Indy
volteó en esa dirección y observó a dos hombres blancos, caucásicos,
claramente europeos, vistiendo ropas gastadas y sucias.
—Doctor
Jones —dijo uno de ellos, adelantándose—, es un honor conocerlo
personalmente. Claro que hubiera preferido otras circunstancias —y le
apretó la diestra con suavidad.—Soy el profesor Isaías Weiss.—Se
hizo a un lado y presentó al sujeto que lo seguía.—Él es el doctor
Leonard Gütter. Somos del Museo Vön Strassen, de Berlín.
—¡Ustedes
deben ser los especialista que envió Dan Rossberg! ¿Verdad?...—
sostuvo Indy, sorprendido.
—Así
es, doctor Jones —respondió Gütter, aprisionando la mano del arqueólogo
con gentileza.—Estamos en esta aldea desde hace varios años. Es la
primera vez en mucho tiempo que tratamos con occidentales. Puede que peque
de egoísta —agregó con ironía—, pero lo cierto es que me alegro de
tenerlos acá.
Indy
no pudo contener su curiosidad.
—¿
Qué
pasa en este lugar?
Weiss
se adelantó a su compañero.
—Es
algo sumamente extraño —dijo—. Algo nunca visto. Esta gente posee
poderes increíbles...
—Lo
sé. He visto cómo funciona. Pero, ¿qué han podido averiguar en todo
este tiempo? ¿Quiénes son? ¿De donde vienen?...
—Es
muy poco lo que aprendimos, doctor Jones. Únicamente que se autodenominan
Mohottongan
, que significa algo así como “
Los Verdaderos
Hombres
”. Son cazadores recolectores en un estadio paleolítico y
poseen una fama, bien ganada por cierto, de invencibles en todo el Pacífico
Sur.
—No
han tenido contacto con nosotros —agregó Gütter.—Sólo de tanto en
tanto nos dejan participar como meros observadores en sus fiestas
comunitarias. Únicamente los sujetos que nunca usan máscaras se acercan
a nosotros. Son los guerreros, el brazo armado de la tribu.
—No
nos han integrado a su sociedad —explicó Weiss.—En cuanto a su origen
sólo especulamos. No hay nada concreto. Las manifestaciones artísticas
que pudimos notar tienen poco en común con otros pueblos de la Melanesia
o Micronesia.
—Son
sumamente originales al respecto—agregó el otro especialista.
—¡
Y
que lo digan
! —ladró Indy, y relató brevemente, aunque con los
detalles suficientes para ser claro, su atribulada”
experiencia
arqueológica
” en la isla de Mulutuva. Habló de las ruinas, del
meteorito, de su huída y del mensaje cifrado de Sorensen. Cuando terminó
de explicar el tema del idioma Naacal, Gütter se rascó el mentón
pensativo.
—¿
Mu
?...
—preguntó retóricamente—.No sé que pensar. No lo creo posible, pero
dadas las circunstancias por las que pasamos....
—Yo
erijo que todo eso es más propio del campo de la fantasía que otra cosa
—aseveró Weiss.
Brody,
reflexivo, avanzó unos pasos en dirección a la puerta, custodiada desde
el exterior por tres enormes negros.
—Indy—dijo
tomándose la nuca—, si ese lenguaje es verdadero y el resto de la
historia cierta, tendríamos una posibilidad de salir de este lugar.
—¡No
se haga ilusiones, doctor Brody! —exclamó Gütter—. El poder de esas
máscaras es tremendo. En dos ocasiones intentamos escapar. Fue
imposible...
—Nuestros
propios ojos son los que nos vigilan y retienen prisioneros —agregó
Weiss, lacónico.
—Pero,
¿qué hay con esas máscaras? ¿Saben cómo es que funcionan?
—No
—acentuó Gütter con firmeza de voz.—Sólo que son muy efectivas y
que...
—...producen
ceguera a quien las usa —remató Indiana.
—Eso
creo, doctor Jones. Pero, le repito, no estamos seguros de nada.
Florence
Waverly, práctica como era, levantó ambos brazos.
—Déjense
de teorizar, por favor —dijo—. Lo que tenemos que hacer es llegar a
ese meteorito y desarmar el poder de estos tipos. Tiene que haber una
forma.
—Dicho
así parece sencillo, Florence —sentenció Marcus.
—Los
nazis buscan el artefacto neutralizador en Mulutuva—explicó Indy,
ensimismado en sus propios pensamientos.—Ese es un punto a nuestro
favor.
—Sí,
pero, ¿por cuánto tiempo? —inquirió la muchacha—. Además, ¿no
creen que una intervención nazi nos vendría muy bien? El avispero se
alteraría y como dice el refrán. “
A río revuelto, ganancia de
pescadores
”.
Indy
levantó suavemente su brazo derecho como si estuviera meditando con mímica.
Extendió la palma de la mano y remató mirando a la chica:
—Hay
algo que sigo sin comprender...
—...¿Qué cosa?
—sondeó ella.
—¿
Por
qué no nos mataron
? ¿
Por qué
no estamos todos muertos? ¿
Por
qué
los retuvieron a ellos durante tanto tiempo con vida?
Weiss
respondió:
—Nos
deben tener como trofeos de guerra. Muchas tribus del mundo se jactan de
tener hombres blancos entre sus prisioneros.
—Sí,
se los considera un símbolo de poder, de orgullo tribal —agregó Jones.
—¡Qué
hermoso destino el nuestro! —exclamó Marcus con sarcasmo.—¡
De
coleccionista a coleccionado
!...
—Aún
así, algo no me cierra —prosiguió Indiana.—Matan nazis y no nos
matan a nosotros... ¿
Por qué
?
—Será
que son muy selectivos... —argumentó Marcus.
—¿A qué te
refieres?
—Es
posible —dijo— que por medio de esas máscaras vean más cosas de lo
que creemos. Puede que escruten, de algún modo, nuestros corazones,
nuestras intenciones, y que sepan que nosotros somos “
los chicos
buenos
”; que no queremos dañarlos.
—
Los
Ojos del Alma
... —masculló Gütter.
—Efectivamente,
doctor,
Los Ojos del Alma
.
—Creo
que están derivando las cosas hacia un plano demasiado místico,
caballeros —interrumpió Florence Waverly.—Lo más probable es que nos
mantengan vivos por alguna razón en particular. Algo que desconocemos y
que quizás no sea tan espiritualmente elevado como ustedes creen. ¿No
han pensado en la posibilidad de una
gran olla negra
, con patatas y
condimentos locales? Estamos en tierra de caníbales...—Todos sonrieron
con nerviosismo.—Y usted,
doctor Indiana Jones
, ¿ya olvidó el
incidente con los negros en el sendero? Matamos a uno, ¿lo recuerda?.
—Fue
en defensa propia —se atajó Indy.
—¡
Qué
sabe esta gente de defensa propia y esas cosas! —exclamó la chica.—¡Los
matamos! ¡Y ellos harán lo mismo con nosotros, a la corta o a la larga!
Déjeme que le recuerde que me he especializado en algunas comunidades de
estas islas.
—Aún
así, disiento con usted, señorita —se inmiscuyó Gütter, rascándose
la barba crecida que le cubría la cara.—A ver —dijo pensativo—respóndame
a esto: ¿esos agresores tenían puestas máscaras sagradas?
—¡Por
supuesto que no!
—¿Se
da cuenta? ¡Ahí tiene!... Eran meros guerreros, soldados de la
comunidad. Sujetos poco importantes, sacrificables, según los cánones
que estudiamos en otros pueblos. Ellos no pueden “
ver
”, carecen
de la “
magia
” de los sacerdotes. Se guían sólo por
impulsos—carraspeó y continuó:—Como dijo el doctor Brody, son los
chamanes, los Maoríes, los que “
saben
”. Los únicos portadores
de las máscaras. El resto sólo representan meros protectores de las
reliquias.
—Guerreros...
—articuló Weiss.
—¿Guerreros?
¡
Já
!... ¿Cuánta razón tenía un viejo profesor mío!
—prorrumpió Marcus.—Decía que la inteligencia se puede dividir en
tres. Inteligencia humana, inteligencia animal e inteligencia militar...
—...en
ese orden de complejidad decreciente —remató Indy, mientras dibujaba su
típica sonrisa ladeada en el rostro.
—Y
bien —vociferó Florence— ¿qué haremos ahora?
Indiana
la observó con ironía. La mujer era hermosa, pero su personalidad no
dejaba de producirle rechazo desde el primer encuentro; a pesar de deberle
la vida.
—Haremos
lo que suelen hacer los sabios de Oriente —respondió.
—¿Y
qué es lo que hacen? —retrucó la chica con sorna. —Esperar a que algo suceda. |
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18
“SI
VOLIMUS NON REDIRE,
CURRENDUM
EST”
Y
cayó la noche.
Un fulgurante manto
de estrellas tapizó el cielo y la temperatura, alta durante el día,
descendió los grados suficientes como para hacer más soportable la estadía
dentro de la gran choza central que oficiaba de prisión.
Recibieron la cena
tarde. Un amasijo de verduras desconocidas y frutos selváticos de sabor
agridulce. Comieron todo. En verdad estaban hambrientos, especialmente
Indy. Una vez terminada la comida, tres fornidos guerreros entraron en la
habitación y con gestos bruscos les hicieron notar que querían que se
acostaran a descansar. Obedecieron sin chistar y para la medianoche, todos
estaban tirados sobre el suelo, contra la pared de madera y cañas que
enfrentaba a la puerta. Los primeros en dormirse fueron los dos
porteadores y Paú, el guía. Indy, Marcus y los especialistas del Museo
Vön
Strassen, permanecieron desierto, charlando muy por lo bajo. Florence
Waverly se echó a unos cuantos metros de distancia del grupo.
En
la plaza central del poblado, en tanto, los miembros no videntes de la
tribu se reunían en rededor de una gran fogata. No tenían las máscaras
puestas. Éstas descansaban en una construcción espigada, hecha de paja
muy amarilla, a un costado del centro ceremonial que los nucleaba a todos.
Festejaban algo, pero había cierta alegría preocupada en aquellos
rostros de ojos ciegos y blancuzcos. Eran unos sesenta individuos,
firmemente sentados sobre esterillas vegetales, escuchando atentamente al
negro de cabello entrecano, que viajara con Indy en la piragua desde
Mulutuva. Exclamaba cosas. Gesticulaba con su vista perdida en las
penumbras. Parecía contento, pero ansioso por algo que se avecinaba y no
sabía definir bien. Era el
maorí / sacerdote
más viejo de la
tribu; por lo tanto el más respetado, el mejor escuchado. Su experiencia
lo antecedía y el manejo que tenía de las máscaras era insuperable.
Desde
el interior de la choza principal, Indiana Jones y su grupo podían oír
el murmullo que despertaban las palabras del chamán melanesio. Contra la
puerta, los tres guardias observaban la reunión a unos treinta metros de
distancia, mientras vigilaban a los cautivos.
Repentinamente,
Florence Waverly se levantó.
—¿Qué
hace esa chica?—preguntó Gütter por lo bajo, alertando al resto. Todos
giraron los ojos en dirección de ella.
Florence
caminaba lentamente hacia la entrada. Con cadencia, sensualmente; y a
medida que avanzaba se iba despojando, insinuante, todas sus vestiduras.
Indy
agudizó la vista en la penumbra de la choza, apenas iluminada por una
antorcha mortecina. “
Esto se pone bueno
”, pensó ladeando la
cabeza con interés creciente.
Waverly
alcanzó la puerta de los guerreros completamente desnuda. Sus bien
torneados glúteos brillaban por la transpiración y una cintura
perfectamente moldeada anunciaba, un poco más arriba, sus pechos
turgentes y firmes que, de espalda, ninguno de los sorprendidos
occidentales podían disfrutar.
—Pero...
¿qué pretende esta niña? —murmuró retóricamente Marcus sin poder
quitar los ojos de ese físico exuberante, casi perfecto.
—¿
Niña
?
—inquirió Indiana, abriendo los ojos exageradamente—.
Eso
es
un cebo irresistible de pasiones...
Marcus
le dirigió una sonrisa de desconcierto. Weiss y Gütter parecían
hipnotizados. Hacía años que no veían una mujer que concentrara una
estructura ósea y muscular tan acorde a sus cánones culturales de
belleza.
—¡¿
Cebo
?!
—exclamó Brody, sorprendido por la manera de tipificar que Indy había
utilizado.
El
arqueólogo sonrió. Elevó apenas la mano derecha, convocando silencio y
observó el accionar de la muchacha. Quería comprobar algo que le daba
vueltas en la cabeza.
Florence
Waverly arqueó la cintura. Apoyó ambas manos en el marco de la puerta y
exhibió sin pudor sus redondeados pechos a los tres guerreros que estaban
parapetados en la entrada.
Los
custodios giraron con brusquedad cuando sintieron el electrizante gemido
que se coló por entre los carnosos labios de la espía. Quedaron
estupefactos. Miraron a la muchacha de arriba abajo y dos de ellos
sonrieron. Las blancas dentaduras de ambos brillaron en la oscuridad de la
choza y un ronquido libidinoso subió por la garganta de uno de ellos.
Eso
fue suficiente.
Cuando
el brazo musculoso del primer negro se estiró con la palma extendida, con
intención de apretujar ese cuerpo incandescente de lujuria, Florence lo
tomó por la muñeca con toda sus fuerzas. La Torció hacia arriba. La
fracturó en un segundo, al tiempo que con la mano libre, le partía la
traquea de un golpe secó y mortal.
Al
instante, sacudió una patada contra la ingle inflamada del otro guardia.
