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y la maldición de las momias azules Novela por Fernando Jorge Soto Roland |
Indiana Jones es una marca registrada de Paramount Pictures & LucasFilms Ltd. |
PARTE I |
“…Divertir ha sido únicamente mi empeño. |
PRÓLOGO Cuaderno
de Notas del
Profesor
Robert Brooks Desierto
de Atacama 30
de septiembre de 1935 “21:30
horas. Aunque
estamos cansados, no podemos pegar un ojo. La excitación del
descubrimiento de hoy por la tarde nos tiene a todos sobresaltados y con
una felicidad indecible, difícil de traducir con palabras. Nos hemos
topado con algo realmente extraño y por lo que deduzco se nos vienen
varios años de investigación encima. No faltaran patrocinadores, de eso
no tengo duda. Las momias son fantásticas, algo jamás visto en parte
alguna del mundo. todos quedaremos en los anales de la arqueología
junto con los descubridores de las ciudades mayas o incas. “Estoy
satisfecho. Feliz conmigo mismo y mi equipo. Lamento no tener a Sara a mi
lado. Ella sí me comprendería. ¡Cuánto la extraño! Pero ya quedan
pocas semanas en Chile. Si todo marcha como suponemos, en menos de veinte
días estaré en Boston junto a ella y el reconocimiento académico de mis
colegas. ¡Estoy tan
ansioso! “Mark
no para de decirme que estamos haciendo historia. Se lo ve ensoberbecido y
más activo que nunca. Cuida de las momias como si fueran un tesoro
personal. Y no es para menos: fue su incursión en la cueva la que nos
llevó a ellas. Las ha estado dibujando desde hace algunas horas y no para
de hacer un boceto tras otros. “Emil
Duvois adoptó una actitud más huraña que de costumbre. No esboza
palabra y todo indica que, desde la fuerte discusión que tuvimos hace una
semana, se ha vuelto hosco, maleducado y abstraído. Incomoda a todo el
grupo. Incluso trató muy mal a nuestros excavadores. Es un hombre de
cuidar; de difícil carácter y un resentimiento poco disimulado. A mi me
detesta desde que salimos de Boston. Me lo hizo saber de entrada cuando
boicoteó cada una de las decisiones que tomé al llegar al campo. Pero a
pesar de estos inconvenientes, repito, hoy es un día
de logros inimaginados. “Estoy
realmente feliz. “Las
momias brillan en la oscuridad. Son incandescentes. Parecen bombillas eléctricas
de color azul. Algo realmente insólito. Cuando las vimos amontonadas al
final de la cueva nuestros ojos no daban crédito a lo que observaban.
Pero ahí estaban. Chiquitas, en posición fetal; sin ajuar
funerario alguno; sin oro ni plata. Sólo una docena de cuerpos casi
amalgamados por el paso del tiempo, tirados y colocados unos por encima
del otro, brillando candentes, como queriendo atraer nuestra atención. “¿Qué
fenómeno desconocido es el que produce ese fulgor? Lo ignoro. Lo único
de lo que estoy seguro es que nadie se había topado con algo así antes.
Las momias parecen pertenecer a niños pequeños; pero un primer análisis
a simple vista me indica de que son adultos por completo desarrollados. ¿Enanos?...
Es probable, pero no puedo certificar nada con absoluta seguridad. En el
laboratorio me dedicaré a
desentrañar todo este
asunto con tranquilidad. Por el momento me queda el asombro y la esperanza
de seguir encontrando artefactos relacionados con estos intrigantes
restos. “Mark
fue quien lanzó la primer hipótesis respecto de la cultura a la que
pertenecieron. Según su opinión son araucanas; pero yo dudo de esa idea.
No hay nada hasta ahora que permita sostener ese parecer. Ni cerámica, ni
construcciones, ni telas, nada. Pero su entusiasmo es arrollador. ¡Qué
buen muchacho resultó ser este joven alumno! ¡Qué gran compañía
en este paraje desolado, al otro lado del mundo! cd “24:45
horas [segunda entrada del día] “¡Catástrofe!... “¡Qué
desastre!... ¡Qué
desgracia, por Dios! “Una
explosión tremenda ha destruido por completo la entrada a la cueva. Ya no
podremos —al menos en esta temporada— extraer material arqueológico
de ella. “Tres
de los ocho excavadores que contratamos han muerto aplastados por las
rocas en un intento fútil por huir. ¡Pobres muchachos! ¡Pobres
familias! “Me
siento mal. Pero mucho peor cuando advierto que sigo contento por haber
rescatado del alud a las momias azuladas. “¿Me
estaré deshumanizando?... “En
unos días más indemnizaré a los familiares y trataré de gestionar la
salida de los restos por mar. Espero no tener problemas de aduana. Ya me
queda muy poco dinero que destinar a esos oscuros menesteres de sobornar a
los policías de la frontera”. R.B./ Atacama, ‘35 |
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1 EL
SELLO MARSHALL
COLLEGE CONNECTICUT 1956 Avanzó con sigilo todo a lo largo del corredor, cuidando no chocar nada. Aquel depósito, al que había entrado subrepticiamente, estaba atiborrado de libros, papeles viejos y objetos antiguos, cuidadosamente ordenados en estantes de madera que llegaban hasta el techo. Construido en el segundo subsuelo de la universidad, el predio oficiaba de archivo y almacén y, desde hacía meses, nadie lo visitaba. El polvo se acumulaba sobre la superficie de cerámicas babilónicas, fenicias y griegas; barnizaba de opaco las grandes cabezas clavas de piedra, provenientes de Tiahuanaco; y los frisos persas, adquiridos a fines del siglo XIX, semejaban meras losas grabadas sin valor alguno. Pilones de pergaminos, pliegos y papeles amarillentos, prolijamente encarpetados, formaban columnas irregulares, cada una de ellas señalizadas —en el borde de la repisa— con un número que indicaba el año en que habían sido escritos. Libros incunables de origen medieval, junto con otros más modernos —pero no por eso menos raros—exhibían sus señoriales lomos como queriendo demostrar la resistencia que mantenían en una lucha sin cuartel contra la humedad, nunca controlada por completo. Restos de la cultura Anazazi compartían el mismo estante con los del pueblo maya y molduras coloniales, de origen español y portugués, se mezclaban con adornos ceremoniales hindúes, de la época imperial británica. Un verdadero amasijo de identidades y cosmovisiones muy diversas, amalgamadas por la sola voluntad clasificatoria de un manojo de académicos, capaces de aunar el agua y el aceite, desoyendo los gritos de particularismos que provenían desde lo más profundo de la historia. La luz de la linterna, que Alexei Vasiliev sostenía con su mano derecha, se sacudía con nerviosismo. Iba y venía de un escaparate a otro, buscando detectar algo en la penumbra. La ansiedad y el temor a ser descubierto lo mantenían alerta. Estaba acostumbrado a esos menesteres. Eran parte de su vida cotidiana desde hacía más de quince años. Ducho en su oficio, sabía cómo moverse en situaciones de peligro. Tenía el entrenamiento adecuado. Era conciente que no corría riesgos de consideración en ese lugar. El mero depósito de un museo universitario no implicaba un problema. Él, que en Europa había logrado robar información confidencial muy valiosa, prácticamente frente a las narices de agentes del servicio secreto inglés, no tenía que intranquilizarse en la circunstancia presente. De todo modos, como profesional del espionaje, sabía cuidar los detalles. De ellos dependía muchas veces su supervivencia. Y la de su propio país, especialmente tras el fin de la Segunda Guerra Mundial en 1945. Alexei
Vasiliev era agente operativo del Comité de Seguridad del Estado Soviético, la KGB; una de las
agencias de inteligencia más temidas, efectivas y poderosas del
competitivo mundo de la Guerra Fría. cd Dos niveles por encima de la cabeza del ruso, los pasillos de estilo victoriano del Marshall College rebullían de alumnos y profesores prestos a tomar el merecido almuerzo, tras cuatro horas ininterrumpidas de clases. No bien el timbre dejó de sonar, una verdadera marea de rostros jóvenes inundó el arbolado patio central del campus y la cafetería se llenó en pocos minutos de parroquianos y vivaces charlas. Era el momento de los chismes, de las críticas a los docentes y el debate académico que las teorías recién aprendidas generaban en las efervescentes vocaciones de toda una generación de futuros historiadores y arqueólogos. También el romance tenía su lugar, y el pavoneo iniciático de acampanadas faldas a lunares se cruzaba, excitante, con las varoniles camperas de cuero negro, tan de moda en el nuevo e invasivo universo del rock and roll. Risas, miradas y roces, celos y declaraciones, tejían las imperceptibles redes de innumerables historias de amor por venir. Mike O’Connor, con sólo veintitrés años de edad, era un alumno regular. No muy convencido de su elección universitaria, prefería despuntar como atleta en el campo de deportes y encarnar, imponiendo su musculoso cuerpo, el rol de líder en su curso. No había día en que no estuviera rodeado por un harén de jovencitas sonrientes que, cual primates en celo, le revoloteaban alrededor, compitiendo por sus favores sexuales. Estudiante avanzado en la cátedra de Arqueología Teórica, Mike no dejaba de discutir nunca sus calificaciones y esa mañana tenía mucho que reclamar al profesor titular. Por eso lo esperó en la puerta del curso y cuando lo vio salir, cargando libros y mapas, no dudó un instante en abordarlo e interpelarlo con muy poca diplomacia. —Doctor Jones —dijo con voz gruesa e impertinente—, quiero hablar con usted respecto de la nota que me puso. Henry “Indiana” Jones detestaba tener que dar explicaciones sobre sus “veredictos”; y aunque reconocía que era parte de sus obligaciones como profesor, experimentaba un profundo desagrado cada vez que un alumno se le acercaba para cuestionar una calificación. Conocía el paño. Sabía del modo en que los discursos estudiantiles cambiaban según las notas fueran buenas o malas. “Me saqué una A”, decían cuando las cosas iban bien. “Me puso una C”, cuando ocurría lo contrario. Jones apretó sus axilas para evitar que los mapas se le cayeran y, casi con resignación, apoyó el portafolios en el piso. Hacía calor. La chaqueta y el moño de su camisa empezaban a molestarle. Suspiró y miró al muchacho por encima de sus gafas. —Doctor, discúlpeme que lo interrumpa. Sé que es su hora de almorzar, pero no quiero quedarme con la duda… —Dígame qué es lo que desea, señor… ¿Connors, verdad? —O`Connor —corrigió el chico—, Michael O’Connor. Indy se mordió el labio inferior imperceptiblemente. —Lo siento, señor O’Connor. Tengo sólo tres minutos para ofrecerle. Lo escucho. El joven exhibió un manojo de treinta hojas mecanografiadas. De lejos se observaba ya una “B-“ como calificación final. Abrió el trabajo al medio y señaló algo. —Lo que no comprendo es esta marca que me puso aquí, en color rojo, a pie de página. No veo ninguna otra corrección y no entiendo porqué me bajó tanto la nota. Indy se pasó los libros al brazo izquierdo y agarró la tesina. Le echó un vistazo y volvió a devolverla. —Esta marca, como usted dice, indica una incorrecta forma de citar, señor. —¿Por qué incorrecta? —saltó el muchacho—. Está bien citado ese libro. —¿Realmente consultó Études de mythologie et d’archéologie égyptiennes? —¡Por supuesto que sí! —¡Oh, señor O`Connor! Creo que su nota acaba de bajar un cincuenta por ciento más. —¿Por qué me dice eso? ¡Aquí tiene la referencia claramente indicada! —Creo que debió haberla copiado de algún otro libro. —¡Imposible! De ser así se lo hubiera consignado, profesor. —En ese caso —contestó Indy con parsimonia—, preséntese mañana por la tarde en mi oficina con el tomo en cuestión. Estoy sumamente ansioso por tenerlo en mis manos. —El joven lo observó simulando sorpresa—. Si lo consigue, con mucho gusto se lo compraré al precio que usted desee. —Levantó el portafolios y mientras reiniciaba la marcha esbozó su característica sonrisa ladeada, agregando—:Ah, le informo que esa obra está escrita en copto y agotada desde 1883… ¿Sabe usted hablar copto? ¡Me sorprende, señor O`Connor! ¡Es usted un alumno admirable! Y abriéndose paso entre las decenas de estudiantes lo perdió de vista. “¡Maldito
mentiroso!”, pensó. cd No
había transcurrido una hora cuando, finalmente, el haz de luz de la
linterna de Vasiliev dio con una caja de cartón en cuya carátula podía
leerse claramente: ENERO/
DICIEMBRE 1948 *Memorandos
internos *Altas y
bajas de la Planta Funcional (personal docente) *Certificados
médicos (ausencias justificadas/ defunciones) *Documentación
personal de profesores (no reclamadas por deceso). Rebuscó con nerviosismo en el sobre papel madera correspondiente al último ítem de la etiqueta. Había una gruesa resma de hojas manuscritas, descoloridas; muchas de ellas arrugadas y todas fuertemente atadas con bandas elásticas. Junto a ellas, a un costado, tres pequeñas libretas negras con manchas de humedad en sus tapas y sendos apellidos escritos con tinta corrida en el frente. Tomó una, y contrariamente a las estadísticas, acertó en sacar la que quería. Sonrió. Tal como le habían informado, ahí estaba. No esperó un segundo. La sacó de la caja y se la guardó en el bolsillo interno de su chaqueta. Ya era hora de salir de allí. cd —¿Vas a estar este fin de semana en el campus? —indagó, con la boca llena de comida, Clement Wilbert, profesor titular de la cátedra de Historia Clásica, mientras levantaba sus ojos saltones por encima de la mesa de la confitería de la universidad. Indy estaba inapetente. Acompañaba a su colega sin almorzar. Sólo tomaba un café y releía un libro de técnicas de excavación cuando la pregunta llegó a sus oídos, venciendo el murmullo de voces que flotaba en el ambiente repleto de alumnos. —No lo sé —respondió—, recién estamos a mitad de semana. Tengo muchas cosas que corregir. Trabajo atrasado. —Te lo preguntaba porque estoy por organizar un ateneo el sábado en mi casa. Ya sabes que estás invitado, como siempre. Indy agradeció, pero sabía que no iba a ir. Alguna excusa se le ocurriría más adelante. Esas reuniones eran de lo más aburridas. Un atajo de veteranos discutiendo teorías insulsas, en tono monocorde y tratando de lucirse frente a sus colegas. No era el mejor de los programas para su día franco. Por otro lado, la comida de Clement era horrible. Sonó el timbre. La hora del almuerzo había terminado y tenían que reintegrarse a sus respectivos cursos. En tanto Wilbert apuraba su ingesta de fideos, Indy se reincorporó, levantó sus mapas, sus libros, el portafolios y, cargado como un Ekeko, emprendió el camino hacia el aula de Arqueología Teórica en donde debía impartir la última clase del día. Mientras recorría el pasillo lentamente, sorteando los cuerpos agitados de los alumnos que se dirigían a sus respectivos cursos, reconoció el par de ojos azules que lo miraban de lejos. Caminaban hacia él. La intensión era clara: interpelarlo nuevamente. “No puedo creerlo”, pensó, mascullando rabia, al identificar el rubicundo rostro de Mike O’Connor. “Este tipo terminará sacándome de las casilla”. No aminoró el paso ni desvió la marcha. Tres alumnas pasaron a su lado y lo saludaron. Desvió la vista un segundo para contestar la gentileza y cuando levantó de nuevo la cara, O’Connor estaba parado enfrente suyo, tapándole el paso. —Profesor Jones, quisiera decirle que… Repentinamente, como salido de la nada, un sujeto alto, de cabello muy corto, vistiendo chaqueta, camisa y corbata al tono, chocó intempestivamente contra Mike. Se notaba que estaba apurado. Indy advirtió pequeñas gotitas de sudor en el borde mismo de su cabello y sintió claramente el sonido de algo cayéndose al piso. Bajó la vista. Ahí estaba: una libreta color oscuro. —Lo siento, señor —se disculpó el estudiante, aun sabiéndose no culpable por el hecho. —¡Idiota! ¿Por qué no mira por donde anda? —ladró Vasiliev con cierto nerviosismo mal escondido. Indy se agachó y levantó la libreta. No pudo dejar de notar algo extraño: un sello de tinta roja, muy pequeño, en el ángulo superior derecho. No se alcanzaba a leer lo que decía, pero Jones conocía el diseño. Le resultaba familiar. Tardó tres segundos en darse cuenta de que era la marca oficial que la universidad utilizaba para identificar los papeles que se archivaban en el depósito. Un timbre que solía decir (cuando se podía leer): “Prohibido el uso y el retiro de este material”. Miró al sujeto con extrañeza. No lo conocía. No era personal del Marshall College. No pertenecía al plantel docente o administrativo. ¿Quién era ese tipo? Vasiliev notó de inmediato la mirada inquisidora de Jones y antes de que éste dijera algo, le arrebató la libreta con brusquedad y le imprimió un potente empujón, golpeándole el pecho. Cuando Indy cayó al suelo, desparramando sus papeles y mapas, Vasiliev ya había emprendido una huída a toda marcha con dirección al parque central de la universidad. El alumnado se alteró. Fue como sacudir un avispero. Gritos, improperios y risas estallaron de todas direcciones. Pero Indiana Jones hizo caso omiso al caos producido por la sorpresa y poniéndose de pie se lanzó a la carrera detrás de su imprevisto agresor. No era fácil moverse a esa hora del día. Los cuerpos chocaban y se rozaban por el pasillo y la entrada al edificio era un cuello de botella, del que ya había habido quejas de parte de los alumnos más quisquillosos. Fue precisamente en ese sitio en donde Indy alcanzó a tomar el hombro del ruso, girarlo con fuerza y propinarle una trompada en la mejilla izquierda. Vasiliev no acusó recibo. Apretó sus mandíbulas y le disparó al arqueólogo un patada demoledora en la zona de la ingle. Jones expulsó todo el aire de los pulmones y una punzada dolorosísima le subió desde los testículos hasta la parte central del abdomen, inclinándolo hacia delante. Los chicos y muchachas que veían la pelea se hicieron a un costado, como si la lepra estuviera en el escenario de la lucha. Vasiliev reinició la marcha. Indy resopló. Enderezó su columna y justo cuando iba a dar el primer paso tambaleante, sintió una mano pesada, de dedos enormes, tomándolo por la nuca. “Son dos”, caviló preparándose para otro golpe, que no tardo en venir. Esta vez en la cintura. Cayó al piso. Pero no se iba a dar por vencido. Recuperó el ánimo en una décima de segundo y arrojó su pierna derecha contra el misterioso bravucón. Dio en el blanco, más justamente en el mentón de un individuo de mediana edad con barba candado y cabello también muy corto. Sin más, giró como un trompo y su zapato izquierdo volvió a impactar al otro lado del rostro. El aliado de Vasiliev se desplomó grogui. Fue cuando Indy lo tomó por las solapas y preguntó casi en un grito agitado: —¿Quién es usted? El ruso sonrió. Indy quedó atónito al comprender lo que se avecinaba. “¡Qué idiota soy”, pensó en el instante mismo en que un tercer hombre le descargaba todo el peso de una cachiporra en la cabeza, haciéndole perder la conciencia. |
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2 EL
CÓNCLAVE SALA
DE PROFESORES DEPARTAMENTO
DE ARQUEOLOGÍA DOS
HORAS MÁS TARDE Amplia, amueblada con elegancia e inmensos ventanales que daban al parque, la sala de reuniones semejaba un tribunal. Era un espacio cómodo, con una mesa de roble para catorce personas en el centro y un cuadro grandioso del primer rector, señoreando el recinto desde la única pared que no tenía aberturas. El pomposo cortinado era también responsable del clima de academicismo que se sentía al ingresar. Richard “Dick” Clayton, vice-decano en funciones mientras el rector disfrutaba de sus vacaciones, estaba frenético. Le transpiraban las manos y trataba de contener sus gesticulaciones nerviosas en tanto Mike O’Connor estuviera en el lugar. —Le repito, señor —expresó al muchacho con gentileza—, que por el bien de la institución debería usted convencer a sus compañeros que olviden el altercado de hace unas horas. Mi obligación es poner orden en la universidad y con todos los rumores que ya empezaron a correr por el campus no me extrañaría nada tener que soportar a miembros del FBI rondando por aquí. No quiero publicidad negativa. Indy, sentado a la derecha del muchachón, se reclinó hacia Clayton. —¿Publicidad negativa? ¿A qué te refieres Dick? —inquirió frunciendo el seño. —Están comentando que los tipos que te atacaron eran rusos… —Pero si es cierto —intervino O’Connor con cierta timidez—. Yo mismo noté el acento soviético que tenían cuando me interpeló el hombre que golpeó al profesor Jones. —Señor O’Connor, no estamos seguros de eso. No especulemos ni saquemos falsas conclusiones antes de tiempo. Nadie quiere que la prensa publique que el Marshall College está infiltrado por agentes de la Unión Soviética. Usted bien sabe cuán sensible es el gobierno a esas cosas. Correríamos el riesgo de que intervinieran la universidad. Y no deseamos eso, ¿verdad? Norman Pike, el elegante cuarentón que oficiaba de secretario académico, se alzó del sillón que ocupaba junto al de Clayton y con un gesto cortés invitó a que O’Connor se levantara del suyo. —Muy bien, joven, gracias por su testimonio y colaboración. Puede ahora retirarse. Nosotros nos ocuparemos del tema y, por favor, no alentemos tempestades con comentarios imprudentes. Estaremos en contacto. Contamos con su apoyo. El muchacho asintió en silencio y abandonó el recinto. Justo en el momento en que él salía, Eleonor Whitenight, la jefa de archivo, ingresó en la sala con una caja de cartón en los brazos —Permiso, señor vice-decano —dijo. —Adelante, Eleonor, pase. La mujer, entrada en años, ocupó el lugar dejado por el alumno y tomó asiento. —¿Encontró algo? —la interpeló Indy a boca de jarro. —Sí, doctor —respondió—. Tenía usted razón. El nombre que figuraba en la etiqueta de la libreta que se llevaron era Robert Brooks. —¿Y quién demonios es Robert Brooks? —sonrió el arqueólogo. —Un antiguo profesor de esta casa, doctor Jones. —Explíquelo todo, Eleonor —invitó Clayton. —Brooks trabajó aquí durante casi una década, entre 1938 y 1948, año en que falleció de un infarto. Fue un hombre muy respetado por sus alumnos y especialista en técnicas antiguas de irrigación artificial. Se dedicó a ello durante largo tiempo mientras daba clases en la Universidad de Boston, antes de instalarse entre nosotros. Se divorció en el ’39 y vivió solo y sin parientes, en una de las casas destinadas al plantel docente. Cuando murió, y dado que nadie reclamó las pertenencias personales, sus apuntes y trabajos inconclusos pasaron a ser de nuestra propiedad y los archivamos hasta tanto alguien las pidiera. Su ex-esposa también había fallecido. Indy dirigió la mirada hacia Pike. —¿Lo conociste, Norman? —Muy poco —indicó el secretario—. No era un sujeto simpático con sus colegas. Jamás intimé con él. Además, murió a los tres meses de haberme hecho cargo de mi puesto como profesor. No creo haber intercambiado mas de diez palabras. —Era un hombre difícil —convalidó la mujer—. De carácter fuerte. Lo recuerdo muy bien. Clayton, por tener menos años en la universidad, se calló la boca. —¿Esa es la caja donde estaban sus cosas? —preguntó Indy señalándola. —Efectivamente, doctor. No bien el vice-decano me informó del hecho, bajé al subsuelo para revisarla. Y, según el listado mecanográfico que había adentro, lo que se llevaron es un cuaderno de notas personales —explicó Whitenight. —¿Sobre qué eran las notas? —volvió a interferir Jones. —De acuerdo con lo dice este registro —respondió leyendo un viejo papel amarillento—,corresponden a una excavación arqueológica en Chile, que Brooks realizó para Universidad de Boston en 1935. Son los únicos datos que se consignan en este registro. —¿Alguien sabe si algún investigador del Marshall College trabajó sobre esos apuntes? —Lo dudo mucho, doctor Jones. —¿Por qué, Eleonor? —Nadie trabaja con la documentación privada de nuestro docentes fallecidos, Indy —replicó Clayton. —Pero, ¿no eran acaso notas sobre una excavación? —Sí —respondió la mujer—, pero por algún motivo nadie se vio interesado por ellas. —Hasta hoy… —dijo Jones con cierta ironía—. Esos tipos que me atacaron sabían lo que buscaban. —¿Qué sugieres que hagamos, Dick? —inquirió Norman Pike. —Por el momento seguir manteniendo el tema en reserva hasta tanto sepamos algo más. —¿Y qué pasa si, efectivamente, viene el FBI?—repreguntó el secretario. —En ese caso… no sé… Lo pensaremos sobre la marcha. —Me comprometo a re-examinar el archivo —dijo Eleonor—, para ver si hay algún otro faltante. —Muchas gracias, señora Whitenight. Puede retirarse y manténgame al tanto de todo. Acto seguido, la anciana abandonó el salón. —Dick —empezó a articular Indy—, tú y yo sabemos que los alumnos dicen la verdad. Los matones eran rusos. También yo sé reconocer un acento… —Sí, pero… tenemos que tener algo concreto por si al FBI se le ocurre investigar este simple robo. —Permíteme que me encargue del tema —dijo Jones. —¿Qué harás? —Indagar más sobre Robert Brooks y su trabajo en Chile. —Pero, ¿tú no estabas acá en el ’48? —indagó algo confundido Clayton. —No. Dejé Marshall en el ’37 para ir a Nueva York. Recién volví a incorporarme aquí en 1951. Brooks ya estaba muerto, por eso jamás supe nada de él. —¿Qué piensas hacer? —Por lo pronto viajar el fin de semana entrante a Boston. Tengo gente conocida. Alguien debe saber algo más sobre esas excavación en Sudamérica. —No tengo objeciones. ¿Tú, Norman? —Tampoco. Ninguna. Incluso iré contigo, Jones. Este tema me está empezando a intrigar. Si te parece bien, saldremos el viernes por la noche. ¿Trabajan hasta el mediodía del sábado en Boston, verdad? —Se cursan algunas materias por la mañana, sí. —Mucho mejor. No habrá tanta gente revoloteando como hay aquí. Indy se reincorporó. Todavía le dolía la cintura. —Ah, otra cosa —agregó Pike—. El profesor Wilbert se ofreció gentilmente a colaborar en lo que sea. ¿Tendrías algún inconveniente que viniera con nosotros? —¡¿Clement Wilbert?!... —exclamó Indy sorprendido—. ¿Por qué Wilbert? |
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UN
ARSENAL INTERESANTE BOSTON MASSACHUSSETS TRES
DÍAS DESPUÉS. El inmenso ventanal de vidrio esmerilado, que daba al bosque domesticado y prolijo que rodeaba al edificio, dejaba entrar los rayos del sol entibiando el distinguido ambiente del salón. Era un recinto grande, de unos cincuenta metros cuadrados, que oficiaba de pequeño museo de geología, foro de reuniones académicas y debates teóricos entre los profesores especializados en el estudio de la Tierra. Era evidente que aquel era un anexo relativamente nuevo; en especial cuando se miraba el techo y advertía que las gruesas vigas de roble que señoreaban el resto de la universidad, ya no estaban. Todo a lo largo de las paredes, centenares de volúmenes empapelaban literalmente cada centímetro de los muros; sólo interrumpido —aquí y allá— por vitrinas llenas de extrañas, bellas y diversas rocas provenientes de diferentes rincones del planeta. En el centro, una mesa inglesa del siglo XVIII, hecha en roble, con espacio para veinte comensales; a un costado, cerca del ventanal, un sofá de cuatro plazas y dos individuales, tapizados de cuero marrón y, sobre ellos, dialogando, Indy Jones, Norman Pike, Clement Wilbert y un anciano enjuto, aunque dinámico y vital en sus movimiento, llamado Alan Stoneshadow. El contacto de Indy en Boston. Stoneshadow, con sus casi noventa años de edad, había tenido el extraño privilegio de conocer a casi todos los académicos que habían pasado por la universidad desde fines del siglo XIX. Simpático, agradable y en extremo diplomático, el viejo era el que más sabía respecto del trabajo de Robert Brooks en Atacama, Chile, y de sus colaboradores directos. Era la punta del ovillo. E Indy estaba dispuesto a desenredarlo todo si fuera necesario. —La verdad es que a su llegada, Brooks se topó con extraños inconvenientes. Según recuerdo, agentes del gobierno anduvieron por la universidad, vistiendo sus intimidantes trajes negros, presionándolo —explicó Stoneshadow. —¿Por qué motivo? —intervino Jones. —Nunca se supo oficialmente; pero bajo cuerda se comentó que tenía que ver con un cargamento que, ilegalmente, había llegado de Sudamérica. Una momias. —Momias precolombinas… —Sí, y al parecer muy antiguas. Quizás las más antiguas del mundo. —¿Y por qué el gobierno se interesó por esas momias? —repreguntó el arqueólogo. —No lo sé, doctor. Algunos hablaron que tenían poderes… —sonrió incrédulo. —¿Con quién trabajó Brooks en el ’35? –quiso saber Pike. —Tenía a un alumno como ayudante. Un buen estudiante llamado Mark Stables. Todos decían que iba a ser su sucesor en la cátedra cuando Brooks se jubilara. Pero el destino le corrió una mala pasada. Al año de regresar de Chile, Stables renunció y no se supo qué fue de su vida. Se dijo que vagaba, hasta hace poco, en las calles del puerto de la ciudad, como pordiosero. Pero eso nunca lo pude, ni me interesó, confirmarlo. —Indy tomó nota—. Aunque había otro colaborador con Brooks —agregó Stoneshadow—: un francés, cuya historia es de película. Los representantes del Marshall College se arrellanaron en sus asientos, con claros signos de interés. —Su nombre era Emil Duvois y se llevaba muy mal con Robert. Jamás entendí porqué trabajaban juntos. Lo cierto es que cuando estalló la guerra y Hitler invadió Francia, Duvois regresó ilegalmente a su país natal, se sumó al Partido Comunista y convirtió en partisano de la resistencia. Cuando el conflicto terminó, en 1945, dejó Francia y se mudó a Moscú. —…¿Moscú? —interrumpió Indy. —Sí, doctor Jones. Era un comunista devoto y convencido.—Indiana echó una mirada suspicaz a sus dos colegas. Stoneshadow continuó—. Pero antes de que esto ocurriera, en el ’38 Robert renunció a la universidad y se mudó a Marshall, donde tengo entendido falleció del corazón diez años después. ¡Pobre hombre! ¡Qué pérdida! ¡Era tan capaz! —¿Conoce el motivo de la renuncia? —preguntó Norman Pike. —Brooks se cansó. Consiguió aguantar tres años a duras penas. —Entonces las presiones eran ciertas —sentenció Wilbert. —Nunca dije que no lo fueran. Según recuerdo, le quitaron el proyecto de Atacama. Se le prohibió el acceso a las momias que él había mandado traer y éstas se archivaron sin más explicaciones. Recién en 1945 una comisión gubernamental, bastante misteriosa, confiscó los restos y los sacó de la universidad. —¿Adónde se las llevaron? —inquirió Indy. —No lo sé. —¿No hay posibilidades de contactarse con Duvois —sugirió Indiana— y averiguar algo sobre esas momias? —Duvois murió hace seis años. Fue atacado por unos malvivientes que querían robarle. Lo asesinaron de un tiro en la cara mientras vacacionaba en una dacha del Mar Negro. Indy se echó hacia tras en el sillón y pasó la mano derecha por su canosa cabellera. Estaba descorazonado. —Sabemos algo más ahora —dijo—, pero todos los contactos están muertos. —Todos, no —corrigió Stoneshadow—. Stables, aparentemente, sigue vivo. —En ese caso, vamos a tener que encontrarlo. —Pero, ¿no dijo usted que estaba loco? —Es lo que se comentó en su momento, señor Wilbert —aseveró el viejo. —Lo más probable es que haya muerto —sugirió Pike—. Estamos hablando de un hombre que vaga por las calles hace casi veinte años. Mucho tiempo… —No descartemos nada, Norman —dijo Indy—. Aún tenemos todo el día de mañana para visitar el puerto y tratar de ver si averiguamos algo más. ¿Qué nos cuesta hacer un recorrido por allí? —Estoy contigo, Jones —sancionó Wilbert—. De hecho tenía ganas de comer unos mariscos antes de regresar a casa. Conversaron con Stoneshadow por espacio de una hora más sobre temas diversos relacionados con la profesión: el estado de la educación, el desquicio de los jóvenes en la era del rock y, por supuesto, la inevitable guerra fría entre EE.UU. y la URSS. La amenaza de un ataque atómico estaba presente en la mente y temores de todos; y aunque —a excepción de Wilbert— creían que el miedo era exagerado y alimentado por el gobierno, todos coincidían en que la capacidad destructiva del hombre había alcanzado ribetes preocupantes. Hiroshima y Nagasaki eran bisagras a la hora de analizar la forma en que se hacía la guerra. Después de esos ataques sobre Japón ya nada era igual que antes. Una guerra frontal, directa, entre las dos superpotencias, sólo podía significar una cosa: el fin del mundo, o a lo sumo, el fin de la civilización tal y como era concebida en ese momento. —Como dijo Einstein —declaró Wilbert con tono solemne—, “No sé cómo se librará la tercera guerra mundial. Lo que sí sé es que la cuarta la lucharemos con piedras y palos”. Indy miró a su alrededor. Observó las vitrinas llenas de muestras líticas y, sonriendo para quitarle dramatismo a las palabras de su compañero, dijo: —Bueno, en ese caso, si empieza ahora nos agarra a nosotros con un arsenal bastante interesante. Stoneshadow
lanzó una fuerte carcajada. El geólogo no había perdido, a pesar de la
edad, su sentido del humor. cd En tanto Pike y Wilbert dedicaron el resto de la tarde a visitar las librerías del centro de la ciudad, Indy hizo lo que mejor sabía hacer: indagar. No quería desperdiciar el tiempo y tomó el primer taxi que encontró a la zona portuaria. Quince minutos después caminaba por un moderno muelle de concreto, rodeado de buques cargueros, grúas y contenedores de hierros por todos lados. El puerto estaba desierto. Era un día no laborable y sólo de a ratos veía deambular a los pocos y aburridos marineros que custodiaban las embarcaciones. Eran aquellos hombres curtidos por el sol y la salitre del mar; trabajadores desgastados que aparentaban físicamente más edad de la que en verdad tenían y que lo miraban de soslayo cuando pasaba a su lado, vistiendo el traje gris, corbata azul y sombrero de fieltro, que llevara en ese viaje. Marchaba despreocupado. Tenía pocas esperanzas de encontrar a Mark Stables, pero el sabía por experiencia propia que las cosas podían cambiar en un santiamén. Esa era la historia de su vida. Sorpresas, aventuras, sobresaltos. Y aquella vez no fue la excepción. Los problemas parecían haber nacido con él. A menos de media cuadra de distancia, resguardados por una pila de barriles, Alexei Vasiliev y sus dos compañeros lo observaban de lejos. |
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4 UN
