NOVELA

y la Escalinata de los Sabios
Por Fernando J. Soto Roland

Indiana Jones es una marca registrada de Paramount Pictures & LucasFilms Ltd.

A Vero y mis hijos.

Y muy especialmente a Claudio Berti con quien solíamos ser —de niños— valientes Agentes de CIPOL.

PRÓLOGO

Isla de Quíos, Grecia.

1955

No debería estar ahí, pero ya era tarde para arrepentirse. Imposible volver el tiempo atrás. Tendría que haberlo pensado antes y rechazar el ofrecimiento que le hiciera el Museo de Atenas, hacía menos de una semana. Pero el curador lo conocía desde hacía años y sabía de su “debilidad” por las antigüedades perdidas. Además, estaba en deuda con aquel anciano ya que en su juventud lo había ayudado, permitiéndole tener acceso directo al depósito de objetos minoicos y moverse por el museo como si fuera su propia casa. Desde entonces, sentía que le debía algo. No sólo un gran aprecio personal. El viejo había contribuido a su formación profesional. Por ese motivo estaba ahí, saldando una antigua deuda moral. Y si algo le disgustaba a Indiana Jones era tener deudas de ese tipo.

Rodeado por un terreno árido y escabroso, con cerros y valles testigos de historias milenarias, Indy observaba, desde el borde de un risco, las tres carpas que conformaban el pequeño campamento de los arqueólogos turcos.

Ellos tampoco deberían estar ahí. No tenían autorización oficial del gobierno y dadas las tensiones políticas entre Atenas y Ankara, jamás se las hubieran otorgado. Legalmente hablando, eran meros saqueadores de antigüedades. Pero, ¿quién iba a impedirles que se movieran por la ínsula sin problema alguno, cuando la presencia del Estado griego era prácticamente inexistente? ¿El coronel Stavros? No era creíble. Ese tipo no tenía los recursos suficientes para combatir el saqueo de sitios arqueológicos, ni la voluntad para hacerlo. Estaba demasiado preocupado por su negocio de contrabando. Era un corrupto, a cargo de un destacamento policial que más parecía un pesebre que una dependencia pública. Indy sospechaba que conocía la presencia de los turcos en Quíos  y que, con seguridad, había recibido una buena suma de dinero por mirar hacia el costado. No podía contar con el coronel, ni con los tres soldados, inoperantes, que tenía en el destacamento, y que pasaban el día bebiendo vino y comiendo aceitunas al otro lado de la isla.

Estaba solo. Con su látigo, su Webley Mark VI en la cartuchera, la roída cazadora de cuero y su adorado sombrero fedora de fieltro, que constituían —casi— sus amuletos de la buena suerte. ¿Bastaría eso para recuperar la pieza de arte que los turcos le habían quitado? ¿Cómo era posible que un hombre como él —entrado en años y a sólo cuatro Julios de cumplir los sesenta— estuviera todavía corriendo por el mundo detrás de reliquias y objetos arqueológicos que, a la postre, terminaban en las vitrinas de algún museo? Nadie que conociera su pasión por la profesión podría entenderlo. Quizás los turcos. Sí; ellos sí lo entenderían. Estaban tan locos y comprometidos como él. Ellos no dudarían en fusilarlo a sangre fría. En cambio Indy… sólo lo haría en defensa propia.

Miró su reloj de pulsera. Las agujas marcaban las dos y media de la madrugada. Tenía que actuar con rapidez. Si su informante local no le había mentido, en cuatro horas más un barco pesquero turco cruzaría el angosto estrecho que separaba a Quíos de Turquía para sacar al Doctor Mohamed Kemul y las estatuillas con destino inapropiado.

Eso no podía pasar. No debía suceder. Los objetos pertenecían a Grecia y allí tenían que quedarse. Por otro lado, no eran piezas comunes y corrientes. Como tantas otras, eran únicas y representaban parte de los elementos artísticos fundacionales de la cultura occidental; además de ser de lo más extrañas Representaban a la diosa Perséfone, “La que Destruye la Luz”, y sus siete Erinias, seres mitológicos que, bajo las ordenes de “la señora de los infiernos”, escupían muerte y destrucción vengando toda trasgresión moral, en especial los crímenes cometidos sobre familiares. Eso decían los griegos antiguos. En eso creían.

—¿Se de cuenta, Doctor Jones? Con ellas completaremos una perdida colección de arte clásico y podremos comprender mejor sus cosmovisiones y mitos —había sentenciado el curador del Museo ateniense, antes de indicarle el lugar del supuesto hallazgo, hecho accidentalmente por un campesino de Quíos—. El poder simbólico de esas estatuillas es enorme aún para mucha gente. Vaya a la isla y tráigalas por mí. Sólo en usted confío.

Pero esa cuota de confianza resultó ser insuficiente. El secretario privado del anciano estaba más interesado en el dinero que en las vitrinas y vendió la información. Nada menos que a los turcos. “¡Maldito bastardo!”, pensó Indy para sus adentros.

El responsable directo del robo, Mohamed Kemul, era colega de Jones, aunque mucho más joven, nacionalista y menos escrupuloso que él. Un oscuro arqueólogo que pretendía con el robo escalar posiciones dentro de su mundillo académico. Poner en evidencia la inoperancia de los griegos tenía un sabor muy especial y sería generosamente recompensado en su país de origen. Estaba acompañado por cuatro hombres e Indy sabía que todos portaban armas de fuego. Sólo dos días atrás, le habían disparado. Por casualidad salvó su vida. De encontrarlo fisgoneando el campamento, lo matarían sin miramientos. Y esa vez, de seguro, no fallarían. Tenía que actuar con sigilo.

Se ajustó el fedora y con sumo cuidado se deslizó por la ladera polvorienta del cerro hasta alcanzar la parte trasera de la última carpa. La más alejada.

Los turcos charlaban sentados en el borde de la playa, a menos de cincuenta metros de distancia. Kemul daba risotadas secundado por los demás. De seguro contaban chiste soeces, de esos que los hombres relatan cuando están sin compañía femenina.

Era el momento justo.

Agazapado, rodeó la carpa. Corrió la lona que servía de puerta e ingresó en ella. La claridad de la fogata exterior le permitió ver bastante bien en el interior. Con seguridad, el fogón servía también para guiar al barco que vendría a recogerlos.

Dio un rápido vistazo.

Una mesa de campaña. Un catre. Varios bultos amontonados a un costado y, sobre la izquierda de la tienda, una caja de madera de regulares dimensiones. Se dirigió a ella y la abrió.

Ahí estaban. Perséfone y sus Erinias, todas protegidas por aserrín.

Eran estatuillas de terracota color claro; perfectamente moldeadas y con débiles colores pintados en las vestimentas de las divinidades. Éstas no tenían nada de bellas. Exhibían garras enormes —que según la mitología eran de bronce— y sus rostros eran horrorosos. Pero lo más llamativo de todo era sus cabellos: manojos de serpientes entrelazadas. Por algo el vulgo las conocía con el nombre de “Furias”.

Las observó por unos segundos. Debían medir unos veinte centímetros cada una. Eran manuables. Fáciles de llevar. Las recogió y con delicadeza las fue metiendo, una a una, en el bolso que le cruzaba el pecho.

No podía resultar más fácil.

Las risotadas de Kemul reverberaban en el aire.

Entonces, justo cuando estaba apunto de girar y salir del lugar, “el piso se hundió bajo sus pies”, como rezaba el dicho popular.

—¿Acaso pensó que iba a dejarlo andar solo por la isla, Doctor Jones?

La voz del coronel Stavros, a sus espaldas, lo sobresaltó. Estaba armado. Portaba una Máuser 9 milímetros y le apuntaba directo a la cabeza.

La mirada de Indy centelló de rabia.

—Haga el favor de entregarme lo que acaba de sacar de la caja —dijo el militar— y también su arma, por favor.

—Cerdo corrupto… —masculló Jones, moviendo apenas los labios.

—¿Qué dijo?

—¡Que es un cerdo! —respondió con un grito, fuera toda previsión.

La sorpresa de sentir semejante alarido en una situación tan comprometida, desconcertó al coronel. Y ese segundo de duda fue suficiente.

La pierna derecha de Indy salió catapultada hacia delante con una potencia pasmosa, impactando de lleno en la ingle del griego. Seguidamente, y aprovechando la inclinación del cuerpo, le zampó un puñetazo en la base del cráneo, dejándolo desparramado contra el piso de la carpa. Ahora sólo le quedaba una opción: correr.

Alertados por el alarido, Kemul y sus hombres amartillaron los revólveres y salieron hechos unas saetas hacia el campamento. Todos tenían revólveres cargados y sabían cómo disparar.

—¡Allá! —gritó el turco, señalando una sombra trepando por la ladera rocosa del cerro. Miró al interior de la tienda. La caja estaba abierta y Stavros inconciente—. ¡Disparen! —volvió a ladrar—. ¡Disparen, maldita sea!

Una seguidilla de tiros retumbó en el valle costero. Las balas empezaron a llover a centímetros de Indy, partiendo piedras y levantando peligrosos hongos de polvo junto a sus zapatos. De no ser por la noche, le hubieran dado, pensó.

Siguió corriendo. Las zancadas que daba no parecían agitarlo. El temor y la adrenalina eran el mejor combustible que su cuerpo podía generar. Y los proyectiles seguían dando muy cerca de él.

“No son muchos”, meditó. “Tengo que enfrentarlos”. Y tomando posición detrás de una gran piedra, desenfundó la Webley. Verificó que estuviera cargada y respondió al ataque con una puntería soberbia. También en eso corría con ventaja: desde hacía horas se movía en la oscuridad y sin el acostumbramiento de la luz de una fogata, podía divisar con mayor claridad a sus oponentes.

Gatilló tres veces. Dos de los asistentes de Kemul se desplomaron al instante con sendas balas en sus cuerpos.

El turco se irritó a punto de estallar.

—¡No creo que le queden muchas municiones, Jones! —gritó, alardeando de un poder que sabía estaba perdiendo, mientras se protegía detrás de una gran piedra—. ¡Voy a matarlo, maldito perro!

Indy volteó la cabeza y miró hacia arriba. Todavía le quedaban unos cien metros por subir hasta la cima. No podía dejar su posición de francotirador. Pero también era conciente que Kemul tenía razón. ¿Cuánto tiempo podía seguir resistiendo desde ese lugar? Todavía quedaban tres de ellos. Con seguridad ya estarían organizando un movimiento de pinzas. Caer en las manos de Kemul era sólo cuestión de tiempo. Tenía que pensar algo rápido. Y como pensar en voz alta era muchas veces una solución práctica, decidió responder, aún a costa de revelar su ubicación.

—¡Kemul! —gritó desde las sombras—. ¡Si insiste con este juego voy a destruir las estatuillas y todos perderemos! ¡Nadie recibirá nada!

—No esté tan seguro de eso, Doctor Jones —respondió el turco entre risas—. ¡Usted sí va a recibir una buena lluvia de tiros!

“¡Imbécil!”, se dijo Indy a sí mismo. Nadie le creería semejante estupidez. Ya le había ocurrido eso hacía años en Palestina, cuando recuperara de manos de los nazis el Arca de la Alianza[1]. Era evidente que la amenaza de arruinar el material arqueológico no funcionaba.

Y de pronto, otro balazo. Esta vez al lado de su sombrero de fieltro. Se le acercaban.

—¡Jones!¡Podemos esperar hasta el amanecer y en ese caso sabe que lleva las de perder! —exclamó Kemul—. O, si lo prefiere, entréguese con las estatuillas y charlaremos las condiciones.

Con sólo tres balas en el tambor de la Webley no tenía muchas opciones. El turco actuaba con racionalidad y él ya no podía seguir corriendo hacia arriba.

—¡Mierda! —profirió y se paró con las manos alzadas.

Mohamed Kemul era un individuo delgado, alto, con un rostro afilado de ojos pequeños y negros por encima de una boca carnosa, enmarcada por una barba candado. Su mirada era penetrante, incisiva, y a pesar de haber recuperado las estatuillas no evidenciaba rictus alguno de alegría. Observaba a Indiana Jones con odio indisimulado. Lo habían maniatado a un poste enterrado en la arena. Por lo demás, a los dos asistentes sobrevivientes se le había sumado un coronel Stavros, recuperado y deseoso de venganza.

—Te dejaré a este perro aquí, Stavros, para que hagas con él lo que quieras, una vez que nos hayamos ido—dijo el turco, manipulando las piezas de terracota con respeto y cuidado profesional—. No quiero cargar con otra muerte en mi conciencia. Cumple tu parte y te recompensaremos convenientemente como siempre.

—No te preocupes. Yo me encargaré de que no vuelvan a encontrarlo —respondió el militar, clavándole a Jones las pupilas.

Quince minutos después, la luz de un reflector se prendió y apagó intermitentemente tres veces, desde el interior del Egeo. El barco de rescate estaba cerca.

Los hombres de Kemul acondicionaron un bote de goma inflable sobre la costa.

—No olvides destruir toda huella del campamento —volvió a sugerir Kemul y dirigiéndose a Indy le dijo: —No me guarde rencor, Doctor Jones. Aproveche los minutos que le quedan para encomendar su alma al infierno.

Y sin más, giró sobre sus talones, se encaminó al bote; subió y ordenó a sus hombres que empezaran a remar. Pocos segundos después los tres traficantes se perdieron en la oscuridad del mar.

—¡Nos hemos quedado solos, finalmente! —exclamó Stavros con sorna.

—Si hubiera luna llena lo invitaría a bailar —respondió Indy con mayor sarcasmo.

—¡Estúpido americano! ¡Se cree chistoso! ¡Sepa, señor, que soy un hombre muy rencoroso!

—Eso está mal visto por la Iglesia Ortodoxa, coronel —continuó espoleándolo.

—No se preocupe, Jones. Soy ateo.

Y levantando el brazo, amartilló la Máuser.

Una vez más, los reflejos de Indy fueron más veloces.

Desde hacía más de una hora venía moviendo el poste contra el que lo habían atado por la espalda. La arena cedía segundo a segundo y el pilote estaba listo para ser levantado.

Sin meditarlo demasiado, y afilando la puntería, Indy se reincorporó de golpe e inclinó hacia delante. El peso del poste se depositó de llenó sobre su espalda y cayó muy fuerte, pasando por sobre su cabeza, hasta impactar en la de Stavros.

El soldado lanzó un alarido de dolor y se llevó las manos a la frente. Un hilo de sangre se deslizó desde el borde de su cuero cabelludo. Pero no alcanzó a darse cuenta de lo que sucedía. Un Indy Jones violento y con la necesidad de salvar su pellejo, le propinó un puntapié en el estómago, echándolo al suelo. Después, bastó una segunda patada en la mejilla para que el arqueólogo respirara aliviado.

Perséfone y la Erinias iban de camino a Turquía.

Estaban perdidas.

Pero Indy había preservado su pellejo.

1

 EL PRÍNCIPE

CIUDAD DEL VATICANO,

ITALIA.

1955

Una semana después…

Angelo Pazzini apiló los expedientes que acaba  de firmar y los puso dentro de la bandeja de madera que tenía en el lado izquierdo de su escritorio. Ese era el lugar en donde se tenía depositar la documentación que debía “Salir” del despacho. Se arrellanó en el señorial sillón de felpa donde apoyaba su gordo trasero y respiró con cierta agitación. No era sencillo mover los ciento diez kilos que pensaba. Y ni qué hablar desplazarse por la oficina vistiendo la fastidiosa toga roja, propia de los cardenales. Siempre creyó que a los setenta años de edad iba a acostumbrarse a sus vestiduras. Debía reconocer que se había equivocado. Aunque la vejez y la jerarquía traía sus compensaciones. Ya no tenía la necesidad de ir y venir constantemente al despacho del Santo Padre (a menos que él lo llamara en persona), ni verificar a diario el estado del depósito. Su rutina había cambiado. Para todo eso —y mucho más— estaba el Padre Massone, su secretario personal y “perrito faldero”; un obediente sacerdote que provenía de la nobleza romana —“cuna de oro”— y que por sus contactos familiares había podido entrar en el riñón mismo de la Iglesia Católica como asistente-funcionario de uno de los príncipes cardenalicios menos conocido pero más influyente de la Santa Sede Vaticana.

De cara redonda y prominente papada, el Cardenal Pazzini se movía como una foca fuera del agua; zarandeando su mole corporal —de un metro noventa de estatura— de izquierda a derecha, al tiempo que exhibía —escondido por detrás de las vestiduras oficiales— un abdomen abultado que todas las noches alimentaba con manjares principescos, en tanto daba las últimas indicaciones referidas a la administración de las instituciones de caridad que tenía a su cargo en África.

Pazzini era un hombre práctico, expeditivo y directo. Por momentos, sínico. Un tipo inteligente, de gran formación cultural, pero capaz de vomitar los juicios más duros y menos diplomáticos, cuando se enfadaba con sus subordinados. Cumplía una función destacada y temía perderla. En medio de aquella jungla de ostias y rezos a Dios, eran muchos los que deseaban tener sus aposentos, a dos puertas de la del Papa. Por eso, para muchos, Pazzini no era un sujeto simpático. Ultraconservador y enemigo de la modernidad, constituía la persona indicada para tener las llaves y ser el encargado del Archivo y Depósito General del Vaticano; el arcano más recóndito que la Iglesia Católica protegía celosamente.

Los tesoros que allí se apiñaban eran inimaginables. Para muchos historiadores, conocer su contenido —retenido en catacumbas desde hacía siglos— permitiría reescribir la historia en base a documentación y hechos reales que nadie hasta entonces podía certificar. Pero aquella mañana de lunes, cuando todo parecía volver a inaugurar una jornada sembrada de tediosa rutina, el Padre Massone entró en la principesca oficina; jadeante, con sus manos entrelazadas y la cabeza gacha.

—Permiso, Su Eminencia —dijo titubeante.

Pazzini levantó la vista con cierto sobresalto. Massone nunca entraba antes de golpear y esperar su consentimiento.

—¿Qué sucede, Padre? —lo increpó frunciendo el entrecejo por encima de la armazón de sus anteojos de nácar—. ¿Por qué no llama antes de ingresar? ¿Acaso ha cambiado el protocolo?...

—Disculpe, Su Eminencia, pero ha ocurrido algo terrible.

El Cardenal le clavó sus fríos ojos celestes.

—¿Qué pasó? —inquirió con voz grave.

—El lote XXIV, Excelencia…

—¿Qué pasa con el lote XXIV, Padre?

—Fue saqueado…

—¡¿Cómo dice?!

—Lo que acaba de oír, señor. Ha sido robado.

—Pero… ¿cómo pudieron entrar?

—No lo sabemos, estamos investigándolo. La guardia de seguridad atrapó a uno de los ladrones.

Pazzini se puso de pie.

—¿Qué se llevaron? —preguntó.

—Aún no hicimos un arqueo, Excelencia —respondió Massone con temor—, pero todo parece indicar no fueron muchas pinturas además de…

—… ¿libros?

—Documentación confidencial, según creo, Eminencia.

La yugular del cardenal se infló como si alguien la llenara de aire desde el interior de su panza. Se quitó las gafas y las tiró sobre el escritorio. Controló el insulto que luchaba por salir de su boca e inquirió:

—¿Cuántas personas están involucradas en el arqueo?

—Sólo dos, señor, como indican las reglas. El Padre Rucci y yo.

—¡Qué nadie más ingrese al depósito! ¿Entendió, Padre?... ¡Nadie!

—Como usted ordenes, Excelencia.

—Y comuníquese urgente con el Conde Foscari. Dígale que quiero verlo.

—No está en Roma, señor.

—¿Ah, no?... ¿Y en dónde diablos está ahora?

—Viajó a Estambul, señor.

—Ubíquelo de inmediato. Quiero que regrese al Vaticano cuanto antes. Y mantengan a buen cuidado al pillo sin hacer la denuncia

—Como usted mande, Eminencia.

—Ah, Mario, otra cosa más… —agregó con tono condescendiente y bajando la voz—. Ni una sola palabra de esto al Santo Padre, ¿comprendió? Yo me encargaré de hablar con él cuando lo crea conveniente. No deseamos interferir en su misión pastoral con nimiedades, ¿verdad?

—No, señor.

—Muy bien, hijo mío —sentenció forzando una sonrisa—. Por ultimo—agregó—, convoque una reunión urgente, para mañana a la noche, con todos los miembros del “grupo”.

Massone palideció.

—¿Qué le sucede, Padre? —preguntó Pazzini al notarlo.

—Es que estoy asombrado, Excelencia. No se convoca a “Los Coleccionistas” desde hace más de ocho años.

—¿Coleccionistas?... ¡No es ése el modo de hablar de un funcionario de la Iglesia!

—¡Le ruego me dispense, Eminencia! —respondió avergonzado—. Sucede que…

—¡No me pida perdón! ¡Sólo controle su léxico! ¡No olvide quién es usted!

—Sí, mi Cardenal.

—Ahora, vaya. Cumpla con lo que le pido y dígale al Padre Rucci que quiero un informe exhaustivo de lo que se llevaron, en tres horas sobre mi escritorio.

Massone hizo una pequeña reverencia y salió disparado del despacho.

Pazzini caminó lentamente hasta el ventanal que daba ala Plaza de San Pedro y observó la cúpula de la catedral. Parecía un hombre controlado, pero por dentro una ansiedad terrible aumentaba a cada segundo. En todos los años que llevaba como cardenal, nunca había sentido tanta presión sobre su cabeza, ni la necesidad de reunir a “Los Coleccionistas” con tanta premura.

2

 UNA RARA OBSESIÓN

Estambul,

República de Turquía.

Atestado de mercaderes y transeúntes; embebido en olor a comidas, incienso y transpiración humana, aquel callejón mal ventilado —a tres cuadras de la mezquita de Santa Sofía— era un perfecto resumen de todo lo que se podía ver en la ciudad. Vendedores y compradores, ladrones y prostitutas, comidas tradicionales, especias venidas del Lejano oriente, alfombras, vajillas, cerámicas, vestimentas y obras de arte robadas en distintas partes del mundo.

Estambul seguía siendo, después de quince siglos, el lugar ideal de encuentros y transacciones del Oriente Cercano; un espacio milenario en el que la historia tomaba forma en cada piedra, en cada construcción y todos los rostros. Allí era posible toparse con árabes, con antiguos descendientes de otomanos; griegos y europeos occidentales, muchos de ellos con antecesores en la zona desde los días de las cruzadas; también agentes soviéticos y americanos, terroristas y gente común. Incluso con Indiana Jones.

—¡El paraíso del contrabando! —argumentó Indy frotándose la barbilla, desde la tambaleante mesa de café en la que bebía una taza de esa fuerte infusión tradicional—. ¡Hacía tiempo que no pisaba estas tierras!—Exclamó entusiasmado, mirando con simpática sonrisa a su compañero de tertulia, Andreas Papadopulos, sentado a su lado.

—Lamento que sea por motivos de trabajo, Indy—respondió.

El arqueólogo terminó de definir su mohín en el rostro; mostró una blanca dentadura y sacudió la cabeza afirmativamente. Acto seguido le dio un largo sorbo a la taza hasta que la borra de café quedó a la vista en la base del recipiente.

—Es irónico —agregó después—. Me pasé la vida viajando por el mundo y todavía no sé qué significa ser “turista”.

—“Una degradación del viajero”, compañero —sentenció Papadopulos, remedando una antigua frase que Indy solía repetir de vez en cuando.

El griego tenía la misma edad que Jones y vivía en Estambul desde su más tierna infancia. Su padre, mercader como él, había instalado un negocio de compra y venta de antigüedades en el Cuerno de Oro y criado a su familia en un clima de tolerancia religiosa y cultural que le permitió a Andreas sentirse griego y turco al mismo tiempo; ajeno a los conflictos que los respectivos estados pudieran haber tenido a lo largo del tiempo. su vida en Estambul era placentera. No carecía de nada que pudiera necesitar. Tenía una casa cómoda, un local más que conocido, un importante capital invertido en objetos antiguos y, aunque el no le hubiera dado mujer e hijos, Papadopulos disfrutaba del cariño de un verdadero ejército de amigos, distribuidos por toda la ciudad; muchos de ellos criados gracias a su generosidad y bien de gente. “Nunca pude ver a un menesterosos y dejar de ayudarlo”, decía casi con resignación. Esa era la causa por la que muchos hombre y mujeres de veinte a treinta años solían llamarlo “padre” y estaban remanentemente atentos a las necesidades del viejo. Ellos constituían sus más preciados contactos. Eran sus ojos, siempre vigilantes por encontrar objetos nuevos para introducir en el mercado de tiestos antiguos. Papadopulos era un tipo respetado y querido. Todos sabían que, llegado el caso, podía recibir su ayuda y que jamás encontrarían en él a un delator. Por eso los principales traficantes del Cercano oriente habían tenido, en algún momento, contactos y negocios con él. Ese era su principal patrimonio e intentaba conservarlo, respetando los códigos no escritos de los bajos fondos y la hipocresía de los más importantes museos del mundo. Necesitaba ser así. Requería de sus amigos y circunstanciales socios. Él ya no podía salir en búsqueda de “materia prima”. Un infarto cerebral, hacía seis años, lo había dejado parcialmente incapacitado. Caminaba con mucha dificultad. Apenas movía el brazo derecho, pero su cerebro —aún afectado— y su capacidad para hacer dinero, se mantenían como nunca.

Si Indy quería recuperar las estatuillas griegas, Andreas era la persona indicada a quien recurrir. Y lo demostró sin moverse demasiado, sentado plácidamente en una mesa de café, cuando con su barbilla señaló el portón de hierro que, a media cuadra de distancia, se abrió de golpe.

—Ahí sale tu amiguito, obsérvalo —dijo sin alterar para nada su tono de voz.

Indy giró el cuerpo sobre la banqueta en la que estaba y dirigió la mirada hacia el hombre alto y de barba candado que acababa de atravesar el portón y tomaba por la calle de mercado, sorteando a las decenas de puestos y tiendas que allí se levantaban.

—Anda —agregó el griego—. Ve. Tu café ya está pago.

Indiana se acomodó el bolso en el hombro y le extendió la mano con firmeza.

—Te debo una—dijo sonriendo—. Muchas gracias.

—Cuídate y que Alá te acompañe.

Jones apuró el tranco en dirección del sujeto.

Mohamed Kemul avanzaba con paso veloz. Tenía puesta una vestimenta claramente occidental: chaqueta, pantalones y camisa blanca. No sospechaba nada. Se sentía seguro en su territorio. Para sus adentros, imaginaba que el doctor Jones ya estaba muerto en Quíos. Ni se le cruzó por la mente que lo tenía a pocos pasos por detrás de él.

Caminaron por espacio de quince minutos. Las callejuelas se volvieron tortuosas, angostas. Un verdadero laberinto de tiendas y casuchas de ladrillo venidas a menos. El número de personas no menguaba, todo lo contrario. A medida que pasaba el tiempo, más y más mercaderes desplegaban sus negocios por calles y veredas, sembrándolos con regateos y discusiones a cada metro. Un verdadero mar de voces. Un retumbar de gritos y risas, precios e insultos. Pero nada de eso le impedía a Indy quitar sus ojos del arqueólogo turco.

Transcurrido un tiempo, Kemul se detuvo a platicar con dos extraños sujetos, de muy mal aspecto, en un esquina. No parecían ser ciudadanos respetables. Vestían sucias túnicas orientales y sandalias de cuero muy gastadas. Sus rostros metían miedo. Ambos exhibían profundas cicatrices en la cara. Indy se escondió en un zaguán sin dejar de prestar atención.

“¿Eran esos tipos los comparadores?”, se preguntó a sí mismo.

Kemul sacó algo de su bolsillo y se lo entregó al sujeto más alto.

“¿Perséfone y la Erinias?”... No. Eran demasiado grandes para llevarlas dentro de una chaqueta.

Indy levantó la cabeza por encima de la muchedumbre para ver mejor.

No eran las piezas de Quíos. Aparentemente, Kemul entregaba un simple papel. Una tarjeta, quizás.

Los dos individuos la miraron y el alto se la guardó. Se veían recelosos. Claramente esos tipos temían algo. Oteaban el escenario como si fueran niños a punto de copiarse en un examen. Estaban nerviosos. No así Kemul que, muy serio y circunspecto, afirmaba algo con la cabeza. Acto seguido, sin darles la mano, volteó y se marchó.

