El Castillo de Egaña
Historia y ficción
por Fernando Jorge Soto Roland
*
sotopaikikin@hotmail.com

PARTE 1

BREVE RESEÑA HISTÓRICA

Hacia 1825, en épocas de Bernardino Rivadavia y durante la llamada “feliz experiencia porteña”, el general Eustoquio Díaz Vélez, activo y comprometido protagonista del proceso revolucionario iniciado en mayo de 1810, adquirió en enfiteusis algo más de 17 leguas en la zona del Fuerte Independencia, hoy Tandil. Poco después, sumó 20 leguas más dando origen a una inmensa estancia de reconocida fama, a la que en honor a su esposa (Carmen Guerrero y Obarrio), bautizó con el nombre de “El Carmen”.

Treinta y un año más tarde, cuando el viejo general murió (1856), sus hijos, Carmen, Manuela y Eustoquio (h), hicieron efectiva la propiedad del latifundio y, tras la sucesión, el varón se quedó con la estancia, manteniendo su antigua denominación.

Millonario próspero y renombrado miembro de elite porteña, Eustoquio Díaz Vélez (h) acrecentó la fortuna a lo largo de su vida, dejó un suntuoso palacio en el barrio de Barracas y, cuando finalmente falleció en 1910, la estancia “El Carmen” se dividió entre sus dos únicos hijos varones: Carlos, que era ingeniero, y Eugenio, arquitecto de profesión. También sus cuatro nietas recibieron una fracción del campo

Será el segundo de sus hijos (Eugenio) quien levantaría, sobre la porción de tierra heredada, el casco de la estancia San Francisco, muy cercano al pueblo/estación de Egaña, por donde pasaba el tren desde 1891.

Así es como nace el famoso castillo que nos convoca.

Eugenio proyectó el edificio siguiendo un estilo europeo muy ecléctico y trasladó desde Buenos Aires y Europa la mayor parte de los materiales de construcción. Los trabajadores fueron contratados en Capital Federal y enviados al sitio de la obra; que se prolongó desde 1918 hasta 1930.

A lo largo de esos doce años, el castillo experimentó ampliaciones, mejoras y una decoración de excelencia. Debió ser una especie de hobby para su propietario, en donde poder experimentar y plasmar sus proyectos de arquitectura, mientras la familia lo ocupaba estacionalmente.

Cuando Eugenio murió, el 20 de mayo de 1930, “San Francisco” fue heredado por su hija mayor, María Eugenia, quien arrendó las tierras, administradas por la Casa Bullrich y Cia.

Todo parece indicar que no fue una decisión acertada. Los actuales descendientes coinciden en afirmar que, desde entonces, se inició la lenta y persistente decadencia de la estancia y su fabuloso edificio.

En 1958, bajo la gobernación de Oscar Alende (UCRI), el proyecto de reforma agraria, tan resistido por los terratenientes y alentado desde los días del presidente Perón, finalmente tocó a las puertas de la estancia; y, con la intensión de implementar planes de colonización y afincar a pequeños propietarios rurales (mismo proyecto –fallido- de Rivadavia), la inmensa propiedad fue expropiada por la provincia, según ley 5.971, del 2 de diciembre de 1958 y ley 6.258 del 14 de marzo de 1960. De este modo, antiguos arrendatarios se convirtieron en propietarios de las tierras que antes alquilaban, apoyados por créditos del Banco de la Provincia de Buenos Aires.

El Ministerio de Asuntos Agrarios creó entonces la colonia Langueyú, dentro de la cual quedó gran parte de la estancia San Francisco y su reputado casco. Más tarde, la estancia se subdividió y adjudicó en lotes a los colonos. En tanto el mobiliario, equipos de trabajo y demás enseres del edificio fueron subastados (y no tanto saqueados, como dice una tradición que circula).

Pero, ¿qué iba a hacer el gobierno provincial con semejante construcción, en medio del campo? Los hechos revelan que no tomó una determinación rápida y el castillo empezó a sufrir el deterioro.