HOMBRE DE POCAS PULGAS Finalmente, tras indagar por espacio de una hora, Indy Jones encontró lo que buscaba: un callejón sucio, oscuro, apenas techado con chapas oxidadas, con media docena de indigentes dormitando sobre el piso. Era la imagen más parecida que podía encontrarse en Boston de una cueva paleolítica a poco de empezar el crepúsculo. Sin meditarlo mucho, encaminó los pasos hacia el vagabundo que tenía más cerca y lo tocó con suavidad, sacándolo de la modorra en la que había caído, seguramente para combatir el hambre que no podía saciar. Era un hombre relativamente joven pero desgastado. Tenía la piel de las manos impregnadas de tierra, con profundos surcos sucios y una exagerada cantidad de pelos asomándose por sus fosas nasales y orejas. Vestía harapos. Su dentadura, incompleta, olía a rancio. Cuando pudo enfocar su atención en el arqueólogo, éste sonrió y sin preámbulos le preguntó por Mark Stables; al tiempo que le ponía un billete de cinco dólares ante sus ojos. —¿Para qué quiere verlo? —interpeló con sequedad. Indy sintió un respingo interno. ¿Podía resultar todo tan fácil? —Necesito hablar con él —le respondió—. ¿Lo conoce? El sujeto se incorporó un poco y agarró el dinero. —Si es tan importante —dijo—, estará dispuesto a entregar otros cinco, ¿verdad? Jones extrajo un segundo billete y se lo entregó. —¿Lo conoce? —repitió—. ¿Dónde lo puedo encontrar? —No lo sé. Hace un tiempo que no lo veo. Pero puede preguntarle a “Spooky”. Es aquel que está acostado junto a la pared. Él es su amigo personal. “Spooky” era un individuo gordo, sudoroso, bien parecido. De seguro su vida anterior al callejón había transcurrido en una casa de clase de media, regularmente acomodada. Mantenía sus brazos limpios, las manos pulcras y la ropa, aunque corroída, era de calidad. A simple vista ”Spooky” no estaba en ese lugar por propia voluntad. —¿Mark Stables?... —coreó al oír el nombre y apellido completo—. ¿Usted se referirá a “Marco”? ¿Estamos hablando de la misma persona? —No lo sé. Lo único que puedo agregarle es que ese hombre estudió durante algún tiempo arqueología en la universidad de Boston. —¡Entonces sí debe ser “Marco”! —Expresó—. Creo que una vez me dijo algo al respecto. —¿Dónde lo puedo ubicar? —Él para en la dársena H. Allí encontró un agujero en donde dormir lejos de nosotros —dijo señalando a los demás indigentes—. No le gusta estar acompañado. Es un viejo mañoso. —¿Usted cree que puedo encontrarlo ahora en ese sitio? —¿Qué hora es? —Las siete. —Probablemente. Debe estar preparando el “nido”. Venga, vamos, lo acompaño. Conozco el camino. Además, la verdad es que se me fue el sueño—. Y con gentileza poco habitual, levantó su voluminoso cuerpo cubierto de mantas—. ¿A que se dedica usted, caballero? —curioseó mientras avanzaban. —Soy profesor en arqueología —respondió Jones. —¿Ah sí? ¿Un antiguo colega, quizás? —No, para nada. Sólo quiero hacerle al señor Stables, a “Marco” —aclaró—, unas pocas preguntas. —Le aconsejo algo, amigo: trátelo con respeto y cuidado. Es un tipo de pocas pulgas —dijo y lanzó una estruendosa carcajada.— Bueno… es una forma de decir. Indiana apenas esbozó un leve rictus de simpatía. La situación en la que vivía esa gente no tenía nada de gracia. —Descuide, lo haré con tacto —alegó. —¡Qué tipo sorprendente este “Marco”! —profirió sin dejar de sonreír—. ¡No sé qué tiene para estar tan solicitado últimamente! —¿”Solicitado”? —Sí. No es usted el primero que pregunta por él en los últimos días. Indy detuvo la marcha. —¿A qué se refiere? —Tres hombres lo estuvieron buscando hace unos dos días, pero no lo encontraron. Es que por estas fechas “Marco” suele quedarse vagabundeando por el centro de la ciudad juntando ropa usada. Estamos en cambio de estación —aclaró— y la gente deja en la calle muchas de sus viejas vestiduras que ya no usa. Igual que la serpientes cambian su piel. Indy se quedó paralizado unos segundos. Sintió una extraña sensación en la base de la nuca. Nervios. “Problemas en puerta”, pensó. —¿Le pasa algo? —intervino “Spooky”. —¿Vio usted mismo a esos hombres? —Sí, pero de lejos. No hablé con ellos. ¿Por qué lo pregunta? —¿Puede describirlos? —Altos, delgados, con sombreros oscuros y elegantes trajes negros. Parecían funcionarios públicos. —¿Sabe si alguien escuchó si tenían un acento extraño, fuera de lo común? —Nadie comentó nada al respecto. ¿Qué tipo de acento? —Ruso. —¿Rusos? ¿Comunistas?... Já, já… No amigo mío. No eran rusos. Eran tan americanos como usted o yo. ¡Si hasta masticaban chicles! Siguieron caminando por el muelle hasta que un cartel con la letra H, pintada de rojo, los hizo detener. —Es allá —señaló “Spooky”—. Debajo de aquella grúa abandonada. Ahí es en donde duerme. Pero es raro —agregó extrañado—. No lo veo. Tal vez aún no regresó de la ciudad y sigue juntando ropa… Indy aceleró el tranco dejando a su guía unos pasos por detrás. Cuando llegó a la base oxidada de la grúa confirmó que el “nido” estaba vacío. —¡Maldición! No está… —rumió apesumbrado. —¡Vaya, qué pena! Va a tener que venir otro día. Instintivamente, Indy levantó la vista para otear el panorama circundante. Entonces las vio. Eran tres siluetas masculinas asomándose por la esquina de un depósito. Inconfundibles. “Spooky” giró la cabeza en dirección de ellas. —¡No son de aquí! —expresó con vehemencia. No
había terminado de articular la frase cuando vio a Indiana Jones
salir corriendo en dirección del trío. cd Siempre había sido impulsivo. Ese era su gran problema desde niño y una de las causas de las discusiones y desencuentros que había tenido con su padre. Trataba de manejar ese rasgo de su personalidad lo mejor que podía, pero en situaciones límites, las cosas se le iban de las manos. Tenía muy frescos los golpes que le habían propinado en el Marshall College y sentía la necesidad de canalizar esa bronca de alguna manera. Pero correr directamente hacia tres desconocidos, no era para nada recomendable. Alcanzó el depósito. Corrió todo a lo largo de la pared que daba al muelle y volteó en la primera esquina, sin aminorar la marcha. Fue cuando la respiración se le entrecortó y sus ojos se abrieron como los de un búho en la noche. Un Buick modelo ’55 se le venía encima a toda marcha. Titubeó. ¡Demasiado tarde! El guardabarros izquierdo del automóvil le rozó una de las pierna haciéndolo girar como un trompo desatado, lanzándolo contra la pared del depósito. El golpe fue duro, pero así como se desplomó en el piso, se levantó de un salto, desoyendo la punzada de dolor que le anunciaba su extremidad herida. Efervescente de furia, detectó a pocos metros una moto estacionada y corrió hacia ella. La montó; la puso en marcha y movió sus muñecas con rabia, imprimiéndole velocidad. El
rugir del motor hizo que su propietario, desesperado, saliera a los gritos
de una oficina vecina. cd La dársena H era larga, de unos trescientos metros de longitud, toda bordeada de depósitos y talleres navales. Se prolongaba hacia el norte y doblaba hacia el este, justo en el sitio en donde solían atracar los grandes buques de pasajeros que venían de Europa. Estaba desierta. No había estibadores ni pescadores ni obreros portuarios cargando nada. Era una perfecta pista de carreras y por ella se deslizó el Buick ’55, procurándole cada vez más velocidad a sus pistones. El auto giró hacia la derecha haciendo chirriar las gomas. Se movió de una lado a otro, buscando estabilidad y bajó la marcha para no volcar. Indy, sobre la moto, advirtió que si no hacía algo de inmediato perdería en pocos minutos a sus agresores. Tenía que tomar un atajo. Ganar distancia. Sortear los muchos metros que lo separaban del Buick de manera rápida, expeditiva. Entonces, sus ojos se clavaron en una gran rampa de embarque abandonada, unos treinta metros por delante. Estaba ahí, sola, sin ningún trasatlántico al que conducir pasajeros y orientada de tal manera que su extremo superior, muy elevado, apuntaba hacia el sector de la dársena en la que el auto circulaba. Una vez más, el impulso se transformó en su guía. Dio un volantazo y dirigió la moto hacia la rampa, proporcionándole su máxima potencia. Subió la pendiente como una saeta y la motocicleta salió impulsada por el aire. Era como estar sobre una de esas alfombras mágicas de las que hablaban las leyendas orientales. El sombrero se le desprendió de la cabeza y cayó al agua, acorralada por las escolleras, justo por debajo de sus ruedas. Sintió un vacío en la boca del estómago y una ola de temor le recorrió las sienes. Suspendido en el aire, saltando de un extremo a otro del atracadero, y en esas décimas de segundos imposibles de explicar, Indy recordó que ya no era un muchacho; pero se estaba comportando como tal. Justo antes de aterrizar en el cemento, pegó un tirón del volante hacia arriba y la rueda trasera tocó tierra sin problema. La moto se sacudió, zigzagueó unos metros y volvió a ganar velocidad a solo centímetros del Buick. Lo había logrado. Tenía a sus agresores al alcance de la vista. Eran ellos. Los mismos que lo habían golpeado en Connecticut. Vasiliev, al volante, no podía creer lo había visto. “Ese hombre estaba loco”, pensó; pero las acciones desaforadas del arqueólogo se sucedían en alud. Sin dar tiempo a que el pasajero que iba en el asiento trasero asomara su brazo armado por la ventanilla, Indy aferró fuertemente el manubrio de la moto con la mano derecha y sacudió la izquierda en dirección del ruso con aún más fuerza. Sus falanges dieron de lleno en la nariz del soviético y antes de retirarlas las abrió y cerró, apresándolo por la chaqueta. Tiró. El sujeto, empujado hacia fuera, sacó tres cuarto de su cuerpo dando gritos e insultos. Indy no pensaba soltarlo. Si era necesario se iba a dejar arrastrar hasta donde la inercia lo llevara. —¡Sujétense! —gritó frenético Vasiliev y pegó un volantazo en dirección de la moto. La puerta del auto chocó contra la pierna herida de Indy. Una punzada de dolor lo obligó a aflojar la presión con la que agarraba la chaqueta y la motocicleta, fuera de control, se desvió hacia el borde de la dársena. En un segundo, Indy volvió a sentir que flotaba en el aire. Cuando se vio zambullido en el agua sucia del puerto, sintió frió por fuera, pero mucho calor por dentro. Estaba a punto de estallar de impotencia y rabia. Un pedazo de tela flotaba apresada por sus dedos aún cerrados: el ruso había perdido casi toda la parte derecha de su traje. Nadó hasta la primera escalera que encontró y con dificultad subió al muelle. Ya en la superficie, advirtió que dentro del bolsillo de la chaqueta había algo: una libretita. La extrajo, pero rápido como un gato, la introdujo en su pantalón empapado, cuando escuchó claramente, a sus espaldas, el sonido de una frenada y el grito de un hombre cuando exclamaba: —¡Quédese en donde está! ¡Levante los brazos! ¡FBI! |
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5 “PERDÓN,
NÚMERO EQUIVOCADO” —¡Levante las manos! Empapado y oliendo a agua podrida empetrolada, Indy obedeció, adoptando lentamente su posición erecta. —¡No se mueva! La orden, emitida por un agente federal muy joven, más parecía una súplica. Ese imberbe muchacho no debía tener más de veinticinco años, estaba nervioso y lleno de temor. Se le notaba en el tono de voz. Su pareja, en posición de tiro y apuntando directo al pecho de Jones, no lo superaba mucho en edad. —¡Ponga las manos lentamente sobre su cabeza, señor! ¿Comprende lo que le digo, verdad? “¿Comprender?”… “¿Cómo no iba a comprender si hablaban el mismo idioma?”, se preguntó a sí mismo Jones. “¡Claro que comprendía!”. “¿Qué demonios le pasaba a ese tipo?”… Fue entonces cuando, el primero de los novatos, volvió a repetir la orden, pero esta vez… en ruso. “¿Qué diablos sucedía?”… “¿Sería verdad lo que se le cruzaba por la mente?... ¿Estaría en lo cierto?... ¿Lo confundían con un espía ruso?...”. En ese instante, Indy decidió no hablar. Colocó las manos tal como se lo requerían y esperó a que uno de ellos se le acercara. Calculó distancias. Era bueno en eso. Midió mentalmente posiciones y dio un paso muy corto hacia su izquierda para que el agente que se le aproximaba quedara en la línea de fuego de su compañero. —¡Le dije que no se moviera! —volvió a gritar el de atrás en un eslavo rudimentario, típico de academia, justo cuando el otro estiraba el brazo para cachearlo de armas. Indy aprovechó el resto de adrenalina que le quedaba y le agarró la extremidad con todas sus fuerzas, torciéndosela en torniquete. La pistola se desprendió de los dedos y cayó al piso. Jones batió su brazo libre y lo tomó por el cuello, con un claro movimiento de judo, ubicándolo a modo de escudo humano. Recién en ese momento, modulando y sobreactuando a la perfección la lengua soviética, Indy exclamó: —¡Si da un solo paso más, le quiebro la nuca! El joven agente federal quedó boquiabierto. Tenía el caño de su arma dirigido directo al estómago de su compañero. Cualquier movimiento involuntario y el pobre podía salir herido o muerto. —¡Lance el arma al agua! ¡Ahora! —ordenó Jones, arrastrando las sílabas como si fuera un ruso del norte; y el muchacho obedeció. No bien la Walther PPK empezó a hundirse, Indy empujó con potencia a su rehén, haciéndolo chocar contra el otro. Tropezaron. Cayeron desparramados en el suelo. Bastaron dos segundos para que un par de trompadas bien puestas en los mentones de ambos, los dejaran atontados sobre el asfalto. Acto seguido, el veterano arqueólogo corrió hacia el auto aún en marcha y salió disparado del lugar, rogando no tener que toparse con refuerzos, convocados previamente. Veinte
cuadras más adelante, a poco de llegar al centro comercial de la ciudad,
descendió del vehículo y, cojeando, se dirigió por una calle lateral en
dirección al hotel en donde se hospedaba. cd Hacia las nueve y media de la noche, Indy seguía solo en la habitación que habían contratado. No tenía noticias de ninguno de sus colegas. Seguramente estaban cenando, compartiendo las novedades del día y tratando de contener las ganas de ponerse a leer los libros que habían conseguido. Siempre adquirían algo nuevo que les interesaba. Por su parte, tras un baño caliente y un buen ungüento en la pierna lastimada, Jones descansaba relajado en un sillón, con sólo una bata de toalla cubriéndole el cuerpo y sus extremidades estiradas sobre una taburete almohadillado. Había puesto la radio muy baja. La voz de Bobby Darin resonaba por los parlantes. Una canción nueva, pegadiza, con swing. Ese muchacho cantaba realmente bien, pensó, sin poder de dejar de compararlo con Sinatra. Siempre que quería dejar que su mente se relajara escuchaba jazz. Y no iba a ser esa la excepción a la regla. Con una extraña libreta de direcciones en sus manos y unas ganas locas por desentrañar sus códigos, Indy debía tener la mente limpia, tranquila; dispuesta a realizar, si era posible, las conexiones que lo llevaran a un lugar más allá de las paginas en cuestión. Por un segundo recordó a los rusos y a los agentes federales. Había algo gordo tejiéndose en todo ese asunto. No imaginaba qué. Aún así, todo confluía en Robert Brooks y su notas de campo. Lamentó no haber encontrado a su ayudante, Mark Stables; pero lo iba a encontrar. Ya tenía la punta del ovillo bien agarrada. Sólo bastaba tirar de ella. Al día siguiente, domingo, volvería al puerto a buscarlo y con la colaboración de su nuevo aliado, “Spooky”, no tardaría en tener éxito. ¿Qué podría agregar aquel viejo estudiante de arqueología devenido en vagabundo? ¿Recordaría algo? ¿Diría la verdad?... Debía armarse de paciencia y esperar unas horas más. Aunque el armarse no sería, esa vez, únicamente de paciencia. Iba a llevar su revólver bien cargado. Acomodó la espalda dolorida en el respaldo del sillón y durante una media hora hojeó, carilla por carilla, la libretita que le arrebatara al soviético por la ventanilla del Buick. En principio, no había nada interesante o que le llamara la atención. Códigos personales indescifrables; números de teléfonos cuyos abonados estaban en Rusia; fechas y marcas que no entendería jamás a menos que estuviera el dueño del la libreta explicándoselas a su lado; nombres de pila (ningún apellido) y, casi al final de las páginas escritas: un número. Sólo un número. Un dígito. El 6, ubicado de tal forma en la hoja que parecía ser una numeración personal de las carillas de la libreta; en ángulo superior derecho. Pero ese número no se correspondía con la cantidad de páginas releídas. Rebuscó en las anteriores y, a un intervalo de siete u ocho hojitas, encontró otros números, en una posición idéntica. Despistaban. Intentaban ser obviados. Todos tenían un trazo semejante, como si hubieran sido escritos a las disparadas en un mismo momento, salteando hojas. ¿Un rompecabezas?... Si esa era la intensión, era un enigma sencillo. Empezó desde la primera carilla y fue uniendo un número tras otro. Cuando terminó la sucesión formó una cifra: 555-67896. Le resultó familiar… Muy
familiar. Era tan obvio que le costó asociarlo a un número que conocía; que le resonaba en la mente. No era un precio…. No eran kilómetros… No era la edad de las pirámides… ¡Eureka! ¡Era un teléfono de Connecticut!... ¡Del Marshall College!... ¿Pero de quién? ¿A qué sector de la universidad pertenecía, a qué oficina, a qué casa particular de profesores? Si el tema venía barajado como lo imaginaba, el asunto se estaba complicando. Los rusos tenían un aliado en la universidad y, en ese caso, la intervención gubernamental de la institución sería un hecho y todos quedarían bajo sospecha de espionaje. En especial él por haber golpeado a dos agentes del FBI. Era conciente de algo: en no mucho tiempo los federales lo identificarían. Se darían cuenta de que no era un ruso, sino un profesor tan americano como las hamburguesas Se reincorporó. Caminó hacia un modular y levantó el tubo del teléfono. —Operadora, comuníqueme con este número, por favor —dijo, y lo deletreó. Un minutos después, del otro lado de la línea, una voz femenina respondió el llamado. —¿Diga? ¿Quién habla? No era otra que Eleonor Whitenight. La vieja encargada del archivo. —Perdón —replicó Indy impostando la voz—, número equivocado —y colgó. |
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6 VAGABUNDOS CONSULADO
DE LA UNIÓN
SOVIÉTICA BOSTON Vasiliev era una tromba humana impulsada por la rabia más visceral. No daba crédito a lo que había vivido en el perto. No podía creer que un amateur hubiera puesto en peligro toda la operación, planeada desde hacía años por el alto comando de la KGB. El cónsul, sentado detrás de su brillante escritorio, lo observaba sin decir nada. —¡Quiero saber quién es ese tipo! —bramó como un toro enfurecido mientras sacudía su chaqueta contra un sillón afelpado y señorial, a un costado de la sala consular. —¡Dos veces en una semana, maldita sea! ¡Dos veces! ¡Es demasiado! ¡Quiero saber su nombre! —giró en redondo y le clavó los ojos inyectados de sangre a su colaborador más cercano, quien aún tenía en su mano la mitad despedazada del saco—. ¡Sergei! ¡Ven aquí! —Señor… —Verifica el plantel completo del Marshall College. Inteligencia tiene sus anuarios de los últimos treinta años. Ese tipo tiene que estar por algún lado. Encuéntralo. Quiero su identificación en menos de dos horas. ¿Has comprendido? ¡Apúrate! El cónsul se levantó con parsimonia. Sergei salió de la habitación seguido por el otro agente. El diplomático se acercó a Vasiliev. —Camarada —dijo—, si me permite que intervenga ya no como cónsul, sino como Comisario del Partido, en mi opinión creo que debería regresar cuanto antes a la Madre Patria. La intervención de ese individuo está poniendo en peligro la operación y no puedo permitir que todo se vaya por la borda. Hay demasiados extraños rondándolo, Vasiliev. —¿Me está relevando de la misión, camarada comisario? —No es un relevo. En poner al frío un tiempo algo que ya está empezando a quemar las manos. —¿Y qué va a pasar con Stables? —Un cabo suelto. —No me gusta dejar cabos sueltos. —Eso no lo decide usted. Ya me comuniqué con Moscú y hablé con sus superiores. Debe reportarse pasado mañana en el cuartel general. Ah, otra cosa… el cuaderno de notas de Brooks se queda en la embajada. No podemos correr el riesgo que el FBI lo confisque en el aeropuerto. —Poseo valija diplomática. No pueden revisarme. —Evitaremos riesgos. No voy a someter las decisiones a discusión. Eso es todo, camarada. Puede retirarse. La rabia le creció hasta una cima indecible, estuvo a punto de agarrar a ese diplomático de pacotilla por el cuello y romperle la cara. Pero eso hubiera significado tirar su carrera por la borda y terminar sus días en un campo de prisioneros en Siberia. Ese hijo de perra ni siquiera era ruso de nacimiento. Elevaría una queja formal. No iba a dejar pasar el entuerto sin más. Pero para ello tenía que regresar primero a Rusia. El cónsul se deslizó hasta la ventana. Ya era noche cerrada. La luna brillaba como una bocha gigantesca en el medio del cielo. Casi una hora después, Sergei golpeó la puerta y entró. —¡Oh, perdón, camarada comisario! Pensé que Vasiliev aún estaba con usted. —¿Encontró algo? —Si, señor. —Infórmeme. —Su nombre es Henry Jones Jr. Es profesor de arqueología. Una eminencia. Alguien muy reconocido entre los suyos. Trabaja en el Marshall desde principios de los ’50, aunque ya lo había hecho antes en la década del treinta. Ha visitado Rusia en varias ocasiones. Es un trotamundos consumado y un especialista en reliquias antiguas. —Muchas gracias, camarada. Conéctense con el señor Vasiliev. Tiene novedades para ustedes. El agente se retiró. A solas en la gran sala, el diplomático volvió al ventanal y miró la Luna. ¡Que belleza!, exclamó para sus adentros; y recordó sus muchas noches al aire libre mientras ejercía su antigua profesión. Recién entonces, se percató de que estaba pensando en su idioma natal. El francés. cd Indy Jones dejó la libreta a un lado y alzó el auricular del teléfono. La campanilla lo había sobresaltado mientras estaba ensimismado en sus conjeturas. —Doctor Jones —dijo el jefe de conserjes—, hay dos señores que lo buscan en el hall principal del hotel. Preguntan por usted. Indy frunció el seño. ¿El FBI lo había ubicado? —¿Le dijeron sus nombres? —No quieren dármelos, señor. Respiró aliviado. No era el Bureau. No se habían identificado. —Dígales que bajo en unos minutos. —Señor… si me permite… —¿Qué sucede? —Estos hombres son… vagabundos, señor. Hombres de la calle. ¿Me entiende? Una ola de adrenalina le recorrió el cuerpo. —¡No deje que se vayan! —exclamó—. Ya bajo —y colgó. No se equivocó al alegrarse. Era “Spooky” acompañado por un sujeto alto, flaco, demacrado y un cabello exageradamente largo y muy blanco, que le sobrepasaba los hombros. —Amigo —dijo Spooky sonriéndole—, aquí le traigo a “Marco”. Indy estiró su brazo derecho y le estrechó la mano. —Es un placer conocerlo, señor Stables. Pero vengan al salón de fumadores, por favor, allí estaremos más cómodos. Y ante la suspicaz mirada del conserje, molesto por el tipo de gente que empezaba a circular por su hotel, se dirigieron a los aposentos del vicio. —¿Cómo me ubicó? —inquirió Jones, mirándolo a Spooky con alegría. —Las calles tienen sus secretos y yo los conozco todos, señor. ¿O debo llamarlo “doctor Jones”? —Indy, Spooky. Llámame Indiana. —Muy bien, “Indy”, aquí está Marco. Se lo traje —¿Qué es lo que busca de mí? —preguntó Stables, con tono huraño, al tiempo que se sentaba —Necesito que me cuente sobre sus trabajos en Atacama, junto con el doctor Brooks —dijo yendo al grano. —Eso fue hace mucho tiempo. —Lo sé. —¿Y qué quiere saber? —Todo lo que pueda o quiera contarme. —¿Todo? Mi memoria no es tan buena con ciertas cosas. —Entonces cuénteme las que tiene frescas. Stables se arrellanó en su sillón y miró a Spooky de reojo. Después, los fijó en los de Jones. —Aquel trabajo resultó ser un desastre —empezó—. Cuando regresamos a Boston se inmiscuyó el gobierno y confiscó el material que habíamos traído. Se nos dijo que funcionarios chilenos lo había reclamado por vía diplomático ya que había sido sacado ilegalmente del país y que por las leyes vigentes era patrimonio arqueológico. Se armó un gran revuelo. Brooks casi fue acusado de robar y traficar artefactos antiguos; y si bien nunca recibimos una citación de la justicia, su trabajo en la universidad se vio de la noche a mañana trabado. Tengo entendido que tres años más tarde renunció. Nunca más lo vi. —¿Y usted? —Yo me fui al año de regresar de Sudamérica. —¿Por qué lo hizo, Mark? —Por temor. Fui amenazado, raptado, torturado. Era muy joven entonces, doctor. Me asusté mucho. —¿Quién le hizo eso? —Una organización negra. Indy entreabrió los labios sorprendido. —¿Cómo? —Una organización negra, doctor Jones. Un departamento secreto del gobierno. —Pero, ¿por qué lo torturaron? —Para que me callara; para amedrentarme, no lo sé. Lo cierto es que me interrogaron por horas y cuando decidieron soltarme me sugirieron que dejara la investigación que habíamos encarado con Brooks. —¿Las preguntas se relacionaban con el material arqueológico que trajeron, verdad? —Sí. —Pero… ¿qué era? —Momias. —Sí, eso lo sabía… —…Momias azules. —¿Cómo dice? —Momias azules y resplandecientes. Brillaban en la oscuridad. Momias mágicas, momias malditas, doctor. Desde que las desenterramos de aquella cueva nada salió bien. Fue como si quedáramos hechizados. Todo empezó a derrumbarse, incluso mi salud no fue la misma. Entré en un estado depresivo muy profundo. Sentía angustia, no podía estar en lugares cerrados. Durante años la claustrofobia casi me vuelve loco. Sólo me sentía relajado en lugares abiertos. Cuando renuncié y me instalé en el puerto, buscando la amplitud del mar, no me di cuenta de cómo pasó el tiempo; y si bien ahí encontré la paz que necesitaba, muchas veces pensé en suicidarme, no se lo voy a negar. Pero no tuve la valentía para hacerlo. —¿Nadie lo buscó? —¿Quién iba a hacerlo? No tengo familiares vivos. La única persona con que he conversado ha sido Spooky; y muy pocas veces de estos temas. —La gente que lo secuestró, ¿qué quería saber? —No lo sé. Creo que ni ellos lo sabían. Repetí la historia más de una docena de veces. Se ve que al final se cansaron. Por eso me dejaron libre. —¿Y Brooks no trató de ubicarlo o ver qué era de su vida? —Robert cambió mucho después de aquel episodio y a pesar de tener una excelente relación, jamás se interesó en saber nada de mí. No lo juzgo. Seguramente, “ellos” también lo amenazaron. —¿Y Duvois? ¿Qué me puede decir de él? —¿Duvois?… ¡Já!...¡ Duvois!... ¡Cuánto hacía que no escuchaba ese nombre! —Trabajaba con ustedes, ¿no es así? —Era el segundo al mando, después de Brooks. Tenía una muy particular forma de realizar prospecciones en el terreno. Un tipo capaz. De lejos reconocía una construcción humana. Pero no era un buen hombre con el que compartir el tiempo. Odiaba a Robert. Lo detestaba y no disimulaba en nada sus sentimientos. Nunca más supe de él. —Se fue a Francia durante la guerra y murió en la Unión Soviética hace unos años. —Es lógico. Siempre creí que abominaba a Brooks por su origen burgués. Por lo que veo no me equivoqué. Pero dígame algo amigo, ¿por qué este repentino interés por las momias, Brooks y nuestro trabajo en Chile? Spooky ya me contó del lío que armó en el puerto. Indy sonrió. —Hace unos días, esos rusos robaron, de la universidad en la que enseño, un desconocido cuaderno de notas escrito por su socio—explicó—. Tuve la mala suerte de toparme con ellos y bueno… aquí estoy. Además, el FBI también está metido en el medio. —¿El gobierno? —Sí, pero no creo que sean de esa organización negra de la que usted habla. Eran agentes novatos. —Doctor Jones, no se confíe tanto. El FBI es muy grande y con pasillos que no todos recorren. No siempre la mano derecha sabe lo que está haciendo la izquierda. Cuide sus espaldas, amigo. El zarpazo puede venir del lugar menos indicado. —En eso tiene razón —arguyó Indy, en tanto la imagen de Eleonor Whitenight se le representaba en la mente. —Yo le sugeriría que se aleje de todo este asunto. No tiene porqué meterse. No es asunto suyo. Deje que los rusos y nuestros “chicos buenos” se rompan los cuernos entre ellos. Para eso le pagamos, ¿no? —Eso pensé—respondió Indy, volviendo a preocuparse por la jefa de archivo del Marshall College—, pero surgió algo. —Sea lo que fuere, hágalo a un lado. No siga en esto; a menos que quiera compartir conmigo un lugar en el puerto. Indy se rascó la cicatriz que tenía desde niño en la barbilla y se quedó mirándolo. Tenía una propuesta en mente para hacerle. |
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7 LA
CUEVA DEL TOPO CONNECTICUT 24
HORAS DESPUÉS… Muy poco le costó a Indiana Jones convencer a Norman Pike y a Emmet Wilbert de llevar a Mark Stables al Marshall College; pero mucho más dificultoso fue persuadirlo a él. Unas tres horas demandó ganarse su “sí” y el doble de tiempo acondicionarlo para que lo dejaran subir al avión. Sus casi dos décadas en la calle lo habían afectado físicamente. Era complicado quitarle al ex-estudiante de arqueología su penetrante olor a humo y mucho más las estrías de suciedad que tenia en las muñecas. Nada que no pudiera disimularse con una buena camisa y saco abotonado. El viaje sirvió para poner en claro varias ideas e informar respecto de ciertas circunstancias impensadas con relación a la señora Whitenight. Ninguno de los dos colegas de Jones lo creyeron en primera instancia, pero Indy no era un hombre que bromeara con la dignidad de las personas y Eleonor Whitenight, evidentemente, la había perdido hacía tiempo. —Si puedes probarlo, el vice-decano Clayton se pondrá de tu lado —dijo Pike—, pero no cuentes con su apoyo por anticipado. No quiere escándalos políticos en la universidad, Indy. ¿Qué harás? Todavía le resonaba esa pregunta en su cabeza cuando, discretamente, avanzó los primeros pasos dentro de la oficina de la jefa de archivo. Aquel era un ambiente barroco. Un primer piso con escaleras. Cada una de las paredes estaba tapizada de libros y papeles, y media docena de cuadros con motivos religiosos impedían que se pudiera ver el celeste de los muros. Sobre el escritorio, tarjetas y lápices, carpetas e informes a medio escribir. Un caos. Pero a Indy Jones le interesaba encontrar algo más personal; algo que incriminara a Whitenight sin lugar a dudas y se pudiera, de ese modo, colocarla entre la espada y la pared. Por eso buscó en los lugares menos “públicos”. En los cajones más pequeños; en los bolsillos de las dos camperas que colgaban de un perchero, en una cartera a medio llenar. Aún así, no pudo evitar toparse una y otra vez con algo que le llamó poderosamente la atención: datos y más datos sobre una excavación arqueológica en África. ¿Qué hacía ese material en manos de una simple archivista? ¿Acaso el museo estaba preparando una muestra africana? Si era así, él no estaba enterado de nada. No pudo con su genio. Levantó uno de esos papers y le pegó una leída rápida. Algo le llamó la atención. No era nada que se relacionara con la arqueología, sino un nombre que se repetía una y otra vez: Emilovich Duvoinov. ¿Duvoinov?..., pensó. ¿De dónde le sonaba? Aquello no podía ser tan obvio. Tan tonto. Si ese apellido pretendía ser una pantalla era una de las más estúpidas que jamás hubiera conocido. Pero sabía la que impunidad generaba debilidades. Muchos criminales de guerra nazis, escondidos en países colaboracionista del Tercer Reich, solían cavarse sus propias fosas adoptando, después de un tiempo, sus nombres reales o poniéndose seudónimos muy parecidos al original. Duvoinov… Emilovich… Emil Duvois… Verificó las fechas que el informe tenía: 1955. Pero, ¿no era que Duvois había muerto hacía seis años? Desorientado por unos segundos clavó su atención en una cigarrera de plata que sobresalía por debajo de una pila de papeles. La tomó y abrió sin más. Los cigarrillos brillaban por su ausencia. Había dos tarjetas arrugadas en su lugar, escritas a mano, con tinta negra sobre uno de los lados. Era la letra de Eleonor. La conocía bien. Las levantó leyó. Una vez más: un número telefónico y dos iniciales “A.V.” Entonces, en el fondo del cajón que había abierto antes de prestarle atención a los informes, reparó en una pistola. Estaba cargada. Lo pudo verificar sin tocarla. Tenía la traba de seguridad rota. Si nadie se cuidaba al meter la mano en ese sitio hasta podría dispararse sola. Era una pistola de origen soviético. La agarró por la empuñadura y verificó su número de serie. Estaba borrado. —¿Le interesan las armas de guerra, doctor Jones? Sobresaltado, Indy giró en redondo en dirección de la puerta. ¡Maldita sea!, rumió por lo bajo. ¡Se suponía que esa mujer estaría dando clases a esa hora! —¡¿Qué hace invadiendo mi oficina?! —exclamó Whitenight más sorprendida que Indy, tratando de acomodar sus ideas—. ¡¿Qué derecho tiene para estar revisando mis cosas?! —y sin más, extrajo un revólver calibre 32 y le apuntó a Jones. Indy la miró fijamente, directo a los ojos, transmitiéndole su más profundo sentimiento de rabia y decepción. No articuló palabra. —¡Debí suponer que había sido usted! —exclamó la mujer. —¿Yo?... —El de la llamada desde Boston, el otro día. Verifiqué su procedencia con la operadora y no era un número que yo conociera. Provenía del hotel. —¿Acaso no tiene en la memoria el de la KGB? Las arrugas de las comisuras de los labios se torcieron en una mueca muy poco femenina. —Levante las manos y deje esa pistola sobre el escritorio. Indy obedeció. —La suerte está echada, Eleonor —dijo—. No complique más su situación. —Deje los consejos para sus alumnos, doctor Jones, y por favor, mantengas sus manos elevadas. —Eleonor, si me mata tendrá que hacerlo con media universidad. Clayton, Pike y Wilbert están al tanto de todo. No tiene sentido que siga con este juego. El FBI ya debe estar en camino —mintió. Whitenight se sacudió de los nervios. Se sintió acorralada. Cercada. —¡Maldición, Jones! ¡Maldición! —prorrumpió sollozando—. ¿Por qué?... ¿Por qué tuvo que ver ese cuaderno de notas?... ¿Por qué se inmiscuyó en todo este asunto? Indy flexionó levemente sus rodillas. Fue un movimiento imperceptible. Recién entonces respondió a la pregunta, que en principio era retórica: —Es común en mi vida meterme en problemas. —Pues, de todos, este fue el peor —contrarrestó la vieja y disparó. Todo transcurrió en un segundo, pero como se la veía venir, Jones reaccionó a tiempo. Un mínimo corrimiento y la bala le rozó el saco de tweed a la altura del hombro. Después se dejó caer por detrás de la mesa. Con el arma todavía humeante, Whitenight giró sobre su eje y salió corriendo desesperada en dirección de la escalera. Acababa de matar a un ser humano, creyó, y un alud de culpa y miedo nublaron su entendimiento. Su andar presuroso era desarticulado, errático. Entonces, cuando alcanzó el segundo escalón que llevaba a la planta baja, oyó el grito del arqueólogo: —¡Eleonor, deténgase, por favor! Trastabilló. Su cuerpo se desplazó hacia delante sin sostén alguno. El mundo se le vino encima. Primero chocó con las rodillas y, yéndose de bruces, su cabeza se sacudió al impactar con el escalón número siete. El sonido de huesos al romperse se vio apagado por el ruido de un disparo seco, amortiguado. Y Whitenight rodó hasta el final de la escalera, con una bala autoinflingida en su pecho. Indy se le acercó presuroso. Agonizaba. —Dígame qué es lo que sucede, Eleonor. Dígame algo… Las últimas palabras de la mujer estuvieron acompañadas por un gesto de dolor: —Todos…—alcanzó a articular—, todos ustedes están… muertos. Y
expiró. cd OFICINA
DE DICK CLAYTON VEINTE
MINUTOS MÁS TARDE… —¡¿África?!... —exclamó el vice-decano, casi en estado de shock—. ¿Qué hay en África?... —Una pista, Dick —respondió Indy—. El único rastro que tenemos. —Es lo mejor que podemos hacer —agregó Pike—. Indy tiene que desaparecer de la universidad cuanto antes. —Sí, no es conveniente que los federales lo encuentren —sentenció Wilbert. —Nos tienen bajo vigilancia, eso es seguro . Muchos alumnos hablaron sobre el incidente de la semana pasada en el pasillo. Y ahora, con la muerte de Whitenight —siguió aclarando Pike—, las cosas se complican mucho más. —¡No puedo creerlo! —lanzó Clayton—. ¡La verdad es que no puedo creer lo que sucede! ¡Robos, atentados, espías de la KGB y ahora esta mujer, que hace pocas horas era una leal colaboradora, resulta ser una asesina bajo las ordenes de los rusos! ¡Por Dios santo! ¿Se han vuelto todos locos? ¡Esto es una caos!... El FBI nos caerá encima y nos destruirá. —Por eso mismo tengo que “ausentarme” antes de que lleguen y nos detengan, Dick. —Sí, creo que tienen razón—titubeó—. ¿Y qué quieres, mi autorización? —No; no es eso lo que necesito… —¿Y qué es entonces? —Un subsidio para cruzar el Atlántico. —¿Dinero? ¡Yo no estoy autorizado para dar dinero, Indy! —Pues tendrás que estarlo —irrumpió Pike—. Esta vez no hay comisión directiva para discutir presupuestos. ¡Tienes que darle el dinero ya! —Usa los fondos de reserva que tienes en la caja fuerte, Dick —sugirió Wilbert—. Más tarde todos te apoyaremos cuando tengas que dar explicaciones. Clayton se llevó las manos a la cara. —¡No hay tiempo! —anunció Pike—. Decídete. —¡Maldita sea! ¡Este es mi fin en la universidad! —y sin decir nada caminó hasta la gran acuarela clavada en la pared, la corrió como si fuera una puerta y marcó la combinación adecuada. Sacó cinco fajos de dólares y se los dio a Jones—. Aquí tienes. Vete cuanto antes y, por favor, tiéneme al tanto de tus movimientos. Indy apenas tuvo tiempo de pasar por su casa, preparar un bolso, recoger su sombrero fedora, la campera aviadora color marrón, su látigo y el Webley Mark VI de seis tiros, antes de dirigirse al aeropuerto junto con Stables. Sólo después, el Marshall College denunció la muerte de Eleonor Whitenight. |