Cuando éste se encorvó, soltando su lanza sin emitir sonido alguno, un
golpe de karate estalló en la nuca del melanesio. Antes de que cayera
inconsciente al piso de tierra, Florence se movió velozmente hacia
delante, sacudiéndose como si fuera una muñequilla de trapo, impactando
con su frente contra la cabeza del tercer custodio. Se escuchó un
crujido. El negro se tambaleó y cayó.
—¿Te
das cuentas, Marcus? —dijo Indy, reincorporándose.—A esto me refería
cuando dije que era “un cebo”.
Florence
arrastró los tres cuerpos hacia el interior de la choza. Indy, en camino,
recogió la ropa y se la entregó sin poder quitar una sonrisa lasciva de
sus labios.
—Aquí
tiene... —dijo.— Ya puede vestirse. El show ha terminado.
Florence
le dirigió rayos con los ojos.
—¿Ve,
doctor Jones? —repuso mientras se vestía velozmente.—No hay que
esperar a que las cosas sucedan... ¡Uno debe tomar la iniciativa!
Indy
sonrió, sin poder de quitarle los ojos.
—A
excepción del
Kamasutra
, debo reconocer que la filosofía oriental
no es su fuerte —indicó el arqueólogo
—¡El
suyo tampoco! —le ladró la chica, con antipatía—. Le sugiero que
despierte a esos tres —ordenó moviendo la barbilla hacia Paú y los
porteadores— y nos pongamos en marcha. Tenemos que salir de aquí cuanto
antes y aprovechar que están reunidos sin esos artilugios
extraordinarios.
En
menos de cinco minutos se organizaron. Decidieron salir de a uno,
sigilosos, y dirigirse sin perder tiempo hacia la espesura de selva, que
levantaba su reinado de ramas y lianas a unos veinte metros por detrás de
la choza. Corrían el riesgo de toparse con otros guerreros, pero no tenían
otra alternativa. En ese caso, Indy y Florence deberían auspiciar de
violentos anfitriones. Por eso fueron los primeros en recorrer el terreno
que los separaba de la espesura.
Tuvieron
suerte. Toda la tribu estaba prendada oyendo al negro de pelo entrecano,
rodeando el fogón, justo en la dirección opuesta a la que ellos
llevaban.
Le
siguieron Brody, Weiss, Gütter y Paú. Los porteadores fueron los últimos
en alcanzar al grupo de fugitivos.
—Roguemos
que no se pongan las máscaras —dijo Weiss, agitado, mientras recuperaba
el aliento.
—Si
lo hacen estamos perdidos —auguró Marcus, tomándose el abdomen.
—¿Hacia
donde vamos ahora? —intervino Gütter.
Brody
miró Florence buscando respuesta.
—Debemos
llegar a la isla grande, a Nueva Guinea, lo más pronto posible—dijo
ella.
—Para
eso tenemos que cruzar el canal... —adujo Weiss.—¿En qué lo haremos?
—En
las piraguas. Como lo hizo el doctor Jones desde Mulutuva —explicó la
chica con certeza en su tono.
—Indy,
¿tú sabes en dónde están esas benditas barcas? —preguntó Marcus
Brody, tratando de encontrar a su amigo en medio de la oscuridad.—¿
Indy
?...
¿
Indiana
?... —Jones no estaba entre los presentes.—¡¿
Dónde
demonios se metió éste ahora
?!...
Los
siguientes quince minutos parecieron siglos. Indy había desaparecido y
los entredichos, sobre si debían o no seguir huyendo, estalló en el
grupo.
—¡Yo
no me muevo sin él! —se plantó Marcus con firmeza, ante una Florence
Waverly pragmática que sugería proseguir la marcha.—¡Ese hombre es
como si fuera mi hijo!... ¡No moveré un músculo de este sitio hasta que
aparezca!
—¡
Maldito,
Jones
! —prorrumpió la chica, sacudiendo polvo del suelo.—¡
Estúpido
de mierda
! ¿Cómo se marcha así, sin decir nada?...
No
había terminado de gruñir cuando, desde un tronco grueso y agrietado, la
voz de Indy llegó a sus oídos.
—Cuide
su vocabulario, señorita Waverly... No queda lindo en una chica como
usted.
Todos
giraron en redondo hacia el lugar de donde partían las palabras.
Indy
tenía en sus manos una de las máscaras sagradas.
—¿Acaso
no vinimos a buscar una de éstas? —inquirió Jones, mordaz, levantando
la reliquia por encima de su cintura. —¡Indiana! —exclamó Brody.—¡Eres incorregible!
ba
N o es seguro, pero alguien se percató de que las cosas no iban bien. Nunca sabrían si fue una brisa fuera de lugar, un olor, un sonido o, simplemente, un movimiento captado por el subconsciente. Lo cierto es que uno de los ciegos de la fogata se reincorporó de golpe. Interrumpió la alocución del sacerdote más anciano y alertó sobre algo . Un minuto después, toda la tribu se aprestaba a emprender la búsqueda de los fugitivos; usando el poder de las máscaras. Los rehenes se habían escapado. A unos trescientos metros de la aldea, Indy guiaba a su grupo en dirección a la costa. Una vez más, el litoral de la isla se convertía en su única esperanza de vida. Caminaban presurosos, agitados, transpirados y sucios. Nadie emitía sonido alguno. Se limitaban a no tropezar y mantener la atención en las espaldas del arqueólogo que encabezaba la fila. Entonces, Florence Waverly se detuvo intempestivamente, amarrándole a Jones el antebrazo. —¿Escuchó eso? —preguntó, moviendo la cabeza como un zorro alertando el peligro. Indy y los demás se clavaron al piso y escucharon los ruidos del medio ambiente nocturno. —Son voces —reaccionó el arqueólogo.—Nos están siguiendo. Ya se percataron de nuestra huída. Weiss y Gütter palidecieron. —¡Les dije que se darían cuenta! —sentenció el primero.—¡Esto no va a funcionar! —¿Cuánto falta para llegar a la costa? —preguntó Marcus. —No lo sé —respondió Jones, sin prestarle demasiada atención. —¡Debemos alcanzar el meteorito! —sugirió Waverly. —Imposible. Está en otra dirección. Caminamos en sentido contrario a la piedra. —¿Y qué haremos? —preguntó un Gütter aterrorizado.—¡No quiero regresar a ese lugar! —En ese caso, como dijo Pelagio—argumentó Marcus con las facciones transidas por la angustia—, “ Si volimus non redire, currendum est ”. Florence lo miró entre extrañada y furiosa por la extravagante frase latina que no comprendía. —Una sentencia romana muy práctica, “ doctora ” —explicó Indy sin perder el sarcasmo, acreditando la ignorancia de la chica sobre el tema.— “ Si no queremos retroceder —tradujo—, debemos correr ”. —En ese caso, “ colega ” —respondió Waverly—, ¡corramos! No Habían avanzado cien metros cuando volvieron a detenerse de golpe. —¡Estoy mareado, patrón! —exclamó Paú, tomándose las sienes. —¡Yo también! —agregó Marcus. —¡Y yo! —soltó Weiss. En ese momento, Indy experimentó el chisporroteo ocular que ya conocía bien. Florence también debió sentir lo mismo porque se refregó con fuerza la cuenca de los ojos y lanzó un insulto. —¡Están mirando a través nuestro! —expuso Jones.—¡Las están usando! —¡ Estamos fritos ! —rebuznó Gütter. —¡Cierren sus ojos! —ordenó Jones con vehemencia.—¡Cierren los ojos, ya! —Pero, ¿cómo haremos para seguir marchando? —vociferó la muchacha, perdiendo toda la feminidad que expusiera en la choza momentos antes. Indy levantó la máscara que tenía aprisionada entre sus dedos y miró al grupo. —La vida bien vale la vista —dijo, y sin pensarlo dos veces se quitó el sombrero y calzó sobre su cabeza la reliquia, hasta cubrirle toda la cara. —¡ No, Indy ! —gritó Brody, extendiendo los brazos en dirección de su pupilo.—¡ Santo Dios !... Pero fue tarde. —¡Marcus! ¡ Cierra tus malditos ojos ! —lo increpó Indiana.—¡ Ciérralos ! Desde el interior de la máscara, todas las perspectivas que Indy había conocido en su vida, cambiaron. Mirar por entre esos dos orificios artesanalmente perforados, fue como sobrevolar una ciudad desde un avión. Un remolino de imágenes inconexas se sucedieron en flash. Senderos, hombres armados y enmascarados que corrían por la selva. Ramas que se sacudían, que golpeaban sobre rostros que no podía observar, pero que sabía pertenecían a los negros guerreros de la tribu que acompañaban a los sacerdotes, en persecución de ellos. No sintió dolor alguno en sus pupilas; ni vio la búsqueda desde los ojos de los maoríes. Algo era evidente: quienes tenían las máscaras puestas no podían usar la vista de otros enmascarados. ¡Mucho mejor! Repentinamente una escena extrañísima se le representó en la mente. Vio a un sujeto vistiendo ropas que le resultaron familiares. Chaqueta aviadora, pantalones amplios y ennegrecidos, un sombrero de ala grande colgando de una mano y una barroca máscara de colores calzada sobre sus hombros. ¡ Por dios ! ¡ Era él mismo !... ¡ Se estaba observado desde lejos con sus propias pupilas ! Y eso significaba sólo una cosa: uno de los suyos seguía con los ojos abiertos, reparándolo. Giró hacia Paú. Era él. —¡ Cierra los ojos ! —ordenó con furia.—¡ Si quieres conservar la vida, cierra tus ojos ! ¡Yo los guiaré! ¡Formen una cadena humana! ¡Tómense uno de los otros! ¡Rápido! ¡No tenemos tiempo! ¡Agarrense! ¡Vamos a escalar una pequeña elevación para ocultarnos! No teman. Puedo ver perfectamente.... —hizo un brevísimo silencio y terminó agregando.—Al menos por ahora. ba S ubieron por un oculto sendero escarpado hasta un llano, a unos siete metros por sobre el camino que recorrían, y allí Indy se detuvo. —Silencio —ordenó.—Mantengan los ojos bien cerrados. Están muy cerca. De un momento a otro van a pasar por debajo nuestro. Y así fue. Un minuto después, una fila irregular de guerreros armados y sacerdotes enmascarados, desfiló, presurosa, bajo la omnisciente y poderosa vista de Indy Jones. Ese artilugio ritual era fabuloso. Efectivamente se podía mirar a través de los ojos de otros. En su caso, a través de los guerreros de la tribu de la oscuridad, que oteaban con maestría cada centímetro cuadrado del sendero por el caminaban. Lo que más le llamó la atención fue que la mayoría observaba el suelo. Era obvio: buscaban huellas. “ Estamos en problemas ”, pensó Indy. Muy pronto se percatarían que el rastro desaparecía en la nada y pegarían vuelta. —Caballeros —dijo a sus colegas, una vez que sus perseguidores se perdieron en la sombra—, creo que en breve tendremos más problemas. —¡¿ Más ?! —explotó Marcus, sin dejar de apretar fuertemente los párpados.—¡¿Dices que más ?! —Y se dejó caer hacia atrás con la intención de sentarse sobre una roca que había tocado con los talones. En el instante mismo en que todo el peso de su cuerpo se apoyó contra la piedra, ésta crujió y se hundió en un colchón de hojas y ramas, estratégicamente colocadas. Marcus Brody perdió el equilibrio y, junto con la piedra, cayó en una abertura abierta en la ladera de la elevación. Indy volteó con rapidez. Habían hallado la boca escondida de lo que parecía ser una cueva. Weiss abrió los ojos atemorizado por un segundo. —¡Ciérrelos! —grito Jones.—¡No los abra profesor!...¡Yo me encargo! —¿ Qué demonios sucede ? —preguntó Gütter angustiado, sin atreverse a mover los párpados. —Marcus acaba de toparse con algo... ¿Marcus, estás bien? —inquirió asomándose por la hendija lítica. —¡ Oh, Santo Grial ! —exclamó el viejo.— ¡Qué susto me di!... Sí, Indy —culminó—, estoy bien. ¿Qué es esto?... —Una cueva —respondió el enmascarado arqueólogo. —No quiero presumir de experto, Indy —adujo Brody, apretando los ojos—, pero hay demasiada corriente de aire para ser una mera cuevita. Ésta más parece una caverna, y de las largas. Mi voz retumba a metros de aquí. —En ese caso, ¡todos adentro! —ordenó Jones.— desde ahí podremos ejercer una mejor resistencia. ¡Vamos! Déjenme que los guíe. Entren de a uno. ¡Vamos, no hay tiempo!... Usted primero, señorita —repuso con sarcástica caballerosidad. Las bocas del infierno se abrían ante sus afortunados y todopoderosos ojos. |
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19
EN
LAS ENTRAÑAS
MISTERIOSAS
DE LA TIERRA
L
o
primero que le sorprendió al entrar en la caverna fue la desconexión
absoluta que se operó entre él y las miradas de los negros guerreros que
los perseguían.
Su
máscara dejó de transmitirle imágenes.
Algo
era innegable: la oquedad bloqueaba la visión remota de las reliquias. Ni
Indy podía ver lo que los aborígenes veían, ni ellos lo que observaba
Jones. Estaban libres
No
dijo nada. Con mucho temor, levantó la máscara de sus hombros y se la
quitó. No valía la pena portarla, corriendo —como creía correr— el
riesgo de perder la vista.
Desconocía
las consecuencias que podía haberle acarreado el uso de ese artilugio
sagrado. Con suerte, su visión se habría desgastado, obligándolo sólo
a aumentar la graduación de sus anteojos de lectura. Si las cosas habían
ido mal, estaría tan ciego como un topo; igual que los chamanes de la
tribu.
