El Hotel Continental
La mansión de invierno
Empedrado, Provincia de Corrientes

por Fernando Jorge Soto Roland

sotopaikikin@hotmail.com

“¿Y qué es, acaso la memoria
sino una gran mentira?”
Julio Llamazares, La Lluvia Amarilla, p. 43.

Desconocida. Aislada. Olvidada. Tragada por la vegetación. Decadente reflejo de una decadencia más antigua; centenaria, oligárquica.

Ensueño de un país que muy pocos disfrutaron. De una Argentina europeizada que hablaba inglés y francés para diferenciarse del resto de Latinoamérica, con la que nunca se sintió identificada.

Arquitectura extraña en un paisaje mesopotámico, correntino, ajeno históricamente al camandulero universo venido del otro lado del océano. Y, aún así, allí, en un pueblito olvidado a la vera de lo que ellos llamaban “Progreso”, levantaron un hotel imponente, anacrónico, descontextualizado; que por muy poco tiempo pretendió congregar a “crema” del país durante los meses de invierno. Fríos, húmedos, insalubres en el lejano Buenos Aires.
 

Continental.

Así bautizaron al hotel que haría las veces de foco, de ombligo, desde el que se iba a desarrollar un centro urbano, una ciudad de invierno que asegurara, en los meses más gélidos, un ambiente distendido, templado, lujoso, para todo aquel que pudiera pagarlo.

Un hotel.

Otro hotel.

Parecería que en ellos existiera una especie de voluntad demiúrgica. Un deseo de creación. Un intento casi mítico de originar algo nuevo en un espacio caótico.

Y lo consiguieron. Pero por poco tiempo. Sólo tres meses. Noventa días. Después, el hotel cerró y el proyecto de una ciudad satélite del mismo se esfumó.

Pésimo mito.

Es que los dioses creadores no eran dioses, sino hombres que se sentían dioses.

Creyeron que lo podían todo. Que la fuerza de la voluntad y de sus caprichos, de la palabra, acompañada por la pujanza casi infinita de sus billeteras, era suficiente.

Pero no bastó.

No bastó porque no eran dioses y porque la prosapia, el apellido y las estancias que engalanaban sus nombres, eran insuficientes.

Porque los dioses no existen. No existieron nunca.

 

Porque se la creyeron, sin serlo.

Aún así, armaron y desarmaron. Ejercieron la fuerza que les dio el dinero.

Entonces, levantaron un edificio de ensueño. De cuatro pisos, dos subsuelos, salones, casino y habitaciones de lujo para más de 150 personas. Lo dotaron de calidad, de tecnología, de cristalería fina, maderas y mobiliario importado. Lo mejor de aquella época. Pero cuando vieron que el negocio “no iba” cerraron todo. Empacaron todo. Casi todo.

Y se fueron.

Y ahí quedó la promesa de los dioses.

Sola, abandonada. Cercada por la naturaleza, que no tardó en recolonizar lo que arquitectos y obreros le habían quitado.

Volvieron a ganar las plantas, las enredaderas, el musgo.

Y el sueño de los señores se agrietó. Las rajaduras crecieron. Las paredes y los techos se vinieron abajo.

 

Entonces, varios años después de haber sido construido, el Hotel Continental fue demolido. No del todo. Parcialmente. Algo quedó en pie, como testimonio concreto de un sueño que dejó de ser sueño y se transformó en una pesadilla; en orgullo vencido. En vergüenza. En el pálido reflejo de la inmoralidad económica y financiera de unos pocos. En un montón de dinero tirado a la basura o a la naturaleza.

En la ruinas, hoy solitarias e invadidas del viejo Hotel Continental, el tiempo se detuvo. La angustia de la decadencia imaginada ya no existe, porque todo es ya decadencia; y un débil recuerdo lejano, sostenido por escasísimos ancianos, es lo único que puede darle a la Mansión de Invierno una etérea existencia en las cavidades cada vez más oscuras de la memoria.