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8 MARHMA-DOOL COSTA
SUR OCCIDENTAL DE ÁFRICA 5
DÍAS
DESPUÉS… “Anotemos
las cosas extrañas de hoy. Pueden
constituir, en un momento dado, un
valioso eslabón en la cadena que liga
el oscuro día de ayer con el enigmático
amanecer de mañana”. Tibor
Sekeljmann, 1938. Uno de los más antiguos anales de la historia escrita cuenta que, durante el reinado de Assupalban, el gran soberano del Reino de Ruh —un desconocido pueblo mesopotámico contemporáneo de Assur— partieron de su puerto, sobre el Mar Rojo, quince ishkarum —barcazas— que rodearon la “inmensa masa de tierra” —África— en un viaje antológico que duró seis meses para, finalmente, levantar una colonia en una costa abierta, fértil y verde, “húmeda como el rocío de la mañana” y perfecta para que uno de los hijos del rey, Ashkindrun, construyera una ciudad en donde alcanzar la independencia y transmitir su cultura a las salvajes naciones que habitaban el lugar. La urbe, bautizada con el nombre de Marhma-Dool, prosperó durante décadas, alimentando a sus habitantes con los frutos de la agricultura intensiva, sus obras de ingeniería hidráulica y el comercio, incentivado muchas veces por las guerras que se organizaban contra los reinos ubicados en el centro del continente. Famosa por su ajetreado puerto, Marhma-Dool tuvo contacto con los mercados más importantes de la antigüedad. Según se derivaba de las traducciones, parcialmente realizadas a las tablillas de arcillas que sus comerciantes usaban para registrar cantidades y acontecimientos, la influencia de la ciudad había llegado hasta la costa sur de la India, donde se habían encontrado restos de su cerámica y sellos de piedra utilizados por su aristocracia guerrera. Fue aquella una sociedad compleja, admirable en más de un aspecto; con palacios, templos, casas de adoración, plazas y barrios populares, rutas y avenidas. Pero por algún desconocido motivo, Marhma-Dool decayó abruptamente hacia el siglo XIV antes de Cristo y sus construcciones, rápidamente, se convirtieron en ruinas. Los anales fueron olvidados, su lengua se perdió y el arte desapareció tragado por el tiempo. Cuando a fines de la Edad Media marinos portugueses la descubrieron de casualidad, no era más que un montón de piedras. El capitán Mauricio de Soares se refirió a ella en una carta escrita hacia 1483, siendo ésta la última —y única— noticia conocida desde entonces. Tras el fugaz paso de los lusitanos por esas costas, lo poco que quedaba de Marhma-Dool terminó desapareciendo por completo de la faz de la Tierra y de la memoria de los europeos. Recién a mediados del siglo XX, en 1955 —hacía sólo un año—, y tras la independencia política de la región, el nuevo gobierno nacionalista en el poder autorizó que arqueólogos soviéticos excavaran el sitio. En pocos meses habían desenterrado lo que creían era un diez por ciento de la antigua ciudad. Marhma-Dool volvía a ser parte de la historia. Según los papeles de la señora Eleonor Whitenight, el responsable del trabajo arqueológico era un joven investigador ruso llamado Igor Wolf, egresado de la Universidad de Stalingrado y sin contactos con el mundo académico occidental. Pero lo que Indy Jones observaba, al leer y releer el material confiscado de la oficina de la espía, era que por encima de la autoridad de Wolf se erguía la del misterioso Emilovich Duvoinov, de quien no se decía nada. La excavación avanzaba a pasos agigantados. Varios templos habían ido emergiendo y una gran plaza circular, con restos de cimientos de otros templetes secundarios, estaba siendo desenterrada, brindando una información inimaginable respecto de las técnicas utilizadas en la antigüedad. Todo indicaba que era el granito rojo el material de construcción ideal para los edificios de mayor relevancia política y religiosa; y que esas dependencias se habían caracterizado por ser en extremo lujosas y amplias. Varios
miles de tablillas de arcilla se almacenaban en los depósitos del campo
de excavación. De ellas habían salido los pocos datos traducibles que
permitían reconstruir la historia de la ciudad y sus habitantes. Y aunque
Indy conocía, en parte, la técnica para descifrar escritura cuneiforme
mesopotámica, las fotografías que tenía en su poder del alfabeto de
Marhma-Dool lo desconcertaban por completo. No podía identificar ningún
símbolo o pictograma. Nada le resultaba familiar. Tenía que reconocer
que en esa área era un completo analfabeto. De todos modos, compartía
sus limitaciones con la mayoría de los estudiosos. Marhma-Dool no era más
que la viva presencia de la corrupción triunfante; el mejor ejemplo de la
oscuridad de una noche histórica impenetrable. cd Hacía más de veinte años que Mark Stables no observaba una excavación arqueológica; y menos que menos una de ese tamaño. El espacio de tierra removida era literalmente gigantesco. Un enorme pozo de más de quinientos metros cuadrados, rodeado de selva, por el fondo, y altas alambradas electrificadas, en el frente y los costados, daban la impresión de estar frente a un campo de concentración. —Jamás pensé que la metodología de trabajo hubiera cambiado tanto en todo este tiempo —dijo Stables sin dejar de sacar sus azorados ojos del panorama que se desplegaba ante él. —No se confunda, Mark —le respondió Indy, agazapado detrás de los matorrales en los que se escondían—. Esto no es para nada común. Y en verdad no lo era. Cinco torres de guardia, provistas de ametralladoras automáticas y regularmente ubicadas a lo largo del cerco que rodeada el campo de estudio, le proporcionaban al sitio arqueológico el aspecto de una dependencia militar. Justo frente a la entrada, y tras atravesar un pórtico de hierro custodiado por dos hombres con fusiles, se desplegaban a izquierda y derecha de la pequeña calle principal, unas barracas de cemento muy amplias y viviendas de regular calidad. Un poco más allá, hacia el oeste, una casa con altas antenas para las comunicaciones y, en dirección contraria, hacia el naciente, una aglomeración de más de veinte carpas de campaña en donde decenas de operarios iban y venían de un lado a otro. Recién detrás de esas instalaciones, y comunicada por senderos de grava, estaba la descomunal excavación. —Acá hay mucho dinero invertido —dijo Stables. Indy asistió con la cabeza. —Creo que tendremos que averiguar el motivo de tanto interés soviético por una cultura africana. —A eso vinimos, ¿no? cd Noche. Luna llena. Oscuridad esclarecida por el reflejo del satélite y ansiedad; mucha ansiedad y nervios contenidos. Era una mezcla ideal para abandonar, después de horas, el follaje y sin ser vistos, descender el acantilado de cuatro metros de altura que separaba el “hoy” de una realidad antigua, perdida durante siglos. No fue difícil llegar al suelo original de Marhma-Dool y verificar, por sus ruinas —ahora al alcance de la vista— que aquella había sido una ciudad pionera, arquetípica. Una muestra clara de un pasado lejano, poco conocido y lleno de enigmas. De todos modos, esos restos hablarían; contarían su historia si se los sabía “leer” correctamente. Entonces, Indy los leyó. —No veo restos de carbón ni piedras carbonizadas, por efecto del calor. Este lugar nunca fue atacado o saqueado. No hay indicios, a primera vista, de agresión externa.—Mark Stables se corrió sus largas mechas de pelo encanecido—. Si tuviera que arriesgar una opinión profesional —prosiguió Indy— diría que este sitio fue abandonado repentinamente. Lo dejaron sin más. No hubo ataque físico. —¿Qué puede haber pasado? —No lo sé. Una epidemia quizás. No tengo demasiados datos. Habría que estudiar todo esto en un laboratorio. Por otro lado, hay casos registrados de ciudades enteras abandonadas por cuestiones rituales; y que yo sepa se sabe muy poco de los rituales de Marhma-Dool. —¿Y qué es eso que hay debajo suyo? —inquirió Mark, señalando el piso sobre el que Indiana estaba parado. El arqueólogo se agazapó y pasó las palmas de sus manos sobre la superficie. —Piedras pulidas —sentenció—. Un camino pulido, desgastado por el uso. —Esto está recién excavado… —Así, parece. Hay tierra removida y húmeda aquí y allá. Además —dijo recuperando su posición vertical y siguiendo el camino con la vista—, no han terminado de quitarle toda la grava, humus y raíces que lo cubrían. Mira. —Stables siguió con la mirada el dedo de Jones—. Se dirige hacia la pared por la que bajamos recién —explicó—. Venga, vamos a investigar —y se acercaron al muro del foso, en donde se notaba, como tallada, la silueta del dintel de una puerta El sendero de piedra se metía por debajo de una serie de maderos que la tapiaban. —¿Tablas? —preguntó retóricamente Mark. —Han obstruido una entrada. —¿Qué cree que pueda ser eso? —No lo sé. Habrá que verificarlo. Quitemos estas maderas. En pocos minutos extrajeron una docena y media de tablones. Estaban muy mal clavados. Un agujero oscuro les incitó a continuar hacia delante. —¿Tiene fuego? —indagó Mark Indy sacó su encendedor Zippo e improvisó —con las maderas— una antorcha, que se cuidó de encender dentro de la cueva, para no ser visto por nadie desde el campamento. —¡Por Dios! ¿Qué es esto? —exclamó Stables mirando las paredes de un recinto rectangular. Indy levantó la candela y se quedó extasiado. —Son pictogramas, Mark. Dibujos. Mira, cubren todas las paredes, igual que en las tumbas egipcias. Por espacio de unos minutos, que parecieron una eternidad, Jones y Stables inspeccionaron detenidamente cada uno de los bajorrelieves que adornaban los muros. —Hay diferentes estilos —explicó Indy—. Se observa claramente. Mira aquí como se sobreponen uno sobre otro. Diferentes épocas. Diferentes trazos. Los más modernos parecen ser más estilizados y finos… y están alineados por franjas. Guardan un orden; creo que cronológico… —¿Qué antigüedad tiene todo esto? —Lo desconozco, pero le aseguro que son muy antiguos. Me recuerdan los motivos que aparecen en algunas cerámicas del segundo milenio antes de cristo en Mesopotamia. Pero podría estar prejuzgando. No tome nada al pie de la letra. Sólo excavada en un treinta por ciento, la cámara de las pinturas era un recinto cuadrangular, lleno de escombros y con un techo no muy alto. Se proyectaba por debajo del acantilado que rodeaba a toda la excavación y no quedaba claro si la pared, en la que se habían pintado las escenas, era el exterior o el interior de un antiguo edificio. A primera vista, y dado que el camino empedrado se prolongaba a lo largo del muro, todo parecía indicar que habían sido coloreadas para que los transeúntes las admiraran desde la calle. Pero aquello bien podía ser el hall de un templo o palacio aún irreconocible; un sitio con el suficiente status como para tener una calzada de piedras de semejante calidad. Los futuros trabajos arqueológicos develarían la incógnita. Por el momento sólo quedaba especular. Indy leía como podía los dibujos; en especial los de trazo más modernos. Evidentemente, las tres franjas o niveles de figuras relataban un historia que, poco a poco y de tanto mirarlas con profesional detenimiento, empezaron a cobrar sentido. Los dibujos eran sencillos. Los principales protagonistas eran hombres y mujeres representados como simples monigotes y diferenciados sólo por las faldas rectangulares que vestían las segundas. Objetos de distinto tipo, abstractos y realistas, aparecían a izquierda y derecha de los “actores”, conformando un todo muy semejante a una antiquísima historieta no leída durante milenios. La trama resultó ser lineal y clara. Contaba como Marhma-Dool había sido fundada por los dioses en un tiempo mítico, lejano; y de que manera los primeros reyes habían hecho del lugar un espacio próspero, tranquilo y feliz. Se podían distinguir barcos, casas y mercaderes, agricultores, guerreros y artistas. Todo un universo complejo de personajes y cosas que, en determinado momento, había sido impactado por algo aterrador venido del cielo. Indy se detuvo en el pictograma que refería al desastre. —Aquí aparecen pintadas lo que parecen ser nubes. Mark. Y observa, no caben dudas de que de ellas salen rayos y calaveras. Puede que esto esté diciendo que el “mal” vino de arriba. —¿Un meteorito? —No lo creo. Indy levantó la antorcha para iluminar mejor el muro. No podía verse lo que había por encima de las nubes. Las afloraciones de tierra que bajaban del techo cubrían un sector demasiado extenso como para detectar qué se había pintado por debajo. Jones movió la mano que tenía libre y descascaró el estuco que tapaba el dibujo. Se sorprendió. —Esta cobertura no es natural —dijo al palparla con la yema de los dedos—. Es barro nuevo y seco. Alguien lo puso aquí para ocultar algo. Han revocado la pared. —Quitémoslo — sugirió Stables con vehemencia. Al cabo de unos minutos, el resplandor de la llama dejó vislumbrar una figura antropomorfa extraña, sin piernas ni brazos y enteramente encastrada de lapislázuli. Era el único dibujo que tenía color. Un color profundamente azul. —¡Que me lleve el diablo! —exclamó Stables—. ¡Esa es una momia idéntica a la que encontramos en Chile! Indy frunció el entrecejo. No parecía estar sorprendido, pero su corazón le latía con fuerza inusitada. Siguió despejando el área y no fue una sino seis las momias que aparecieron. —Los rayos y las calaveras provienen de ellas —expresó Jones—. Son momias que expiden luces, rayos… —¿Y qué pueden representar? —Dado todas las personas muertas que parecen pintadas por debajo de ellas, sólo pueden simbolizar algo malo. —¡Sabía que esas cosas estaban malditas! ¡Lo sentí no bien me topé con ellas! Indy se calzó el sombrero fedora con firmeza y arguyó: —Todo parece indicar que usted no ha sido el único, Mark. Por algo taparon el mural. Los arqueólogos a cargo de este lugar no querían que se conociera la existencia de estas figurillas. Me pregunto qué más es lo que saben y ocultan. —¡¡QUIETOS!! No habían escuchado nada hasta que el alarido retumbó en todo el recinto. Para cuando giraron y miraron hacia sus espaldas, dos soldados soviéticos armados, empuñaban sus metralletas directo a ellos. Y como en un paso de baile practicado miles de veces, Indy reaccionó con premura y precisión. Al momento de darse vuelta agarró el mango de su látigo y extendió el brazo violentamente en dirección a los soldados. La fusta se desenrolló en un santiamén y terminó impactando el la palma de la mano del primer uniformado. Dolorido y sorprendido al mismo tiempo, el militar sintió como la metralleta salía despedida hacia un costado, chocando contra los escombros acumulados en el piso. En un vaivén vertiginoso, Indy le imprimó al látigo un segundo impulso dirigiéndolo con exactitud quirúrgica al cuello del otro soldado, en donde se enrolló con fuerza. Tiró y el sujeto cayó de rodillas a los pies del arqueólogo. —¡Salga de aquí! —le gritó a Stables—. ¡Corra! No terminó de articular la orden cuando una violenta trompada le cruzó la cara a la altura de la mejilla izquierda; y en tanto Mark iniciaba su huída, Indy volvió a experimentar la punzante sensación de recibir un segundo golpe en la base de su mandíbula. Perdió el equilibrio. Intentó recobrarlo con rapidez, pero fue demasiado tarde. La oscuridad de la cámara, apenas iluminada por la antorcha tirada en el piso, lo mareó. Para cuando su vista se esclareció, los soldados ya estaban recuperados y uno de ellos a punto de jalar el gatillo. Indy sabía cuando dejar de pelear; cuando abandonar la resistencia y aguardar un mejor momento. Entonces, se rindió. |
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9 LA
BARRACA Las dependencias del campamento principal eran amplias; sin lujos, perfectas para desarrollar una vida cómoda y con los últimos avances técnicos que la arqueología de mediados de siglo podía ofrecer. Enormes tablas, colocadas a modo de larguísimas mesas, exhibían artefactos de todo tipo y tamaño. Desde jarrones de casi un metro y medio de altura, hasta fragmentos de cerámica coloreada y tablillas con restos de escritura. A un costado, anaqueles de acero, que se proyectaban hasta el techo, congregaban decenas de objetos hechos en bronce: armas, ornamentos, escudos, pectorales. Un poco más allá, e iluminado por una lámpara de pie, había un escritorio repleto de papeles e informes. Detrás, en una butaca de cuero desgastada, Indy distinguió la silueta de un hombre joven sentada en ella. Igor Wolf se ajustó la chaqueta al cuerpo y se reincorporó con parsimonia, esperando que los soldados terminaran de empujar a Indy hasta el borde mismo del buró. Era un hombre alto, delgado, con la cara bronceada por los efectos del sol y una dentadura tan blanca como la nieve. Tenía el sobrecejo fruncido. Se advertía preocupación en su rostro. Cuando Indy se detuvo ante él, con un hilo de sangre a medio secar cayéndole de la comisura izquierda de la boca, lo miró con detenimiento sin decirle nada. Después giró los ojos hasta el soldado de mayor jerarquía. —Me acaban de informar por radio del incidente—dijo—. ¿Qué fue lo que pasó, teniente? —Encontramos a este hombre husmeando en el sector IV, doctor Wolf —respondió el soldado. —Pero, ¿por qué lo golpearon? Usted sabe que detesto la violencia. —No tuvimos opción, camarada doctor. Nos atacó. El otro pudo escapar. —¿Otro? —inquirió sorprendido—. ¿Qué otro? —Había un segundo individuo. Huyó. Pero ya ordené que iniciaran una búsqueda exhaustiva. Wolf cambió su ángulo y se dirigió a Indy. —¿Quién es usted, señor? ¿Cuál es su nombre? Sujetado por los brazos, el arqueólogo respondió casi a regañadientes: —Me llamo Jones, Indiana Jones. Wolf se echó hacia atrás sorprendido. —¡¿El doctor Jones?!... ¿El famoso arqueólogo americano? ¡Vaya! ¡Qué pequeño es el mundo, colega! Lamento conocerlo en circunstancias tan poco usuales, aunque tengo entendido que no son buenos todos los comentarios que hay sobre usted. —Habladuría —masculló Indy con ironía—. No crea todo lo que le dicen. —Debo hacerlo, doctor Jones. Está en mi excavación y dado que muchos lo tildan de “ladrón de antigüedades” tengo que estar alerta. Por otro lado, su presencia en la cámara IV parecería confirmar esos dicho, ¿no lo cree así? —No todo es lo que parece… —En ese caso, permítame que le haga una pregunta directa: ¿qué buscaba allí? ¿Por qué no solicitó un permiso formal para visitar el yacimiento? Una leve corriente de aire anticipó la irrupción de una nueva voz en el recinto. —Porque jamás lo hubiera permitido, y él lo sabe. Wolf, Indy y los soldados giraron en redondo en dirección a la puerta. —¡Camarada Comisario! —exclamó Wolf atónito—. ¡No sabía que estaba en el campamento! Un sujeto morrudo y de mediana estatura avanzó teatralmente hasta el grupo. Fumaba y tenía la vista clavada en Indy. —Acabo de llegar —respondió—. No tuve tiempo de presentaciones protocolares. —¿Conoce al doctor Jones? —Más de lo que quisiera, camarada Wolf. Este hombre es un espía. —¿Espía? ¿Trabaja para los servicios yanquis? —¿Usted qué cree? —Pero, camarada Duvoinov, ¿qué puede estar buscando un espía en este lugar? ¿Duvoinov?..., pensó Indy. ¿Emilovich Duvoinov?... No podía creerlo. Sonrió con sarcasmo y pronunció el mismo apellido pero con acento francés. —Duvois… Emil Duvois… ¡Al fin le conozco la cara! El galo respondió algo incómodo con otra sonrisa. —Veo que está bien informado, doctor Jones. —Nunca salgo de viaje sin ilustrarme previamente. Duvois lanzó una corta carcajada que no pudo contener. —Admiro su sentido del humor, amigo mío. Espero que lo conserve. —¡Un momento, por favor! —intervino Wolf—. Perdóneme, camarada, pero no entiendo nada de todo esto. —No se preocupe, Wolf —respondió el francés—. Es una larga historia y usted no está aquí para entender cuestiones de Estado. Limítese a sus ruinas, es lo mejor. Recuerde ese dicho americano que dice que “la curiosidad mató al perro”… —…“Al gato”, Duvois —corrigió Indiana con rabiosa socarronería—. “La curiosidad mató al gato”. Eso dice el refrán. ¿Y sabe algo? Lo curioso es que todos lo dan muerto desde hace años. —Bueno, de alguna manera es cierto. Digamos que la mía fue una muerte ritual. ¿Entiende de esas cosas, doctor Jones? ¡Claro que entiende! Usted es un especialista. Los cambios de identidad siempre constituyen simbólicamente una muerte; y mi condición actual exigía un deceso de ese tipo. —¿Y cuál su “condición actual”?—espetó Indy—. ¿La de traidor? Duvois
hizo un mohín. —¿Traidor?... ¡Já!... ¡Cuán equivocado está usted, amigo mío! —lanzó—. Mire —dijo bajando el tono de su voz—, le diré algo que me dijo una vez un colega: “Para ser traidor primero hay que pertenecer”. ¿Y sabe algo? Yo jamás pertenecí. Nunca lo hice—y volteando hacia los soldados ordenó—: Teniente, lleve a este hombre a la barraca II. Manténgalo detenido hasta nuevo aviso. Más tarde iré a hacerle unas preguntitas. Ah… y asegúrese que el doctor Jones no esté para nada cómodo. cd Al cabo de tres horas, la herida de la comisura izquierda se había profundizado y la sangre manaba de a poco sin dar tiempo a que ésta coagulara. Un corte en la frente, justo debajo del fedora, ardía como si le hubieran echado sal y una punzante sensación de dolor iba y venía a la altura de las costillas cada vez que inspiraba. Le habían golpeado con saña, pero sabía resistir con dignidad. La ira era lo que lo mantenía conciente. Al promediar la cuarta hora de reclusión, el portón corredizo de la barraca II se desplazó hacia un lado y, tal como lo prometiera, Emil Duvois ingresó solo, dirigiéndose directamente hacia la columna en la que Indy estaba maniatado. —¿Cómo se siente, doctor Jones? —preguntó sonriente. Indy, con la cabeza gacha, levantó sus pupilas hasta la base de sus cejas y lo observó con odio. —¡Maldito hijo de perra! —masculló. —¡Upa!... ¿Ese es el lenguaje académico que siguen enseñando en sus universidades? —Es sólo el saludo inicial… Suélteme y verá cómo pongo en práctica la lección número uno de “recepciones calurosas”. —Me sorprende, doctor —respondió Duvois sin dejar de sonreír—. ¡Un profesor tan afamado como usted hablando de ese modo! Ya veo que es una clara señal de la decadencia de occidente… Pero no he venido hasta aquí para darle clases de buenos modales —dijo cambiando su tono de voz—, sino a conversar y tratar de averiguar algo que me tiene sumamente ansioso. Dígame, el otro sujeto que estaba con usted, ¿es quien yo supongo?... ¿Mark Stables? —Indy se lamió la herida de la boca sin decir nada en absoluto—.Jones, no sea tonto, respóndame. Espero no tener que utilizar la fuerza bruta para quitarle una respuesta… —No espere nada de mí, Duvois. —¡Qué pena! De todos modos si no son mis hombres será la policía militar de este país los que lo encuentren, tarde o temprano. ¡Usted no se imagina lo eficientes que son estos negritos africanos! Indy ladeó la boca dibujando una sonrisa. —¿También racista? ¡Lo único que le faltaba! —¡Doctor, es un simple modismo no carente de simpatía! No somos nosotros los más indicados para recibir apelativos como ese. El Ku Klux Klan funciona en su país, ¿no es así? Es injusto al decirme racista. Yo luché contra el país más racista de la historia y vencimos. ¿Acaso no recuerda que Berlín fue ocupado por tropas soviéticas, doctor Jones? —Usted no es ruso, Duvois. —Por adopción, mi amigo. Lo soy por adopción. Y deje de llamarme Duvois. Cambié mi apellido. Reconozco que debí hacerlo mucho tiempo antes, en 1945, cuando me instalé en Moscú y me incorporé a la KGB. Pero es que mi padre aún vivía. ¡Le hubiera partido el corazón saber que renegaba de su apellido!... Usted sabe de esas cosas, “Indiana”… —dijo con ironía—. ¿Acaso ese es su nombre real? Creo que es un claro símbolo de sublevación a la autoridad paterna, “Henry”. Yo no renegué de mi padre, sino del explotador sistema capitalista en el que me tocó nacer. —¡Justo lo que necesitaba: un psicólogo! —¡No pierde su sentido del humor, doctor Jones! Eso es bueno. Siempre prefiero conversar con un hombre inteligente como usted. Pero, dígame, ¿qué es lo que sabe realmente de todo este asunto? Comparemos notas, ¿quiere?... —Empiece con las suyas. Ilústreme. —Si es su deseo, con todo gusto. La historia en principio no es nada complicada. Cuando el año pasado descubrieron Marhma–Dool llegaron a mi escritorio ciertas fotos del yacimiento que me llamaron poderosamente la atención. Usted sabe, es difícil dejar la profesión aún cuando no se ejerce. Con esas fotos en mi poder no tardé en recordar mis años mozos, cuando trabajaba con Robert Brooks en Atacama. Esas momias son difíciles de olvidar, doctor Jones. ¿Cuántas momias azules fosforescentes ha visto usted en su vida?... Por eso, cuando aparecieron las pinturas que acertadamente usted inspeccionaba, empecé a cavilar sobre el verdadero poder que podían tener esas cosas. Viejas imágenes volvieron a mi mente y cobraron un sentido que antes no tenían. Traté de ubicar a Brooks, pero averigüé que había muerto en Connecticut en el ’48; por eso desplegué los recursos que tenía a mano y fue por medio de nuestros contactos en su país que supe de los documentos privados que había dejado después de su muerte. Quise conocerlos y mandé a unos hombres a buscarlos. Sabía que Brooks era un escritor compulsivo y que volcaba en sus cuadernos todas sus sensaciones, especialmente cuando estaba en temporada de excavaciones. No me extrañó hallar sus notas, sabiendo que su mujer había fallecido un tiempo antes. El único problema fue su involuntaria intervención. ¡Qué lástima! Nos hubiéramos ahorrado mucho tiempo, dinero y transpiración. —¿Cuál es su interés por Stables? —preguntó Indy. —Lo buscamos por un motivo que usted ignora, Jones. Y que yo ignoraba hasta que leí el cuaderno de notas en Boston. ¿Sabe algo? Me lo devoré en pocas horas y lo que allí encontré me facilitó atar los cabos sueltos que rondaban mi cabeza. ¿Sabía usted que fue Stables el primeros en encontrar y tocar las momias? ¿Sabía que estuvo dibujándolas y estudiándolas por horas antes que cualquier otro miembro de aquella expedición? No; no lo sabía. Lo noto en su cara. Permítame que le muestre algo. Se alejó de la columna, destapó un gran pedazo de mampostería que estaba delante de Indy y ante la curiosa mirada del arqueólogo señaló los restos del mural de la cámara IV. —Corrían el riesgo de perderse si las dejábamos en su sitio. Por eso le ordené a Wolf que la quitara y protegiera en este depósito. Como puede ver, doctor, es lo que falta de la historia que usted observó en el yacimiento. Duvois no mentía. Ahí estaban los mismos dibujos, el mismo estilo, los mismos jeroglíficos indescifrables. Estaban las momias recubiertas de lapislázuli, los rayos, las calaveras y a un costado, tocándolas, la figura de un hombre caracterizado con una leve joroba en su hombro derecho. En las imágenes siguientes, decenas de cuerpos muertos. Sin mutilar. Sobre cada uno de los cadáveres había un cráneo, al parecer incandescente. Más allá, en lo que parecía una orgía de cuerpos sin vida, el jorobado de pie; inmune al mal aquejaba a los demás. Siguiendo las figuras, el escenario cambiaba. Había una barca flotando en un ancho mar. Sobre ella el hombre de la giba y doce momias apiladas en uno de los extremos de la embarcación. Después, montañas altísimas, una cueva muy clara y dentro de ella el jorobado depositando la extraña carga azul. Sobre su cabeza un signo conocido por los especialistas. —¿Reconoce este símbolo, doctor Jones? —inquirió Duvois. Las ideas y dibujos tejían argumentos en la mente de Indy. Finalmente, respondió: —“Dios”, “Divinidad”, “Ser Poderoso”, eso significa. Ese hombre de la giba debe ser un dios mitológico. —No, doctor Jones. Ese personaje es un hombre común convertido en dios por algún extraño motivo. Me pregunto entonces, ¿ qué fue lo que lo hizo tan poderoso? ¿Por qué no murió como todos los demás? Indy aspiró. Sintió dolor en las costillas golpeadas. —La única diferencia que hay entre él y el resto de la gente que aparece muerta—dijo— es que el giboso tocó las momias primero… —¡Exacto, doctor! Veo que le presta atención a mis explicaciones. ¿Entiende ahora? —No me diga que usted cree que… —¡Sí, Jones! Y no es lo que creo. Es lo que veo. Estas pinturas nos lo dicen todo. —O sea que, según su opinión, quien toca primero a esas momias se vuelve invulnerable al algún tipo de mal que emana de ellas. ¿Es eso? —Exactamente. La historia así lo muestra. ¡Mírelo! —exclamó señalando al jorobado—. No sufre. No muere. Los sobrevive a todos y en su intento por solucionar el problema para siempre se lleva las momias a otro lugar, donde las entierra en una cueva…junto a montañas enormes. ¡Los Andes, Jones! ¡Esos son los Andes sudamericanos! —No hay certezas de que pueblos africanos hayan cruzado el Atlántico. Y mucho menos que atravesaran el estrecho de Magallanes para llegar a las costas actuales de Chile. Usted lo sabe, Duvois. —¡Lo tiene ante sus ojos y aún así no lo cree! —Para mí no es suficiente. Eso puede ser un mito, un cuento, cualquier cosa… —De todos maneras, seguiré mis instintos. Quiero recuperar las momias y saber si Stables posee la cualidad de vencer lo que demonios sean estas cosas —respondió señalando las calaveras. —Boston ya no las tiene. —Lo sé. Fueron confiscadas por el gobierno. ¿Acaso no se preguntó por qué una organización gubernamental se interesa por aparentemente simples momias, doctor? Acá hay gato encerrado. —En este caso usó bien el modismo… Duvois esbozó una sonrisita, volvió a cubrir los restos y se puso de cuclillas frente a Indy, —Bueno, Jones, como ha visto he sido muy generoso con usted. Ahora, dígame dónde está ese maldito pordiosero. No me haga perder más tiempo. —No lo sé. Y aunque lo supiera, tampoco se lo diría. —Jones… Jones… me lastima con su falta de respuestas. Le mostré todo lo que sé y usted no quiere colaborar con nada. —Es que hay una gran diferencia entre nosotros, Duvois—masticó con furia—. Me dijo hace un rato que usted “nunca perteneció”.En cambio “yo siempre pertenecí y sigo perteneciendo”. —Es un estúpido, Jones. Se arrepentirá de esto. Y dicho eso, se reincorporó y salió a paso veloz de la barraca. |
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10 ENSOÑACIONES TUMBARTÚ 15
kilómetros al norte de Marhma-Dool
Fundada hacía sólo quince años por un grupo de buscadores de diamantes, Tumbartú, con sus escasos tres mil habitantes, era la villa más poblada, sucia y corrompida de la joven nación. Enclavada en un valle húmedo, repleto de vegetación tropical, sus casuchas resistían el embate de las lluvias vespertinas, día a día; y sus calles, tan negras como el petróleo, se convertían en lodazales imposibles, en los que un universo esencialmente masculino hundía sus zapatos y pies descalzos sin atender ya a la mugre. No había niños ni mujeres. Solamente dos veces por mes, un contingente de prostitutas era llevado en avioneta desde la capital, para calmar los impulsos hormonales de los resientes permanentes. Una verdadera fauna de asesinos no redimidos, traficantes, violadores y gente sin ley que encontraban en ese rincón de África la impunidad que sólo el apoyo político de la presidencia del país podía darle. Una moderna Sodoma y Gomorra africana. Un emplazamiento en el que se permitía todo; y en el cual la ley del más fuerte predominaba a cambio de los diamantes que habían servido para solventar la fraudulenta campaña electoral del Presidente. Aquel paraje podría haber sido ideal para que Mark Stables se refugiara, tras la agotadora huída del yacimiento arqueológico. Pero su color de piel lo delataba como extranjero y a pesar de conocer los códigos de la calle, le resultó imposible pasar desapercibido. Los cotilleos corrieron como reguero de pólvora y a poco de arribar a la villa ya todos sabían que un extraño rondaba entre ellos. Había caído en un mal lugar. Pero sus opciones eran sumamente limitadas. Sin mapas, sin comida sin saber bien en donde corno estaba, Tumbartú era una posibilidad de supervivencia segura…al menos por unas horas. Los dólares que Indy le había dado para gastos personales le salvaron del hambre y la sed. Por la exorbitante suma de cien dólares tenía un plato de guiso caliente y una cerveza fresca frente a él. El local no podía ser definido exactamente como un restaurante. Era lo más parecido a un chiquero con mesas de madera y troncos como bancas, atendido por un africano gordo y sudoroso que lo observaba desde el mostrador con un indisimulado desprecio. A su derecha, en otra mesa, un grupo de trabajadores jugaban a las cartas, mirándolo de reojo a cada rato; y más allá, hacia el fondo del negocio dos sujetos con el pecho desnudo dormitaban tras una profunda borrachera recién adquirida. “Tengo que buscar el modo de salir de aquí cuanto antes”, pensó Stables mientras daba bocado tras bocado, casi sin respirar. “Con tanta gente tiene que haber algún medio de transporte disponible. En la capital haré la denuncia en el consulado americano. De ese modo, ellos podrán hacer algo por Jones. No debo permanecer en este lugar mucho tiempo”. Pero cansado como estaba no podía seguir viaje. Tenía que dormir, relajar sus músculos; recuperarse y recién entonces emprender el camino hacía la civilización tal como él la conocía. Y fue así que, al cabo de devorar el guiso, supo que el rechoncho propietario del lugar también alquilaba por horas una pieza maloliente con un catre en la parte trasera del negocio. Cuando dejó caer su cuerpo extenuado sobre la lona manchada del camastro no pensó en la pequeña fortuna que había pagado por ese lujo. Si bien descansar en la intemperie había sido su especialidad durante veinte años, la experiencia le decía que no todos los lugares eran apto para ello. Y Tumbartú no lo era. cd Suele pasar que —en esos momentos en que la vigilia da paso al sueño y lo real se confunde con las fantasías producto del cansancio— aparezcan imágenes del pasado, escenas de las que no hay seguridad de haber vivido realmente, pero que cobran con la ensoñación una actualidad difícil de negar. En ese limbo indescifrable de figuras e ideas inconexas es cuando se revelan detalles que se han olvidado. Detalles nimios a los que jamás se le prestara atención, pero que, en la trama de ese sueño o pesadilla que se inicia, adquieren un rol protagónico antes impensado. Cuando Stables cerró los ojos, y las invisibles brumas del sueño lo envolvieron, esas imágenes empezaron a surgir. Rocas,
piedras, arena y al fondo unos cerros enormes… Oscuridad…
Y de improviso, un resplandor y un grito de alegría saliendo por entre
sus labios resecos… Luz… Luz
azulina… Azul… Resplandeciente… Niños…
Niños
que brillan… Estáticos… ¿Se
mueven?.... No, no se mueven. Están muertos. Son momias… Momias
azules... Brillantes…
¡Imposible!.... Ja,
ja ,ja, ja….¡Es imposible pero ahí están! ¡Brooks!