 Finalmente, en 1965, el gobernador Anselo Marini (UCRP) lo transfirió al Consejo General de la Minoridad (mediante decreto 5.178/65) con la intensión de convertirlo en un hogar/granja que, a la sazón, terminó convertido en un reformatorio, alojando a jóvenes con problemas de conducta. Hacia mediados de los ’70, y tras un asesinato que comprometió a uno de los internos, los menores fueron reubicados y el castillo quedó, una vez más, olvidado.

Deshabitado.

Abandonado, hasta el día de hoy.[1]

PARTE 2

LOS NUEVOS CÁNONES DE LA DISTINCIÓN

Cuando el castillo de la estancia San Francisco fue construido, el comportamientos de las elites en Argentina experimentaba una interesante transición que iba de las sencillez al “empaquetamiento”.

Este cambio, gradual y profundo, no sólo se dio en el mundo de las relaciones sino también en la vestimenta, el modo de hablar, el lugar donde se vacacionaba y socializaba, el nivel de gasto y, naturalmente, en la arquitectura de sus residencias.

Se estaban construyendo los nuevos cánones de la distinción; muchos de los cuales siguen vigentes o adquiridos recientemente por la leudante burguesía vernácula, nacida a la sombra del neoliberalismo-conservador de la década de 1990 y el menemato.

La transición que se operó a fines del siglo XIX y principios del siglo XX, dejó en desuso muchas prácticas que habían tomado forma a partir de 1810. las nuevas afortunadas minorías de la década 1880/1890 (elites para unos, oligarquías para otros) abandonaron los rasgos de austeridad que habían caracterizado a sus abuelos, más adeptos a las reuniones sencillas de “corte familiar”, informales y sin mucho boato. Por el contrario, los miembros finiseculares de las familias “patricias” (como les gustaba llamarse), olvidaron las simplezas de la vida, que pasaron a ser incorporadas por las clases medias urbanas, en una especie de tardío mimetismo.

El desacartonamiento y la “naturalidad” de los gestos, que tanto llamaron la atención de los primeros visitantes y viajeros europeos a principios el siglo XIX, se esfumaron de las tertulias. Pasaron de moda y quedaron en  recuerdo y patrimonio del periodo colonial y primeros años de la independencia.

Las fortunas en aumento, la concentración de tierras y poder en un número limitado de familias, pero en franco crecimiento numérico con relación al pasado, es señalado por algunos especialistas como una de las causas del cambio. Cambio que puede resumirse en un concomitante aumento de la formalidad y un notorio retraso de la espontaneidad de antaño.

La teatralidad se incorporó a la vida de las elites. Se naturalizó. Y hacia finales del siglo XIX, ya era impensable, por ejemplo, participar en una reunión sin haber recibido una “tarjeta de presentación” para ser admitido o consumir mate o chocolate con tortas fritas. El consumo se volvió más  “elegante” y las tertulias europeizaron lo que empezó a ser denominado “el buen gusto”.

También el autocontrol, la rigidez de las posturas y el “estiramiento” terminaron imponiéndose, no solo en el ámbito de lo público, sino especialmente en la vida privada (machista, sexista y autoritariamente paternalista); alcanzando ribetes (hoy ridículos) cuando se salía a pasear y a exhibirse por los barrios aristocráticos e la ciudad.

Rostros tensos, mandíbulas apretadas, gestos medidos y poco demostrativos ganaron espacio junto con una profunda diferenciación sexual y social, acompañada por mayores controles, en especial sobre las “niñas bien”. Todo esto mezclado con un marcado crecimiento de la ostentación; que implicó, entre otras cosas, un cambio en la conceptualización del ocio y, como dijimos antes, del consumo.

Lo que se advierte a fines del siglo XIX y primeras décadas del XX es una evidente y marcada sofisticación de las costumbres. No sólo el mate quedó atrás. También la comida criolla fue reemplazada por la gastronomía extra, en especial la francesa; que, a diferencia de lo que hoy ocurre en los ambientes  llamados “chetos”, se caracterizó no sólo por la calidad sino también por la cantidad. Todavía no se había instalado la idea que distanciaba la elegancia de lo abundante.