Indy podía ver su negra cabellera por entre la multitud. Decidió aguardar unos segundos antes de reiniciar el seguimiento. Se sintió un detective.

En eso estaba cuando una mano pesada, llena de dedos enormes y uñas sucias, lo tomó por el hombro derecho.

—Eh… usted, ¿quién es y qué quiere?

“¡Maldición!”, profirió para sus adentros al reconocer el rostro de quien retenía su marcha.

Era uno de los interlocutores de Kemul. El tipo más bajo.

—¿Me lo dice a mí? —inquirió Indy poniendo su mejor cara de tonto

Pero no dejó que el otro respondiera. Le sacudió un cross con la izquierda, tan fuerte que el turco salió despedido hacía atrás, cayendo de espaldas sobre uno de los puestos callejeros.

Es hora de apurar el trámite”, pensó y se lanzó a la carrera detrás de Kemul. Fue cuando los hechos se sucedieron tan rápido que no llegó a ser conciente de su respuesta.

 Los mercaderes se hicieron a un lado. Un vacío se abrió delante suyo y el otro turco, blandiendo un cuchillo y sus dientes podridos, se le abalanzó sin más.

La reacción fue instantánea. Le tomó la muñeca, la torció. Giró su cuerpo hasta ponerse detrás del agresor y con un demoledor rodillazo en la cintura lo dejó tirado en el suelo, retorciéndose de dolor. Una segunda patada en la cabeza le quitó el sentido.

Indy se agachó. Revolvió los bolsillos de su agresor y extrajo dos papeles pequeños. No eran tarjetas personales. El primero, una foto blanco y negro de las estatuillas colocadas sobre una mesa de mármol. El segundo, un manuscrito desprolijo en el que se podía leer claramente:

TELL-AMARNE Nº 71

22:30 HORAS

SEA PUNTUAL.

MK

Los comerciantes empezaron a acercarse, curiosos por tal acto de pugilato.

—¡Un simple ladrón! —aclaró Indy sonriendo—. No hay nada de qué preocuparse.

Volvió a ponerle en el bolsillo las tarjetas y salió del lugar caminando cada vez más rápido, ignorando los gritos de los mercaderes que reclamaban hiciera una denuncia a la policía.

No tenía tiempo para burocracia inútil.

Avanzó con rapidez.

Levantó la vista buscando a Kemul.

“¡Mierda!”….

Lo había perdido.

Tell – Amarne Nº 71

Barrio del Norte, Estambul.

Tell-Amarne más que una calle era un callejón ubicado en un sector popular de la antigua Constantinopla. Una zona poco frecuentada por la burguesía comercial y repleta de edificios oscuros y húmedos, de tres y cuatro pisos. Según se decía, hacía siglos muchos devotos cruzados, en camino a Tierra Santa, habían levantado sus campamentos en esos lotes, hoy atestados de familias pobres. Por eso, el número 71 de la calle Tell-Amarne no coincidía con el tipo de construcción predominante. Era una casona muy vieja, pero señorial e impactante para estar levantada en ese barrio marginal. Seguramente era el resultado residual de un  proceso de decadencia que llevaba décadas. La última prueba material de que en esa zona, alguna vez, los poderosos de la ciudad asentaban sus reales.

El Buick Sedan modelo 1954 dobló la esquina, redujo la velocidad y detuvo el motor frente a la casona. Tenía patente diplomática y tres fueron los hombres que bajaron de él con paso presuroso. Estaban bien vestidos. Saco y corbata. Zapatos de charol y sombreros de fieltro oscuros de buena calidad. Atravesaron la vereda y la puerta principal de la casona se abrió de par en par. Un sujeto alto, vestido a la usanza oriental, hizo las veces de anfitrión, dándoles la bienvenida y palpándolos de armas. No era otro que uno de los agresores barbados que, pocas horas atrás, había atacado a Jones en la calle.

Indy podía ver perfectamente toda la escena escondido, desde la sombras de la esquina. Las tarjetas no lo habían desorientado. Todo lo contrario.

Una vez que todos entraron en la casona, Indy apuró los trámites. Cruzó la calle, tomó por la calleja lateral que rodeaba la construcción, alcanzó un pequeño patio trasero, sacó su látigo, lo sacudió hacia arriba y enrolló en una farola apagada del primer  piso. Después hizo fuerza con sus brazos y trepó hacia la ventana. La corrió sin dificultad e ingresó en silencio.

No bien puso sus pies en las baldosas de la habitación, las voces de la planta baja llegaron hasta sus oídos. Plegó el látigo y caminó hacia el lugar de reunión.

Mohamed Kemul dejó de apretarle la diestra a uno de los recién llegados y con una sonrisa plena en la cara los invitó a pasar a un living enorme, decorado al estilo victoriano.

—Adelante —dijo ceremonioso—. Pase. Permítame que les ofrezca algo de beber.

De los tres llegados sólo uno avanzó atildada y elegantemente, siguiéndolo a Kemul.

Era un hombre alto y delgado. Entrecano, de unos cincuenta años. Con pómulos salientes y boca muy grande. Sus ojos verdes contrastaban con los del turco, oscuros como la noche. A primera vista se advertían que ambos representaban dos mundos distintos. Dos universos culturales, muchas veces antagónicos. Oriente y Occidente se reunían en ese salón, sin armas a la vista, prestos a negociar algo.

—Me interesó mucho la fotografía que me mandó, Doctor Kemul —dijo el europeo, rompiendo el hielo y tomado asiento en un mullido sillón persa.

—Me alegro que haya sido así. Como usted sabe hubo una pequeña complicación por la mañana y la verdad es que, por un momento, creí que no íbamos a poder reunirnos

—Algo escuché al respecto. ¿Todo controlado, verdad?...

—No se preocupe. Aparentemente fue una riña callejera.

—Mejor así.

—Bueno, y ahora, vayamos al grano. Ya me dijo que las estatuillas le interesan, ¿no es así?

—Doctor, son fantásticas.

—Entonces…

—… entonces ponga un precio. Me las quiero llevar.

Kemul sonrió satisfecho.

—Me encanta su ansiedad —dijo—. ¡Muy propio de un conocedor en el tema!

—Adoro el arte clásico, especialmente el griego, doctor. La colección que tengo es, sin dudas, una de las mejores del mundo y usted sabe cómo es esto… una rara obsesión.

—Yo diría una cara obsesión.

—El dinero no es problema. ¿Cuánto quiere por ellas?

El turco le dio un sorbo a su vaso y sin más preámbulos articuló con claridad:

—Trescientos mil dólares por todo el lote.

—Muy bien, trato hecho.

—Sí, pero hay una exigencia adicional…

—¿A qué se refiere?

—A la forma de pago.

—¿En que moneda la prefiere?

—No quiero papel moneda, señor. Quiero diamantes.

—¿Diamantes?

—Sí.

—Eso creo que se puede arreglar. El tema es que no tengo los diamantes aquí. Habría que mandarlos a buscar.

—Si usted me da su palabra de comprador, puedo esperar unos días.

—En ese caso no habría problemas, doctor. Hoy mismo llamo por teléfono y en cuarenta y ocho horas tiene la piedras en su poder.

—Y usted las estatuas.

—¿Las tiene aquí? —preguntó ansioso—. ¿Puedo verlas?

Kemul dudó un segundo. Pero ese tipo le inspiraba confianza.

—Naturalmente —sentenció y se asomó al salón vecino—. Abdul, tráelas —le ordenó a su esbirro más cercano.

Éste atravesó la sala, miró de soslayo a los dos colaboradores del europeo y encaminó sus pasos hacia la escalera de madera y mármol que conducía al primer piso. Indy observó que el sujeto se le acercaba y se echó hacia atrás con sigilo, buscando la puerta de la habitación por la que había entrado. Miró casi desesperado a un lado y otro. El turco estaba muy cerca. Entonces, son pensarlo dos veces abrió la puerta corrediza de un gran armario empotrado en una de las paredes y se metió adentro.

Había espacio suficiente para tres hombres más. Era un placard inmenso, lleno de chaquetas y túnicas, prolijamente colgadas de una barra de bronce bruñido. En el piso, un sinnúmero de cajas de zapatos. Tropezó con una al momento de cerrar la puerta tras de sí.

“¡Maldita caja! ¿Por qué tendría que ser tan dura?”, maldijo para sus adentros.

Fue cuando oyó al turco ingresar en el recinto.

Contuvo la respiración y apretó sus puños con todas su fuerzas. Debía estar preparado para cualquier cosa.

El matón se acercó despreocupado al armario, tomó las manija y deslizó la puerta hacia la derecha.

Indy se pegó contra la pared, oculto por una media docena de camisas y miró hacia abajo.

Una mano nervudo entró en el guardarropa y, sin titubear, tomó la caja de madera contra que Jones se había chocado.

“¡Oh, no!... ¡Estaba tan cerca! ¡Joder!”, protestó en silencio, en tanto el bravucón apagaba la luz y regresaba con su patrón llevándose la caja.

Cuando Kemul lo vio entrar, se le acercó y con fingido boato la colocó sobre la mesa principal. El europeo acortó distancias y se puso detrás del arqueólogo.

—¿Están ahí?—preguntó—. ¿En esa caja?

Kemul asintió en silencio y extrajo la estatuilla más grande. Su invitado se la quitó literalmente de las manos y, elevándola, la colocó cerca de la luz de la araña de hierro que colgaba del cielorraso.

—¡Maravilloso. Kemul! ¡Maravilloso! —exclamó excitado de alegría—. ¡He aquí a la mismísima Perséfone, la esposa de Hermes, “El Conductor de Almas”! ¡Es fantástica! —y mirando en el interior de la caja volvió a proferir:—¡Y las Erinias, “Las Cazadoras”! ¡Genial, doctor! ¡Son hermosas! Hizo usted un excelente trabajo de recuperación. Déjeme que lo felicite sinceramente.

—Muchas gracias —respondió Kemul sonriendo de oreja a oreja—. Sin falta modestia, debo admitir que soy bueno en lo que hago.

—¿Bueno?... ¡Usted es un genio! ¡El mejor con el que me he topado!... —Hizo un brevísimo silencio y acotó:—… lamentablemente.

—¿Lamentablemente?...

Fue una cuestión de segundos. Tan rápido resultó todo que Kemul no alcanzó a entender el sentido del lamento. Para cuando su cerebro desentrañó el brusco movimiento de brazos de su interlocutor, ya tenía clavada en la frente una estrella de acero, perfectamente cincelada con símbolos japoneses. Un baño de sangre muy espesa le cubrió el rostro y cayó bruces sin emitir sonido.

Acto seguido se escucharon como otros dos cuerpos se desplomaban en el hall de ingreso. Abdul y un segundo guardaespaldas habían caído, también, bajo el filo de unas estrellas ninjas del siglo XIV.

Con Perséfone todavía en su mano izquierda, el europeo se acercó al cadáver de Kemul y lo movió displicentemente con el pie. Había muerto al instante.

—Te lo dije, idiota —indicó con sorna—. Lo mío es una rara obsesión.

Indy, resguardado detrás de la baranda del primer piso, no salía de su asombro.

“¿Quién diablos era ese homicida?”.

Comendatore —intervino un hombre regordete y sombrero de fieltro marrón—, hay que salir de aquí.

—Por supuesto, Gino. Vayámonos de esta casa cuanto antes. Trae la caja con las estatuillas al auto —dijo entregándole a la diosa griega de terracota que tanto admiraba.

El sujeto la volvió a guardar y cuando salían del salón principal hacia el hall de entrada, otro de los secretarios del occidental entró agitado.

—Excelencia, lo acaban de llamar por teléfono al coche —anunció—. Lo requieren de regreso en Roma cuanto antes.

—¿Quién llamó?

—Massone, señor.

—¿Massone?... En ese caso apuremos los trámites y no hagamos esperar a nuestro buen Pazzini.

Cuando se hubieron ido, Indy se recostó contra una pared, estupefacto.

—¿En qué lío me he metido? —se preguntó.

Pero, hasta el momento, no tenía respuestas.

3

 RELACIONES PELIGROSAS

Necesitaba ese café para mantenerse despierto. No había podido pegar un ojo en toda la noche y las piernas le dolían. Demasiada tensión en pocas horas. Por eso le dio un largo sorbo al contenido de la taza y apoyó los antebrazos en el borde de la mesa, refregándose los ojos. Estaba cansado, pero su apetito por saber más y más lo mantenía con las neuronas activas y desvelado. El café ayudaría, sin dudas. Caso contrario, tomaría otro y otro más.

De repente, la puerta de la cocina se abrió y Andreas Papadopulos ingresó con paso veloz. Eran las once de la mañana.

—Indy, ya tengo la información que buscabas —dijo entusiasmado—. Fue más fácil de lo que pensé.

—Soy todo oídos, cuéntame.

—La policía está como loca. Ya encontraron el cadáver de Kemul y sus hombres en la casona que mencionaste. Hasta ahora no tienen sospechosos. Todo parece que será otro crimen sin resolver. Un oficial que conozco cree que todo el asunto tiene que ver con el tráfico de antigüedades.

—Y tiene razón.

—Sí, pero no sospechan de nadie en particular.

—Debería hacer la denuncia.

—Te repito que no es conveniente. No hagas nada. Tendrías que dar muchas explicaciones y terminarías cargando con la culpa. Lo debes hacer es abandonar el país cuanto antes y regresar a tu universidad.

—Posiblemente sea lo más conveniente.

—En cuanto al sujeto que se llevó las estatuillas…

—… ¿averiguaste algo?

—Su nombre es Lorenzo Salvatore Foscari. Italiano, cincuenta y tres años. Miembro influyente de la vieja aristocracia de su país y fascista confeso. Fue miembro de los Camisas Negras de Mussolini en su juventud, durante la guerra, y tiene contacto directo con autoridades muy altas. Incluso su auto porta patente diplomática en el exterior. Es un intocable. Además posee numerosas empresas y fábricas en el norte de Italia y es reconocido como uno de los más importantes coleccionistas de arte clásico. Pero, por sobre todas las cosas, se lo conoce por ser un devoto católico practicante.

—¡Hipócrita!

—Los hay en todas las religiones, Indiana. Según pude averiguar, partió hacia Roma hoy temprano en un vuelo particular. Es un hombre poderoso y con influencias.

—Además de ladrón y asesino.

—Eso tendrías que probarlo en una corte…

Indy se retorcía de impotencia y rabia.

—¿Y quién corno es ese tal Pazzini que oí nombrar? —preguntó.

Papadopulos elevó sus cejas y lanzó un corto suspiro.

—Aquí las cosas se complican más, amigo mío.

—¿Por?

—Angelo Pazzini es su nombre completo —respondió.

—¿De la mafia?

—No. Es cardenal en el Vaticano.

—¿Vaticano?... ¿Qué hace el Vaticano mezclado en todo este asunto?

—No lo sé, ni quisiera saberlo—sentenció el griego—. Te sugiero que no sigas en esto, Indy. Son todos peces muy gordos. Al fin de cuentas… son sólo unas estatuillas más; y tú un simple profesor de arqueología. Regresa a las aulas —aconsejó—. Educa a la nueva generación de profesionales en la materia y evita, desde tu función docente, que en el futuro existan personas comos estas.

Indy se rascó la vieja cicatriz que tenía en la pera y miró a su amigo con una sonrisa sarcástica.

—¿Sabes? —inquirió—. Jamás creí poder caratularte como lo hago en este preciso instante…

—¿Ah si? —rió Papadopulos—. ¿Y que carátula es la que me pones en la frente, amigo mío? ¿La de gran idealista?

—No. La de idiota.

Y ambos lanzaron fuertes carcajadas.

4

LOS COLECCIONISTAS

Roma

24 horas después.

Il Vecchio Castello Foscanutto. Ése era el nombre primigenio de la heredad que Lorenzo Foscari poseía en uno de los barrios más elegantes, exclusivos y retirados de la capital itálica. Databa del siglo XIV y había sido la sede genética de su familia desde tiempos inmemoriales. De todas las propiedades que tenía desperdigadas por el mundo, el Castello era la que más apreciaba. En él se había criado y pasado su adolescencia. Sus decenas de cuartos y salones habían recibido alguna vez al mismísimo Duce y, desde entonces, su fascinación por el ejercicio irrestricto del poder se había convertido en una de las metas a conseguir en la vida. Siempre recordaba el fastuoso recibimiento que su padre había organizado para el dictador y la simpatía que éste infundía a su paso, saludando a cada uno de los sirvientes de la propiedad. Sin duda, ese día resultó axial por lo que decidió, a la mañana siguiente, afiliarse a la Juventud Fascista Italiana y, algo más tarde, a los Camici Neri del gran conductor de masas.

Desde ese castillo había incrementado su fortuna, diversificando sus actividades empresariales hasta convertirse en uno de los industriales más poderosos del país. Lo único malo era que por año, y a raíz de sus múltiples ocupaciones, debía pasar fuera de su “nido” mucho más tiempo que el deseado. Por eso, ante la sorpresiva convocatoria ordenada por Pazzini, no dudó un instante en proponer su propiedad como lugar de reunión; aún yendo en contra de lo deseado por el cardenal.

Il castello volvía a convertirse en la sede de un hecho histórico, por más secreto que éste fuera.

Pazzini fue el primero en llegar. Siempre puntual en exceso, el príncipe de la Iglesia vestía de civil, con saco y corbata oscuros. De no ser por su volumétrico tamaño, podría haber pasado desapercibido en pleno centro de Roma, sin que nadie sospechara de su verdadera profesión (o vocación, como a él le gusta decir). Lo acompañaba Massone, su secretario personal, también de paisano y visiblemente neurasténico. Le transpiraban las palmas de las manos y, de haber podido, se hubiera puesto a temblar como una hoja ante semejante evento. Pero la mirada severa de su superior lo mantenía a raya y, ante cualquier mínimo espasmo nervioso, el viejo cardenal le ladraba: “Massone, déjese de joder, hombre. ¡Compórtese!”.

Pero ellos no eran los únicos.

Foscari, como ducho anfitrión, recibió con toda pompa a tres miembros más de la secreta cofradía; llegados algo después, cuando promediaba la tarde.

Venido especialmente desde Milán, Josef Reindhardt hizo acto de presencia secundado por dos gruesos guardaespaldas. Conocía muy bien al Conde. Trabajaba para él como director adjunto en una de sus fábricas del norte y comulgaban, como era lógico, en cuestiones ideológicas. Reindhardt, alemán de nacimiento, había sido un oficial de las SS del partido nazi, durante la Segunda Guerra Mundial y responsable directo de la muerte de cientos de judíos en el oriente europeo. Curiosamente no había cambiado su apellido. Tal era su impunidad. Tras un par de años escondido en la Argentina, el llamado de la Patria había sido más fuerte; aunque el destino quiso que fuera Italia —y no su adorada Alemania— el sitio de residencia en donde encontrara la posibilidad de hacer fortuna nuevamente. Pazzini y Foscari, irredentos anticomunistas como él, lo habían ayudado. Como a tantos otros.

El doctor Lépido Celinni provenía de Florencia. Había sido convocado a última hora. Viajero empedernido y amante de todo lo referido al lejano oriente, se pasaba buena parte del año trasladándose de un lugar a otro del mundo buscando sellos antiguos, que eran su hobby y principal actividad. También él arrastraba un pasado oscuro. Fascista hasta la médula y nacionalista fanático, había participado —siendo joven— en las filas de la infantería alemana. Admiraba mucho a Mussolini, pero mucho más a Hitler, a quien había visto en una reunión en Nüremberg en 1941. El efecto de ese encuentro resultó imposible de describir con palabras. Según él, “había caído bajo un extraño poder hipnótico y por días no pudo sacarse de la cabeza la soberbia personalidad de Führer”. No sólo admiraba a aquel líder. Lo amaba profundamente.

Celinni era un tipo peligroso. Se comentaba que pertenecía a la Mafia, pero como esa organización había tenido pésimas relaciones con la dictadura italiana de los años veinte, treinta y cuarenta, la cuestión no terminaba de zanjarse. Y él no desmentía ni afirmaba nada. Era un tumba en cuestiones personales.

Finalmente, el último miembro era Sir John August, un gélido londinense; editor de libros y revistas de ultraderecha que siempre había mirado con buenos ojos el accionar del nazismo sobre Europa. Odiaba a los judíos y a los comunistas. Estaba convencido de que Hitler había sido el único tapón capaz de frenar el avance de la revolución socialista y, a pesar de haber alcanzando el cargo de Oficial de Marina del Servicio Británico, siempre había jugado a dos puntas, transformándose en uno de los doble-espías más destructivos que habían soportado los aliados. Pero nada de eso pudo ser probado convenientemente, por lo que siguió viviendo en Inglaterra sin mayores problemas.

No cabía duda de algo: constituían un grupo selecto de intereses comunes. A instancias de Pazzini, se autodenominaban “El Grupo”; un nombre ambiguo, que podía llegar a confundir, pero que al cardenal le encantó desde el principio. Sonaba bien. Le resultaba pomposo, señorial. Así lo creía y así lo impuso en 1945; por más que los rumores hablaran siempre de Los Coleccionistas.

Pazzini movió su cuerpo rechoncho hasta la cabecera de la mesa de reunión en plena biblioteca y tomó asiento. Su respiración agitada se imponía al ruido que producían las demás sillas al acomodarse. Cuando todas su hubieron ubicado, se puso una pastilla de menta en la boca y esperó —como cuando daba misa en su juventud— a que todos hicieran silencio. Recién entonces dio por iniciada la reunión.

—Caballeros, la verdad es que no me es nada grato tener que convocarlos hoy en este castillo, pero las circunstancias lo ameritan y hay que actuar con premura para evitar riesgos —dijo—. Como todos ustedes saben bien, hacía mucho tiempo que no llamaba a una reunión de este tipo y, seguramente, se preguntarán el motivo de la misma. Cuando los convoqué la última vez no sólo éramos mucho más jóvenes, sino que las circunstancias eran otras, quizás peores a las actuales. Pero si queremos evitar que las cosas empeoren, y nos veamos otra vez en la misma situación de entonces, debemos organizar fría y detalladamente los pasos a seguir. Por primera vez en mucho tiempo estamos en peligro. Corremos el riesgo de que todo lo que hicimos desde el final de la guerra se vaya por la borda. Se los repito: la situación es complicada.—Saboreó la pastilla y prosiguió con otro tono de voz—. Hace unos días ocurrió algo terrible, nunca previsto. Un pequeño grupo comando, que tengo identificado, entró en los depósitos vaticanos y se llevó un lote completo, el archivo XXIV… además de una pieza artística que nos podrían comprometer seriamente ante la comunidad internacional.

Lorenzo Foscari no salía de su asombro. Tenía los ojos abiertos de par en par. Estupefacto.

—¿Cómo ha sido posible? —exclamó finalmente, con voz entrecortada.

—No lo sé —respondió Pazzini—, pero el hecho es que lo hicieron y el lote XXIV desapareció.

Reinhardt se aflojó el cuello de la camisa. Empezaba a sentir calor. Las sienes le estaban por estallar. Pero fue Sir August el que recriminó con vehemencia al cardenal:

—¡No puede entender cómo en su momento no destruyó toda esa información!

—No se hizo. Es todo. No puedo volver el tiempo atrás.

—¡Maldición! —ladró impotente el inglés.

—¿Quiénes son los responsables? —preguntó Lépido Celinni, más calmo.

—Agentes del Mossad, el Servicio de Inteligencia Israelí.

—¿Los judíos? —agregó Reindhardt sorprendido.

—Sí.

—¡Sabía que esos cerdos iban a traer problemas! —volvió a exclamar el alemán.

—Todos sabíamos eso —aseveró Foscari—. Pero ya es tarde para lamentos. Atrapamos a uno de ellos pero ingirió una píldora de cianuro antes de que pudiéramos sacarle gran cosa.

—¿Y qué vamos a hacer?—preguntó Sir August, por completo alienado—. ¿Bombardear Israel con misiles?

—No sería una mala idea —respondió Pazzini con sarcasmo—, pero por el momento no podemos.

—Hay que recuperar ese lote como sea —exigió Foscari.

—A eso apuntaba —dijo el cardenal.

—¡Será como declarar una nueva guerra! —advirtió Celinni.

—Usted lo ha dicho—asentó el sacerdote—. Una guerra, pero secreta; de la que nadie debe saber nada. Por eso los llamé. Para convenir cómo organizamos nuestro ejército.

—No será sencillo, cardenal —dijo August.

—Nadie dijo que lo fuera.

—¿Vamos a tener que alertar a todos camaradas y reubicarlos —agregó Reindhardt?

—Es posible.

—¡Es demasiado riesgo, Pazzini! —clamó Foscari.

—Además de oneroso… —agregó Celinni.

—Por la financiación de la operación no debemos preocuparnos—explicó el cardenal—. Circunstancias como estas estaban previstas desde hace años. Hay dinero suficiente para este tipo de contingencias.

—¿Para una reubicación total?

—Sí.

—De todas formas, por más dinero que tengamos, las reubicaciones nos pondrán en evidencia —replicó Foscari.

—Ese es el principal problema. Por eso hay recuperar el lote antes de que salga de Italia.

—¿Cómo sabe que sigue en Italia? —increpó Reindhardt ofuscado.

—Es lo más probable. No han tenido tiempo para moverlo. Tenemos socios en todos los aeropuertos del país. Estuvieron advertidos desde el principio, especialmente con la gente que sospechamos son del Mossad. Tenemos vigilado a uno. Sospecho que estaba confabulado en el asunto.

—¿Quién es?

—Un maldito periodista francés. Un cerdo liberal amigo de los judíos. Su nombre es Philip Legrand.

—¡Yo me encargaré de él! —exclamó Reindhardt.

—Muy bien.

—¿Cuánto tiempo tengo?

—No hay tiempo —dijo Pazzini.

—¡Cerdos judíos comunistas! —explotó Celinni.

—Lo principal es mantener la calma —aconsejó el cura— y no volvernos locos. Hay que actuar con precisión quirúrgica y estar alerta ante cualquier otra contingencia. Señor Celinni, Sir August, ustedes se encargarán de mantener informados y en estado de alerta a todos los camaradas, para una potencial reubicación masiva.

Aceptaron sin más y pocos minutos después la reunión se dio por terminada. Todos se dirigieron a la puerta, pero Pazzini demoró su salida hasta tanto los demás se hubieran ido. Sólo recién tomó a Lorenzo Foscari por el brazo y dijo:

—A usted, querido amigo, le tengo una tarea muy específica.

—Ya imagino para que lado apunta, cardenal—sonrió—. Dígame qué es lo que tengo que recuperar del mercado negro de antigüedades.

—Una plancha de madera pintada del siglo XVI. El Padre Massone le informará bien de todo.

5

“BUON GIORNO. SIGNORE”

Roma, “La Ciudad Eterna”, era una de las metrópolis favoritas de Indiana Jones. La vieja capital del Imperio Romano de Occidente le fascinaba en más de un aspecto: por su historia de luchas políticas en pos una República perdida; por sus restos arqueológicos y capacidad ingeniera de sus constructores; por su comida y, sobre todas las cosas, por sus hermosas mujeres de labios carnosos y bocas sugerentes. Conocía Roma desde niño, cuando junto con su padre la recorriera por primera vez, creyendo poder toparse en alguna de sus esquinas con un emperador o centurión de renombrada fama militar. Adoraba su clima y muy especialmente sus atardeceres, que era cuando, casi por arte de magia, la ciudad se volvía de color pastel claro y la gente, ruidosa, salía a las calles a charlar, caminar o tomar algo. Adoraba la fauna romana. Gesticulante, simpática, abierta a los desconocidos, emprendedora. Era sencillo darse cuenta porqué había sido el centro del mundo mediterráneo durante siglos. Con sólo observar sus antiguas construcciones bastaba para entenderlo.

El vuelo desde Estambul —la otra capital del desaparecido imperio— resultó relativamente corto y confortable. No estaba cansado. Siempre que podía dormía durante el viaje y aquélla ocasión no la desperdició. Se relajó y descansó sin culpas en el alma. Una mala opción, ya que tras el arribo y alojamiento en el Hotel Medina —casi a medianoche— no pudo pegar un ojo.