¡Profesor, venga! ¿Por
qué no me oyen?... ¡Brooks, venga! ¡Encontramos algo! Nadie
me oye… Estoy solo. Aislado. No
son niños... ¿Pigmeos?... Las
paredes de la cueva refulgen. Es como estar en una caja de cristal que
refleja la brillantes de esas cosas. Luz
azul… Remolinos
de luz… ¡Maldita
sea! ¿Por qué no viene nadie a compartir esto conmigo?... ¡Brooks! ¡Brooks! Son
momias araucanas…Sí señor, bien araucanas… ¿O no? ¡Ah!
¡Ahí están!... Me oyeron finalmente. Vengan…
Miren… Pero..
¿desde donde vienen? ¿Del fondo de la cueva? ¡Ey…tu
no eres Brooks! ¿Quién eres? ¿Mamá?...
¿Mamá eres tú? ¡¡Mamá!!...
Es peligroso que estés aquí. Vete a la cocina… Mmm…huelo
tus buñuelos… Buñuelos
azules… ¿Azules? ¡No
es posible! ¿Qué?
… ¿Qué
dices, madre? No.
No puedo irme. Es mi primer descubrimiento. Estarás orgullosa… No,
madre. No hay peligro… ¡Que no lo hay te digo! No
llores, mamá… Por favor, no llores. ¿Ves?
Las toco y no pasa nada. Son sólo restos, madre. Momias azules… Sólo
eso. Momias. Muertos. Esqueletos embalados en paños antiguos. No temas
por mi salud. ¿Qué
cosa?... ¿En
mis manos?... Nada…
Suciedad. Humedad, es eso. No,
no son hormigas. Hongos,
talvez… Me
limpiaré después, no te preocupes. Hongos
azules… Momias
azules… Luces
azules… ¿Y
Brooks?... ¿Qué pasa que no viene?... ¿Sigues
siendo tú, madre?... ¿Qué
tienes en la espalda?... ¿Qué cosa extraña crece detrás de tu nuca? ¡Por
Dios! ¡Es una giba! ¡Una joroba!... ¡Mamá!... ¡Mamá!...
¡No
eres mi madre!... ¡Tú no eres mi madre, jorobado asqueroso! ¡Vete!... ¡Vete!... ¡Vete!... cd Despertó sobresaltado. La clara voz de su madre gritando lo desveló de golpe y para cuando tomó conciencia, estaba tirado en el piso, con el catre volcado y un fuerte dolor en el codo izquierdo. Se apoyó en el antebrazo y empezó a reincorporarse. Un largo mechón de pelo le cruzó el rostro y cuando lo corrió hacia un costado vio el par de botas justo frente a sus pupilas. Estaban cercas y sucias de lodo. Pudo oler el olor a podrido que emanaban de ellas. Levantó la mirada y la gruesa sombra de un hombre negro se interpuso ante la luz del día que entraba por el único ventanuco que había en la habitación. Apenas intentó abrir la boca para interpelarlo, un violento culatazo de escopeta le rasgó la mejilla derecha, echándolo hacia atrás, volviendo caer en el piso. En ese instante, y desde una perspectiva sumamente extraña, advirtió que eran tres los sujetos que invadían el espacio alquilado. Un par de manos inmensas, de palmas muy blancas, lo tomó por el cuello de su camisa y levantó como si fuera de trapo. —¡Dólares! —exclamó el negro con cara de gorila—. ¡Dame tus dólares! Tenía los dientes muy blancos y el tono de la piel brilloso. Sudaba. Infinidad de gotas de transpiración perlaban su frente. En ese momento, Mark pensó que jamás había tenido problemas de ese tipo al vivir en la calle. Nunca nadie le había pedido dólares con ese alarido violento. La pobreza tenía sus beneficios; y ahora, con unos pocos pesos en el bolsillo, su vida corría un riesgo inimaginable. —¡Tome el dinero! ¡Lléveselo! —exclamó, tratando de evitar el agrio aliento del africano—. ¡No me haga daño! Un fuerte risotada lo aturdió en tanto otro de los forajidos le sacaba los billetes y los contaba. —¡Esto es poco! ¡Más! ¡Queremos más! —Es lo único que tengo… —¡Dénos todo su dinero, blanco!—gritó el tercer individuo. —¡Todo! ¡Dénos todo o lo matamos como a un perro ya mismo! —¡Mátalo! —¡Sí, hazlo! ¡Dispárale!—ordenó otro frenético. El negro que lo sujetaba lo tiró contra la pared y le apuntó con una escopeta recortada a la cabeza. —Esto va a manchar… Tengan cuidado —dijo, y lanzó una carcajada pastosa. Mark cerró los ojos, apretó las mandíbulas e instintivamente se cubrió la cabeza con sus manos y el pecho con los codos. Esperó el sonido del disparo. Nunca llegó. Las voces se apagaron y unos segundos después oyó el sonido de una faringe haciendo gárgaras. Mantuvo los párpados cerrados. Sentía que así estaría a salvo. No más golpes. No hubo estampido, ni palabras. Sólo un sonido gutural, como el de hombres atragantándose. El pánico le recorría cada fibra de su cuerpo. Lo sentía temblar como si fuera un trompo terminando de girar. Estaba pavorosamente fuera de sí. Jamás había sentido tanto temor, tanta impotencia; tan cerca del umbral de la muerte. Un sabor dulzón le recorrió el paladar. Semejaba el gusto de los caramelos de almendra que comía cuando era niño. Y de pronto: silencio total. No voces. No tiros. No gárgaras. No nada. Abrió sus ojos y los vio. Desparramados sobre el suelo de la habitación los tres negros estaban muertos. Tenían los ojos disparados hacia fuera. Parecían huevos duros a punto de explotar. Los abdómenes estaban hinchados y las manos infladas como si estuvieran hechas de goma. De sus bocas entreabiertas, un líquido azulino emanaba a borbotones. Parecía detergente. Una mezcla de sorpresa y asco invadió a Stables. Sus agresores ni siquiera se retorcían, estaban fulminados por algo que ni el propio Mark sabía qué era. Recuperó el dinero, le quitó a uno de los muertos su pistola y saltó por el ventanuco huyendo asqueado del lugar. |
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11 CONVIVENCIA PACÍFICA Pocas veces en su vida lo habían maniatado con tanta fuerza y pericia. Por más que lo intentara de cien formas distintas, era imposible siquiera aflojar los nudos que lo retenían a la columna. Ya tenía las muñecas quemadas de tanto frotarse y el ardor se volvía por momentos insoportable. Si quería abandonar ese frío depósito de antigüedades, debía tener la ayuda de alguien. Claro que, por el momento, su único aliado en el continente se encontraba huyendo lejos del yacimiento. ¿Adónde habría ido Stables? ¿Sería capaz de encontrar apoyo en alguna delegación diplomática cercana? Y en ese caso, ¿en cuál? Cavilaba en cientos de cosas cuando, de repente, la puerta de la barraca volvió a abrirse. Era Igor Wolf. El ruso se le acercó sin hacer ruido. Tenía el rostro demacrado. Se notaba que una profunda preocupación lo mantenía desvelado a esas horas de la noche. —Vine para decirle que soy ajeno a este atropello, del que no participo ni estoy de acuerdo, doctor Jones —dijo por lo bajo—. No entiendo este trato inhumano que usted está recibiendo y le aseguro que levantaré una queja formal a la Universidad de Moscú contra Duvoinov, o como quiera se llame. —Me consuela su espíritu humanitario, pero no creo que una queja por escrito haga nada para solucionar el problema—respondió Indy vislumbrando un hilo de esperanza—. Lo que usted debería hacer es librarme de esta soga ahora. —Me está pidiendo un imposible, doctor. Si lo desatara y dejara libre me caería encima un juicio por traición a la patria y una larga temporada en Siberia. No, no puedo soltarlo. Dicen que usted es un espía y, por más que yo no lo crea, estaría poniendo en riesgo no sólo mi carrera sino también mi propia vida. —Wolf, escúcheme bien. Si no hace algo, van a matarme sin miramientos. Acá el traidor sigue siendo Duvois. Siempre lo fue. No deje que su consciencia quede en manos de ese asesino. —Él es el supervisor en jefe de Marhma-Dool… —Y un doble agente —arriesgó Indy con vehemencia. —¿Doble?... ¿Por qué doble? ¿Para quién trabaja? Siempre fue un leal miembro del Partido. —Trabaja para sí mismo, doctor Wolf. Entiéndalo. Duvois está usando las herramientas del Estado en beneficio exclusivamente propio. —¿Usted cree? —titubeó Wolf. —¿Vino acompañado de alguien? —No. —¿Ningún agente de la KGB? ¿Ningún matón del servicio secreto? —No. —¿Se da cuenta?... Se está abriendo camino solo. Hasta hace unos días lo acompañaba un trío de lo más antipático. ¿En dónde están ahora? —No lo sé… —¡Púes se los quitó de encima! —Pero, ¿para qué querría agentes operativos en Marhma-Dool? —Ahora el que no sabe qué responderle soy yo. De todos modos, no creo que Duvois esté representando los intereses de su país. Déjese llevar por sus instintos. ¿No huele nada raro en todo este asunto? ¿Le parece algo normal que me tengan como me tienen? —¡Ya le dije que no comparto nada de esto! —Óigame—exhortó con vehemencia—. Usted es un hombre inteligente, preparado, un académico. Nada tiene que ver con esos mafiosos con uniformes. Usted sabe que esto es una locura. Suélteme para que pueda salir de este lugar. No contribuya a la muerte de un civil inocente, ni a la de mi compañero. No estábamos aquí para robar ni saquear nada. No me hace falta. La presidencia de la república estaría muy contenta en conceder permisos a estudiosos americanos para visitar las ruinas. Recuerde que necesitan dinero y lo buscan en todos lados. —Nosotros se lo estamos suministrando, según creo. —Seguramente, pero el país aún no se alineó del todo. Está jugando a ambas puntas. Cuando mis colegas se enteren de lo que me pasa, ellos serán los que eleven las quejas y usted será el primero en caer por las presiones de la diplomacia. Wolf frunció la boca y rascó la pera. Un torbellino de ideas lo aturdían. Finalmente preguntó: —¿Y que sugiere que hagamos? —Desáteme. Haremos que esto pase como un ataque sorpresa. —No sé si… —¡Hágalo! No se arrepentirá. —¿Qué les diré? —Que mi compañero me soltó y juntos lo atacamos. La pupilas del eslavo brillaron por un segundo. Le gustaba la idea. Sonaba lógica. Sin pensarlo más, extrajo un cortaplumas del bolsillo trasero del su pantalón y cortó las cuerdas. —Gracias, amigo —exclamó Indy frotándose las muñecas mientras se ponía de pie—. Estoy en deuda con usted. Y ahora dígame cómo puedo salir de aquí y en dónde está el pueblo más cercano. —No le resultará difícil dejar el predio. La mayoría está descansando. Justo al final de la calle hay unos caballos que usamos para recorrer la zona. Use el que quiera y atraviese el campo de excavaciones sin hacer demasiado ruido. Muy cerca de la cueva de las pinturas hay un sendero que se interna en la selva. Deje que el caballo lo conduzca. Él solito lo llevara a Tumbartú, una villa cercana. Allí podrá encontrar movilidad más rápida hacia la capital. —Se lo agradezco, colega. —¿Y que haremos ahora? —Tendrá que ofrecerme el lado menos favorable de su cara. —¿Menos favorable?... ¿Para qué? La trompada estalló con mucha más fuerza que la que Indy hubiese deseado, impactando de lleno en el pómulo derecho de Wolf. No hubo queja de ningún tipo. No se escuchó crujido alguno. Sólo el sordo sonido de un cuerpo caer desplomado como bolsa contra el piso de la barraca. |
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12 LA
PLAGA No había visto tantos cadáveres juntos desde sus días de trinchera, durante la Primera Guerra Mundial. La escena era pavorosa, dantesca; lo más cercano a una pesadilla aberrante, producto de la ingesta de alguna droga alucinógena prohibida. Tumbartú estaba repleta de muertos pudriéndose bajo los impiadosos rayos del sol matutino y un insoportable hedor, semejante al de huevos descompuestos, impregnaba cada rincón de la villa. El aire parecía cortarse a cuchillo. Era denso, pesado, poblado por millones de moscas muy negras que despertaban un asco instintivo con sólo pensar que, segundos antes, habían estado lamiendo la superficie gelatinosa de los cadáveres. Centenares de hombres inflados por la descomposición se agolpaban en el centro de la calle principal, arremolinándose unos sobre otros, como si la muerte no les hubiera dado tiempo a reaccionar, tomándolos por sorpresa en el momento de una infructuosa huída. Todo indicaba que la catástrofe se había desencadenado de golpe, permitiéndoles, únicamente, esbozar las muecas de desesperación, pavor y desconcierto que los acompañarían por la eternidad. No había mujeres ni niños. Sólo hombres adultos hinchaban sus vísceras interfectas, emanando un fluido viscoso y azulino por cada uno de los orificios naturales del cuerpo. Si la renombrada guerra biológica tenía un dramático escenario, ése era el más apropiado de todos, pensó Indy Jones montado sobre un caballo que relinchaba y se negaba a seguir avanzando en las puertas mismas de la villa. Un profunda angustia lo embargó. Sintió el estómago revuelto y un fuerte deseo de vomitar. Se reclinó sobre el cuello del animal y, dándole un golpe de riendas hacia la izquierda, giró en dirección contraria a Tumbartú. ¿Qué extraña epidemia había asolado a ese paraje? ¿Qué enfermedad era la responsable de semejante tragedia? ¿Cómo había sido posible esa catástrofe? Indy no tenía respuestas claras a sus dudas. Lo único evidente era que el contagio se propagaba por vía aérea. Sólo así se podía explicar la tremenda velocidad con que la plaga se había extendido. Mucho más rápida y letalmente que la temida peste negra del siglo XIV. Por un segundo experimentó el temor a haberse contagiado. ¿Estaría ya infectado? ¿Serían ésos los últimos minutos de su atribulada existencia? Observó al caballo. La bestia, aunque nerviosa, no expresaba síntomas de envenenamiento alguno. Él tampoco. El malestar que tenía se debía, pura y exclusivamente, a la impresión y a la sorpresa de ser testigo del caos más horripilante que recordara en su vida. La fulminante capacidad destructiva del virus era su propia debilidad. Matando a sus huéspedes casi instantáneamente, dejaba de ser activo en pocos minutos. Su resistencia al medio ambiente era mínima. Indy no recordaba ninguna epidemia de ese tipo; y aunque el curso de la historia había sido moldeado involuntariamente por ellas de una manera mucho más efectiva y directa de lo que se suponía, el panorama atroz de Tumbartú se convertía en la más palmaria evidencia de efectividad de esos virus asesinos. Plagas y pueblos habían interactuado desde los días de la caza y recolección de alimentos; pero nunca se había visto nada igual en los últimos seiscientos años. La crónica escrita no registraba tal cosa. Nunca… A menos que se recordaran las pinturas observadas en la caverna IV de Marhma-Dool. cd Recién cuando se apeó del caballo, Indy admitió que se sentía débil y, a pesar de todo, tenía hambre. No había pegado bocado desde hacía más de un día y las tripas le exigían llenar el tanque, recuperar energías. Miró a su alrededor. Sacó la sevillana que le diera Wolf y tras una corta prospección del terreno cortó un pedazo de corteza verde que crecía a la sombra de una inmensa palmera rosalinius. Era comestible, lo sabía; y aunque su sabor fuera amargo y su consistencia no muy blanda, la devoró velozmente para darle al cuerpo las nutrientes necesarias y seguir avanzando en dirección de la costa. Bastaron unos cuantos bocados para que sus neuronas se aclararan lo suficiente y entendiera que, a pocos centenares de metros de donde estaba, había vehículos de distinto tipo dispuestos a ser utilizados por quien los tomara. Los muertos no se movilizaban en autos ni camiones. Claro que para acceder a ellos debería imaginar un enérgico nudo en su garganta y evitar las arcadas, para no vomitar lo que había comido. No era nada agradable tener que recorrer esa villa convertida en un cementerio a cielo abierto. Pero no tenía otra salida. Su caballo estaba agotado y temeroso. Era cada vez más difícil controlarlo. Con un animal en esas condiciones no iría demasiado lejos. Además, Duvois con seguridad ya había desplegado a sus hombres en pos suyo. Tenía que entrar en Tumbartú por más que la idea le revolviera el estómago. Media hora más tarde, sorteaba a pie aquel escenario de pesadilla. Cada paso era una tortura para sus ojos. Los cuerpos empezaban a descomponerse y la baba color azul que exudaban entraba en extraña efervescencia con el calor del día. Las pupilas dilatadas de los muertos les daban el aspecto de maniquíes y la inmovilidad de toda la villa generaba un clima surrealista muy parecido a los filmes de terror de origen británicos. Indy no podía dejar de mirarlos. Eran algo hipnótico, morboso. El caos generaba un extraño y reprimido placer, imposible de explicar con palabras. Repelía y atraía al mismo tiempo. Había cadáveres en todas las posiciones imaginables. Sentados. Tirados. Apoyados sobre muros. Recostados sobre las mesas de los bares. Apilados. Enteros y comidos por moscas y alimañas de la selva que, atraídas por el dulzón olor a podrido, se acercaban a saciar su apetito. Pero el hombre es un ser extraño. Se acostumbra rápidamente a las cosas más asquerosas, empezando por el sentido del olfato. A poco de andar por las sucias arterias de la villa, Indy distinguió, a unos doscientos metros, un camión Mercedes Benz estacionado. ¡Por fin!, pensó. Pero inmediatamente un nuevo problema le surcó la cabeza: ¿tendría que despejar primero el camino de muertos o los pasaría por arriba? Su padre lo había educado dentro de la doctrina cristiana y por más que él se consideraba agnóstico, esos cuerpos inspiraban un mínimo de respeto. Así eran las cosas en el mundo hipócrita en el que se había formado. Se podía detestar a una persona, insultarla, traicionarla, escupirle incluso en vida, pero una vez fallecido quedaba imbuido de un respeto que antes nadie le había tenido. Ridículo, pero cierto. La tradición seguía vigente. La respetaría en la medida de lo posible. Aceleró el paso. Siguió saltando por encima de una media docena de cuerpos y, cuando estaba a punto de atravesar la calle que cortaba transversalmente por la que se dirigía, atisbó con el rabillo del ojo derecho un leve movimiento. Volteó la cabeza y sintiendo un hilo helado recorriéndole la espalda, vio como una figura se reincorporaba del piso. Una más allá. Y otra. Ellas también habían tomado conciencia de su presencia. Y dirigieron sus caras negras en dirección suya. Soldados. Eran soldados de la joven República, armados con fusiles Máuser. No se mostraban amigables. No eran amigables. Indy apenas alcanzó a tomar envión y emprender la carrera hacia el Mercedes, cuando la primera andanada de balas dio a centímetros de sus zapatos. Algo estaba muy claro: al país le faltaba un poco aprender a vivir en democracia y respetar los derechos humanos. Corrió como loco. En la primera ocasión que tuvo, se agachó y levantó del piso un revolver. Su antiguo propietario ya no lo iba a necesitar. La llave del camión estaba puesta. Lo rodeó y ocupó el lugar del conductor. El sonido seco de las balas dando contra la caja del vehículo hizo que apurara sus movimientos. Le dio ignición, puso segunda y apretó el acelerador hasta el fondo. No iba a preocuparse por la dignidad de los muertos. El Mercedes corcoveó un poco antes de tomar velocidad, pero al cabo de un minuto ya estaba en los suburbios de Tumbartú, deslizándose por una calle de tierra, salpicada sólo de ratos por cuerpos inertes. Condujo por espacio de cinco minutos, fue entonces cuando reconoció, de lejos, la silueta de una avioneta, detenida en lo que parecía ser una pista de aterrizaje improvisada. A medida que se acercaba reconoció que no había militares, pero sí una docena de mujeres jóvenes, visiblemente consternadas, rodeando el aparato. Aminoró la marcha cuando las tuvo cerca. Las chicas corrieron hacia el camión. Se sorprendieron al verlo. —¿Puede decirnos qué fue lo que pasó en el pueblo? —preguntó una de ellas—. ¿Dónde están los militares que llamamos? ¿Quién es usted? Indy bajó del camión y también se quedó anonadado por el desfile de féminas, sensualmente vestidas con soleras muy pegadas al cuerpo y polleras tubo ajustadas a las caderas, al punto de darles el aspecto de guitarras. Tenían una bizarra belleza. Demasiado maquillaje para su gusto. Mucho rimel y lápiz labial. Eran prostitutas. Las meretrices que regularmente viajaban a la villa a calmar los ánimos. Menuda sorpresa se habían llevado. —¿Están todos muertos? —¿No hay sobrevivientes? —¿Corremos riesgo de contagio? —¿Cuándo nos vamos de aquí? Fue entonces cuando una voz grave, masculina, se impuso por encima del mar de preguntas chillonas que bombardeaban al Jones. —¿De dónde salió, señor? No vino con los soldados que llamé por radio. Indy le clavó la mirada y simuló una sonrisa de cortesía. —Usted es el piloto, ¿verdad? —Efectivamente. ¿Quién lo pregunta? —Smith & Wesson —respondió Indy colocándole la punta de la pistola en la cabeza. Las mujeres dieron un alarido de terror y salieron corriendo en todas direcciones—. No haga preguntas que no puedo responderle y suba al avión. Nos vamos de aquí. —¡No puedo hacer eso! Indy amartilló el arma y empujó el cañón contra el entrecejo. —¿Prefiere salir volando sin alas? —dijo intentando transmitirle ira y temor a través de sus pupilas—. ¡Ponga en marcha ese aparato! ¡Despegamos en breve! ¡Vamos! La avioneta era una Cessna M.890-C para quince pasajeros. Tenía matrícula canadiense, por lo que había sido importaba de allá. Estaba en buen estado y el motor reaccionó perfectamente ante el primer estímulo eléctrico de las turbinas. El piloto maniobró con pericia. Puso el fuselaje en paralelo a la pista y empezó a carretear, tomando más y más velocidad. Cuando atrajo el manubrio hacia su pecho, la proa de la nave se levantó y ganó altura en pocos segundos. —Ponga dirección a la capital —ordenó Indy, sujetando con fuerza el revolver. El piloto, un africano de pura cepa, obedeció sin más. Recién cuando se estabilizaron por encima de los tres mil metros, Indy Jones respiró con cierta tranquilidad. cd Debió pasar más de una hora cuando la nave empezó a volar por encima del océano, bordeando el continente. —¿Qué fue lo que pasó allá abajo? —le inquirió el piloto —Están todos muertos—respondió Jones—. Algo los atacó y mató de golpe. —¿En la villa también? No había nadie con vida en el aeropuerto. —En la villa es peor. Puede darse por afortunado de no haber visto aquello. Es terrible. —Pero, ¿quién demonios es usted? —Alguien de quien no debe temer si sigue obedeciendo. Seré su copiloto, tranquilícese. —Dudo mucho que puede ejercer ese rol, señor… —¿Por qué lo dice? —repreguntó Jones sorprendido. —Porque desde hace años, esa función la tiene mi socio. De ironías y sorpresas estaba hecha la vida, y para cuando el piloto terminó su frase —críptica sólo durante décimas de segundos— Indy Jones experimentó la pesada sensación de recibir, en su omóplato derecho, el primer golpe por la espalda. La fuerza de tan traicionera trompada lo expulsó hacia delante, casi hasta chocar el cristal del parabrisas con la frente. Su plexo solar empujó el timón del copiloto hacia la proa y la avioneta no pudo evitar empezar una caída libre en dirección a la superficie del mar. El cuerpo del atacante perdió equilibrio. Se desplomó sobre el arqueólogo, en tanto que el piloto luchaba por enderezar el fuselaje, tirando del volante hacia atrás con todas sus fuerzas. Aprisionado entre el panel de control del lado izquierdo y el peso de su agresor, Indy alcanzó a sacudir un codazo, propinándole a quien lo sorprendiera un fortísimo golpe en la mandíbula que lo desplazó automáticamente sobre su socio. El capitán no soportó la masa corporal y juntos volcaron sus cuerpos hacia la ventanilla derecha, sin que el primero dejara de aprisionar el timón entre sus dedos. El Cessna se inclinó a estribor en un ángulo que resultó ya difícil de maniobrar. La fuerza de la gravedad desplazó a todos de sus butacas y una orgía de cuerpos entrelazados y desesperados iniciaron una danza macabra llena de adrenalina, como si fueran juguetes dentro de un trompo aéreo que caía en picada cada vez a mayor velocidad. Rodaron por las paredes. Luego por el techo. Finalmente, otra vez en el piso del avión. Habían cumplido los 360 grados de un brutal giro. De un salto el piloto tomó el manubrio y trató de levantar la trompa. El océano se les acercaba a velocidad pasmosa. —¡¡Sube!! —gritó—. ¡¡Sube!! ¡¡Sube!! Pero carecían del tiempo suficiente. Con suerte chocarían con la panza del aparato. Cuando la indagación neuronal de Jones le informó al cerebro que la muerte estaba cerca, Indy pegó un salto hacia atrás, buscando alejarse de la proa. —¡¡Nos estrellamos!! El desesperado alarido del capitán fue lo último que alcanzó a escuchar antes de que la trompa del avión impactara en el agua y empezara a hundirse en medio de un mare mágnum de hierros, vidrios, cables y metales retorcidos. El ruido fue tremendo y el salado gusto del mar inundó todo el cubículo. cd Desde la cubierta del Aru-Aru III, un buque de pesca semi-destartalado de veinte metros de eslora, el accidente fue percibido en todos sus detalles. Los marineros se arremolinaron del lado de babor para observar mejor los restos, tratando de distinguir algún cuerpo en el agua. —¡Por Dios, se mataron todos! —exclamó un muchacho de clara ascendencia bantú. —¿Qué fue lo que pasó? —cuestionó el capitán, empujando a sus subalternos para poder ver mejor. —No lo sé, señor —respondió el chico—. Sentí un ruido, levanté la vista y vi como ese avión se caía en picada. —¿Pudo saltar alguien? —No, señor. Están todos adentro. —¡Pobre gente! —¡Capitán! —exclamó otro de los tripulantes desde la terraza de la cubierta superior, con unos prismáticos en la mano. —¿Qué sucede, Morrea? —¡Allá! ¡A la derecha de la mancha de aceite, capitán! ¿Puede verlo? —¿Qué hay? No puedo distinguir nada desde aquí. —¡Hay un hombre flotando, señor! —¿Flotando? —Sí, capitán, flotando…. ¡Y con un sombrero de fieltro puesto en la cabeza! |
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13 LOS
ENEMIGOS DE MIS ENEMIGOS El Aru-Aru III había zarpado del puerto capitalino hacía dos días. Tenía por delante otros cinco en alta mar. No iba a regresar al continente sólo por un náufrago. El sueldo semanal de toda la tripulación estaba en juego. Ningún consulado extranjero compensaría las pérdidas económicas. Abandonar la pesca sería una locura. No resignarían sus ganancias. Continuarían con los planes propuestos. El “tipo del sombrero” —como lo llamaban abordo—tendría que esperar la atención médica adecuada hasta tanto los marineros hicieran lo suyo. El Aru-Aru III no era un buque hospital. No tenían la obligación de abandonar todo y correr como enfermeros al primer puerto que tuvieran cerca. Si ese hombre tenía que vivir, viviría en donde fuera. Nadie moría en las vísperas. Al menos eso fue lo que dijo el capitán, antes de cederle al herido la cama de su propio camarote. Indy tuvo más suerte que la esperada. Inconciente durante veinticuatro horas, siempre bajo la tutela del tripulante más joven, se recuperó velozmente. Despertó sin dolor. Relajado. Rejuvenecido por las sábanas y el colchón. Bastaron dos buenas comidas para que sus magulladuras se convirtieran en un mero recuerdo. Pidió hablar con la capital. Se presentó. Le agradeció las atenciones dispensadas Al cabo de unas horas supo que el fornido africano de piel caoba estaba de su lado. —El nuevo gobierno es cualquier cosa menos una democracia —había dicho con claro resentimiento—. El presidente es un tirano. Controla al congreso sobornándolo con diamantes y tiene a la justicia en su puño. Hace lo que quiere. El régimen que impuso es tan represor como el anterior; y como si fuera poco le sonríe a los rusos. La independencia ha sido traicionada, amigo mío. ¿Sabía que el ejército está bajo las ordenes de su hermano menor? Ese maldito nos engañó. No merece estar en el puesto que está. Indy se enteró que todos en el barco habían sido miembros de la resistencia anticolonial y que tras las elecciones se habían convertido en elementos peligrosos para el Estado. Habían vuelto al océano para evitar problemas y no tener que soportar las amenazas de la policía sobre sus respectivas familias. Eran rehenes de la nueva y fraudulenta república. La resistencia pasiva. —No me extraña que le hayan disparado, Jones —dijo mientras servía dos medidas de whisky en vasos de plástico—. Los grupos paramilitares gozan de una total y absoluta impunidad. Además —agregó desilusionado—, hay mucha gente, como los propietarios de la avioneta con la que se estrelló, que se beneficia con la corrupción y el desgobierno. Quédese tranquilo, gringo. No vamos a denunciarlo. Los enemigos de mis enemigos son mis amigos. Puede contar con nuestro apoyo. —Se lo agradezco mucho, capitán. Lo más probable es que me estén buscando por todas partes para matarme. —¿Matarlo? ¿Cómo van a matarlo si usted ya murió en el accidente? —respondió retórico, con una amplia sonrisa—. Cuando lleguemos a la capital lo esconderemos bien, hasta poder sacarlo del país. No será difícil. —Por ahora no quiero abandonar su país, capitán. —¿No? ¿Quiere ser fusilado? —No es eso. Es que antes necesito encontrar a un amigo que debe estar en mis mismas circunstancias. —No se preocupe. Si su amigo anda en la capital, lo encontraremos. —¿Y si no está en ella? —También. Indy no pudo dejar de ser sincero por completo. —Capitán —dijo—, hay algo que deseo agregar. Es posible que ese hombre esté muy enfermo y sea un peligro para la salud pública. —¿Usted cree que es el responsable de las muertes en Tumbartú? —Es probable. —Si es así estamos frente a dos opciones, Jones: su amigo murió o ya no contagia a nadie. —¿Por qué me dice eso? —Estoy en permanente contacto radial con la policía portuaria y no me han informado de ninguna epidemia. Al menos en la capital y en las principales ciudades de la costa todo está normal. —Me alegro mucho. —De todos modos me voy a comunicar con nuestros hombres en tierra firme hoy mismo. Para cuando amarremos ya tendrá noticias de su amigo… si es que vive. —¿Y cuándo será eso? —En un par de días más —río—. ¡Relájese y disfrute del mar! cd A la medianoche, la tormenta se desató con inusitada furia justo sobre sus cabezas. Negrísimos nubarrones devoraron el cielo estrellado y la superficie del océano empezó a sacudirse, zarandeando al barco como si fuera de papel. El mar se había convertido en una trampa mortal y la única misión del Aru-Aru III era impedir que las inmensas olas, que se estrellaban a babor y estribor ininterrumpidamente, lo hicieran naufragar. El trópico tenía sus bemoles. Y en el lenguaje de los marinos el peor de todos se reconocía sólo por un nombre: tifón. Indy ingresó en el puente de mando. El capitán sostenía el timón con ambos manos. Se notaba que le imprimía una fuerza en verdad agotadora. Transpiraba. —Doctor —dijo al escucharlo entrar—, lo mandé traer porque aquí estará más seguro. —¿Qué está pasando? ¿Corremos peligro? —preguntó un semidormido arqueólogo, tratando de conservar el equilibrio. —Siempre se corren peligros en el mar, pero esta tormentita nos pilló sin previo aviso. ¡Observe esas olas!—dijo señalándolas con la pera—. ¡Deben medir más de ocho metros! Si nos agarran mal, podríamos volcar de campana o, lo que es peor, no poder salir a la superficie tras una embestida. ¡Las muy malditas cruzan todo el bote de lado a lado! El capitán no exageraba en lo más mínimo. La masa de agua que impactaba contra el buque era descomunal. —¿Puedo ayudar en algo? —inquirió Jones. —Quédese sentado a mi lado. Si lo necesito le daré un grito. Indy asistió y obedeció sin más. La embarcación crujía. Se quejaba con cada golpe de mar. Subía y bajaba, dando cabezazos. Parecía un caballo encabritado. No era factible mantenerse en un punto fijo del piso. Todo se movía de un lado a otro. El viento generaba una bruma muy húmeda que atravesaba la nave, impidiendo ver más allá de los veinte metros; por lo que el capitán prácticamente navegaba a ciegas. Observaba los laterales más que la parte de proa. Debía conservar el rumbo, manteniendo el barco de frente al oleaje y tratar de no recibir una embestida por los costados. De todos modos, era imposible evadir todas las olas y, de tanto en tanto, el Aru-Aru III adquiría una escora preocupante. La tripulación había buscado refugio en el interior. No tenían nada para hacer en cubierta. El capitán era el único responsable de aquella carcacha flotante. Los minutos pasaron hasta formar horas. Para las tres de la mañana, aún con la tormenta movilizando todo, Indy percibió un cambio y miró al capitán. —No se equivoca, doctor Jones —dijo el negro sin la necesidad de oír nada—. Está amainando. En una hora más estaremos fuera de peligro. Entonces ocurrió. Justo en el momento menos esperado, una lengua de mar se elevó por encima de la cubierta. Muy
por encima de la cubierta. El buque empezó a inclinarse hacia la izquierda. Aquella parecía una ola infinita. Siguió inclinándose. Más… Y más… Indy no pudo sostenerse de la butaca fija en la que estaba y resbaló pesadamente contra la pared de babor del puente. Chocó con fuerza, justo en el instante en que el vidrio de la estancia se partía en mil pedazos y el agua invadía cada centímetro del lugar. —¡Joder! —ladró con preocupada bronca. El olor salado del mar impregnó todo. Ladeado, pero aún de pie, el capitán luchaba por no soltar el timón. El plano inclinado del piso era demasiado pronunciado. —¡Maldición!—gritó—.¡Unos segundos más y nos damos vuelta! ¡Sujétese fuerte! Parecía una broma. ¿Sujetarse?... ¿De dónde?... Todo se estaba yendo al diablo. Ahora el viento también los agobiaba. Ráfagas de aire y agua empapaban sus ropas, sus rostros, sus esperanzas. El ángulo de inclinación alcanzó los cuarenta y cinco grados. Los dedos del capitán resbalaron del timón. El africano se deslizó a los manotazos, chocando contra Indy Jones. La rueda del timón se volvió loca. Empezó a girar como las aspas de un ventilador en dirección contraria a las agujas del reloj. Todo el Aru-Aru III tembló. En plena alta mar el barquito era nada. Un mero punto flotante. Una cosa insignificante a merced de la furia de Poseidón. Todo el casco de la embarcación se apoyó en el agua por su lado izquierdo. Ya no había sitio en donde pararse; a no ser que fuera en las paredes del puente. —¡Mierda! —estalló el africano al reconocer que ya todo estaba perdido. Ni los botes salvavidas iban a poder lanzar. Por entre sus párpados empapados, Indy distinguió un sombra pantagruélica más allá del ventanal del puente. Una nueva ola. Venía de popa. Era un montaña líquida. El barco fue elevado por detrás y empezó a girar sobre su propio eje. Las hélices salieron a la superficie y el sonido de sus revoluciones, libres de la resistencia del agua, hicieron que cada tornillo del navío vibrara como si estuvieran a punto de estallar y terminar de destartalar todo. Fue recién en ese instante cuando advirtieron que, a medida que daba vueltas sobre un punto imaginario, el Aru-Aru retomaba progresivamente su posición vertical hasta quedar otra vez flotando sobre su quilla. Indy dio un salto y agarró la rueda del timón. Trató de mantenerla en su sitio. Fija. El capitán lo imitó y juntos, conservaron la nave en ese rumbo, contra viento y marea. Nunca esa frase había sido tan literal. |
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14 UN
