El
globo |
La cara de Santiago Rivera estaba cortada por la mitad. La luz
proveniente del alumbrado público sobre la avenida Comandante Luis
Piedrabuena producía un raro reflejo sobre su quijada y se acentuaban, así,
sus rasgos más simiescos. El juego de luz y penumbra aportaba a su
fisonomía un efecto grotesco que era incrementado por la ropa de fajina
color gris y la postura encorvada sobre la barandilla. Había dejado
descansar sobre el paredón de concreto, reclinado, su fusil FAL y ahora
se disponía a retirar de su cartuchera de cuero negro la pistola calibre
45 para echarle un vistazo. Estaba aburrido aquella noche de abril de 1982 y ya había bostezado
demasiado. Miró a su compañero de guardia y estiró el cuello,
provocando un desperezo ruidoso y prolongado. Cuando terminó de alargar
los brazos articuló: —¡Qué ganas de tomar unos mates, compadre! Juan Martín lo observaba con aire despreocupado. Cada tanto, consultaba
de reojo el reloj. Los minutos pasaban lentamente esa madrugada. Sólo el
consuelo de que le faltaban dos días para terminar con el servicio, lo
mantenía despierto y atento. El negro Rivera volvió a la carga con su acostumbrada socarronería: —¡Compadre, compadre, la concha de tu madre! ¡Qué embole, Juancito! El muchacho no soportaba realmente al cabo. Esa noche se habían
distribuido las guardias y ambos habían sido destinados a formar parte
del “Escuadrón Alfa”, que vigilaría el sector de Punta Médanos.
Algunos de sus compañeros habían sido asignados a patrullar las playas
de un extremo a otro, en un ridículo ejercicio de infantería. Si hubiera
tenido la facultad de decidir, Juan Martín habría preferido esa tarea.
Por el contrario, debía permanecer toda la jornada en una plataforma de
metal, en la cima de uno de los globos de Gas del Estado. El último contacto con el “oficial de enlace” había sido a las doce
de la noche. El relevo se efectuaría recién a las seis de la mañana. Era una noche oscura y sin luna. Apenas se divisaban algunas apagadas
estrellas en el firmamento. Los vehículos blindados y las pesadas baterías
de artillería habían desfilado por la avenida alrededor de las 23 horas.
Los viejos cañones livianos Oerlington de 20 mm y un pesado Skoda habían
sido conducidos rumbo a las costas de San Antonio para organizar la
defensa antiaérea de la zona. Poco después, los camiones con misiles
“Tiger-cat” se estacionaron cerca del balneario Estrella de Mar en el
límite con la playa Las Toscas. El Comando de Agrupación de Artillería de Defensa Aérea 702 y el Grupo de
Artillería de Defensa Aérea 405 fijaban la organización
operativa ante un posible ataque de los británicos. Rivera tampoco estaba conforme con el destino asignado y entonces se
dedicaba a alterar la paciencia de su compañero, como lo hacía con los
muchachos más jóvenes desde largo tiempo atrás. Oriundo de la provincia de Entre Ríos, había llegado a Bahía Blanca en
1978 para trabajar en el rubro gastronómico. Luego de una corta
experiencia en los barsitos de la Peatonal , se empleó como peón de albañilería;
ocupación que tampoco ejercitó por mucho tiempo. Lo cierto era que
Rivera se sentía insuflado de un extraño poder para ofender y provocar a
toda persona que se le cruzara en el camino. La milicia fue el lugar que
lo recibió con los brazos abiertos, luego de su conscripción en la base
naval de Ingeniero White. Ya llevaba cinco años en el ejército y ostentaba, desde tan sólo uno,