Dejó
caer la careta a sus pies y, lentamente, levantó los párpados. Con
temor.
Allí
estaban todos; Marcus, Weiss, Waverly y Gütter, Paú y los dos
porteadores. Todos con los ojos fuertemente apretados, impidiendo que las
imágenes externas se colaran por sus pupilas. Era una escena bizarra;
hasta podría decirse, cómica y patética a la vez.
Indy
miró hacia todos lados. La claridad era escasa y el aire freso.
Corrientes muy fuertes de aire, indicaban lo que Marcus había sugerido:
el sitio era una caverna con ramificaciones inimaginables, según parecía.
—¿Qué
pasa allá “
afuera
”, Jones?
—inquirió una Florence Waverly ansiosa, estirando sus brazos y
dando manotazos en el aire. El silencio en el que Indy había caído la
estaba volviendo loca.
El
arqueólogo la miró y esbozó una sonrisa. Era gracioso observar a esa
bella mujer, tan autosuficiente, completamente indefensa. Reparó en su
rostro, su boca, sus manos, su cuerpo bien formado. Nada parecía haber
cambiado. Captaba todo sin problemas. Veía perfectamente. Había tenido
suerte.
¿
Estaban,
pues, equivocados al especular sobre los efectos nocivos de las reliquias
?
—¡¿
Jones
!?
—volvió a exclamar Florence.—¿
Qué
es lo que está haciendo?
—Estudiando
su salvaje anatomía —respondió manteniendo un pícaro mohín.
—¿
Qué
?...
Waverly
no pudo contenerse y abrió los párpados. Los demás, nerviosos oyentes
de la charla, la imitaron curiosos.
Indy
surgió ante sus ojos tan sano como siempre.
—¡
Cerdo
machista
! —gritó la muchacha.—¡Está jugando en momentos como
este!... ¡
Voy a
...!
—¡
Doctor
Jones
! —exclamó Weiss.—¿Está usted bien? ¿Puede vernos?
—Perfectamente
—respondió el arqueólogo calzándose el sombrero.
—¿Estás
seguro? ¿Te duele algo? —intervino Brody, acercándosele y mirando
fijamente las pupilas de su compañero.
—No,
Marcus. Estoy bien. Seguramente la ceguera es el producto de una larga
exposición y yo sólo la usé unos pocos minutos.
—Pero,
¿por qué se la quitó? ¿Por qué abrimos ahora los ojos? ¡
Nos van a
encontrar
! —clamó Gütter.
—No
lo creo —lo tranquilizó Jones.—Desde que entramos perdí contacto con
los ojos de los guerreros. La máscara no funciona acá adentro. ¡Y no me
pregunten
porqué
!... No sé qué paso. Sólo dejó de funcionar...
—¿Alguien
tiene idea en dónde estamos? —preguntó Paú, internándose unos pasos
en la caverna.
—Usted
es el guía —profirió Florence.—¡Usted díganos!
El
muchacho, amedrentado por el tono brusco de Waverly, bajó la cabeza y con
timidez respondió con un “
No lo sé
”.
Indy
levantó la máscara del piso y se la entregó a Brody en mano.
—Llévala
tú —dijo.—Tendremos que ir a
investigar.
—Hay
que improvisar unas antorchas —apuntó Gütter.
—Sí.
Sugiero nos quitemos parte de nuestras ropas —confirmó Indy con
autoridad.—Usaremos esos palos del piso para llevarlas
encendidas.—Volvió a dirigirle a Florence una mirada socarrona y alegó:—No
se preocupe por nosotros, doctora. Con usted hemos perdido toda vergüenza...
Puede desvestirse si lo desea. —¡ Imbécil ! —replicó con odio.—¡ Machista imbécil !
ba
C
on
sólo adentrarse un poco, la hipótesis de Brody quedó confirmada: ese
sitio era una caverna inmensa y, aparentemente, retocada por manos
humanas. Una galería, ancha y escalonada, descendía abruptamente hasta
llegar a un recinto circular, de paredes muy altas, y desde el cual partían
otros dos pasajes, perfectamente taladrados en la roca.
Las
paredes estaban tapizadas de piedras pulidas, cabalmente engarzadas entre
sí. Eran bloques de regular tamaño, visiblemente colocados allí por
ignotos arquitectos. Tan ignotos como los constructores de las ruinas de
la isla de Mulutuva.
—¡
Maravilloso
!
—exclamó Weiss, elevando su antorcha para iluminar mejor el muro.—¡Qué
calidad constructiva! ¡Jamás había visto una cosa así en esta parte
del mundo!
—Debería
ver los templos que tienen los nazis en la otra isla —dijo Jones, sin
dejar de avanzar.—Todo parece indicar que fueron hechos por la misma
civilización.
—¿Y
de qué civilización estamos hablando? —preguntó Brody.
Indy
giró el cuello hacia su amigo y chasqueó los labios.
—Lamento
repetirme, “
maestro”
—dijo—, pero lo desconozco.
—Esto
es algo fabuloso —pronunció Gütter.—¡Miren estas galerías! ¡Denotan
una tecnología desconocida, muy superior a la egipcia! Confieso,
caballeros, que estoy pasmado. Nunca imaginé ser testigo de estas
cosas...
—¿Todavía
se sorprende, profesor? —inquirió Florence, cortante como de
costumbre.—Ha visto máscaras que podríamos definir como mágicas ¿y
se maravilla de bloques de piedra bien acomodados?... ¡Admiro su
capacidad de asombro!
Weiss
la miró con desdeño y siguió caminando, sin responderle.
Por
delante de ellos las bocas de dos nuevas galerías se abrían, como su
fueran las mandíbulas extendidas de un par hipopótamos. Ambas volvían a
tener escalones. Los de la izquierda subían; los de la derecha bajaban.
Indy
se detuvo. Se rascó la barbilla y estudió por unos segundos las dos
opciones que tenía ante él.
—Acepto
sugerencias —manifestó.
—Yo
propongo tomar las escaleras que descienden, Indy —respondió Marcus.
—Sí
—ratificó Weiss—. Si subimos corremos el riesgo de salir de este
lugar y toparnos con “
nuestros amigos enmascarados
”.
Gütter
y Florence asintieron en silencio
—En
ese caso, y si no hay oposición...—dijo Jones.— ¡Avancemos, señores! El grupo funcionaba como una verdadera democracia.
ba
L
a
galería por la que bajaban era una boca de lobo, angosta y con polvo
volatilizándose con cada paso que se daba. Parecía una garganta de
piedras bien cinceladas y prolijamente colocadas a ambos lados de los
exploradores. La garganta de un dragón antediluviano, presto a lanzarles
su primer bocanada de fuego en cualquier instante.
Hacía
frío y las telas de araña formaban gruesas cortinas, incómodas de
atravesar.
Indy
encabezaba la marcha, iluminando el trayecto con una antorcha. Lo seguía
Marcus Brody, que resoplaba a cada rato, cambiando el aire de sus
envejecidos pulmones. Más atrás, exudando ansiedad por cada poro, venían
Weiss, Gütter y Florence Waverly, buscando permanentemente equilibrar sus
cuerpos encima de irregulares peldaños. Al fondo, cerrando la marcha, Paú
y los porteadores.
—¿En
cuantas catacumbas ha estado, doctor Jones? —inquirió Weiss, para
romper el hielo.
Indy
ladeó la boca y sonrió recordando mil y un percances pasados.
—Puedo
asegurarle que en más de las que me hubiera gustado, profesor —respondió.—No
tiene idea a los lugares a que me ha llevado esta profesión.
Marcus
no pudo contener la risa. Pocas personas podían testimoniar que lo que
Jones decía era total y rigurosamente cierto. Había decenas de
cicatrices en el cuerpo de Indy que lo confirmaban.
—¿Qué
es eso que se abre por delante, allá abajo? —interrumpió Florence,
adelantándose un poco con su antorcha levantada.
—Parece
ser otro recinto circular como el anterior —respondió Jones.—¡
Mierda
!
¡Esto se está convirtiendo en un laberinto...!
—En
ese caso, delegaremos nuestra suerte a
su experiencia
, “
doctor
”
—ironizó la muchacha, y siguió descendiendo.
Indy
prefirió no responderle.
Quince
metros más abajo, efectivamente, una nueva habitación abovedada se abrió
en el interior de la montaña. Su techumbre era un exquisito arco de medio
punto. Los muros circundantes brillaban por la luz de las antorchas y
sendas goteras dejaban deslizar lágrimas sucias, de barro agua, por las
paredes.
Al
frente, dos nuevas galerías, con idénticas opciones.
—¿Mantenemos
la primer elección? —preguntó Indiana al grupo.
—Si
seguimos bajando llegaremos al núcleo del planeta... —vaticinó fantásticamente
Marcus Brody.
—Aún
así, creo que es lo más conveniente —opinó Weiss.—¿Qué crees tú?
—y miró a Gütter.
—Ya
no sé qué creer... Yo los sigo a ustedes —respondió claramente
agotado.
—Sigamos
por el túnel de la derecha, hacia abajo —dijo la chica.—Ya tendremos
tiempo más adelante para encontrar un lugar por donde subir.
—¿Está
segura? —le inquirió Indy, generándole una duda lacerante en el pecho.
—¡
Maldito
seas, Jones
! ¡Tu dices ser el experto en catacumbas y túneles!...
—gritó histérica.—¿Por qué me haces esto?... ¡¿
Por
qué me haces esto
?! ¡Yo también estoy cansada! ¡
Podrida
de tener que aguantar y aguantarte!
Los
alaridos retumbaron en la cámara. Las palabras rebotaron como pelotas de
goma de un muro a otro, multiplicándose como las imágenes se multiplican
ante un espejo. Y, de pronto, un crujido los heló a todos.
Instintivamente
miraron hacia arriba.
Sí,
el instinto no les fallaba.
El
techo abovedado se estaba rajando y pesadísimos adoquines de roca tallada
empezaban a caer desde lo alto, en una verdadera lluvia sólida.
—¡Santo
cielo! —exclamó Marcus horrorizado y estático en su lugar.
—¡
Vamos
!
—aulló Indy, tirándolo por el codo y salvándole el pellejo de una
roca que caía.—¡
Salgan de aquí
!... ¡
Corran
!...
Apenas
tuvieron tiempo para zambullirse por la galería que descendía. Una décima
de segundo después, se sintió un ruido tremebundo y una nube de polvo y
tierra invadió el túnel en el que estaban.
La
cámara circular había desaparecido, tapiada por sus propias rocas. Las antorchas se apagaron y la oscuridad se devoró toda perspectiva.
ba
C
uando
el encendedor de Indy prendió por segunda vez el resto de la ropa que
colgaba adherida a su palo / antorcha, tenía el rostro transido por la
rabia. Estaba a punto de explotar, pero no podía correr el riesgo de
producir un nuevo derrumbe.
—¿Hay
algún herido? —alcanzó a murmurar conteniendo el tono de voz.—¿Están
todos bien?—Miró hacia abajo, por la escalera, y vio a Marcus Brody
reincorporándose, aparentemente dolorido. A su lado, los especialistas
alemanes, se apoyaban contra los escalones tomándose las piernas que habían
sido golpeadas por el derrumbe. Florence Waverly, con las manos en su
frente, se recuperaba del impacto.—¿Alguno está malherido? —volvió
a preguntar y recibió por respuesta gestos afirmativos de sus colegas.
—¡Esto
es intolerable! —masculló Marcus, completamente cubierto de polvo, y ya
de pie.—No entiendo por qué nos tiene que pasar todo esto....
No
hubo respuesta. No la buscaba, pero el silencio que se abrió en esos
segundos anticipó una noticia terrible.
—Paú
y los dos muchachos no lo consiguieron —anunció Indy, contemplando la
pared de escombros que tenía detrás suyo.—Quedaron apresados en la cámara...
Nadie
agregó nada.
Nadie
podía agregar nada.
Un
sentimiento de culpa flotó en el ambiente y un dolor no articulado se
adhirió a la mirada de los sobrevivientes.
—Tenemos
que seguir... —comunicó, finalmente, Jones; y en silencio, prosiguieron
la marcha de descenso cual penitentes medievales.
Trescientos
peldaños más abajo, la galería desembocó en un pasillo muy grueso y
despejado. Tenía una sola dirección y, a medida que avanzaban, pudieron
advertir cómo los muros laterales se separaban más y más, dándole al
espacio en donde desembocaba, una clara forma de embudo.
Entonces,
al final de recorrido, y sobre una pared de más de quince metros de alto
que cortaba el camino, vieron una gigantesca cabeza humana tallada en la
roca.
Parados
ante ella, todos semejaban enanos.
—¡Por
todos los santos! —resopló Gütter perdiendo el aliento.—¿
Qué
demonios es esto?
Indy
quedó atónito. No podía creer lo que veía. Bajo la luz danzarina de
las tres antorchas, el adusto rostro negroide de una deidad, o rey
desconocido, surgía de las sombras.
La
escultura era ciclópea. Redondeada. Unos trece metros alto, por seis de
ancho, e incrustada contra la pared del fondo del recinto.