El banquete pantagruélico se convirtió en signo de pertenencia (en especial masculina) de la “alta sociedad”; frente a un país que, en gran parte, pasaba hambre o vivía en la miseria (como lo indican las huelgas y protestas populares que la elite no deseaba ver, ni atender)-

Por tanto, cuando el castillo de Egaña fue levantado, la principal preocupación “aristocrática/patricia” era mostrarse. Como bien dijera el historiador Eric Hobsbawm, en el mundo de la alta burguesía occidental, “el hábito hace al monje”. Lo importante no era sólo “ser”, sino “mostrar/aparentar” que se era. Y si de hábitos hablamos, el mundo de la moda también sufrió grandes modificaciones.

Desde aproximadamente 1880, las elites dejaron de confeccionar sus propias ropas. Ahora el vestuario tenía que develar el consumo ostentoso e los ricos. Fue así como se impuso el jacquet, el smoking y el frac, entre los hombres; además de prendas femeninas traídas de Europa o confeccionadas por modistos famosos (que empezaban a instalar sus talleres en Argentina).

Idéntica transformación experimentó la joyería, los muebles y los medios de transporte. Incluso la muerte pretendió ser burlada y dejó de ser la “gran igualadora”: las señoriales y costosísimas bóvedas del cementerio de la recoleta marcaron la diferencia, aún después de a muerte.

Pero no hacía falta morirse par expresar donaire y alto posicionamiento social. Las residencias se convirtieron en el mejor, más visible y grandilocuente ejemplo de consumo conspicuo. Y al castillo de Egaña hay que inscribirlo dentro de esta tendencia, como tantos otros palacios construidos durante y después de la celebración del centenario (1910)

Basta con observar hoy sus ruinas para reconocer que, en esa zona aislada de la pampa bonaerense, se levantó un edificio que sintetiza gran parte de los aspectos que explicamos más arriba.

Como residencia de la elite, el castillo debía encarnar ese universo burgués del que tan orgullosos estaban sus acaudalados miembros. La espectacularidad de sus dimensiones y estilo ecléctico de su construcción es un signo más que evidente de ese afán por destacarse que tuvieron los representantes del “patriciado” vernáculo.

Ya para la primera década del siglo XX, las viviendas bajas y horizontales, propias de la época colonial, habían dado paso a los palacios y petit hotels (éstos en la ciudad) cuya nota esencial y novedosa era la verticalidad (no sólo del edificio, sino del status que daba algo que empezaba a ser buscado y muy valorado: la privacidad). Y en castillo de la estancia San Francisco eso fue posible. La intimidad podía conseguirse dentro de sus paredes; y con ella combatir la teatralidad de la exigente vida social.

El hecho de que el edificio tuviera muchas habitaciones con funciones específicas y especializadas, permitía que el aislamiento del resto de las  personas fuera una realidad concreta (y que, aunque muchos la vieran con malos ojos, especialmente para los niños y adolescentes, la buscaban). Por otro lado la verticalidad de lo privado se nota en la siguiente característica: mientras que los salones de reunión y reopción se ubicaban en la planta baja, los dormitorios y cuartos de estar, estaban en el piso superior inmediato. Se perfilaban así dos mundos diferentes y separados, sólo conectados por estrechas escaleras

Aunque, a la hora de deslindar mundos, los pisos más altos también cumplían con ese cometido, ya que en ellos, usualmente de instalaba la servidumbre o personal doméstico (que por entonces aumentó su número y especialización; siendo los criollos y mulatos suplantados por empleados de origen europeo).

Una verdadera torta social. Una estratigrafía bien marcada. Un Titanic encallado en plena pampa. 

Visitar y recorrer actualmente lo que queda del castillo de Egaña resulta una experiencia sobrecogedora. Es como ingresar en un retorcido laberinto de pasillos, cuartos de diferentes tamaños, baños y salones, todos destruidos, sucios y en franca decadencia. Dependencias que han perdido el destino que tuvieron o le dieron sus arquitectos. En muchos casos cuesta imaginar para qué servían. Se conectan y entrelazan conformando un todo abigarrado, complica, difícil de entender, ya que muchos son las puertas clausuradas y los vanos tapiados, cubiertos de graffiti.