el cargo de cabo primero. De corto y muy limitado ingenio, Rivera era un
complemento perfecto del accionar operativo de los sargentos. Su tarea
consistía básicamente en alterar el espíritu natural y tranquilo de los
nuevos conscriptos para desarrollar en ellos el verdadero temple del
soldado profesional. La estrategia de este adoctrinamiento consistía en
molestar, insultar y repartir absurdas y descabelladas órdenes hasta
desesperar el ánimo del soldado. Y lo cierto era que le había tomado el
gusto a su ocupación. Lo hacía sentir importante. Estaba orgulloso de su
nuevo cargo y se divertía a costa del sufrimiento de los demás. El círculo
se cerraba y su vida tenía una paupérrima lógica. Juan Martín regresaba en esos instantes de completar el trayecto de una
pasarela, desde la cima del globo hasta uno de los niveles que bordeaba la
inmensa pelota de acero como si fuera un trópico. Burlón y eructando, Rivera interrogó al conscripto: —¿Sabés qué estaba
pensando, muchacho? ¿Cómo la estarán pasando allá en Malvinas? Me
hubiera gustado ser embarcado para las islas... ¡Tengo los huevos bien
puestos para defender a la patria, hijo! La denominación de “hijo” era maliciosa de su parte, pues delataba
la intención de continuar el insulto. Juan Martín ya no soportó las
injuriosas indirectas y exclamó: —¡ No soy “hijo” tuyo, negro de mierda! Sus palabras resonaron con un dejo de temor. Al cabo de unos segundos,
comenzó a arrepentirse de haberle hablado así a su superior. Rivera miraba el oscuro horizonte marino y no pareció prestarle atención
al muchacho. Se escarbó la oreja con una de sus largas y barrosas uñas y
dijo: —Después de todo no sos tan mansito como yo creía. Me parece bien que
te defiendas. No te dejes mojar la oreja por nadie. ¿Entendés lo que te
digo? Juan Martín se sintió algo más reconfortado por esa insospechada
actitud del cabo pero seguía a la defensiva. Sabía que el negro no dejaría
de molestarlo y la noche era por demás larga. Sin embargo se animó a
conversar un poco más con su compañero de guardia. Algunas tanquetas pasaron vertiginosamente rumbo a las playas del sur.
Dos o tres camiones saludaron con juego de luces y esporádicos bocinazos.
Luego la pasmosa calma de la madrugada lo invadió todo nuevamente. El cabo se encerró en sí mismo durante unos cuantos minutos. Estaba
ausente. El mutismo de Rivera era normal; todos conocían esas lagunas del
“gorila”, como lo apodaban en la fuerza. Al cabo de un rato, encendió un cigarrillo, y sin convidar siquiera, le
habló a su compañero mirando el horizonte: —Ninguno de los dos pedimos estar juntos. ¿Correcto? No tengo nada en
contra tuyo y sólo cumplo órdenes del Comando. ¿Correcto? Estamos en un
punto estratégico, muchacho: las reservas energéticas de la ciudad. Juan Martín se animó a acotar: —Por eso mismo me pregunto qué podemos llegar a hacer nosotros dos,
parados acá arriba como momias, si
los ingleses desembarcaran allá en la playa. Rivera pegó un brinco y explicó: —¡Pero hombre, empezamos con esto y después continuamos con esto!
—contestó mientras le mostraba a Juan Martín sus armas. —Negro... en serio... ¿vos pensás lo que decís? El cabo lo miró con cierto desconcierto en sus ojos. —Estamos arriba de un globo de gas de millones de metros cúbicos y ni
siquiera tenemos largavistas para inspeccionar el entorno de la playa
—argumentaba el joven. —¡Para eso están los comandos de infantería, qué carajo!