Sus
ojos, perfectamente redondos y de dos metros de diámetro, reflejaban una
mirada hierática, muy semejante a los blancuzcos ojos ciegos de los
chamanes de la tribu. La boca era una gruesa estela horizontal que
rebasaba la superficie del rostro, igual que los carnosos labios de los
hombres de raza negra desbordan los suyos; y por encima de ella, una nariz
geométricamente triangular, con los orificios nasales sumamente
dilatados. Era un personaje salido del pasado. Un personaje anónimo. Una imagen perdida en la bruma y oscuridad de esas galerías, por siglos y siglos. |
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20
BIOLUMINISCENCIA — T iene un aire semejante a las cabezas Olmecas, ¿no crees, Marcus? Brody consideró la pregunta de Indy y no tuvo más que asentir. Efectivamente, la inmensa escultura que tenía ante él guardaba profundas y significativas semejanzas a los “ Baby Faces ” ( Caras de Bebés ) del arte mexicano; colosales cabezas adornadas con cascos tallados, hechas en basalto y descubiertas en la localidad de La Venta, estado de Tabasco. Pero los “ Baby Faces ” olmecas, con sus dos metros de altura y seis de diámetro, eran sólo una sombra diminuta y risible, frente a la majestuosidad e imponencia de esa otra cabeza, tallada por artistas desconocidos en las entrañas de Karkar. El profesor Gütter caminó hacia la escultura y escrutó la pared que oficiaba de altar. Treinta segundos después desvió la atención hacia Indiana Jones. Su mirada denotó una manifiesta desesperación. —Esto es un callejón sin salida —reaccionó con pavor.—No hay de seguir avanzando. Weiss y Waverly se acercaron a la carota y la inspeccionaron, tocándola, palpando sus rugosidades; tratando de ubicar una hendija o pasaje secreto a sus costados. —No hay caso, doctor Jones —sentenció la chica, resignada.—Gütter tiene razón. Estamos atrapados. Indy se frotó los labios. Observó el contorno de la cabeza con detenimiento. Finalmente, ordenó: —Apaguen las antorchas. —¿ Qué ?... ¿ Apagarlas ? —inquirió Florence con su tradicional e intolerante tono de voz.—¿Por qué? Jones le lanzó una mirada furiosa, sin decir nada; y la muchacha obedeció sin chistar. Cuando Marcus apagó la suya, volvieron a ser devorados por las sombras. —¿Qué estás buscando, Indy? —le preguntó Brody por lo bajo. —La salida...—repuso éste con parquedad. Los minutos pasaron lentos; y el negro manto de la caverna los encegueció, como las máscaras enceguecían a los aborígenes de la isla. Era imposible percibir nada; siquiera la palma de una mano colocada a milímetros de los ojos. Estaban, literalmente, en la boca de un lobo. Oscura, húmeda y llena de peligros. Weiss pretendió decir algo, pero Indy lo detuvo con un chistido. —¡Silencio, por favor! —manifestó cortante.—Miren todos en dirección de la estatua... ¿No perciben algo? La impresión fue negativa. No se veía nada. —¿Percibir qué? —interrumpió Marcus —Mira, Marcus. Contempla la pared... ¿No ves una mínima luminosidad que contornea la cabeza? —Yo no veo nada, Indy. —Tampoco yo —agregó Gütter. —¡Pero, sí...! Observen con cuidado. Allá, y allá...—replicó, sin que nadie pudiera ver en la oscuridad sus gestos adrenalínicos .—En aquel ángulo inferior y en el otro superior de la izquierda. ¡Hay una filtración lumínica!... ¡¿No la ven?!... ¡¿Ninguno puede verla?! —Disculpe usted, doctor Jones —retumbó la voz de Weiss—, pero considere que su exposición a la máscara puede haberle acarreados disfunciones visuales... —¡¿ Disfunciones visuales ?!—repitió con rabia.—¡Qué disfunciones visuales ni ocho cuartos!—exclamó.—¡Hay una fuente de luz detrás de esa estatua!... ¡Prendan las antorchas! Y la luz se hizo. Si seguían consumiendo ropa así, iban a terminar todos desnudos. —Busquen mejor por los bordes y protuberancias de la cara —ordenó Indy.—Esta maldita escultura esconde una puerta. ¡Estoy seguro de ello! La examinaron minuciosamente. La colosal estatua estaba hecha en diorita blanca; una piedra durísima y muy difícil de tallar sin las herramientas adecuadas. Era evidente que los artistas que la habían engendrado eran maestros en su oficio. —Acá no hay nada —volvió a repetir Waverly, tras minutos de inspección.—No se detecta ninguna corriente de aire. Todo está completamente sellado. —¿Y esto qué es? Marcus, apoyando una rodilla en el piso, señaló una laja adosada a un costado, casi al ras del suelo. La laja tenía inscripciones, muy desgastadas por el paso del tiempo. Indy se acercó con prisa y las observó con interés. —¡ Diablos ! —exclamó.—¡Es el mismo lenguaje que me mostró Sorensen en Mulutuva! —Y recordó los símbolos que había memorizado en su huída anterior. —Si esto es Naacal original —arguyó Weiss—, tendremos que tragarnos todas nuestras prejuiciosas opiniones y considerar que el continente de Mu efectivamente pudo existir. —¡ Santo cielo ! ¡ Es increíble ! —explotó Indy, repentinamente. —¿Qué te sucede? —preguntó Marcus, sobresaltado. —¡No me lo van a creer! —prosiguió Jones con la vista fija en el jeroglífico.—¡Puedo leerlos!... —¿ Eh ...? ¿ Cómo que puedes leerlos? —¡Sí, Marcus! ¡Puedo traducir lo que dicen! —y sin explicar nada miró sorprendido la máscara votiva que Brody aún cargaba. Los ojos de ambos se cruzaron. Una vez más, sin decir palabra, se entendían en silencio —Es la única explicación... —murmuró un Henry Jones atónito. —¡Me lleve el Infierno! —clamó Marcus.—¿Y qué es lo que dice? Indy deletreó de a poco. Los demás, lo miraban como si hubiera enloquecido. —“ Más allá de mis ojos; más allá de mi sombra, los dioses te abrirán a la Vida ” —tradujo Jones.—Eso dice... —¡Poesía subterránea! —soltó Florence.—¡Y salida de un hombre que perdió el juicio! ¡Qué bello!... Esa intervención fue suficiente. La gota que colmó el vaso. Indy giró sobre sus talones y de una zancada alcanzó a la muchacha por el cuello, apoyándola con fuerza contra un muro lateral. —¡¿ Quieres callarte de una vez por todas ?! —gritó, conteniendo los adjetivos insultantes que pugnaban por salir de su boca.—¡¡ Cállate , maldición !! ¡¡ Cállate !!... Florence Waverly podría haberle hecho una llave y derrumbado fácilmente, estaba entrenada para eso; pero prefirió dejar que la bronca de Jones drenara. Brody se le acercó por la espalda y tomándolo por los hombros lo separó de la chica. —Indy, cálmate, por favor... El arqueólogo dio media vuelta. Colocó sus brazos en jarra y tomó aire. Todos pensaron que vendrían las disculpas del caso, pero eso no ocurrió. Caminó hacia la estatua. La miró de arriba abajo. Calculó su altura más aproximada y repitió pensativo: —“ Más allá de mis ojos y de mi sombra ”... Pero aquí no hay sombras...A menos que... Su mirada se iluminó de golpe. Avanzó hasta imagen. Giró. Apoyó sus talones bien pegados a la pared y reinició una marcha rectilínea, dando largas zancadas, hasta contar quince de ellas. Bajó la vista al suelo y... allí estaba. Una baldosa de piedra que nadie había visto por la escasa luminosidad del lugar, resaltaba en medio de un piso por completo de tierra. Miró a los suyos y sin preámbulos apretó la baldosa con su pie derecho. Ésta se hundió con facilidad y un chirrido agudísimo obligó a que todos se taparan los oídos. Cuando Indy volvió a girar hacia la estatua, ésta se había deslizado medio metro hacia atrás, permitiendo observar una salida sobre el costado izquierdo. Había encontrado “ la puerta de los dioses a la vida ”. ba N o bien terminaron de atravesar el pasadizo secreto de la estatua, una escalinata tallada en la roca misma de la montaña los obligó a iniciar un pesado y pronunciado ascenso. Los peldaños estaban desgastados, como si en el pasado miles de personas hubieran subido y bajado por ese lugar a lo largo de mucho tiempo. Se combaban en la parte media y brillaban cual canto rodado. A sus dos lados, los muros de mampostería se volvían más y más rústicos a medida que ganaban altura, hasta el punto en que, las viejas lajas que antes los cubrían, desaparecían; dejando la roca natural a simple vista. Cuando eso ocurrió, Indy y los suyos comprendieron porqué las antorchas empezaban a ser inservibles y no valía ya la pena tenerlas prendidas. Podían ver. Una claridad extraña les permitía avanzar sin la necesidad de la luz del fuego consumiendo sus prendas. —¡Bioluminiscencia! —exclamó Jones, señalando un sector de la pared, desnudo de toda losa decorativa.—Observen... La producen esos musgos adheridos en los muros. —¡Increíble! —expresó Weiss, levantando la mirada.—Siempre pensé que esto había sido una fantasía producto de la imaginación de Julio Verne... Efectivamente, el célebre novelista francés hacía mención de ella en su novela “ Viaje al centro de la Tierra ”. Pero lo que los nuevos exploradores admiraban en ese instante, sobrepasaba todas las expectativas literarias del prolífico novelista galo. El musgo, que cubría por doquier paredes y techos, resplandecía con una tonalidad verdusca muy suave y monocorde. A Marcus le recordó la luz de algunas de las vitrinas de su museo en Nueva York. Indy no se había equivocado. Existía claridad por detrás de la gran cabeza de quince metros. —Ahora comprendo cómo pudieron construir estas galerías a esta profundidad —arguyó Gütter, fascinado con el espectáculo. ba V arios cientos de peldaños más arriba, uno nuevo corredor, llano y empedrado, se abrió antes sus ojos. Llevaba dirección noroeste y eran tan largo que daba la impresión de no terminar nunca. —Al menos ahora no tendremos que esforzarnos por seguir subiendo escaleras —dijo Jones y le imprimó más potencia a sus pasos. Marcus, Gütter, Weis y Florence Waverly lo siguieron sin hacer comentarios. Caminaron durante cuatro horas sin descanso. Estaban exhaustos. La diminuta cueva del principio se había convertido en kilómetros de túneles y pasajes subterráneos, que parecían interminables. La escasez de oxigeno se hizo notar con el cansancio; junto a una sensación claustrofóbica que todos intentaban combatir sin pensar demasiado en ella. Además, el temor de ser emboscados convertía la exploración en un mar de ansiedades y angustias contenidas. ¿Quién había dicho que no existía otra entrada? ¿Y si los miembros de la tribu los asechaban unos metros más a delante? ¿Qué encontrarían al final de ese túnel bioluminiscente?... Indy se sentía como un topo, como un armadillo recorriendo su madriguera; sucio, pesado y pensando qué demonios era lo que se extendía por encima de su cabeza. —¿A qué altura de isla suponen que estamos? —preguntó, mirando el techo. Nadie respondió. Sólo Marcus Brody movió los hombros, indicando su absoluta ignorancia. Ya no tenían fuerzas ni para hablar. Tres horas más tarde, la galería empezó a estrecharse. Las paredes se acercaron de tal modo que se hacía imposible marchar de a dos y la “ Gran Vía ” por la que andaban se convirtió en un callejón tortuoso, angosto e incómodo. Indy estaba agitado como todos los demás, pero intuía que no ya no debía faltar mucho. No porque tuviera un cronómetro o metro especial, sino porque la brisa, densa y pegajosa que los acompañaba desde hacia rato, era diferente. En fila india siguieron avanzando. Jones, Marcus, Weiss, Florence y Gütter. Sortearon una cámara muy pequeña, repleta de huesos de animales, desperdigados por el suelo. Eran ratas, murciélagos y otras alimañas desconocidas, que unían sus osamentas desprolijamente, como si fueran las piezas de varios rompecabezas, mezclados por los caprichos de un niño. Avanzaron más. El techo de la galería bajó casi hasta tocar sus cabezas y el musgo bioluminiscente desapareció. Aún así, una tenue claridad permitía distinguir la ruta. Apuraron el paso. El ambiente se volvió más cálido y un sonido familiar a todos se coló por entre las rocas. Aceleraron más la marcha. Una vez más, ese sonido conocido. Pero ahora, acompañado por otros similares, formaban un coro. Estridente, alegre, identificable. Era pájaros . De pronto, tras un recodo, un hilo potente de claridad trepanó las sombras grises del pasadizo. Indy olvidó su dolor de piernas y trotó, sorteando las piedras desprendidas que descansaban en el piso. Trastabilló. Se recompuso y siguió su marcha hasta el manojo de ramas y hojas que tapaban una grieta. Las corrió y los rayos del sol amanecido bañaron su cara. Habían encontrado la salida. |
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21
LOS
