Fantasía, magia, supersticiones y leyendas del mundo andino contemporáneo |
Introducción
Cuando en el mes de julio de 1998 me interné en las selvas de la cordillera de Vilcabamba, buscando los restos de la última capital de los incas tras la conquista ibérica, no pensé en encontrarme con una realidad “cotidiana” tan diferente a la mía, en sus aspectos más profundos. Aquellas jornadas de indagación y cansancio físico fueron mucho más que un mero traslado en el espacio y geografía del Perú. En cierto modo, a medida que avanzábamos por esos abruptos cerros tupidos de vegetación subtropical, no hacíamos más que adentrarnos en un universo cosmovisional distinto en el que las fronteras que separan la “realidad” de la “fantasía” se desdibujaban, pudiendo experimentar en carne propia una forma de ver y entender el mundo plagada de magia y, desde nuestro punto de vista occidental, irracionalismo sin par. Ingresábamos en el universo del indio y del mestizo andino; y allí muy pocas cosas se parecen a lo previamente conocido. El contacto con lo que nosotros denominamos “sobrenatural” se volvió “natural” y los esquemas mentales que heredamos del iluminismo dieciochesco encontraron fuertes competidores y oponentes, capaces de debilitarlos y transformar nuestras miradas del Cosmos en una observación claramente llena de romanticismo. Algunos
quizá piensen que nos dejamos influenciar por creencias y actitudes
religiosas (las andinas) vanas en sí mismas; o que permitimos que nuestro
sentido religioso se desviara hacia la superstición. Pero nada de ello es
cierto. Soy agnóstico, muy respetuoso de las todas las prácticas
religiosas y conciente de que es muy sencillo (y hasta diría,
reaccionario) caratular de supersticiosas las creencias que “otros”
juzgan fundadas, olvidando que éstas responden a necesidades que la
ortodoxia religiosa o científica no satisfacen. También tengo claro que
es muy difícil acceder a otro “sistema de referencias”
independientemente de sus relaciones con las doctrinas, paradigmas y prácticas
sustentadas por las fracciones dominantes de una comunidad (científica o
religiosa). Claramente es una lucha. Un combate que siempre existió y
existirá. Pero hagamos un esfuerzo intelectual y rescatemos la pequeña
cuota de tolerancia que aún nos queda para introducirnos en un mundo
—el andino— abandonando los prejuicios en los que nos formaron,
tratando de captar la validez, y hasta la poesía, que los herederos de
los incas actualizan cada vez que se relacionan con su entrono ecológico
y cotidiano. Dejemos algo bien claro de entrada: en el Perú las creencias y los rituales que se conservan desde los días del Tahuantinsuyu* (seguramente modificados en algunos aspectos formales) guardan íntima relación con la satisfacción de la subsistencia de los grupos domésticos o de las comunidades andinas en general. En función de esas creencias y rituales perciben, se conectan y actúan sobre el medio; de allí la necesidad de analizar el sistema de representaciones de esos individuos y grupos para poder conocer de qué forma realidad, necesidades y cosmovisión interactúan a la hora de observar cómo ideas y conceptos religiosos (o mágico-religiosos) se aplican a solucionar los problemas concretos de la vida. Desde la práctica de la adivinación hasta las relaciones que el hombre andino mantiene con la Pachamama, los apus, auquis, huacas y otras deidades muy bien definidas (algunas con un fuerte arraigo local), podemos ver gran parte del contexto sociocultural de esas comunidades. En cada uno de esos casos (de los que diremos algunas palabras más adelante) lo que se busca es resolver estados de preocupación o inseguridad producidos por las amenazas propias que soportan los países subdesarrollados y sectores marginales de la sociedad. Consecuentemente, esas creencias no sólo denuncian problemas reales que afligen a la gente sino que les permiten superar las crisis; aunque más no sea a nivel simbólico. Lo que no implica falta de efectividad a la hora de calmar angustias y dar soluciones a inconvenientes concretos. Veamos
una serie de ejemplos derivados de mi experiencia personal. El vuelo del Chamán
El
Cusco es una ciudad mágica, un lugar en donde el pasado y el presente se
mezclan de una forma muy difícil de describir con palabras. Allí están
los muros incas, con su majestuosidad e imponencia monolítica soportando
el peso de los siglos, de las invasiones y de los terremotos. Allí están
los restos de los palacios desde los cuales se controló gran parte de la
América del sur, antes que los españoles pusieran sus pies en estas
tierras. Hoy convertidos en hoteles, museos o restaurantes, esas
prestigiosas obras de la arquitectura precolombina siguen impactando y
admirando al más insensible de los viajeros. Cusco, el Ombligo del Mundo,
fundada, según reza el mito, hacia el año 1200 de nuestra era por los héroes
civilizadores más destacados de la genealogía incaica: Manco Cápac, el
primer soberano, y Mama Ocllo, su hermana y esposa. Basta con tener un
poco de imaginación, y dejarse llevar por los olores y claroscuros de sus
calles, para poder recrear el momento mismo de aquella fundación
trascendental, cuando Manco, tras apoyar su cetro de oro en lo que hoy es
la gran Plaza de Armas, lo vio desaparecer, como absorbido por la Madre
Tierra, en el fangoso suelo del valle, indicándole así el sitio exacto
en donde levantar la ciudad que fuera la capital de su imperio. Así se lo
había indicado el gran dios Viracocha, a orillas del lago Titicaca, y así
fue. Pero
junto a la escenografía quechua se yerguen, vigilantes y orgullosos, los
campanarios y torres de capillas e iglesias, atiborradas de una riqueza
barroca que ha sabido controlar y emocionar, durante los últimos
cuatrocientos años, la espiritualidad y esperanza de los cusqueños.