Temprano por la mañana, pasadas apenas las ocho, se cambió y salió a la calle. Decidió dejar en la maleta su revólver y el látigo. Pasearse como un domador de leones por plena capital italiana no era una idea demasiado atractiva, ni conveniente. La policía local lo hubiera detenido y no deseaba quedar demorado en ninguna comisaría por averiguación de antecedentes. Por ende, se calzó la cazadora de cuero —estaba fresco— y el consabido fedora de fieltro. Recién entonces encaminó cansinamente sus pasos hacia la dirección que tenía en mente, y le rondaba la cabeza desde su partida de Estambul.

El domicilio en cuestión coincidía con una casa de departamentos pintada de amarillo muy claro y tejas rojas; de tres pisos y docenas de macetas llenas de flores en el frente. Una típica construcción mediterránea de fines de los años cuarenta, a sólo seis cuadras del Coliseo.

Se dirigió a la entrada y apretó el portero eléctrico con cierta incertidumbre.

¿Lo reconocería?, pensó. Hacía tiempo que no se encontraba con ese sujeto. Su último contacto databa de 1946 y, por supuesto, de su paso por la Soborna, muchos años antes.

El auricular del portero permaneció mudo. Tocó por segunda vez, con mayor insistencia. Nada. Entonces, una hermosa joven abrió la puerta vidriada de la planta baja. Tenía una escoba en la mano.

Buon giorno, signore. ¿Necesita algo? ¿A quién busca?

Su italiano era perfecto, con acento del sur. Y los ojos cautivantemente verdes.

—Estoy llamando al 3º C, pero no responde nadie —contestó Jones, exhibiendo sus blancos dientes—. ¿Sabe usted si el señor está en casa?

La muchacha miró el panel eléctrico del portero, como buscado una respuesta en los botoncillos que lo adornaban.

—¿3º C?... Que yo sepa el signore no salió. Seguro duerme…. ¿Es algo urgente lo suyo o puede pasar más tarde? Soy la encargada del mantenimiento del edifico —aclaró.

—No… no se preocupe, paso un poco más tarde —y giró la cabeza buscando un lugar donde desayunar y hacer tiempo.

—Allá enfrente tiene un lindo café —señaló la chica—. Sirven unos sándwiches exquisitos. Además —agregó sonriendo y mirando hacia el tercer piso—, desde allí puede ver cuando las cortinas del 3º C se abran. Son aquellas de color verde oliva —marcó.

Indy agradeció, cruzó la calle y pidió un café bien cargado, con un emparedado de salami. Cinco minutos después, el camarero le trajo el pedido.

—Anuncian temperaturas más bien bajas para hoy —informó de manera protocolar el empleado.

Indy sonrió con diplomacia. Lo menos que deseaba era ponerse a hablar del clima. pero no tenía porqué mostrarse desagradecido ante el gentil comentario y respondió lo primero que se le cruzó por la mente.

—Habrá que encontrar la manera de entrar en calor.

No terminó de pronunciar la última letra de la frase cuando un monumental Cadillac Corona modelo 1951, color negro, se detuvo frente a la casa de departamentos y descendieron dos hombres corpulentos vistiendo chaquetillas de solapas anchas, corbatas oscuras y sombreros de fieltro al tono. Avanzaron por la vereda y frenaron ante el portero eléctrico que Indy hacía solo minutos acaba de tocar.

La chica volvió a parecer, al cabo de unos segundos. “¡Qué lindos ojos tenía esa mujer!”, pensó. Pero no pudo seguir haciendo un racconto de su geografía femenina. Algo andaba mal.

De pronto advirtió unos movimientos bruscos. Empujaban a la chica hacia el interior del hall de entrada, ingresaban con ella y cerraban la puerta con violencia. Pudo oír el ruido al otro lado de la calle. ¿Qué sucedía ahí?

Sin pensarlo dos veces saltó como con resorte de la silla y cruzó en un santiamén dando largas zancadas. La puerta estaba sin llave y el hall vacío. Entró. Observó la fosa metálica del ascensor. La aguja señalaba el piso tercero. Llamó el elevador.

¡Mierda! Lo habían trabado. Iba a tener que subir por las escaleras.

Inició el ascenso.

Sin un buen desayuno para reponer fuerzas, alcanzar el último piso resultó ser agotadora. Parecía que esas escaleras no iban a terminar más.

El departamento “C” tenía la puerta abierta de par en par y los sollozos de la chica se escuchaban perfectamente. También su propio jadeo de cansancio.

Se acercó de prisa y entró.

Recién en ese segundo lo recordó: la Webley y el látigo estaban en la habitación del Hotel Medina. Pensó en retroceder y pedir ayuda.

Demasiado tarde.

Las circunstancias lo arrastraron.

—¡Eh!... ¿Quién es este?

El tono de voz del primer sujeto que alcanzó a ver era gruesa, casi gutural. De más de metro noventa de alto, parecía un verdadero gigante bíblico parado por encima de una muchacha asustada y tirada en el piso.

Un gigante, sí; pero con la velocidad de un cowboy del lejano oeste americano.

Levantó la Lüger 9 mm y le disparó a Indy sin miramiento.

La bala se incrustó en el marco de la puerta e Indy se echó a correr escalera abajo.

¿Querías encontrar una manera para combatir el frío? Ya la encontraste.

Otro disparo.

Venía tras de sí gatillando como loco, bajando los peldaños de dos en dos. Indy prácticamente no tocaba el suelo con sus zapatos. Saltaba de un descanso al otro soportando la presión que cada caída le producía en los meniscos.

Finalmente alcanzó el hall central de la planta baja.

Un disparo más…

…y otro matón en la entrada misma del edificio.

Le obstruía el paso. Pero, no tenía armas de fuego, sino dos estrellas de acero manipulándolas en sus manos. Eran de origen ninjas. Artefactos mortales.

Indy frenó de golpe y se quedó mirándolo fijamente. No había distancia suficiente para tirarle un golpe, pero sí para recibir el impacto de las estrellas metálicas, que salieron despedidas hacia él directamente a la cabeza. Y como en un paso de valet, una serie de movimientos se sucedieron en segundos.

Indy se agachó. Las fatales y puntiagudas estrella rozaron la copa de su sombrero y terminaran incrustándose en algo duro. Jones oyó el golpe. Volteó la cabeza y vio como el agresor que lo perseguía por la escalera se desplomaba en el suelo chorreando sangre por la frente. Un par de estrellitas aceradas, estáticas y bien clavadas en la cabeza, lo sacaron de este mundo.

Ahora sí podía reaccionar.

Apretó los puños; de dos pasos largos alcanzó al matón-ninja y con un golpe le partió la nariz en dos. Salió corriendo hacia exterior. Desesperadamente alcanzó la calle y…

… justo al bajar el cordón un automóvil se le tiró encima a toda velocidad.

Como no era la primera vez que enfrentaba un auto de a pie, instintivamente dio un salto para amortiguar un poco el impacto.

Dio el pecho contra el parabrisas. Todo el aire de sus pulmones salió despedido y antes de hacer nada, aferró sus uñas en el reborde que sobresalía por encima del vidrio delantero del auto

Había un tercer hombre. Y ahora estaban cara a cara, separados sólo por el cristal.

El conductor estaba más que sorprendido. Avanzó unos veinte metros y clavó los frenos para quitarse a Indy de encima, como un perro se saca las pulgas.

¡Mierda!...

Indiana Jones fue arrancado del capot y despedido mucho más allá, con suma violencia.

Rodó y rodó. Sintió que codos y rodillas raspaban contra el asfalto. Un ardor profundo alertó su sistema nervioso y cuando el impulso concluyó, se vio a sí mismo extendido sobre la calle, mareado y con poca capacidad de reacción.

Entonces, la puerta del vehículo se cerró con fuerza. El conductor extrajo de su sobaquera una pistola de alto calibre, caminó hacia él, levantó el brazo y apuntó a la cabeza.

—¡Se terminó! —gritó.

Pero no alcanzó a jalar del gatillo. Un Impala modelo 52, en muy mal estado, lo calzó con el paragolpes por las piernas y elevó, tras una frenada brusquísima, como si fuera un muñeco de paja. Cuando la gravedad hizo que cayera ya estaba muerto.

—¡Sube! —exclamó el conductor—. ¡Sube rápido!

Indy, todavía mareado, distinguió un rostro conocido.

—¡¿Philip?!... —inquirió sorprendido en el instante mismo en que, desde el hall del edificio, le empezaban a disparar.

—¡Sube! ¡Vamos! ¡Sube, por Dios!

—¿Es que nunca estás en tu casa?

—Afortunadamente… ¡no!

6

 CONFLUENCIAS

—¡¿Qué haces aquí?!

Philip Legrand no salía de su asombro. Observaba a Indy sorprendido. No sabía qué pensar, ni decir; si reír, gritar o volver a preguntar qué demonios hacía en ese lugar después de tantos años. Desviaba la mirada de las calles y, aferrando fuerte el volante del Impala, se volvía hacia Jones, una y otra vez, tratando de contextualizar aquel extraño encuentro. Movía la cabeza negativamente, de un lado a otro, y sonreía. Era increíble que, en el peor momento de su vida, Indy Jones hiciera acto de presencia como por arte de magia.

Legrand no se consideraba “amigo” del arqueólogo; ni Indy de él. Eran meros “conocidos” que habían coincidido en lugares comunes años atrás y creían comulgar en algunos tópicos importantes; por ejemplo el anti-fascismo acérrimo y la lucha contra el autoritarismo nacionalista de Hitler y Mussolini. Philip había sufrido en carne propia el período de ocupación nazi en Francia y si bien nunca se enlistó en la Resistencia, había colaborado “independientemente” para debilitar “desde adentro” a la fuerza invasora. Tras la guerra, y a causa de un contrato laboral con una revista de actualidad política, vivía en Roma; tranquilo hasta ese momento.

—¿Me quieres decir qué demonios te trae a este lugar, “Indiana” Jones?

—Te buscaba a ti —respondió frotándose los raspones que tenía en las rodillas.

—¡Por Dios, Indy! ¡No puedo creerlo! ¡Después de tanto tiempo! Pero… ¿para qué querías verme?

—Por el momento —respondió con sarcasmo—, para que me lleves al Hotel Medina a recoger algunas cosas que, evidentemente, necesito.

Legrand giró la cara y lo miró con simpatía.

—Oye —dijo—, ¿es ése el mismo sombrero de siempre?

El paso por el hotel fue un trámite bastante rápido. Legrand no quería permanecer en Roma un segundo más. Estaba atemorizado. Por lo tanto, Indy saldó su deuda, recogió sus pertenencias y volvieron a subir al Impala.

—Charlaremos durante el viaje —anunció Philip—. Tengo que ir a ver “ciertas cosas” a unos pocos kilómetros de aquí.

—¿Adónde vamos?

—Al puerto de Ostia…

—… ¿Ostia? ¿Qué hay en Ostia?

—Un hangar que alquilo con apellido falso. Digamos que allí guardo cosas que pueden comprometer a muchos…

—¿Se relacionan con los “amiguitos” que te fueron a visitar?

—Sí. Creo que sí —respondió frunciendo el cejo—. Pero… —titubeó—, aún no me dijiste a qué has venido.

—Estoy buscando a un tipo y pensé que con tus contactos en Roma podrías darme una mano.

—¿Quién es?

—Se apellida Foscari. ¿Lo conoces?

—¿Foscari?... ¿El conde Lorenzo Salvatore Foscari? —repreguntó pasmadísimo.

—Veo que sí lo conoces.

Legrand aceleró el motor del auto y puso proa en dirección a la ruta que conducía al puerto.

—Jones… —pronunció con voz grave—, ¿en qué andas esta vez?

Indy se quitó el fedora y lo tiró en el asiento trasero. Tenía calor.

—Estoy tras unas estatuillas de origen griego—respondió—. Ese cerdo las robó en Turquía

—¡Uf!... ¡Es capaz de cualquier cosa por antigüedades!

—Me consta—acotó recordando lo sucedido en la mansión de Estambul—. Y dime, ¿sabes dónde lo puedo encontrar?

Legrand volvió a mirarlo sorprendido.

—Indy, no hace falta que lo busques. Él te encontró primero.

—¿Que?...

—Los matones del departamento...

—¿Qué pasa con ellos?

—Puedes apostar que trabajan para tu querido conde.

—¿Cómo?... ¿Para Foscari? ¡Si no me conoce!

Su confusión era total. No sabía por dónde hilvanar las ideas, ni conectar los cabos que se soltaban con cada paso que daba.

—A ver… espera un segundo —dijo gesticulando con las manos, como si con ello pudiera generar orden en un universo que se volvía caótico—. ¿Qué relación tienes con Foscari? ¿Por qué quiere matarte?

Legrand fijó la atención en la carretera. Tardó en responder. Finalmente, se limitó a decir:

—Cuando lleguemos a Ostia creo que podrás entenderlo todo, compañero.

Ostia no era un puerto convencional. Más allá de sus antiquísimos muelles —de los cuales centenares de expediciones punitivas habían zarpado en pos de conquistas, siglos atrás— había una población nutrida de pescadores y operadores comerciales que convertían el conglomerado en una ciudad independiente, ajena al ajetreo y problemas propios de la capital. Aquí y allá se observaban ruinas. Testimonios mudos de una gloria ida; que en muchas ocasiones habían intentado reeditarla sin éxito, a un costo terrible de muerte y sufrimiento. Carlomagno, algunos otros reyezuelos medievales, Carlos V, incluso el mismísimo Duce, creyeron por momentos ser la nueva encarnación del Gran Imperio. Pero se habían equivocado. El reloj de la historia no podía correr hacia atrás.

A ocho cuadras del muelle principal, la Compañía Rozzallinni & Gasques S.A. se dedicaba al alquiler de hangares y depósitos. Desde hacia años Philip Legrand tenía uno a nombre Lucio Lucerna, ubicado en un callejón aislado dentro de un complejo de tinglados perfectamente acondicionados para guardar cualquier cosa, desde autos antiguos hasta viejos guardarropas de grupos de teatro.

El Impala entró por el callejón. Se detuvo. Indy y Legrand descendieron. El francés abrió un portón metálico e ingresaron.

Debía tener unos quince metros de largo por cinco de ancho. Había anchos estantes de acero empotrados en los muros y sobre ellos decenas de cajas con papeles escritos y libros enmohecidos. También se observaban los repuestos de una moto y el esqueleto de una bicicleta a medio armar. En el centro del predio, una mesa con tres sillas.

—Esto es como una caja de seguridad suiza, pero sin dinero ni riquezas —explicó sonriendo Legrand—. Me resulta cómodo archivar mis cosas en un lugar tan espacioso.

—Ya veo… —respondió Jones, echando un vistazo—. Estoy acostumbrado a lugares como este.

—Es una buena forma de mantener los archivos fuera del alcance de indeseables. Imagínate si los hubiera tenido en el departamento…

—¿Y qué es lo que guardas aquí que tenga tanto valor?

—Testimonios, apuntes, documentos…. Muchas cosas, Indy.

Legrand se desplazó hasta uno de los anaqueles. Corrió una pila de diarios viejos a un costado y extrajo del fondo una caja de cartón, repleta de papeles, que depositó sobre la mesa ruidosamente.

—Acá adentro están algunas de las respuestas a tus dudas sobre Foscari. Pero antes, necesito contarte algo para que entiendas la situación en todo su contexto.

Indy tomó asiento en una de las sillas. Estiró las piernas.

—Tengo todo el día —dijo y se relajó.

Entonces, Philip Legrand inició su relato.

—Hace poco más de un año me puse en contacto con un grupo de sobrevivientes de los campos de concentración nazis; todos ellos judíos italianos que hacia 1943 fueron deportados a Polonia por orden del gobierno fascista, para congraciarse con Hitler; que ya por entonces exigía la “limpieza racial” de toda Europa. Fue muy movilizador para mí hablar con esas personas. Conocía de las atrocidades cometidas en esos sitios, pero nunca había tenido trato directo con sujetos que habían sufrido ese infierno. Escucharlos relatar sus historias “en vivo” me impulsó a investigar más el tema con la idea futura de publicar una serie de artículos que reflejaran esos padecimientos y mantener fresca en la memoria de todos aquellas monstruosidades. Nada original, pero necesitaba hacerlo. Fue así como, todas las semanas, nos reuníamos en mi casa un grupo de ocho a nueve personas; con las que entablé una sólida empatía. En realidad, me comprometí con el tema y dediqué muchas horas a recoger sus testimonios. Me dieron fechas, lugares, nombres, apellidos, descripciones y anécdotas espeluznantes… ¿Sabías que obligaban a los padres violar a sus propios hijos?

—Sí —respondió con los ojos llenos de furia.

—¡Dios! ¡Qué horror!... ¡Qué bestias!

—De la peor calaña… Continúa.

—Una tarde, una de las mujeres que integraban parte del grupo llegó a casa con un ataque de nervios terrible. Temblaba como una hoja. Jamás vi a un ser humano experimentar el terror en estado tan puro.

—¿Qué le había sucedido?

—Media hora antes de llegar se había cruzado, en pleno centro de Roma, al oficial nazi que la torturara en Treblinka y asesinara de un tiro en la nuca a su marido. Recordaba perfectamente su rostro, su manera de andar, incluso su nombre. Era el SS-Obersturmführer Josef Reindhardt.

—Hijo de puta…

—Sí; y lo peor de todo es que muchos más andan sueltos, comportándose como buenos vecinos y contribuyentes.

—¿Qué pasó, entonces?

—Me puse a seguirle el rastro y lo encontré en Turín. Documenté todo. Armé una pequeña carpeta, muy completa por cierto, y redacté un informe con  la clara intensión de denunciarlo ante la justicia. Pero sucedió algo, Indy.

“Unos días antes de presentarme en los tribunales, un grupo de hombres jóvenes (de entre treinta y treinta y cinco años) llegaron a mi casa y me ofrecieron sus servicios para ampliar la “operación de caza” (así la llamaron). Eran agentes de la Mossad israelí y querían que los ayudara a operar desde Roma como contacto interno, para recuperar algo que decían iba a permitir atrapar a todos los perros asesinos nazis.

—Sigue…

—Tú y yo sabemos, Indy, que siempre se sospechó que determinados miembros de la Iglesia católica ayudaron a muchos SS a huir de Europa después de terminada la guerra.

—También la Cruz Roja Internacional y elementos ultraconservadores del gobierno de mi país —agregó Jones con cejo fruncido—. ¡Cerdos! Rescataron a varios nazis para usarlos como científicos.

—Púes bien, estos tipos del Mossad me dijeron que tenían buenos contactos dentro del Vaticano y que era posible “sacar” de los Archivos Pontificios un lote de documentos oficiales, ultrasecretos, en el figuraban los nombres de todos los criminales de guerras que ayudaron a escapar, como también sus actuales nombres falsos y lugar de residencia en distintas partes del mundo. Ese paquete de documentos se lo conocía como “el lote XXIV”. Mi fusión era la de ocultarlo durante un tiempo y más tarde remitirlos a Israel.

—¿Qué pasó?

—Las cosas no salieron del todo bien. El pequeño grupo comando (formado por tres agentes) pudo entrar finalmente en los archivos y recatar los documentos; pero uno de ellos fue capturado y no hemos sabido nada de él desde entonces.

—¿Y los otros dos?

—Tuvieron más suerte. Escaparon y regresaron rápidamente a su país. Por otra parte, los contactos que esta gente tenía dentro de la Santa Sede se borraron del mapa.

—¿Y qué hay del lote?

—¿El lote?... Es este que tienes enfrente tuyo, apoyado sobre la mesa.

Indy dio un respingo y se reincorporó de la silla.

—¡Vaya!—exclamó—. ¿En serio?

—Sí.

—Philip —dijo dirigiéndole de soslayo la mirada—, sí que estás en problemas, compañero.

—Yo generalizaría un poco más la frase, Jones—sonrió preocupado—: “estamos” en problemas.

—¡Joder! —explotó el arqueólogo, percatándose de que el plural estaba bien aplicado—. ¿Es que nunca me podré quitar de encima a esa escoria humana?

Legrand se apartó de la mesa e inició una cuidada caminata hacia uno de los estantes más cercanos.

—Ah, me olvidaba… hay algo más, Indiana —dijo—. Antes de marcharse, la gente del Mossad me dejó también una pieza de arte medieval que encontraron en el depósito. Dijeron que les llamó la atención porque tenía algunos símbolos y palabras en hebreo; por lo tanto también la trajeron. Es una plancha de madera. Muy hermosa y llamativa. La tengo aquí. Aguarda que la traigo.

Indy permaneció unos minutos ojeando los documentos que había en la caja. Observó informes con sellos pontificios, fotos, pequeños planos de ciudades y copias de pasaportes falsos. A ojo de buen cubero, ahí debía haber un centenar, aproximadamente, de jerarcas nazis identificados. Aquello era tan poderoso como una bomba atómica.

—Acá está —anunció Legrand transportando una plancha de madera, de metro y medio de largo y completamente estampada con dibujos y extraños símbolos—. ¿Tú que opinas? ¿Es algo importante?

Indy volteó hacia el objeto con cierta displicencia. No esperaba nada impactante, pero se equivocó.

Cuando sus pupilas interpretaron de un vistazo lo que Legrand tenía entre manos, el corazón se le detuvo de golpe. Una ola de adrenalina le recorrió todo el cuerpo y sus ojos brillaron como si estuvieran encendidos por una misteriosa luz interior. Estaba pasmado.

—¡Oh, Dios! —alcanzó a exclamar—. ¿Sabes lo que tienes ahí, Philip? —preguntó atónito.

—No. ¿Qué demonios es esto?

—¡Nada más, ni nada menos—anunció con la respiración entrecortada—, que La Escalinata de los Sabios…!

7

 LA ESCALINATA DE LOS SABIOS

Todo lo que tenía ante sus ojos coincidía con la leyenda que giraba en torno de esa tabla pintada: el tamaño, el estilo de sus dibujos, el tipo de letras utilizadas, incluso las “palabras de poder” que se reproducían en ciertos sectores de la obra. Tenerla enfrente, tocarla, investigarla de manera directa, era como ver y acariciar a un fantasma venido de otra dimensión. No era sencillo bajar a la realidad algo que, hasta ese instante, pertenecía al difuso campo de la mitología. Indy no esperaba ver algo como eso. Pero ahí estaba, anunciando sus secretos y abriendo la posibilidad de probar con hechos que las viejas leyendas pueden ser reales, tangibles; tan concretas como la mismísima caja de cartón en la que estaban guardados los documentos del lote XXIV.

—La Escalinata de los Sabios data del siglo XVI —informó Indy—. Fue propiedad de la orden cisterciense por muchísimo tiempo, aunque nunca se supo con certeza a cuál de los muchos conventos que esos frailes tenían desperdigados por todo Europa. Escritores y abades de siglos posteriores hicieron referencia a ella en sus trabajos, pero ninguno tuvo el privilegio de tenerla ante sus ojos. Se escribieron tratados muy sesudos especulando sobre el lugar en donde estaba. Hubo teorías que sostenían que la tabla permanecía en un templo budista de la India o, incluso, en el Tíbet. Pero no eran más que postulados falsos. Ahora sí puedo afirmar, sin miedo a equivocarme, que la tabla estuvo guardada en algún monasterio o abadía belga, hasta que los nazis la robaron después de la invasión a ese país, en 1939

—¿Por qué? —inquirió intrigado Legrand—. ¿Cómo sabes eso?

Indy dirigió la atención de su compañero hasta el ángulo inferior izquierdo de la tabla.

—Observa —dijo—. ¿Qué ves aquí estampado, muy chiquito?

Legrand acercó su cara al tablón.

—¿Una svástica?

—¡Bingo! —exclamó Indy—. Y un poco más abajo, más pequeño todavía, ¿alcanzas a leer lo que dice?

—Sí… ¿“Bélgica”?

—Así es. Los nazis aplicaron este sello cuando se apropiaron de la tabla. De ese modo pasó a ser parte del patrimonio cultural del Tercer Reich.

—Pero… ¿qué hacía entonces en un depósito del Vaticano?

—No lo sé. Pero dadas las circunstancias, no me sorprendería que haya sido dada en forma de pago por pasaportes en blanco o salvoconductos para huir de Europa. ¿Te das cuenta? Esta tabla constituye una prueba indiscutible de la complicidad que existió, y existe, entre los criminales de guerra que se fugaron y algunos representantes de la Santa Sede vaticana.

—¡Diablos! Si a esto le agregamos el lote XXIV…

—… se podría llevar a juicio a mucha gente importante con sonata y uniforme.

Indy se alejó un par de pasos de la tabla y se quedó observándola unos segundos.

La Escalinata de los Sabios tenía la hermosa reproducción de una montaña completamente hueca y cortada transversalmente —en el centro mismo de la pintura— para que se pudiera ver el interior. Roquedales, arbustos y árboles tupidos, tapizaban la superficie del cerro, escondiendo el recinto subterráneo de miradas profanas. Además, en cada uno de los ángulos del dibujo existía un círculo —una especie de almendra mística— en los que había escritas palabras en hebreo; seguramente las que habían llamado la atención de los agentes del Mossad.

—Son términos que pertenecen al llamado Orden Sagrado Judío —explicó Indy—. De acuerdo con la Cábala, resumen lo que un iniciado puede alcanzar tras subir por la escalinata que le da nombre a la obra. Aquí dice claramente: “Malchut”, “Iesod”, “Nisah”, “Geburah” y “Hhochmach”.

—¿Y qué diablos significa eso? —intervino Legrand.

—Se podrían traducir como “Reino”, “Fundamento”,“Victoria”, “Poder” y “Sabiduría”, respectivamente—contestó—. Para los alquimistas medievales, tener conocimiento directo de estas nociones permitiría abrir las puertas a lo que llamaban “Mundos Superiores”, pudiendo así explicar y controlar todos los misterios del mundo.

Legrand frunció los labios con incredulidad.

—¡Tonterías! —agregó.

—Tonterías o no, muchas generaciones creyeron en ello y buscaron la escalinata, arriesgando incluso sus vidas.

—Lo que indica que seguimos siendo animales menos racionales de lo que pensamos.

—En eso estoy totalmente de acuerdo —consintió Jones.

Legrand caminó hacia el tablón y se agachó para observarlo con mayor detenimiento. En el interior de la montaña, albergándola como si fuera un útero gigantesco, estaba dibujada en perfecta perspectiva, una escalera de siete peldaños por la que ascendían tres diminutas siluetas humanas. Hacia el final de la misma, un pórtico de dintel redondeado permitía el acceso a un recinto del se desprendían en forma de abanico siete rayos de luz, fortísimos; y en ellos, textos en latín que sintetizaban las condiciones que debían tener los hombres que aspiraban alcanzar, más allá del dintel, el legendario Anfiteatro de la Sapiencia Eterna.

Indy tradujo cada una de las sagradas previsiones. 

(I)  ¡Lavaos, sed puros!

(II)  Estad con el Señor que ha hecho todas las cosas y con los poderes que lo sirven.

(III) Que las oraciones y promesas sean dirigidas al Ser Primero y los himnos inferiores.

(IV)   Que si, por casualidad, la petición hubiese sido primeramente dirigida a los inferiores, que ésta sólo sea debida a la admiración delegada en el Ser Primero

(V)  Que la reverencia y el temor sean los mensajeros que vuelan sin cesar hacia Dios y Él hacia nosotros.

(VI) Que la feliz obediencia sea con ellos, según la experiencia recibida.

(VII) Y utilizad este poder que se te otorga en beneficio del universo.

Cuando terminó de leer dirigió sus ojos hacia los de Legrand. El francés estaba parado a su lado con los brazos puestos en jarra y una actitud claramente escéptica, que se notaba en una sonrisa socarrona dibujada en su rostro.

—¿Y para qué crees que pintaron esta tabla? —preguntó.

Indy se quedó callado unos segundos. Escudriñó la pintura por un rato y respondió:

—A ciencia cierta, no lo sé. Pero puede que sea una especie de mapa que indique el lugar en el que está el cerro con la Escalinata de los Sabios….

—¡Jones —exclamó Legrand—, has perdido el juicio, compañero!

Pero Indy no lo escuchó. La pregunta de Philip había resultado ser un disparador interesante. ¿Para qué servía el tablón?... O, ¿servía para algo? ¿Era en verdad un mapa, como había arriesgado a responder? Quizás las respuestas estaban en el texto latino que hacía las veces de base a toda la composición pictórica, a modo de epígrafe. Un manuscritos de apretada caligrafía y rebuscados caracteres. Un mensaje críptico. Se tomó unos cinco minutos para leerlo en su totalidad.