HOMBRE TENAZ Recostado dentro de la tubería, Mark Stables se frotó las piernas para entrar en calor. La inesperada tormenta de la noche anterior lo había sorprendido vagando muy cerca del puerto local, por lo que decidió soportar el chubasco en las inmediaciones de un predio en construcción. Era un terreno grande, que se extendía desde la calle que bordeaba el puerto hasta la avenida que llevaba al centro de la ciudad. Tres edificios a medio terminar hundían sus cimientos en el centro del terreno. Cada uno tenía cuatro pisos y un cartel de la compañía constructora los identificaba como “futuro” Instituto Nacional de Investigación Pesquera. El inmenso tubo —con el que seguramente iban a canalizar una arroyo subterráneo— era ideal para tenderse y descansar. Por eso lo eligió, volviendo a las prácticas de vagabundo que lo acompañaran durante los últimos veinte años. Pero no era el frío de la madrugada lo que lo tenía preocupado. Mark sabía cómo combatir las bajas temperaturas. Su principal inquietud radicaba en los sucesos de los que había sido protagonista. Las muertes en Tumbartú lo torturaban. Eran como una pesadilla que venía una y otra vez a su conciencia. Lo conmovían. Lo habían mantenido despierto por días. Por eso estaba agotado. Le dolía el cuerpo, la cabeza parecía estallarle. Profundas punzadas en la boca del estómago lo doblaban en dos y los vómitos no eran extraños, una o dos veces por día. No se sentía bien. Lo raro era que todos los síntomas habían empezado con el ataque en el hotelucho. ¿Sería ésa una especie de fatiga postraumática semejante a la que sufrían los soldados después de la guerra? ¿Se habría contagiado de alguna extraña enfermedad en ese catre sucio en el que había logrado dormir unas horas? No podía hacer un diagnóstico acertado. No era médico. Él, que durante años se había conservado sano; que ninguna peste lo había rozado mientras vivía en la calle, ahí estaba, sufriendo una descompensación misteriosa. “Las fiebres africanas”. Las malditas fiebres. De ellas hablaban centenares de crónicas de exploradores durante el siglo XIX. Muchos sostenían que el continente negro se defendía de sus invasores a través de virus extraños. ¿Sería
eso cierto? ¿Estaría
él pagando las culpas de otros o era una simple gripe pasajera? Mark se acurrucó en el sector más seco de la tubería. Cerró los ojos y decidió obligarse a dormir un rato. Colocó su brazo derecho debajo de la cabeza y estiró el cuerpo. Recostado como estaba, dirigió sus ojos cansados hacia el extremo que daba a la entrada del puerto. En ese instante, un barco pesquero, semidestartalado y antiguo, enfilaba su proa al dique VIII; a escasos trescientos metros de donde Stables se encontraba. cd Escondido en el camarote del capitán, Indy esperó a que el Aru-Aru III terminara las maniobras de amarre. A cargo del delegado oficial del puerto, baqueano en el arte de meter barcos en los diques correspondientes, la nave se detuvo junto al muelle. Una vez que los ruidos de la embarcación se calmaron, el capitán entró distendido en sus aposentos. —Buenas nuevas, Jones —dijo sonriente, dirigiéndose directamente al bar —. Acaban de traerme noticias de su amigo. Está vivo y, según me dicen, muy cerca de aquí. —Veo que no pierde sus viejos hábitos —murmuró el arqueólogo. —Parece que no. Dos de mis informantes dijeron haberlo visto hace menos de dos días deambulando por el puerto. No será difícil encontrarlo. —¿Ningún otro dato? —Nada importante, Jones. Si se está refiriendo a esa supuesta enfermedad, no hay noticias de ella. Su amigo parece ser un hombre sano. —Voy a necesitar que me ayuden a ubicarlo. —Cuente con ello, pero tendremos que esperar a que anochezca. No es seguro a la luz del día. Hay soldados armados por todos lados. Una vez que baje el sol, saldremos de exploración. Además, tenemos un montón de horas para seguir buscando. Despreocúpese, doctor. Antes de que termine la jornada estará con su compañero… ¿Quiere un trago? cd El muelle debía tener unos cuatrocientos metros de largo y resguardaba a dos de los nueve diques que había en el puerto. Sólo seis grúas oxidadas se levantaban en el borde mismo de la costa, evidenciando el grado de subdesarrollo en el que había caído el país tras más de cien años de ocupación colonial. Las metrópolis europeas se habían llevado todo. La pauperización era su única herencia; además del sometimiento y la explotación que acarreaban violencia, tanto desde arriba como desde abajo. En ese universo africano de suciedad involuntaria, nada moderno y regido aún por la tracción a sangre, la inseguridad y el miedo seguían siendo el principal motor para una mano de obra barata y dispuesta a seguir soportando la pesada bota de un capitalismo que renegaba de los derechos humanos; de la misma forma que lo hacía el comunismo en otros aspectos. No existía el modelo político-económico ideal y por un instante Indy experimentó la fuerte bocanada de anarquismo que solía adquirir cuando analizaba el mundo en términos políticos. No sabía qué día de la semana era. Había perdido la cuenta del tiempo; aunque supuso que era domingo, dada la inactividad que se observaba en todo el puerto. Aún siendo de madrugada, lo común era ver movimiento en lugares como ese. Pero no era así. El puerto estaba desierto, en silencio. La rampa del Aru-Aru III , tendida desde hacía horas, era una pasarela por la que subían y bajaban constantemente los miembros de la tripulación, siendo el único barco anclado que demostraba no estar abandonado. Indy, apoyado contra la barandilla de babor, observaba en silencio el muelle. Estaba listo para bajar y encarar la búsqueda de Mark. Le habían provisto de un revolver nuevo y se sentía seguro con el arma en la cintura. Sólo extrañaba su látigo, pero con suerte ya adquiriría otro más adelante. El capitán se le acercó agitado, ascendiendo por la rampa. —Doctor Jones, creo que vamos a tener que posponer el descenso un tiempito más.—Indy lo miró sorprendido y antes de que pudiera decir algo, el marino agregó—:Está pasando algo raro allá abajo. Acaba de entrar al puerto un auto con patente diplomática rusa. Está lleno de gente. Unos seis. Me lo acaban de informar desde la entrada. Pero no se haga problema. Podemos aguardar. ¿Qué le hace una mancha más al tigre? Si esperamos cinco, podemos esperar seis… ¿no lo cree? Cuando esos intrusos se vayan buscaremos a su compañero perdido. Indy se apartó de golpe de la barandilla y frunció el sobrecejo. —¿Un auto ruso? —inquirió y el capitán asintió con la cabeza—. ¡Quiero ver ese auto! cd A sólo dos cuadras del Aru-Aru III, medio centenar de contenedores con productos importados prestos a ser ingresados al país, esperaban la inspección de la aduana. Eran el sitio ideal para refugiarse y desde donde poder observar y oír lo que los rusos conversaban. Descansado y ágil, Indy trepó hasta la parte superior de uno de ellos y asomó levemente, protegido por las sombras, el ala de su sombrero fedora. Ahí estaban todos. Eran cinco, no seis. Vestían trajes grises y sombreros al tono. Hablaban en ruso. Sólo uno de ellos tenía un acento extranjerizante. —¡Duvois! —rumió Indy sorprendido al reconocer a su enemigo. El capitán lo miró, echado a su lado sobre el techo del contenedor. —¿Lo conoce? —susurró el africano. Indy movió la cabeza afirmativamente—. ¿Es quien lo golpeó en la villa? —Jones volvió a asentir. El negro permaneció en silencio unos segundos. Finalmente agregó: —¿Se da cuenta? Si la tormenta no nos hubiera retenido más tiempo en el mar no seríamos testigos de esta reunión. Indy se llevó un dedo índice a los labios convocando al silencio. Recién entonces escuchó lo que los rusos hablaban —¡No se pueden adelantar los planes, Vasiliev! —bramó Emil Duvois—. Ya le dije que puede resultar peligroso.—A pesar de su vehemencia el tono de la voz del francés era conciliador—. Primero tenemos que concretar el otro asunto. Una vez que hayamos resuelto eso podrá darle a los hombres de Moscú lo que usted desee. ¡No antes!... Aún somos pocos, camarada. Maneje su ansiedad. Tenemos que tener paciencia. ¿Me comprende? Pa-cien-cia… Ya verá que nadie podrá frenarnos en el futuro. —No quisiera que todo se vaya por la borda por un mal cálculo de tiempo —replicó el agente ruso. —Eso no ocurrirá. Despreocúpese. Deje todo por mi cuenta. ¿Acaso no me moví con idoneidad? ¿No hice bien en mandarlo a la Madre Patria para que testeara la situación? Recuerde que estuvo en contra de ello. —¡Usted me dijo que era para desactivar las tensiones que se habían generado en Boston! —¡Por supuesto! Eso también contó, Alexei. ¡Pero piense! Hemos matado dos pájaros de un tiro. Confíe en mi tovarich. —Giró el torso en dirección a los otros tres sujetos y preguntó: —¿Qué pasa con Ivannof? ¿Por qué tarda tanto? —Ya debe estar por llegar —explicó Vasiliev y tomándolo del antebrazo lo apartó del trío. Bajó la voz y acercó su cara a la oreja del francés. —Duvoinov, dígame la verdad. ¿Para qué me volvió a llamar? El galo retiró el rostro y esbozó una irónica sonrisa sin quitarle los ojos de encima. —Vasiliev, amigo mío —dijo—, entienda algo: no se puede hacer una revolución sólo con generales. Se necesita de la tropa y usted es el que mejor contacto tiene con ella. Cuando todo esto termine va a disfrutar de un alto cargo político en el gobierno de la Nueva Unión Soviética. Un puesto de privilegio. —Sólo espero no estar formando parte del bando equivocado… —¡Acá no hay equivocaciones, camarada! ¡Nunca dude de ello! El bando vencedor será el que tenga el poder absoluto y sólo nosotros conocemos cómo conseguir ese poder. —Espero que esté en lo correcto. —¡Lo estoy! —profirió tomándolo por los hombros—. Pero tiene que calmarse y calmar a sus amigos en Moscú. Ya falta mucho menos. No bien tengamos a Stables partiremos de este país infecto cuanto antes. Indy Jones no pudo evitar sorprenderse. Esos malditos estaban allí por el mismo motivo: encontrarlo a Mark. —¡Joder! —expresó mordiéndose la parte superior de su dedo índice. —¿Qué pasa? —preguntó el capitán sin entender nada—. ¿Qué es lo que están diciendo esos tipos? —Parece que tienen a mi amigo —susurró Indy. —¡No puede ser que tengamos tanta mala suerte! —¡Shhh!... Baje la voz… Pero ya era tarde. La invectiva del africano fue articulada demasiado fuerte. —¿Qué sucede allá arriba? —lanzó Duvois sobresaltado, mirando la parte superior del contenedor. —¡Nos vigilan! —gritó Vasiliev. Los cinco soviéticos desenfundaron sus pistolas. —¡Disparen a discreción! —ordenó Duvois frenético—. ¡Dispárenles! ¡Mierda! ¡Disparen a matar! cd Apenas escuchó el primer disparo, Indy desenfundó el revólver y respondió al ataque gatillando sin prurito contra sus agresores. Instantáneamente, dos de los rusos fueron impactados por proyectiles en sus pechos y se desplomaron contra el piso. Los tres restantes acentuaron el ataque, buscando refugio. Deslizado hacia el centro del techo del contenedor, Indy se dispuso a descender para perderse en las callejas sucias del puerto. Tenía que salir de ahí cuanto antes. En eso estaba cuando advirtió que el capitán se mantenía tieso boca abajo en el mismo sitio desde donde habían espiado a los rusos. Cuidándose de no quedar en el campo de tiro de sus enemigos, se le acercó y sacudió una de las piernas. Intuyó lo peor. —Vayámonos de aquí… ¿Capitán?... Dejemos este lugar… ¡Capitán! Pero el negro no respondió. Esa había sido su última batalla contra la opresión y en pos de la libertad. Tenía una bala soviética incrustada en el sobrecejo izquierdo. Estaba muerto. Indy apretó los dientes con muchísima rabia e impotencia. Era imposible volver el tiempo atrás. El hombre que lo había salvado en pleno océano yacía exánime a su lado. Entonces, la voz ronca de Duvois llamó su atención. —¡Sé que es usted, Jones! —profirió el francés—. ¡Le ordeno que baje de ahí arriba si no quiere tener otro cadáver sobre su conciencia! ¡Tenemos a su amigo! Indy levantó levemente la cabeza buscando el borde del contenedor para ver hacia abajo. El francés no mentía. Mark Stables, con sus pelos desgreñados y otra vez sucio, se mantenía de pie con el cañón de una pistola apoyada contra la sien. El sexto hombre, Ivannof, había regresado. —¡Baje ya! Con el capitán muerto a sus pies y Stables a punto de ser fusilado, Indy se rindió. Fueron Vasiliev y el otro agente de la KGB los que lo ayudaron a descender. —¡Indiana Jones! —exclamó Duvois muy sonriente cuando lo tuvo enfrente suyo—. ¡Usted de nuevo por aquí! ¡Siempre metido en el medio! Hay que reconocer que es insistente. ¡Un hombre tenaz! Sabía que me lo iba a encontrar otra vez. Nunca me creí la historia de Wolf. ¡Pobre imbécil! Se dejó llevar por su discurso persuasivo. ¡Así le fue!... Pero no estamos acá para recordar a los muertos, sino para generar otros más frescos. ¡Alexei —ordenó—, llévese al harapiento a nuestro barco! Y usted, Ivannof, desaparezca de una vez por todas a este tipo y regrese a Marhma-Dool.—Le clavó los ojos al arqueólogo y con amanerado sarcasmo, antes de girar y marcharse, dijo:—Doctor Jones, adieu. cd Con Ivannof a menos de tres metros apuntándole al estómago, la pregunta que Indy se hacía ya no era cuándo y cómo iba a morir, sino qué se sentiría en el tránsito al Otro Mundo. Sin el látigo, sin armas y con su futuro victimario fuera su alcance, sabía que las posibilidades de dar el último suspiro estaban muy cerca. —¿Supongo que no acepta sobornos, verdad? —ironizó tratando de retrasar lo más posible su ejecución. Ivannof sonrió. —Idiota —dijo y amartilló la pistola—. Dispóngase a dejar de molestarnos. Involuntariamente, Indy cerró los ojos. Bastaba un leve movimiento de falange para que su nombre pasara a engrosar el largo listado de asesinatos no resueltos en África. La antesala inevitable al olvido. El ruido fue seco y carente de explosión. Un silenciador, seguramente. Un ruido sordo que nunca llegó a generarle dolor. Una onda expansiva que no sintió. Eso no era el disparo de un arma de fuego. Era otra cosa. Abrió los párpados. Ivannof yacía en el piso. Detrás de su cuerpo, el joven grumete que lo había atendido en el Aru-Aru III recuperaba el equilibrio. —Esto es por el capitán —dijo aprisionando una durísima llave inglesa en su mano derecha manchada de sangre. Sin perder tiempo, Indy se agachó, tomó el arma y dio dos disparos contra uno de los contenedores. —Esto los mantendrá tranquilos —arguyó, mirando en dirección del muelle por el que se había marchado Duvois—. Una vez más te agradezco la ayuda —le dijo al chico, aún aturdido—. Vas a terminar convirtiéndote en mi ángel guardián. El grumete respondió con seriedad moviendo afirmativamente la cabeza, sin quitarle los ojos al ruso de encima. —No te preocupes —dijo le dijo Indy—. Aún no está muerto. Ivannof profirió un gruñido y se movió tocándose la cabeza. Sin demora, Indy lo agarró por el cabello y le apoyó el cañón de la pistola contra el pecho, impidiendo que se reincorporara. El agente de la KGB seguía grogui. —¿Puede oírme? —espetó Jones mordiendo rabia. El ruso abrió los ojos con esfuerzo—. Voy a ser claro y directo, “tovarich”. Y quiero una respuesta clara y directa: ¿A dónde se llevaron al hombre que atraparon? Ivannof esbozó un rictus de sarcasmo. Todo indicaba que confiaba en su entrenamiento para resistir apremios. No iba a decir nada. Indy repitió la pregunta y le cruzó la cara con un golpe de culata. Pequeñas gotitas de sangre salpicaron el empedrado. —¡Ando con muy poca paciencia, “camarada”! —grito el arqueólogo. —¡Cerdo capitalista! —masculló el soviético sonriendo con dientes manchados de rojo—. No sería capaz. El ruido del primer disparo se amortiguó por la masa corporal del ruso y la bala se incrustó en el suelo, del otro lado de su clavícula. El grumete le tapó la boca para impedir que se oyera el alarido de temor y dolor. —Esta es la primer bala. La próxima va más abajo. Le repito la pregunta: ¿Dónde se lo llevaron?... ¡Hable! El ruso luchó contra el ardor húmedo de la herida y se mantuvo intransigente. —¡Maldito sea! ¡Respóndame! —volvió a gritar Indy. Fue entonces que el muchacho se agachó, le tomó al prisionero la mano izquierda y sin esperar le propinó un golpe violentísimo en el dedo meñique con su herramienta de hierro. El matón aulló. —¡Voy a seguir con todos los demás si no habla! —exclamó el chico imbuido por una furia vengativa. Un mínimo cambio en la mirada del ruso le indicó a Indy que su voluntad a resistir estaba a punto de ceder. |
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y la maldición de las momias azules Parte II |
15 EL
MUNDO ES UN PAÑUELO Por segunda vez en menos de diez días el Aru-Aru III le había servido de “hogar provisional”, guarida y centro de recuperación a Indiana Jones. Aún así, tras la muerte del capitán, el buque ya no era el mismo. Había perdido el espíritu risueño y desenfadado que antes podía respirarse en su cubierta y las sonrisas escaseaban. La tripulación no acababa de digerir la pérdida y el duelo parecía afectarlos a todos. Un silencio fuera de lo común campeaba en almuerzos y cenas. Ya nadie hacía chistes. El andar de los marineros era medido, poco expresivo. Más parecían autómatas que los vivaces compañeros de trabajo de días atrás. Se los veía sombríos; con los ojos inyectados de tristeza y rabia. Con miradas vacías, abstraídos en sus rencores; pero dispuestos a vengar el asesinato del jefe ayudando a quien él mismo había auxiliado no hacía muchas horas. Indy Jones pasó los siguientes dos días al crimen sin interferir en las actividades del barco. Intentó pasar desapercibido y usó el tiempo para recapitular y atar los cabos sueltos, relacionando ideas y prefigurando en qué tipo de problema se había metido en esa oportunidad. A instancias del grumete, único testigo de los hechos acaecidos en el puerto, el nuevo encargado de la nave —un ex–revolucionario desilusionado— había dado la orden de zarpar, manteniendo al “hombre del sombrero” en el más oscuro de los anonimatos. Una especie de polizonte con derecho de admisión. Nadie podía aceptar la muerte del capitán, por lo tanto, ayudar a Indy resultaba ser un acto más de resistencia. Era irónico pero el gobierno por el que tanto habían luchado durante décadas se había convertido en una tiranía que devoraba a sus propios hijos; como Poseidón lo hacía con los suyos en un famoso cuadro de Goya. Hijos devenidos en mártires. Abandonar las aguas territoriales y el espacio soberano de la nueva —y virtual— república africana, fue la prioridad más importante. No podían permanecer más tiempo en ese territorio dominado por el fraude y el asesinato. Debían buscar refugio en otro lugar, no sólo para salvar al “tipo con fedora de fieltro” sino para reorganizarse y —tal vez en el futuro— volver a controlar el poder para beneficio de todos, y no de unos pocos. Debido a la escasez de combustible, pusieron proa en dirección al estado limítrofe más cercano, en cuyo puerto principal atracaron y desde donde —tras una calurosa despedida— Indy, con nombre falso, tomó el primer avión con destino a El Cairo, Egipto; y, desde allí, otro a Mindanao, en las islas Filipinas. Una verdad se imponía: el mundo empezaba a ser cada vez más pequeño. Un pañuelo. cd El recuerdo de Ivannof, herido en el hombro y con dos de sus dedos molidos a golpes, se mantenía fresco en su memoria. No era una linda evocación. No hablaba bien de él mismo, pero la desesperación tenía sus propios tiempos. El odio también. Acomodó su cuerpo en la butaca del aeroplano. Tras quince horas de viaje y una media docena de escalas, Indy estaba realmente agotado. No sabía qué era lo que le esperaba en Filipinas, pero deseaba bajar cuanto antes de ese ataúd volador, estirar las piernas, respirar aire puro y caminar por terreno firme. Además, la comida era desesperadamente horrible. Ya había pensado y repensado todo, una y otra vez. Por teléfono, desde El Cairo —antes de volar— se había comunicado con la gente del Marshall College —más específicamente con Norman Pike— solicitándole dos cosas: un nuevo giro bancario y una apreciación objetiva de lo que él creía se trataba la cuestión que le consumía los nervios. El primer reclamo resultó ser un incordio para el colega, aún comprometiendo su palabra en conseguir más dinero. El segundo, se tradujo en una risotada escéptica que dejó a Indy más solo que nunca. “¿Estas loco o drogado?”, fue el comentario que le llegó por el auricular desde Connecticut. Y no era para menos. La historia resultaba extraña, tenía que reconocerlo. No todos tenían la mente tan abierta como la suya; por más que esa apertura fuera el resultado de sorpresas y golpes recibidos a lo largo de toda su carera profesional. Como se decía en España: “estaba curado de espanto”. Conocía sobre los poderes ocultos de ciertos objetos antiguos. Él, que en el pasado había tenido que lidiar con las fuerzas incomprensibles del Arca de la Alianza[1], las piedras hindúes de Shankara, el Santo Grial e incluso el cetro ceremonial de Manco Cápac[2] o ciertas máscaras poderosas de la polinesia[3], reconocía que resultaba difícil de creer la historia de las momias azules de Atacama y su devastador poder. Si nada quedaba fuera del tintero, el asunto se podía resumir en pocas palabras de la siguiente manera: en épocas inmemoriales, las momias que Brooks había descubierto en Chile, habían sido llevadas a las laderas andinas desde Marhma-Dool por un extraño jorobado, con el objeto de terminar con la mortífera plaga que azotaba aquella ciudad; y que fuera desencadenada por esos restos. Los dibujos —encontrados en el yacimiento arqueológico de África— explicaban, según la interpretación de Emil Duvois —y que a Indy no le pareció del todo descabellada— que el hombre de la giba era indemne a la enfermedad por el solo hecho de haber sido el primero en tocar esos huesos azules y fosforescentes de misterioso origen. Por alguna extraña razón —que Indy no alcanzaba a comprender— Stables, al encontrar las momias, había reeditado el mismo milagro miles de años después en el continente americano, convirtiéndose en la clave de todo el problema. Por eso los soviéticos lo buscaban. Con el apoyo técnico y científico adecuado hasta podría conocerse la forma de conseguir una vacuna o de activar el virus que Mark involuntariamente portaba. El pasado les legaba el arma biológica más espantosa que se hubiera podido imaginar. Pero, ¿dónde estaban las momias? ¿Qué habían hecho con ellas —tras la confiscación— los oscuros miembros de esa organización del gobierno americano? ¿Acaso se trataba de una conspiración de carácter mundial de la que sólo unos pocos estaban al tanto? ¡Joder!, exclamó Indy. ¡Pensar que todo se había iniciado con un tropezón en un pasillo universitario! |
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16 LLUVIA
DE PATADAS DOVAO,
CAPITAL
DE LA ISLA DE MINDANAO. Archipiélago
de las Filipinas La brisa del océano, proveniente del golfo von Moro, acariciaba con su frescura las callejuelas de la ciudad y, a pesar de los 32º C que registraban los termómetros, era agradable caminar por ellas a esa hora de la tarde. El sol estaba alto pero los escasos cinco metros que separaban un edificio de otro convertían a esa cortada en un canal de aire fresco; propicio incluso —pensó Indy— para que Mark Stables se instalara en él permanentemente, en el hipotético caso de que decidiera a vivir en ese rincón del océano Pacífico. La edificación era vieja. Casas de tres y cuatro pisos, con paredes húmedas y grandes ventanales abiertos, dejaban ver el bailoteo de humildes cortinas zarandeándose al son del viento. También había flores y plantas muy verdes en los marcos. Una clara herencia de la antigua historia española de la isla. De camino a la Universidad Nacional de Mindanao, Indy Jones había elegido ese callejón de cien metros de largo sin ningún motivo en particular. Tal vez había sido la música de jazz que se colaba desde una radio prendida lo que le indujo a meterse por él. El tema, que rápidamente identificó interpretado por Frank Sinatra, se mezclaba con otra melodía de ritmo claramente oriental, proveniente de otra emisora radial. Un cóctel musical que evidenciaba la presencia de muchas personas en las inmediaciones; aunque en la calle no hubiera nadie. A mitad de camino, justo enfrente suyo y en donde el callejón terminaba, Indy observó como dos hombres vestidos con trajes oscuros y sombreros de fieltro color negro se parapetaban, amenazantes, con el claro propósito de cortarle el paso. Eran europeos, con toda seguridad. ¿Rusos?... Volteó en dirección contraria. Mismo espectáculo: un par de sujetos corpulentos le obstruían el camino de huída. Se detuvo y pensó. ¿Qué hacer? ¿Por dónde intentar una salida honrosa? El doble par de individuos empezó a avanzar hacia él. Sin meditarlo demasiado, tomó la única ruta posible: hacia arriba, por una escalera de incendios oxidada y vetusta, adosada a los laterales del edificio de la izquierda. Dio grandes zancadas sin dejar de mirar hacia abajo y a la altura del segundo piso se zambulló por una ventana abierta al interior de una vivienda familiar. Un matrimonio de ancianos filipinos merendaba en silencio. La irrupción del desconocido desencadenó el pandemonium. La vieja empezó a chillar como si fuera un chancho a punto de ser carneado. Indy levantó las manos tratando de calmarla, pero fue peor. Los gritos le taladraron los oídos. Era insoportable. Un ataque de histeria a pleno. Sorteó la mesa y atravesó la habitación saliendo al pasillo que conectaba con los demás departamentos. Apresuró el paso en dirección al ascensor y cuando estaba apunto de abrir su puerta metálica un puño durísimo le cruzó la mandíbula tirándolo al piso. Medio segundo después, su nuevo agresor —de traje oscuro— lo levantó por la solapa de la cazadora de cuero y aprisionó contra la pared. —¡Quédese quieto, doctor Jones! —ordenó gritando en perfecto inglés. Tenía un acento sureño. Ese tipo era norteamericano. Pero Indy no tenía ningún interés en parlamentar con su compatriota. De un rodillazo en los testículos consiguió que la presión de los dedos se aflojaran; y con una certera trompada con la izquierda consiguió quitarse de encima al gigantón, que cayó al suelo con dureza. No había terminado con él cuando otro sujeto diseñó una figura casi artística de arte marcial a tres metros de distancia. Inmediatamente, como si venciera a la gravedad, el sujeto dio un salto proyectando su pierna derecha directamente al pecho de Indy, contra el que chocó, despidiéndolo hacia atrás. Trastabilló. Otra patada volvió a darle antes de caer. Indy sintió un fuerte dolor. A sus casi sesenta años no tenía ya la capacidad de resistencia de años atrás. Cuando terminó de caer al piso, en medio del desconcierto, vio una ventana abierta al final del pasillo. El hombre volvió a propinarle otro zapatazo, esta vez en la cara, haciéndolo girar como un tronco por el suelo. “¡Ya basta!, se dijo en medio de esa lluvia de patadas. Tensó los músculos y alcanzó a frenar con el antebrazo una de las piernas. Lo que no pudo frenar fue el golpe de karate en el hombro que vino desde arriba. “¡Mierda, eso sí que dolía!”. “¡Maldito cerdo!”. Se reincorporó velozmente y mientras su agresor se disponía a seguir moliéndolo a golpes, dio tres pasos hacia la ventana. Fue cuando la suela del zapato del matón se estampó enterita contra la espalda del arqueólogo, impulsándolo con tal fuerza que Indy salió despedido por el marco como si fuera un muñeco de goma-pluma. “¡Dios!”, alcanzó a cavilar mientras caía. En un pestañar de ojos, cayó desparramado sobre un alto montículo de basura acumulada en la calle. ¡Gloriosos desperdicios! Le habían salvado el pellejo. Dos pisos más arriba, una pistola fue disparada tres veces. Indy se paró sin dificultad y renqueando corrió hacia la única calle por la que circulaban algunos autos. Un taxi, por favor. Un taxi. Y apareció. —Rápido, sáqueme de este barrio. Lléveme a la Universidad de Ciencias Biológicas lo más rápido que pueda. El chofer lo observó extrañado por el espejo retrovisor. —¿Qué le sucedió? ¿Le gusta revolcarse en la basura? Indy prefirió callar. |
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17 TITUS
UNIVERSIDAD
NACIONAL DE MINDANAO ACUARIO
Dr. ERNEST von MORO Facultad
de Biología Marina. Entrecano, de mandíbulas prominentes y una cara ancha que solía ser el blanco de las bromas que le hacían en relación a su apellido, Titus Carutti llevaba muy bien sus cincuenta y cinco años de edad siendo enano. Había superado los complejos de la adolescencia y ya no pensaba quitarse la vida, como lo había intentado al cumplir los veinte. Además, su deficiencia física estaba compensada por el carácter afable, bonachón que lo caracterizaba; y por el amplio conocimiento que tenía de las cosas y de su profesión: la biología. Su metro cuarenta y ocho de estatura, no era excusa para que se amedrentara en una discusión, e incluso en una pelea. Carutti sabía imponerse. Estaba perfectamente adaptado a un mundo de gigantes que siempre trataba de subestimarlo. Parado en el borde de un inmenso estanque de más de cuarenta metros de largo, por otro tanto de ancho, Carutti parecía de lejos mucho más pequeño de lo que en verdad era; y aunque sus movimientos eran algo torpes, el enano sabía lo que hacía. Se trasladaba de una punta a otra del enorme reservorio de agua, mirando al interior, remedando una foca en su paso por la playa. Su cuerpo se zarandeaba de izquierda a derecha con cada paso que daba y, de a ratos, extraía una libretita que llevaba para apuntar las observaciones que consideraba pertinentes. El estanque, hecho de material y pintado enteramente de color celeste por dentro, ocupaba más del setenta por ciento de la superficie del predio en el que estaba construido el acuario de la facultad. Era un pileta única en toda la isla y el hogar de “Moby”, una gigantesca orca recuperada del océano hacía cuatro años, tras su alejamiento de la manada principal. Había quedado varada en un banco de arena. Moby era la obsesión materializada de Carutti. Su espécimen estrella y el objetote investigación al que le había dedicado sus últimos tres años. Pasaba todas las tardes con ella y, para entonces, había conseguido entablar con la mal llamada “ballena asesina” un código —un lenguaje gestual— que le permitía comunicarle ordenes sencillas. Para muchos de sus colegas más ortodoxos eran meros reflejos condicionados; para él, los primeros pasos hacia el entendimiento entre dos especies de mamíferos diferentes. No tenía el apoyo completo del cuerpo académico de la universidad. La mayoría veía en el trabajo de Carutti una actividad más circense que científica; pero el liliputiense desoía las críticas que provenían del prejuicio y la envidia. Sabía que esa hermosa ballena se comunicaba de un modo desconocido hasta entonces y que, con el tiempo y los recursos suficientes, sería posible desentrañar el sistema de sonidos y gestos que le darían finalmente el poder de entablar un diálogo con ella. Como todo pionero se sentía solo. Por eso le extrañó mucho el grito de Jaco ,su asistente, desde la garita de ingreso al acuario. —¡Doctor Carutti, lo buscan! ¡Preguntan por usted! ¿Lo hago pasar? Titus desatendió por unos minutos a la orca que asomaba del agua su tremenda cabezota negra de eterna sonrisa y dirigió la mirada hacia el portón de alambre tejido que daba paso a la zona de trabajo. Junto al asistente distinguió una silueta que le resultó extrañamente familiar. Sólo una persona se paraba de ese modo, tenía ese porte entre desalineado y rudo, y calzaba un sombrero fedora de fieltro de ese tipo. —¿Indy? —exclamó sorprendido y dubitativo mientras entrecerraba los ojos, luchando con la claridad—. ¿Indiana Jones?... ¿Eres tú? —El arqueólogo avanzó hacia él sonriendo—. ¡Que me lleve el demonio! ¡Eres tú, viejo cretino! Y sin más corrió para estrecharlo en un fuerte abrazo. —¡Titus! ¡Qué alegría volver a verte, amigo mío! —replicó Jones, agazapándose para recibir al enano. En ese preciso instante, “Moby” dio un salto soberbio sacando todo su cuerpo fuera del agua, para luego volver a sumergirse; salpicando en todas direcciones. cd La casa que Titus habitaba a pocos metros del acuario era el más perfecto ejemplo de tolerancia a minusválidos que se hubiera construido en esa parte del mundo. Amplia, cómoda y adaptaba a la escasa altura del propietario, parecía un modelo de exhibición de vivienda en miniatura; con mesadas, heladera, cocina y biblioteca preparadas especialmente para el normal desarrollo de la vida diaria de una persona con menos de un metro cincuenta de estatura. Pero Indy no se sorprendió. Hacía casi veinte años había visto algo semejante en el sur de Italia, al ser convocado por Carutti para un pedido muy especial: una muestra de caracoles marinos sumamente raros que formaban abigarradas comunidades entre los restos de un antiguo tirreme romano, hundido hacia el 56 a.C. y en el que Indy realizaba sus primeras experiencias de arqueología submarina. Desde entonces, la amistad entre ellos había crecido con el paso de los años; y a pesar de no verse muy seguido, la relación epistolar era bastante fluida. Nunca dejaban de saludarse para navidad o fin de año, y todos los 1 de julio Indy recibía una calurosa felicitación de cumpleaños desde el rincón del planeta en el que Titus se encontrara. Carutti siempre decía estar en deuda con Jones. De hecho su doctorado se debía a aquellos caracoles que Indy le había entregado. —Escuché mucho sobre ti en todo este tiempo —dijo el enano, mientras Jones se calzaba una bata de toalla color rosa pálido, estampada con pequeñas florcitas rojas. —Veo que has cambiado tus gustos, Titus —bromeó señalando la prenda que acababa de colocarse. El biólogo rió. —No es mía, Indy. La olvidó una simpática colega, hace una semana —respondió con picardía. —¡Viejo y pequeño pillo! No puedes con tus mañas… —Se acentúan con la edad, compañero —replicó sin dejar de sonreír—. Pero descuida, no lo tendrás que usar mucho tiempo. En un par de horas Jaco traerá tu ropa de la lavandería.—Caminó hacia el refrigerador, lo abrió y preguntó—:¿Qué quieres de comer? —Lo que tengas. Cualquier cosa. —¿Te parece bien un soufflé de parmesano con alcaparras y vino fino del Rin? —¡Guau! ¡Qué bien pago estás en esta universidad! —No es la universidad. Son los privilegios de la aristocracia, amigo mío —dijo soltando otra estruendosa carcajada. Y era cierto. El padre de Titus había sido un conde muy poderoso, rico y reconocido del norte de Italia, a fines del siglo XIX. La fortuna familiar era cuantiosa y aunque Carutti no la alimentara con nuevas inversiones exitosas, tenía dinero suficiente como para vivir dos vidas más sin tener que trabajar. Lo que hacía lo hacía por amor a su profesión. No por necesidad. —Ahora —dijo en tanto sacaba los ingredientes—, mientras preparo todo, quiero que me cuentes qué demonios te trae a este alejado punto del Pacífico. Indy se sentó en un sillón y respondió: —Momias. Sabía que, aunque no era lo que buscaba, esa mera palabra de dos sílabas convocaría de inmediato la más absoluta atención del enano. —¿Momias? ¿Aquí?... ¿En Filipinas? Para cuando salieron al parque a comer, Indy ya le había relatado los lineamientos generales de toda la historia. Carutti meditaba con cada bocado que le daba al soufflé. Todas esas idas y venidas no lo sorprendían. Conocía a Jones. Sabía de su gusto natural por la aventura y de esa extraña capacidad que tenía para meterse en problemas involuntariamente. Pero la encrucijada en la que estaba en ese momento no sólo era emocionante, sino tremendamente peligrosa. —¿Entonces saben que estás aquí? —preguntó. —Debieron intervenir los teléfonos del Marshall College. Por eso se enteraron de mi llegada a Mindanao. Casi te podría decir que me estaban esperando. —Pero no crees que sean del FBI, ¿verdad? —En absoluto. Si los que me atacaron hace un rato fueran agentes del Bureau me hubieran detenido en el aeropuerto legalmente. —¡En menudo lío te has metido, compañero! Todos están detrás de tu pellejo. —De todos modos tengo que tratar de encontrar a Stables. Él es la clave de todo. Además, me siento, en parte, responsable por su suerte. —Por lo que acabas de contarme, lo que acá se dirime es la suerte de muchos, no sólo la de tu amigo. Si efectivamente es el portador de un virus tan letal, todos corremos riesgo, Indiana. Jones asintió con la cabeza. Se quedó en silencio unos segundos y preguntó: —¿Qué explicación puedes darme, como biólogo, de esas momias azules y fosforescentes de las que hablan? Carutti se rascó su enorme pera. —En el mundo natural la bioluminiscencia es un fenómeno común en determinadas circunstancias —explicó—. Sabemos que en los abismos marinos existen peces que producen luz propia. Tal vez, y en esto sólo especulo, estemos ante un fenómeno parecido. —¿En restos humanos? —¿Puedes afirmar que sean realmente humanos? —¿Qué me sugieres? —No sugiero nada. Sólo pregunto si tienes la certeza de que hayan pertenecido a seres humanos. —No tengo certeza de nada, Titus. Las únicas conclusiones a las que llegué se basan en los murales que observé en Marhma-Dool y las hipótesis de Duvois. —Es algo extraño… —Muy extraño. Pero movilizó a mucha gente. Si el virus realmente existe, y se puede manipular de alguna forma, esos tipos controlarían un arma biológica de increíble poder. Mucho más destructiva que la bomba atómica tirada sobre en Japón. —Eso es cierto, pero hay un detalle. —¿Cuál? —Que no son los gobiernos oficiales los que están detrás de esa búsqueda, sino organizaciones paralelas. —Es lo también creo. —En ese caso, ¿qué es lo que pretenden? Si conociéramos sus motivos podríamos denunciarlos sin pasar por locos. —En mi opinión —repuso Jones—, lo que acá está en juego son bolsones de poder. Recuerda lo que te comenté respecto de lo que Duvois llamó la “Nueva Unión Soviética”. —Si es así, todo sugiere que pretenden un golpe de estado para tener las riendas del imperio soviético. Pero hay algo que no cuadra —meditó—.¿Por qué comunistas convencidos como Duvois estarían preparando el derrocamiento del régimen por el que tanto lucharon? —Justamente, Titus, por su convencimiento extremo. —Indy estiró el brazo y tomó el periódico que descansaba sobre la mesa. Lo abrió a la mitad y señaló un artículo—. Mira. Lee esto. Es de hace unos días. Lo bajé del avión. |