Cual un majestoso palacio de Cnosos criollo, sólo falta en él, el famoso minotauro del mito griego. Y no son pocas las estancias para imaginar que eso pueda ser posible. Con 77 habitaciones, 14 baños, 2 cocheras, galerías, patios, talleres, un mirador y varios balcones, el castillo de Egaña es el escenario ideal para el imaginario más descabellado (como veremos en la siguiente parte de este trabajo). Un enredado universo de ambientes que señalan y prueban una de las características propias de la época de su construcción: la de la “casa poblada”. Muy poblada, ya que lo común era que, en palacios de ese tipo, convivieran no sólo el matrimonio con sus hijos, sino también otras generaciones de pariente (solteros o viudos) con la consabida servidumbre.

No conozco a la fecha ninguna foto que muestre su interior en épocas de esplendor; pero con seguridad, el castillo arrastraba también otra costumbre bien arraigada, tanto de la burguesía argentina como de la europea: el horror vacui, el miedo al vacío, y su consiguiente atiborramiento de muebles, adornos, obras de arte y la recargada decoración de sus ambientes: si en algo se parecía a otros palacios del país era en su aspecto semejante a un museo.

Muebles caros, importados y pesados, macizos, señoriales, que iban desde las grandes mesas inglesas hasta los pianos de incalculable valor; modulares, bibliotecas, cuadros, platos, porcelanas y platería, fuentes, mantillas y cortinados. Todo unido persiguiendo un único objetivo: resaltar a través de lo material el status familiar, su fortuna y posición social e intelectual.

En el castillo de Egaña el tamaño sí importaba.

Por aquel entonces (fines de la década de 1910 y años subsiguientes) las dimensiones de las viviendas de la elite aumentaron enormemente, en especial las residencias suburbanas y rurales que, en su mayoría, eran de ocupacional estacional, nunca permanente.  El castillo es entonces un ejemplo elocuente de la estacionalidad del ocio aristocrático y de una nueva práctica: el veraneo en las estancias (otra de las tantas pautas que el status demandaba).

Ir al campo, “al palacio del Tata”, se convirtió en un costumbre que encumbraba al depositario de ese privilegio. La vuelta al campo implicó, así, revalorizar lo rural; pero no desde una óptica criolla, autóctona o localista, sino a través de una mirada claramente europeizante, importada del otro lado del Atlántico, donde todos suponían estaba la civilización y el progreso.

El mate fue suplantado por el five o´clock tea, imponiéndose también la producción de ganado refinado, al amor por los caballos (pura sangre) y la vida ociosa y distendida del campo, tal como se practicaba en Inglaterra (de donde lo copiaban).

Así, la búsqueda de un status calcado de Europa se injertó en la llanura pampeana, adoptando forma con ladrillos, tejas y columnas, de las mansiones y palacetes del interior del país.

El castillo de Egaña fue un claro ejemplo de todo ello.

PARTE 3
FANTASMAS

Cuando los rumores se solidifican y la leyenda desplaza a la “historia que realmente ocurrió”, nos topamos de lleno con el inestable terreno del mito urbano (o rural).

Dentro de sus límites lo inverosímil y lo fantástico se vuelven posibles y la frontera que separa “lo natural” de “lo sobrenatural” se desdibuja, se mueve de un lado a otro, diluyendo las certezas, desgastando las leyes de la física que consideramos inmutables; retrotrayéndonos a un imaginario casi medieval que exacerba el sentimiento más enraizado y primitivo que hay en el ser humano: el miedo; puerta de entrada al universo onírico de los fantasmas y sus mansiones encantadas.

El castillo de Egaña, cercano a la ciudad de Rauch (provincia de Buenos Aires), posee toda una serie de características que, a nuestro entender, lo convierten en el sitio ideal para que en él germinen las más afiebradas elucubraciones fantasmagóricas.