—justificaba el cabo. En un tono de confianza aclaró el muchacho: —¡No seas boludo, negro! Pensá un segundo. Con un misil así de
chiquito que impacte en cualquier lugar de esta pelota, y nosotros volamos
por los aires. Rivera pareció comprender el razonamiento de su compañero y se disgustó
por ello. No tenía la lucidez mental para poder entender que había gente
en el mundo que pensaba sin la fabulosa propaganda nacionalista, la cual
lo hacía sentirse tan seguro. Era en realidad un “patriota de café”. Como en los viejos tiempos de
la Confederacion cuando don Justo José de Urquiza arengaba a sus paisanos
y formaba su tropa personal, a Rivera hubiera gustado enfrentar a los
ingleses cuerpo a cuerpo, con unas cuantas copas de vino tinto encima, y
pelearlos “a cuchillo”, si era necesario. Juan Martín no intentaba convencerlo de la arrogante y alocada aventura
militar argentina pero tampoco tenía por qué callar su opinión ante las
“flamantes” deducciones del cabo. El clima de la conversación se hizo tenso. El conscripto optó por
escuchar las necedades del negro Rivera y contemplar el reloj una y otra
vez. —¡Ustedes, los pendejos universitarios, no saben obedecer! ¡Yo aprendí
a obedecer acá adentro! Y mirá —gritaba mientras se tocaba el pecho
con la palma de la mano y golpeaba con fuerza el icono bordado que
simbolizaba su cargo—, mirá lo que gané en recompensa. ¡Soy un
oficial del ejército argentino, carajo! —No sos oficial. Los oficiales estudian. A vos te conchabaron, que es
muy distinto —aclaraba en tono bajo Juan Martín sin medir las
consecuencias de sus palabras. Pasaban lentamente los minutos del estéril coloquio. El cabo carecía de habilidad para proseguir el hilo normal de una
conversación. Cuando algo no era comprendido, su mente recurría a un
punto ya abordado y lo actualizaba: —Bueno, bueno! ¡Pará!¡Pará! ¿Qué dijiste vos del Fondo Patriótico? —Para mí es un curro más de los milicos para sacarle a la gente lo
poco que tiene! —explicó el soldado. El negro se arrojó sobre su compañero y le tomó con los puños la
chaqueta hasta estrujarla a la altura del cuello. Juan Martín empezó allí
a temerle de verdad. —Mi cuñado hizo un asadito en beneficio del Fondo y entregó todo a la
delegación. ¡No lo vas a tratar de chorro a mi cuñado, hijo de puta! Rivera salió disparado hacia uno de los costados. La guardia había
tomado otro carisma a partir de ese momento. No hablaron más por espacio de casi una hora. Las 2:30 de la madrugada. Juan Martín ya no resistía más y pidió permiso para orinar. Rivera no
parecía escuchar el reclamo. El soldado insistía hasta que fue respondido: —Vos, tagarna, no te orinas a menos que una bala inglesa
te haga mojar los pantalones de puro cagón nomás... Si querés
mear, te hacés encima pero no descuidás la posición un segundo... ¿Soy
claro, soldado? Era una provocación más de las acostumbradas; sólo que esta vez se
pasaba de la raya. Rivera había comenzado su propia guerra en el casquete
del globo. Pasaron varios minutos. El soldado ya no resistía más el dolor en la vejiga. Estaba obligado
por un demente a orinarse encima. Finalmente, el caluroso líquido inundó sus pantalones mientras Rivera
reía acaloradamente: —Mirá como se hace “pipi” el zurdito éste —vociferaba. Rojo de vergüenza y cólera, Juan Martín seguía apuntando a la nada su
FAL según las instrucciones precisas de su superior. ¡Sólo dos días y
todo terminaría! La madrugada parecía no avanzar. Una sombra verde se movió en dirección a la plataforma del globo. Se
detuvo a una distancia prudencial de las bases y levantó un brazo. Accionó
entonces la linterna que portaba y produjo tres encendidos breves. —Se supone que si todo está en calma son cinco encendidos—explicó
el cabo—. ¡No respondas! ¡La contraseña no está efectuada como
corresponde! Juan Martín miraba al soldado apostado allí abajo que aguardaba el
cambio de señales. —¡Vamos a hacer las cosas bien, mierda! ¡Es lo único que tenemos que
hacer! —indicó el cabo violentamente. El soldado volvió a encender la linterna de la misma manera que lo había