COMANDOS DE BRODY N o bien atravesaron la grieta hacia el exterior, buscaron en las inmediaciones unos pastos mullidos y, dejando las argumentaciones para más tarde, los cinco se echaron a dormir. Y no tardaron en conciliar un profundo y reparador sueño. Estaban exhaustos y la comodidad no circulaba por entonces en sus mentes. Simplemente, se tiraron al suelo y durmieron. A media mañana, Indy fue el primero en despertarse. Secó la transpiración de su frente y, con dificultad, se puso de pie. Estaban sobre un promontorio no muy elevado. Selvático, cubierto de follaje y cercano a una costa. Se desperezó mientras oteaba el panorama y, entonces, se percató de que algo no estaba bien. Una extraña sensación de desorientación lo confundió. Era como si le hubieran cambiado el decorado a un actor, sin avisarle nada, en plena escena. Observó mejor el paisaje. Abajo, una playa. Más allá, un mar brumoso y un grueso canal, que llevaban las olas hacia la orilla. Mucho más allá, el contorno abruptamente montañoso de una isla cercana y conocida. Karkar . Jones quedó estupefacto. Se rascó la nuca y calzó el Fedora . —¿Te das cuenta? Pasamos de una isla a otra por debajo del océano. Estamos en Nueva Guinea. Indy giró sorprendido al oír el comentario que venía de su espalda. Marcus Brody, con el cabello revuelto y oscuras ojeras en sus párpados inferiores, acababa de levantarse. —¿No es increíble, Indy? —Sí que lo es... —respondió el arqueólogo mirando la ínsula Karkar, a lo lejos. —Tuvimos suerte. Hasta conseguimos una máscara y todo —exclamó Marcus.— ¡Deja que el “viejo Henry” se entere de esta aventura! —rió. —¿ Papá ?...Seguramente refunfuñará, llamándote la atención... “Que ya no estás para estos trotes; que es peligroso para un hombre de tu edad; que soy un irresponsable al traerte...”. ¡Ya lo conoces! Marcus asintió en silencio. Carraspeó y colocó una mano sobre el hombre de su pupilo —Indy —dijo con voz algo quebradiza—, quiero agradecerte todo esto. —¿Agradecerme? —inquirió Jones.—¿A correr riesgos impensados en tu museo? —No; a darme cuenta de que todavía soy capaz de hacer cosas que creía habían quedado en mi pasado más remoto. —“ La necesidad tiene cara de hereje ”, Marcus. No olvides eso. Además —dijo palmeándolo suavemente—, aún eres un hombre joven ... —y lanzó una corta carcajada. —Sabes que no es cierto —respondió Brody con otra sonrisa. —Así todo, te has desenvuelto muy bien. No tengo quejas. —Las tendrás cuando regresemos a Barnett. —¿Por qué? —Voy a solicitar tres meses de descanso con goce de sueldo y tú deberás hacerte cargo de la dirección provisional del museo. Indy se sonrió. En eso, el ruido de unos pasos sobre el pasto hizo que ambos voltearan. Era Isaías Weiss y estaba evidentemente nervioso por algo. —Doctor Jones —dijo con cierta agitación—, ¿vio usted lo que hay del otro lado? Indy volvió a sonreír y señaló hacia el mar. —Sí, es la isla de Karkar... —No, Jones. No hacia allá—exclamó—. ¡Hacia otro lado del risco! Abajo. ¡Venga!... Volvieron sobre sus pasos. Sortearon los cuerpos aún dormidos de Gütter y la chica, y Weiss extendió su dedo índice en dirección de un pequeño valle, doscientos metros por debajo del nivel en el que estaban. Una ola de miedo, estupor y furia recorrió cada una de las fibras de Indiana Jones. No podía creer lo que veía. ¡ No era posible ! “¡ Maldición ! ¡ Mierda !”... La suerte de la hablaban hacía minutos desaparecía por el resumidero de un destino que parecía no querer darles respiro. Efectivamente, allá abajo, con toda la parafernalia propia de ellos, un campamento de nazis desplegaba sus reales. ba E l acantonamiento alemán estaba ubicado en un lugar estratégico; protegido por la costa selvática de la miradas australianas, que en teoría ejercían su soberanía en la isla de Papúa. No era muy grande, ni estaba demasiado poblado. Por lo que podía verse desde el promontorio, el número de soldados no excedía la docena y cuatro eran las carpas de campaña que se movían rítmicamente por la brisa del valle. No había ningún rodado, auto ni camión. Sólo una batería de artillería antiaérea, de gran calibre, pero fácil de transportar, brillaba negra, pulida, bajo los rayos del sol. Indy seguía sin poder creer lo que ve observaba. Volteó sobre sus talones y regresó al sitio en donde el resto del grupo descansaba. Marcus y Weiss lo imitaron en silencio. Despertaron a Florence y al doctor Gütter, y pasaron a explicarle la situación. —Creo que llegó el momento de que nosotros tomemos la iniciativa —sentenció por último. —¿Qué propone, doctor Jones? —preguntó Weiss. —Sorprenderlos. Caerles de sorpresa, desarmarlos y pedir ayuda al Comando de la Marina Australiana. —¡Es imposible! —exclamó Gütter. —¿Imposible?...—repreguntó Indy.—¿Por qué? No son muchos... y nosotros contabilizamos cinco. Además, la señorita Waverly vale por tres o cuatro hombres a la hora de repartir golpes. No me parece que la desventaja sea muy grande. —Por otro lado —agregó Florence, condescendiente por vez primera—, contamos con el elemento sorpresa. Esos idiotas ni se imaginan que podamos estar acá... Creo que tenemos buenas posibilidades de éxito. —Y un arma secreta... —agregó Jones, señalando la máscara ritual. Todos se sorprendieron. Habían olvidado por un minuto ese detalle. —No le recomiendo que vuelva usarla, doctor —intervino prestamente Weiss. —Es peligroso, Jones —convalidó Gütter.—Está corriendo muchos riesgos. Puede que quede completamente ciego. ¿Qué sabe usted si una dosis más de eso no lo queme las retinas? Indy dudó. —En ese caso, yo usaré la máscara —prorrumpió Marcus Brody con firmeza. —¡No permitiré que lo hagas!—le exclamó el arqueólogo, moviendo su mano derecha negativamente.—¡No!... Marcus caminó pesadamente hasta su lado. —Indy, escúchame... —dijo. —¡No, Marcus! ¡No! ¡Me niego rotundamente! —Indiana... óyeme, por favor —insistió con calma y determinación.—No te estoy pidiendo permiso, ¿entiendes? Es mi decisión. Quiero colaborar con ustedes.—Miró a todo el grupo y siguió:—Yo ya no sirvo para batallas campales. Reconócelo, Indy: ¡estoy viejo!... Nunca podré derrotar siquiera a un soldado con mis puños. Weiss y Gütter son hombres fornidos todavía, puedes contar con ellos; y por más que me digas que no soy un estorbo, así me siento en este momento.—Hizo un impasse y remató diciendo:—Voy a colaborar usando la reliquia. Además..., siempre quise saber qué se siente ver el mundo a través de los ojos de esos bastardos nazis. Indy suspiró, insatisfecho. La ironía de Brody no le causó gracia alguna. —¿Hay alguien que se le ocurra otra cosa? —intervino finalmente, frunciendo el seño. ba R esbalaron con cuidado y sigilo hasta la base misma del peñón, escondiéndose de la atención de los soldados alemanes. Ya en terreno llano, se ubicaron detrás de una roca muy grande, a escasos metros del claro del campamento, y observaron con cuidado cuál era la situación general en el mismo. —Aquellos tres de la derecha —susurró Florence—, son míos. Esperen a que los saque del juego para actuar.—Miró a Marcus y dijo:—Le concedo los honores, doctor Brody. Adelante... El viejo curador actuó sin pensar demasiado: levantó la máscara por encima de su cabeza y se la calzó. Sus cuatro camaradas de aventuras lo observaban fijamente. Tal como le había sucedido a Indy, en un primer momento no experimentó nada extraordinario; pero pasados unos minutos las cosas adquirieron un matiz fuera de lo común. Cuando menos lo imaginó, Marcus Brody estaba mirando a Marcus Brody, desde la perspectiva de Indy Jones. —¡Jesús, María y José!...—profirió, con voz ahogada.—¡Estoy mirando a través tuyo, Indy! ¡Me estoy viendo!... —Ya me estoy dando cuenta de ello —le respondió el arqueólogo, sintiéndose algo mareado y con débiles destellos de luces, chisporroteos, por delante de sus córnea.—Trata de enfocar la atención en los soldados, hacia allá... Inténtalo. Florence Waverly se preparó y apartó del grupo. Brody dirigió el par de diminutos orificios de la máscara hacia los tres nazis. Centró su atención en los soldados y quedó estático por un tiempo. —Están distraídos —dijo.—Se miran y charlan entre ellos. Tienen sus metralletas con el seguro puesto...No podrán disparar a menos que los quiten. Y eso lleva tiempo. —Suficiente para que Waverly actúe —repuso Gütter. —¿Qué más puedes ver? —intervino Jones.—Prueba un poco más allá... ¿Tienes acceso a las miradas de los que están algo más lejos?... —... Sí... Espera.. Quiero determinar bien quien....¡Oh, oh...! —¿Qué pasa?... ¿Te sientes mal? —¡Escóndanse!... ¡Bajen las cabezas!...—ladró.—¡Oh, diablos!... —Marcus, ¿qué pasa? —insistió Indy, pegándose contra la piedra. —Alguien estaba mirando hacia acá. Y lo peor del caso es que acabo de ver claramente dos cabezas ocultarse detrás de una roca... ¡De esta roca!... Creo que nos descubrieron. En ese preciso instante, Florence Waverly —unos veinte metros más a la derecha del grupo— saltó sobre el primer soldado alemán. Un golpe en la nuca. Otro sobre la base de la columna vertebral y la primer víctima quedaba fuera de combate. Con una firme patada hacia la arriba llegó al mentón del segundo individuo, antes de que apretara el gatillo. Grogui, se tambaleó, y cayó hacia atrás. Una media vuelta, a la velocidad de un rayo arremolinado, bastó para estrellar su talón derecho en la boca del estómago del tercero. Florence se detuvo marcialmente. Adoptó una típica postura de karateka al acecho y cuando advirtió que nadie se le acercaba enceguecido a matarla, levantó del piso las tres metralletas de los soldados inconscientes. En ese mismo minuto, Indy se lanzaba contra dos jóvenes nazis, distraídos momentáneamente por el despliegue físico de la muchacha. Bastaron dos trompadas bien dadas, con las manos cerradísimas y los nudillos hechos de hierro por la tensión, para dejar al par desparramados en el suelo. Ya tenían las armas suficientes para resistir. Pero antes de que Florence e Indy pudieran repartirlas, una lluvia de balas empezó a caer sobre ellos. —¡Abajo! —gritó Marcus, viendo a Indy y el resto desprotegidos.—¡Nos están observando desde aquel ángulo de la izquierda!... ¡Y desde allá también!... ¡Es un francotirador!... ¡¡ Indiana, cuidado !! ¡¡ Te tiene en la mira !!...¡¡ Tiene tu cabeza !! Fue sólo una cuestión de décimas de segundo. Indy sacudió el cuello a un costado, torciendo su cabeza con lo haría un estereotipado bailarín tailandés, y el proyectil del francotirador le rozó la oreja izquierda, impactando contra la piedra que creía lo resguardaba. —¡Gracias, Marcus! —exclamó y, repartiendo las metralletas capturadas, contestaron la agresión con una balacera aún más violenta. La Segunda Guerra Mundial parecía haber llegado a la costa de Papúa Nueva Guinea. ba E n principio, y de acuerdo a las primeras estimaciones, quedaban activos siete soldados SS, de la docena inicial; más o dos tres dentro de las carpas y fuera del alcance de la vista de Indy y su grupo. Cinco descansaban el sueño de los vencidos, desparramados en el pasto crecido alrededor del campamento. Por lo tanto eran esos siete restantes los que ocupaban la atención de Marcus Brody. Siete hombres. Siete perspectivas. Siete maneras distintas de observar, de apuntar, de combatir. Siete ángulos desde donde verse a sí mismo y a los demás, con un solo objetivo: evitar ser alcanzados por los proyectiles que disparaban. —¡¡ Weiss, abajo !! ¡¡ Gütter, a la derecha !! ¡¡ Indy, escóndete !! ¡¡ Waverly, cuidado con tu brazo, se asoma demasiado !!... Jamás Indiana Jones había visto a Marcus tan activo, tan ajeno a su característica parsimonia de museólogo. Su docente y amigo actuaba rápido. Las advertencias llegaban justo a tiempo y se adelantaba al ataque de los nazis, yendo unos segundos por delante de sus actos. La capacidad para “ver” con la máscara le otorgaba posibilidades inimaginables. Por lo pronto, ganar ventajas comparativas muy interesantes en pleno combate. —¡Marcus, lo intentaré ahora! —gritó Jones desde su refugio, al tiempo que le dirigía a su amigo una mirada extrañada. En verdad era patéticamente ridículo verlo con su camisa y pantalones, rotos y sucios, portando un adefesio estético tan lejano a su cultura y personalidad. —¡Ya!... ¡Ahora que nadie te observa! —respondió sujetándose la máscara. Indy corrió en zigzag hasta la pieza de artillería y buscó refugió por detrás de ella. Oteó el campo de batalla justo en el momento en que dos soldados SS eran alcanzados por mortales descargas, en el pecho. ¿ Quién había sido el afortunado tirador ? ¿ Weiss, Gütter o la sensual agente del servicio Secreto ?... Eso no importaba en ese momento. Tenía la carpa de la radio a sólo quince metros y la imperante necesidad de correr frenéticamente hacia ella. Amartilló su metralleta y empezó a tirar sin apuntar, sin pretender conscientemente de dar en algún blanco específico. Se estaba cubriendo a sí mismo. Un segundo después se lanzó a la carrera. Las balas enemigas chisporrotearon alrededor suyo, siguiéndolo, como el fuego sigue un reguero de pólvora. Entonces, cuando intuyó que la ráfaga estaba a punto de alcanzarlo, pegó un salto hacia delante. Voló extendiendo su cuerpo y cayó de costado, girando como un rodillo de amasar, hasta alcanzar unos cajones altos de madera, repletos de provisiones; colocados en la puerta misma de la carpa. Se arrodilló y siguió disparando. —¡Le di a uno!—vociferó Gütter, exaltado por la ola de adrenalina que lo embargaba.—¡Le di a uno de esos malditos nazis!... Florence Waverly, echada junto a él contra un árbol, lo miró frunciendo las cejas. —¡Deje de felicitarse, doctor!—le gritó.—¡Siga disparando!—En tanto Weiss, rociaba de plomo las líneas enemigas. Entre tanto, para Marcus Brody el enfrentamiento había adquirido un tinte sumamente original. Podía ver perfectamente el escenario desde distintos ángulos y a la distancia; y sospechaba que era ésta la que le impedía saturar con colores, náuseas, dolor de sienes y mareos a sus agresores. Además, cambiar la perspectiva a partir de la posición que cada uno de los soldados tenía en el campo, resultaba ser no sólo fácil sino fascinante. Bastaba parpadear para conseguirlo; y con cada “ click ” de sus ojos controlaba sucesivamente a los SS, uno por vez. También veía lo que sus colegas de aventura; y por un momento, recordando alguna de sus antiguas lecturas sobre mitos y leyendas, creyó saber qué se sentía ser un Dios. ba I ndy no perdió tiempo. Ingresó en la carpa y manipuló el radiotransmisor con seguridad y presteza. Esperaba tener más suerte que en la última oportunidad. —Aquí el doctor Henry Jones, desde isla Papúa—dijo agitado—, adelante, cambio... —... —Aquí Henry Jones, desde isla Papúa, enfrente de Karkar —repitió.—¿Alguien me copia? Cambio... Esperó unos segundos. Necesitaba una respuesta e iba a conseguirla. —No sé si me escuchan...Pero tengo que informar la presencia enemiga en el lugar. Hay alemanes, nazis, violando la soberanía australiana. Mayday ... mayday ... Esto es un pedido de auxilio, Cambio... Desde el exterior llegaban los ruidos de los disparos y, de tanto en tanto, un proyectil atravesaba la lona de la carpa dando contra las estanterías de la habitación. —Comando naval... ¿me oye?...—proclamó, carcomido por la ansiedad. Se sintió un crujido... Un siseo... Y, por último, un sonido gutural salió por el parlante. Entrecortado al comienzo.