Si bien a la fecha éstas no parecen haberse asentado todavía con fuerza, detectamos indicios que habilitan la sospecha de que existe al menos la volunta y el deseo de que eso ocurra. Creemos que, a medida que el edificio salga del anonimato en el que se encuentra, la fantasmogénesis relacionada con él irá en aumento; y no será raro que termine captado por los modernos cultores de los misterios paranormales, tan de moda y pululantes en el universo de los canales de televisión.

Por eso, en este apartado del trabajo, vamos a identificar aquellos elementos que facilitan la difusión de relatos fantásticos, relacionados con mencionado castillo.
 
¿Qué tiene de extraordinario este antiguo casco de estancia? ¿Qué elementos de su arquitectura alimentan el imaginario popular, hasta convertirlo en un lugar en donde ocurren supuestos “sucesos extraños”? ¿Qué grado de responsabilidad tiene el “homo internéticus” en este proceso creativo? ¿Qué sucesos de su “historia real” son los que abonan todas y cada una de estas creencias?

En primer lugar habría que hablar del escenario.
 
Protegido por la inmensidad de la pampa, rodeado por leguas de terreno apisonado y llano, el castillo de Egaña (con su bosque circundante) semeja una isla de exuberante verdor en medio del desolado “desierto” bonaerense.

De lejos, el tupido monte que lo contiene en su seno, y que nos recuerda la figura de un gigantesco reptil aplastado contra el suelo, mantiene al edificio fuera del campo visual de los ocasionales viajeros.

Verde, larga, irregular en su “lomo”, la conglomeración arbórea funciona a modo de valla protectora (en su origen, de la privacidad de sus propietarios). Pero hoy en día, lo que antaño fuera un parque prolijo y domesticado, un espacio párale solaz y el esparcimiento, se ha convertido en una mata irredenta, desaforada, salvaje, que avanza sobre la construcción, colonizando superficies antes controladas por el hombre. Las ramas, con sus millones de hojas, las malas hierbas, los yuyos y plantas trepadoras empezaron a abrazar al castillo; y, en ese acto de inconciente cariño, sus paredes se rajan, los techos se desmoronan y las rejas se oxidan con la humedad, dándole un apariencia lúgubre, siniestra, muy propicia para que la imaginación lo pueble de entidades tan extrañas como inmateriales.
 
El aislamiento y la distancia siempre operaron de la misma manera a lo largo de la historia. Los conquistadores españoles lo decían claramente en sus refranes, durante los días de expansión: “cuanto más lejos, más raro”. Idea que perduró en el tiempo y que supo ser muy bien explotada por la literatura de horror. Desde la novela gótica del siglo XVIII, hasta la ghost story del siglo XIX, los lugares aislados, lejanos y solitarios, se convirtieron en fuente de sospechas permanentes. El hecho de estar ocultos, o ser poco accesibles, contribuyó a que se los poblara con características extraordinarias; de las cuales pocos (o nadie) pueden dar cuenta de manera directa, a no ser a través de relatos de terceros, por lo general poco fiables. “Esto le pasó a un amigo de mi primo” suele decirse para convertir la historia en algo necesariamente verosímil (condimento necesario para que una fábula circule y se difunda, hasta pasar a ser parte del acerbo folclórico de un lugar).

Más allá de lo expuesto en relación con el contexto geográfico en el que se levanta el edificio, lo que debemos tener en cuenta y no olvidar, es que, en este caso, lo que convoca nuestro interés es, nada más ni nada menos, que un “castillo”. Construcción poco común en medio del campo argentino y que nos retrotrae a las sesiones de cine y filmes de horror que veíamos cuando éramos chicos. Drácula, Frankenstein y demonios varios de Hollywood vivían y dirigían sus maquiavélicos planes desde instalaciones de ese tipo.

El “castillo”, como alegoría, representa el misterio por antonomasia. El secreto devenido en ladrillos y piedras. El más adecuado escenario para el temor, las intrigas, las conspiraciones y el crimen.

El “castillo”, como elemento indispensable del imaginario gótico, y tema de tantísimos cuentos, encarna el romanticismo en su estado más puro; y el período más apreciado y admirado por ese movimiento cultural: la Edad media.