hecho instantes antes. Nada respondían desde arriba. Cansado de mirar a la cima, decidió gritar: —¡¿Mensaje comprendido, centinela?!¡Procedo a informar al puesto de
enlace!¡Buenas noches! Rivera bajó las escaleras como un rayo. Enfurecido y fuera de sí,
discutió acaloradamente con el conscripto sobre el uso adecuado de los
faros y procedió a instruirlo en el manejo de los mismos. El pobre
soldado no tenía noción de lo que el cabo le decía y en medio de la
tranquilidad nocturna soportaba las imprecaciones con afabilidad. Cuando Rivera terminó, el soldado se perdió entre los matorrales. —¡Hay un enemigo allá afuera! ¡Los códigos son importantes y se los
toman para la joda! ¡El pelotudo delató nuestra posición y las
coordenadas de vigía! Se puede reconstruir en segundos el periplo de
enlace y nos deja expuestos a un objetivo seguro para los ingleses
—rezongaba el cabo en voz alta. —Los ingleses están bien lejos de Bahía Blanca. No hay interés
estratégico en tomar la ciudad. Aflojá con la paranoia. En todo caso, el
objetivo sería el globo... Lo vuelan y listo —comentó Juan Martín. Las 3:16 de la mañana. El muchacho ya no soportaba los brabuconadas de su superior. Estaba cansado, sucio y se sentía un idiota. Rivera, por su parte, se daba manija y hacía la guerra con las palabras: —¡No se toman en serio el conflicto! Les falta huevos y sentido del
deber para respetar la cadena de mando. Escucháme bien,
el ejército argentino no puede ser profesional con boludos como
ustedes. ¡Escucháme cuando te hablo! —¿Acaso creés que Argentina va a ganar este despelote? ¡Qué caro
nos va a costar esta aventura! —respondía Juan Martín indignado. Las palabras del conscripto enervaron la frágil cordura del cabo. Giró
su cuerpo y pareció encaramarse con saña sobre el soldado: —¡Calláte, universitario, zurdito! ¡Calláte, bolche de café! La
limpieza que hemos hecho los militares era una exigencia de la patria.
Pero te escucho y me parece que nos quedamos cortos. —Es increíble que justifiques el genocidio —se lamentaba Juan Martín
ante las descabelladas ideas del cabo. —¡Te guste o no te guste —continuaba éste—, hicimos un buen
trabajo y les vamos a meter los cañones en el culo a la Thatcher. Vos te
cagás en la institución pero yo estoy orgulloso de pertenecer a ella. Orinado y humillado sin razón, el conscripto fue obligado a recorrer el
perímetro del globo una vez más. Faltaban tres horas todavía para el
relevo. Parecía una eternidad. Las burlas que tendría que soportar al día
siguiente no lo intranquilizaban. En dos días más, toda esa pesadilla
habría terminado. Bajó las escaleras hasta el nivel 2 y comenzó a realizar la ronda. Las
suelas de sus botas marcaban acompasados sonidos metálicos en sus choques
con la rejilla de hierro. De pronto, unos golpes leves resonaron bajo sus pies sin poder explicar
la procedencia. Se agachó a inspeccionar el suelo de la explanada; pero
no había cadenas ni tuercas que estuvieran flojas o a punto de
desquiciarse. Se incorporó nuevamente para proseguir cuando los golpes fueron más
claros y contundentes. Al parecer y de manera inexplicable, algo retumbaba
en el interior del globo. Consideró que podría ser el normal sonido de
la presión gaseosa o el acostumbrabo juego de contracción y dilatación
de las planchas metálicas que formaban su carcasa. Se tranquilizó y pensó que todo estaba en orden. No era posible que el
globo explotara por la presión interna... Pero en Argentina suelen
ocurrir este tipo de desgracias. El incidente de los silos
apareció de improviso en su memoria. Todo era posible. En esa
oportunidad, la falta de ventilación hizo que los gases producidos por la
fermentación de los cereales ocasionara la tragedia. Corrió a informarle a Rivera. Avanzó unos metros y se detuvo. ¡Qué extraño! ¡No era lógico! Los golpes que producía la supuesta presión gaseosa se parecían ahora
a un mensaje cifrado en código Morse. Los redobles sobre el acero eran
letras claras... Demasiada coincidencia o... ¡Se formó una palabra! Se asustó y reinició la carrera. Cuando el cabo lo vio, empezó a regañarlo. No había completado el