—...copiamos...mal...
ero...chamos............... tente frecuencia 295.8...cambio... ¿Frecuencia 295,8?... ¡¡Lo estaban recibiendo!! Movió un dial hasta esa numeración y volvió hablar por el micrófono. —Acá el doctor Henry Jones, desde Papúa... ¿Me copian mejor? Cambio... — Lo oímos doctor. Lejos, pero con claridad. ¿En donde dice que está? Adelante. Cambio . El corazón de Indy dio un brinco de alegría. —Soy miembro de una expedición americana en la zona. Estamos en peligro, siendo atacados por alemanes en la costa de Papúa, Nueva Guinea, a la altura de la isla Karkar...¿Me copian? Cambio. —... Perfectamente doctor. Pero, ¿informa que está siendo atacados por alemanes? Cambio . —¡Afirmativo!... ¡Alemanes! ¡Todo un destacamento!... ¡Tienen que mandar refuerzos a esta zona!... Cambio. Los siguientes diez segundos fueron tan largos como permanecer diez minutos sin aire bajo el agua. —¿Comando naval, me oye? Cambio —insistió Indy.
—Si,
doctor... Lo oímos bien.... Y, nuevamente, silencio radial. Un ráfaga de metralleta pasó zumbando por encima del sombrero fedora de Jones. Indy hizo cuerpo a tierra, sin soltar el comunicador. Empezaba a ponerse nervioso. —¡Mierda, Comando Naval!....—ladró exasperado.—¡Respondan!... ¡Estamos en peligro de muerte!... Entonces ocurrió algo que ni en la más afiebrada imaginación se le había cruzado por la cabeza. — Escúcheme con atención, doctor Jones —dijo el operador de radio. —Tienen que abandonar ese lugar de inmediato... ¿Me entendió? ¡De inmediato...! Cambio . —Pero... ¿Me están tomando por idiota? —gritó Indy fuera de sí.—¡Claro que tenemos que salir de aquí! ¡Por eso los llamo!... ¡Necesitamos su ayuda, maldito imbécil! La estática volvió a interrumpir momentáneamente la comunicación. Ocho balazos después, la charla se recompuso. — Doctor Jones —repitió la voz metálica por el parlante—, si permanecen es ese lugar están en gravísimo peligro. No podemos acercarnos a la zona. No podemos mandar a nadie a ese lugar .—Indy no salía de su asombro.— Escuche con atención —prosiguió el australiano.— La oficina de sismología de las islas Marianas informó de un terremoto submarino hace dos horas con epicentro en el océano Pacifico, a 400 kilómetros del norte de la costa de la isla Karkar. La intensidad ha sido de 8.4 en la escala de Richter y ha producido una ola gigante que se dirige hacia ustedes... En menos de dos horas ese muro de agua impactara contra la costa, cayéndoles encima. ¿Me comprende, doctor Jones?... ¿Doctor Jones, está usted ahí?...¿Doctor Jones?....... |
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REGALO
DE DESPEDIDA
P estañeó con fuerza y cambió en un santiamén de una mirada a otra. La de ese soldado SS le indicaba que el nazi estaba sentado, oculto detrás de un roquedal vecino al campamento y con una profunda herida abierta en su pierna derecha. Sangraba mucho. En poco tiempo más estaría impedido de seguir resistiendo, pensó Brody. Pestañeó otra vez. Ahora veía el promontorio no muy elevado en el que él mismo estaba; y las relampagueantes descardas que, desde la base, partían de la metralleta de Florence Waverly. Un segundo después, reparó en dos brazos con sus tendones crispados y venas hinchadas. Un par de manos, apretujando el soporte de una metralleta alemana, dirigían el caño del arma en su propia dirección. Desde lejos, escuchaba el traqueteo de sus tiros tratando de dar en el cuerpo de sus colegas escondidos, o en el suyo propio. Cerró y abrió los ojos nuevamente. Marcus experimentaba una sensación parecida a la de cambiar el dial de una radio, saltando de una emisora a otra. La única diferencia notable era que esas “emisoras” estaba instaladas en los ojos de sus enemigos nazis. Vio el campamento desde lejos. Lo observaba desde una ángulo que supuso era el de Gütter. La lucha se calmaba y la balacera se volvía más y más ocasional. Chasqueó otra vez los párpados, pero en esa ocasión hubo algo que lo desconcertó. “¿ Quién era ese personaje que veía arrodillado, de espaldas y con algo estrafalariamente horrible sobre sus hombros ?... Tardó demasiado en reconocer su propia camisa por debajo de la máscara y, para cuando quiso reaccionar, sintió como le pegaban un tremendo palazo contra el lado izquierdo de su cabeza. Antes de perder momentáneamente el conocimiento, se vio a sí mismo caer contra el suelo. ba I ndy oyó tres descargas más de metralla. Esporádicas, separadas unas de otras. Casi tímidas. ¿ Habían tomado finalmente el campamento con éxito ? Se asomó por la puerta de la carpa y echó una ojeada precavida. Todo estaba en silencio. Ni un alma. El campamento nazi era un pueblo fantasma. A unos metros de él, observó el cadáver acribillado de un soldado. Dirigió su atención hacia el cerro del que había bajado. Entonces, escuchó el grito. —¡¡Salga de donde se encuentra, doctor Jones!! ¡¡ Con las manos en alto !! La vos provenía del lugar en el que había dejado a Marcus. Elevó la vista y los vio. Eran tres siluetas perfectamente identificables. Marcus estaba en el centro, tomado desde atrás y con una pistola Lüger apretada contra la sien derecha. Las otras dos figuras correspondían a las de Emmanuel Sorensen y el coronel Helmut Heinder. —¡¡Salga ahora mismo, Jones, o le vuelo a su amigo la tapa de los sesos!! —exclamó el sueco. Indy recordó esa frase remanida. “ Maldito ”, se dijo. ¡ Qué tonto había sido ! Su mayor error en esa aventura era no haber matado a Sorensen a bordo del Wotan . Tiró su metralleta muy lejos y abandonó el interior de la carpa, con los brazos en alto. —¡Acá estoy!... —¡Muy bien, doctor Jones! —contestó Sorensen con sarcasmo.— Ahora, ordéneles a sus otros colegas que se rindan y salgan de donde están. Indy obedeció y al cabo de unos minutos, por turnos, Weiss, Gütter y Florence Waverly se fueron haciendo visibles, con las manos sobre sus cabezas. Se entregaban teniendo la batalla prácticamente ganada. Eso era lo que más rabia les producía. Una rabia mezclada con el temor y la ansiedad de no saber qué pasaría ahora. Sorensen, Heinder y Brody bajaron hasta el centro del campamento. Venían sin custodia; pero al cabo de unos minutos, mientras descendían del promontorio, tres soldados SS, sobrevivientes del ataque, hicieron acto de presencia, desalineados y agitados. Indy dio unos pasos hacia Brody y lo sostuvo, cuando el sueco lo tiró con fuerza hacia delante. —Aquí tiene a su amigo el brujo, doctor Jones —dijo secamente. Recostó a Marcus en el suelo y le abrió el cuello de su camisa. Un hilo de sangre le caía desde el oído derecho. —¿Cómo te sientes? ¿Te hicieron mucho daño? —preguntó el arqueólogo, bajo la mirada atenta de los soldados que acababan de llegar. Marcus murmuró algo, muy por lo bajo. —¿Qué dices? —repreguntó Indy, acercándose a su amigo. —Que estoy muy dolorido...y mareado —contestó; y abrió los ojos. Fue entonces cuando Indy Jones quedó atónito al verlos. Las dos pupilas de Brody eran rojas como las de un albino. —¡ Santo Dios !—exclamó Jones sobresaltado. —No es nada que no hubiéramos previsto, Indy —replicó Marcus, tomándolo del brazo con gesto de tierna amistad.— Estoy ciego . Heinder, en tanto, observaba con reverencial cuidado la máscara que tenía sosteniendo en la mano. ba P or primera vez, desde que tenía la desgracia de conocerlo, Indy vio como Emmanuel Sorensen prendía un cigarrillo y le ofrecía una pitada. —Gracias, no fumo —informó el arqueólogo, destilando rabia desde la incómoda postura que tenía, estaqueado de brazos y piernas en el piso. —Hace muy bien en no fumar, doctor Jones —satirizó el sueco, mostrándole el cilindro de papel encendido.—Esta porquería va a terminar matándome. Indy no pudo contener una sonrisa nerviosa. Movió su cabeza hacia un costado y se dio cuenta de que si no hacía algo al respecto todos iban a morir en esa isla; y no precisamente por efectos de la nicotina. Marcus, Florence, Weiss y Gütter estaban estaqueados, igual que él, uno al lado del otro. Sus manos y pies, fuertemente aprisionados por tensas sogas, se acercaban de tal forma que, vistos desde arriba, el grupo de prisioneros semejaba una larga tira de monigotes de papel, recortados por un niño travieso. Sogas y estacas de madera los mantenían de espalda contra el suelo. Dadas las circunstancias, no podían estar en peor situación. Heinder caminó marcialmente hacia Indy. Se detuvo junto a su cabeza; bajó la vista; lo miró y expandiendo su blanca dentadura dijo: —Doctor Jones, quiero personalmente agradecerle el esfuerzo que ha hecho para conseguirnos esta máscara. No lo hubiéramos logrado sin usted. Sorensen, a su lado, lanzó una carcajada. —No se alegre demasiado —reaccionó el arqueólogo.—En pocas horas más tendrán sobre ustedes toda la flota aliada. No podrán salirse con la suya. —¡Oh, qué terror! —exclamó Sorensen, sobreactuando un gesto teatral y sarcástico.—¡Estamos temblando!... Heinder volvió a sonreír. Sacudió la cabeza negativamente, de un lado a otro, y al tiempo que daba vuelta en dirección a las carpas, agregó: —Vamos, Emmanuel. Es hora de marcharnos. Ya tenemos lo que queremos y si este pobre diablo pudo hablar con los australianos, es conveniente que lleguemos a Mulutuva lo más pronto posible. Krugermmayer se alegrará de vernos con este “regalito” de arte local —y movió la máscara que aún tenía en su mano. Sorensen asintió. —Tienes razón, pero antes de partir quiero hacerle a nuestros amigos un pequeño presente de despedida y agradecimiento.—Heinder lo miró sorprendido.—¡Soldado!—gritó el sueco a uno de los SS que embalaba en una cajón una serie de provisiones sobrevivientes de la balacera.—¡Tráigame ese bidón color naranja que tiene ahí!... ¿ Bidón color naranja ?... Indy no pudo contener su curiosidad. Buscó con angustia ese maldito recipiente. Nada bueno podía contener en su interior. La morbosidad de Sorensen era una inagotable fuente de sorpresas. Y no se equivocó. —Muy bien, señores —dijo Sorensen con el envase en la mano—, aquí tienen ustedes el catalizador de sus muertes: melaza .—Weiiss frunció el ceño sin entender.—Sí, mi amigo —le aclaró el sueco—, melaza . ¡Y bien dulce!... Quiero que sus amigos australianos encuentren sus huesos bien limpios. Heinder, que ya se marchaba, giró tan sorprendido como los prisioneros. —¿ Qué vas a hacer?... —preguntó sonriendo. —¿ Yo ?... Yo, nada... Las voraces hormigas locales serán las responsables del trabajo. ¡Adoran la melaza! —y lanzó una carcajada que retumbó en todo el valle. Acto seguido, abrió el bidón y cuidadosamente vertió su contenido sobre cada uno de los cinco prisioneros, retenidos contra el piso. —¿No es una forma dulce de morir?...—dijo, disfrutando anormalmente de la situación. —¡Sorensen, vamonos de aquí! —reclamó el coronel alemán.—La lancha nos espera. No perdamos más tiempo. El sueco los miró y se despidió con una reverencia. —Caballeros... Señora... |
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TSUNAMI
Y a sea por explosiones volcánicas, como la del Krakatoa en 1883; deslizamientos de tierra submarina, producto de un terremoto, como el ocurrido en Japón hacía sólo seis años; o caídas de rocas a bahías o costas, las posibilidades de que se genere un tsunami son prácticamente inevitables. De origen japonés, la palabra tsunami refiere a ondas de agua de gran longitud, que alcanzan cientos de kilómetros de largo y muy poca altura en la zona en donde se generan. Se propagan a gran velocidad, alcanzando con rapidez cientos de kilómetros por hora y empiezan a ganar altura a medida que se acercan a la costa y la profundidad del fondo marino disminuye. En ese momento, las longitudes de onda se acortan y su energía se concentra aumentando su elevación. Las olas resultantes son monstruosas, ominosas, destructivas. Una de esas olas se acercaba a Papúa Nueva Guinea. —¡¿ QUÉ ?!... La pregunta de Leonard Gütter, más que una pregunta fue un alarido de angustia incontenido. —Lo que acaba de oír, doctor—respondió Jones—. En poco menos de una hora, una ola de proporciones descomunales se abatirá sobre esta isla... Tenemos que desatarnos y buscar refugio en el interior, de algún modo. —¡Es imposible! ¡Maldita sea! —exclamó Florence arqueándose como un gato contra el piso.—Estas sogas son demasiado fuertes para que se rompan con la sola fricción, o tirando de ellas. —¡Oh, Dios Santo!—prorrumpió Weiss resignado, mientras la melaza que lo cubría se deslizaba lentamente por su rostro.—Con mucha suerte moriremos ahogados... ¡Miren! ¡Ya están llegando! La perspectiva que tenían desde el ras del piso fue aterradora. Cuando todos voltearon en dirección de los matorrales vecinos a la estaquería, observaron una masa informe, movediza, negra, que se les acercaba y empezaba a trepar por sus cuerpos extendidos contra el suelo de la isla. Eran hormigas. Miles, decenas de miles, millones de ellas. Estaban hambrientas y excitadas por olor de la melaza; que las atraía e invitaba a que iniciaran un festín pantagruélico, en el que no se respetaban fibras textiles, cuero, suelas de gota; incluso, piel, carne, tendones y músculos. Esa era la ola que primero tenían que combatir. Una ola de insectos devoradores de todo. Los mejores guardianes de la selva. Se sentían pegajosos e inmovilizados. Indy contuvo el dolor cuando sintió un ejército de diminutas mordidas en sus puños cerrados. Florence Waverly empezó a chillar como una loca, sacudiendo su cabellera en una típica explosión de histeria. —¡ Nos van a comer ! —gritaba.—¡ Nos van a devorar vivos ! Marcus Brody, con los ojos cerrados, muy apretados, había empezado a rezar. —¡ Escúchenme !— clamó Indy.—¡Escúchenme, por favor! ¡Creo que podemos tener una oportunidad!... Weiss pidió silencio bramando como un toro. —¡¡ Cállese, Waverly !! ¡¡ Cállese, por el amor de Dios !! —Óiganme con atención... ¡ Auch ! —Un puñado de hormigas le estaban carcomiendo la piel de los nudillos.—¡Traten de poner la melaza sobre las cuerdas de las muñecas! ¡Comprenden?... ¡Inténtenlo!... ¡La melaza sobre las cuerdas, así las hormigas las devoraran primero!...