Desde un punto de vista simbólico, estas imponentes construcciones pueden presentarse de maneras diferentes: como un “castillo luminoso”, símbolo de poder, riqueza y purificación (amén de seguridad y resguardo físico y moral); o como un “castillo negro”, mansión de monstruos y alquimistas, habitado por caballeros oscuros y fantasmas. En esta última acepción el castillo adquiere el significado de puerta, de pasaje, de acceso al otro mundo; especialmente cuando está abandonado. Situación en la que se encuentra hoy el castillo de Egaña.

Pero si al deterioro físico y al abandono le añadimos el gran tamaño de la construcción y su origen añejo, el cuadro de situación se completa y terminamos parados frente a una potencial usina de rumores y leyendas que, como era de esperar, el majestuoso edificio de Rauch también posee.
 
Hace poco más de un siglo, el escritor y filólogo español Daniel Granada publicó su libro Supersticiones del Río de la Plata (1896) y nos dejaba una análisis critico, pormenorizado y profundo de muchas de las leyendas más extendidas que, ya por entonces, circulaban tanto en Argentina como en Uruguay. En uno de los capítulos (el XXXI), Granada encara el estudio de las apariciones y de los lugares “asombrados”, como le gustaba llamarlos ( y eran denominados en estas latitudes hacia fines del siglo XIX). 

“Un sitio asombrado es el teatro de todas las travesuras y a veces maldades que por medios extraños y espantables puede ejecutar el demonio. Las almas del otro mundo asombran también casas y otros lugares. Se espanta o asombra la gente con ruidos, voces y visiones con que los demonios o almas en pena se manifiestan; de ahí el nombre que recibe el lugar en que ocurren. Así como hay casas (que son muchas en el Río de la Plata) asombradas, hay también vados o pasos, lagunas, ruinas o taperas y hasta árboles asombrados”.[2]

Por todo lo dicho, nadie se “asombrará” si decimos que, en torno al castillo en ruinas de Egaña, circulan ya algunas historias (no muy desarrolladas, por cierto) que hacen referencia a “misteriosas apariciones espectrales” en el lugar.

Según dicen, en el viejo casco de la estancia San Francisco, suelen escucharse por las noches (tal vez también durante el día) ruidos extraños, pasos y lastimeros sollozos que espantan a los siempre anónimos testigos que arriesgan sus pasos por las ruinas. Naturalmente, esta “actividad paranormal” (como les gusta llamarla a los “especialistas”) siempre afecta a personas difíciles de encontrar, testigos ausentes y nunca directos. Y aún cuando estos últimos aparecen las pruebas que dan son tan endebles como las historias en las que esos fenómenos se apoyan. Porque hay que aclarar que, detrás de cada fantasma, existirían acontecimientos reales que sustentan y explican el porqué de tales eventos.

Vayamos, entonces, a uno de ellos, muy extendido en las páginas de Internet que, como ya hemos dicho en otra oportunidad, se ha convertido en el nuevo fogón (ahora digital) en donde nacen los mitos y leyendas (tal vez con mucha menos crítica que cuando la gente los oía en directo y se veían la cara).

¿De quiénes son los esos sollozos del más allá? ¿Qué alma en pena es la que arrastra sus pies en las derruidas dependencias del castillo de Egaña? ¿Por qué pena? ¿Qué acontecimiento traumático del pasado es el que provocó este drama, que parecería ser ya eterno?

Si seguimos las habladurías publicadas en la red, el espectro que ronda en el laberíntico castillo parecería no ser otro que el de su antiguo propietario y constructor, el arquitecto Eugenio Díaz Vélez, hijo de don Eustoquio Díaz Vélez (h), quien fuera propietario de otro palacio en el barrio de Barracas y que (oh sorpresa) tiene también fama de estar embrujado.

Según sostiene una de las apócrifas leyendas que circulan, un accidente fatal sería el responsable del encantamiento del castillo de Egaña.

