El Cementerio de La Chacarita Abandono, tumbas y fantasmas por Fernando Jorge Soto Roland*
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INTRODUCCIÓN Cercado por Buenos Aires, el viejo Cementerio del Oeste, hoy conocido como Cementerio de La Chacarita, no tiene más opción que la de seguir “creciendo hacia abajo”. El mundo de los vivos le imposibilita expresar su persistente vocación expansiva, tan propia en todas las necrópolis del mundo. Por eso, de tanto en tanto, los viejos muertos deben dejarle lugar a los nuevos y emigrar a los osarios, en donde el más absoluto anonimato se transforma en la vía, segura e inevitable, que los conducen al olvido. Exhumar para inhumar de nuevo. Desterrar a los antiguos protagonistas para permitir que otros ocupen la escena. Limpiar el escenario. Renovarlo. Ayudar a que otros deudos expresen su dolor, al menos durante un tiempo. Y, una vez transcurrido éste, volver a repetir la operación. Como con los cultivos en el campo, hay que rotar a los habitantes del subsuelo. Quizás en eso resida la vida misma de los cementerios; a menos que se tenga mucho dinero y se pueda pagar por mantener la memoria de un apellido entre las cuatro paredes de una bóveda de mármol o granito. Aún así, cuando se la recorre, la necrópolis también demuestra que las residencias más “paquetas” e imponentes están a merced de las horas. Que, a la postre, terminarán por convertirse en ruinas; igual que el compungido sentir de los sobrevivientes, irremediablemente devenido en apenas una chispa. En la Chacarita, cientos de mausoleos familiares se agotan con lentitud. Desgastados. Saqueados. Sin placas de bronce que los identifique. Sin protección. Sin recuerdos. Sin nada. Pero aún de pie, por un rato más. Simulando ser los últimos bastiones, las últimas trincheras, contra la fatalidad. El dinero permite extender la hipocresía y engañarnos con la falsa esperanza de la eternidad. Pero no todos pueden darse ese lujo inútil; y un sector del cementerio es el más “vivo” ejemplo de lo que decimos. Permítame el lector que lo lleve a recorrerlo. PARTE 1
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Todo ha cambiado. |
Todos coinciden en que este cementerio recibe cada vez menos visitantes. Que son pocas las flores que se venden en su entrada. Y que el abandono domina gran parte de su panorama.
Según testimonios de personas que trabajan en el lugar, la mitad de las bóvedas familiares están en un estado calamitoso. Olvidadas. Nadie las cuida. Nadie reclama nada. Los pasillos, aún de día, son tierra de nadie y no faltan los ancianos y vigilantes que temen caminar por ellos. Dicen que se han vuelto inseguros. Que se cometen atracos. Incluso, que se practica la prostitución en ellos. El robo de las placas de bronce, de las puertas del mismo metal y enceres con que son enterrados los muertos, atraen a los más inescrupulosos y “valientes” saqueadores. No son poco comunes las noticias que se publican en los diarios al respecto. Hasta las manos del general Juan D. Perón fueron sustraídas de este camposanto. |
Pero el saqueo de tumbas es otra cuestión.
Constituyó una actividad muy común desde los días del antiguo Egipto; y
lo sigue siendo en países como el Perú, donde el “huaqueo” es una
actividad casi profesionalizada. Claro que en este caso estamos
refiriéndonos a enterramientos de varios siglos de antigüedad. Distinto
es cuando la tumba de la abuela es profanada. |
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Pero a partir de una fecha cercana a 1650
la situación cambió. La muerte ajena (la del otro) empezó a importar más
que la propia. El dolor por la perdida del ser amado se llenó de
emotividad, dolor, gestos efusivos e intolerancia, especialmente si el
que moría era un hijo. |
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En aquellos días los cementerios sí importaban.