Las paredes residuales del hotel que, como un anacrónico templo maya, se asoman por entre las ramas de la insurrecta selva correntina, simulan los epitafios de recuerdos y sueños egoístas, inhumados en una floresta que hoy, sin proponérselo, le otorga un barniz de decadente romanticismo.

Esa mansión hecha trizas encarna un tránsito sin retorno hacia el pasado.

En sus irregulares, ásperos y erráticos senderos de yuyos y lianas no es posible el futuro. Sólo una memoria fantasmal, maleable, acaso ficticia y temblorosa, hace que la otrora muestra del “Progreso” y el “Orden” de aquella clase hegemónica sea hoy un débil reflejo, acosado por la selva y la humedad del río cercano.

Tras casi 100 años, el Hotel Continental ya no vive en la memoria de nadie. Todos han muerto. Ni sobrevivientes quedan de aquel único invierno en el que la mansión empezó a pudrirse lenta e inexorablemente.

Desde ese día el tiempo transcurrió cada vez con mayor lentitud y llegó una hora en la que, sin que nadie lo midiera, se detuvo sepultado por el bosque, que del devenir no entiende nada.

Entonces sí se convirtió en un lugar abandonado.

Cansado.

Sin necesidades ni deseos.

 

Escenario de siestas silenciosas, que nadie duerme, las ruinas del Hotel Continental invitan a pensar en lo fuimos. En lo que seremos. Tal vez por eso muchos se aterran y prefieren no recorrerlo. Olvidarlo. Hacerlo al margen de la ilusión que es la vida, evitando el horror. Ese mismo horror del que tan bien nos habló Joseph Conrad.

Entonces, lo evitamos. Apretamos los párpados para no verlo. Porque tomar conciencia del Continental y su Ciudad de Invierno implica explorar una época que nos la pintaron de dorado.

Y era dorada, sí, pero para ellos. Para los que se creían dueños del país, sin serlo.

El Continental, o lo que queda de él, es la helada aceptación de una derrota. Una batalla perdida; ganada por el moho y la humedad del Paraná cercano.

Roído en silencio durante casi una centuria, sus despojos luchan contra las garras negras del musgo y las raíces, que trepan, aprisionan, desgarran, como si fueran boas gigantescas dispuestas a engullirse una presa enorme que, a la postre, terminará siendo digerida.

Dicen que el hotel y sus anexos fueron escenarios de suicidios. De pésimos jugadores que el antiguo casino desplumó, perdiéndolo todo y arrastrándolos a la desesperación. A la muerte inducida por un tiro en la cabeza.

Cuentan también que durante su construcción, antes de 1913, casi un centenar de obreros fallecieron trabajando en él. Sendos accidentes de los que nadie, seguramente, respondió. De esos muertos ya no quedan ni sus nombres. Y sus tumbas anónimas son hoy oscuras oquedades que no rememoran nada. Es como si nunca hubieran existido.

Así todo, hay relatos que murmuran que regresan todas las noches a las ruinas, cuando ni los pájaros habitan sus muros carcomidos. Son fantasmas inútiles que a nadie espantan. Ya es demasiado tarde para ello. Incluso para asustarse de las almas en pena que recorren las ruinas del Continental.

Ni la sombra del miedo se proyecta ya en esa selva correntina. Ningún temor. Ningún humano.

Oropel falso.
Cartón pintado.
Sólo el olvido y la ausencia.

Nota:
Conozca más sobre la incompleta historia de este lugar leyendo los siguientes artículos de la Web:
http://www.histarmar.com.ar/HYAMNEWS/HyamNews2004/HY61-04MansionInvierno.htm
http://es.wikipedia.org/wiki/Mansi%C3%B3n_de_Invierno_(Empedrado,_Corrientes)
http://www.megalatinafm.com.ar/noticias/noticia.php?id=2081
http://www.arteencorrientes.com/tesoros_mansion.php
http://marisa-corrientes.blogspot.com/2011/01/mansion-de-invierno-empedrado.html
http://www.youtube.com/watch?v=grW1JM7nOqs

por Fernando Jorge Soto Roland

Profesor en Historia por la Universidad Nacional de Mar del Plata

diciembre de 2011

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