trayecto. En castigo, lo haría tres veces más. —¡Acompañáme a revisar ese sector! ¡Creo que hay una llamada de
auxilio! —indicó alarmado. Rivera no creyó ni una palabra del soldado y le propinó una patada en
el trasero para que iniciara la ronda de una vez. —Si no me obedecés, zurdito, te tiro adentro del globo. ¿Me oís? Los gritos del “gorila” se propagaban por el aire fresco de la noche Mientras tanto, el mensaje del interior era claro. —A-B-R-A-N—urgía algo encerrado en la esfera—. E-S-C-O-T-I-L-L-A
–S-U-P-E-R-IO-R-. Los redobles insistieron varias veces más y cesaron. Juan Martin terminó la serie de tres recorridos y se sentó sobre la
plataforma. Rivera lo miró con sorna y una mueca de placer invadió su
semblante. Estaba satisfecho esa noche. Tenía un motivo para justificar
su presencia en la cúspide del globo cuando dijo: —No... si conmigo van a
aprender lo que es la milicia. ¡Vas a obedecer, zurdito!— mencionó el
cabo. Juan Martín tiró el FAL al suelo, desafiándolo, y amagó con descender
la plataforma. Pero una mano pesada de Rivera detuvo sus movimientos. —¡Y ahora date vuelta que te voy a poner las esposas por desacato a la
autoridad! Mañana vamos a hacer el sumario correspondiente. ¡Te voy a
cagar la salida, pendejo! —balbuceó el cabo mientras reía con bronca
y se agitaba—. ¡Te vas a ir cuando yo quiera! Discutieron y se insultaron con vehemencia. Rivera, deseoso por pelear la guerra desde el balneario, abofeteó sin
ningún motivo al soldado, quien cayó de espaldas contra la baranda. Éste
se arrojó a su vez sobre su superior e intentó derribarlo con un tope de
cabeza sobre el estómago. Pero Rivera era una roca y pronto se deshizo
del pequeño cuerpo de su contrincante. Con facilidad, lo hizo girar de
espaldas, lo aprisionó contra su pecho y le retorció el brazo hasta
hacerlo gritar. El muchacho se encorvó de dolor mientras el cabo le colocaba las esposas
en una de las muñecas. Luego lo arrojó al suelo y conectó el grillete a
un poste. Fue entonces cuando las señales de auxilio se escucharon con mayor
insolencia y resonaron en todo el globo. —¿Qué fue eso? ¡Por Dios! —Te dije que el globo tiene algo. El gas está presurisado allí dentro
y algo anda mal. —Bueno, calláte y dejáme escuchar. Rivera prestaba más atención a los sonidos. Interceptó el mensaje en
Morse y exclamó: —¡Carajo! ¡Hay una persona allí dentro que intenta comunicarse!¡Hay
que buscar la escotilla! El cabo salió corriendo rumbo a la parte más alta de la plataforma. En
la cima del globo y debajo de las estribaciones de la pasarela descubrió
una prolongación de ésta en forma de pinza o aguja plegable. Pensó en
descender pero estaba algo peligroso. Lo consideró un instante y decidió
utilizar a su prisionero. Regresó por Juan Martín, destrabó las esposas
y lo arrastró hasta el lugar. —¡Vení, vení, boludito! Hacé algo por la patria, pendejo. Bajá
hasta allí y fijáte qué es ese hoyo
pintado de azul. —Yo no voy hasta allá. No tengo el equilibrio suficiente. Si me
resbalo, me deslizaré por el globo hasta abajo. El cabo zarandeó el cuerpo del muchacho hasta colocarlo en el borde
mismo de la escalera. Por un segundo Juan Martín pensó que sería
arrojado y comprendió que estaba a merced del lunático. Acto seguido, Rivera sacó la pistola y la apoyó sobre la sien del
joven. Estaba fuera de sí y no era prudente desobedecerlo. El conscripto desistió de su negativa y adoptó una postura complaciente
con las directivas. Llenó de aire sus pulmones para darse ánimo y
principió el descenso. Bajó como pudo y comprobó que era una escotilla precintada con dos
candados y un orificio para colocar una llave maestra. Estuvo por espacio
de uno cinco minutos hasta que fue llamado por su superior. Los impactos en clave se sucedían constantemente alternando su
intensidad. —No hay forma de abrir la escotilla, ni siquiera haciendo palanca
—comentaba el conscripto mientras ascendía nuevamente y pedía la mano
del cabo para poder volver a la plataforma. Una vez de regreso, en la tarima, Juan Martín volvió a ser esposado al
barrote. —Es ridículo todo esto, Santiago —habló con tono franco—.