—“Populus meus in ligno suo interrogavit et baculuo ejes annuntiavit” —repitió en voz alta.

—¿Qué quiere decir eso? ¿Es latín verdad?

—Sí, latín. Y traducido significa: “Mi pueblo a su madero pregunta, y su palo responde”.

—“¡Que interesante!” —exclamó Legrand con sarcasmo—. ¡Vamos, Jones! ¿Qué es todo esta locura? ¡No entiendo nada!

—Rabdomancia, Philip. Este escrito habla sobre la rabdomancia.

—¿Rabdomancia?

—Una antigua forma de adivinación que se practicaba mediante pequeñas varas. “El madero o palo que responde”, que aparece aquí citado, nos remite a eso.

—Amplíame un poco más el concepto, recuerda que soy un simple periodista.

—La rabdomancia era considerada un arte y una práctica que tuvo una gran difusión en el siglo XVI, sobre todo en Alemania; y gozó de una enorme difusión en todo Europa, incluso hasta nuestros días, aunque algo devaluada, claro. La rabdomancia estuvo presente en todas las operaciones ocultistas, sin embargo con el tiempo el procedimiento cambió, terminando en lo que hoy llamaríamos “prospección de minas”, es decir, la búsqueda de yacimientos metalúrgicos o exploración del subsuelo terrestre con el fin de descubrir fuentes minerales, e incluso agua. El método era extremadamente simple —dijo entusiasmado—: se toma una vara bifurcada de castaño, o cualquier otra madera; se la mantiene con ambas manos, con la parte aguda de la bifurcación hacia delante, y se camina lentamente sobre la tierra donde se hace la prospección. La vara gira, apuntando hacia abajo, tan pronto pasa sobre un curso de agua subterráneo o sobre un yacimiento minero, indicando su posición.

—¿Una especie de varita mágica? —inquirió con incredulidad.

—La vara, o el cetro, ha sido siempre un emblema de poder. La varita del mago y del brujo, el báculo pastoral de los obispos, todo está relacionado con una misma idea central. Son maderos que otorgan poder, que ordenan, controlan, manejan a la naturaleza, a los elementos y a las criaturas tenebrosas de los infiernos… según las leyendas.

—¡Otro delirio!

—He visto gente que conoce muy bien la técnica.

—¿Ah, sí?... ¡Qué de cosas que has visto tú, Jones!

—Te sorprenderías…

—De todos modos, ¿qué tiene que ver la rabdomancia, o como se llame, con esta pintura?

—Creo que este texto nos está sugiriendo que es la forma para encontrar el cerro y el sitio en donde está escondida la Escalinata de los Sabios.

8

TENER AMIGOS

Uno de los secretos del éxito en la vida era, sin lugar a dudas —como había dicho Frank Sinatra en una reciente entrevista periodística—, tener contactos y amigos en todos lados. “Si deseas ser exitoso, tiene amigos. Si deseas ser muy exitoso, debes tener muchos más”.

No era una verdad de perogrullo. El ex-SS Josef Reindhardt lo sabía perfectamente; igual que Foscari. Por eso habían desplegado una red de informantes y chismosos por todo Roma con la intensión de encontrar a Legrand y el tablón extirpado del Vaticano.

Tanto en los bajos fondos, como entre los miembros de la policía local, el dinero había circulado generosamente y algunos de los más altos jerarcas de las cúpulas policiales engrosaron sus arcas por la entrega de datos que pudieran acercar a Los Coleccionistas a los objetivos prefijados.

Los testigos del ataque en el departamento de Legrand, dieron sus testimonios. Incluso la hermosa portera de ojos verdes fue quien ayudó a confeccionar un identikit de Indy y el francés; y el camarero del bar de la esquina contribuyó a aseverar los testimonios de la encargada de la limpieza. La imagen del “hombre del sombrero” —claramente americano por su acento, según los testigos— pasó al papel y de ahí a todas las oficinas de los pocos pero influyentes carabinieri italianos que trabajaban para Reindhardt y Los Coleccionistas. El departamento de migraciones determinó su identidad, revisando los ingresos provenientes del extranjero. En pocas horas, el alemán sabía que un tal Henry Jones Jr. era el tipo que había ayudado a Philip Legrand a salir con vida de la emboscada.

Sólo unas horas se tardó en rastrear la patente del Impala del periodista y el Hotel Medina, en el que se alojaba el visitante. Ubicar el vehículo en el puerto de Ostia fue el resultado final de una veloz investigación no-oficial, pero muy bien remunerada.

No cabía la menor duda: tener contactos era la clave del éxito.

El Conde Foscari también hizo lo suyo. Sus amigotes en el submundo del trafico de antigüedades fueron tajantes: “Ninguna tabla pintada del siglo XVI entró en el circuito del mercado negro. Nada parecido a eso ingresó o salió de Italia en los últimos dos meses”. Por consiguiente, la tabla seguía en el país y no iba a ser difícil de encontrar. Bastó un llamado telefónico de Reindhardt para convencer a Foscari por dónde tenía que encarar la búsqueda.

La intervención de ese tal doctor  Henry Jones era la punta del ovillo.

Hacia las siete de la mañana, Foscari y Reindhardt se habían encontrado, junto con cinco matones más, en las inmediaciones de los hangares pertenecientes a la Compañía Rozzallinni & Gasques, en el puerto de Ostia. Estaban entusiasmados y ansiosos. La cadena de favores y sobornos había resultado muy aceitada y veloz, generándoles confianza y cierta altanería cuando pensaban en ello. Eran poderosos e influyentes. Ningún periodista, auxiliado por un extranjero audaz u organismo de espionaje judío, iba a interponerse en el camino por demasiado tiempo.

Dejaron los autos en la entrada del complejo e ingresaron en él sin ser vistos por el sereno que, por entonces, estaba realizando la última ronda de su turno. Se dirigieron directamente al depósito en que el Impala se había metido la tarde anterior. Desenfundaron sus pistolas y aguardaron a que Reindhardt diera la orden de irrumpir en el predio.

Indy y Legrand habían dormido allí. Tenían espacio suficiente y dos colchones viejos en los que descansar. Las tensiones del día anterior habían hecho mella en los cuerpos de ambos y el agotamiento no tardó en convertirse en un profundo sueño reparador de casi ocho horas. Para las siete y media de esa mañana, seguían tumbados en el piso.

Apenas sintieron la cortina metálica del depósito levantarse y cuando abrieron sus ojos ya era tarde: siete sujetos armados los rodeaban por los cuatro costados.

Foscari fue el primero en tomar la palabra. No hizo falta introducción alguna.

—Quiero los documentos, ahora—dijo.

Su tono de voz no evidenciaba rencor, ni odio. Era un tono hueco, monocorde, como si saliera de una garganta sin alma.

—¡Foscari! —Exclamó Legrand, ya de pie—. Sabía que lo conocería algún día. Y a usted también—expresó mirándolo a Reindhardt.

—Dénos los documentos, señor Legrand —repitió el conde.

—Y la tabla pintada —agregó el alemán.

—¿Usted cree que soy lo suficientemente idiota como para tener los documentos aquí? —dijo el francés tratando de ganar tiempo.

—Sí —contestó Reindhardt sin dudar y le propinó un fuerte trompada en la boca del estómago. Legrand se encorvó y cayó de rodillas.

—¿Qué nos dice usted, doctor Jones?—repreguntó Foscari a un Indy que apretaba las mandíbulas conteniendo la rabia.

—No sé de qué habla.

Tras pronunciar la última sílaba, un golpe de karate en las costillas, lo colocó en idéntica posición que su compañero. Con ambos de nuevo en el suelo, los cinco matones se lanzaron a buscar por todo el depósito lo que habían ido a buscar.

—Creo haber oído su nombre en alguna parte, doctor —dijo Foscari—. Tengo entendido que compartimos un mismo interés por las antigüedades, ¿no es así?

Indy levantó la cara y le clavó la vista.

—No, no es así. Nuestros intereses son muy diferentes —respondió.

—Es posible. Pero oí hablar de usted en el mundillo de los traficantes. Claro que no tenía el placer de conocerlo personalmente.

—¡Qué pena!

—¿Pena?... Sí, es cierto. Una verdadera pena es que se haya involucrado en un tema tan delicado como este. Si se hubiese quedado tranquilo en su país, sin mezclarse con periodistas curiosos, su vida habría tendido otro destino. En cuanto a usted, Philip —añadió mirando al francés con una sonrisa perversa—, lamento que iniciara una investigación tan comprometida. Debería haber escrito sobre otra cosa. Ahora le tendré que meter por el culo todo estos papeles de mierda que tiene aquí archivados.

—No tiene un léxico demasiado pulido para ser parte de la nobleza —ironizó Indy.

En eso, uno de los matones anunció lo inesperado:

—¡Acá no hay nada de lo que buscamos, señor!

Reindhardt amartilló la pistola y clavó su caño en el cuello de Legrand.

—¿Dónde está el lote? ¡Hable! —gritó.

—Ya le dije que no lo tengo aquí.

El alemán gruñó como un perro rabioso. Iba a dispararle.

—¡Josef, detente! —ordenó Foscari levantando su brazo izquierdo. Si lo mataba los documentos nunca aparecerían y eso era potencialmente peligroso a futuro—. Esa no es forma.

—Pero…

—Ya encontraremos la manera de que hable.

Reindhardt retiró el arma.

Indy observó al nazi. “Todos estaban cortados por la misma tijera”, pensó. Impulsivos, irracionales, fanáticos. Una basura hecha ser humano. En eso advirtió que aún tenía en la cartuchera su Webley Mark VI. Todo había resultado demasiado rápido. No se la habían quitado. Pero era imposible que la desenfundara en ese instante. Lo matarían sin miramiento.

—¿Revisaron bien todo? —preguntó Foscari a sus devotos matones.

—No hay nada aquí, señor —respondió uno.

—Muy bien, Legrand —dijo el coleccionista—, espero que tenga compasión por su compañero; porque voy a matarlo enfrente suyo si no colabora con nosotros —y dicho eso, hizo el percutor hacia atrás y apuntó directo a la cabeza de Indy.

—¡No puede hacer eso! —gritó el francés.

—¡Sí que puede! —retrucó Reindhardt, e imitó a su socio y patrón, exudando deseos por asesinar.

Entonces, cuando todo el mundo parecía venirse abajo y el fusilamiento del arqueólogo americano era prácticamente un hecho, el sereno de Rozzallinni & Gasques S.A. se asomó en el portón del depósito, empuñando su revólver.

—¡Ey, deténganse! —exclamó en un fuerte italiano—. ¿Qué está pasando acá?

A partir de ese instante las cosas se empezaron a dar como en cámara lenta; como en una función de valet. Una representación violenta y sangrienta.

El primer disparo fue hecho por uno de los matones y el sereno, un hombre ya viejo, se vio sacudido por el impacto de la bala, tirándolo hacia atrás y cayendo muerto al piso.

Indy reaccionó. Aprovechando la distracción, propinó una trompada al alemán, otra muy fuerte a Foscari y desenfundó la Webley de la cartuchera y disparó.

El tiro fue certero. La cabeza de quien volteara al sereno, estalló en dos partes. Los demás buscaron seguridad detrás de la mesa y contra las paredes del depósito.

Legrand recogió la pistola de Reindhardt.

Un segundo esbirro nazi lo tenía en la mira. Disparó.

Por milímetros no le dio en el cuello. Hasta sintió a la bala rozarle la piel. Sin más, levantó la mano y gatilló.

El matón a sueldo recibió el plomo en el pecho.

—¡¡Philip, corre!! —aulló Indy, disparando a diestra y siniestra—. ¡¡Salgamos de aquí!!

Los tres guardaespaldas que quedaban respondieron a la balacera sin suerte. Foscari se reincorporaba con la mejilla dolorida y Reindhardt empezaba a dar gritos desenfrenado por la ira.

—¡¡No dejen que se escapen!! ¡¡Mátelos!! ¡¡Maten a esos cerdos!!

Indy y Legrand no habían terminado de cruzar el portón del depósito, a toda carrera y en dirección al Impala,  cuando escucharon una contraorden que les calmó un poco lo ánimos.

Sólo un poco.

—¡No! —ladró Foscari—. ¡Los necesitamos vivos! ¡Al menos a uno de ellos! ¡No disparen a matar!

—¡Mierda!

Indy no controló el improperio, que salió de sus labios como si fuera un cañonazo de rabia incontenida.

Las cuatro cubiertas del Impala estaban pinchadas.

—¡A los muelles! —sugirió Legrand, cubriendo la retaguardia—. ¡Vamos, no están lejos!

Corrieron unos cien metros. La adrenalina y el temor a morir los impulsaba hacia delante.

A medio camino, Indy reconoció una silueta alargada que se mecía y podría salvarles la vida.

—¡Hacia allá! —señaló—. ¡Hay un lancha!

Saltaron dentro de ella hechos una furia. El bote, con motor fuera de borda, hecho de madera y quilla de acero inoxidable, era de lo más convencional. Se zarandeó con fuerza. No tenía las llaves. Era obvio.

—¡Cúbrenos! —ladró Jones, mientras arrancaba de la parte inferior del volante los cables de ignición.

Sólo uno de los asesinos de Foscari corría en pos de ellos.

¿Dónde estaban los demás?

Legrand vació su cargador, impidiendo que el matón avanzara y cuando la última bala de la pistola recorrió el cañón, la lancha arrancó.

Indy aceleró y el bote salió avivado hacia delante a toda velocidad.

El canal por el que iba la embarcación era angosto. No debería tener más de veinte metros de ancho y se dirigía directamente al primer embalse del puerto de Ostia.

A un lado y otro del canal había largos muelles para la carga y descarga de productos. Decenas de trabajadores se sorprendieron al ver pasar a la lancha a tanta velocidad.

…y a un Rambler Spirit Modelo 1954 ganar potencia por la vereda derecha, paralela al canal.

Reindhardt iba al volante.

No le quitaba los ojos al bote y aceleraba más, y más y más…

Indy se percató de estaban siendo perseguidos. Le entregó la Webley a Legrand.

—¡Dispárale a ese auto! —dijo—. ¡A la gomas!

Pero el periodista era un muy mal pandillero. No pudo darle uno solo de los tiros que disparó.

Y el Spirit ganaba velocidad, superándolos por tierra firme.

Entonces, cuando estuvieron uno al lado de otro, Foscari les retribuyó la atención.

—¡Agáchate! —explotó el francés.

Indy obedeció. Los proyectiles rompieron el parabrisas de la lancha. Uno de ellos dio en el volante, que se descascaró en un segmento, muy cerca de la mano derecha de Jones, desestabilizando un poco la embarcación.

—¡Diablos! —exclamó mientras recuperaba el control.

Cuando levantó la vista, el automóvil se les adelantaba a toda marcha, hasta desaparecer en un recodo que daba el canal.

—¿Dónde es que van esos tipos? —se preguntó Legrand, al perderlos de vista.

Bastaron poquísimo segundos para responder la duda.

Cuando la lancha dobló, a escasos seis metros de la curva, un puente de hierro, alto, atravesaba el canal de un lado a otro: y en la parte superior, el Rambler ‘54 estacionado y con todos sus ocupantes parapetados en el borde, esperando que la lancha pasara por debajo.

Indy no tuvo tiempo a nada. No podía frenar, ni dar un volantazo con la velocidad que traía. Hubiera sido fatal.

—¡Abajo! ¡Contra el fondo! —exclamó y sujetando como pudo el manubrio de la lancha, se echaron al piso del bote para evitar la balacera que le caería de arriba.

Pero no fueron balas lo que cayó, sino un matón de casi dos metros de altura que, tras saltar la barandilla del puente, se desplomó en el centro de la lancha sin hacerse daño alguno.

Inmediatamente agarró a quien tenía más cerca —Philip Legrand— y le propinó un puñetazo con tanta fuerza que el francés quedó inconciente, a punto de caer de la lancha.

El grandullón giró sobre su eje sin perder tiempo y tomó a Indy por el cuello, justo cuando esté giraba para soportar el ataque.

La lancha no perdía velocidad con el paso de los segundos.

La presión sobre la carótida fue terrible. Sabía que si esa bestia seguía apretando moriría sin más.

Le faltaba el aire,

Su rostro estaba casi morado. No podía hacer nada, pero…

… de pronto la mano se aflojó.

Jones aprovechó el levísimo respiro y buscó con su rodilla derecha los testículos del agresor.

¡Bingo!

El hueso de la pierna se hundió en la zona de la ingle y el matón cayó al piso de lancha, aullando de dolor.

¿Por qué no lo había terminado de ahorcar?, se autocuestionó Indy.

Giró para agarrar bien el volante y…

… ¡Por Dios santo! Ahí tenía la respuesta.

¡A menos de quince metros, el murallón de contención del muelle III, se les venía encima!

Finalmente, tendría que dar el volantazo.

¡Maldición!

La lancha giró. Se colocó de costado y siguió deslizándose por la fuerza de la inercia.

El lado de estribor impactó con las piedras que formaban el muelle. Un crujido apocalíptico resonó en el puerto y la embarcación se quebró.

Sus tres ocupantes salieron despedidos por el aire. El matón dio con el pecho en un poste de amarre y quedó tendido sobre el piso.

Indy y Philip ejecutaron un vuelo rasante sobre el pandillero y se desplomaron en la grava del camino. Rodaron como trompos. Se rasparon todo, pero seguían con vida.

Finalmente, la alocada carrera llegó a su fin.

Indy se reincorporó. Legrand permanecía muy cerca suyo, inconciente. Estaba vivo. Respiraba.

El arqueólogo levantó la cabeza, el sonido de un auto lo alertó.

El Rambler Spirit se le acercaba a lo lejos.

Trató de levantar a su compañero. Demasiado pesado y él demasiado cansado.

Tendría que dejarlo. Regresar más tarde por él.

—¡Maldición! —volvió a proferir y, ya sin municiones en la Webley, se largó del sitio, buscando donde esconderse. 

y la Escalinata de los Sabios
Por Fernando J. Soto Roland

Segunda parte

9

 LA NUEVA INQUISICIÓN

En tanto Legrand era conducido al castillo de Foscari, Indy desandó la distancia que lo separaba del hangar. Ciertamente los trabajadores portuarios habían dado aviso a la policía, por lo que tenía que llegar al escenario del enfrentamiento antes que ellos.

El cuerpo del sereno, tirado en el ingreso al depósito, ya se había terminado de desangrar, dejando una espesa mancha de color carmesí todo a su alrededor. El matón con el tiro en la cabeza yacía desparramado a unos metros, en idénticas condiciones. No sintió culpa al verlo.

Indy se asomó al depósito, pero no entró. Siguió al trote unos cuarenta metros más y, colándose por el ventanal roto de otro hangar, se introdujo en él.

—Está abandonado desde hace tres años —le había dicho Legrand la noche anterior—. Nadie lo visita desde entonces. Es un excelente lugar en donde esconder provisionalmente los documentos y la tabla.

¿El francés había sospechado de la llegada de Foscari?

Si quería respuestas tenía que preguntárselo en persona; pero antes de ir a rescatarlo de las garras asesinas de Los Coleccionistas, decidió recoger el tablón y someterlo a un nuevo reconocimiento, para obtener otra opinión menos apasionada que la propia.

La única personalidad capaz de diagnosticar algo importante era el profesor Hugo Guaschino, de la Universidad Romana de Humanidades; un anciano activo e inteligente, abocado a la iconografía esotérica de Occidente, desde hacía más de cincuenta años. Un viejo sabio en el que Indy confiaba plenamente.

Por completo ajeno al mercadeo ilegal de piezas de arte, ignorante del negro universo del tráfico de antigüedades, Hugo Guaschino quedó fascinado ante el tablón pintado del siglo XVI.

Preguntó dónde lo había conseguido, pero Indy no quiso involucrarlo dándole detalles. Sólo le rogó que mantuviera absoluto silencio; que estudiara en profundidad los íconos del tablón y que no le revelase a ¡nadie! la existencia del mismo. Ya le daría las explicaciones pertinentes más adelante.

—Tengo que irme ahora, profesor —anunció Jones—. Guarde la tabla y esta caja con documentos —agregó, entregándole el lote XXIV—. Pero hay otra cosa más que necesito de usted: información. ¿Dónde puedo hallar la propiedad del conde Lorenzo Foscari?

Vecchio Castello Foscanutto

13 horas más tarde.

En lo más profundo de la mazmorra del castillo, casi emulando a un película de horror británica clase B, Philip Legrand soportaba el dolor de la tortura, atado de pies y manos a la mesa del Potro; una de las herramientas medievales más terribles con la que se pretendía sacarle información.

Tenía los tobillos y las muñecas en carne viva. Las cuerdas, que se tensaban a cada orden de Reindhardt, lo estaban  descoyunturando lentamente. Podía escuchar sus propias articulaciones romperse de a poco. El dolor era indescriptible, pero su cuerpo ya se había declarado en huelga y una insensibilidad nunca imaginada se estaba apoderando de él. Pero el Potro no era todo. Le habían cortado el pelo y vertido alcohol sobre la cabeza, para luego prendérsela fuego y quemar así el cabello de raíz. Era un tormento que la Inquisición Papal había practicado desde el siglo XIII sobre los llamados herejes y a Reindhardt le encantaba.

—¿Quiere seguir sufriendo? —preguntó el alemán, parapetado junto a la mesa de torturas—. ¡No sea estúpido, francés! ¡Dígame dónde están los documentos que le dieron los judíos!

Lorenzo Foscari observaba la tétrica escena sentado en una butaca de madera, a pocos metros del interrogatorio. No lo disfrutaba como lo hacía ex-oficial nazi. Para él la tortura era un método, no una práctica que le produjera placer. No se consideraba sádico, pero —como su adorada Iglesia en el pasado— seguía creyendo que el dolor bien aplicado salvaba almas y expiaba culpas a los enemigos de su Dios.

Hacía más de tres horas que fustigaban el cuerpo de Legrand; pero el periodista no soltaba prenda. Y a esa altura del partido, no la soltaría.

—Creo que es inútil —sostuvo Foscari poniéndose de pie—. Ya no dirá nada. No puede decir nada. Habrá que esperar a que se recupere y seguir mañana.

—Yo sugeriría tenerlo un rato más —contrarrestó Reindhardt—. Va a confesar. Le aseguro que este perro va a confesar todo.

—Josef, ¿acaso no ves? … Si lo sigues torturando vas a matarlo y muerto no nos sirve de nada.

—Una vez más…

—Te hago personalmente responsable de esto. Si le pasa algo charlaremos en otros términos —y dicho eso, subió la escalinata que conducía a la planta baja del castillo.

El alemán tomó el cuello de Legrand con rabia.

—¡Maldito, cerdo! ¿Dónde está ese puto lote con documentos?

Legrand tosió. Un fino hilo de sangre y saliva le salió de la comisura de los labios, cayendo sobre la mesa del potro.

Reindhardt volteó hacia el otro verdugo que lo secundaba.

—Tráeme la jarra —ordenó.

El bravucón obedeció con celeridad.

—Ey… Legrand, ¿me oyes?... Sí, sé que escuchas, basura. Te daré algo de agua. ¿Quieres agua? ¿Estás sediento, no?

Legrand no respondió.

Reindhardt recogió la jarra con agua hirviendo y lentamente la esparció sobre las expuestas axilas del prisionero.

Por primera en media hora, Philip Legrand lanzó un alarido de dolor inexpresable.

 

Lorenzo Foscari se recostó en su mullido sillón del escritorio y marcó un número de teléfono.

—¿Cardenal?

—¿Cómo anda todo, Lorenzo? —respondió Pazzini desde su despacho en el vaticano.

—Complicado, pero estamos encaminados.

—¿Ya consiguieron rescatar los documentos?

—No, aún no; pero estamos cerca.

—¿Y el tablón?

—No está en el mercado negro. Legrand debe tenerlo, a menos que los del Mossad se lo hayan llevado.

—No se lo llevaron. No pudieron haberlo sacado. No les dimos tiempo.

—¿Y el hombre que atraparon? ¿Qué dijo?

—Murió. No dijo nada.

—El francés está resistiendo más de lo que imaginaba.

—Foscari, tenga mucho cuidado. Que no se le muera ese hombre.

—Haré lo posible. Pero si no confesó hasta ahora…

—Gradúe el tratamiento. Es la mejor manera.

—Eso haremos.

—Foscari, ¿usted advierte lo importante que es rescatar ese lote, verdad? No puede quedar perdido por ahí. Hay que recuperarlo.

—Comprendo todo perfectamente, Excelencia. De todos modos, en caso de que el francés fallezca, tenemos a otro sujeto en la mira que, aparentemente, conoce de todo este asunto.

—¿Quién ese tipo?

—Se llama Jones y es un arqueólogo americano.

—¿Y qué hace un arqueólogo metido en todo esto?

—Es amigo de Legrand, según creo.

—Conde —la voz de Pazzini se volvió grave, preocupada—, trate de que nadie más se involucre. Acá se están jugando muchas cosas importantes. Mi futuro, el suyo y el de muchos camaradas.

—Le repito que estoy poniendo todos mis recursos en encontrar la solución.

—Eso espero. Manténgame al tanto.

—Despreocúpese.

—Que Dios lo bendiga.

—Igual a usted.

Colgó.

Maldito gordo hipócrita”, pensó.

La propiedad era tan grande que a Indy Jones no le costó demasiado introducirse en ella subrepticiamente, a pesar de los guardias que la rondaban. Conocía el paño. Había entrado y salido de lugares peores a lo largo de su ajetreada existencia y un castillo de esas dimensiones tenía sus puntos ciegos, que encontró fácilmente.

Ayudado por el látigo trepó varios paredones, recorrió un par de cornisas y, finalmente, se había topado con un ventanal que tenía el cerrojo en malas condiciones. Un recorrido muy parecido al hecho en Estambul, hacía pocos días atrás.

El castillo parecía desierto a esa hora. La mayor parte de sus pasillos estaban en penumbras y no se oía que nadie hablara.

Avanzó con la Webley en la mano, presta a ser disparada si algo sucedía. No quería correr riesgos. Estaba en el nido de la serpiente y si tenía que matar, mataría para salvar su pellejo y el de Legrand.

La decoración de la fortaleza era de lo más variada. Mezclaba varios estilos, pero el que sobresalía era el Art Decó en muchas de sus habitaciones. En otras, tapetes de la Edad Media, jarrones de origen chino, tabletas mesopotámicas enmarcadas y colgadas de la pared, platería española del siglo XV y una nutrida colección de armas de fuego de la guerra civil norteamericana, ocupaban armoniosamente sus espacios interiores. Foscari sabía de eso. Pero de lo que más sabía era de arte griego.

Cuando Indy abrió lentamente la pesada puerta de roble de una de las estancias, se quedó boquiabierto. Ante sus ojos se desplegó la mayor colección de cerámica minoica, micénica, espartana y helenística que jamás hubiera visto en vitrinas privadas. Allí había por lo menos más de quinientas estatuillas, todas cuidadosamente colocadas en muebles construidos especialmente para ellas.

Indy recorrió boquiabierto la habitación, inspeccionando las piezas que tenía más cerca. Eran de una exquisita belleza y las exponía de tal modo que, desde una sillón giratorio ubicado en el centro del “museo”, podían verse todas desde una perspectiva perfectamente calculada.

Entonces, con el rabillo del ojo, creyó reconocer algo que previamente había conocido en persona.

Volteó y allí estaban. Iluminadas por pequeños foquitos, desde abajo, desprendían un señorío que casi llevaba a que se las adorara.

No eran otras que las estatuillas robadas en Estambul: Perséfone y la Erinias.

Una sonrisa torcida se dibujó en el rostro de Jones.

—¿Qué hacen una niñas como ustedes en lugar como este? —susurró por lo bajo, al tiempo que abría el bolso que le cruzaba el cuerpo, y las metía adentro con sumo cuidado.

La vida es mucho más sorprendente de lo que se cree”, pensó, mientras retomaba el camino hacia la puerta que daba al pasillo. Recién entonces oyó las voces de dos tipos que venían caminando por él.

Uno de ellos tenía un claro acento alemán.

Josef Reindhardt.

—Temprano nos volveremos a encargar del francés —dijo al momento de pasar frente a la puerta—. Descansa bien, que mañana será un día pesado.

No bien se perdieron en un recodo del corredor, Indy salió y encaminó sus zapatos en dirección contraria.

El francés”. Philip debía estar cerca.