Ellas, junto con las señoriales casonas coloniales, son la otra cara del
Cusco mestizo, la cara híbrida de una ciudad que mezcló piedras y
culturas tan diferentes como la de incas y españoles. Se ha dicho que
todo el Cusco es un símbolo urbanístico de la conquista ibérica y, de
alguna manera, es cierto. Caminar por sus callejuelas, sorteando a los mil
y un vendedores ambulantes, que impregnan de olores indescifrables cada
rincón empedrado, es advertir la imposición de una cultura sobre otra,
de un olor sobre otro; porque no sólo son los adobes pintados de blanco,
las rejas y las tejas los que se sobreimprimen a los basamentos de fría
piedra incaica, sino que son también las voces, las comidas y la música
las que nos indican que estamos en una ciudad mitad española y mitad
incaica. Una por encima de la otra. Cusco
sigue siendo un centro sagrado para muchos. Nunca perdió su prestigio;
todo lo contrario, lo ha conservado en su gente, en sus tradiciones y en
el respeto que todavía le guardan los campesinos que llegan a él. Por
ello, si uno es atento y para bien
la oreja, todavía puede escuchar el saludo que se le brinda a la
vieja capital imperial: “Napaykukuykim
hatum K’osk’o” (“¡Oh, gran ciudad, yo te saludo!”). Repetí esa frase cuando, por cuarta vez, puse mis pies en tierra cusqueña. A
3.394 metros sobre el nivel del mar uno se siente extraño. El aire se
vuelve insuficiente, las piernas pesan toneladas y a la agitación
exagerada, de caminar sólo una cuadra, se le suma un punzante dolor de
nuca. Poco es lo que hace el mate de coca, que cortésmente ofrecen todos
los hoteles a los inadaptados turistas. La planta sagrada de los Andes se
vuelve inoperante, y por más que se tomen litros de aquella infusión
quechua, los efectos del soroche (el mal de las alturas) se dejarán sentir durante, por lo
menos, cuarenta y ocho horas. Para
nosotros, gringos, los inconvenientes del Cusco los constituyen sus
calles empinadas y el aire rarificado de la gran altitud. Cualquier
esfuerzo físico se traduce en un latir apresurado del corazón y en una
respiración jadeante, entrecortada, que obliga a detenerse a cada paso.
Incluso el gusto de los cigarrillos es distinto; supongo que eso se debe a
que el tabaco se quema de diferente manera que al nivel del mar. Por otra
parte, el fumar se vuelve una tarea que implica atención permanente, ya
que al menor descuido la brasa se apaga, dejándole a la boca un sabor
amargo, de consistencia pastosa y desagradable. Pero bastan dos días para
que el organismo se adapte a ese techo de América, generando la cantidad
necesaria de glóbulos rojos que permiten oxigenar adecuadamente cada centímetro
cuadrado del cuerpo. Cuando el físico entra en consonancia con la
naturaleza elevada de ese piso ecológico, recién ahí, puede uno empezar
a disfrutar plenamente de la maravillosa ciudad. El
Qosqo supo tener en la antigüedad la forma de un puma, ya que los incas
no eran ajenos a la tradición del culto al felino; animal mítico que
encuentra sus más profundas raíces en las primeras culturas del área
andina, como lo fueron Chavín de Huantar y Tiahuanaco. Y aunque para los
señores del Cusco el felino no fue tan importante como en las dos
culturas nombradas, el prestigio de la ciudad se tradujo en una
arquitectura, y en una planificación urbanística, virtual y sagrada que
tuvo al puma como principal personaje. La capital entera adquiría así un
carácter simbólico, religioso y mítico; una prueba más del arte
monumental de la América precolombina, y un evidente testimonio de que
nada era profano dentro de la cosmovisión incaica. Ni siquiera el
contorno de la gran urbe, o las montañas que la rodeaban. Efectivamente,
todo el Cusco está cercado por Dioses. Son los Apu,
los Señores de las
Montañas, los espíritus protectores de los cerros que no faltan en
ninguna comunidad de la región de la Sierra. A ellos se les rinde
homenaje y ceremonia; se los respeta y se les habla como a seres vivos. En
ocasiones reciben “pagos”,
es decir, ofrendas, para que, en actos de dadivosa reciprocidad, les
restituyan al hombre devoto sus actos de fe sincrética, con buenas
cosechas, fertilidad y generosa procreación de los ganados. Cada
Apu tiene jurisdicción sobre determinados espacios y, como bien señala
Jorge A. Flores Ochoa, “sus alcances están en relación con su
importancia jerárquica, en cierto modo condicionadas por su elevación
con las cumbres circunvecinas” [1].
En ellos, la vieja y la nueva fe (la prehispánica y la católica) entran
en simbiosis, se mezclan, mostrando la clara resistencia y continuidad de
las creencias andinas. El culto a las alturas, tan común entre los incas,
se mantiene vivo, actuante; incluso en la imaginería cristiana, que no
dudó en representar a la Virgen con el contorno piramidal de muchos
cerros[2].