—Hizo un impasse, contuvo el dolor que ahora sentía en su axila derecha, y gritó:—¡ Háganlo ! Y convulsionando los dedos de las manos, empezaron a empujar, milímetro a milímetro, esa sustancia pegajosa y azucarada sobre las sogas que los inmovilizaban. ba L a lancha ejecutó un pequeño salto, sorteó de frente las ondulaciones de un mar agitado y prosiguió su marcha a toda velocidad, con dirección a Mulutuva. La gran isla de Nueva Guinea era sólo un contorno negro que se alejaba más y más por detrás del grupo alemán; y la rugosa silueta de Karkar empezaba a perder su característica forma cónica, a medida que se achicaba con el aumento de la distancia. El bote, de manufactura belga, iba con menos peso del acostumbrado y se impulsaba hacia delante por un potente motor fuera de borda, controlado por uno de los soldados SS. La proa abría su brecha en el océano, salpicando la solución salina del mar por rostros y uniformes; cosa que, ni a Heinder o Sorensen, les interesaba en lo más mínimo. Habían conseguido de casualidad lo que querían. El insospechado encuentro con Jones y la máscara de la tribu de la oscuridad, podía ser interpretado como un anuncio, una señal esotérica y secreta, de que el destino estaba de su lado. Exultantes, elaboraban proyectos a corto plazo, reconociendo que de ahí en más podrían negociar con el III Reich de igual a igual. Hitler, el Gran Führer, se había convertido en un “ Primus inter Pares ”, un “ primero entre los iguales ”; un mero señor feudal que estaría obligado a consultarnos y reconocer, sin tapujos ni eufemismos, que la Gendarmenorden co-gobernaría a Alemania y el resto del mundo durante los siguientes diez siglos. Los dos francmasones ostentaban entre sus manos una porción de la palanca del Poder; y no iban a dejar que se les escapara, costara lo que les costara. Heinder, sentado de espaldas a proa, inspeccionaba con atención el artefacto ritual. Le costaba creer que, pasados veinte años, tuviera entre sus dedos a la herramienta ritual responsable de la muerte de todos sus hombres en 1919. Estaba satisfecho y nostálgico al mismo tiempo. Había cumplido con su misión. Tanto con la oficial , encomendada en Berlín; como con la personal , que se orientaba hacia los intereses de la logia a la que pertenecía. Era hora de empezar de nuevo. De cosechar el reconocimiento de sus camaradas alemanes y abandonar su oscura oficina del Departamento de Cartografía de las SS. Acariciaba la posibilidad de quedar en los anales de la historia. —Con esta máscara —conjeturó Sorensen, quitándosela suavemente de las manos—vamos a poder contactar con esos negros salvajes de Karkar en otros términos, ¿no lo crees?—.El sueco, que ocupaba el asiento que enfrentaba a Heinder cara a cara, también exhibía un destello de apasionamiento en las pupilas.—Con ella ubicaremos el objeto que neutraliza el poder de las demás y así, con la experiencia recogida, formar un ejército de soldados invencibles, incapaces de ser sorprendidos. ¡Las posibilidades que se nos acaban de abrir, Helmut, son increíbles!... ¿Te das cuenta?... ¡Nuestras vidas acaban de cambiar radicalmente! El coronel asintió sin ocultar su felicidad. Mantuvo por unos segundos la mirada fija en la reliquia y levantó la cara con intención de responderle a su socio, pero se contuvo. Algo malo había en el rostro de Sorensen. Las facciones del sueco era otras; transfigurándose en una mueca de sorpresa y horror cuando violentamente se puso de pie, y la brisa marina lo terminó de despeinar. No articuló palabra alguna. Quedó estupefacto, mirando —según coligió Heinder— un poco por encima de la línea del horizonte. Las cuencas de sus ojos parecieron hacerse más grandes, y un par de pupilas muy claras sobresalieron como si fueran dos huevos duros. Eso era terror en su estado más puro. —¡ Por Odín ! —susurró, agobiado por la desesperación que empezaba a aflorarle desde la boca del estómago. Fue entonces cuando Heinder giró de golpe, buscando un sentido a ese impactante estupor gestual. Los dos soldados, que iban sentados a su lado lo imitaron, no pudiendo contener la helada sensación de saber que la muerte era inminente. A menos de trescientos metros, un muro colosal de agua se les acercaba a toda velocidad. Tenía la altura de un edificio de 15 pisos y un ancho que sobrepasaba cualquier estimación conservadora. El mar se había sublevado. Se elevaba formando una ola que aumentaba de tamaño con cada metro que recorría; y su cresta, espumosa por la acción del viento, producía un rugido aterrador que anunciaba su inclemente poder, su pasmosa capacidad de destrucción. Sorensen dejó caer la máscara al fondo de la lancha y se aferró a sus bordes. Heinder cayó de rodillas y, sin poder articular siquiera un grito, aguardó que la sombra avasalladora del tsunami los empezara a tapar. Cuando la rompiente cayó sobre ellos no sintieron nada. Fue como un flash. Instantáneo; mortalmente rápido. El fin . ba D esconocía cómo se llamaban, a qué familia de insectos pertenecían o cuál era la posición que tenían en la escala alimenticia de la isla de Nueva Guinea. De lo único que estaba seguro era de que esas hormigas mordían fuerte y con saña. Que tenían un comportamiento violento y que la melaza las enloquecía, al punto de llegar a atacarse entre ellas, cuando creían que su territorio se veía invadido por otras. Era grandes, de entre tres y cinco centímetros de largo; negras y con una voracidad que, seguramente, Heinder y Sorensen debían conocer muy bien. Como insectos gregarios, atacaban en grupo, organizando verdaderos ejércitos y, dado el elevadísimo número que se congregaba en el descampado, procedían seguramente de diferentes hormigueros. Se habían convocado a millones y el escenario del festín, visto de lejos, constituía un espectáculo dantesco, una puerta al infierno en el que toda esperanza quedaba desestimada. Los cuerpos estaqueados de los cinco prisioneros estaban ya completamente cubiertos de hormigas; tapados por una masa informe y movediza de diminutos bichos hambrientos. Inmovilizados por las cuerdas, Indy y su grupo luchaban por quitarse los insectos del rostro, evitando que se metieran por los orificios naturales de la cara. Era una tarea casi imposible. Las orejas y orificios nasales eran cuevas atractivas; demasiado atractivas para las hormigas. De ahí los alaridos desesperados que Weiss y Florence Waverly daban, cada vez que sentían cuerpos extraños introduciéndose por sus conductos respiratorios y auditivos. Se retorcían y arqueaban en una agonía que sólo sería superada años más tardes en los campos de exterminio nazis de Europa Oriental. Todos se habían esforzado por desparramar la melaza sobre las cuerdas; pero para entonces, sólo Indy Jones conservaba la sangre fría y resistencia necesaria para seguir con esa tarea. Era una carrera contra el poder de millones de mandíbulas. Desviar la atención de esos insectos hacia las sogas implicaba tener una fuerza de voluntad fuera de lo común; ya que, en tanto cientos de ellos concentraban sus energías en las cuerdas embadurnadas de azúcar, otros miles perforaban, milímetro a milímetro, la ropa y la epidermis, a una velocidad preocupante. El dolor y el terror se encarnaban en un ardor insoportable por todo el cuerpo. Esas hormigas parecían escupir fuego. Gütter había perdido el conocimiento y ya no ofrecía resistencia. Weiss y Waverly daban sus últimos estertores físicos, en tanto que Marcus Brody se limitaba a sacudirse las hormigas como podía, remedando a los perros cuando son mojados. Indy tiró de las muñecas por quincuagésima vez. Nada. Volvió a tirar. Sintió que sus manos aprisionadas se movían un poco, desprendiéndose del suelo. Algunos de los filamentos de la soga ya estaba carcomidos; pero, a pesar de que su capacidad de movimiento aumentaba, aun faltaba mucho para liberarse. Tiró otra vez. Con cada sacudón, buena parte de las hormigas se agarraban con más fuerza de las cuerdas. Era una excelente táctica. La única que tenía ,por lo que la repitió con desesperación. Podía sentir cómo sus muñecas se le quemaban con la fricción y sangraban copiosamente como resultado de las mordidas. Entonces, un resplandor metálico reflejó los rayos del sol Fue cuestión de una décima de segundo. Indy abrió más los ojos y reconoció de inmediato una daga, elevándose y cayendo con fuerza en dirección suya. Pensó que iba ser sacrificado y volteó el rostro. Repentinamente, la presión que le sujetaba ambas manos desapareció. Estaba libre. Se sentó de golpe y vio la musculosa figura de un guerrero melanesio inclinado a su lado, cortando las sogas de sus compañeros. Sin pensar más, deshizo los nudos de sus tobillos; se paró y corrió junto a Marcus; lo levantó; lo cargó sobre sus hombros y sugirió a Weiss que hiciera lo mismo con su compañero. —Busquemos refugio en la cueva —dijo, mirando al negro que, sin decir nada, regresaba al promontorio.—La marejada debe estar por llegar la costa. ¡Vamos, rápido!... Iniciaron el ascenso con dificultad. Tenían muchas partes del cuerpo en carne viva y la piel salpicada de pequeños hematomas rojos que ardían a más no poder. Gütter parecía muerto. No reaccionaba a nada. Florence renqueaba y respiraba entrecortadamente. A medio camino de la cueva, y cuando ya tenían los restos del campamento nazi a unos veinte metros bajo sus pies, escucharon un rugido sobrenatural que parecía provenir del cielo. Todos se pararon en seco y voltearon hacia la costa para ser testigos de uno de los fenómenos más increíbles y aterradores que la naturaleza podía mostrarles: un tsunami en su fase final. ba E ra la imagen misma del Apocalipsis; una postal hipnótica en movimiento. Una escena traída desde los remotos días del origen de la Tierra; cuando los océanos aún no tenían leyes y el Caos no había dado paso a la Creación. Lo que tenían ante sus atónitas miradas no podía ser descrito con palabras. Los adjetivos para describirlo no existían. Era la fuerza de la naturaleza desatada en su máxima expresión. Violenta, irascible, casi vengativa. Una furia que parecía provenir de un Dios submarino encolerizado, que elevaba el mar, más y más alto, para castigar con sus olas gigantescas las profanas intenciones de los mortales. Antes de que el océano se sublevara contra la costa de Nueva Guinea, las playas se secaron. El agua retrocedió casi mil metros, como convocadas por un ejército presto a descargar su ira contra el enemigo. Las rocas y arena del fondo marino quedaron expuestas al sol, en tanto que por detrás de ellas se iba formando una muralla líquida que superaba los treinta metros de altura. La gran isla de Papúa estaba siendo sitiada por una cordillera de agua, de casi doscientos kilómetros de largo. Ningún valle costero, ninguna bahía, ningún puerto natural o artificial, podría evadirse de ese puño gigantesco. Indiana Jones estaba absorto. No podía mover un músculo, ni quitar sus ojos del tsunami. En su fuero interno sabía que en minutos el mundo se le vendría encima. Aún así no podía combatir el pasmo y la curiosidad que lo tenían clavado en el piso, mirando hacia la costa. Porque, a pesar de que esa marejada era sinónimo de muerte y destrucción, no dejaba de tener su belleza. Una belleza contradictoria, muy parecida a la que, en años posteriores, tendría el hongo atómico sobre Hiroshima. —¡ Vamos, doctor Jones !¡ Corra !¡ Venga acá !¡ A la cueva ! El alarido neurasténico de Florence Waverly lo sacó de su enajenamiento. Repentinamente sintió el peso de Marcus sobre su hombro izquierdo. Miró a la chica, que ya desaparecía por la boca de la caverna, y le imprimió a sus piernas la fuerza suficiente para correr los quince metros que lo separaban de ella. No había dado tres zancadas, cuando la ola impactó contra la costa. La tierra tembló. Las palmeras, árboles frutales y pequeños promontorios de rocas costeras, fueron barridos instantáneamente, por una fuerza de más de 150 kilómetros por hora. El bramido de una isla azotada alcanzó sus oídos. Era algo prodigioso. Indy apuró la marcha viendo como, por encima suyo, millones de hojas desgarradas por el viento y el agua pasaban volando, dando mil y una cabriolas. Troncos, lianas, barro, piedras; todo era arrastrado por esa ola colosal que le caía encima. Uno... dos... tres pasos más y, sin pensarlo, se tiró —con Marcus y todo— por la oquedad que le abría el ingreso a la caverna. Cayeron torpemente contra el piso irregular de la cámara. Rodaron unos metros y para cuando quisieron reincorporarse, un chorro poderosísimo de agua salada se coló por la entrada, revolcándolos a todos por el suelo. Cinco minutos después, el silencio más gelatinosos que hubieran imaginado, impregnó cada centímetro de la caverna. Marcus, todavía ciego, se apoyó contra la pared y puso de pie. —¿Ya pasó? —preguntó desorientado, y con la cara repleta de picaduras. —Si, Brody —respondió Weiss, tranquilizándolo.—Creo que si... Indy trató de acostumbrarse a la penumbra. Se reincorporó y buscó la respuesta de su grupo: —¿Están todos bien? —inquirió con la voz cansada. Florence tomó la palabra. —No —dijo secamente.—Gütter está muerto. Weiss se acercó al cuerpo inerte de su compañero. Los ojos se le llenaron de lágrimas y no pudo contener el llanto. Indy le apretó el hombro, intentando transmitirle fuerza. De nada sirvió. En eso, el ruido de varios pies descalzos, arrastrándose en la grava de la cueva, los alertó. No estaban solos en las sombras y recordaron, entonces, al negro que les había salvado la vida. Cuando Indy giró sobre su propio eje, para ver de qué se trataba el asunto, experimentó un profundo mareo. Fuertes e incandescente torbellinos de colores lo enceguecieron. Ninguno de los cuatro sobrevivientes sintió dolor. Sólo perdieron el conocimiento, uno a uno, en tanto eran rodeados por los miembros más insignes de la Tribu de la Oscuridad. ba
Pacífico
Sur
48
horas mas tarde...