Pocos metros más adelante se topó con una desgastada escalera que bajaba a un primer subsuelo y más allá otra, que seguía descendiendo hasta un segundo nivel por debajo del nivel del piso: el sector de las mazmorras.

—¡Dios mío! ¿Qué te han hecho?

El cuerpo lacerado de Legrand seguía sujeto a la mesa del potro.

Indy corrió a su lado.

—¡Qué animales!... —exclamó al observar el estado en el que habían dejado a su compañero.

Le tomó la cabeza con cuidado. El cuero cabelludo estaba carbonizado.

No podía concebir semejante vejamen a un ser humano.

—Philip… ¿me escuchas? Soy Indy. Tranquilo amigo, te sacaré de aquí —y empezó a desatarle las muñecas. Pero enseguida se percató de algo que le partió el alma en mil pedazos: Legrand no estaba en condiciones de ser movilizado a ningún lado—. ¡Oh… Dios! —suspiró con impotencia.

Fue cuando el francés murmuró algo. Inaudible.

Indy se encorvó sobre él dándole aliento. No se había sentido tan miserable desde los días en las trincheras, durante la Primer Guerra Mundial.

—Indy… —alcanzó a oír pegando la oreja en la boca de Legrand—. Vete… vete de… aquí. Protege… todo. Ya no… no…

Los ojos de Jones se llenaron de lágrimas. Una mezcla de pena, dolor, impotencia y mucha, mucha rabia.

Eran cercanas las tres de la mañana cuando Philip Legrand murió en los brazos de quien ni siquiera consideraba su amigo íntimo.

10

 SÍMBOLOS

El profesor Hugo Guaschino estaba anonadado por el estado de furia con el que Indiana Jones entró en su despacho de la universidad romana. Le ofreció un café caliente y aguardó unos minutos hasta que el arqueólogo se fue calmando. Recién entonces escuchó la historia con pasmo y, al mismo tiempo, el deseo de Indy por  no involucrarlo más en lo que se anunciaba como una verdadera carnicería humana.

—¡Bajo ningún punto de vista voy a dejarlo solo en esta cruzada, doctor Jones! —exclamó el anciano—. ¡Me sentiría ofendido! Comparto su desprecio por esos tipos. ¿No recuerda que tuve que exiliarme en épocas del fascismo?... Y no se preocupe por mi edad. Hasta puede considerarla una ventaja. Ya no tengo nada mucho más por perder a mis ochenta y siete años. ¡Voy a colaborar con usted, lo desee o no!

Indy le regaló una cálida sonrisa de agradecimiento y terminó de beber su café.

—Ya hablaremos sobre ello, profesor —dijo—. Pero ahora —agregó mirando el tablón pintado que descansaba apoyado sobre la pared más cercana—, ¿pudo averiguar algo más?

A Guaschino se le iluminaron las pupilas.

—¡Oh, sí! Sus dibujos son muy interesantes. Los miré con detenimiento y debo confesarle que todavía no salgo del asombro. ¡No todos los días uno se topa con una cosa así!

—No se vaya a creer… —murmuró Indy sin que el viejo lo oyera.

—En principio, y esto de seguro usted ya lo sabe, el autor fue un alemán nacido en Sajonia en 1560. Destacó como célebre teósofo y alquimista. Su nombre era Henri Khunrath y desde muy joven se obsesionó por encontrar el místico Anfiteatro de la Sapiencia Eterna, al que conduciría la Escalinata de los Sabios. Durante años estudió el tema y hay registros de que escribió varios libros en los que daba indicaciones de cómo se podía llegar a él.

—Pero esos libros nunca se hallaron. Los quemó la Inquisición a principios del siglo XVII —agregó Jones.

—Efectivamente, pero nuestro amigo se las arregló para dejar plasmado, en códigos esotéricos, todos sus estudios y resultados. Los dibujó y pintó en esta tabla de madera. Mire usted.—Guaschino caminó hasta la pintura con un puntero de madrea en la mano—. Aquí tiene condensado mucho del conocimiento esotérico de la época —continuó—. Por ejemplo, la escalera. Ella es un símbolo de ascensión, de trascendencia, que representa claramente el acto de subir a planos superiores. Pero no es una escalera cualquiera. Ella conduce a una puerta, que es esta que se ve iluminada en el fondo y que, como toda puerta, representa el paso de un mundo profano a otro sagrado. Lo mismo sucede con el umbral, que simboliza el traspaso de un estado a otro. Un símbolo de esperanza, apertura y oportunidad. Como puede verse todo remite más o menos a lo mismo. Por otro lado, la escalinata tiene siete peldaños. No ocho, ni nueve, ni diez. ¡Siete! Y eso también es sintomático. El número siete no es otra cosa que la suma del tres y el cuatro. El primero representa el cielo. El segundo, la tierra. Resultado: siete, que es el número del universo y del hombre integral.

—El número cósmico, le decían.

—Así es, Jones. El número cósmico, que aparece en muchas construcciones antiguas, miles de años antes de que se pintara la tabla.

—¡Es cierto! Los zigurat babilónicos tenían siete niveles.

—Exactamente. A eso apuntaba el autor.

—¿En qué parte? No veo nada aluda al Cercano Oriente.

El viejo rió.

—¿Se da cuenta? Khunrath hizo muy bien su trabajo. Venga. Acérquese. ¿Qué es lo que ve e interpreta aquí, debajo de este árbol frondoso? —y lo señaló con el puntero.

—¡No lo había visto!

—Es muy pequeño, doctor Jones. Muy pocos deben haber notado e desentrañado correctamente este símbolo.

—¡Una antigua letra del alfabeto mesopotámico!

—La última letra del alfabeto, para ser más exactos. Lo que en mi opinión significa que es “el fin del camino”.

—¡Diablos! ¡Yo tenía razón! ¡Es una mapa! —señaló acariciando la pintura.

—Un mapa muy particular, amigo mío. Observe.—Esta vez Guaschino sacó una lupa de su bolsillo y la dirigió directamente hacia la silueta humana que parecía subiendo la escalera.

Indy aproximó su cara al cristal.

—¿Qué tiene en la mano? —preguntó.

—Una herradura —respondió el viejo—. Un símbolo de protección.

—Es verdad. Todos los umbrales místicos, según la tradición, están custodiados por poderes maléficos o sobrenaturales. No veo que el cuadro nos indique cuáles son, pero sí hace referencia al talismán que podría vencerlos.—Dudó y repreguntó—: ¿Una simple herradura?

—No tan simple, doctor Jones. Las herraduras simbolizan los cuernos de la Gran Diosa Madre. Invertidos, pero cuernos al fin. Y en este caso en particular se refiere a una herradura alquímica hecha de metales especiales que, según relatan los libros esotéricos, sólo es posible encontrar únicamente en una mina cercana a Basilea, Suiza.

—¡¡Bergkwerk!! —exclamó Indy.

—Correcto. La mina de Bergkwerk, al norte de Berna.

Indy se quedó en silencio. Frunció el entrecejo. Se acarició la barbilla. Finalmente inquirió:

—¿Y es posible entrar al anfiteatro sin la herradura?

—No. Sería el fin del iniciado que lo intentara. La herradura es como una “llave”, doctor. Además, claro está, de las condiciones morales que se exigen en el cuadro; y que usted ya leyó.

Indy volvió a sumirse en el mutismo.

Guaschino regresó a su escritorio. Dejó el puntero y la lupa sobre una carpeta y con tono bajo agregó:

—De todos modos, doctor Jones, no debe preocuparse demasiado. Estamos hablando de asuntos hipotéticos…

Indy esbozó una media sonrisa.

—Sí, profesor —respondió—… hipotéticos.

11

 SOCIOS

Ciudad del Vaticano.

Moviendo su pesado cuerpo de lobo marino, Angelo Pazzini buscó reposo en el sillón cardenalicio y dio un resoplido al apoyar sus adiposidades en un mullido almohadón. Eran pasadas las siete de la tarde. Todas las oficinas de la Santa Sede ya estaban cerradas hasta el día siguiente. La Guardia Suiza del Papa empezaba a relajarse más que de costumbre y la mayoría de las dependencias tenían las luces apagadas. Sólo las de la oficina del cardenal permanecían prendidas.

El Padre Massone golpeó la puerta tímidamente, asomó la cabeza y esbozó una sonrisa de cortesía.

—Su Eminencia —dijo—, han llegado, señor.

Pazzini se acomodó como lo que era: un príncipe a punto de recibir a sus súbditos.

—Hágalos pasar.

Foscari y Reindhardt ingresaron simulando aire altanero. Sabían que Pazzini no estaba satisfecho.

—Cardenal… —saludó el alemán.

—Excelencia… —lo imitó Foscari.

El viejo sacerdote los observó por encima de sus anteojos de lectura y los invitó a sentarse frente a él con un leve ademán de manos. El doctor Lépido Celinni apareció, desde la izquierda. Había estado consultado la biblioteca personal del cardenal, durante las últimas dos horas.

—Ya me enteré que el señor Legrand falleció —anunció Pazzini sin demostrar sentimiento alguno.

—No soportó la sesión. Murió por la noche. Nosotros ya no estábamos con él —explicó Reindhardt.

—¿Y pudieron sacarle algo, además de los pelos? —inquirió el cardenal.

—No —respondió Foscari—. Nada.

—Entonces, ¿ahora en qué parte del camino nos quedamos? ¿Cómo sigue esto?

Foscari se ajustó el nudo de su corbata inconscientemente.

—Tenemos que…

—… Óigame, Conde —lo interrumpió el cura—. Usted sabe que el lote XXIV debe aparecer. Tiene que ser recuperado, sí o sí. ¿Verdad?

—Sí, su Eminencia; pero como le decía, lo que tenemos que hacer ahora es encontrar a ese tal Jones. Estaba con el periodista y seguramente conoce dónde se esconden los documentos y la tabla. Si hallamos a Jones, hallaremos lo que buscamos.

Pazzini agarró una carpeta color azul que tenía a un costado del escritorio y la abrió en la primera página.

—Estuve investigando a ese personaje —explicó—. Mandé a averiguar quién es, qué hace, qué piensa y debo informarles que es un tipo de temer.—Leyó en silencio los párrafos que introducían el informe—. Henry Jones Jr., más conocido con el apodo de Indiana Jones. Es doctor en arqueología y profesor de esa materia en el Marshall College de Connecticut, EE.UU.. Es una autoridad muy reconocida en lo suyo. Aventurero, explorador, buscador de antigüedades y especialista en temas esotéricos y leyendas. Ha recorrido todo el mundo. Habla 28 idiomas y tiene amigos y contactos en casi todos los países que alguna vez visitó.

—Pues ahora tiene uno menos —agregó Reindhardt tratando, infructuosamente, de ser gracioso.

Pazzini hizo caso omiso al comentario y siguió.

—En las décadas del treinta y del cuarenta le hizo la vida imposible al III Reich en varias ocasiones. Fue profundamente odiado por los altos jerarcas del nacionalsocialismo; por eso no me extraña que ayudara a Legrand y a sus amigos judíos. Es un hombre con recursos. Hay que ubicarlo y “exonerarlo” una vez que recuperemos lo que es nuestro, caballeros.

—Ya puse gente abocada en su búsqueda, cardenal —dijo Foscari.

—También yo —interrumpió Celinni—. Todos los demás camaradas, al enterarse del peligro que corren de ser puestos en evidencia, decidieron colaborar en la búsqueda. Es sólo cuestión de horas. No podrá escapar.

—Mejor así —señaló Reindhardt.

Pazzini se levantó del sillón. 

—Conde Foscari, por favor, venga conmigo —dijo—. Deseo hablar a solas con usted un segundo.

Caminaron hasta una puerta contigua y antes de cerrarla detrás de él, Pazzini sugirió:

—Celinni, explíquele al camarada Reindhardt los pasos a seguir.

Ingresaron en una segunda dependencia del despacho. Era mucho más chica y con muchísimo más libros.

—Es mi biblioteca personal —aclaró el cardenal al ver el asombro del italiano—. Se irá conmigo cuando me jubile.

Foscari volvió sus ojos hacia el clérigo.

—¿Qué es lo que quiere decirme?—preguntó. Nunca antes lo había apartado de esa manera.

—Confío en usted, Conde. Lo reconozco como un nombre de emprendimiento, inteligente y discreto.

—Mi madre solía decirme lo mismo .

Pazzini sacudió sus mofletes tras una carcajada corta.

—¡Una mujer muy perspicaz debió haber sido! —exclamó.

—Lo fue. Sí, señor.

—En ese caso, y haciéndole honores a su progenitora, voy a comentarle algo que no quiero salga de esta apretada habitación. No deseo que Reindhardt, ni Celinni, ni Lord August estén al tanto de lo que le voy a contar. Esto es estrictamente confidencial entre usted y yo. ¿Está de acuerdo?

Foscari asintió con la cabeza.

—¿Cómo sintetizarle todo? —repuso retóricamente el cardenal—.  A ver si me entiende. Digamos que mi preocupación por la desaparición del lote XXIV es alta, pero mucho más me preocupa el robo de la tabla pintada. No solamente porque demostraría con hechos la relación que he tenido con los camaradas escondidos, sino por el poder que se esconde detrás de ese objeto de arte.

—¿Qué clase de poder?

—Uno altísimo, señor Foscari.

—¿Y qué hacía en un depósito del Vaticano?

—¿Qué pretende? ¿Qué me lo hubiera llevado a casa?... No. Se suponía que estaba en el lugar más seguro del mundo y es ahí a donde lo archivaba después de estudiarlo.

—¿Estudiar?...  ¿Qué cosa?

Pazzini metió su mano derecha en el bolsillo externo de su vestido cardenalicio oficial y sacó un paquete de cigarrillos.

—¿Fuma? —ofreció.

—No, gracias. Dejé hace tres años.

A Foscari se lo veía ansioso. Quería dilucidar el misterio cuanto antes.

Pazzini prendió con parsimonia un cigarrillo, lanzó una bocanada de humo e inquirió:

—Dígame, ¿qué sabe usted de alquimia?

12 

DESORDEN EN EL ORDEN

Berna, Suiza.

24 horas después.

Hugo Guaschino dejó las llaves de su habitación en la recepción del hotel y miró la hora por enésima vez.

—¿Tiene algún mensaje para mí? —preguntó al conserje, sin esperar recibir una respuesta positiva.

El empleado, rubio y engominado, verificó una serie de pequeños estantes y sonriendo volvió a negar con la cabeza.

—Lamentablemente, no, señor.

El viejo frunció la boca. Estaba preocupado. Venía fastidiando a la conserjería desde la noche anterior. Indy no aparecía y el tiempo pasaba con una lentitud que se le hacía insoportable. No había pegado los ojos en más de catorce horas y, a su edad, el agotamiento empezaba a notarse en su andar cansino y decidido resoplar.

La presencia de Foscari en el hall del hotel pasó inadvertida para el anciano. Jamás se lo había cruzado en su vida. No tenía porqué reconocer su rostro, ni su porte. Estaba indefenso. Carecía de cualquier ventaja comparativa. Además, debía reconocer que en los últimos años su capacidad de atención era extremadamente selectiva. Sus colegas de la universidad le tomaban el pelo, burlándose por lo distraído que se volvía año a año. El lo tomaba con simpatía. Se reía con ellos, pero no tenía mucho de qué quejarse. La vejez había sido generosa con él. Con algo más de ochenta años seguía físicamente muy activo y en su profesión se destacaba por su prodigiosa memoria y capacidad para relacionar ideas. ¡Qué importaba olvidar ciertos rostros! ¡Qué importaba pasar frente a un amigo sin percatarse de su presencia si sus clases seguían siendo magistrales y el manejo de la bibliografía mucho más amplio que cuando tenía veinte años!

Pero Foscari no era un amigo de Guaschino.

El bien informado fascina italiano no había tardado en averiguar los contactos que Indy entablara en los últimos días. Tampoco le resultó difícil verificar todos los pasos fronterizos e informarse —por sus consabidos contactos— que un americano, cuyos rasgos coincidían con los de Jones, había cruzado a Suiza a bordo de un Sedán modelo 1939, cuyo registro de propiedad estaba a nombre de un profesor romano. Todo coincidía a la perfección y encontrar el vehículo en Berna fue de una sencillez meridiana. Y junto con auto, el hotel en donde se hospedaban.

Cuando Guaschino, avanzando hacia la calle, pasó a su lado, Foscari levantó disimuladamente la cabeza en dirección a la puerta giratoria de madera. Lo señaló con un gesto y dos de sus matones tensaron los músculos, prestos a entrar en acción. Tenían que actuar no bien el viejo pasara junto a ellos. La misión era sencilla: secuestrarlo para rescatar el lote y la pintura.

Guaschino se detuvo unos segundos. Revisó sus bolsillos. Hizo un gesto de desagrado, pero de inmediato reinició la marcha hacia los hombres de Foscari. En ese preciso instante, un botones ridículamente ataviado de rojo y un logo dorado estampado en el pecho, giró la puerta velozmente y entró en el hotel.

Los bravucones hicieron caso omiso al muchacho. Tenían los ojos clavados en su presa, que estaba a menos de dos metros de sus garras. Fue un craso error no voltear para mirar al empleado.

Pisándole los talones al chico, Indy Jones atravesó el dintel del edificio con paso veloz.

Los grandullones le daban la espalda.

Tres pasos después, Guaschino fue sobresaltado por cuatro manos nervudas, que lo sujetaron con fuerza, zarandeándolo.

Entonces, Foscari fijó sus pupilas en las del recién llegado arqueólogo.

“¡Mierda!”, farfulló sorprendido, empezando a levantar su brazo derecho para alertar a sus hombres.

Indy reaccionó más rápido. Se abalanzó sobre ellos por detrás. Al primero lo golpeó con un codo, tirándolo a un lado. Al otro, le zampó una soberana trompada en la nuca, echándolo hacia delante, haciéndolo trastabillar hasta caer desparramado en el piso embaldosado del hall. Recién entonces, tomó a Guaschino por el antebrazo izquierdo y corrió de regreso a la puerta giratoria con el viejo.

—¡Corra, profesor! —demandó con fuerza mientras salían a la calle.

—¿Jones?... —inquirió turbado—. ¿Qué sucede?¿Por qué no me llamó antes?  ¿Por qué corremos de este modo?

—Después se lo explicaré. Ahora corra hacia su auto.

Ingresaron en el Sedán 1939 casi con desesperación. Indy del lado del conductor. Guaschino, en el asiento del copiloto, seguía sin comprender nada.

—¡Deténgalos, idiotas! —gritó el conde Foscari—. ¡A los autos! ¡Qué no escapen!

En menos que canta un gallo, el grupo ascendió a dos Chevrolet 3100 modelo 1954. Los pusieron en marcha y pisaron los aceleradores con frenesí.

Las calles de Berna se vieron alteradas en poco tiempo. El consabido autocontrol suizo, el medido y ordenado tránsito urbano, se desquició por una caravana de autos que corrían desenfrenados por las arterias pulcras y perfectamente pavimentadas. Los peatones vieron rota su tranquilidad cotidiana y muchas conversaciones fueron aturdidas por el ruido de los pistones.

Indy condujo por una calle muy recta desatendiendo los semáforos y los arrebatos histéricos de los policías de tránsito, que no alcanzaban a comprender algo que jamás habían visto: caos en las calles.

Foscari, a bordo del auto que seguía inmediatamente al de Jones, apretaba el manubrio y volanteaba con fuerza, esquivando a los otros automóviles sacudiendo de izquierda a derecha a los dos matones que lo acompañaban. Detrás de él, el otro Chevrolet cerraba el desproporcionado desfile de velocidad con parte de sus ocupantes asomados por las ventanillas y disparando a ciegas contra el Sedán de Guaschino.

Las balas perforaban ya el parabrisas trasero en varias partes. Los cristales llovían sobre el asiento trasero e Indy no dejaba de girar la cabeza para percatarse a qué distancia estaban sus agresores, desatendiendo el espejo retrovisor.

—¡Nos alcanzarán!¡Tienen motores más poderosos que el nuestro! —exclamó con preocupación.

Guaschino miró al arqueólogo y sorprendido respondió:

—Diga conduciendo usted, doctor… Lo hace muy bien.

A menos de cien metros por delante, la calle se angostaba un poco. Las aceras, pulcras, reteniendo edificios barrocos antiguos y  restaurados, se acercaban mutuamente impidiendo que cualquier vehículo pudiera doblar en U. Más allá de la última esquina, Indy observó los pilares de concreto que anunciaban el comienzo de un puente.

Pisó el acelerador a fondo. Ya no podía imprimirle más impulso. Si continuaba así iba a fundir el motor. De todos modos, Foscari disponía de más caballos de fuerza. En poco menos de doscientos metros estarían a la par.

—Usa el lanza misiles portátil —ordenó el fascista y su copiloto buscó el arma en el asiento trasero del auto—. Apúntale a las ruedas de atrás. ¡Hay que pararlos como sea!

El matón asomó el lanza misil por la ventanilla y manipuló el mecanismo que lo activaba. Tenía la mira puesta en las llantas traseras. Entonces, gatilló… justo en el instante en que el Chevrolet daba un leve barquinazo, desestabilizándose por una irregularidad de la calle.

El misil salió disparado en ángulo hacia abajo. Indy vio venir por el espejito retrovisor la estela de gases que despedía. 

—¡Joder! —gritó y empujó todo su cuerpo hacia delante, como si con ello pudiera hacer que el Sedán fuera más rápido.

La explosión se dio en el instante mismo en que Indy ponía toda la carrocería de su vehículo sobre el piso del puente.

La onda expansiva vino desde atrás.

El Sedán se alzó por la cola impulsado por la bola de fuego, el humo y la energía del estallido. Giró como una tortuga hacia delante. La caparazón metálica del techo dio una vuelta de campana, rebotó en el pavimento y siguió su marcha hasta terminar de dar un vuelco completo y caer violentamente sobre sus ruedas, en la parte del puente que no se había desmoronado al río con la explosión.

En el trayecto, Indy y Guaschino, chocaron contra el techado del carro y regresaron pesadamente a sus butacas cuando éste terminó de dar la vuelta completa.

Una brecha de destrucción los separaba ahora de Foscari; y el humo negro le impedía al italiano ver más allá de su paragolpe delantero.

—Profesor, ¿está usted bien? —inquirió el arqueólogo preocupado por la salud del viejo, en tanto se ajustaba el fedora al cráneo.

Guaschino, aún mareado y por completo desconcertado, respondió palpándose la cadera y las piernas.

—Creo que sí…

—¡Bien!— expresó Jones y volvió a pisar el acelerador.

El Sedán todavía funcionaba. Maltrecho, pero andaba.

En un minuto dejaron atrás a los perseguidores y se perdieron en las calles de Berna.

—¿Sabe algo, doctor Jones? —intervino el anciano sin dejar de mirar hacia el frente.— Creo que será mejor que en el próximo paseo sea yo quien conduzca.

14

 “ALÓ”

En Alguna Parte

al oeste de Londres.

Sir John August dispuso la lista mecanografiada sobre su escritorio y recorrió con la vista cada uno de los apellidos que estaban allí consignados. La mayoría era de origen alemán; pero también los había polacos, franceses, ucranianos e italianos. Era un listado homogéneo sólo el lo ideológico. Todos tenían aproximadamente la misma edad y cada uno de ellos había servido devotamente los designios del Führer durante sus años en el poder sobre todo Europa.

Condenados como “Criminales de Guerra” en los juicios de Nürenberg, aquellos tipos constituían la elite de reos más buscados del mundo. Eran el ejemplo más acabado de impunidad e injusticia que se tuviera memoria. Ninguno había pagado por sus crímenes. Todos habían recibido la ayuda de instituciones y personajes importantes para cambiar de identidad y ocultarse permanentemente; hasta tanto las condiciones volviera a ser las de antes y el Nuevo Orden se impusiera a nivel global. Hasta tanto eso ocurriera, el anonimato se convertía en la más segura de las trincheras.

Por eso mismo, ese listado que August manipulaba con parsimonia, se constituía en el Talón de Aquiles de todo el grupo; puesto que era una copia resumida del ignominioso Lote XXIV.

Sir August jamás había imaginado tener que sacarlo de su caja de seguridad a tan pocos años de terminada la segunda gran guerra. Todo estaba planeado para que permaneciera fuera del alcance de organismos internacionales durante décadas; pero aquel robo en el archivo del vaticano había desajustado el panorama y el aristócrata británico tenía por delante  la pesada e indelegable tarea de comunicarse con cada uno de ellos para organizar una reubicación masiva y mantener en secreto sus apodos falsos, sus nuevas profesiones y países de residencia.

Levantó el tubo del teléfono y marcó y marcó el primer número que parecía en la lista. Era una llamada de larga distancia a Paraguay; la primera de las escalas en una serie de naciones que iban desde las latinoamericanas hasta las del cercano Oriente, pasando por Argentina, Bolivia, Brasil, Turquía y Arabia, Libia, Egipto e incluso Palestina.

No era la primera vez que alzaba el teléfono esa noche. Hacía sólo dos horas, el cardenal Pazzini lo había llamado directamente desde el Vaticano para comunicarle que Indiana Jones y un acólito del arqueólogo —que no nombró— se habían fugado en Suiza; y que la documentación seguía en manos del enemigo. El clérigo no sugirió nada de forma directa.

—Dejo todo en sus manos, Sir August —dijo con voz trémula, imitando al mismísimo Poncio Pilatos—. Confío en que la decisión que tome sea la correcta. Buenas noche y… que Dios lo bendiga, hermano.

En un primer momento el inglés se quedó paralizado en su sillón, sin decir nada; tratando de decidir qué hacer; aunque en su fuero interno sabía perfectamente que la medida sería extrema. La llamada que tenía en curso con Paraguay en ese preciso momento era la prueba inequívoca de que todo había cambiado. Se venían tiempos difíciles.

—¿Herr Otto? —preguntó cuando del otro lado de la línea, doce mil kilómetros de distancia, alguien dijo “aló”.

—Sí… ¿Quién habla? —respondió con un acento titubeante y macerado por un idioma que se notaba no era el materno.

—John August.

—¿Sir August?

—El mismo..

—¿Qué es lo que sucede?

—Lo que nadie de nosotros deseaba, Herr Otto. La “Operación Golondrina” se iniciará en cuarenta y ocho horas

—Pero…

—Es todo, camarada. Prepárese. Ya recibirá noticias específicas nuestras.

Colgó.

Prendió un cigarrillo turco. Lo disfrutó por espacio de un minuto y volvió a marcar el siguiente número de la lista.

15

LA ORDEN MOLITOR

Habían conseguido dos caballos rozagantes de alquiler y en tanto ascendían por un sendero de montaña, la campiña suiza, verde cual una mesa de billar, iba quedando más y más abajo en el valle. El sol de la tarde, ya avanzada, se reflejaba en los picos más altos y las nieves eternas refulgían con sus rayos, convirtiendo sus cimas en faros naturales de inusitada incandescencia. En pocas horas más caería la noche y tendrían que dejarse llevar por las experimentadas bestias de carga.

—No se preocupen —había dicho el propietario de las mismas, un granjero corpulento y de nariz colorada—, ellos conocen el camino de memoria. Son caballos experimentados. Han cruzado los Alpes prácticamente desde que nacieron. Los guiarán sin problemas. Van a sortear el puesto de aduanas a más de diez kilómetros por el Oeste y, una vez en suelo italiano, denles de tomar y comer que regresaran solos a sus caballerizas.

El andar de los equinos era lento, pero seguro. Sus grupas se movían a un lado y otro, obligando a los jinetes a realizar un constante balanceo de izquierda a derecha, muy semejante al acunamiento que disfrutaban los bebes. En tanto que sus cabezas, de crines recortadas, subían y bajaban al ritmo de la montaña.

El profesor Guaschino dormitaba de a ratos. Había que reconocer que el viejo era un hueso duro de roer. No cualquier hombre de su edad hubiera soportado el ajetreo de las últimas horas. Pero decidió no quedarse en Berna. Deseaba regresar a su país. Se sentía más seguro jugando de local. Tenía más recursos para enfrentar la amenaza de ese grupo de nazis irredentos. Por lo demás, no tenían de qué preocuparse. El lote de documentos y la pintura estaban a buen resguardo en una caja de seguridad numerada en un banco suizo.