Cuentan que en el día de la inauguración, con la fiesta preparada y todas las mesas puestas para celebrar tamaño acontecimiento, los invitados empezaron a ponerse ansiosos por el retraso de dueño de casa. Don Eugenio parecía haber olvidado apersonarse en el “novel” castillo, pero su hija (heredara universal de todo el patrimonio de su padre) los calmó diciéndoles que estaba en camino desde Buenos Aires y que llegaría de un momento a otro. Pero eso nunca ocurrió. Pocas horas más tarde, y frente a las insistentes preguntas de parientes y amigos, la joven mujer fue informada de algo terrible: don Eugenio se había matado en la ruta en un accidente.

El desconsuelo fue absoluto. La fiesta, como es obvio, se suspendió y la inauguración se convirtió en velorio. Los comensales abandonaron la estancia y la heredera hizo lo propio para no volver nunca más. A partir de ese día de 1930, el edificio permaneció cerrado durante tres décadas, sufriendo un razonable deterioro y el saqueo por parte de la gente de la zona. Claro que el dueño del campo (dicen que dicen) sigue regresando desde el más allá (algo tarde) a una fiesta que nunca terminó.

El recuerdo de la tragedia impidió a la familia volver al palacio campestre y así, lentamente, la mansión quedó signada al olvido y, por supuesto, al alma en pena de su mentor y constructor.

En principio esa sería la historia que explicaría la actividad fantasmal en el castillo. Pero hay un inconveniente: todo el relato es una mentira. Un producto de la  imaginación colectiva. Como hemos explicado en la primer parte de este trabajo, nunca hubo fiesta de inauguración, ni mesas abandonadas con el servicio listo a ser consumido, menos aún invitados y, por sobre todas las cosas, tampoco existió el accidente en la ruta. Don Eugenio Díaz Vélez murió en Buenos Aires en su palacio de avenida Montes de Oca (Barracas). Nunca hubo viaje, ni choque, ni muerte violenta. Entonces, ¿de quién es el fantasma que todavía estaría rondando en la propiedad?

Seguramente de la gente que lo creó.
 
Pero los rumores no terminan con el falso accidente.

Hay más.

Según cuenta otra leyenda que circula por Internet, el castillo estaría “maldito”. Aparentemente, una “venganza espectral” ha caído sobre el edificio y los responsables no son otros que los errantes espíritus de los indios pampa, muertos en el siglo XIX durante las campañas comandadas por el entonces gobernador de Buenos Aires, Martín Rodríguez, en pos de más tierras para la incipiente ganadería; y que, tiempo más tarde, la familia Díaz Vélez adquiriría con la enfiteusis rivadaviana.

La “venganza india del más allá”, un clásico en el imaginario americano, se convierte en una denuncia solapada, en una crítica no explícita, al accionar de los empresarios ganaderos, protagonistas de la postrera conquista de esta parte del continente (y fuente de incalculables fortunas).

Como si todo esto fuera poco, hay una última historia que abona a todas las anteriores y actúa como catalizadora de renovados rumores locales.
 
Todos los lugares encantados o embrujados tienen (o deben tener) en su acerbo algún hecho traumático, en lo posible un accidente (como ya hemos visto), un drama familiar y, si se quiere ser exigente, una asesinato.

Para sorpresa de todos, el castillo de Egaña fue escenario, lamentablemente, de un hecho luctuoso que se llevó la vida de un hombre joven.

He tenido contacto con familiares directos de la víctima que, a diferencia del imaginario accidente rutero de don Eugenio, confirmaron que el hecho ocurrió el 14 de mayo de 1974.

Dado que no tengo autorización para revelar el nombre de la familia, me referiré a ella con el apellido ficticio de “Burgos”.
 
Poco antes de mediados de la década de los ’70, cuando el castillo funcionaba como reformatorio de menores, el señor “Enrique Burgos”, que trabajaba para el ministerio de Asuntos Agrarios de la provincia, fue enviado a administrar una de las distintas colonias agrarias que habían sido creadas en los ´60 a instancias del por entonces gobernador Oscar “Bisonte” Alende. La colonia se llamaba Langueyú y estaba comunicada al castillo por un camino de tierra. Todos los días, la señora de Burgos, maestra de profesión, recorría el trayecto para dar clases en el instituto de menores; pero su marido también se daba tiempo para trabajar con los chicos internados en el lugar, dándoles tareas en el trabajo de campo e instruyéndolos.