“Moscú (France Press Internacional).- Las repercusiones del discurso dado por el premier soviético, Nikita Krushev, hace unos meses en el Congreso General del Partido Comunista Ruso, en el que criticó duramente al régimen de Josef Stalin, ha generado una oleada de esperanza en el mundo socialista, dada la aparente apertura que el nuevo gobierno estaría dispuesto a dar. La calificación de Stalin como “tirano genocida”, por su sucesor en el poder desde hace tres años, también ha despertado suspicacias dentro del ala más conservadora del gobierno revolucionario. Según se dice, un número importante de viejos jerarcas soviéticos estarían conspirando en contra de Krushev por considerarlo un líder débil y pusilánime. Por lo que se advierte, esta primera autocrítica al régimen stanilista —considerado el principal gestor de la revolución— no ha sido bien recibida por los sectores más ortodoxos. Además, el acercamiento que el gobierno de Moscú ha gestionado con los EE.UU., hablando oficialmente de una “convivencia pacífica” entre las dos potencias, ha generado mucho resquemor entre oficiales de alta graduación […]”. |
—¿Comprendes ahora lo que pasa? —inquirió Jones—. Quieren derrocar a Krushev e instalar un gobierno de mano dura al estilo anterior. —¿Y qué es lo que buscan tus compatriotas? —Seguramente lo mismo. —No te entiendo, Indy. ¿Supones que están confabulados? ¿Qué trabajan juntos? —No lo había pensado antes de ese modo. En Estados Unidos también cayó muy mal el tema de la convivencia pacífica en sectores profundamente anticomunistas. Fanáticos y locos hay en todos lados, Titus. —¡Y que lo digas, amigo! Fue por el fanatismo que tuve que abandonar Italia en 1936, cuando Mussolini concentró el poder absoluto. —Y nadie quiere que eso vuelva a volver a pasar, ¿verdad? —Al menos a ninguno de nosotros dos —respondió el enano. —La política es sucia, Titus. —Y la propaganda que se deriva de ella también, amigo. —¿Dónde podremos encontrar racionalismo y tolerancia? ¿En el fondo del mar, quizás? Tú trabajas en eso, ¿no? —ironizó Jones. Carutti se quedó petrificado. —¿Qué has dicho? —inquirió sobresaltado. —¿Sobre qué? —Sobre el fondo del mar… —Nada. Simplemente una retorcida pregunta retórica. —¡No, no es una simple pregunta! —¿Qué quieres decir? —¡Ahora sí tienen sentido algunas cosas! —exclamó Carutti ensimismado en sus propias deducciones. —¿A qué te refieres? No te entiendo. —¡Por supuesto! —volvió a expresar en voz alta, golpeándose la frente. —¡Titus! ¿Te has vuelto loco? —¡No compañero! Nada de eso. No estoy demente. Es que creo haber encontrado una pista que podemos seguir. —Dímela. Te oigo. —Desde hace unos años, Jaco, mi asistente, el muchacho que te recibió en el acuario cuando llegaste, lleva a cabo una investigación sobre la vida submarina en ambientes artificiales. ¿Recuerdas al chico, no? —Por supuesto. —Pues está haciendo un relevamiento de peces en el Lago Maykirk. —¿Y?... —Y me comentó, días pasados, que había visto movimientos extraños en el lugar. —¿Movimientos de qué tipo? —Gente extraña, Indy. Nadie en Mindanao recorre, y menos aún se interna, en el Lago Maykirk por cuestiones supersticiosas. —Explícate mejor. —El Maykirk es un lago artificial. Fue creado en 1947 por un consorcio norteamericano. Lleva el nombre del ingeniero que construyó el dique y permitió se creara el embalse. El lago ocupa el lugar en donde antes había un pueblo. —¿Me quieres decir que hay una ciudad sumergida ahí abajo? —Sí. Tuvieron que evacuar a toda la gente. Eso generó muchas críticas, según tengo entendido. A nadie le gustó tener que dejar sus hogares por una indemnización que estuvo muy por debajo de los precios reales. El lago es inmenso, Indy. Tiene varios kilómetros de superficie, pero el sector en donde estaba el pueblo es una región aislada y muy poco visitada por la gente. Algunos la consideran de mal augurio; no así Jaco, que ha realizado varias inmersiones en la zona. —¿Puedes llamar al muchacho? —Por supuesto —respondió excitado y corrió al interior de la casa. Cuando Jaco Pul-Ultrun se sentó frente a Indy se sintió algo nervioso; pero al cabo de unos pocos minutos alcanzó a relajarse explayarse con animosidad. —Hace poco más de una semana, mientras acampaba solo a orillas del lago y catalogaba una serie de especimenes lacustres —dijo—, me topé con un grupo de hombres muy sospechosos, doctor Jones. No pudieron verme, ni yo me hice notar. Estaban interesados en algo, pero no supe bien qué. Señalaban el lago, que cotejaban constantemente con un plano. Eso sí pude distinguirlo bien. —¿Cuántos eran? —preguntó Indy. —No más de seis, señor. —¿Notaste algo raro en alguno de ellos? —¿Raro? —Sí. Algo que te llamara la atención o desencajara. —Ahora que lo menciona, creo que sí. Había un hombre que parecía ajeno al resto. —¿Cómo era? —De mediana estatura, blanco y con una larga cabellera cana. Parecía estar muy desalineadamente vestido. —¡Stables! ¡Es Mark Stables, Titus! —exclamó Indy—. No hay duda de ello. —¿Qué interés puede tener Duvois en el lago? —preguntó Carutti. —Es lo que vamos a averiguar, amigo mío.—Giró y miró al muchacho— Jaco —dijo—, necesito que me guíes a ese sitio. ¿Puedes hacerlo? —No hay problema, doctor Jones. ¿Cuándo quiere ir? —Esta misma noche. —Ven por nosotros a las ocho, después de cenar—intervino Carutti—. Iré con ustedes. Jaco hizo una leve reverencia y se marchó al trote. Titus fijó su mirada en la de su amigo. —¿Necesitas algo más? —Un último favor, “Excelencia”. —Tú dirás… —Quiero que me consigas un revólver Webley Mark VI y un látigo de cuero. Titus lanzó otra carcajada. —¿Un látigo?... ¡Debí imaginármelo! |
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18 LA
HORA DEL BÚHO
LAGO
MAYKIRK Costa
Norte 02:40
AM El reflejo de la luna sobre la superficie del lago permitía que las montañas, tapizadas de verdes bosques tropicales, se reprodujeran casi a la perfección e invertidas, sobre la gigantesca masa de agua acumulada. Desde la orilla, fumando con nerviosismo, Emil Duvois no dejaba de observar el fantástico reflejo y la blanca pared del dique, a tres kilómetros de distancia. Domaba su ansiedad y Vasiliev, a su lado, no emitía palabra; pero en silencio se decían todo. Unos cuarenta metros más allá de la orilla, Mark Stables dormía, agotado; asomando su nívea cabellera por la hendija abierta de una carpa hecha de lona. El fogón central, mortecino, mantenía unas escasas brasas al rojo; pero no importaba. Hacía calor y la noche era extremadamente clara; perfecta para distinguir, sin focos, por dónde los buzos asomaban sus mascarillas tras la inmersión. Una nueva palabra empezaba a imponerse por entonces: acuanautas. Un neologismo de la era moderna. —¿Cuánto tiempo llevan allá abajo? —inquirió Duvois, rompiendo el vacío acústico de la noche. Vasiliev miró su reloj de pulsera. —Quince minutos —respondió con parquedad—. En breve van a tener que salir. —Mal augurio —agregó el francés—. De haber encontrado algo habrían emergido hace rato. ¡Maldición! Vasiliev no alegó nada. Dos minutos después, el reflejo de la luna en el cristal de las máscaras anunció que los dos buzos se acercaban nadando hacia la costa. Salieron pesadamente del agua. Movían la cabeza con pesimismo, mientras se quitaban de la espalda los tubos de oxigeno. —Nada —dijo uno de ellos. —Imposible hallar nada, señor—agregó el otro—. Recorrimos toda la zona sur del pueblo. No dejamos agujero por revisar. Tendremos que seguir con la búsqueda Duvois volteó sobre sus botas y se retiró hacia el fogón. —No se preocupen, camaradas —repuso Vasiliev con tono conciliador—. Vayan a descansar. Coman algo y acuéstense. Mañana veremos qué hacemos. Duvois se sentó frente las brasas y prendió con una ellas su tercer cigarrillo en menos de diez minutos. Su gesto adusto indicaba una seria preocupación. —Esto se está complicando —dijo cuando Vasiliev tomó asiento a su lado. —El agua es demasiado turbia, se ve muy poco. Imposible distinguir nada más allá de los tres metros. Es como bucear en la oscuridad, camarada. —Lo sé… —Le dio una profunda pitada al cigarrillo y observó la cabellera de Mark asomando de la carpa. —¿Pasa algo? —inquirió Vasiliev —Tengo miedo que ese tipo se nos muera. Hace varios días que lo tenemos narcotizado, sin alimentarlo convenientemente… —Saquémoslo del coma farmacéutico y démosle de comer. —No. Es mucho riesgo. Si por algún motivo llegara a despertar el virus que tiene encima estaríamos todos perdidos. Primero hay que encontrar las momias. —¿Y si no las encontramos? El silencio impregnó el fogón por unos largos segundos. —Tenemos que hacerlo, Vasiliev—dijo finalmente el francés—. Si los informes de inteligencia son correctos, las momias están ahí abajo. —¿Y si no son correctos? —En ese caso, varias cabezas rodaran. La tuya en primer lugar. Vasiliev no quiso agregar nada más. Se levantó y acostó sobre una esterilla, dándole la espalda. cd Jaco levantó el brazo por encima del roquedal y señaló el dique. —El pueblo está a menos de cuatrocientos metros de la pared de la represa. De ahí saco mis muestras, doctor. Indiana Jones oteó el panorama nocturno. Usaba prismáticos. Aquel era un paisaje fabuloso. La belleza se imponía. Bosques, lago y montañas se conjugaban de una forma casi poética. Aún así, algo destemplaba el escenario. Tres carpas, con varios asesinos descansando y un rehén que parecía imitarlos, se organizaban en campamento, a unos quinientos metros de donde ellos se escondían. —¿Son los rusos, no? —preguntó Carutti. —Sí, son ellos. —¿Qué crees que estén buscando? —No lo sé, Titus. Pero vamos a averiguarlo. —Indy desenfundó la Webley Mark IV recién conseguida y verificó que el tambor estuviera con todas las balas en su lugar—. Hay que sacar a Stables de allí —dijo sin titubear y metió el arma en la cartuchera. —Jaco, regresa al acuario —ordenó Titus—. Ya hiciste mucho. No quiero que te involucres más en este asunto. —Doctor, yo no tengo problemas en… —¡No discutas! ¡Regresa ya mismo a la universidad! No te lo estoy pidiendo, te lo estoy ordenando. ¿Entendiste? El filipino entornó sus ojos en señal de obediencia y asintió levemente con la cabeza. Indy le extendió la mano. —Muchas gracias, muchacho —expresó con firmeza—. Cuídate y recuerda que si para la media mañana no tienes noticias nuestras, ya sabes qué hacer. —Descuide, doctor Jones. Mucha suerte. Indy miró a Carutti. El enano estaba vestido de manera sumamente vistosa. Con su camisa y pantalón color caqui, al tono con un sombrero semejante al de Jones, exudaba señorío a pesar de la pequeña estatura. —¿Estás listo, Excelencia? —preguntó el arqueólogo con un dejo evidente de sarcasmo. —¡Anda! ¡Vamos! —replicó Titus golpeándolo en el hombro—. Empieza a bajar la ladera; y recuerda que si los años te reclaman más oxigeno del que tu corazón puede bombear, no cuentes conmigo para la respiración boca a boca. El sentido del humor era lo que Jones más admiraba en Carutti. De alguna forma no racionalizada sabía que la ironía y el buen talante de su amigo eran sus mejores armas para enfrentar los miedos, los prejuicios y el peligro. Un signo de inteligencia. El más preclaro de todos. El descenso resultó sencillo. Si bien la noche era diáfana, caminar en esas condiciones de extrema claridad tenía una desventaja: podían ser vistos desde lejos por el enemigo. Por otro lado, el bosque tropical que cubría ese flanco montañoso del cerro, le ponía trabas a cada paso. Raíces expuestas, ramas, decenas de millones de hojas y enredaderas, trababan la marcha y los retrasaban. En determinado momento, durante un parate para recuperar el aire, Indy levantó el largavista y enfocó el sector superior de la altísima pared del dique. Era un muralla de concreto impactante. —No veo ningún retén de guardia en la represa. ¿Acaso no hay gente vigilando? —preguntó por lo bajo. —Tengo entendido que la revisan una vez cada quince días —respondió Titus. —Debería haber permanentemente, ¿no crees? —Debería…Bien aplicado el tiempo verbal, Indy. Recuerda que los controles que hay por estas latitudes son muy diferentes a los tú estás acostumbrado, amigo. Continuaron el descenso sin comentar nada y atentos a las irregularidades del suelo. Cuando alcanzaron el nivel del lago se agazaparon detrás de una aglomeración rocosa, a menos de ciento cincuenta metros de las carpas de Duvois. —Los sorprenderemos por ambos lados —explicó Jones y desarrolló brevemente la táctica a seguir dibujando en la tierra un mapa improvisado—. No tenemos que permitir que reaccionen. Esta debe ser nuestra propia guerra relámpago. Si el enfrentamiento empezara antes de rescatar a Stables, las cosas se pueden complicar mucho. —Titus asintió enfocando la atención en el plan—. Tú quédate aquí. Yo rodearé el campamento tratando de no ser visto y sacaré a Mark por el otro lado. A los primeros tres grito de búho que escuches, entras en acción. Será la señal de que estoy en problemas. El enano asintió. —Cuídate —aconsejó apretándole el antebrazo. —Tú también. —Pero, Indy, una cosa… —¿Qué? —No hay búhos en esta parte del mundo. cd Media hora más le demandó a Indy Jones bordear el bosque que circundaba las carpas. Le dolían las piernas de tanto subir y bajar rocas y senderos. Estaba agitado, pero al distinguir claramente a Vasiliev sentado junto a los leños ardientes del fogón, la adrenalina se insufló nuevas energías. El ruso fumaba en la más absoluta tranquilidad. No había nadie más a la vista. Haciendo el menos ruido posible, y con la gruesa espalda del agente de la KGB apuntando hacia él, Indiana se desplazó con sigilo hasta la carpa en la que Mark Stables asomaba su inconfundible cabellera. Lo tocó. Tenía que despertarlo. No hubo respuesta. Volvió a tocarlo con más fuerza. Nada. Joder… ¿Estaba muerto? De ser así, para qué lo tenían en una carpa. Se acercó más. Amartilló la Webley. Debía tener el arma presta a ser disparada. —Mark —articuló en un susurro casi inaudible, moviéndole la cara de un lado a otro—. Tenemos que irnos de aquí. —Tenía las mejillas calientes. Aún estaba con vida—. Stables, despierte, por favor. A menos de veinte pasos de distancia, Vasiliev se puso de pie. Sin pensarlo ni una sola vez, Indy dio un salto por encima de su amigo y se zambulló dentro de la carpa. —Stables… Mark… Despiértese —intentó de nuevo, sacudiéndole las piernas con fuerza. Fue cuando advirtió que la falta de reacción no se debía a un sueño pesado. Stables estaba drogado e iba a ser muy difícil sacarlo del campamento en esas condiciones. Se había metido solito en la boca del lobo. Un lobo que empezaba a despertar. —¡Vasiliev! ¡Sergei! ¡Vengan aquí! —La voz autoritaria de Emil Duvois resultó inconfundible—. ¡Vean! ¿Qué demonios es aquello? Indy experimentó una punzada en las sienes. Apretó la cacha de su revólver. Todo indicaba que los fuegos de artificios iba a empezar, pero desde el lugar en el que se refugiaba no podía ver ni entender nada de lo que sucedía afuera. ¿Habrían descubierto a Titus Carutti? Se reclinó hacia delante para tratar de ver por la hendija de la carpa, entonces, como si una bomba atómica hubiera estallado en las inmediaciones, todo el lugar se iluminó de golpe. El fogonazo fue tan fuerte que la carpa vibró y su textura pareció convertir la lona en hilo. El día irrumpió en plena noche. Enceguecido, Indy retrocedió echándose al suelo. A menos de cien metros del campamento, Titus Carutti, quedó aturdido, deslumbrado y tirado de espaldas contra una roca. |
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19 CLICK…
CLICK… El corazón le latía tan fuerte que por un momento creyó le iba a perforar el pecho. Estaba empapado en transpiración y respiraba entrecortadamente. La desesperada corrida desde el campamento soviético, aprovechando el desconcierto producido por el fogonazo y con Mark Stables colgado de sus hombros, culminó a los pies de un Titus Carutti inconciente. tirado en el mismo sitio en donde lo había dejado hacía menos de una hora. —¡Titus, despierta! —dijo sacudiéndolo por los hombros—. ¡Hay que abandonar este lugar! Carutti reaccionó con lentitud. Abrió los ojos. Los tenía inflamados. Parecía que hubiera estado llorando desconsoladamente. Se reincorporó un poco y buscó apoyo en los brazos de Jones. —¿Estás bien? —preguntó Indy un poco más relajado. —¿Qué fue lo que pasó? ¿Qué fue esa luz? —No lo sé; no pude ver nada. ¿Y tú? —¡Era fortísima! ¡Nunca vi nada parecido en toda mi vida! ¡Me tumbó al piso y venía de arriba! —¿Un avión? —No. No era un avión, Indy. No sé qué era. Sólo luz. —El enano terminó de recobrarse y lanzó una mirada de extrañeza—. ¿Stables?—preguntó al ver el cuerpo inerte de Mark—. ¿Está muerto? —Drogado. —¿Y qué vamos a hacer ahora? —Por el momento, salir de aquí cuanto antes y regresar a tu casa. —¿Qué hay de los rusos? —No me quedé para averiguarlo, estaban como locos. De milagro apenas pude escapar por la parte trasera de la carpa. —¿Qué hacías adentro de una carpa? —Ya te lo explicaré después. Ayudó a que el biólogo se parara y, siguiendo el sendero antes recorrido —con Stables otra vez al hombro— regresaron al Chevrolet Belair 1954 que habían dejado a la vera un camino secundario. El Chevrolet de Jaco ya no estaba. cd Duvois no salía de su asombro. Caminaba de una punta a otra del diminuto campamento tratando de divisar alguna señal en el cielo que diera una explicación al extraño episodio. Desconcertado y con algo de miedo no dejaba de gritar ordenes sin sentido. Que verificaran tal cosa, que revisaran si faltaba tal otra. Vasiliev, en tanto, se tomaba el ataque de histeria con calma. No quería empeorar las cosas. Mark Stables ya no estaba. —¿Alguien puede explicar qué fue lo que pasó? —chilló el francés con su pistola desenfundada, aún en la mano. Nadie arriesgó una sola palabra. Seguían mirando el firmamento, como si con la sola observación se pudiera materializar en el aire una respuesta clara. Sergei se agachó y tomó un puñado de tierra, dejándola deslizar por los dedos. —Hay principio de cristalización. —¿Eso qué significa? —volvió a ladrar Duvois. —Es producto del calor —explicó Vasiliev, verificando el fenómeno con sus propias manos—. ¿Alguno de ustedes de siente raro? —preguntó mirando al grupo. Nadie denunció malestar alguno. Se hizo un silencio profundo, sepulcral. El sonido de los grillos era el único telón de fondo en aquel sector del lago. Entonces, uno de los buzos articuló seis palabras que dejaron a todos pasmados: —¿Quiénes son esos que se acercan? cd Eran diez. Caminaban lentamente y muy erguidos, por lo que parecían mucho más altos de lo que en verdad eran. Vestían trajes negros, muy negros. De seda oscura. Con corbatas azabaches que resaltaban lo claro de sus blanquísimas camisas, casi hasta encandilar. A ninguno le faltaban sombreros al tono, apenas distinguibles en la noche. Los agentes soviéticos desenfundaron sus armas. Mecánicamente las dirigieron hacia la extraña comitiva que se acercaba. Duvois se puso al frente de sus hombres. Frunció el ceño. Focalizó sus pupilas. Trató de divisar los rostros que, dada la distancia, todavía no distinguía. —¡Deténgase! —gritó—. ¡Deténganse o abrimos fuego! El grupo obedeció instantáneamente. Se clavaron al piso. Inmóviles como maniquíes. Recién en ese momento un rayo de luna perfiló los contornos agudos de sus rostros. Tenían narices aguileñas, pómulos pronunciados y frentes muy anchas y verticales. Parecían estar bronceados, pero con ojeras profundas. No evidenciaban sentimientos. Eran rostros neutros. Carentes de sensibilidad. Distantes. Fríos. —¡Levanten las manos! —ordenó el francés. El sujeto que encabezaba el cortejo fue el primero en levantarlas, hasta no superar la altura de los hombros. Duvois experimentó un vahído y sintió, sorprendido, que las falanges de los dedos se le aflojaban hasta casi perder el control del arma que sostenía. El resto de sus hombres se tambaleó. cd Indy se resistía a interpretar lo acontecido según se lo indicaba la parte emocional de su cerebro. La lucha interna, entre la razón y la sin razón, librada desde el momento mismo de subir y poner en marcha el Chevrolet Belair de Carutti, le ocupó la mayor parte del viaje. Mientras apretaba el acelerador manteniendo el auto en un promedio de ochenta kilómetros por hora, no atendía debidamente el camino de cornisa que los conducía a la ciudad. Manejaba en piloto automático. Con pericia, pero abstraído de los cerros y bosques que subían y bajaban con el andar de la máquina. Por su parte, Titus tampoco articulaba palabra y, según se filtraba por su mirada, también él estaba extraviado buscando respuestas que pudieran explicar la explosión de luz que los sorprendiera en la ladera vecina al lago Maykirk. La ruta era mala. Una de las peores de la isla. Le faltaba mantenimiento. Según Jaco, nadie la reparaba desde hacía por lo menos ocho años; por lo que pozos y grietas eran escollos de temer. Abierto a las sinuosidades de la geografía isleña, el camino trepaba y descendía formando inmensas jorobas de asfalto, así como tirabuzones que se enroscaban en los picos permitiendo ver en cada curva el más glorioso paisaje boscoso de la ínsula; casi una selva semidomesticada bajo las ruedas mismas del auto. Barrancos profundos en los que no existían posibilidades de supervivencia en caso de caer. Los únicos lugares en donde el panorama aéreo del camino desaparecía eran los túneles que se había horadado para atravesar las montañas. Túneles. Sólo tres túneles entre la capital de Mindanao y el lago. Túneles antiguos, de paredes con roca viva, sin pavimentar y escasa ventilación. Túneles largos, tenebroso e inseguros; especialmente el último, a menos de treinta kilómetros de Dovao. Cuando ingresaron en él, Indy Jones sintió algo extraño en la boca del estómago. Un vómito contenido. Una mala señal. No por eso bajó la velocidad del Chevrolet Belair. La conservó. Titus, al instante de entrar, buscó un cigarrillo en el bolsillo de su camisa exploradora. “¡Qué diablos!”, pensó. Era lo único que podía calmarle los nervios. Stables seguía inconsciente en el asiento trasero. La claridad, suministrada por la luna, despareció. La boca de la galería se devoró al vehículo y, a mitad de camino, algo inesperado hizo que Indy profiriera la primera maldición desde que abandonara el sitio de reunión con los soviéticos. —¡Mierda, se paró el motor! El corazón del Chevrolet Belair dejó de bombear nafta. Se silenció de golpe y sólo por la fuerza de la inercia, la carrocería sin vida, siguió desplazándose unos cuarenta metros hasta detenerse por completo. —¿Qué pasó? —preguntó Carutti con su cigarrillo a punto de ser prendido—. ¿Nos quedamos sin combustible? —No lo creo —respondió Indy con seguridad—. Me cercioré de que tuviera el tanque lleno antes de salir. Además —agregó mirando por entre el volante—, las luces del tablero también se cortaron. Debe ser un problema eléctrico, de baterías. —Imposible. Las cambié hace muy poco. No pueden haberse gastado ya. Con el auto en punto muerto y en medio de la más espesa oscuridad, Indy metió la mano en el bolsillo de su bolso de tela y sacó una linterna. Movió su perilla hacia el “encendido”. —No anda —comunicó. —¿También nos quedamos sin pilas? —inquirió el enano mientras sacaba su propia linterna—. ¡Joder! ¡La mía tampoco funciona! Jones se aferró al volante y detuvo su mirada en la boca del túnel, a unos cien metros más allá del capot del auto. —Esto es muy extraño —dijo tratando de otear en las sombras. —No podemos quedarnos aquí, Indy. Sin responder, Jones bajó del auto y desenfundó su Webley Mark IV. Avanzó unos pasos. Trató de ver en la oscuridad. Imposible. Era un animal diurno. Lo único que podía distinguir con más o menos nitidez era una creciente claridad más allá de la salida del túnel, producida por la luz de la luna. Dio tres pasos más. Trémulo. Temiendo pisar mal. Entonces, una corriente del más puro horror le recorrió el espinazo. —¡Titus, quédate en el auto! —gritó en parte para vencer el sobresalto. Carutti obedeció. —¿Qué pasa? —demandó ansioso. Indy llevó el percutor de su revólver hacia a tras. Bastaría rozar el gatillo para que el arma se disparara. —¡Mantente en el coche! —repitió—. Hay alguien o algo más en este lugar Titus no esperó nuevas sugerencias y levantó el cristal de su ventanilla baja. —¡Regresa! —exclamó. —¡Shhhh…! ¡No hagas ruido! —respondió Indiana y, con un leve movimiento de pulgar prendió su encendedor de bencina de la buena suerte. Desde el auto, Carutti observó cómo el rostro de su compañero adoptaba una coloración anaranjada por efecto de la luz de la llama y también él amartilló su revolver. Con la diminuta antorcha entre sus dedos, y sintiéndose ciego más allá del radio del claridad que le daba el encendedor, Indy movió su brazo extendido como si fuera un cazador de vampiros esgrimiendo la cruz. Ahí sí pudo ver algo más allá de los dos metros. Un camino de grava y rocas puntiagudas, sin pulir, asomando desde las paredes del túnel; además de un techo con protuberancias líticas que semejaban las frías tetas de una vaca gigantesca. No cabían dudas de que aquella era una construcción a medio terminar. Repentinamente, un par de sombras se desplazaron delante suyo. No las distinguió bien, pero clavó los zapatos en el piso y enderezó el cuello como si fuera una gallo de riña. —¿Quién anda ahí? —ladró con el terror corriéndole por sus venas—. ¡Identifíquese o disparo! El silencio fue absoluto. En eso… pies arrastrándose. E Indy jaló del gatillo. Click… Una vez más. Click… Y otras dos. Click… click… La Webley no respondía. No salió ni uno solo de los tiros. ¡Imposible! Para cuando levantó el arma hacia la luz de la llama, los dos extremos del túnel se iluminaron por una nueva explosión lumínica. Luz blanca. Espesa. Compacta como un queso holandés. Luz. Sólo luz y más luz. Y en ese preciso instante, Indy Jones y Titus Carutti perdieron el conocimiento. |
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20 ENMIENDAS Sólo la vanidad es inagotable. Es lo que sostenían algunos sinceros pensadores anarquistas; pero en aquel momento desconcertante, al recuperar el conocimiento sentado al volante del Chevrolet Belair y sin Mark Stables tumbado en la butaca trasera, la sentencia filosófica se convertía en una “verdad” carente de sentido. Ni Indy Jones, ni Titus Carutti, podían hacer gala de ese pecado capital. ¿Cómo sentirse vanidosos después de haber sido vencidos y humillados por algo de lo que no podían dar cuenta? Tras tantos esfuerzos por ubicar, rescatar y transportar (¡pesada tarea!) a Mark Stables del campamento espía soviético, volvían a perderlo delante de sus propias narices. Estaban, una vez más, en la línea de partida. Aquello era como un juego sin fin. Un castigo, una maldición venida vaya a saber uno de dónde. Cuando abrieron los ojos ya había amanecido y el motor del Chevrolet Belair estaba en marcha en un túnel a medio iluminar. cd Las instalaciones del Acuario von Moro permanecían cerradas cuando, antes de las nueve de la mañana, Indy tocó bocina frente al portón de entrada. Casi de inmediato, Jaco les habilitó el ingreso con una sonrisa exultante de alegría, que no fue correspondida desde el interior del vehículo. Indy y Titus se veían muy serios. Descendieron y la cara del muchacho cambió de golpe. “El horno no está para bollos”, se dijo a sí mismo y, sin preguntas de ninguna índole, llevó el auto a su garage. En tanto, los dos académicos se dirigieron al living de Carutti a calmar el cansancio acumulado. Durante horas intentaron un explicación racional a lo acontecido en el túnel, pero no la encontraron. Las hipótesis derivaban en delirios que rozaban los argumentos de la ciencia ficción, y que ambos se negaban a aceptar. Lo único claro era que no habían sido esta vez los rusos los responsables del secuestro de Stables. Otro aspecto turbio era, concretamente, qué buscaba Duvois en el lago. ¿Por qué motivo el Maykirk resultaba tan atractivo a los conspiradores soviéticos? Ese era un tema que tenían que resolver cuanto antes si querían tener sobre la mesa todas las piezas del rompecabezas. Algo había en el fondo del lago artificial y Jaco era el único que podía brindar las pistas necesarias para saberlo Convocado al living por su tutor, el muchacho se mostró comunicativo y abierto a responder las preguntas que se le hicieran; aún las aparentemente más tontas. Fue así que se enteraron que existía un mapa del pueblo sumergido y del que Jaco tenía una copia, rescatada del Departamento General de Catastro de Mindanao. No era un plano detallado. Estaba hecho a mano alzada y sus referencias era poco claras; pero de todos modos sirvió para que Indy tuviera una composición espacial útil y necesaria. Lo desplegaron en el piso. El estudiante marcó la zona en la que solía bucear. Era vecina al campamento de Duvois. Por debajo de la superficie —según dijo— había casas de importante porte, la vieja iglesia y el edificio que había hecho las veces de alcaldía. Todo ese sector se correspondía con lo que alguna vez había sido el centro comercial y político de la comunidad. Indy recorrió con la vista cada una de las manzanas del diagrama; y fue en ese relevamiento cuando detectó, en el sector oeste, un suave tachón sobre una palabra y, sobreimpresa con tinta china, otra diferente. Claramente podía leerse en letra manuscrita “Escuela”. —¿Qué es este lugar? —preguntó. Jaco acercó la cara. —Aparentemente, es la vieja escuela que había en el pueblo—dijo leyendo con cierta dificultad—. Jamás buceé en ese sector, doctor. Indy le dio otro vistazo general al plano. —Para ser una escuela, ¿no creen que está muy alejada del centro de la ciudad? ¡Esto es casi la periferia! Además, ¿por qué está señalada de este modo? —indicó señalando la torcida letra escrita a mano. —Por algo tacharon la primera referencia —intervino Carutti. Indy se rascó la barbilla. —¿Para qué pueden haberlo hecho? —inquirió. —Ni idea —repuso el chico. Titus levantó los hombros en señal de ignorancia. Indy tomó el mapa, lo dio vuelta y puso en contraluz a la ventana del living. —¿Tienen una lupa? Jaco tomó una del primer cajón del escritorio y se la alcanzó. —¿Saben quién mandó a dibujar esto? —preguntó Jones, haciendo foco sobre el sector que lo intrigaba. —La compañía que construyó el dique —explicó Jaco. —Por lo tanto podemos suponer que fueron ellos los responsables de la tachadura. —Es lógico —aseveró el enano. —En ese caso, no me queda claro por qué causa le pusieron “Escuela” a lo que antes era un almacén. Miren —sentenció acercándole a sus compañeros la zona ampliada del plano—. Debajo de la enmienda puede leerse mal borrado la palabra “Depósito”. —¡Es cierto! —exclamó Jaco. —No sería descabellado pensar que la Compañía Maykirk haya utilizado a la vieja escuela como depósito de materiales o algo por el estilo —dictó Titus. —Es factible… —dijo Jones—. Pero, ¿por qué ocultarlo en este mapita? ¿Por qué se tomaron el trabajo de esconder únicamente ese lugar? Titus frunció la boca. Meditó unos segundos. Caminó hacia el bar y se sirvió un trago. —Sigamos especulando en voz alta —sugirió Indy—. Si el mapa fue hecho por una compañía de origen estadounidense y un simple depósito es camuflado haciéndolo pasar por una escuela, no es ilógico pensar que esos ingenieros hayan querido desviar la atención del lugar. La pregunta es entonces, ¿quiénes se esconden detrás de la empresa constructora Maykirk? —¿Servicios de Inteligencia? —preguntó el enano. —Titus, me estaban esperando cuando llegué a la isla… —respondió Indy elevando las cejas—. No creo que ingenieros y arquitectos puedan desplegar semejante logística. ¿Tú que opinas? —Que debemos regresar al lago y explorar qué hay en ese depósito. —Estaba a punto de sugerirte lo mismo. |