De ese modo, libres de peso y cargando sólo con lo puesto, podían moverse con mayor libertad. En lo referente al Sedán 1939, lo habían dejado estacionado muy lejos de la granja en la que alquilaran los caballos. Todo indicaba que Foscari disponía de un servicio de espionaje muy efectivo y que no tardaría en ubicar el vehículo, de por sí muy reconocible por sus magullones, abolladuras e impactos de bala en la carrocería.

—Hay que saber desprenderse de las cosas que se quieren, doctor Jones —sentenció Guaschino antes de abandonar su carro—. A mi edad, más que todo.

Indy no respondió, pero sabía que el viejo tenía razón. ¿Cuántas cosas que él había amado quedaron atrás, en su largo camino de 56 años de edad?

Muchas; pero no se arrepentía de nada.

Soportaron el paso de la noche y el frío con hidalguía. Ya el granjero había previsto unas frazadas para que se taparan los hombros y a la madrugada siguiente, tras cumplir con el compromiso de darles de beber y comer, soltaron a los caballos en la inmediaciones de un pueblito muy pintoresco.

Les dolía todo el cuerpo, la caderas especialmente; por lo que decidieron caminar un poco y estirar los músculos, tullidos de tanto montar, antes de embarcarse en un bus local con dirección a Milán.

Residencia de Lépido Celinni

A las afueras de Florencia, Italia.

Mientras esperaba que los demás miembros de su grupo se congregaran en la sala principal de la casa, Celinni se calzó la caperuza color negro sobre su cabeza y estiró las pocas arrugas que se le formaban en el pecho. Estaba anhelante. Deseaba empezar con la reunión cuanto antes. Sir August lo había llamado por teléfono hacía cinco horas para anunciarle que la Operación Golondrina había comenzado y que todos los recursos de Los Coleccionistas debían ponerse a disposición de los camaradas a reubicar. Era una tarea ingente que les demandaría varios meses y, en cuyo proceso, seguramente muchos serían descubiertos y puestos bajo rejas. Un sacrificio necesario, pensó. Siempre alguien tenía que pagar el pato por los demás. De todos modos, estaba dispuesto a hacer lo imposible por rescatar de las manos de la justicia a la mayor cantidad posible de ex-camaradas en desgracia.

Pero la reunión que había convocado en su mansión de campo se relacionaba sólo tangencialmente con el asunto que Pazzini dirigía desde el Vaticano. De hecho, el obeso cardenal no estaba al tanto de ella. Tampoco Reindhardt. Esos dos estaban tramando algo en privado. Lo sospechaba. Casi podría decirse que tenía certeza de ello. El lote XXIV no era lo único que les importaba rescatar. La pieza de arte sustraída, de la que no habían dicho nada importante, era el eje en el que giraban las preocupaciones de ambos. Pero no habían soltado bocado y a Celinni no le gustaba que lo dejaran afuera. Por ese motivo, y sabiéndose poseedor de cierta cuota de poder y técnicas misteriosas para recabar más datos, el florentino estaba preparado para empezar con un ritual en el que sólo participaba una vez cada dos años. Los neófitos del siglo XIX lo habían bautizado con el pomposo y tenebroso nombre de Misa Negra. Así aparecía consignado en varios libros de demonología. Pero ninguno de esos autores había participado nunca en una ceremonia de ese tipo, por lo tanto, hablaban guiándose de comentarios infundados; y eso, generalmente, llevaba a que exageraran algunas cosas y desconocieran el resto.

La Misa Negra ocupaba un lugar destacado en los relatos populares de brujería. Parodia blasfema de la misa católica, era vista como una orgía de obscenidades morales y físicas, cuyo objetivo último era adorar y contactarse con el Diablo. Jules Michelet, el reconocido historiador del siglo XIX, la consideraba símbolo de la rebelión campesina contra la iglesia; el desafío de la Naturaleza al cielo cristiano. Quizás algo de eso había en los comienzos; pero Celinni estaba muy lejos de aquellas intensiones. Para él, la ceremonia era algo concreto, más elemental: una simple reunión de seguidores de un demonio físico y real.

Siempre se había pensado que en los aquelarres[2] se celebraban ceremonias diabólicas, pero la misa negra como tal no se encontraba en ningún relato coetáneo sobre brujería, y el término empezó a usarse recién el siglo XIX, relacionado con el satanismo. Por ese motivo, para muchos no era otra cosa que un invento literario, una fantasía producto del morbo burgués y por lo tanto una falsedad histórica. Esa era la ventaja principal. Que todos creyeran en su inexistencia. Mientras nadie sospechara que reuniones de ese tipo fueran ciertas, los acólitos de las sombras estarían protegidos; en especial el doctor Celinni, Máximo Maestre de la denominada Orden Molitor; nombre que recibía la congregación de hombres y mujeres reunidos en torno a una moderna creencia de adoración a Satanás.

Celinni no era un brujo, sino un agiornado satanista.

Según solía contarles a sus más allegados correligionarios del culto, había descubierto su afición por lo esotérico en las barracas alemanas, que el ejército nazi tuviera acantonadas a las afueras de Roma, en 1941. Tras la finalización de la contienda, su interés por el poder de Satanás lo había conducido al desierto de Libia. Allí, en las ruinas de una eremita medieval en ruinas, en pleno desierto, se había iniciado de la mano de una viejo berebere  que conocía decenas de rituales que provenían de las tres religiones monoteístas del mundo: la judía, la católica y la islámica. Aislado de todo durante casi un año, y aprovechando el necesario anonimato que la ocasión ameritaba, había sido iniciado en las más antiguas invocaciones satánicas que se conocían. Y eran efectivas. Podía dar claro testimonio de ello. Muy pocas veces tomaba una decisión sin consultar al Maestro Negro; y eran esas reuniones anuales, que estaban a punto de iniciar, las más propicias. En ellas, tras cánticos que remedaban el Padre Nuestro, pero blasfemando contra el Hijo y la Madre de Dios, escupiendo sus imágenes y eyaculándole en sus rostros, los acólitos de El Malo eran testigos de profecías inquietantes, incluso de extrañas materializaciones ectoplasmáticas; a las que todos recibían con fuertes letanías de sumisa alegría.

La Orden Molitor, así denominada en honor a un famoso satanista británico de principios de siglo, estaba compuesta por una docena de personalidades insignes de Florencia. Hasta el Presidente de la Cámara de Comercio de la ciudad era uno de los miembros fundadores, junto con Celinni. A ellos se les acoplaban otros hombres y mujeres de fortuna e influencias. No era un grupo cualquiera. Lo conformaban la crema y la nata de la sociedad florentina. En absoluto secreto, claro está.

—Ya estamos listos, doctor —le anunciaron y Celinni alzó la mirada hacia el altar que se levantaba en el centro de la habitación, toda tapizada de seda roja.

A cinco metros, sobre una plataforma muy pulida de mármol negro, el cuerpo de una mujer desnuda se extendía, cual larga era. Sus pechos turgentes se movían al ritmo de una respiración agitada. Apretaba los ojos con fuerza y se agarraba de ambos lados del altar con las manos crispadas y los nudillos blancos.

—Tomen sus posiciones —ordenó Celinni.

Caminó hacia la muchacha. Rodeó la mesa propiciatoria y, antes de detenerse frente a su abdomen desnudo, tomó un cáliz negro y prendió, a un lado y otro del cuerpo, dos cirios del mismo color. Uno de los doce participantes de la reunión apagó la araña eléctrica de la habitación. Todo quedó a oscuras, hasta que las velas generaron el acostumbramiento necesario. Recién entonces, la ceremonia se dio por iniciada.

—¡Oh, Belcebú, Príncipe de los serafines, tú que estás cerca de Lucifer y de los nueve coros de ángeles caídos, te invocamos! —exclamó Celinni con los ojos cerrados, levantando la copa por encima de su cabeza—. ¡Oh, Leviatán, Señor del mismo orden, que tientas al pecado y contrarías la fe de los hijos de Dios, te invocamos! ¡Oh, Astarot, Balberit, Belias y Carreau, príncipes de la dureza, les rogamos canalicen nuestros pedidos al Gran Malo, al único y todopoderoso señor de los Infiernos!

Era aquella una escena bizarra; primitiva. Cualquiera que la pudiera observar podría haberse transportado a una de esas ceremonias que se describían en las actas inquisitoriales del siglo XVII, cuando bajo tortura, los acusados de ser herejes, eran atormentados hasta declarar todo tipo de delirio que les sugirieran las morbosas fantasías de los sacerdotes del Santo Oficio. La única gran diferencia era que ese ritual pagano se estaba desarrollando en la vida real y no en la calenturienta cabeza de un monje sexualmente reprimido.

Terminada de pronunciar la letanía invocatoria, Celinni inclinó el cáliz negro y dejó chorrear sobre el cuerpo de la chica una sustancia espesa de color carmesí. Era sangre. Sangre humana, producto de la colecta voluntaria que cada uno de los presentes había ofrecido, tras sendos cortes en la palma de sus manos izquierdas.

La sangre derramada recorrió todo el abdomen; se introdujo por el ombligo, formando un pequeño laguito poco profundo, y adoptó una forma irregular en tanto se escurría hacia la zona púbica, mezclándose con el vello recortado que se asomaba tímidamente por entre las piernas bien cerradas.

Celinni observó la mancha.

Una extraña excitación le recorrió su bajo vientre y debió reconocer que estaba teniendo una fuerte erección.

El ritual exigía ahora que se profanara una hostia consagrada.

Desde el auditórium, un sujeto con capucha avanzó hasta el altar. Extrajo el símbolo de la eucaristía de su bolsillo. La mostró a todos y dijo, sin alterar su tono de voz, ni melodramatizar:

—¡Éste es el cuerpo del “mal nacido”! ¡El que pervierte a los hombres de orgullo y los somete al hipócrita sentido del amor eterno!

Extendió el brazo; mojó la hostia en la sangre y la depositó sobre la frente de la chica, que respiraba más agitada. Acto seguido, Celinni, el principal oficiante, se agachó y la escupió con todas sus fuerzas.

—¡Oh, Gran Señor, guíanos!—gritó—. ¡Guíame hacia la verdad que necesito conocer, y me es vedada! ¡Enséñame tu sendero y pelearé por tus legiones, por tu nombre, por tu poder sobre la Tierra!

Imperceptible al comienzo, una corriente de aire helado sacudió las llamas de los cirios encendidos. Celinni lo advirtió y se quedó mirándolos fijamente unos segundos. El resto de los presentes detuvieron la respiración y justo cuando estaban a punto de retomarla, el cuerpo de la muchacha tendida sobre el altar, empezó a elevarse muy lentamente; levitando, como si la consistencia de sus huesos y músculos estuvieran hechos de aire.

Celinni retrocedió dos pasos. Sus pupilas brillaban por la emoción. Por segunda vez en toda su vida, era testigo de un acontecimiento que lo perturbaba y alegraba al mismo tiempo. Se había convertido en un canal efectivo. Finalmente lo había conseguido.

La muchacha giró la cabeza hasta que su rostro, transfigurado en una mueca retorcida, quedó dirigido hacia el de Celinni.

Sonrió con lascivia. Sacó la lengua. La pasó sobre sus labios, humedeciéndolos. Entonces habló con voz ronca.

—Cerca y bien encaminados están del pórtico tus enemigos. Conocen el poder de la escalinata. Caminan hacia ella. Llegarán pronto. Detenerlos deberás en la montaña sagrada. Sólo así podrás imponerte al resto de los tuyos y siendo yo tu guía las posibilidades están de tu lado. ¡Apresúrate. Lépido! Vuelve a mi desierto y encuéntralos. Tienen las llaves y abrirán el portón de la luz. ¡Debes evitarlo! ¡Debes impedir que la Luz se derrame sobre las almas débiles para que yo pueda, al final de los tiempos, imperar por encima de todos, como Amo y Señor! ¡Recuérdalo!¡En el desierto!¡En la montaña escalonada está la clave!¡Sólo tú lo sabes, pero pronto otros lo sabrán!¡Bríndame libaciones, honores y las más lujuriosas fiestas!

Los cirios se apagaron por completo.

Alguien, atemorizado, prendió la luz y para cuando las bombillas eléctricas devolvieron la claridad al recinto, el cuerpo de la muchacha estaba otra vez depositado sobre el frío mármol del altar.

Celinni no emitió ningún comentario. Se limitó a girar sobre sus talones, encaminando sus pasos en dirección a su oficina, en la otra ala del edificio. Pero antes de abandonar el recinto reclamó:

—Ya lo oyeron: démosle lo que reclama por derecho.

En esa oportunidad él no participó. La pista que le había dado la posesa ocupaba toda su atención. El oráculo satánico funcionaba en la práctica. Tenía que definir algunos de sus aspectos.

Por lo tanto, únicamente el resto de los encapuchados participaron en la orgía.

16

TELL-UGAIR

Ciudad de Bagdad, Irak.

3 días más tarde.

Apenas amaneció, la temperatura ya rondaba los 28ºC y para el mediodía superaba los 45ºC. Era un calor seco, sofocante, sólo atemperado por alguna que otra corriente de viento proveniente del Noroeste. El pronóstico no era nada halagüeño. Se esperaba una ola de calor hacia la tarde que haría trepar la escala mercurial hasta los cercanos 57ºC. Un verdadero infierno que aplastaba a los forasteros no habituados a él, obligándolos a permanecer en los ambientes ventilados de casas y hoteles.

Hugo Guaschino apenas podía moverse. Recién cuando el sol empezaba a ponerse detrás del desierto —o en la madrugada— se lo veía activo y con algo de entusiasmo. El resto del día lo soportaba tendido en la cama de su habitación, debajo de un ventilador de techo, del que ya conocía al detalle cada una de sus aspas. Estaba arrepentido. No debería haber viajado a Irak. Ya era un anciano. No tenía que haber insistido en ir con Jones a ese rincón del mundo. Si su intensión era ayudar, se había equivocado. Más que una ayuda, era un estorbo.

Indy, por el contrario, hacía caso omiso a las altas temperaturas, yendo y viniendo del Kashba —mercado central— al hotelucho de mala muerte en el que se alojaban, buscando el atajo que le permitiera desentrañar el misterio de la ubicación exacta del zigurat que trataba de identificar, en la dilatada y desértica geografía irakí.

No era un asunto sencillo. Irak poseía una veintena de yacimientos arqueológicos con zigurats y explorarlos a todos les demandaría meses. Sólo quedaba un camino poco convencional: recurrir a un experto en rabdomancia, la mística técnica de encontrar cosas enterradas con una varilla de madera. Pero para ello, primero tenía que identificar el zigurat correcto. Sin ello, no se podía hacer nada.

Después de horas de darle vueltas al asunto, y cuando el profesor Guaschino ya había bajado los brazos, Indy tuvo una de sus milagrosas explosiones de intuitiva genialidad, al observar la herradura que estaba apoyada sobre una mesa.

El objeto se curvaba en una “U” perfecta. Poseía siete pequeños agujeros para clavos todo a lo largo de su cara externa e intercalados, entre cada uno de los hoyos, ya estaban perfectamente identificados seis símbolos cuneiformes de origen sumerio.

Reconocía esa antiquísima y primigenia escritura, pero no sabía leerla ni traducirla. Tenía que buscar a un experto en la materia. ¿Dónde? Sabía que muchos viejos mercaderes de antigüedades en el kashba estaban acostumbrados a ella, ya que solían traducir constantemente pequeñas piezas de cerámica, que llegaban a sus manos. No fue difícil dar con el más reconocido de todos. Lo único malo había sido que lo citara a una reunión en su casucha a las tres de la tarde: la hora en que el sol caía sin misericordia sobre Irak.

A menos de veinte cuadras del hotelucho, Indy se encontró con el experto. Era un sujeto enjuto, vestido al estilo islámico y con una larga barba negra que inspiraba muy poca confianza académica.

—No es una frase —dijo entrecortadamente en inglés—. Es una palabra, pero está mal escrita. Le falta una letra: la “S”.—Sólo le bastó una ojeada rápida para ser tan concluyente—. Aquí dice “Kich”, señor.

Indy dio un respingo. Se mordió el labio superior y acarició su barba blanca, de casi cuatro días.

—¡Kisch! —dijo

—Efectivamente.

—¡La antigua capital del Rey Mesilim!

El sujeto volvió a asentir.

Indy se puso a andar por la habitación, atando cabos. Repentinamente se detuvo y miró al hombre fijamente. Los ojos le flameaban de emoción.

—Necesito encontrar a alguien que sepa manejar a la perfección el arte de la rabdomancia. ¿Conoce usted a alguien?

—Por veinte dólares más puedo informarle también sobre eso.

Indy extrajo un billete de esa denominación y lo sostuvo a centímetros de la mano del irakí.

—¿Es de confianza? —preguntó, impidiendo que los dedos del mercader tocaran el dinero.

—Le confiaría mi propia vida —sentenció—. Sobrevive haciendo esas cosas desde muy joven. Es el mejor y más reconocido rabdomante del país. Las expediciones arqueológicas francesas suelen contratarlo desde hace más de treinta años, para encontrar agua en el desierto.

—¿Cuál es su nombre?

—Ibn-Basan. Es mi cuñado.

Entre el 2800 y 2750 antes de Cristo, la antigua capital sumeria de Kisch había oficiado como sede de poder del rey Mesilin, un lugal —gobernante— casi mitológico en los albores de la historia de Mesopotamia. Como vicario de los dioses, Mesilin había mandado a construir, durante su largo mandato, la torre escalonada con siete pisos superpuestos más impresionante de su tiempo. Conocida como el zigurat de Tell-Ugair, la estructura simbolizaba la montaña sagrada, centro del universo de la cosmovisión sumeria y escenario de los rituales más significativos de la sociedad. Según constaban en algunas pocas tablillas cuneiforme, en los días de gloria del monarca solían ascender hacia la cima, trepando los millones de ladrillos secados al sol, para alcanzar el santuario superior en el que se adoraba a las principales deidades del panteón: Utu, el dios solar; Nanna, la luna e Innana, la diosa del amor y de la fertilidad.

Pero ya no quedaba mucho de todo eso. Los siglos, la falta de mantenimiento y las sucesivas invasiones y guerras, que soportara la región, habían convertido a la estructura en un romo cerro cubierto de arena, en el medio del desierto; prácticamente inidentificable.

17

TRABAJO DE SUPERFICIE

Ibn-Basan era un hombre de mediana edad, unos diez años menor que Indy, y sumamente simpático. Alto, de cara chupada y brillantes ojos marrones, vestía una larga túnica blanca que le llegaba al piso y sandalias negras, desgastadas de tanto caminar el desierto. Siempre sonreía; no paraba de hacerlo. Se movía con seguridad y tenía amigos en todas las villas por las que pasaran, camino del zigurat. Lo saludaban, lo invitan a beber, lo querían y respetaban. Los veinte dólares que Indy había invertido para contactarse con él habían valido la pena.

Cercana la medianoche, aprovechando el aire fresco del desierto y tras una hora y media de cabalgata, Ibn-Basan e Indiana Jones se apearon de los caballos y hundieron los pies en la arena. La planicie ondulada, libre de arbustos, sólo estaba salpicada por dunas que subían y bajaban, como si fueran parte de un océano congelado, iluminado por la la tenue luz de la luna en cuarto menguante. No corría nada de viento y el desierto, dilatándose en todas direcciones, se devoraba cada sonido que pudiera producirse. Era un lugar yermo, en apariencia muerto; sin vegetación, ni seres humanos habitándolo. Un sitio de incomparable belleza; inquietante y peligroso al mismo tiempo.

Al levantar la vista, el firmamento, libre de cualquier fuente de luz artificial, desplegaba un manto de estrellas de inusitado fulgor. Parecían candelas colgadas del infinito, dibujando mil y una figuras imaginarias, que los astrónomos se empecinaban en desacralizar llamándolas constelaciones.

Unos cien metros por delante, el desierto se combaba hacia arriba, generando una joroba redondeada que recortaba su silueta en el cielo de la noche. Era alta, regular, desgastada. Los restos de un mundo desaparecido hacía tiempo. El silente legado de una civilización ganada por el olvido, que se negaba a morir del todo. Allí estaba la meta final que Indy venía buscando: Tell-Ugair, el zigurat de la ciudad en ruinas de Kisch.

Jones se quedó observándolo unos momentos, con los brazos puestos en jarra, tratando de imaginar cómo había sido esa plaza hacía más de cuatro mil seiscientos años. Recordó algunas de sus clases de arqueología en el Marshall Collage, cuando intentaba transmitirle a sus alumnos la devoción y trabajo que se ocultaban detrás de un aparentemente simple promontorio de ladrillos de barro superpuestos en dirección a los dioses.

¡Qué sociedad tan diferente a la suya! ¿Hasta qué punto estaba seguro de entenderla cabalmente? ¿Cuánto de aporte personal existía en la reconstrucción intelectual que los historiadores y arqueólogos hacían de esos sitios arqueológicos? ¿Los interpretarían correctamente? Muchos pensaban que sí. Él, por el contrario, dejaba abierta la puerta a la duda escéptica y a la posibilidad de reconocer, como lo había dicho el famoso ateniense, que “sólo sé que no sé nada”.

Ibn-Basan se paró a su lado. Esperó que Indy le prestara atención y, tras una sonrisa de compromiso, levantó el brazo derecho y le mostró la vara de abedul con la que iniciaría la esotérica prospección del terreno.

—Tiene que decirme primero qué es lo que buscamos, doctor Jones —señaló.

Indy se acomodó el sombrero y volvió la vista a las ruinas.

—Una entrada; un pasadizo. Algo que nos permita ingresar en el zigurat.

Ibn-Basan movió la cabeza negativamente.

—Yo no pienso ingresar en ninguna parte, doctor —dijo—. Si descubrimos algo, tendrá que hacerlo solo. Mis honorarios únicamente cubren “el trabajo de superficie” —señalo el irakí—. Además —agregó—, que yo sepa estas construcciones no tienen cámaras excavadas en su interior, como la pirámide de Egipto. ¿De qué clase de entrada me habla?

Indy no andaba para clases magistrales. No pensaba explicarle cómo, ni porqué, alquimistas del siglo XVII creían todo lo contrario a sus sentencias. Lo miró a los ojos, sonrió y respondió con sarcasmo.

—Amigo, limítese, como usted mismo dijo, “al trabajo de superficie”.

Hechos los preparativos necesarios, sólo restó observar cómo Ibn-Basan desplegaba su arte.

Indy desempacó del caballo una pala retráctil y le pidió al prospector que iniciara la tarea para la que había sido contratado. Lo iba a seguir unos pocos pasos por detrás. No quería distraerlo. Recién entonces el irakí agarró con ambas manos los extremos de la rama en “Y”; puso el segmento más largo paralelo al suelo y extendió los brazos hacia delante. Semejaba un motorista encima de una Harley & Davison invisible al ojo humano.

Empezó a caminar muy despacio; primero todo alrededor de la base del zigurat, que tenía aproximadamente unos ciento ochenta metros por cada lado. Sólo más tarde inició una gradual ascenso hacia lo que quedaba de la cumbre.

Avanzaba paso a paso, conteniendo la respiración por momentos y con la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás. La vara de rabdomancia mantenía su posición; y si se movía un poco era por andar mismo de Ibn-Basan. No se advertía nada importante. Nada que impresionara a Indy sobremanera.

Así transcurrieron las primeras horas; una a una. Lentamente; muy despacio. Con hastío y un creciente escepticismo por parte del arqueólogo.

—La rabdomancia es un arte perdido, casi olvidado —había sostenido Guaschino antes de despedirlo en la puerta de la choza de barro en la que Ibn-Basan vivía y los hospedaba—. Muy pocas son las personas que conocen sus técnicas. No se confíe demasiado en este tipo, Jones. Todo lo hacen por dinero.

¿Había dado con la persona indicada o Ibn-Basan era una mero charlatán de feria? Sólo los resultados concretos responderían sus dudas. Debía seguir esperando. Ese era el único secreto en todo. ¡Lástima que la vida era tan corta!¡Cuántas cosas se podrían entender al detalle si se pudiera vivir millones de años!¡Cuántas menos abstracciones necesitaríamos para explicar el mundo! Tendríamos una conciencia geológica más que histórica; y los 10.000 años de civilización serían sólo segundos en el devenir de la vida del planeta. Pero, ¿qué animal podría soportar semejante martirologio? ¿El hombre? Seguro que uno normal, no. Si algo producía el disfrute de las cosas era, justamente, la pronta finitud de las mismas. Esa era una verdad sin discusión… ¿O se estaba auto-convenciendo  de ello para erradicar la angustia inconciente que nacía ante la sombra omnipresente de la muerte?

Cavilaba en eso, desordenadamente, cuando la voz del rabdomante lo interrumpió con voz gruesa y clara:

—¡Aquí! —exclamó—. Observe, doctor Jones. Es en este lugar.

La rama de abedul se había empezado a mover. Subía y bajaba intermitentemente, sostenida por las manos firmes del irakí.

La punta temblaba como si estuviera siendo atraída y repelida por algo que se ocultaba por debajo de la superficie de la arena.

Entonces, de un solo golpe, la rama prospectora adoptó una perfecta posición vertical y su extremo más largo señaló un punto fijo y bien determinado en el piso.

—Es aquí —señaló Ibn-Basan.

—¿Está seguro? —inquirió Indy, antes de pensar en ponerse a excavar.

—No hay duda, doctor.

Y sin más, Indiana Jones se puso a cavar con fuerza.

Despejada la arena y las pequeñas piedras que cubrían ese sector del zigurat, Indy se topó con una gran laja cuadrangular de unos dos metros de largo. No tenía ninguna inscripción. Sólo un orificio, del grosor de un dedo y semejante a la cerradura de una puerta, interrumpía la superficie lisa de roca.

—¿Es ésta la entrada que buscaba? —inquirió Ibn-Basan asomándose por encima del hombro de Jones.

—Creo que sí —contestó—. Pero primero tenemos que sacar esta piedra para confirmarlo. Observe su contextura. Es diferente al la del resto de la construcción, hecha con ladrillos de barro secados al sol.—El irakí no respondió—. Deberíamos usar la pala y moverla de su sitio.

Ibn-Basan mantuvo el silencio. Jones corrió la laja con gran esfuerzo hacia un costado. Transpiró mucho, se fatigó por tener ayuda y volteó para comprobar si su circunstancial compañero seguía detrás suyo.

—¿Podría darme una mano, por favor? —preguntó con sensible ironía.

Pero el rabdomante, de pie, miraba el desierto y las dunas circundantes ajeno a la pregunta, como si fuera un perro de vigilancia, alertado por algo.

—¿Qué sucede? —volvió a demandar Jones.

—¡Shhh…! —reclamó llevándose el dedo índice a sus labios—. No estamos solos.

Indy se reincorporó de un salto y desenfundó de la cartuchera la Webley Mark IV.

No podía ver gran cosa. Las dunas y la noche resguardaban de su vista la presencia de cualquier hombre que pudiera haber en la zona. Sólo la luna menguante podía considerarse una aliada.

Entonces, repentinamente, sin que le dieran tiempo a nada, empezó el tiroteo.

A simple vista los agresores eran más de ocho; tal vez diez. Indy, agazapado tras un derruido muro del zigurat, apenas podía asomarse. Los fusiles no dejaban de escupir balas y con cada estallido, un fogonazo indicaba la posición que los recién llegados tenían en el desierto colindante. Así fue como calculó el número de tiradores, que desde las sombras lo sorprendieran a balazos.

Ibn-Basan, echado a su lado y en estado de pánico, no entendía absolutamente nada. Estaba pasmado. Nunca en su vida le habían disparado.

—¡Por Alá! —exclamó desesperado—. ¿Quiénes son estos tipos?

—No tengo idea… aunque puedo sospecharlo.

El musulmán no escuchó la respuesta. Una andanada de municiones golpeó muy cerca de sus cabezas. La arena, impactada por ellas, los salpicaba. Era una lluvia seca que anunciaba la llegada de algo más húmedo: mucha sangre. La de ellos.

—¿Cómo vamos a salir de aquí? —sollozó, acurrucándose contra el piso—. ¡Van a matarnos!

Ahora el que no escuchaba era Indy. Trataba de hacer una composición de lugar. Ver qué posibilitadas tenían de huir de ese sitio.

Asomó la cabeza por breves segundos. Gatilló la Webley tres veces seguidas. Por un instante los disparos del otro lado dejaron de oírse. Al rato, se reanudaron con mayor virulencia.