PARTE 2
Gris oscuro. Gris claro. Gris apagado, manchado. |
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Las construcciones mortuorias son de todo tipo. Las hay grandes y
pequeñas. Imponentes, señoriales o insignificantes. Abiertas a la vista
del paseante o cerradas, encapsuladas, casi selladas. Están las que
exhiben portentosas estatuas y bajorrelieves, figuras de bronce o de
hierro. Sucias, unas. Limpias, otras. Aunque todas expresando en
centenares de miles de placas y epitafios el dolor de una pérdida, con
mayor o menor vehemencia. |
Es un predio enorme cubierto de yuyos, arbustos y gramíneas con
diminutos frutos blancos, que crecen desordenadamente, sin respetar
siquiera los imperceptibles senderos que, antaño, recorrían una zona con
tumbas en tierra. Sólo un par de tumbas, prolijamente acondicionadas, sugieren la ocasional presencia de algún deudo. Tal vez la única muestra de resistencia familiar que queda en el lugar. Un ejemplo vano de rebelión. Un adormecido testimonio de lo perenne que resulta ser el consabido “amor eterno”. |
Un poco más allá del campo de tumbas vacías, recostada sobre el paredón
que da a la avenida El Cano, se levanta una construcción majestuosa,
gigantesca, de unos 200 metros de largo, por completo abandonada; pero,
aún así, exhibiendo la hidalguía que sólo su estilo neoclásico puede
darle. Es una imponente galería de nichos mortuorios que fuera
construida aproximadamente hacia 1926 y que desde hace un cuarto de
siglo quedó al margen del resto del cementerio, acumulando basura y
desidia. |
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Uno no puede más que sentirse pequeño ante semejante monumentalidad. Tan
pequeño como los tres nidos de horneros que cuelgan de una de sus
cornisas, denunciando el largo tiempo que toda la estructura ha
permanecido sin cuidado. |
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Pocos escenarios trasuntan más romanticismo que un cementerio
abandonado. Los artistas europeos del siglo XIX conocieron muy bien el
paño, y no tardaron en describirlos como los últimos soportes de la
individualidad. Pero la galería de nichos del anexo 22 hace caso omiso
del individualismo. Todo en ella es anónimo. Ninguna de las celdas de
ese enorme panal de cemento tiene nombre o apellido. Los féretros fueron
removidos y las lajas que los sellaban quedaron desperdigadas en el
suelo, hechas añicos, tapizando el largo pasillo con trozos irregulares
de mármol partido. |
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Pero el camino que conduce a las galerías subterráneas del complejo está
salpicado de objetos tenebrosos, que dejan muy lejos cualquier idea que
podamos tener sobre la vida. |
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Es sobrecogedor observar ese largo pasillo mal iluminado por la claridad de los vetiluces que están a nivel del piso superior. Única fuente de luz natural, esos ventanucos rectangulares con rejas oxidadas producen un efecto lumínico contrastante. Y el miedo inicial sigue presente hasta que la razón entiende que los fantasmas sólo existen en uno y que únicamente, en esa garganta negra de cemento, es posible encontrar destrucción y abandono. |
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Los nichos parecen haber sido saqueados. Semejan las cajas de seguridad
de un banco, violentadas por la ambición desesperada de ladrones
inescrupulosos. Lápidas rotas, ataúdes en estado de descomposición,
arrancados de los nichos, basura, excrementos de aves y de ratas, huesos
humanos y mortajas, se mezclan con maderas, sogas y óxido, hongos,
bacterias, insectos y ceniza. |
PARTE 3
Aún siendo los elementos líquidos y gaseosos los más contaminantes, la
cosas que se deterioran (casas, hospitales, hoteles, graneros, incluso
galerías de nichos funerarios) quedan asociadas a enfermedades y pestes.
Nos espantan, y el imaginario literario y popular, abstraído del
conocimiento racional, puebla esos sitios abandonados con fantasías
morbosas; y en cada caso, es el contexto el que determina esas historias
y retroalimenta los temores inconcientes de la gente, recrea el folclore
local y nos quita el sueño con leyendas moralizantes de alto impacto. |
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“Esto hace «miles de años» que está abandonado. Hace rato”, exageró un
miembro del servicio privado de vigilancia del cementerio de la
Chacarita cuando me vio deambular por la galería y, presuroso, se me
acercó en bicicleta.[1] “No está permitido caminar por acá. Es
peligroso”, alertó no bien estuvo a mi lado. “Hay afanos y saqueos.
Gente que se esconde y queda dentro del cementerio después de que éste
cierra. Inclusive roban de día. Hace unos días a una viejita que traía
flores. No es conveniente que ande por acá”. Referencias:
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por Fernando
Jorge Soto Roland
Profesor en Historia por la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de Mar del Plata.
Abril 2012
Email: sotopaikikin@hotmail.com
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Fernando
Jorge Soto
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