Abandonemos la posición e informemos. —No discuto con detenidos —dijo Rivera en un incomprensible apego al
reglamento. Una estridencia silbante recorría el casquete de la esfera. El sonido de
los golpes repitiendo el mismo mensaje viajaba de un extremo a otro de la
circunferencia. La presión de los gases se había descontrolado o había
algo más allí dentro. Los golpes se recrudecieron. Un temblor recorría los hierros de todo el
esqueleto. Ya no tenía sentido permanecer más tiempo allí arriba. —Vos te quedás acá mientras yo voy a dar aviso —ordenó Rivera sin
mirar atrás. La locura de Juan Martín explotó: —¡Hijo de puta! ¡Sacáme las esposas, hijo de puta! Pero Rivera no escuchaba las desenfrenadas razones del soldado y comenzó
la huida sin su compañero. —¡A-B-R-A-N! —insistían los golpazos internos con vehemencia y
contundente estremecimiento de la estructura. Todo el armazón del puente y las escaleras empezaban a ceder ante la
presión que la esfera ejercía. El globo todo se derrumbaría de un
momento a otro. Rivera alcanzó a bajar un nivel aferrándose al pasamano, que parecía
ceder ante cada puñetazo en la cara interna del globo. Descendió
apresurado y pisó mal uno de los escalones. Todo su pesado cuerpo rodó
hasta estrellarse contra el parapeto más débil de la pasarela. Unos
tornillos oxidados por la brisa marina no resistieron la presión del
cuerpo en la caída y la malla metálica que oficiaba de piso cedió automáticamente.
Rivera intentó sujetarse de sus puntas pero éstas eran muy filosas y
puntiagudas. Por unos instantes, el cabo quedó suspendido en el aire sin
posibilidad de impulsarse con las piernas. Sus extremidades no alcanzaban
la superficie cóncava de la mole esférica. Los cables abrieron pronto la carne de sus palmas; y cuando el dolor fue
irresistible, éstas se soltaron. El cuerpo se precipitó al vació en una
caída de casi treinta metros. Los reveses cesaron al poco tiempo. Hacia las seis menos diez de la mañana, la patrulla abrió los cercos de
alambre e ingresó en el predio. El cuerpo del cabo estaba sobre el césped, sin vida. De su cuello roto
la sangre coagulada formaba un pequeño reguero que la tierra había
absorbido en las últimas horas. El oficial de enlace y los relevos corrieron a revisar el cadáver.
Inquietos por el hallazgo, ascendieron por las escaleras en busca del
segundo centinela. Juan Martín, esposado a uno de los barrotes, se encontraba con la cabeza
recostada sobre sus rodillas, en actitud de convalecencia o reposo. Cuando
escuchó los pasos de los guardias, levantó la vista perdida e intentó
incorporarse. Los soldados destrabaron el cerrojo de los grilletes y ayudaron a
levantarlo en andas. Uno de ellos le preguntó: —¿Qué pasó con Rivera? ¿Cómo se cayó? Pero Juan Martín no atendía a las preguntas que le formulaban. |
Cuentos bizarros - Tomo II
Fernando
Jorge Soto Roland y Carlos M. Ortiz
Email: sotopaikikin@hotmail.com
(Fernando Jorge Soto Roland)
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