Excelente táctica para trasladar la fe aborigen de la antigua a la nueva
religión. Desde
el Cusco es posible distinguir, por lo menos, cinco grandes Apu, vigías
permanentes de la egregia capital. En
primer lugar, y con dirección Norte, puede observarse el imponente y
blanco nevado de Salcantay. En segundo término, y con orientación Sur,
se levantan las sagradas laderas del Apu Ausangate, en las que,
anualmente, se practica una de las peregrinaciones más caras a la fe
andina: la procesión al santuario del Señor de Qoyllurit’i (el señor
de las Nieves Resplandecientes). Hacia el Este, el respetado Pachatusan,
“El Sostén del Universo”, a quien la gente de Cusco le rinde honores
por tener fama de ser sanador y curandero. Finalmente, a su lado, las
sombras del Apu Pikol y del Apu Anawarque terminan por darle al Qosqo la
prestigiosa seguridad que, como Centro del Mundo, merecía y merece[3]. A uno de estos Apu, pero de la región de Vilcabamba, debimos dirigirnos nosotros, antes de iniciar la marcha. Para ello era necesario recurrir a una persona que tuviera la capacidad técnica y espiritual, de poder comunicarse con esa clase de espíritus. La encontramos en la figura de Don Salvador Blas, un chamán cusqueño de reconocido prestigio. El
chamanismo, tal como lo define Mircea Eliade, “es
la técnica del éxtasis”[4]
por medio de la cual una persona “elegida” posee la extraordinaria
facultad de comunicarse con los muertos, los “demonios” y los “espíritus
de la naturaleza”, sin convertirse por ello en un instrumento de los
mismos. Haciendo uso del trance, el chamán “vuela” hacia el otro
mundo con el objeto de encontrar en él las soluciones que sus pacientes
le requieren. Ser chamán implica superar diferentes pruebas de iniciación,
que sólo una minoría determinada logra concretizar con éxito al
alcanzar la mística de la religión respectiva. Este
interesante fenómeno cultural y religioso ha venido siendo estudiado
desde hace décadas por importantes antropólogos e historiadores de la
religión, y hoy estamos lejos de desechar las prácticas chamánicas como
costumbres primitivas e ignorantes, puesto que las mismas encierran un
riquísimo bagaje de información antropológica, que permite entender
cosmovisiones tan ancestrales como vigentes[5]. En
el Perú, y especialmente en la región de la Sierra, los chamanes reciben
el nombre de Pacos y a ellos se
acude para buscar salida a problemas tan complejos como la cura de una
enfermedad; un “daño”; el dolor de un amor no correspondido o la
necesidad de pedir permiso a un Apu para practicar un acto determinado.
Por todo ello, es común que se empleen indistintamente los términos chamán,
curandero, hechicero o mago, para hacer referencia a una misma
realidad cultural y social. Los Pacos suelen utilizar ciertos instrumentos y drogas para facilitar el trance místico; de ahí que el uso de tambores, sonajas y plantas alucinógenas están directamente asociadas a la práctica chamánica. Cada región tiene sus propias técnicas, con variaciones peculiares, frases y “encantamientos” que les son propios. Existen chamanes poderosos y otros que no lo son tanto. Los hay “buenos” y los hay “malos”, pero todos, en definitiva, encarnan (junto con sus acólitos y creyentes) una manera de ver el mundo muy diferente a la que nosotros, los occidentales, estamos acostumbrados. Y por ser diferente es interesante. Cuando
nuestros contactos en el Cusco supieron que el objetivo a alcanzar por la
expedición eran las ruinas de Vilcabamba “La Vieja”, nos recomendaron
consultar al paco. Según ellos,
era indispensable solicitar esa autorización sobrenatural y, al mismo
tiempo, rogar la protección de los Apu
que se levantaban a lo largo de un camino que se nos anunciaba peligroso e
imprevisible. La idea nos resultó atractiva. Ver a un chamán auténtico
practicar sus esotéricos rituales no había estado dentro de nuestros
planes iniciales. Al parecer, el permiso oficial que nos diera el
Instituto Nacional de Cultura del Cusco (INC) era insuficiente. La región
de Vilcabamba, con todas sus ruinas, eran consideradas huaca,
por lo tanto, era preciso ganarse la voluntad no sólo de los funcionarios
del gobierno, sino también de las etéreas entidades que, según los
cusqueños, protegen el valle. Desde
la época de la conquista del Perú (siglo XVI), los cronistas españoles
registraron la vigencia del concepto, todavía muy extendido y vivo, de huaca. Según el historiador norteamericano Burr Brundage, que es
quien proporciona una de las mejores síntesis de este concepto: “Una huaca era al mismo tiempo una
localización de poder y el poder mismo residente en un objeto, una montaña,
un sepulcro, una momia ancestral, una ciudad ceremonial, un templo, un árbol
sagrado, una cueva, un manantial o un lago de origen, un río o una piedra
vertical, la estatua de una deidad o una plaza venerada o un trecho donde
se llevaban a cabo festividades o donde vivía un gran hombre. El poder
que permitía a los artesanos dotados producir curiosas piezas de trabajo
en oro o tapicería fina, o ricas telas teñidas, y así sucesivamente,
era también huaca. La coca, la hoja narcótica de la montaña, era huaca”
[6].