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21 LENGUAS En tanto Jaco organizaba los preparativos para la expedición subacuática, disponiendo los aparatos necesarios en el trailer pony adosado al Chevrolet, Titus e Indy conjeturaban sobre las vías de acción a seguir en el lago Maykirk, sin dejar al azar ninguna posibilidad que se pudiera dar en el futuro mediato. Tanto el éxito como el fracaso del operativo fueron sopesados, poniendo en la balanza tanto un nuevo ataque soviético como la posibilidad que quedarse sin oxigeno en plena búsqueda; o toparse con los extraños competidores que habían secuestrado a Mark hacía unas horas. Si bien las contingencias eran infinitas, jugaron a considerar todas las que podían imaginar. Sabían que los imponderables eran muchos y que el destino les jugaría —con seguridad— sorpresas no tenidas en cuenta. La suerte estaba echada. Tenían que cruzar el Rubicón. No les quedaba otra. Sentados en el borde de la piscina en donde “Moby” transcurría su vida de cómodo cautiverio, observaban las amplias instalaciones del acuario. Frente a ellos, a escasos cincuenta metros, se levantaba la casa de Carutti y un poco más allá el edificio que congregaba a la gente que trabajaba en el Departamento de Investigación de Biología Marina. No eran muchos. Sólo una media docena de operarios especializados que, por orden expresa de Titus, se habían tomado el día libre. Cien metros hacia la derecha estaba el acuario general en el que se mezclaban un sin número de especies locales, cómodamente ubicadas en peceras y estanques especialmente diseñados para ello. —Tuve mucha suerte en conseguir el puesto de director —dijo Carutti con orgullo, mientras señalaba todo el complejo—. Acá puedo desarrollar mis investigaciones libremente, lejos de los prejuicios de los colegas y con un presupuesto más que generoso. No creo que hubiera podido desarrollar el proyecto en otro lugar. —Me alegro mucho por ti, amigo —respondió Indy oteando las instalaciones. Titus Carutti estaba a cargo del Estudio Avanzado de Comunicación con Mamíferos Marinos un proyecto incipiente que partía de la hipótesis de considerar factible la existencia de un lenguaje entre las ballenas, más específicamente entre las orcas, como Moby. El enano había grabado decenas de horas con sus “voces”, amén de haber desarrollado un modo de comunicación gestual con el animal. —Son una docena de señas que saqué del lenguaje de los mudos —arguyó—; y me ha dado excelentes resultados hasta ahora. Moby —dijo señalando la inmensa aleta dorsal que se asomaba de a ratos en el piletón— me entiende perfectamente. Creo que tiene un nivel intelectual semejante al de un niño de dos o tres años. Y puedo demostrarlo. Indy no tenía especial interés por los animales. Su campo de acción era otro. La interacción más profunda con una bestia la había practicado en su infancia y adolescencia con su perro “Indiana”; y tras la muerte de éste se había resistido a encariñarse con otra mascota. De todas maneras, como antropólogo especializado en arqueología veía con curiosidad el tema de la comunicación con las orcas. Él que hablaba a la perfección casi veintiocho lenguas humanas, sintió una natural inclinación por saber más respecto del idioma gestual al que refería su pequeño amigo. —Parece sencillo —dijo Carutti poniéndose de pie en el borde del estanque—, pero no lo es. Observa, este es el resultado de más de un año de trabajo. Aplaudió tres veces con sus manitas regordetas por sobre la superficie del agua y “Moby” —a unos cinco metros de distancia— dejó de nadar y asomó su descomunal cabezota negra, exhibiendo lo que parecía una sonrisa llena de dientes afilados. —¿Ves como responde a simples sonidos? —Inquirió el enano—. Tres palmadas bastan para que pueda conseguir toda su atención. —Aha… —articuló Jones mirando al animal. —Y eso no es nada, compañero. Mira ahora. Con los ojos clavados en el diminuto cuerpo del biólogo, la orca esperó a que las ordenes se sucedieran una tras otras. Carutti extendió los brazos y abrió las manos colocándolas en paralelo a unos centímetros una de otra. Las movió de arriba abajo y el animal respondió: se sumergió de golpe y nadó hasta la otra punta del estanque. —“Ve hasta allá” —tradujo Titus en voz alta para que Jones entendiera. Una vez que la ballena se asomó otra vez al otro lado del reservorio, Carutti cerró el puño izquierdo y alzó el brazo. —“Ven aquí” —dijo por lo bajo y el animal, veloz como un torpedo, movió toda su gigantesca musculatura hasta quedar a centímetros de su entrenador. Indy miraba con creciente interés. Hasta donde podía entender eso era sólo un entrenamiento común en los circos. No hizo ningún comentario despectivo. No quería herir la susceptibilidad científica de su compañero. —Ahora viene lo mejor —anunció Carutti emocionado. Volvió a repetir el gesto inicial, seguido de otros dos. Primero, uniendo las puntas de los dedos; después, haciendo girar el dedo índice de su mano derecha—. Acabo de decirle “ve hasta allá, toma agua y tírasela a mi amigo”. Indy sonrió escéptico. La orca dio un salto, se sumergió, volvió a nadar hasta la otra punta de la piscina, tomó agua en su boca, regresó nadando por la superficie y cuando alcanzó el borde en el que el arqueólogo estaba, abrió las mandíbulas, resopló y un chorro de agua tibia empampó a Jones por completo. Titus lanzó una carcajada estruendosa y antes de que Indy lo imitara, se percató de que el arqueólogo empezaba a tomarlo en serio. El proyecto de Carutti era seductor. El enano “hablaba” con la ballena. |
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22 LA
CIUDAD DE LAS SOMBRAS El equipo de buceo constaba en esencia de tres partes: una mascarilla que se adosaba fuertemente en la cara, cubriendo nariz y ojos; dos patas de rana exageradamente largas para impulsarse bajo el agua; y un tubo de oxigeno con respirador bucal que tenía una autonomía de casi cuarenta minutos, si uno no se agitaba o hiperventilaba. Era un artilugio sencillo, pero difícil y muy caro de conseguir en la isla de Mindanao. De hecho, Jaco solía utilizar el único disponible en todo el acuario cuando realizaba sus exploraciones académicas. Venía ahorrando desde hacía dos años para adquirir uno propio; pero como el presupuesto se le iba de las manos debía depender de la generosidad de su diminuto tutor. Por otro lado, Carutti disponía de un tubo y patas de ranas a medida; pero en aquella fresca madrugada estaban en la capital por reparaciones técnicas. Sólo Indy Jones tendría el privilegio de ir tras el antiguo depósito sumergido. —Si por algún motivo el tubo de oxigeno empieza a funcionar mal, no dudes ni un segundo y nada hacia la superficie —le recordó Carutti al momento en que Indy empezaba a meter sus pies en el agua—. Recuerda que como mucho tiene treinta minutos. No esperes hasta último momento. Un ascenso rápido puede dañarte los pulmones. Y por sobre todo, no dejes que se te caiga la linterna. Son tus ojos debajo del agua. Indy asintió como “niño bueno” y tras dos zancadas a metros de la orilla del lago, desapareció de la superficie. La sensación del agua fría adhiriéndole la camisa al cuerpo anunció su ingreso a un nuevo mundo. Un mundo turbio, de partículas diminutas flotando a su alrededor; de sombras color cepia y burbujas ascendentes. El as de luz le permitía ver a sólo escasos dos o tres metros de distancia. Descendió con velocidad. Las patas de goma lo impulsaron hacia abajo más rápido de lo que había imaginado y a poco de ensayar algunos movimientos, sintió la seguridad de saber lo que hacía. Su experiencia previa con equipos de buceo de ese tipo resucitó de golpe, a pesar de los años transcurridos desde su última inmersión. Nadó verticalmente con la linterna puesta por delante y en menos de tres minutos, salvados los casi veinte metros que lo separaban de la superficie, divisó los primeros hierros retorcidos. No iba a ser fácil moverse en ese entorno. El riesgo a quedar atrapado en los restos de las casa era algo en lo que no había pensado demasiado. Aquello era peor a lo planeado. Pero ahí estaba, demostrándole a simple vista la tremenda fuerza que el agua había tenido al momento de cubrir todo el valle. Sorteó con precaución los escollos que le obstruían el paso y arribó a lo que identificó era una calle asfaltada. La misma que detectara en el plano horas atrás. Avanzó siguiendo su rastro. A un costado y otro, las paredes derruidas de las viviendas generaban la ilusión de estar buceando por un desfiladero artificial. No había peces y la quietud más absoluta le indicaba que tampoco se detectaban corrientes de importancia a esa profundidad. Y de pronto, en medio de de ese ámbito líquido difícil de penetrar a simple vista, los muros desaparecieron, abriéndose un área despejada, en la que sólo fue posible seguir el camino de asfalto resquebrajado. Se impulsó con las patas de rana. La ansiedad creció en su pecho y mordió con fuerza la boquilla de respiración. No debía agitarse. Si sus cálculos no estaba errados, transitaba por encima de lo que fuera el parque que rodeaba a la falsa escuela del mapa. Entonces, cinco minutos después, la luz de su linterna dio contra un paredón de sólida roca tallada. Iluminó hacia arriba y los costados. Era una construcción grande. Importante. Con estatus arquitectónico y grandes ventanales con rejas oxidadas. Tenía dos plantas. Recorrió gran parte de su perímetro hasta toparse con un portón de chapa, abierto y doblado por la fuerza del agua. Era el depósito. Verificó que la linterna anduviera y sin pensarlo dos veces se introdujo en el edificio. Un corredor techado, cubierto de musgos y líquenes que colgaban de las paredes y se sacudían al ritmo de las brazadas que Indy daba, lo condujo hasta lo que creyó intuir era un gran patio central. En minutos, y tras un breve exploración, se hizo una composición mental del edificio; más imaginada que real, ya que la visibilidad seguía siendo muy reducida. Si no se equivocaba, era una típica construcción con dependencias alrededor de un espacio abierto, muy semejante a las antiguas villas del imperio romano. Casi podía ver al “Señor de la Casa” sentado en el centro, recibiendo los respetos de clientes y esclavos. Recorrió el predio bordeando los muros, iluminándolos. A medida que avanzaba fue descubriendo más de media docena de puertas, todas abiertas, excepto una; que permanecía bloqueada por una placa de hierro cuyos goznes —podridos por la acción del agua— cedieron ante la primer patada que les dio. Una nube de oxido y esquirlas de metal ensuciaron el perímetro de visibilidad. Unas pocas astillas de madera buscaron rápidamente la superficie del lago. Indy nadó atravesando el marco de entrada. Una escalinata ancha y de cemento, toda tapizada de verdín, lo condujo hasta el primer subsuelo. Allí el agua era mucho más clara y limpia. Era una habitación muy grande, con restos de muebles carcomidos, depositados en el piso, y un revestimiento de madera en las paredes, muy deteriorado. Hacia la derecha, en una de las esquinas, un aparador de acero completamente vacío y algo más allá un escritorio del mismo metal. En el lado izquierdo, a unos siete metros de donde estaba, divisó lo que parecían bultos apilados. Dirigió la linterna hacia ellos y nadó en su dirección. Eran barriles. Barriles de metal. Una docena de ellos. Herméticamente cerrados y con una placa de hierro, clavada en el frente, que decía: Propiedad del Gobierno de los Estados Unidos - No tocar. Miró su reloj. Aún tenía por delante diez minutos para seguir sumergido. Apoyó la linterna sobre uno de los toneles y trató de abrir el más cercano, desoyendo la advertencia grabada. La tapa no cedió. Estaba demasiado pegada a los bordes. Buscó algo para hacer palanca. La imagen de Arquímedes se le cruzó por la mente. “Dame un palanca y moveré al mundo”. La encontró en el piso, a menos de dos metros. Una barreta oxidada de apariencia muy débil. La agarró y verificó su consistencia. Podía funcionar. Se acercó al barril e introdujo la punta combada en el perímetro que separaba la tapa del resto del tonel. ¿Qué podía tener el gobierno escondido en ese lugar? Hizo presión. Sintió cómo el metal crujía y, repentinamente, la plancha de acero que cubría la boca del tonel saltó, cayendo a un costado. Tardó en ordenar sus pensamientos. El espectáculo que se desplegó ante sus ojos no necesitó de la luz de la linterna. Tenía luz propia. Incandescente. Azulina. Saliendo de la boca del barril como si fuera la luz de un faro. Todo el depósito se iluminó. El corazón de Indy se aceleró enloquecidamente y estuvo a punto de perder la válvula de respiración. Sus ojos se abrieron como dos huevos duros. Sorprendido, se acercó al barril, intuyendo con qué se iba a encontrar. Ahí estaba la primera de las momias. Con su clásica posición fetal; diminuta; azul y expandiendo claridad hacia los cuatro costados. Tal como había escuchado, se asemejaba a un niño. Conservaba algo de cabello en la base del cráneo. Su calavera brillaba mucho más que el resto de los huesos, que parecían estar iluminados desde adentro. Nunca había visto nada igual en toda su vida. Se quedó petrificado. Brooks había dicho la verdad. Los murales de Marhma-Dool tampoco mentían. Entonces, cuando menos lo esperaba, con el rabillo del ojo percibió un movimiento hacia su izquierda. Algo se movía a pocos metros suyos. Una sombra. Giró la cara, helado de temor. Apenas pudo ver el puño que se dirigía directo al mentón. Nunca supuso que una trompada pudiera doler tanto debajo del agua. Impulsado por el golpe, salió despedido hacia atrás. Recién entonces se percató de que no estaba solo en el depósito. cd Eran dos. Ambos tenían trajes de goma oscura y dos tubos de oxigeno en sus espaldas. Eran hombres fornidos y buceaban con extrema pericia. Pero Indy no se quedaba atrás. Movió las patas de rana con fuerza y subió por encima de su agresor, propinándole un golpe con el puño cerrado en el centro del cráneo. Con otro sacudón de piernas se colocó a sus espaldas y le rodeó el cuello con el brazo derecho. Presionó con fuerza. Miles de burbujas le opacaron la visión mientras forcejeaban. No podía darles ventaja. Un mal movimiento, un error mínimo y moriría a casi veinte metros de profundidad en un depósito inundado. Buscó con la mano libre la válvula de respiración de su agresor. Tenía que quitársela de la boca, pero dio con la mascarilla. Tiró con potencia. El acuanauta se sacudió como un pez fuera del agua. Movió la cabeza, todo su tronco se contorsionó con desesperación hasta quitarse al arqueólogo de encima. Giró en redondo y le clavó sus fríos ojos claros. Vasiliev. “¡Maldito cerdo!”, pensó Indy, estupefacto al reconocer a su enemigo. Fue cuando el ruso actuó. Tenía entre sus manos un arpón de aire comprimido. Lo apuntó directo al pecho de Jones y disparó sin vacilar. Indy se movió hacia un costado viendo pasar el mortal dardo a milímetros de sus costillas. No podía permanecer más tiempo en ese sitio. Estaba en desventaja y, como soldado que huye sirve para otra guerra, se impulsó con sus patas de goma en dirección a la escalera. Nadó con frenesí y justo cuando iniciaba el ascenso escuchó un sonido sordo retumbar en todo el depósito. ¡Otro arpón era disparado! En décimas de segundos sintió que algo le golpeaba la espalda con tremenda fuerza. Su tubo de oxigeno había sido impactado y perforado. De milagro no explotó, pero el impulso de la presión del aire concentrado saliendo por el orificio fue tan virulenta que todo su cuerpo se sintió desplazado hacia delante, como si fuera un torpedo a propulsión. Desconcertado, Indy inició un ascenso vertiginoso por la escalera; elevado hacia la superficie a una velocidad pasmosa. Las sienes parecieron explotarle. Los pulmones le ardieron y la válvula de respiración se le desprendió de la boca. Tragó algo de agua. Para cuando llegó a la superficie y abrió los ojos, desde un bote neumático —a menos de tres metros de distancia— Emil Duvois le apuntaba con una pistola su blanca cabellera empapada. —¡Bienvenido a su hábitat natural, doctor Jones! —exclamó el francés mordiendo una sonrisa de revancha. |
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23 LA
COMISIÓN Para cuando el último barril de metal fue extraído del lago Maykirk, Indiana Jones ya estaba seco y con su fedora protegiéndoles las canas del inclemente sol del mediodía. El uso de sombreros era tan habitual que nadie se había opuesto a que se lo pusiera cuando lo trasladaron prisionero a la orilla. Titus Carutti tenía en su rostro los signos de un ataque a traición: un moretón violáceo adornaba su pómulo derecho; entretanto, Jaco, asustado, combatía su miedo sentado junto al Chevrolet Belair con el acoplado, sin decir palabra. Indy se sentía humillado, impotente. Había sido un tonto al confiarse tanto de los rusos. Ahora pagaba las consecuencias. Volvía a ser un mero espectador en el drama que se desplegaba ante su torva mirada. Duvois poseía las momias y él no podía hacer nada, a menos que estuviera dispuesto a recibir un balazo de los agentes rusos que lo vigilaban. Todo el asunto se complicaba y las últimas palabras emitidas por la vieja bibliotecaria del Marshall College resonaron en su cabeza como un nefasto presagio: “Todos, todos ustedes morirán”. Los soviéticos se movían de prisa. También a ellos se los notaba nerviosos a pesar del éxito momentáneo. Vasiliev daba indicaciones para que acomodaran los barriles en el trailer pony. Tenía el entrecejo fruncido y de a ratos oteaba el bosque vecino como esperando que alguien apareciera por entre el follaje. Duvois, muy cerca de ellos, vigilaba también con creciente ansiedad, sin dejar de tener la pistola horizontalmente a su cuerpo, presto a dispararla. —Le temen a algo —murmuró muy por lo bajo Carutti a los oídos de Jones. Indy ladeó la boca, sin moverse demasiado y repuso: —A los competidores de anoche. Si tienen a Stables, de seguro querrán también a las momias. —En ese caso, estamos en una seria encrucijada: justo en el medio de un fuego cruzado. Indy asintió levemente con la cabeza. Su amigo tenía razón. Si en ese momento los secuestradores de Mark aparecían, ellos, sin armas, serían los primeros en caer. Duvois detectó el murmullo y volteó hacia el arqueólogo, furioso. —¡Cierre la boca! ¡Cállese o le vuelo los sesos! Fue entonces cuando Indy decidió intervenir. —No debe preocuparse por nosotros, Duvois —dijo con sorna—, sino por sus “amigos” de ayer. Parece que son muy poderosos… —¡Yo no tengo amigos americanos, Jones! —ladró el galo. —En ese caso —agregó Indy—, está en serios problemas. Si no son sus amigos, le informo que disponen de recursos muy avanzados. No creo que con una pistola pueda detenerlos. Duvois tragó saliva. Titubeó unos segundos, pero recuperó su postura de patrón al instante. —Veo que sabe menos de lo que suponía —dijo enigmático. —¿Por qué lo dice? —inquirió Carutti. —No sólo es corto de estatura, amiguito —respondió Duvois mirándolo con desprecio—. ¿Por qué supone que no les metí ya un balazo a cada uno de ustedes? —¿Acaso cree que podemos servirle de rehenes? —rió Indy—. ¡Es un idiota. Duvois! —No tengo nada mejor a mano, doctor Jones. Esos tipos son compatriotas suyos. Sólo espero ganar tiempo antes de salir de la isla. —¿Y supone que nosotros podremos detenerlos? —Si no es como rehenes, al menos harán las veces de escudos. Indy volvió a sonreír. —Lo superan en tecnología. —Lo sé. —¿Y aún así cree que podrá sacar del país a las momias sin problemas? —También nosotros tenemos nuestros recursos. No sólo la Comisión dispone de armas secretas. Indiana soltó una corta carcajada nerviosa. —Volvió a equivocar el término —dijo—. No se dice “Comisión”, sino “Compañía” —aclaró aludiendo al nombre que la CIA recibía en las charlas informales. —Jones, no es la Central de Inteligencia con quien lidiamos, sino con una rama ultrasecreta que desoye las ordenes de sus presidentes y parlamento. Pretende dominar el mundo a expensas de sus falsas democracias capitalistas —explicó el francés—. Para su información, doctor Jones, ellos lucran y se vuelven poderosos con el conflicto entre nuestras potencias. —Igual que usted —sentenció Indy. —Es cierto, pero con signo contrario. —“La misma bosta con distinto olor” —decretó Titus. —Es una manera poco poética de decirlo —respondió Duvois—, pero hay una sustancial diferencia. Si de “bosta” hablamos, ellos se cagan en los pueblos del planeta. ¿Por qué cree que escondieron las momias en esta parte del mundo? ¿Por el buen clima? No. No fue por eso. Fue para evitar que su mugroso país corriera el riesgo de caer bajo la influencia de algo que desconocían. —¡No es mi país! —lanzó Carutti. —Lo mismo da, doctor. Cuando en el 45 el FBI y el departamento de migraciones confiscaron las momias les resultó muy sencillo quedarse con ellas, pero tras profundos estudios no supieron qué hacer, hasta que los muros de Marhma-Dool y la historia del mural salieron a la luz. De alguna manera se enteraron de nuestros estudios en África, ataron cabos y… —…¡Camarada, ya estamos listo! —el grito de Vasiliev terminó bruscamente con la explicación. Duvois giró sobre sus talones y caminó hacia el trailer para verificar todo. —Estamos más que fritos, Titus —diagnosticó Indy—. La Comisión no va a permitir que se vayan con las momias. Tienen a Stables, a la espoleta, y no renunciarán a ellas. —¿Espoleta? —Sí; la de una granada biológica que conocí en Tumbartu. —No entiendo nada. Indy lo observó fijo, preocupado. —Creo que Stables, de alguna forma, puede activar el virus que esas momias (y él mismo) tienen en sus cuerpos. Recién cuando terminó de articular la última palabra las cosas empezaron a cobrar mayor sentido. —Hay que destruirlas cuanto antes —dijo Jones. —Pero ¿cómo? —No lo sé, algo se me ocurrirá. |
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24 CARAVANA En hilera y estratégicamente colocados, los tres autos se pusieron en marcha con dirección a la gigantesca pared de concreto que oficiaba de dique. Para Indy Jones, más que una caravana semejaba un cortejo fúnebre. Aprisionado y encañonado por Vasiliev en el asiento trasero del Belair, tenía sus movimientos condicionados. El ruso dispararía al pecho ante cualquier intento de fuga. Ésa era la orden impartida por un Emil Duvois nervioso y preocupado, sentado en el asiento vecino del conductor, en la parte delantera del auto. Por otra parte, aún en el caso de que pudiera zafarse y desarmar a Vasiliev, los otros agentes soviéticos que iban en los vehículos que abrían y cerraban el cortejo, también tenían dictaminado liquidar a Titus y al muchacho, incómodamente colocados junto a los barriles de las momias en el trailer pony del Chevrolet ‘54. No era momento para jugar de héroe. La vida de sus amigos corría peligro y él era responsable de la situación límite en la que estaban. Los autos recorrieron el camino de grava que bordeaba al lago. Ascendieron lentamente por el cerro lleno de vegetación y, al cabo de media hora, estuvieron en el extremo Este del muro de la represa, prestos a cruzarla. De cerca, el dique parecía más grande. Imponía respeto. Sus ciento cincuenta metros de altura y casi un kilómetro de largo impactaban. En apariencia estaba bien mantenido, pero a medida que sus bloques pétreos cobraban nitidez, se podían observar resquebrajamientos leves aquí y allá, demostrando la desidia de los funcionarios que lo tenían a su cargo; obviamente ausentes hacía mucho tiempo. A un lado y otro del murallón, inmensas masas de agua estancada reflejaban los últimos rayos de la luz del día, volviendo de un color casi violeta la infinita aglomeración arbórea de las orillas. Era una vista fastuosa que movilizaba al más desangelado de los mortales. Cuando las ruedas delanteras del auto que encabezaba el convoy pisaron la superficie asfaltada del camino superior de la construcción, el conductor sacó el brazo por la ventanilla y lo movió, invitando a los otros a aumentar la velocidad. Duvois hizo lo mismo para avisar al auto que venía por detrás a que los imitara. Las butacas dejaron de zarandearse por las irregularidades del camino y los coches aceleraron la marcha. Indy estiró sus piernas. Le dolían de tanto bucear. Vasiliev agudizó su mirada de lobo estepario y le ordenó se quedara quieto. Aún pudiendo destrabar sus rodillas, Jones tenía los movimientos limitados; no sólo por la pistola que le apuntaba, sino por el tubo de oxigeno que descansaba en el piso del automóvil y le cubría la punta de los zapatos. Se sentía incómodo. Era razonable. Aquello no era una excursión turística. Ganaron terreno y para cuando el ruido de los motores reclamaron un cambio de marcha, justo a mitad de camino sobre el dique, los conductores clavaron los frenos y se detuvieron. Duvois se alteró más de lo que estaba. Vasiliev estiró el cuello mirando hacia delante y hacia atrás. Indy no pudo dejar de pensar que estaban a punto de arrojarlo por el borde del dique y que eran los minutos postreros de su agitada existencia. Pero se equivocó. Cuatrocientos metros por delante del primer auto, un camión color gris, con un largo acoplado cubierto de lona oscura, avanzó en dirección contraria y se cruzó en el camino, obstruyéndoles el paso. Seiscientos metros por detrás, otro similar hizo lo mismo. Habían entrado en un callejón sin salida. Duvois bajó del Belair. Tenía la mirada desorbitada. —¡Prepárense a repeler el ataque! —gritó desaforado. Indy giró sobre su butaca y observó el camión que tenían por detrás. —Parece que la Comisión nos tenía una calurosa recepción —dijo. El francés no respondió. Estaba absorto viendo descender hombres de los camiones. Cinco de cada lado; uno de ellos parapetado en el techo del acoplado, portando lo que parecía una bazuca de construcción belga sobre su hombro. —No le dispararan a las momias —sentenció el francés. “Lo harán si las saben perdidas”, pensó Indy. Entonces, tras un inconfundible zumbido que duró décimas de segundos, el auto que encabezaba la caravana explotó de golpe, volando por el aire, envuelto en un manto de humo y de fuego. Duvois cayó al piso aturdido y el Chevrolet Belair se sacudió como si fuera de madera balsa. La bazuca había sido disparada con enorme puntería. —¡Carajo! —ladró Vasiliev en el preciso instante en el que el otro de sus autos corría idéntica suerte. Una pared de humo negro cubrió la parte central del dique. No se podía ver gran cosa, pero la brisa del valle lo disipó rápidamente. El francés subió al Belair tosiendo. —¡Acelera! —le ordenó al conductor—. ¡Acelera y llévatelos puestos a esos malditos! El chofer obedeció. Las ruedas chirriaron y el Chevrolet 54 salió impulsado hacia delante, chocando los restos en llama del auto destruido que tenía al frente. “¡Es una locura!”, se dijo Indy para sí. “¡Es un camión demasiado grande!¡No pasaremos!”. No había terminado de ensamblar esa simple idea cuando sintió un imperceptible goteo en el techo y el parabrisas delantero. Nadie parecía percatarse del asunto. Enfocó el cristal del conductor y observó una media docena de gotas plateadas adheridas a él. Y de improviso, la misma sensación de molestia y mareo que había experimentado en el túnel, al momento de perder a Stables. ¡Gas!... ¡Esos cerdos tenían un gas inodoro e incoloro capaz de dormirlos sin que se dieran cuenta! ¿Qué hacer?... Fue cuando la punta de sus zapatos le dieron la respuesta. Sin medir las consecuencias, estiró el brazo, tomó la boquilla del tubo de oxigeno y se la incrustó en la boca. El conductor se desvaneció al segundo. Duvois y Vasiliev lo siguieron una décima de tiempo más tarde. Sin control, el auto chocó contra el muro de contención del dique y se detuvo finalmente a unos doscientos metros del camión. Era hora de tomar el toro por las astas. Levantó el tubo, saltó por encima del asiento, abrió la portezuela del chofer, lo arrojó fuera y tomó el volante. Puso marcha atrás. Retrocedió una cuadra y media hasta alcanzar la carrocería humeante del vehículo bombardeado. Colocó primera; apoyó el paragolpes delantero en lo que quedaba del Ford incinerado y aceleró a fondo, empujándolo. Ya estaba “jugado”. No había nada que perder. El Chevrolet Belair’54 ganó en velocidad. El trailer pony, con Titus y las momias, se sacudió de una lado a otro y los restos humeantes del otro auto volvieron a ganar llamas por efecto del aire. Aceleró aún más. Los cinco agentes de la Comisión vieron como una masa ígnea se les venía encima. No comprendieron lo que sucedía hasta que escucharon el chirrido de una frenada. El Belair clavó las ruedas y el auto siniestrado, convertido en una bola de fuego, dio de lleno contra el camión. Los acontecimientos se sucedieron como si fueran parte de un valet catastrófico; y el clímax se alcanzó cuando el hombre con la bazuca perdió el equilibrio, jalando accidentalmente el gatillo. El proyectil se disparó. Una estela de humo blanco marcó su recorrido, pasando a centímetros por encima de Jones e impactando de lleno en el asfalto del dique. En ese momento el mundo pareció temblar bajos su pies. Indy volvió a acelerar a fondo. Apuntó la trompa del Belair hacia el espacio que el camión había dejado a un costado. Toda la estructura de ingeniería de la represa crujió. Las pequeñas grietas de la pared se agrandaron. El agua empezó a filtrarse y para cuando Indy Jones alcanzaba el camino de tierra que salía del dique, éste se partió en dos pedazos. El ruido fue dantesco. Indecible. Millones de metros cúbicos de agua rompieron su reposo artificial, arrastrando los bloques del dique y llevándose con ellos a los camiones hacia un infierno mortal de remolinos líquidos. |