E l doble par de motores Wrigth R-1820 del B-29, propiedad de la Fuerza Aérea Británica, apenas eran audibles mientras sobrevolaba la calma extensión oceánica, a menos de 1000 metros de altura. Todo era serenidad. La superficie del mar apenas se movía y los rayos del sol se reflejaban perpendiculares, produciendo mil imágenes confusas, que los dos pilotos tenían la obligación de identificar e informar por radio a la torre de control en Australia. Venían rastrillando el área desde hacia dos días, sin suerte. Aquella era la última misión de reconocimiento que tenían autorizada, por eso se habían alejado de la zona siniestrada por el tsunami y buscaban varias decenas de kilómetros más norte. Muy lejos de Karkar, e incluso de Mulutuva. No esperaban hallar nada. Pero lo hallaron. —Aquí vuelo 45 de reconocimiento... ¿Me escucha, control?... Cambio La respuesta se hizo esperar.
—Adelante,
Capitán MacNeil, lo escuchamos. —Quiero reportar una piragua, señor.
—...¿Una
qué? —Una piragua —aclaró.—Repito: una piragua de madera flotando a la deriva... Cambio. —¿Hay sobrevivientes en ella, capitán? MacNeil acercó su cara al parabrisas de la ventana y, en tanto el avión realizaba un giro muy lento y amplio por encima de la embarcación, respondió: —Vemos cuatro cuerpos, Torre de Control; y parece que están todos muertos. No responden a nada. Ni siquiera han levantado la cabeza para mirarnos... Cambio
—
En
ese caso certifique con un vuelo rasante si son las personas que buscamos. —A la orden, señor. Los mantendremos informados... Cambio y fuera. |
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EPILOGO
Ciudad
de Nueva York
Dos
semanas después...
R evolvió el café con parsimonia hasta producir en el pocillo un remolino duradero que disolvió el azúcar. ¡Azúcar!... ¡Já!... Se tocó las mejillas, aún con cicatrices, y miró por el ventanal del bar hacia Park Avenue. A esa hora de la tarde la calle era un mundo de gente. Las oficinas estaban cerrando y la ciudad regresaba a sus hogares, después de un día de trajín. El camarero se le acercó a su mesa y con extrema cortesía preguntó: —¿Le hago marchar algo para comer, doctor Brody? Marcus, distraído, se sobresaltó. Negó amablemente con la cabeza y dijo: —No, gracias, Waldo. Espero a un amigo. —Muy bien, doctor. Pero creo que ya está llegando —agregó con una sonrisa, señalando la puerta giratoria del local. Marcus volteó y vio el rostro adusto de un Indiana Jones algo demacrado, acercándose a la mesa. —Ven a retirar el pedido en quince minutos —dijo despidiendo al camarero, y se puso de pie para recibir a Indy.—Y bien, ¿qué te dijeron? —inquirió antes de volver a sentarse. —Poca cosa. Estupideces, tonterías. Ni siquiera nos dieron las gracias. —¿Y qué esperabas? Según sus perspectivas, fallamos en la misión. —¿Fallar?... ¡Tuvimos suerte!... Nadie se quedó con esas máscaras. No quiero pensar qué podrían haber hecho estos desagradecidos con ellas... —Deberían estar contentos. Los nazis fracasaron, no nosotros.—Marcus le dio un sorbo al café.—¿Y qué dijo la señorita Waverly?—preguntó. —¿Waverly?... Nada. Se limitó a escuchar. —¡Oh bendita cadena de mando! —Sí... ¡Bendita cadena! Deberían romperla por sus eslabones más altos. Brody se limpió los labios prolijamente con la servilleta y volvió a inquirir: —¿Alguna novedad sobre el cuerpo de Gütter? —Ninguna. El cadáver se debió perder en el mar o en la isla. Pero, ¿qué hay de Weiss?—repregunto Jones percatándose de la ausencia.— ¿No iba a venir a cenar con nosotros? —Prefirió regresar a Europa, a Inglaterra. —¿Cuándo lo hizo? —Hoy temprano por la mañana. Me dijo que te dejaba un abrazo y que, en caso de ir al Viejo Mundo, lo busques entre los miembros de la resistencia contra Hitler. —Tiene mucho por qué luchar. —Igual que nosotros, Indy... Igual que nosotros. Jones lo miró fijamente. En verdad quería a ese hombre. Brody había sido como un segundo padre para él, especialmente cuando el padre biológico se había apartado de su vida, obsesionado por su trabajo e investigaciones medievales. —¿Cómo está tu vista?—inquirió, regalándole una cariñosa sonrisa. —¡Fantástica! —respondió Marcus tocándose suavemente los ojos.—Ahora veo doble casi todo el tiempo... Indy lanzó una medida carcajada. —Vamos, dime la verdad... —solicitó con simpatía. —De verdad que veo bien. Estuve pensando que la ceguera sólo fue algo temporario... —... o que nuestros amigos de la caverna te curaron. Marcus guardó silencio por unos segundos. —¿Te acuerdas de algo, Indy? ¿Pudiste recordar qué pasó después de la marejada? —Nada. Tengo un hueco en blanco en la memoria. —También yo. —Pero alguien tuvo que ponernos en esa barcaza y salvarnos la vida. Fueron ellos, no hay otra posibilidad. —Dime algo, ¿qué información te dieron en el Departamento de Defensa sobre las islas en las que estuvimos? ¿Qué pasó en Mulutuva, con los alemanes y esas ruinas que tú vistes personalmente? —Aparentemente se perdió todo. El maremoto barrió a Mulutuva. La tapó. No quedó nada. De hecho, todavía más del noventa por ciento del islote está bajo el mar. Kakar también fue castigada duramente. El océano subió por encima de los treinta y cinco metros. Sólo pudieron sobrevivir aquellos que estaban en la caverna o por encima de ese nivel, en la montaña principal. Un grupo comando australiano recorrió la isla y no encontraron rastros de la aldea. Seguramente también fue destruida por las olas. —¡Qué catástrofe! —exclamó Marcus. —Sí, un desastre. Ahora tendremos que esperar a que la guerra termine para encarar en la zona estudios sistemáticos y rescatar algo de todo eso. —¿Y qué opinas que es?... ¿Mu? —Es posible, aunque poco probable. No puedo expedirme por ahora. —Pero reconozcamos que es un misterio muy sugerente... —Lo es. Pero, te repito, lo reencararemos cuando el mundo se calme. Brody frunció el seño. —¿Cuánto tiempo crees que durará la guerra? —No lo sé, Marcus. Lo único que sí intuyo es que, muy pronto, nosotros estaremos en ella. —¿Tú crees?... Indy asintió con la cabeza. —¿Qué te parece si ordenamos algo de comer? —preguntó. —Me parece genial... ¡ Camarero !
Y
cenaron como reyes.
FIN
EL
AUTOR
Fernando
Jorge Soto Roland
Profesor
en Historia, escritor, explorador.
Nació en Buenos Aires el 16 de marzo de 1963. Durante más de veinte años residió en Mar de Plata, República Argentina, instalándose finalmente en su ciudad natal a partir del año 2002 Se graduó con honores como Profesor en Historia en la Facultad de Humanidades de la UNMdP y ejerce su labor profesional en el ámbito universitario y secundario desde 1992. Es autor de numerosos libros, artículos y ensayos tanto en Argentina como en el extranjero; editando en 1997 su primer trabajo, Visitantes de la Noche , en el que describe y analiza una de las expresiones más desarrolladas y perdurables del imaginario de la cultura occidental: la creencia en fantasmas. Siguiendo esta línea, abordó el tema de los exploradores y las exploraciones durante el siglo XIX; publicando “Aproximación al imaginario de los exploradores durante la Era del Imperio (1875-1914)” , en donde investiga profundamente la postura occidental frente a “los Otros”, a partir del análisis de una novela ejemplar para dicho caso: El Mundo Perdido de Sir Arthur Conan Doyle. Asiduo viajero y explorador “ con bajo presupuesto ” (como él mismo gusta llamarse) es un enamorado de la cultura incaica y ha realizado numerosos viajes al Perú, entablando amistad con grandes arqueólogos y exploradores del medio. Amante de la exploración y la aventura, organizó y dirigió en 1998 una expedición por la cuenca amazónica peruana, en pos de las ruinas de Vilcabamba “La Vieja” , la última capital de los incas (de la que ha publicado un libro); y desde hace más de una década se encuentra abocado al estudio y búsqueda de la legendaria ciudad perdida del Paititi (que, según él mismo dice, “ se ha convertido en una obsesión ”). Adepto al jazz, a Frank Sinatra y Bobby Darin, a la escritura y la lectura, disfruta de los contrastes que le producen ambientes tan disímiles como lo son las aulas y la selvas sudamericanas. Amante de su profesión, de sus hijos (Rodrigo y Florencia) está siempre a la espera de calzarse la mochila y partir tras las huellas del imaginario colectivo que, quizás algún día, lo lleven ante las puertas de su tan romántica ciudad perdida; ya que “ la esperanza siempre es mucho más fuerte que la experiencia ” (FJSR). (sotopaikikin@hotmail.com) |
ÍNDICE
Más allá del mapa........................................2 El pasado no tiene precio.............................17 Noche de ronda..........................................38 Seguidores de ritos paganos.........................50 El Lobo de Mar...........................................74 La gente cambia.........................................87 El nido de la serpiente..................................97 Donde los pájaros gritan de dolor...................107 Colores primarios........................................122 La roca venida del cielo...............................133 Visión remota..............................................141 “Olvídese de heroísmos”................................145 El origen de todas las razas...........................154 Los sembradores del Reich.............................166 David y Goliat...............................................188 Trofeos de guerra..........................................194 “Si volimus non redire curremdum est”...............203 En las entrañas misteriosas de la tierra..............218 Bioluminiscencia............................................230 Los comandos de Brody..................................241 Regalo de despedida.......................................258 Tsunami.......................................................266 Epílogo........................................................283 Datos sobre el autor.......................................288 Índice...........................................................291 |
Referencias:
[1] “Buen día”. [2] “Gracias”. [3] “Buenas noche, doctor”. |
Fernando
Jorge Soto Roland
Profesor en Historia
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