Aunque hoy en día el término suele asociarse exclusivamente a las ruinas
de los monumentos incas, el concepto es tan amplio que, siguiendo a la
especialista peruana María Rostworowski, podemos darle a la palabra huaca
el abarcativo sentido de lo sagrado,
que contenía una variedad muy alta de significados, ya que en el ámbito
andino lo sagrado envolvía el mundo y le comunicaba una dimensión y
profundidad muy particular[7]. Los
valles de los ríos Vilcabamba (antes Vitcos) y Pampaconas poseían esas
connotaciones particulares; y el hecho mismo de que Vilcabamba
signifique la “Pampa Sagrada”
nos obligaba, de alguna manera, a comulgar con esas creencias.
Pero nuestra situación se hacía
aún más compleja. El
corredor, selvático y montañoso, que conduce al lugar en donde están
emplazadas las ruinas de la última capital inca del exilio, es
considerado como parte del camino que lleva hacia el perdido Paititi; que
es, de todas las huacas reales e imaginarias del Perú, la más
importante. Por tal motivo, y con el fin de no ser considerados por
nuestros porteadores y amigos como impertinentes gringos sacrílegos,
convenimos visitar a don Salvador, el chamán, y respetar los pasos que,
obligatoriamente, debían seguirse antes de tratar con espacios sacros. Y
fue uno de esos amigos del Cusco, el Ingeniero Enrique Palomino Díaz
(conocido proyectista e historiador de la ciudad), el que, no sólo nos
presentara al Paco, sino confirmara lo antes señalado cuando, con su
natural tono ceremonial, nos dijo: “Lo
cierto es que se cree que la región de Espíritu Pampa [nombre que
actualmente reciben las ruinas de Vilcabamba “La Vieja”] es una de las
entradas hacia el Gran Paititi. Siguiendo el eje que va de Vitcos a
Huancacalle y de San Francisco al río Pampaconas, hacia el fondo, en la
quebrada, se piensa que, con toda seguridad, hay una ciudadela que todavía
no está a la vista. Lo real es que muchos investigadores
independientes, aislados, han estado en la zona, pero no han dado a
conocer sus investigaciones, se entiende que por estrategia. Todavía hay
mucho que rebanar por ahí” [8]. Eran
cerca de las siete de la tarde cuando tomamos el taxi que nos condujo
hasta el barrio de San Sebastián, a las afueras del Cusco. El dios sol se
ocultaba detrás de los cerros y, para cuando llegamos a destino, ya era
de noche. Todo el barrio estaba sumido en penumbras, siendo las luces de
los cafés y picanterías la única claridad que permitía ver y sortear
los pozos de la calle. Caminamos hasta el frente de una humilde casa, muy
baja, y golpeamos la puerta. No
sé qué es lo esperábamos encontrar, pero cuando la estampa menuda de
Don Salvador Blas se recortó en el marco de la entrada no nos produjo
ninguna sensación especial. Era un hombre bajo, de edad indefinida
(aunque sospecho que rondaba entre los cincuenta y cincuenta y cinco años),
pómulos prominentes, ojos oscuros muy chicos y una nariz aguileña que
anunciaba a las claras sus raíces cusqueñas. Nos invitó a pasar. La
recepción era un cuarto aún más humilde que el frente de la casa.
Pintado de celeste claro y con dos largos bancos de madera colocados sobre
las paredes. En uno de ellos se encontraba una “cholita” (mestiza) con
su pequeño hijo en brazos, llorando a moco tendido. Apenas levantó la
vista cuando ingresamos y en ningún momento posterior se animó a
mirarnos directamente a los ojos. El
“Maestro”, como lo llamaba Enrique, pidió que lo esperáramos y
desapareció tras una enclenque puertecita de madera que daba a una
reducida cabina: su consultorio. Estaba curando
a alguien. Seguramente, ese bebé que lloraba delante de mí también
estaba enfermo. Viendo esa situación, tan ajena a mis convicciones,
confieso que me fue muy difícil reprimir los juicios de valor. Mi fe en
la medicina clásica no encajaba con la fe que guiaba la esperanza de esa
mujer que tenía delante de mí. No podía imaginarme llevando a mis hijos
a un chamán, y confiándole a un “brujo” la salud de ellos. Pero
bastaron pocos segundos para reconocer que el problema era esencialmente
cultural. En ese cuarto del barrio de San Sebastián los que se
enfrentaban no eran sólo bancas de madera, eran dos culturas distintas, y
lo más interesante es que ninguna era mejor o superior que la otra. Pasados
unos minutos, Don Salvador nos invitó a ingresar en la “cabina”. Ese
reducido espacio (en el que apenas entrábamos los cinco) era la
materialización misma del sincretismo religioso que se operó en el Perú
desde la llegada de los conquistadores y catequistas españoles. Objetos
de “poder” aborígenes se mezclaban con estampitas e imaginería
cristiana. Lo pagano y lo católico convivían sin conflicto. Junto a una
lámina de San Jorge matando al dragón se apoyaba una conopa
(ídolo de piedra, generalmente con la forma de una llama, que permite
invocar a las fuerzas de la fertilidad) y a los rezos cristianos se les
adosaban los pedidos (en quechua) a los espíritus de las montañas. Los
chamanes quechuas, como Don Salvador, son los herederos de una dilatada
tradición en la que se sostiene que ellos son capaces de efectuar magia
blanca y magia negra indistintamente, y son también adivinos y