A menos de cuatro metros, la laja de piedra, impactada por numerosos municiones, había dejado abierta la entrada a un hueco oscuro, que se sumergía en las entrañas del zigurat. Tenía que alcanzarlo. Llegar a él. Fue cuando extendió brazo y puso la Webley en manos de Ibn-Basan.

—Escúcheme con atención —dijo clavándole las pupilas—. Si nos quedamos aquí en poco tiempo nos rodearan y no tendremos posibilidades de salir con vida. Tenemos que correr un gran riesgo. Agarre mi revólver y cúbrame, sin dejar de disparar contra las dunas de enfrente, hasta que yo pueda introducirme por el hueco que descubrimos recién.

—¡Pero no se ve nada!

—¡Dispare sin apuntar! No importa. Sólo intente que ellos no tiren por un rato, hasta tanto yo llegue al hueco. ¿Comprendió?

—Sí.

—Una vez que esté allí, tíreme el arma. Yo la recogeré y lo cubriré para que me alcance en el agujero.

El rabdomante asintió con la cabeza.

—¡Ahora, dispáreles! —ladró; al tiempo que junto a la primer bala que salía de su Webley, daba un salto y se lanzaba a cruzar “la zona de la muerte” que lo separaba del foso.

La agresión proveniente de las dunas cesó.

Indy dio cinco grandes zancadas y se lanzó por el agujero, esperando encontrar una superficie segura para apoyar los pies.

Tuvo suerte.

Los agresores reiniciaron el ataque. Más balas. Más estallidos.

—¡Basan!—exclamó Jones—. ¡Ahora!

Ibn-Basan, arriesgando su cabeza, se paró. Apuntó y lanzó el revolver en dirección al hoyo.

Indy levantó el brazo y manoteó el arma por la culata.

La amartilló y empezó a disparar contra las sombras.

Poco menos de diez segundos después, el cuerpo pesado del musulmán cayó encima suyo, rodando ambos por el piso de una cámara totalmente a oscuras.

Lo habían conseguido.

—¿Está bien? ¿Le han dado en alguna parte?

—No lo creo. Me siento bien.

—¡Perfecto! —exclamó Indy y extrajo se su bolsillo un encendedor Zippo con una hoja de trébol verde grabada en una de sus caras.

Ya tenían una mini antorcha con la que guiarse.

—Alejémonos de la entrada. Es peligroso. Sígame. Por lo que atisbo tenemos mucho por recorrer.

18

 A LA LUZ DE UN TURBANTE

El conducto se ensanchaba a sólo pocos metros de la entrada. Aumentaba también en altura. Se podía caminar sin estar encorvado, aún portando sombrero. Las paredes, de adobes milenarios, eran compactas y se notaba que habían sido perforadas con maestría, usando tecnología moderna, inexistente en la época en la que el zigurat fuera construido. Era una excavación muy posterior —en siglos— al renombrado rey Mesilim de Kisch.

La temblequeante llama del Zippo iluminaba muy mal el pasadizo. Apenas se podía ver pocos metros por delante. Indy avanzaba a paso veloz. Quería tomar distancia del hueco por el que habían entrado. Sabía que en breve sus perseguidores los imitarían. Ibn-Basan lo seguía pisándole los talones. No terminaba de entender que era lo que estaba pasando. Lo que sí tenía claro era que los sujetos que los habían agredido en el desierto no titubeaban a la hora de apretar los gatillos y disparar a matar. Tenía que seguir al arqueólogo. No tenía opción.

Caminaron por espacio de cinco minutos. Los pasillo subterráneos parecían no tener fin. Era el trabajo de ingenieros excelentes que sabían lo que hacían. No existían escombros en el piso y todo reflejaba una prolijidad intencionada, muy organizada y limpia.

El cuerpo metálico del encendedor empezaba a recalentarse y las yemas de los dedos de Jones sufrían las consecuencias. Ya le costaba mantenerlo firme en la mano; pero siguieron avanzando.

Diez pasos adelante, el pasillo se bifurcaba, a derecha e izquierda.

—¡Joder! —murmuró Indy rascándose la barbilla.

—¿Cuál recomienda, doctor Jones?

—Dadas las circunstancias cualquier camino es bueno.

—Elija usted, amigo mío.

Indy lo miró.

—Permítame el turbante.

—¿Cómo dice?

—El turbante.

—¿Para qué lo quiere?

—Para elegir mejor. Démelo, por favor.

Ibn-Basan se quitó el tocado y lo entregó intrigado.

Indy se agachó, levantó un pedazo de madera —seguramente el resto de una viga—, enrolló la tela al mismo e improvisó una antorcha mucho más poderosa.

El irakí se quedó mirándolo en silencio. Indy le sonrió.

—Así es mucho mejor, ¿no cree? —dijo y sin esperar respuesta reinició la marcha tomando la bifurcación que tomaba hacia la derecha.

En ese preciso instante, los ecos lejanos de gente entrando en los pasillos llegaron a sus oídos.

—Apúrese, doctor. Ya están adentro.

Pero no era posible seguir más allá. A dos metros de distancia, una roca lisa, enorme, bloqueaba el paso.

—¡Por Alá! —exclamó el rabdomante—. ¡No hay salida, doctor!

Indy levantó la antorcha para ver mejor.

La piedra, lisa en principio, no lo era tanto a medida que se acercaban a ella.

—No desesperes —aconsejó Jones, al tiempo que observaba cada centímetro del bloqueo lítico.

La pared presentaba una serie de incisiones muy desgastadas, apenas visibles con la luz de la antorcha. Sólo moviendo la luz del fuego era posible ver ciertos contornos, identificables únicamente a pocos centímetros de distancia.

—Son símbolos… —explicó Jones—. Sobrerrelieves…

—¡Doctor —reclamó Ibn-Basan con la voz quebrada—, esos tipos se nos acercan! ¡Puedo oírlos avanzar!

Indy no contestó. Estudiaba las figuras. Entonces, con la velocidad de un rayo, metió la mano derecha en su bolso y extrajo la herradura.

¡Eureka!... Los símbolos eran idénticos.

Sin mediar palabra, Indy apretó con fuerza aquellos que coincidían con los de la herradura.

Las pequeñas porciones líticas presionadas se hundieron en la pared. Aquello era parte de un artilugio mecánico increíble.

Indy se hizo hacia atrás justo cuando desde el interior de la gran piedra, colándose por los símbolos hundidos, poderosos rayos de luz compacta inundaban el pasillo, encegueciéndolos a los dos.

Ibn-Basan dio un alarido de terror. Volteó sin pensar y salió corriendo por el pasaje, embargado por el miedo.

Dos segundos después, se escucharon seis disparos e Ibn-Basan caía abatido con tres de ellos incrustados en el pecho.

Indy respondió con la Webley. Sólo le quedaba resistir y mantener su posición; pero un sonido seco y fuerte obligó al arqueólogo a girar y observar como la gran piedra giraba sobre goznes invisibles, abriendo un pórtico que hasta hacia segundos no existía.

Se acomodó el fedora y cruzó el dintel a toda velocidad. No había tiempo para pensar. Debía actuar. Mantenerse en movimiento. Alejarse de los sujetos que se le acercaban.

No bien ingresó en el nuevo recinto, la roca se volvió a correr, taponando la entrada; separándolo de sus perseguidores.

Lépido Celinni se detuvo sobre el cadáver de Ibn-Basan. Observó las heridas mortales en su abdomen; amartilló su Smith & Wesson y con un gesto seco ordenó a sus nueve esbirros a seguir adelante, sin sentir culpa por la nueva muerte cargada sobre su conciencia.

Los mercenarios que lo secundaban pertenecían a una tribu nómada que solía venderse al mejor postor. Casi en estado de inanición, no dudaban en inclinar sus fusiles a quien más pagaba. Y Celinni tenía con qué pagar.

Varios metros más adelante, se toparon con un pasillo bloqueado por completo.

 19

LA CÁMARA DE LAS ESTATUAS

Una vez que la roca hubo bloqueado el paso de Celinni y sus secuaces, Indy Jones se vio de pronto dentro de un recinto de lo más extraño, iluminado por una fuente de energía desconocida, incandescente, que no dejaba un solo rincón sin luz; obligando a que el arqueólogo tuviera que entrecerrar sus párpados, hasta habituarse a la tremenda claridad.

Cuando eso ocurrió, al cabo de unos minutos, Indy fue testigo de una escenografía recargada y bizarra que le cortó la respiración.

Ante él se levantaba una plataforma alargada con tres escalones no muy altos. Sobre ellos, un altar construido con piedras planas y perfectamente redondas, unidas entre sí; y, por encima de todo el complejo, una mesa lítica, rectangular, con una tablilla de madera parada,  llena de inscripciones, cuyos textos —a la distancia— no podía descifrar.

En la cara frontal de la mesa, perpendicular al piso y tallada en la piedra, Indy percibió la clara silueta de una herradura, apuntando sus picos hacia arriba. Levantó la herradura metálica que aún sostenía la y las comparó.

Eran idénticas. Encajaban perfectamente una con otra.

Un poco más atrás, a espaldas del altar, había tres inmensas estatuas de unos cuatro metros de alto cada una. Representaban un trío monstruoso. Eran los míticos protectores del lugar; deidades desconocidas emplazadas dos a cada lado de la  tablilla y una tercera —la más grande— cubriendo el centro.

Estaban talladas en granito. Exhibían rostros con colmillos muy largos y miradas furibundas que inspiraban un respeto reverencial. Además, por lo que podía ver, no había ninguna salida visible del lugar. Era una cámara hermética, en el más amplio sentido de la palabra.

Indy dio una paso temeroso y alerta hacia delante. Afirmó su pie derecho sobre el primer escalón y dejó que todo el peso de su cuerpo lo condujera hasta el siguiente peldaño. Pero algo ocurrió antes. Otro extraño mecanismo entró en funcionamiento y los acontecimientos se sucedieron con vertiginosa velocidad.

El escalón que pisaba se hundió, haciéndole perder el equilibrio y elevando la grada siguiente casi hasta su rodilla. Un crujido descomunal inundó la cámara y las dos estatuas laterales de granito se movieron sobre sus bases, perdieron estabilidad y, como si fuera en cámara lenta, empezaron a derrumbarse hacia delante.

Indy giró sobre su eje y dio un salto, esquivando la mole que se le venía encima; que cayó pesadamente contra el piso, partiéndose en mil pedazos a pocos centímetros de su cuerpo. La otra escultura imitó el recorrido de la anterior. Indy volvió dar otro brinco y la talla estalló muy cerca de sus pies.

Una nube espesa de polvo cubrió todo. Cuando la sala se despejó un poco, Jones se plantó frente al altar para observar cómo la tercer estatua crujía como si fuera de papel y se abría en dos, dejando disponible —por detrás— un largo túnel.

Había encontrado la salida.

De dos zancadas llegó hasta la mesa, tomó la  tablilla, la metió en su bolso y encaminó sus pasos por el pasadizo secreto.

¿A dónde conduciría?

Poco tardó en encontrar la respuesta.

Tras una corrida de más de cien metros y un giro hacia la derecha, Indy se topó con una pared de adobes cerrándole el paso. Si aquello era una salida, la pared no debería ser demasiado gruesa.

Eso pensó.

Extrajo su revólver, lo cargó con nuevas balas, lo levantó y vació el cargador contra el muro.

El barro seco se resquebrajó y profundos orificios debilitaron la estructura. Acto seguido, se acercó y le propinó con el hombro seis fuertes empellones. Al cabo de terminar con el sexto, la pared se desplomó hacia fuera.

Indy rodó por el polvo y los escombros. Cuando se reincorporó, el desierto nocturno se extendía silente bajo las estrellas. Todo indicaba que había recorrido el zigurat de un lado a otro.

Se sacudió el polvo que lo ensuciaba y con mucho sigilo recuperó el caballo, que seguía atado a la misma palmera en donde lo había dejado.

Montó y se perdió en la oscuridad, a todo galope.

19

LA CÁMARA DE LAS ESTATUAS

Una vez que la roca hubo bloqueado el paso de Celinni y sus secuaces, Indy Jones se vio de pronto dentro de un recinto de lo más extraño, iluminado por una fuente de energía desconocida, incandescente, que no dejaba un solo rincón sin luz; obligando a que el arqueólogo tuviera que entrecerrar sus párpados, hasta habituarse a la tremenda claridad.

Cuando eso ocurrió, al cabo de unos minutos, Indy fue testigo de una escenografía recargada y bizarra que le cortó la respiración.

Ante él se levantaba una plataforma alargada con tres escalones no muy altos. Sobre ellos, un altar construido con piedras planas y perfectamente redondas, unidas entre sí; y, por encima de todo el complejo, una mesa lítica, rectangular, con una tablilla de madera parada,  llena de inscripciones, cuyos textos —a la distancia— no podía descifrar.

En la cara frontal de la mesa, perpendicular al piso y tallada en la piedra, Indy percibió la clara silueta de una herradura, apuntando sus picos hacia arriba. Levantó la herradura metálica que aún sostenía la y las comparó.

Eran idénticas. Encajaban perfectamente una con otra.

Un poco más atrás, a espaldas del altar, había tres inmensas estatuas de unos cuatro metros de alto cada una. Representaban un trío monstruoso. Eran los míticos protectores del lugar; deidades desconocidas emplazadas dos a cada lado de la  tablilla y una tercera —la más grande— cubriendo el centro.

Estaban talladas en granito. Exhibían rostros con colmillos muy largos y miradas furibundas que inspiraban un respeto reverencial. Además, por lo que podía ver, no había ninguna salida visible del lugar. Era una cámara hermética, en el más amplio sentido de la palabra.

Indy dio una paso temeroso y alerta hacia delante. Afirmó su pie derecho sobre el primer escalón y dejó que todo el peso de su cuerpo lo condujera hasta el siguiente peldaño. Pero algo ocurrió antes. Otro extraño mecanismo entró en funcionamiento y los acontecimientos se sucedieron con vertiginosa velocidad.

El escalón que pisaba se hundió, haciéndole perder el equilibrio y elevando la grada siguiente casi hasta su rodilla. Un crujido descomunal inundó la cámara y las dos estatuas laterales de granito se movieron sobre sus bases, perdieron estabilidad y, como si fuera en cámara lenta, empezaron a derrumbarse hacia delante.

Indy giró sobre su eje y dio un salto, esquivando la mole que se le venía encima; que cayó pesadamente contra el piso, partiéndose en mil pedazos a pocos centímetros de su cuerpo. La otra escultura imitó el recorrido de la anterior. Indy volvió dar otro brinco y la talla estalló muy cerca de sus pies.

Una nube espesa de polvo cubrió todo. Cuando la sala se despejó un poco, Jones se plantó frente al altar para observar cómo la tercer estatua crujía como si fuera de papel y se abría en dos, dejando disponible —por detrás— un largo túnel.

Había encontrado la salida.

De dos zancadas llegó hasta la mesa, tomó la  tablilla, la metió en su bolso y encaminó sus pasos por el pasadizo secreto.

¿A dónde conduciría?

Poco tardó en encontrar la respuesta.

Tras una corrida de más de cien metros y un giro hacia la derecha, Indy se topó con una pared de adobes cerrándole el paso. Si aquello era una salida, la pared no debería ser demasiado gruesa.

Eso pensó.

Extrajo su revólver, lo cargó con nuevas balas, lo levantó y vació el cargador contra el muro.

El barro seco se resquebrajó y profundos orificios debilitaron la estructura. Acto seguido, se acercó y le propinó con el hombro seis fuertes empellones. Al cabo de terminar con el sexto, la pared se desplomó hacia fuera.

Indy rodó por el polvo y los escombros. Cuando se reincorporó, el desierto nocturno se extendía silente bajo las estrellas. Todo indicaba que había recorrido el zigurat de un lado a otro.

Se sacudió el polvo que lo ensuciaba y con mucho sigilo recuperó el caballo, que seguía atado a la misma palmera en donde lo había dejado.

Montó y se perdió en la oscuridad, a todo galope.

20 

“TÚ TAMBIÉN, HIJO MÍO”

Si puedes leer estas palabras, que te llevarán al recinto final en el que la Escalinata de los Sabios te eleve al más esclarecido de los conocimientos, eres un elegido que ha sabido seguir el camino correcto. Es ésta llave final, el corredor que te conducirá al Gran pórtico y de ahí al Anfiteatro de la Sapiencia Eterna en el que comulgarás con el Ser Primero como nunca nadie lo ha hecho antes. Eres un elegido, oh viajero; una verdadera herramienta de la divinidad. Bienaventurado por arribar a este recinto y merecido tienes conocer el lugar.

“A pasos de la Puerta de Los Leones, en el recinto circular central, encontrarás a dos metros, el ingenio que te permita llegar a lo que tanto has buscado.

“Sostén tus oraciones.

“Sed puro como el agua.

“Reverencia y teme a los mensajeros y, por sobre todo, no convoques a los himnos inferiores, que podrían trastocar por completo su esencia última”. 

Terminó de leer la tablilla montado en el caballo, a pocos minutos de llegar a la aldea en la que vivía la familia de Ibn-Basan y en donde el profesor Guaschino lo esperaba.

El texto era claro y escrito en latín. La directa alusión a la Puerta de los Leones era una referencia inequívoca al antiguo emplazamiento griego de la edad del bronce, conocido mundialmente como la ciudad de Micenas. Allí estaba la entrada definitiva y final.

Micenas… ¿Quién lo hubiera pensado? Había estado en ella hacía años; cuando era chico y recorría el mundo con su padre, mucho ante de que su madre falleciera. Todavía recordaba el impacto que le habían producido, a su curiosidad de infante, las enormes construcciones megalíticas del sitio. Y la puerta… esa puerta era inolvidable; bella y enigmática al mismo tiempo. Insondable y abierta a las interpretaciones más variadas.

Micenas… ¡Qué ironía! Grecia volvía a reclamar su presencia después de tantas vueltas.

El resoplido sediento del caballo obligó a que Indy volviera en sí; y al levantar la cabeza, observar la docena de casuchas, de adobe y paja, que se recortaban en medio de un desierto cercado por la nocturnidad.

La claridad era escasa. Sólo un fogón a medio prender destellaba en lo que parecía ser la calle principal. A ambos lados de ésta, las viviendas permanecías a oscuras. Parecían inhabitadas. Pero no era así. Todos dormían a esa temprana hora de la madrugada.

¿Cómo encararía a la mujer del rabdomante? ¿Qué le diría? ¿Cómo explicarle que su marido había muerto por una cuestión que ni él mismo terminaba de entender por completo? Era una situación de mierda. Horrible. Pero no tenía otro camino más que golpear la puerta, narrar todo y así, fríamente, recoger a Guaschino y marcharse del lugar.

Desensilló lentamente. Le dolía mucho el hombro derecho y estaba tan sucio como un cerdo. Deseba pegarse un baño, descansar en su casa, relajarse y recordar toda esa historia como si fuera el argumento de una película. Pero las circunstancias no se lo permitían. Seguía en medio del desierto irakí, cubierto de arena y polvo, cansado y perseguido por un grupo de nazis nostálgicos que querían matarlo a toda costa. Peor imposible.

Pero siempre se podía estar peor. Era una irónica ley de la vida.

No bien se acercó a la cabaña de Ibn-Basan y golpeó la puerta de madera, Hugo Guaschino la abrió, quedándose parado como estatua frente a él.

—Profesor —expresó Jones, aliviado en parte por no toparse en primera instancia con la viuda—, lo logré. Conseguí lo que buscábamos —agregó, y una sonrisa ladeada le marcó la cicatriz que tenía en la barbilla—. Tengo ubicado con exactitud el sitio.

Guaschino no movió un músculo y para cuando Indy amagó a sacar la Webley Mark IV, la peor de sus sospechas ya era un hecho.

—No se mueva, Jones —anunció alguien por detrás suyo.

Era una voz conocida, medida, casi elegante.

Indy giró levemente la cara y con el rabillo del ojo distinguió quien era.

Neutralizada por una fuerza armada de media docena de hombres, la aldea irakí se mantenía en absoluto silencio y total inactividad. Cada familia había sido obligada a permanecer en sus casas y nadie tenía autorización a circular por las calles de arena. El poder de los fusiles era en verdad convincente; máxime en una población de pastores desarmados que vivían en un estado casi de subsistencia económica y sin los privilegios de los adelantos técnicos de mediados de los años cincuenta. Podría decirse que el poder de Lorenzo Foscari en ese rincón del mundo era total.

Cuando Indy reconoció el rostro del italiano no pudo contener un bufido que mezclaba rabia e impotencia al mismo tiempo. Ese tipo era en verdad persistente. Casi como él.

Sin preámbulos ni saludos melodramáticos, Foscari le quitó la Webley de la cartuchera y metió su otra mano en el bolso que colgaba a un costado de Jones, extrayendo la tablilla. Entregó el revolver a uno de los esbirros que lo seguían y se apartó un par de metros para leer con fluidez el texto en latín. No le resultó para nada difícil. Conocía el idioma a la perfección. No de gusto era uno de los coleccionistas de arte clásico más conocidos del mundo de las antigüedades.

Cuando terminó de devorar cada uno de los renglones, una sonrisa muy blanca le cruzó la cara. Dirigió la mirada a Indy y se le acercó.

—Se lo agradezco mucho, doctor Jones—dijo—. Yo no hubiera podido recuperar esto con tan facilidad. Me alegro que lo haya hecho por mí.

Indy iba a responderle, pero se oyó un disparo en el aire y el muro de adobe de la casucha se vio salpicado por una andanada de balas, provenientes del desierto.

Sin meditarlo, se tiró encima del profesor Guaschino y ambos rodaron dentro de la vivienda, protegiéndose de la balacera que estalló en toda la aldea.

Celinni y sus tribu de mercenarios habían rodeado el lugar.

Foscari buscó refugio detrás de un bebedero para animales hecho de madera de palmera y desde esa posición, repelió el ataque con más tiros. Sus hombres hicieron lo propio, desde el lugar en que se encontraban.

Los disparos eran secos y se podía escuchar con claridad cómo impactaban en los techos y paredes de las chozas, o se incrustaban en la arena que dominaba todo el lugar.

Por espacio de media hora los agentes de Foscari mantuvieron sus posiciones. Celinni no se quedaba atrás. Si el problemas se mantenía por más tiempo, amanecería sin que se encontrara una solución y Foscari no desea que eso se convirtiera en una guerra de trincheras.

Agazapado corrió hasta la vivienda más cercana. Dio un golpe a la puerta de madera, entró y tomó por el cabello a una mujer entrada en años, una vieja que gritó con el terror recorriéndole la vísceras.

Un segundo después el guía que había contratado en Bagdad entró también, pisándole los talones, trastabillando y quedando desparramado en el piso a su lado.

—¡Dígale que hable con esos hombres en su idioma! —le ordenó Foscari—. ¡Que los soborne! ¡Que les le pagaré el triple que el cerdo de Celinni!

El traductor cumplió. La anciana se asomó temblando en la puerta, de milagro no fue alcanzada por una bala, que la estimuló a gritar muy fuerte la oferta del italiano.

Un minutos después los disparos cesaron.

¿Habría tenido efecto la artimaña?

Cinco minutos más tarde, se oyó un improperio agudo y al rato, Lépido Celinni era llevado desarmado y a los empujones, hasta la calle principal del villorrio.

Foscari salió de la casucha.

—“Tú también, hijo mío”… —ironizó mirándolo a los ojos—. Deberías elegir mejor a tus aliados, Lépido. Mira en que situación embarazosa te encuentras ahora. Desarmado por tus propios hombres, a merced de mi ira y con la traición sobre tu conciencia. ¿Qué pretendías? ¿Abrirte del grupo y no ser castigado? ¿Salirte con la tuya? Te juro que me sorprendió saber que eras tú el que andaba detrás de Jones. Nunca lo había imaginado. Pero Bagdad tiene tantas bocas dispuestas a hablar por un puñado de dólares que te sorprenderías. Eres un idiota.

Y sin más, apoyó el caño de su pistola en la frente del satanista y le voló la tapa de los sesos.

Celinni se desplomó de espalda y la arena se encargó de absorber la sangre que manó de su cráneo.

21

TRAMPAS ANTIGUAS

Península de Argólida, Grecia.

2 días después. 

Imponente, pétrea, guerrera.

Así demostraba haber sido Micenas en sus días de gloria. Un importante bastión militar que desde el XIV antes de Cristo, y durante casi trescientos años, fuera capaz de conquistar, por las armas y el comercio, lugares tan distantes de la Grecia continental como Creta y Chipre. Silente, las ruinas eran sólo la sombra de su antiguo poderío. Aún así, frente a ellas era posible reconstruir mentalmente la sociedad conquistadora y violenta de su tiempo.

Construida al noroeste de la península de Argólida, Micenas era la decana en una larga serie de ciudadelas, de la primera etapa de la historia griega; y por ello constituía una yacimiento de primer orden a la hora de conocer el origen cultural de los helenos. Aquea y dominada por un gobierno militar aguerrido, era la prueba palpable de una época insegura, conflictiva y de guerras permanentes, en la cual enfrentamientos, comercio y latrocinio se mezclaban obligando a levantar ciclópeas murallas entorno a las viviendas y palacios.

Cuando el arqueólogo alemán Heinrich Schlieman la descubriera a fines del siglo XIX, había creído encontrar la legendaria capital del rey Agamenón, héroe ficticio del poema épico escrito por Homero —La Ilíada— en el siglo VIII antes de Cristo.

La fortaleza, edificada sobre una colina aislada (acrópolis), adoptaba una tonalidad dorada al atardecer. Los mortecinos rayos del sol impactaban contra sus muros gigantescos, de cinco a catorce metros de espesos, como lo venía haciendo desde hacía más de dos mil quinientos años; y sus torres y bastiones, desgastados por la erosión, se revelaban inmutables, manteniendo el señorío de una construcción que los poetas antiguos decían había sido hecha por gigantes.

Y gigantes eran en verdad los tres hombres armados que custodiaban los movimientos de Indy Jones a medida que el grupo, comandado por Foscari y Reindhardt, avanzaba por el camino de grava que conducía a la Puerta de los Leones.

No era común, ni estaba permitido, que hubiera gente en el yacimiento arqueológico a esas horas. El Departamento de Antigüedades Griegas era celoso al respecto; pero la fama de Foscari —como especialista y coleccionista de arte clásico— lo precedía; de igual manera que sus dólares, para sobornar a los funcionarios que hiciera falta. Nadie los molestaría, ni levantarían quejas. Micenas era de ellos, al menos por veinticuatro horas. Era más que suficiente.

—Deténgase aquí —ordenó el italiano.

—¿Esa es la puerta? —inquirió Reindhardt.

Foscari asintió con la cabeza.

Indy sostuvo al profesor Guaschino, agarrándolo por el antebrazo izquierdo. El viejo mostraba señales de agotamiento. Octogenario como era, un viaje desde Bagdad en avión privado, sin escalas, y una inmediata excursión por un terraplén que se elevaba a cada paso, era demasiado.

—Aguante, profesor —le alentó Indy—. Ya llegamos.

Pero Guaschino, extenuado, no pidió permiso y se apoyó sobre una gran roca a tomar aire y descansar sus piernas.

Nadie lo reprendió por semejante acto de independencia. Estaban extasiados ante el primer ejemplar de escultura monumental en suelo griego.

La Puerta de los Leones era una estructura simple, formada por un umbral, dos columnas y un arquitrabe de piedra calcárea que exhibía sobre el dintel, a modo de blasón, dos leones tallados, uno frente a otro, en acto de adoración a una divinidad simbolizada por una columna de claro estilo cretense. Sus cuerpos tensionados mostraban energía y un vigor digno de las fieras que los mesopotámicos solían esculpir miles de años antes que esa puerta fuera construida.

—Pocas veces una conexión entre culturas estuvo tanto tiempo a la vista de todos de manera tan clara —masculló Guaschino mirando la disposición y estilo de los felinos.

Esta vez sí, Foscari le respondió.

—¿No es increíble cómo todo va tomando sentido, profesor? Venimos desde la mesopotamia hasta este sitio para corroborar con esa talla de piedra, y sus formas, que estamos en el buen camino.

—Recuerde que los caminos sueles cortarse cuando uno menos lo espera —agregó Indy.

—¡No sea tan pesimista, Jones! —sonrió el italiano—. Usted es el “héroe” de toda esta historia. Debería estar contento. Como suele decirse: “No podría haber hecho esto sin ti” —ironizó—. Y ahora, señores, a buscar el recinto del que nos habla la tablilla que “encontramos” en Irak.