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25 NUT-SHIN-TOLSS Rumipal, a 25 Km. de lo que hacía sólo horas había sido la represa Maykirk, era una villa de campesinos pobres, ubicada al pie de un cerro exuberante de vegetación tropical. Tenía casas de madera y una población que no excedía el número de dos mil. Humilde y pintoresco, aquel conglomerado filipino de chozas —siempre atento a las novedades y a los forasteros— recibió con desinterés al Chevrolet Belair modelo ’54 con trailer pony, conducido por Indy Jones. Había cosas más importantes por las que preocuparse en esa tarde. La ruptura del dique ya era noticia y a pesar de que la inclinación natural del terreno ponía al pueblo fuero de peligro, toda la población estaba abocada a transmitir mil y un rumores sobre la catástrofe. Por otro lado, Indy no era el único extraño en el pueblo. Decenas de soldados y agentes de Defensa Civil empezaban a copar sus calles de tierra, transportando colchones y frazadas para asistir a las villas cercanas que sí habían sido víctimas del agua. Afortunadamente no se registraban víctimas de consideración hasta el momento. Se hablaba de un grupo de pastores desaparecidos bajo el torrente líquido y de unas pocas viviendas arrasadas. Nada importante dada la magnitud del accidente. “Podría haber sido muchísimo peor”, pensó Jones. Quedarse sin luz por algunos meses era problemático pero, frente al desastre que se hubiera desatado de haber existido poblaciones en el camino de la corriente, el inconveniente era un problema menor. Por fortuna las irregularidades de la geografía habían encausado las aguas por valles deshabitados. El lago Maykirk tenía ahora el triple de su tamaño original. Muchas hectáreas de bosque tropical quedaron bajo el agua y generaciones de hacheros perderían su fuente natural de trabajo; pero con vida siempre había esperanzas de reconvertirse y dedicarse a otra cosa. cd Detuvieron el auto frente a una vivienda en ruinas, a las afueras de Rumipal. Era una choza abandonada, lo más probable un campamento base temporal de leñadores de otra regiones. No estaba en condiciones óptimas de limpieza, pero Titus, Indiana y Jaco no buscaban un hotel cinco estrellas. Aquella casucha era suficiente para recobrar fuerzas, descansar y saciar la ansiedad por analizar a las momias que tenían en el trailer pony del Belair. —Jaco —dijo Indy disponiéndose a dar los primeros pasos para abrir un barril—, ve al pueblo y averigua qué ha pasado. No hables ni digas nada. Mantente en silencio. Sólo abre tus ojos y oídos y recoge todas las noticias que puedas. —Quisiera ver el contenido que hay ahí dentro, doctor Jones —respondió el muchacho señalando el barril. —No creo que sea conveniente, Jaco. Cuanto menos sepas de todo esto, mejor para ti. Anda. Averigua lo que puedas. Ya habrá tiempo para ilustrarte sobre el tema. El chico obedeció no muy convencido y para cuando Indy se quedó a solas con Carutti, sin esperar más y casi con una actitud ceremoniosa, desembalaron la primer momia. —¡Que me lleve el diablo! —exclamó el enano al verla—. ¡Esto es sorprendente, Indy!¡Un hito en la historia de la biología!... ¡Jamás había visto cosa igual! —Ni yo —agregó el arqueólogo embelesado por el azulino resplandor de los restos. —¡Brillan en la penumbra! —Y lo hacen mucho más en la oscuridad. —No hay duda de que la melanina de esta gente tenía algo muy especial. ¡Esta impregnada a los huesos! ¡Es increíble! Sencillamente no entiendo… no entiendo nada. Indy se mantuvo en silencio unos segundos. No podía quitar sus ojos de ese extraño objeto de la arqueología. —Lo que me llama la atención —dijo finalmente— es lo diminuta que son… El enano levantó la vista con simulada y adusta sorpresa. —¿Qué tiene eso de raro? —preguntó sonriendo. Indy le devolvió la sonrisa. —Es que no hay pigmeos en la zona de Marhma-Dool, ni los hubo en tiempos históricos —dijo—. Tampoco en Atacama. Estos individuos son adultos, observa estas muelas desgastadas… —Si no son de Marhma-Dool, ¿de donde vinieron? Indy arqueó las cejas. —Según los dibujos que había en los muros de las ruinas, del cielo. —¿Tú crees eso? ¿Del cielo? Indy, esas son meras metáforas religiosas. —No estés tan seguro de ello —respondió y acercó la cara a los restos. La momia era un atajo a medio vestir. La calavera sobresalía de una mortaja colorinche que en envolvía parte del cuerpo. Estaba carcomida por el tiempo y la humedad pero aún así conservaba un color turquesa vívido que combinaba con el resplandor azul que emanaba de la contextura ósea del individuo. La posición fetal, con las rodillas recogidas contra el pecho, se mantenía gracias a una fina cadena de metal que la rodeaba. Indy la rozó con su dedo. —¿Es de hierro? —inquirió Carutti. —No parece. No puedo reconocerlo al tacto. En eso, repentinamente, cuando Indy retiró su mano, la cadenita se rompió por uno de sus eslabones y la momia se descoyunturó por completo, desarmándose como si fuera un castillo de naipes. —¡Mierda! —exclamó Jones echándose hacia atrás, sobresaltado—. ¿Qué pasó? No bien terminó de proferir el improperio, un objeto redondo, hecho claramente en bronce y del tamaño de un carrete de hilo de cocer, rodó por el piso hasta detenerse junto a la suela de su zapato. Jones lo identificó de inmediato: un sello metálico. Lo tomó entre sus dedos con cuidado. —¿Para qué servía esa cosa? —intervino Titus con curiosidad. —Lo hacían rodar sobre una superficie de arcilla húmeda para imprimir los signos que hay tallados en sobre-relieve —explicó y sin esperar más deslizó el objeto sobre el piso de tierra húmeda de la choza. Se quedó boquiabierto. Un torbellino de ideas y conceptos aprendidos en años de profesión se arremolinaron en su cabeza. Carutti no pudo dejar de notar consternación en la mirada de su amigo. —¿Qué sucede, Indy? El arqueólogo tenía toda su atención dirigida a la figura que acaba de grabarse en la tierra y en los signos cuneiformes que se desplegaban por debajo de ella. —Nut-Shin-Tols —leyó crípticamente—. ¡Dios santo! —exclamó por lo bajo—. ¿No puedo creer que esto sea realidad!—Y se quedó petrificado, absorto en el grabado. —Indy… Indiana —reclamó el enano—, explícame por favor. cd —“Y la señal fue dada por las aves que cayeron del cielo y cubrieron los campos y las calles de los pueblos —repitió Indy de memoria el antiguo poema mesopotámico—.Fue el primer signo que los sumos sacerdotes interpretaron correctamente. La decisión de los dioses estaba tomada, por eso oraron en vano, en secreto, para que sus reyes y señores no los condenaran por inútiles y prendieran hogueras con sus cuerpos. Como hicieran los Nut-Shin-Tols con la Primer Creación (de la que daban cuenta los mitos antiguos), los vicarios de los dioses no difundieron la noticia y las sombras de la noche cayeron sobre la “Región del Norte” desbastándola por sus culpas y pecados; hasta que las arenas del desierto volvieron a imperar donde otrora había hombres y mujeres, ganado y cultivos. Así sobrevino el fin. Y con el tiempo, estando los Nut-Shin-Tols aburridos crearon una nueva humanidad y volvieron a confiar en ella. Pero otra vez los hombres les fallaron y volvieron a ser destruidos. Nuevamente los pájaros dieron la señal, desplomándose desde el cielo… esto ocurrió cuatro veces en total. Cuatro humanidades. Cuatro extinciones. Pero a pesar de todo ello, la esperanza de los Nut-Shin-Tols fue más fuerte que la experiencia y volvieron a crear una quinta humanidad, que es la nuestra. —¿La nuestra? —preguntó Titus intrigado. —Sí. Tú, yo, todos los demás. Nosotros somos ese quinto intento creador, según el mito. Carutti se rascó el mentón, pensativo. Aquel era un lenguaje muy diferente al de la biología. —¿Y qué son en esencia esos Nut-Shin-Tols? —Dioses, Titus. Dioses creadores. Seres mitológicos que dan y quitan la vida a voluntad. El poema que acabo de repetirte en sus tramos centrales fue encontrado cerca de Nínive en 1933. estaba escrito en una tablilla de arcilla. Es parte de la mitología mesopotámica. —Dioses que dan y quitan vida… —repitió el enano—. Demasiado vengativos para ser dioses, ¿no crees? —El dios del Antiguo testamento también lo era. Recuerda que de esos viejos mitos tomaron muchas ideas los que escribieron los primeros libros de la Biblia. —¿Y los pájaros? ¿Qué hay de ellos? ¿Qué dicen los mitos respecto de ellos… o de las momias? Indy tenía su rostro iluminado por la emoción creciente. El sello metálico había roto el nudo gordiano que le impedía atar todos los cabos sueltos, y las ideas le brotaban con una velocidad increíble. Todo parecía ahora más claro. —Según la tradición, antes de que la venganza divina cayera sobre la Tierra, traduciéndose en mortandades terribles, los Nut-Shin-Tols se despojaron de sus propias almas y de sus viejos cuerpos. Los pájaros serían sus almas… —…y las momias sus cuerpos —acotó dubitativo Carutti. —Sí… —Indy, te repito que creo que estás confundiendo metáforas religiosas con realidades. —No estés tan seguro de eso, Titus. Recuerda que fui testigo de la gran mortandad en Tumbarte. La vi con mis propios ojos. Todos murieron… —¿Y qué tienen que ver las momias o los Nut-Shin-Tols con eso? —Hay una conexión. —¿Mark Stables? —Efectivamente. Stables fue el primero en tener contacto con ellas… —…y está infectado. Eso ya me lo dijiste, pero hay explicaciones naturales para eso, Indy. Pueden haber sido hongos lo que el pobre se contagió. Ya ha ocurrido antes en excavaciones arqueológicas. —Estoy al tanto de eso, pero este sello —dijo manipulándolo con cuidado— nos sugiere algo mas…trascendente. —¿A qué te refieres? —El mito también habla de anuncios, de advertencias. Más concretamente de una especie de Mesías capaz de salvar a la humanidad del desastre. —¡Eso es una leyenda judeocristiana! —En realidad los mitos judeocristianos se asemejan a éste. Recuerda que estos relatos son muy anteriores a Cristo. —¿Y qué dicen? —Si no me falla la memoria, cuentan la historia de un sujeto que se vuelve contra los dioses. —¿Contra los dioses? ¡No es lógico! ¿Cómo puede un simple mortal ir en contra de ellos? —Por intermedio de la magia —explicó el arqueólogo—. En la antigüedad todos teníamos un lado flaco, un punto débil, incluso los seres sobrenaturales. Ya sea a través de su nombre secreto o una parte de ellos mismos (pelo, uñas, huesos…) se los podía controlar. —Una especie de vudú… —Algo parecido. Por eso los reyes y personalidades importantes jamás permitían que nadie tuviera acceso a esas cosas. Incluso había funcionarios dedicados a recoger las uñas y los cabellos para quemarlos. “La parte hace al todo”. ¿Comprendes? —O sea que si alguien podía ejercer semejante influencia y poder con sólo manipular un cabello, el control sería absoluto en caso de acceder a sus cuerpos. Indy asintió con la cabeza. —En Marhma-Dool había, en el muro con grabados, un personaje, un jorobado que manipula a las momias azules y queda exento de sufrir la muerte. De alguna manera nunca dicha, el jorobado ejerció su poder sobre los dioses. Pudo evitar la total extinción de la quinta humanidad, la nuestra, llevándose a las momias muy lejos. Creo que hoy es Mark Stables quien cumple, sin saberlo, esa función… salvadora. Titus permaneció unos segundo en completo silencio. Luego preguntó: —¿Crees que los rusos puedan haber llegado a una conclusión semejante? —Duvois es un hombre educado. Si nosotros lo hicimos, él puede haberlo hecho también con anterioridad. Por eso quieren a las momias y a Stables. Así es como pretenden ejercer un poder total sobre todo y sobre todos. Un poder casi divino, Titus. —Controlando a Stables, controlarían a los Nut-Shin-Tols. —Has comprendido, amigo mío. Carutti volvió a permanecer estático. Observó a la momia, descoyunturada en el piso. Seguía brillando. Luego miró el sello que Indy tenía en la mano. —¿Por qué piensas que querían terminar con toda la humanidad? —preguntó. Indy se ajustó el sombrero y frunció los labios. —¿Qué pensarías tú del mundo si lo hubieras creado? Titus no respondió. |
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26 LA
CAPACIDAD DE INSPIRAR MIEDO Jaco entró agitado en la choza y no pudo dejar de exclamar sorpresa al ver los restos desarmados de la momia, que brillaba en el piso. —¿Qué es eso? —inquirió boquiabierto. —Ya te lo explicaremos —se apuró a intervenir Carutti un tanto alterado. No quería que el muchacho viera nada que pudiera traerle problemas futuros. Pero el recadero resultó ser más efectivo y rápido de lo que pensaba con Jones—. ¿Qué averiguaste? —demandó. —En el pueblo están todos muy alterados —explicó el chico—. La ruptura del dique los tiene muy preocupados. Pero hay otra cosa… —¿Qué? —intervino Indy. —Parece que también se desató una plaga en el asentamiento de Pall-Mol, en las montañas. —¿Una plaga? —Sí, doctor Jones. Me han dicho que todos su pobladores murieron. Incluso un número no determinado de compatriotas suyos. Una peste sorpresiva arrasó con todos. Un leñador fue testigo de ello y difundió la noticia por Rumipal. Los ojos de Indy se clavaron en los del enano. —¡Stables! —prorrumpió—. Lo tienen en ese lugar. —No hay duda de eso. —Hay que ir a buscarlo. —Alistaré todo. Jaco, ayuda al doctor a guardar esos huesos en el barril. En ese preciso instante, sintieron que el motor del Chevrolet Belair se encendía. ba Emil Duvois y Alexei Vasiliev eran hombres de recursos, especialmente el segundo, cuando se trataban asuntos que tenían que ver con evasiones difíciles. Todavía tenían frescas las lecciones impartidas por la KGB de Moscú, sobre el modo de quitarse de encima sogas y esposas. Y aunque el baúl del Chevrolet ’54 no era el ámbito más cómodo para ponerlas en práctica, pocas horas les demandó aflojar las ataduras que les inmovilizaban los brazos y las piernas. El hecho de haber estado inconcientes al momento de maniatarlos les corría en contra. La primera y más elemental lección decía que se debía expandir la masa corporal lo más posible, inflar el pecho, tensar los músculos, poner rígidas las piernas; para así conseguir un leve aflojamiento de las cuerdas al momento de relajarse. Después, era sólo cuestión de paciencia. Tirar y aflojar. En lo posible lubricar la piel con saliva u orina (la sangre también servía) para, lentamente, vencer la presión inmovilizadota de las ataduras. Pero había un segundo factor a su favor. Jones había confiado demasiado en la cerradura del baúl del coche, sin saber que los años habían hecho mella en su mecanismo y que el oxido había carcomido su cerrojo. Por ende, bastó que Vasiliev tuviera libre las piernas para, con un rodillazo, hacer saltar la cajuela sin mayor inconveniente. Nadie escuchó nada. Indy y Titus charlaban en el interior de la choza. Habían sacado a una de las momias del barril y parecían extasiados ante su presencia. En tanto Duvois hizo de “campana, Vasiliev entró en el Chevrolet, cortó los cables de contacto que sobresalían por debajo del volante y los cruzó. El motor se puso en marcha y antes de que Jones y Carutti salieran desesperados de la vivienda, el automóvil cobró velocidad y se alejó de la choza, llevando enganchado el trailer pony con el restro de las momias. ba —Esto está empezando a alterarme —masculló Indy mientras observaba la estela de polvo que dejaba el Belair en su huída. —¡Joder! —lanzó furioso el enano apoyándose en el marco de la puerta de la choza. —¡Hay que seguirlos, Titus! —sentenció con vos grave el arqueólogo. —¿Cómo?... —¡Como sea! —y giró la cabeza hacia el corral vecino a la vivienda. Tres minutos después ganaban velocidad sobre dos caballos, a todo galope. ba El camino a Pall-Mol era más escabroso y pesado de lo que imaginaron. Pedregullo, precipicios y selva en los bordes de la senda, sumaron incomodidades al ascender por la ladera de la montaña. Y fue el caballo que montaba Indy el que, sin herraduras, los retrasó más de lo conveniente. ba Las primeras viviendas aisladas aparecieron cuando terciaba la medianoche. Eran construcciones rudimentarias, tanto que cualquier hombre de ciudad se hubiera resistido a calificarlas como “hogares”. La pobreza se notó a primera vista. También los primeros cadáveres, que empezaban a sufrir el natural proceso de putrefacción por acción del calor y la humedad del ambiente. El hedor se hacía insoportable. Titus Carutti no podía concebir lo que veía. Bajaron de los caballos y recorrieron los que restaba del camino a pie; guardando mucho cuidado de no ser vistos ni oídos. Afortunadamente tenían las armas que les quitaran a los soviéticos. Se sentían falsamente seguros por ello. A medida que avanzaban, las escenas de desesperación se les grababan en las pupilas. Nubes de moscas revoloteaban sobre los cadáveres. Muchos tenían gestos de terror grabados en sus rostros. Miradas huecas, bocas entreabiertas, manos crispadas. Aquella fúnebre reedición de Tumbarte los consternó. Nunca uno terminaba de acostumbrase a ver la muerte masificada y si las pesadillas podían tomar forma, la que tenían frente a ellos era la peor de todas. —¿Esto es consecuencia de la ira de los dioses? —preguntó retóricamente el enano—. ¿Qué clase de dioses son estos? Indy volteó hacia su amigo y respondió en voz baja: —Unos que no han perdido la capacidad de inspirar miedo. Una cuadra más adelante se abría una plaza espaciosa y polvorienta. |
27 LA
IRA DIVINA Los únicos tres faroles de la plaza, arracimados en un solo poste, estaban prendidos en el centro del predio y una luz ocre barnizaba todo el lugar, dándole a las cosas una fingida antigüedad fotográfica que, a excepción de las momias, ninguna tenía. El clima, estable hasta entonces, cambió. Frescas ráfagas de viento de montaña dieron vida a la vegetación circundante, obligando a que Indy tuviera que sujetarse el sombrero para no delatar la posición protegida que habían conseguido detrás de una alta hilera de fardos amarillentos, ideales para alimentar el ganado en épocas de sequía. Titus, a su lado, sentía que el pecho le iba a explotar ante semejante acto de parafernalia pagana. Él, como biólogo, no estaba acostumbrado a rituales y ceremonias. Y eso era, justamente, lo que empezaba a dramatizarse en la plaza que tenía enfrente. Un rito centenario. Un acto de magia. Una locura peligrosa. Las momias, ubicadas en semicírculo, irradiaban su característica luz azul. Había seis de una lado, formando la figura de una herradura, y cinco del otro, enfrentándolas. Parecían clavadas al suelo. La ventisca no las movía, a pesar de que sus tonos se encendían como brasas con cada cambio de viento. Hacia la derecha, en el borde mismo de la plaza, Indy distinguió lo que quedaba del Belair ’54 y el trailer pony de Carutti. Estaban ennegrecidos. Teñidos de hollín, ahumados y con sus cuatro cubiertas reventadas. La puerta del trailer no se mantenía en su lugar. Había sido arrancada de sus goznes y descansaba a unos seis metros de su posición de fábrica. Rodeando ambos vehículos, los cuerpos inertes de cuatro hombres vestidos con trajes negros, yacían en el piso como consecuencia de la mentada plaga. Estaban inflados. Parecían a punto de reventar. “Un asco”, pensó Jones y centró su atención en la única construcción de ladrillos. Parecía el municipio del pueblo, aunque tranquilamente podía ser la comisaría o el único destacamento militar de la montaña. No tenían ningún cartel que lo identificara. Sólo una camioneta De Soto modelo 1950, completamente negra, daba indiciosa —a través de una inscripción grabada en sus puerta— respecto de su procedencia: U.S.ARMY. Si un dato era necesario para confirmar que la Comisión había llevado a Mark Stables prisionero a Pall-Mol era ése. Pero algo había salido mal y todos los miembros del grupo secreto estaban muertos.; de seguro como consecuencia de un ataque involuntario de Stables. Aún así, las cosas parecían ahora calmas. Un tenso silencio imperaba en el sitio. Demasiado silencio. Entonces, Emil Duvois salió del edificio vociferando algo inaudible. Caminó hasta el centro de la plaza y se quedó por unos segundos mirando extrañado a las momias. Su rostro mostró gran consternación. Indy creyó reconocer las huellas del miedo en su mirada; especialmente cuando observó al francés percatarse del estado en que estaban el Chevrolet y su trailer. “¿Por qué extrañarse tanto?”, se preguntó el arqueólogo y giró la cara hacia Titus. —Me da la impresión de que no fueron ellos los que colocaron las momias en esa posición —le dijo en un murmullo casi inaudible. Titus le devolvió la mirada sin entender bien de qué hablaba. —¡Tráelo ahora, Alexei! —gritó de repente el francés y Vasileiv salió del edificio acompañado por un Mark Stables demacrado, con barba hirsuta, sucia y frotándose las muñecas para activar la corriente sanguínea. Indy clavó su atención en la cara del agente soviético. También él se sorprendió al ver a las momias. —¿Quién las puso así? —preguntó extrañado. “¡Confirmado!”, se dijo Jones para sus adentros. Algo muy raro estaba sucediendo. —¿Qué le sucedió al auto? —volvió a preguntar intrigadísimo. Duvois no tenía respuestas. Sólo se limitó a levantar los hombros, ignorante de todo. Finalmente ordenó: —Tendremos que recoger todo y salir de aquí en esa camioneta negra cuanto antes. —Camarada —agregó Vasiliev amartillando una metralleta recogida del piso con prisa—, le sugiero que tome una de las armas de la Comisión. No estamos solos en este maldito caserío. Alguien debe haber colocado esas cosas en la plaza —sentenció mirando las momias. Duvois frunció el sobrecejo. —¿Jones? —Es probable. Ese tipo se viene interponiendo en nuestro camino a cada rato. El pecho de Indy se infló de ansiedad. Su corazón latió más rápido. ¿Lo habían descubierto? ¿Acaso era eso posible? El no había tocado nada. Ni los barriles, ni los restos momificados y menos que menos incendiado el Belair y su trailer. Pero Stables reaccionó de manera inaudita al oír el apellido del arqueólogo. Pareció salir del sopor en el que flotaba y exclamó: —¿Dónde está? —preguntó alejándose de Vasiliev y caminando en dirección a las momias—. ¿Dónde está Jones? ¡Quiero ver a Jones!... ¡Necesito hablar con Jones! Entonces, en el momento en que Stables ingresó dentro del perímetro que formaban los azulinos huesos se produjo lo que nadie pudo imaginar jamás. Desde cada una de las momias se proyectaron unas lenguas de luz incandescentes. Parecían culebras ígneas, etéreas. Serpentinas de claridad con vida propia que avanzaban, zigzagueantes a la altura del piso, en dirección a Mark Stables. Duvois se quedó inmovilizado. Frío por la sorpresa. Vasiliev, con creciente temor, apretó el gatillo de la ametralladora… …nada. Los disparos no se produjeron. Indy, maravillado por la visión, asomó la cabeza sin temor ya a ser descubierto; en tanto Carutti abría sus párpados experimentando una mezcla de pasmo y admiración. —Está por ocurrir… —argumentó Jones sin dar otra explicación. Y no hizo falta que la diera. Cuando las serpentinas de luz azul se unieron en los pies de Stables, se produjo un pequeño remolino que le ocultó sus zapatos y desde lo alto empezaron a desplomarse pájaros. Decenas de ellos. Una verdadera lluvia de aves. —¡Mi Dios! —lanzó Carutti al comprender los hechos que empezaban a desencadenarse. Las momias eran verdaderas brasas de luz. Refulgían como lo habían hecho hacía miles de años. Unían sus fuerzas en el cuerpo de Mark y aumentaban su resplandor más y más, con el transcurso de los segundos. Los pájaros seguían cayendo del cielo. Toda la plaza quedó tapizada por cuerpos trepidantes llenos de plumas. A Indy no le disgustaban las aves, pero ver a tantas amontonadas y en estado de agonía, le produjo un revoltijo en el estómago y el deseo de vomitar. Mark Stables intentó gritar algo, pero no pudo. Sintió un calor abrasador que lo consumía sin quemarlo y empezaba a elevarlo del piso, como si fuera una Lama tibetano a punto de entrar en trance y levitar. Entonces se produjo la primera explosión lumínica y todos quedaron encandilados. Duvois se apretó los ojos y lanzó un alarido de dolor profundo. Vasiliev lo imitó y cayó de traste al suelo, dando movimientos espasmódicos y arrastrándose fuera del alcance de las momias. Indy Jones volvió a ocultarse detrás del fardo. —¡¿Qué vamos a hacer?! —estalló Carutti, con sus pupilas irritadas y a punto de entrar en shock. No había terminado de articular la frase cuando, partiendo del cuerpo de Stables, un tronco de luz, tan ancho como un ombú añoso, se proyectó hacia arriba unos cien metros y siguió ascendiendo más. Mucho más. A modo de gigantesco hongo atómico, la luz adoptó la forma irregular de un cerebro deforme del que se desprendían rostros monstruosos, que se perfilaban claramente contra lo oscuro del cielo nocturno. Rostros acolmillados, con bocas entreabiertas, anunciaban sus repugnantes intensiones dando bramidos agudos, empequeñeciendo aún más al pueblo de Pall-Mol. Stables alcanzó a emitir otro grito de dolor: —¡¡Jones!!... La mirada del arqueólogo se desorbitó. Tenía que actuar. Hacer algo, como le sugería Carutti. Aunque en su interior, algo le decía que más que “hacer” tenía que “decir”. En ese momento recordó que tenía el sello de bronce de la momia en su bolsillo. Sin más lo extrajo y se puso de pie enfrentando al apocalíptico hongo luminoso. Aquello era un infierno. Parado y con la cabeza hacia arriba —casi tocándose la base del cráneo— se percató de lo insignificante que era su cuerpo en ese instante. Una hormiga. Un mero insecto desafiando la potencia sobrenatural de dioses antiguos. Una “nada”. Un punto. Un piojo ensoberbecido e inseguro de poder salir con vida de esa situación. —¡Indy! —grito Titus—. ¡Por todos los cielos! ¡Agáchate! En medio de semejante maremagnun de acontecimientos, y todavía con las pupilas irritadas, Emil Duvois, tambaleante, distinguió la inconfundible silueta de Indy. —¡Hijo de perra! ¡Tenías que ser tú! —vociferó embargado por el odio más profundo que había sentido en toda su vida. Y sin más, corrió hacia el arqueólogo con la sincera convicción de matarlo con sus propias manos. Indy no lo vio llegar por el costado. Tenía el sello delante suyo y estaba a punto de empezar a leer el texto impreso cuando el francés le cayó encima con todo su peso. El sello salió despedido por aire y ambos hombres rodaron pesadamente. El torrente de adrenalina que Indy generó amortiguó cualquier dolor que pudiera sentir y el instinto de supervivencia volvió a imponerse una vez más, haciendo que reaccionara mecánicamente. Tenía que quitarse de encima a Duvois. Y lo hizo a una velocidad que, en otras circunstancias, hubiera sido casi imposible. En uno de los tantos giros que daban por la tierra, lanzó un revés poderosísimo con la derecha, impactando al francés en plena cara. El galo aflojó la presión que ejercía sobre el tronco del arqueólogo y, sin esperar más, Jones lanzó un cross de izquierda de corta distancia que volvió a darle en la mandíbula. Duvois se soltó de golpe. Salió despedido de espalda y se desplomó cayendo a centímetros del sello de bronce. Con el labio partido, sangrante y la base de su ojo derecho irritada, el francés advirtió que Indy dirigía la mirada hacia un costado. Lo imitó. Giró el rostro y ahí estaba. El sello reflejaba la incandescencia que aumentaba por encima de sus cabezas. Estiró su brazo y lo tomó. —¡Démelo! —gritó Indiana. ¡Démelo, Duvois! De pie y con el sello en sus manos, Duvois volvió a sentirse poderoso. No sabía bien porqué, pero el hecho de que Jones le exigiera con tanta vehemencia que se lo devolviera, hizo que se le dibujara una sonrisa de revancha. Fu su última sonrisa. No había terminado de reincorporarse cuando un sonido atronador se desgajó desde el hongo de luz y un rayo color azul iluminó aquel escenario caótico, impactándole de lleno en el centro del cráneo. Todo su cuerpo se sacudió y un aullido de sufrimiento indecible fue lo último que se coló por entre los labios del francés, antes de quedar pulverizado. Convertido en un montón de cenizas. Vasiliev, a unos diez metros, no atinaba a decidir qué mirar. El horror de ser testigo de semejante espectáculo lo paralizó; pero la incineración instantánea de su jefe hizo que reaccionara. Avanzó decidido hacia Jones. Si iban a morir, lo harían juntos. En esa ocasión, Indy vio que se venía encima y se preparó para detenerlo. Fue en vano. Una segunda lengua de fuego se desplegó desde lo alto. Envolvió el cuerpo del soviético. Lo elevó —como lo hacía con Stables— y a una altura de dos metros del piso, ejerció sobre Vasiliev tal presión que parte de sus vísceras se asomaron por su boca entreabierta. Para cuando eso ocurrió, el ruso ya estaba muerto. Indy tuvo que romper el hechizo hipnótico que lo concentraba en esa escena tan asquerosa. El horror de ver a su enemigo literalmente reventando ante sus ojos lo producía una irracional atracción, en la que se mezclaban la repugnancia y el placer al mismo tiempo. Sacudió la cabeza y volvió en sí. De dos zancadas llegó hasta el sello, semienterrado entre las cenizas de Duvois, y lo levantó. Adoptó una posición digna. Se paró firmemente, sin demostrar temor. Desafiante. Y con las pocas fuerzas que le quedaban, leyó el contenido que el sello tenía grabado. —¡¡ Yaw Ninhursag Nana-Su’en Nut-Shin-Tols!! Repitió la frase tres veces más, con potencia creciente. El remolino de luz, que mantenía a Stables suspendido en el aire —como si estuviera clavado a una cruz invisible— mermó su violencia. Los rayos se hicieron menos intensos y los vaporosos rostros divinos dejaron de mostrar sus colmillos de venganza y titubearon ante las palabras de Jones. Mark Stables, atontado, empezó a descender lentamente. Todo parecía marchar bien, pero algo no funcionaba. Indy era conciente de eso. Sabía que en breve la furia de los dioses se desataría con mayor virulencia y sería, como lo anticipara la vieja archivista del Marshall College, “el fin de todos”. Si su pretensión era frenarlos, Mark se constituía en la única carta de salvación; pero en su estado dudaba de que pudiera detener el fin de la quinta humanidad. La expansión del gigantesco hongo se detuvo. Stables apoyó sus pies en el suelo. Indy corrió hacia él y lo tomó por los hombros. Estaba conciente. Tenía la mirada perdida, pero aún vivía. —¡Mark! ¡Mark, escúchame! —gritó Jones desesperado, tratando de ganarle con su fuerte tono de voz al sordo zumbido que inundaba toda la plaza. Stables le dirigió sus dilatadas pupilas. —¡Mark, óigame por favor! —repitió Indy—. ¡Tiene que detener usted todo esto! ¡Puede hacerlo! ¡Yo sólo los he confundido por unos segundos! ¡Usted es quien debe decir la frase!... ¡Stables, despierte! ¡No hay tiempo!... ¡Repítala conmigo!¡Hágalo, por favor!... ¡¡Repita!! La tormenta divina empezó a ganar potencia otra vez. Las momias se convirtieron en soles. Un calor abrasador calentó sobremanera todo el ambiente. Indy experimentó la sensación real de ser succionado hacia arriba, junto con el cuerpo flácido de Stables. —¡Ahora!¡Repita conmigo! —ladró atemorizado, aferrándose a Mark—. ¡¡ Yaw… Ninhursag… Nana-Su’en… Nut-Shin-Tols…!! Stables movió los labios débilmente. Un sonido casi inaudible se coló por entre sus dientes. La primer palabra de la frase. Yaw… —¡Continúe! —vociferó el arqueólogo. Mark pronunció la segunda con menos fuerza. Ninhursag… Indy comprobó que Stables perdía potencia. Se desmayaba. —¡Un último esfuerzo! —gritó y voceó los dos últimos vocablos de la oración. Nana-Su’en… Nut-Shin-Tols… Fueron los segundos cruciales. El eco de las palabras reverberó en toda la montaña. Indy quedó momentáneamente sordo. Titus fue despedido por la onda de sonido y rodó por detrás de los fardos que lo protegían. El hongo de luz se contrajo inmediatamente. El remolino azulino que mantenía a Indy y Stables a más de un metros de altura, se calmó de golpe permitiendo que cayeran al suelo. Las momias absorbieron en sus pequeños cuerpos los rayos, los látigos de luz, los vapores sobrenaturales y cuanta claridad inundaba el sitio. La noche volvió a reclamar su lugar y la normalidad imperó en toda la plaza. Las momias, convertidas en polvo, anunciaron que todo había terminado. |
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EPÍLOGO OCÉANO
PACÍFICO 350
MILLAS AL NE. DE MINDANAO DOS
DÍAS MÁS TARDE… De pie sobre la cubierta del Ahab III, el pequeño barco oceanográfico del Instituto, Indy, Titus y el joven Jaco, observaban de a ratos el crepúsculo. Estaban dando los últimos toques a una operación que creían más que necesaria para poder dormir en paz y no repetir los acontecimientos sufridos cuarenta y ocho doras antes. Y aunque seguían agotados, sintiendo dolor —en el caso de Jones— en cada uno de sus músculos, se habían tomado el trabajo de navegar hasta esa parte del océano con el fin de cerrar definitivamente el asunto de las momias azules. El mar estaba calmo. Apenas se movía. Hacía calor. Indy acomodó los restos de la única momia que quedaba intacta —aquella que se había desarmado en la choza de Pall-Mol— en el fondo de un tonel metálico y depositó con mucho cuidado el sello de bronce a un costado. Acto seguido, Jaco introdujo seis gruesas pesas de plomo y tras cerrar herméticamente el recipiente, lo sellaron con un soplete, derritiendo todos los bordes de la tapa. Sólo después le colocaron una cadena todo alrededor. Indy giró el tonel hasta el lado de babor. Miró al Carutti y anunció: —Listo. Ya está todo preparado. El enano levantó un silbato que le colgaba del cuello y sopló de él. Al segundo, el macizo cuerpo de “Moby”, la orca, dio un espectacular salto fuera del agua; giró sobre su eje y se dejó caer de costado, salpicando a los tres hombres del barco. Indy sonrió. Carutti elevó sus brazos por encima de su desproporcionada cabeza e hizo ciertos movimientos con los dedos de su mano. El lenguaje gestual que la ballena conocía tan bien. —Entenderá esto perfectamente —dijo. La orca se acercó al barco. Asomó su brillosa cara negra y con sumo cuidado Indy le colocó en la boca uno de los extremos de la cadena que sujetaba el barril. Con un leve movimiento de mandíbulas, Moby lo aprisionó y esperó la orden. Titus organizó en el aire tres gestos, uno seguido del otro: “Llévalo-profundo-suéltalo”; y la orca obedeció. El barril se sumergió con la ballena y desapareció de la vista de todos. No dejó burbujas a su paso. Salió disparada hacia lo profundo a una velocidad increíble. Cuando Moby alcanzó los sesenta metros de profundidad, abrió los dientes y cumplió con la última parte del mandato. El barril siguió su viaje hacia el fondo. Un viaje largo, oscuro, hacia la más plena y quieta tranquilidad que podía encontrarse a 10.800 metros de profundidad; en la fosa marina más honda de todo el planeta. —Espero que hayamos hechos lo correcto, Indy —dijo Titus observando el océano. —También lo espero… —De ese modo la muerte de Stables habrá valido la pena. Indy se ajustó el sombrero fedora y permaneció en silencio. La imagen del “pordiosero de Boston” se le representó en su mente. “Seguro que valió la pena”, pensó. A
pesar de todo, el mundo y la humanidad se merecían otra oportunidad. FIN
Fernando
Jorge Soto Roland Profesor
en Historia, escritor, explorador.
Nació en Buenos Aires el 16 de marzo de 1963. Durante más de veinte años residió en Mar de Plata, República Argentina, instalándose finalmente en su ciudad natal a partir del año 2002. Se graduó con honores como Profesor en Historia en la Facultad de Humanidades de la UNMdP y ejerce su labor profesional en el ámbito universitario y secundario desde 1992. Es autor de numerosos libros, artículos y ensayos tanto en Argentina como en el extranjero; editando en 1997 su primer trabajo, Visitantes de la Noche, en el que describe y analiza una de las expresiones más desarrolladas y perdurables del imaginario de la cultura occidental: la creencia en fantasmas. Siguiendo esta línea, abordó el tema de los exploradores y las exploraciones durante el siglo XIX; publicando “Aproximación al imaginario de los exploradores durante la Era del Imperio (1875-1914)”, en donde investiga profundamente la postura occidental frente a “los Otros”, a partir del análisis de una novela ejemplar para dicho caso: El Mundo Perdido de Sir Arthur Conan Doyle. Asiduo viajero y explorador “con bajo presupuesto” (como él mismo gusta llamarse) es un enamorado de la cultura incaica y ha realizado numerosos viajes al Perú, entablando amistad con grandes arqueólogos y exploradores del medio. Amante de la exploración y la aventura, organizó y dirigió en 1998 una expedición por la cuenca amazónica peruana, en pos de las ruinas de Vilcabamba “La Vieja”, la última capital de los incas (de la que ha publicado un libro); y desde hace más de una década se encuentra abocado al estudio y búsqueda de la legendaria ciudad perdida del Paititi (que, según él mismo dice, “se ha convertido en una obsesión”). Adepto al jazz, a Frank Sinatra y Bobby Darin, a la escritura y la lectura, disfruta de los contrastes que le producen ambientes tan disímiles como lo son las aulas y la selvas sudamericanas. Amante de su profesión, de sus hijos (Rodrigo y Florencia) está siempre a la espera de calzarse la mochila y partir tras las huellas del imaginario colectivo que, quizás algún día, lo lleven ante las puertas de su tan romántica ciudad perdida; ya que “la esperanza siempre es mucho más fuerte que la experiencia” (FJSR). (sotopaikikin@hotmail.com) |
INDICE Dedicatoria.....................................................4 Prólogo………………………........................……………...5 El Sello…………..........................………………………….10 El Cónclave……………........................………………..…25 Un Arsenal Interesante…..................…………….……34 Un Hombre de pocas pulgas….................……………43 “Perdón número equivocado”...............………….….56 Vagabundos………………….........................……….…65 La Cueva del Topo……………..................…….……..77 Marhma-Dool………………………….....................…...88 Ensoñaciones…………………………........................121 Convivencia Pacífica…………………..................….133 La Plaga……………………….....................……….....140 El Enemigo de mis enemigos…................……….156 Un Hombre tenaz……………….................………...167 El Mundo es un Pañuelo……..............…………....186 Lluvia de Patadas…………................……..……….193 Titus………………………….....................…..…….…199 La Hora del búho………..................…………..….214 Click…Click……………....................………………..228 Enmiendas……………..................…………………..240 Lenguas…………………..................…………….….247 La ciudad de las Sombras……...............……..233 La Comisión……………….................…………..…243 Caravana………………..................……………….272 Nut-Shin.Tols…………..............……………….…281 La capacidad de inspirar miedo……......…….302 La Ira Divina………………...............……………302 Epílogo………………….................………….……318 El Autor…………………..............…………...….322 Índice……………………...................………….325. |
Referencias: [1] Véase: Blanck, Campbell, Los cazadores del Arca Perdida, Editorial Planeta, Barcelona, 1981. [2] Véase: Soto Roland, Fernando Jorge, Indiana Jones y el cetro sagrado de los Incas en www.indyesp.net [3] Véase: Soto Roland, Fernando Jorge, Indiana Jones y la tribu de la Oscuridad en www.indyesp.net |
Fernando
Jorge Soto Roland
Profesor en Historia
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