curanderos. Los quechuas distinguen entre chamanes superiores, llamados alto
mesayoc (o altomesa), y chamanes inferiores, llamados pampa mesayoc (o pampamesa). La diferencia esencial entre ellos
reside en su relación con los espíritus. El altomesa
puede conversar con los Apu, que son su medio principal de adivinación;
mientras que el pampamesa sólo
es guiado, por tener un poder menor. El término Paco (o paqo) es un título genérico que no toma en cuenta su poder
y especialidad[9]. Don
Salvador era, técnicamente hablando, un poderoso altomesa. Una
vez sentados frente a la mesa, y hechas las presentaciones formales, nos
preguntó qué buscábamos allí. Le comunicamos brevemente nuestros
objetivos exploratorios y, tras moler una serie de productos en una vasija
de cerámica e invocar a la Virgen María, apagó todas las luces. Era la
boca de un lobo. No se podía ver absolutamente nada. La situación se
empezaba a poner interesante. En
eso, un repentino fogonazo iluminó todo el lugar. Recuerdo que alcancé a
ver al Paco manipular la vasija
antes nombrada. Pero fue sólo una décima de segundo; sólo una silueta
desdibujada en medio de la total oscuridad. “Pólvora”, pensé, “era
pólvora lo que molía”. No me equivoqué, al rato, el inconfundible
olor a esa materia inflamable impregnó la cabina. Fue recién entonces
cuando nos obligó a que lo siguiéramos con unos rezos (el Ave María y
parte del Padre Nuestro). Nuestras voces retumbaban contra las débiles
paredes de madera, y de pronto, sin preverlo, se escuchó un prolongado
silbido, agudo y penetrante. Sin darnos tiempo a analizar ese sonido,
sentimos sobre nuestras cabezas (muy cerca de ellas) el furioso aletear de
lo que parecía ser un pájaro. El sobresalto fue mayúsculo y todos nos
agachamos temiendo que ese “algo” nos lastimara. Recuerdo que pensé:
”Se nos metió una paloma en el consultorio”. Pero no había, ni hubo
nunca un ave de ese tipo (al menos que nosotros hayamos visto).
Inmediatamente después del “aleteo” el chamán habló. Su
voz no sonaba como la que tenía normalmente. Era más fina y entrecortada
(como si muchas palabras las dijera tosiendo). Cuando nos dio la bienvenida advertimos que ya no hablábamos con don Salvador, sino
con el Apu Espíritu Pampa. Según
los estudiosos del chamanismo andino, estábamos presenciando (mejor
dicho, escuchando, porque no se podía ver nada) uno de los momentos más
relevantes del ritual: el del “vuelo
mágico”. En él, el altomesa,
liberado de la materia, asciende hasta reinos de conocimiento y de visión
que están fuera del alcance de la persona no iniciada. Ese viaje en espíritu
es lo que generalmente se denomina vuelo
y lo que permite que el chamán se vuelva igual que los Apu, o que el espíritu
de un muerto, que también tiene la capacidad de convocar[10].
Son estas transformaciones las que le dan a un chamán su más alta
reputación; son las que marcan su calidad. Por
lo tanto, para esa ajena cosmovisión, quien estaba delante de nosotros no
era Don Salvador. Él se encontraba muy lejos del Cusco, en la cordillera
de Vilcabamba, contactándose con el Apu que, en pocos días más,
nosotros conoceríamos. Pero esta subjetiva experiencia que estábamos
viviendo no era nueva; ya había sido advertida a mediados del siglo XVI
por funcionarios del Cusco colonial, como por ejemplo el corregidor y
licenciado Juan Polo de Ondegardo, quien escribió: “Entre los indios había otra clase de
brujos, tolerados por los incas hasta cierto punto, que son como
hechiceros. Ellos toman la forma que quieren y viajan a una gran distancia
por el aire en poco tiempo; y ven lo que está pasando, hablan con el
diablo, que les contesta en ciertas rocas, o en otras cosas que ellos
veneran muchísimo. Sirven como adivinos y dicen lo que sucede en lugares
remotos antes de que las noticias lleguen o puedan llegar”[11]. El
“mensaje” que Don Salvador nos trasmitiera fue más bien breve; y como
tuve la impertinencia de grabarlo subrepticiamente, lo transcribo a
continuación: “Bienvenidos,
bienvenidos. ¿Para qué me han hecho llamar? Si, para el viaje, lo sé...sean
bienvenidos. Yo los voy a recibir con todo cariño y amor. Muy bien, todo
va a ir bien. Yo los protegeré, tanto de ida como de vuelta por pedir
permiso. Pero es posible que hagan otro viaje al Perú para llegar a la
zona del Paititi. Sí, es posible, pero tienen que llevar bastante pago,
no es por así llegar allá. Tienen que llevar bastante pago. Sí pueden
ir, yo los estaré aguardando allá. (Pregunta:
¿Usted conoce la puerta hacia el Gran Paititi?). ¡Claro!
Es una zona a la que hay que entrar por quebrada. Sí, es por la puerta de
la salida del sol, por Paucartambo. Yo he entrado. Hay cosas muy buenas,
pero hay que tener mucho coraje para ir allí, porque ahí los nativos no
dejan entrar; ni tampoco te pueden contar cómo es ni a dónde es. (Pregunta:
¿Qué nativos?).
Los chunchos, pues. Pero también hay
otra entrada por Quillabamba, por donde ustedes van a ir. Pero también
hay guardianes. Allí los guardianes son víboras. Ahí no dejan pasar las
víboras. Hay una catarata y por ahí hay que pasar, pero están las víboras.