No tardaron en encontrarlo.

A sólo ciento cincuenta metros, después de atravesar el leonino pórtico, un dromo o corredor excavado en la ladera de un cerro, conducía hasta otra puerta de forma trapezoidal que tenía un perfecto triángulo como ventiluz por encima del dintel. Era una típica tumba micénica, a la que los especialistas solían clasificar con el nombre de tholos. Una muestra de arquitectura evolucionada. El resultado de siglos de experiencia, ensayo y error.

El corredor conducía a una habitación circular, cubierta por una cúpula de catorce metros de altura y un diámetro de idénticas dimensiones. Estaba revestida por grandes piedras cuadradas y —por lo que se podía observar— antiguamente pintada con fuertes colores, de los que ya casi no quedaban más que meros indicios.

—La Cámara del Tesoro de Atreo —explicó Indy al atravesar la puerta.

—¿Quién es ese? —inquirió Reindhardt, sorprendido por la perfecta juntura de las piedras.

—El mítico padre de Agamenón y Menelao —intervino Foscari, igual de extasiado.

—Sí, pero todos modos es una leyendas —aclaró Jones—. Esta construcción es cuatrocientos años más antigua que la fecha en la que vivieron esos personajes. No modifiquemos el pasado… como solía hacerlo su Führer —agregó, mirándolo a Reindhardt con antipatía.

En ese momento el sol alargó más las sombras y los esbirros del conde prendieron sendas linternas apara ver mejor.

—Muy bien, señores, aquí estamos —dijo Foscari contemplando la cúpula—. ¿Qué sugiere que hagamos ahora? —le preguntó a Jones.

—¿No puede hacerlo sin mí? —sonrió Indy.

Foscari levantó su arma y le apuntó a Guaschino a la cabeza.

—Claro que sí—contestó—, pero no tengo ganas de pensar en este momento. ¿Quiere que lo incentive dándole un tiro a otro de sus amigos? ¿Eso serviría, doctor Jones?

¡Qué maldito! ¡Qué ser despreciable era ese aristócrata italiano!, pensó Indy. El muy cerdo conocía bien el paño. Sabía que los griegos antiguos solían instalar trampas mecánicas muy ingeniosas en sus complejos arquitectónicos, especialmente en los funerarios; y que muchos textos históricos hablaban de muertes terribles como producto de las mismas. Púas envenenadas, rocas que se desprendían aplastando gente, ingeniosos conductos de agua que ahogaban los profanadores, eran algunas de las muchas técnicas helenas que se consignaban en los documentos; y aunque sólo en contadas ocasiones los arqueólogos modernos habían sido sorprendidos por esos artilugios mortales, el peligro siempre estaba presente. Una vez más, las trampas del pasado se conjugaban para condicionar el presente, ahuyentando a los indeseables de los sitios sagrados.

Foscari ordenó que sus hombres salieran del tholos y, junto a Reindhardt, se parapetó —arma en mano— en el marco de la puerta de piedra, dejando a Indy y Guaschino en el centro de la cámara.

—Sírvanse —dijo arrojándoles una linterna—. Haga su trabajo, doctor. Justifique las horas de vida que les regalé.

Foscari no bromeaba. Aunque su tono sonara risueño, la mirada del italiano inspiraba temor. Indy conocía de su sangre fría. Había visto con sus propios ojos cómo había asesinado al arqueólogo turco en Constantinopla. De seguro no dudaría en jalar del gatillo, volándole la tapa de los sesos a Guaschino. No había titubeado en Irak al matar a Ibn-Basan. No lo haría ahora.

Tenía que pensar con rapidez. Atar cabos. Recordar frases, unir indicios. Lo primero que le vino a la memoria fueron las palabras de la tablilla que rescatara hacía dos días: “A pasos de la Puerta de Los Leones, en el recinto circular central, encontrarás a dos metros, el ingenio que te permita llegar a lo que tanto has buscado”.

Ya estaba en el recinto, pero….¿dos metros? ¿A dos metros de qué? ¿De donde? ¿De profundidad?... Era imposible ponerse a cavar en el suelo del tholos.

Tholos…

Sí, por ahí podía develarse el enigma.

Un tholos es una tumba.

En un tumba hay muertos y los muertos… ¿dónde van los muertos?

¡Al cielo!... ¡Sí, las almas se elevan!... Van al cielo.

Dirigió la linterna hacia arriba y recorrió con el as de su luz las piedras cinceladas que se elevaban, justamente dos metros, del nivel del piso.

Todas eran lisas. Planas. Todas…. No. No todas. Había una, justo sobre el dintel de la puerta, entre el marco superior y el triángulo que hacía las veces de tragaluz, una roca que tenía tallado un ojo. Desgastado, casi invisible, pero ahí estaba. Era un aojos místico, un símbolo de sabiduría. Una llave quizás al conocimiento eterno que todos buscaban.

Foscari reconoció algo en el rostro del arqueólogo y avanzó un paso.

Indy atrajo al profesor Guaschino a su lado.

—Sujéteme unos segundos, por favor. Flexione las rodillas y apóyese en la pared. Me pararé sólo un rato sobre sus piernas. Tengo que verificar algo. ¿Cree que podrá soportarme?

El anciano lo miró frunciendo los labios. Por dentro aún se sentía de cuarenta años.

—Hágalo —sentenció casi ofendido.

—Tenga cuidado con lo que hace, Jones —agregó Foscari—. Cualquier movimiento extraño y son hombres muertos.

Indy desatendió la amenaza. Colocó su pie derecho sobre la pierna de Guaschino y se impulsó hacia arriba, iluminando la piedra en cuestión.

No cabía duda. Era un ojo.

Lo recorrió por los bordes. Sopló el polvo acumulado. Sintió al anciano gemir por debajo suyo y cuando estaba a punto de bajar la vista para verificar el estado de su colega, Guaschino se combó hacía adelante. Todo el peso de Jones fue a parar contra el muro; pegó con el codo el centro del ojo y cayó pesadamente desde lo alto

Entonces todo ocurrió.

El umbral rectangular en el que Foscari y Reindhardt estaban parados, justo debajo del marco de la puerta, se elevó de un saque, impulsado desde abajo, catapultando a los dos reos dentro del tholos y bloqueando la entrada herméticamente; separándolos de los seis hombreas armados que quedaron, sorprendidos, en el exterior de la tumba.

Indy no entendía lo que había pasado.

Foscari se reincorporó de un salto. Iluminó a su enemigo al rostro y le apuntó la pistola directo a la nariz.

—¡Maldito! ¿Qué ha hecho?... ¡Voy a asesinarlo, Jones!

Pero un extraño ruido interrumpió el cordial monólogo que se estaba iniciando.

Ambos, Foscari e Indy, buscaron con las linternas la fuente del sonido.

Y la encontraron.

Eran dos orificios, de grueso calibre, que desde el centro mismo de la cúpula del techo, expedían arena.

Mucha arena.

Toneladas.

—¡Dios! —exclamó Guaschino—. ¡Vamos a morir todos asfixiados!

En menos de cinco minutos la arena les llegó a las rodillas. Y seguía subiendo.

Reindhardt había entrado en pánico. Golpeaba las paredes del tholos con desesperación. Gritaba en alemán. Casi sollozaba. Foscari hacía lo propio. Tenía la cara roja, los pómulos inyectados de sangre y las pupilas dilatadas por la escasa luz y el horror.

Indy sabía que era imposible frenar ese drenaje. Los agujeros por los cuales se filtraba estaban a catorce metros de altura. Para cuando llegaran allá arriba, sus pulmones estarían llenos de arena. Si no ocurría un milagro, iban a morir.

Pero Indy no creía en milagros. El destino lo construía uno mismo. Y si habían caído en semejante trampa, seguramente tenía que existir una salida.

Fue cuando volvió a repasar en su cabeza las pistas que lo habían llevado a ese lugar de Grecia. La clave tenía estar en algún lado. De alguna forma debía existir el modo de frenar la arena. No podía ser sólo una trampa mortal. No después de recorrer medio mundo para llegar casi a la puerta de la sapiencia.

Piensa

Piensa… se dijo a sí mismo.

Y como por arte de magia tres palabras estallaron frente a sus ojos. Tres palabras que había traducido del latín en el tablón robado del Vaticano. La primer consigna. La recomendación primigenia.

Tres palabras que podían ser la clave de todo: 

Lavaos, sed puros”. 

¿Qué podía significar eso es semejante circunstancia? ¿Una simple metáfora poética?

Lavaos… Sed puros…

¿Pero con qué lavarse?... ¿Para qué?

La arena aceleró su caída en menos tiempo del imaginado y a diez minutos de haberse iniciado el proceso, los granos molidos ya llegaban hasta el dintel de entrada.

Guaschino luchaba por subir, evitando el peso de la arena acumulada en la parte inferior de su cuerpo. Todos hacían lo mismo. De hecho, subían junto con ella, tratando de conservarse arriba, la ascendente superficie que se elevaba más y más hacia la cúpula.

“Lavaos, sed puros”…

¡Joder!, masculló Indy. ¿Con qué podía lavarse? No podía encontrar respuesta. ¿Bastaría una friega en seco?...

En eso tragó un poco de arena y tosió.

La saliva se desprendió por entre sus labios, quedando colgada de un hilo líquido y flemoso.

Fue como un acto de iluminación budista.

Ahí tenía lo que necesitaba. Su propio cuerpo segregaba la solución a todo.

Abrió las palmas de ambas manos y escupió copiosamente en ellas. Luego la refregó con fuerza, limpiando los pliegues de sus dedos con el espumoso elemento.

Ya estaba limpio.

Se arrastró hacia el ojo tallado, que ya casi estaba tapado. Extendió los dedos y apoyó ambas palmas sobre el dibujo.

Era puro. Y estaba limpio.

Debería bastar.

Y bastó.

Repentinamente la arena dejó de salir por los orificios de la cúpula.

—¿Qué demonios es lo que hizo? —inquirió Foscari semienterrado casi hasta los hombros.

—Solucionar problemas —respondió Jones, sonriendo con engreimiento no disimulado.

Pero los misterios de la cámara mortuoria no terminaban ahí.

Un ruido seco, proveniente de los niveles más hondos del tholos, retumbó en el recinto.

Al principio no sintieron nada especial, pero dos minutos más tarde, la arena adoptó la forma de embudo y empezó a chuparse todo hacia abajo. Era como estar en el interior de un antiguo reloj de sílice.

El primero en ser tragado fue Reindhardt, seguido de inmediato por Guaschino, Foscari e Indy.

Estar dentro de un remolino de arena, sintiendo que se es succionado hacia abajo, no era una de las sensaciones más agradables que Indy había experimentado en su vida.

Trataba de no respirar y controlar su miedo de no salir nunca de ahí. Pero su cuerpo le decía que estaban cayendo, y que tarde o temprano esa caída tenía que terminar.

Sólo era una cuestión de autocontrol.

¡Aguanta!, se dijo para sí. ¡Soporta un rato más!

22

 SAPIENCIA ABSOLUTA

Cuando se levantó del piso chorreando arena, vio al profesor Guaschino tirado a su lado, semiinconsciente y respirando con dificultad. El anciano tenía los ojos entrecerrados, los lagrimales sucios y su pecho subía y bajaba rítmicamente, mientras trataba de recuperarse.

Indy se le acercó. Le quitó un poco de arena de los labios y ayudó a que se sentara. Recién entonces empezó a inhalar y exhalar con mayor normalidad.

—Respire hondo. Tranquilícese. Ya pasó lo peor.

Y dicho eso dirigió sus ojos hacia lugar en el que habían caído.

Reindhardt y Foscari le daban la espalda. No le prestaron la acrecencia mínima atención. Ambos estaban anonadados por el espectáculo que se desplegaba ante ellos. En aquel momento Indy tomó consciencia en dónde se encontraban.

Era un recinto enorme, iluminado por antorchas clavadas contra la pared. Losas gigantescas, perfectamente pulidas cubrían el suelo. Eran de mármol de Carrara, brillantes; y reflejaban la claridad de las llamas, triplicándola. Los muros, de roca tallada sin limar, trepaban hasta los veinticinco o treinta metros y, allá arriba, se combaban en un arco de medio punto formando una ojiva de estilo gótico, que recordaba los techos de algunas iglesias medievales del siglo XIII.

¿Qué era ese lugar?

¿Había llegado finalmente?

Sólo una breve recorrida más con la vista y la gran duda que acosaba a Indy Jones fue respondida.

A pocos pasos por delante de él, una escalinata anchísima ascendía hasta una puerta muy alta y cerrada, hecha de dura madera de ébano. Algo de claridad se colaba por sus hendijas, generando finos ases de luces que semejaban los rayos de un sol cálido tratando de colarse desde el otro lado.

Contó y eran siete.

Siete los peldaños.

Y siete las palabras esculpidas en cada uno de ellos. Palabras en latín que reproducían las condiciones que Jones había leído en el tablón pintado que estaba depositado, a buen resguardo, en una caja fuerte de Suiza.

No cabía la menor duda: estaba ante la mismísima Escalinata de los Sabios.

La había encontrado.

Se encontraba ante las puertas del Anfiteatro de la Sapiencia Eterna.

En ese instante, Reindhardt volteó hacia él. Tenía la cara iluminada, sonreía y sus facciones eran las de un hombre enajenado, demente de poder. Dos metros más adelante, Foscari también giró y miró a Jones. Esta vez Indy advirtió que el italiano tenía un brillo extraño en su mirada. Si la de Reindhart irradiaba locura, la de Foscari era una viva materialización de la más absoluta embriaguez e irracionalismo.

El italiano no tardó en apuntarle con su pistola, que evidentemente no había perdido en el vórtice de arena.

—¿Cuántos siglos hace que la humanidad buscaba este lugar, doctor Jones? —preguntó retórico, con tono melodramático—. ¿Cuántas almas quedaron en el camino antes de alcanzar este umbral de misterio y conocimiento absoluto?... ¿Miles?... No, nunca hubo tanta gente ilustrada; pero sé que fueron muchos.

Indy no respondió. Estaba azorado. Su mente cavilaba alguna frase; algo qué decir para frenar a ese loco. Pero sabía que no iba a ser escuchado. Foscari destilaba entusiasmo. Se lo veía exultante. Se sentía un elegido. Un ser superior, casi un maestro de la alquimia.

—Seré el primero en develar sus secretos, doctor Jones. y, como le dije antes: todo gracias a usted. Merece ser testigo de ello. Observe cómo adquiero el poder divino de la sapiencia. ¡Hasta redimiré a la humanidad de su pecado original! ¡Cuando atraviese ese portal, me retrotraeré al momento anterior a la Caída del Paraíso!

Algo de todo ese discurso tenia cierta lógica bíblica, pero sonaba como el parloteo de un desequilibrado.

Entonces, Foscari trepó el primer peldaño.

—No se lo recomiendo —alegó Indy con gravedad en su voz—. Puede ser muy peligroso para todos.

—¡No para mí! —respondió el conde y subió tres escalones más.

“Sostén tus oraciones.

“Sed puro como el agua”.

Eso sostenía el texto encontrado en Irak y Foscari no cumplía con ninguno de los dos requisitos.

Indy tembló por dentro.

¿Qué podría suceder si ese impuro abría la puerta? Recordaba los furiosos fenómenos que se habían desatado, hacia décadas, cuando los nazis habían destapado el Arca de la Alianza en aquella isla del Mediterráneo[3]. De seguro esta vez no iba a tener tanta suerte.

Amagó avanzar hacia la escalera, pero Reindhardt se le abalanzó encima; lo empujó contra pared y con el antebrazo le presionó el cuello.

No dejó que la furia que crecía se calmara. Sin esperar un segundo, lanzó un rodillazo contra la ingle del alemán y cuando lo tuvo medio corvado delante suyo, le aplastó los dos puños en la nuca, dejándolo desparramado en el piso.

—¡Esto es por los viejos tiempos, nazi de mierda! —ladró encrespado de rabia.

Levantó la vista.

Foscari estiraba el brazo para abrir el pórtico.

—¡No lo haga! —volvió a exclamar Indy; y justo cuando empezaba a subir la escalinata, el profesor Guaschino, haciendo un esfuerzo sobrehumano, se le interpuso en el camino, frenándolo, al sujetarlo de la cazadora de cuero.

—¡No vaya, Jones!... ¡No suba! —rogó el anciano.

En ese mismo instante, Foscari hizo crujir los goznes del portón.

Desde la más remota antigüedad, los filósofos y sabios definían la eternidad como un lugar sin tiempo; como un punto central desde donde se podía observar el pasado, el presente y el futuro, conociendo lo sucedido, registrando lo que pasaba y teniendo absoluta certeza de lo iba a ocurrir.

Eso fue lo que Foscari experimentó al atravesar el umbral.

Una niebla densa lo sumió casi en la más absoluta oscuridad y las luces de todo el universo impactaron en sus ojos, encegueciéndolo. Pero la dolorosa sensación duró muy poco. Segundos después de aquel flash de colores, su cuerpo se sintió flotar en la nada. Era liviano. Grácil. Como una nube, sobrevolando por encima de un paisaje que no reconocía.

De a poco, sus pupilas fueron detectando figuras y contornos. Las veía desde arriba, desde abajo, desde los costados. Todo al mismo tiempo. Un panóptico perfecto. Omnisciente, divino.

La masa corporal del italiano parecía haberse evaporado. Flotaba.

Le costó, en principio, adaptarse a esa mirada totalizante. Pero a los pocos segundos, las formas sombrías que volaban en círculo, se fueron aclarando hasta tomar el aspecto de personas y paisaje, objetos e ideas.

Un vórtice de sucesos pasados, de pensamientos y secretos insondables, se le hacían claro ante los ojos y ante su mente, expansionada al infinito.

Vio su parto y a su madre. Vio su primer libro y su primera estatuilla de colección. Sintió el olor a gardenias del patio de la casa de su abuela y los rostros felices de ciertos amigos, que había olvidado.

Volteó la cabeza para otro lado del círculo y alcanzó a divisar a la única mujer que había amado, cuando tenía dieciocho años. Sus curvas. Su boca. Escuchó su voz. Y su auto de la juventud. Hasta experimentó la sensación del aceite corriéndole por dedos cuando, en una ocasión, se había roto el filtro del motor, en un viaje a la playa.

Podía ver todo.

Con un pestañeo lo vio al Führer en su casa, en la intimidad y lo escuchó. Conoció sus pensamientos más profundos, más privados. Y lo mismo pasó con César, y con Napoleón, con Cristo y Mussolini.

Todos los mapas del mundo se gravaron en su mente. Y entendió todas las tácticas y estrategias desde el paleolítico hasta una guerra que desconocía y que, con seguridad se libraría en el futuro.

Hacía él quería ir. Y con sólo desearlo, el carrusel de imágenes giró y desde el centro en el que se encontraba, vio aviones a chorro, y misiles poderoso sobrevolar un golfo enorme, destruyendo la ciudad que hacía sólo días había recorrido: Bagdad.

Y vio a Jones. A Indiana Jones de niño viajando con un hombre alto, vestido de tweed y sombrero inglés. Era el padre de ese cerdo. Se los veía felices, aunque distantes. El viejo tenía muchas cosas en mente y se arrepentiría en el futuro de no dedicarle más tiempo al pequeño.

Entonces, un entierro. Una madre que moría y un niño que lloraba.

Los paisaje de todos los tiempos brotaron de la nada. Vio como se formaban los Alpes y los Andes y los Apeninos, incluso los Himalayas.

Y siguió.

Aprendiendo.

 Conociendo. Sintiéndose casi un Dios. Y de pronto, desde la nada, del círculo exterior, una silueta.

Negra.

Espesa.

Que se le acercaba, rompiendo con la experiencia que hasta ese instante había sentido. No respondía a sus dudas. No era posible descifrarla ni controlarla.

Se le acercó más.

Y más…

Y ya a centímetros de su rostro, una cara que conocía muy bien cobró forma. Una forma demoníaca, salvaje. Dispuesta a devorar el alma, el cuerpo y todo lo que pudiera ser devorado.

Recién entonces la reconoció.

Lépido Celinni, convertido en un ser monstruoso, le cruzó el cuerpo con una garra filosa que sobresalía de sus manos.

Era el demonio mismo. La serpiente bíblica, que reclama una venganza que sólo en ese sitio podía hacer realidad.

Indy oyó el alarido y se le heló la sangre.

No dejaba de mirar el pórtico, que explotaba con luces fortísimas.

—¿Qué fue eso, profesor? —le preguntó a Guaschino.

El viejo lo hizo hacia atrás. No deseaba que el arqueólogo intentara siquiera subir esos escalones.

—La segunda Caída, doctor.

No había terminado de pronunciar esa respuesta cuando una cabeza tronchada salió despedida por la puerta, recorrió el aire a velocidad increíble, rebotó en los siete peldaños y terminó depositándose en las puntas de los zapatos de Indy.

Jones bajó la vista.

—¡Dios! —exclamó, retrocediendo otro paso.

Era la cabeza decapitada de Foscari. Babeante. Desencajada. Monstruosa.

Algo era evidente; el conde no reunía las condiciones para entrar en el Anfiteatro de la Sapiencia Eterna.

Y de pronto, las antorchas se apagaron y todo quedó sumido en la más absoluta oscuridad.

Pero Indiana Jones no sintió miedo.

Tenía el alma en paz después de muchos días de jaleo.

El amanecer de aquel nuevo día sorprendió a Indy de rodillas junto al cuerpo inerte de Hugo Guaschino. El viejo no había soportado el ajetreo final y su corazón dijo “basta” iniciada la madrugada. Murió en los brazos del arqueólogo sin decir palabra y con una apenas dibujada sonrisa en sus labios. Tenía una mirada serena y sabía que con su muerte silenciosa posponía, para un futuro incierto, la potencial nueva búsqueda de la escalinata mística. Parte de los secretos se morían con él. La otra parte quedaba resguardaba por la conciencia del doctor Jones que, estaba seguro, la cuidaría con su propia vida. El hecho de no haberle dado nunca el número de la cuenta y caja de seguridad del banco de Suiza, era lo único que le permitía morir en paz. La plancha de madera pintada con la que se iniciara todo estaba a buen resguardo. Nadie podría sacarla de ahí sin orden judicial; y eso sólo podía ocurrir después de transcurridos ciento cincuenta años. En verdad eran previsores esos banqueros suizos.

Cuando Guaschino dio el último suspiro, Indy apoyó su cabeza en la tierra y observó por unos segundos el cielo anaranjado de la alborada. Estaba en medio de un campo lleno de ruinas. Los suburbios de Micenas, a centenares de metros del tholos y en una zona que originariamente había congregado a los campesinos que alimentaban la antigua capital. Algo los había trasladado a ese lugar. Algo que no recordaba; ya que después del apagón, su conciencia se vio enturbiada por un mareo profundo que olía a gardenias y pimpollos de jazmines.

23

EPÍLOGO

Ciudad del Vaticano, Italia.

24 horas más tarde.

Sir John August se acomodó en el sillón del lujoso salón de recepciones y prendió un cigarrillo, muy a pesar del cartelito que había sobre el escritorio del Cardenal Pazzini y en el que podía leerse “Prohibido Fumar”.

Al escuchar el ruido del encendedor, el obeso sacerdote levantó la vista del expediente que ojeaba y lo miró fijamente. August creyó que lo iba a reprender.

—No se haga problema —sentenció Pazzini—. Tenemos otros problemas más importantes por los que preocuparnos—. Señaló los tapices que adornaban las paredes de la sala y agregó:—Dicen que el humo que es hace daño. ¡A cagar con el humo! Déme uno. ¿Son rubios, verdad?

El inglés extrajo la marquilla de tabaco ruso del bolsillo y le extendió uno a su anfitrión.

—No debería apoyar a la industria del enemigo, sir John… —bromeó Pazzini al detectar el origen del cigarrillo.

—Si fuera sólo por esto, no sería nada. Nuestros enemigos no son las tabacaleras soviéticas, cardenal. Y eso usted lo sabe muy bien.

Pazzini se recostó en la butaca de felpa roja y apoyó las manos sobre su abultado abdomen.

—Por lo pronto la reubicación ha empezado y eso, de por sí, ya es un logro. Sin el lote XXIV nadie tiene elementos para encantarlos, ni seguir sus rastros. Y sin el tablón, mi participación en la “Ruta de las Ratas” queda absolutamente limpia de todo pecado —río—. ¿Qué hará usted?

—¿Yo?... Regresar a Londres, a mis tareas cotidianas y monitorear que nuestros amigos terminen de instalarse en sus nuevas residencias. Ya con eso tengo, al menos, dos años de trabajo pesado.

—Hágalo a conciencia, Sir John —dijo y le extendió la mano.

El inglés se puso de pie y apretó la diestra del cardenal.

—Eminencia, espero no verlo en mucho tiempo.

—Y yo espero no verlo nunca más —respondió Pazzini con una amplia sonrisa—. Eso será una señal de que todo marcha bien en nuestros asuntos, ¿no cree?

August retiró su mano. Giró sobre los talones y salió del despacho.

Angelo Pazzini se inclinó hacia el expediente que había leído; tomó un sello y lo estampó en el ángulo superior derecho de la primera hoja.

ARCHIVAR / DESAPARECIDOS, decía.

Eran los legajos personales de Lorenzo Foscari y de Josef Reindhardt.

En ese mismo instante, pero a kilómetros de distancia, Indiana Jones embarcaba en el aeroplano que, desde Atenas, lo llevaría a Connecticut y a su cátedra de Arqueología Teórica en el Marshall College. En el fondo no era otra cosa que un simple profesor. 

FIN


EL AUTOR

Fernando Jorge Soto Roland

Profesor en Historia, escritor, explorador.

Nació en Buenos Aires el 16 de marzo de 1963. Durante más de veinte años residió en Mar de Plata, República Argentina, instalándose finalmente en su ciudad natal a partir del año 2002.

Se graduó con honores como Profesor en Historia en la Facultad de Humanidades de la UNMdP y ejerce su labor profesional en el ámbito universitario y secundario desde 1992. Es autor de numerosos libros, artículos y ensayos tanto en Argentina como en el extranjero; editando en 1997 su primer trabajo, Visitantes de la Noche, en el que describe y analiza una de las expresiones más desarrolladas y perdurables del imaginario de la cultura occidental: la creencia en fantasmas. Siguiendo esta línea, abordó el tema de los exploradores y las exploraciones durante el siglo XIX; publicando “Aproximación al imaginario de los exploradores durante la Era del Imperio (1875-1914)”, en donde investiga profundamente la postura occidental frente a “los Otros”, a partir del análisis de una novela ejemplar para dicho caso: El Mundo Perdido de Sir Arthur Conan Doyle.

Asiduo viajero y explorador “con bajo presupuesto” (como él mismo gusta llamarse) es un enamorado de la cultura incaica y ha realizado numerosos viajes al Perú, entablando amistad con grandes arqueólogos y exploradores del medio. Amante de la exploración y la aventura, organizó y dirigió en 1998 una expedición por la cuenca amazónica peruana, en pos de las ruinas de Vilcabamba “La Vieja”, la última capital de los incas (de la que ha publicado un libro); y desde hace más de una década se encuentra abocado al estudio y búsqueda de la legendaria ciudad perdida del Paititi (que, según él mismo dice, “se ha convertido en una obsesión”).

Adepto al jazz, a Frank Sinatra y Bobby Darin, a la escritura y la lectura, disfruta de los contrastes que le producen ambientes tan disímiles como lo son las aulas y la selvas sudamericanas. Amante de su profesión, de sus hijos (Rodrigo y Florencia) está siempre a la espera de calzarse la mochila y partir tras las huellas del imaginario colectivo que, quizás algún día, lo lleven ante las puertas de su tan romántica ciudad perdida; ya que “la esperanza siempre es mucho más fuerte que la experiencia” (FJSR).

  (sotopaikikin@hotmail.com)

Referencias:

[1] Véase: Black, Campbell, Los Cazadores del Arca Perdida, Editorial Planeta, Barcelona, 1981.

[2] Aquelarre: reunión de brujas en las que se adoraba al Diablo.

[3] Véase: Black, Campbell, Los Cazadores del Arca Perdida, Editorial Planeta, Barcelona, 1981.

Fernando Jorge Soto Roland

sotopaikikin@hotmail.com

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