Se necesita un gran pago. Sí, de ahí salen cáscaras de plátanos, cáscaras
de naranja y demás desperdicios. ¿Por qué? Porque ahí existen los
incas. Más adentro, en la selva, del otro lado, hay gente y son incas”[12]. Una
vez más, la leyenda del Paititi impactaba en nuestros oídos y en el
sitio menos pensado. La voz de chamán se unía, así, a las voces del
imaginario colectivo arrastrándonos hacia una selva que, desde hacía
siglos, escondía mucho más que animales y sociedades extrañas. Dejamos
la casa del altomesa con más
dudas y suspicacias que respuestas ciertas. No pertenecíamos a ese mundo;
y el corto abordaje hecho en él nos revelaba mucho acerca de la
importancia de la creencia. Habíamos intentado abrir un poco nuestras mentes a
experiencias fuera de lo común, pero sólo conseguimos crear una angosta
rendija, aunque lo suficientemente profunda como para permitir que nos
introdujéramos en una realidad mágica de leyendas y mitos. El oro
maldito
Muchas
personas arrastradas por un excesivo espíritu de resistencia, siguen
afirmando que el Paititi no es una ciudad muerta, sino un centro urbano
que todavía congrega a una importante comunidad de incas vivientes que,
protegidos por la selva, han podido resguardar sus costumbres, rituales y
creencias de un modo intacto. Un Mundo Perdido. Tal como nos lo
describiera Don Salvador, el chamán. Además,
en la zona de Chinchero y Urubamba (muy cercanas al Cusco), o la región
del valle San Miguel-Kiteni (al norte de Quillabamba, en plena selva
tropical), los aborígenes creen que el Paititi es el verdadero refugio de
los últimos incas y que aún están escondidos en la selva. Incluso,
sostienen que algunos de ellos se han podido comunicar con las gentes del
Paititi, aunque no conocen el sitio donde está. Mientras
nosotros encaminábamos nuestras botas hacia las ruinas Vilcabamba “La
Vieja” pudimos colectar variadas versiones sobre el tema, y en todas
ellas advertimos dos denominadores comunes: uno, es el temor que el
Paititi despierta; y dos, el respeto y admiración que se siente por algo
que, hasta ahora, es sólo un nombre.
En cierta oportunidad nuestro guía, Francisco “Pancho” Cobos Umeres
(natural del valle del Vilcabamba y gran conocedor de la zona) nos relató: “Según la narración de muchos moradores
del valle, el Paititi es una ciudad perdida bajo tierra [nueva versión]
que está encantada, en las altas montañas del Kiteni-San Miguel; y mucha
gente cuenta que han llegado, pero apenas están arribando empieza a
cambiar el clima, se nubla, comienza a llover... Y también hay muchas víboras
en el camino. Pero, así todo, hay personas que han entrado, que lograron
traspasar la primer puerta, que es muy linda, hermosa, de piedras finísimas.
Adentro es todo un edificio como un palacio, una vivienda inca. Y es muy
difícil penetrar porque está lleno de serpientes y víboras venenosas.
La gente que ha retornado de ese lugar ha sido picada. Esta es la historia
que cuentan muchas personas sobre el Paititi, la ciudad perdida. Yo todo
esto lo sé a través de hechos verbales, de historias contadas por mis
familiares, abuelos y tatarabuelos que han conocido este lugar (Vilcabamba)
y son moradores desde el 1700. Mi abuelo era de los 1800. Ellos me
contaron todas estas historias.” [13] Los
elementos y las alimañas parecen proteger al Paititi. Al respecto
quisiera transcribir la charla mantenida en Lucma con un abnegado profesor
rural (Samuel), en la que se condensan muchas de las creencias populares
que guardan relación con la legendaria ciudad. “Los
hombres y mujeres del lugar no se acercan a las ruinas que están en la
selva. Les temen a los aukis [espíritus]. Les pueden agarrar una
enfermedad si el auki se enoja. Y si van a las montañas, comienza a
llover; y esto sí es un problema porque sus ganados empiezan a
desbarrancarse y mueren. (Pregunta:
¿No se puede solucionar el tema con “pagos”?). Claro,
con “pagos” sí. Pero hay que “pagar” a la tierra delante de ellos
[se refiere a los campesinos], sino no le creen. (Pregunta:
Es decir, que temen meterse en esos lugares...). Sí,
mucho. Difícil se atreven. (Pregunta:
En lo que respecta a religión, son católicos, ¿verdad?). Sí,
la religión es católica, Con poca “mezcla”, muy poca... bueno, quizás
en estos últimos años... pero no tanto. Todos son católicos. Aquí se
vienen haciendo las fiestas patronales, el culto a los santos, los cargos,
etc... (Pregunta:
¿Se han encontrado momias por la zona?). No, por aquí no. Pero, justamente, yo mismo estoy inquieto sobre dónde han podido enterrar los incas sus restos en Vilcabamba [se refiere al valle y no a las ruinas de Espíritu Pampa]. No creo que los hayan tirado a una laguna o al río, debe haber una zona donde han podido enterrar, y debe existir aquí en Vilcabamba... ¡Pero tan oculta!... (Pregunta:
Y sobre Wilkapampa La Grande o el Paititi, ¿nunca hablaste con los
hombres mayores sobre ellas?). Si
hablamos, pero ellos desvían el tema, Dicen que si vas a esas tierras
mueres. Por eso no se entra, casi. Yo tuve la oportunidad de hablar con
dos personas sobre eso. Me contaron que sus tíos, o abuelos, iban a
buscar ruinas. Tenían que pasar por montañas y pantanos. Y fue ahí
donde uno de ellos murió, se ahogó. Del miedo se rehusaron a volver, y
hoy día no se atreven a buscar la Wilkapampa La Grande o el Paititi. Es
zona prohibida. (Pregunta:
¿Prohibida?, ¿Por quién?...). Los
protectores serían los pantanos, las víboras, el rayo, el trueno, la
granizada y la lluvia. Ésos son los protectores. (Pregunta:
¿Y vos que opinás de todo eso?). Yo
creo que si hubo esto. Si, hubo... hay. Es que nuestros conquistadores no
quisieron avisarlo, y los abuelos nos han dicho: “Nunca avisen a
nadie”. Y eso quedó para siempre: no contar a nadie. (Pregunta:
¿Crees que la gente de la zona [Lucma, valle del río Vilcabamba]
sostenga que haya incas escondidos por aquí?). ¿Incas?...No. Sólo ruinas, restos. Esos si que han quedado ocultos. Hay mucha riqueza oculta... (Pregunta:
¿Qué podés decirme acerca de los “tapados” [tesoros] en la región?). Eso existe aquí. ¡Claro!...Aquí existe en cantidad. Si tu te quedas unos días verás que hay llamas que arden en la montaña. Cuando arde una llama, hay riqueza oculta debajo. Si no es riqueza de la conquista, que han ocultado los mismos españoles, son los incas los que la ocultaron para no dársela. (Pregunta:
¿Conocés a alguien que haya descubierto un “tapado”?). No han descubierto... ¡Han sacado! ¡Han sacado pequeñas riquezas! Por eso muchos se fueron. En algunos casos porque los vecinos los han amonestado diciéndoles: “Si otra vez sacas, ¡mueres!”...Pero, ¡si han dejado tantos tapados los españoles!...Contaminados, claro... Los han dejado siempre con algo. El Inca ha sido inteligente: “Quien saca, muere”, dicen. “Quien toque eso va a morir”. Y eso sucede con muchos. Muchos aquí mueren... los que sacan. Se dice: “Sacó el tapado, por eso se murió sin disfrutar las riquezas”. Todo esto, aquí, es natural. Quien tiene suerte saca. Quien no tiene suerte muere. (Pregunta: Esos fuegos que se ven arder, ¿se observan sólo en las montañas? ¿Se relacionan sólo con el Paititi?). No. Podemos tenerlos en cualquier lugar; en
las montañas también o aquí en esta zona [señalo un amplio llano]. Hay
bastante riqueza aquí. El Paititi, o Espíritu Pampa deben estar llenos
de oro.”[14]
Este
interesante fragmento de la conversación corrobora la vigencia de una
larga tradición, seguramente venida de Europa y mezclada con elementos
propios del mundo prehispánico. En el Viejo Mundo los tesoros escondidos
eran custodiados por dragones o serpientes con garras y alas, grifos
(mitad águila y mitad león), monstruos varios, espíritus o demonios.
Común en España, estas creencias tenían también en el fuego, la llamas
y llamaradas de los lugares altos, a verdaderos faros que revelaban la
existencia de tesoros enterrados. En América del Sur, especialmente en
las regiones andinas, las riquezas ocultas tienen centinelas
de fuego, que son los que constantemente señalan el sitio de tesoros
escondidos y encantados[15]. Como
escribió Daniel Granada: “Todo lugar que ofrezca alguna
particularidad extraña o sorprendente, que infunda pavor o recelo, todo
lugar donde en forma alguna se manifieste el movimiento de la vida de la
naturaleza y que sea poco frecuentado o menos accesible [...], despierta
en el alma del hombre [...] la idea de misterio. De ahí nace el encanto
del que, juntamente con la imaginación, nacen los diversos fantasmas que
pueblan y acompañan a cerros, cavernas, ruinas, selvas, montes y
lagunas.”[16] Pero
en el caso del Paititi , sus protectores
no sólo son serpientes venenosas, truenos o rayos. Como ya hemos
mencionado anteriormente, se dice
que tribus salvajes impiden el ingreso al perímetros de la ciudad (?).
Algunas de ellas tienen una existencia comprobada, otras son de carácter
tal elusivo como las ruinas que protegen. En este último rubro se ubican
los Paco-pacoris. Nos
comentaron en el Cusco: “Cuando los incas se internaron a todas esas zonas llevaron a sus mejores guerreros y la selva los ha ido mestizando con las comunidades nativas, y al final se han transformado en chunchos. Ellos son ahora los celosos guardianes de las ciudadelas. Hoy se habla de los machiguengas, de los huachipaires, de los paco-pacoris, de los piros y otras tribus más de la zona de la meseta de Pantiacolla. Los Paco-pacoris son los directos (hasta donde la tradición informa) guardianes de las principales ciudadelas incas que han quedado en la selva. Ellos han sido escogidos por ser los más leales guardianes de los incas. Los incas eran hombres corpulentos. Se habla de soldados de 2,20 metros, de 2,10 metros... y esos eran los paco-pacoris. Eran los “comandos del inca”, y han sido los que estuvieron en primera fila en la ida a la selva. Y ellos serían los encargados, los celosos guardianes, de las entradas a las ciudadelas. (Pregunta:
¿Y se los ve seguido?). Se tiene unas tres o cuatro referencias de
personas de todo crédito, en las que han hecho alusión a la crueldad y
también a la severidad de estos Paco-pacoris. Los testigos son gente que
están ligada a la ceja de selva cercana al Cusco, pero hay otra versión
aislada, casi segura, que los ubican por la zona de Riberalta (Bolivia).No
aceptan intrusos. No aceptan exploradores.”
[17] Debo
confesar que el comentario nos dejó un tanto intranquilos, máxime si
tenemos en consideración que otra versión sostenía que los Paco-pacoris
eran los “fieros cuidantes de las
ruinas de Vilcabamba”[18]. En síntesis, se podría decir que, con o sin oro, alimañas o indios protectores, la tradición oral le da al Paititi dos posibilidades: la primera (más lógica y posible), que sea uno o varios yacimientos arqueológicos (ruinas) perdidos en la selva; y la segunda (más imaginaria, pero con una fuerte dosis inconsciente de resistencia), que sea una ciudad en la se conservan los auténticos incas descendientes del viejo Tahuantinsuyu, esperando el momento adecuado para reeditar el perdido esplendor. Prof.
Fernando Jorge Soto Roland octubre 2008 Referencias: * Imperio de los Incas. [1] Flores Ochoa, Jorge A., "Taytacha Qoylluriti. El Cristo de la Nieve resplandeciente", en El Cuzco. Resistencia y continuidad, Editorial Andina SRL. , Cusco, Perú, 1990, pág. 74. [2] Caunedo Madrigal, Silvia, "De las Hijas del Sol a las Vírgenes Criollas", en Las Entrañas mágicas de América, Editorial Plural, Barcelona, España, 1992, pp. 93-105. [3] Palomino Díaz, Enrique, Qosqo, Centro del Mundo, Imprenta Yáñez, Cusco, Perú, 1993, pág. 19. [4] Eliade, Mircea, El Chamanismo y las Técnicas Arcaicas del Éxtasis, Fondo de Cultura Económica, México, edición 1982, pág. 22. [5] Véase: Sharon, Douglas, El Chamán de los Cuatro Vientos, Editorial Siglo XXI, México, 1978. [6]
Brundage, Burr C.,
Empire of the Inca, Norman, Ok. , Oklahoma University Press,
1963, pág. 47. [7] Rostworowski, María, Estructuras Andinas del Poder. Ideología religiosa y Política, IEP, Instituto de estudios Peruanos, Lima, Perú, 3º edición 1983, pp. 9-10. [8] Testimonio oral recogido en la ciudad de Cusco de boca del ingeniero Enrique Palomino Díaz. Archivo personal del autor. [9] Véase: Núñez del Prado, Juan Víctor, "El Mundo Sobrenatural de los quechuas del sur del Perú a través de la comunidad de Qotobamaba", Allpanchis Phuturinqa, 2, 1970,pp. 57-119. - Véase también: Gow, Rosalind y Bernabé Condori, 1975, Kay Pacha, Editorial de Cultura Andina, Cusco. [10] Véase: Eliade, M., op.cit. pp.101-102. [11] Polo de Ondegardo, Juan, 1916, "Los Cerros y supersticiones de los indios sacados del tratado y averiguaciones que hizo el licenciado Polo", Colección de libros y documentos referentes a la historia del Perú, editado por Horacio H. Urteaga y Carlos A. Romero, primera serie, vol.3, pp3-43, Lima, Perú. [12] Testimonio oral recogido en una sesión chamánica en la ciudad de Cusco de boca del Altomesa Don Salvador Blas. Julio de 1998. Archivo del autor. [13] Testimonio oral recogido de boca del guía y baquiano local Francisco Cobos Umeres. Archivo del autor. [14] Testimonio oral recogido en el poblado de Lucma de boca del profesor a cargo de la pequeña escuelita rural del sitio. Archivo del autor. NOTA: Como hemos dicho en un párrafo anterior, la obsesión por los tesoros perdidos es un hecho cotidiano en varias regiones del Perú. Nuestro guía, Pancho Cobos, nos explicó bien cómo se destapan los tapados: "La gente, especialmente en la montaña y en la selva, todavía vive con la aspiración de querer encontrar un tesoro, porque estamos en lugares incaicos, y los incas dejaron todas las riquezas en estos sitios. Entonces, si se quiere oro, hay que salir a medianoche e intentar ver, en algún lugar, como se encienden llamas de fuego, que no son otra cosa que el antimonio del oro, del tesoro. Entonces hay que tratar de ubicar el lugar exacto en donde se ve la luz, y al día siguiente se va a excavar, a huaquear. Y si tienen suerte y lo encuentran, para que todo salga bien, se debe hacer un "pago" a esa tierra: bien se agarra un animalito, un perrito, un gatito y lo sacrifican. Pero, y esto es verídico mi Jefe, algunos se llevan un peón, al campesino más cholo y, después de que éste los ayuda a sacar el tesoro, para que la fortuna sea bien recibida, el "pago" lo hacen con el peón. Lo entierran vivo". (Estos relatos los he podido escuchar tanto en la costa como en la sierra peruana). Archivo del autor. [15] Granada, Daniel, Supersticiones del Río de la Plata, Editorial Guillermo Kraft Ltd., Buenos Aires, primera edición de 1896, pp. 97-99. [16] Granada, D. Op.cit., pág. 139. [17] Testimonio recogido de boca del ingeniero Enrique Palomino Díaz en Cusco. Julio de 1998. Archivo del autor. [18] Neuenschwander Landa, C., Paititi en las brumas de la historia. pág. 40. |
Prof.
Fernando Jorge Soto Roland
Profesor en Historia por la Universidad Nacional de Mar del Plata
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