Relata la hija de Burgos (a la sazón una niña) que en el castillo había un muchacho ya mayor al que “Enrique” tuvo que pedirle, en cierta ocasión, que se volviera a su casa, dado que por su edad ya no podía permanecer allí. Comenta que acompañó al chico hasta el tren, pero el muchacho no se marchó. Seguramente quedó rondando por la zona, masticando odio; y el 14 de mayo de 1974, mientras Burgos volvía a su casa desde el castillo, lo esperó a la vera del camino y lo mató de ocho tiros. Después se subió al auto en el que Burgos viajaba y se fue.
[3]

Finalmente, un hecho de sangre (cercano al castillo) queda confirmado, alentando al imaginario por senderos que desconocemos a dónde nos van a llevar.

PARTE 4

UN RECORRIDO FINAL POR EL ABANDONO

Mudo y silencioso, carente de humanos. Pajarera gigante de la decadencia.

Opaco, irregular, tortuosamente laberíntico. Imponente en medio de la nada. Desnudo de vidrios, sólo vestido por graffitis. Solitario. El castillo de Egaña es únicamente una sombra, aún digna, de lo que supo ser.

Lúgubre y misterioso. Atrapante. Seductor por donde se lo mire.

Sus múltiples ventanas se abren en todas direcciones. Panóptico ciego desde el que ya nadie vigila ni mira nada.

Acopiador de guano, de astillas, polvo y basura. Receptáculo de suciedad, óxido y manchas de humedad. Sólo los mosaicos de los pisos, que cambian de diseños en cada dependencia, conservan algo del color original. Rojo, negro, azul, amarillo. Observables sólo cuando las heces de aves y murciélagos son echas a un costado.

En medio de ese eclecticismo decaído y en ruinas, las columnas jónicas que rodean el patio interno, conservan, a pesar de las irreverentes inscripciones que las ensucian, el  señorío clásico que hemos aprendido a identificar como arte.

De a ratos, el marco corroído de una ventana o puerta, cruje; denunciando el óxido de sus bisagras y el sin-cuidado de una mansión que se sabe muerta.

Italianizante por momentos. Afrancesado, en otros. Normando, en algunos rincones y medieval en su mirador, el castillo de Egaña carece de una definición estilística clara. Lo único claro es su solemne señorío.

Cuando se lo ve como está ahora, cuesta creer que tanta gente haya invertido dinero, esfuerzo, creatividad y tiempo en su construcción. Pero así es todo. En todos los órdenes de la vida.

Universo cerrado del detalle. Hasta sus rincones menos importantes sobresalen por la calidad y belleza de su factura.
 
Una enigmática e irracional furia parece haberse desatado en lo que queda de baños y cocinas. Anónimas manos destructoras, libres de la mirada ajena, descargaron un frenético vendaval de golpes sin sentido, destruyendo lo que antaño fuera parte importante del castillo.

El impulso de muerte se sobreimprime y triunfa sobre el impulso de vida. Norma generalizada en todos los sitios abandonados. Y el castillo de los Díaz Vélez no es la excepción a la regla.

Jirones endebles, meros tablones podridos. Sus persianas, que tan bien protegieron la intimidad burguesa de la mansión, hoy son sólo un recuerdo carcomido.

Modulares vacíos, sin puertas, invadidos por la humedad y la mugre. Sin reservas de comida. Sin nada. Esqueletos secos en cocinas sin aromas ni recetas.

Desde el patio trasero, el castillo yergue sus tres plantas exhibiéndose como su fuera una construcción traída de Europa Oriental. Me recuerda al castillo de Bram y a su famoso propietario, Vlad Tepes, príncipe de Valaquia. Cruel defensor de la cristiandad y conocido con el apodo de Drácula.

Las ventanas de los altillos, siempre oscuras, remedan inmensas y rectangulares pupilas dilatadas, prolijamente enmarcadas por tejas oscuras que, paradójicamente, se conservan intactas, luminosas, como recién puestas.

Especular, conjeturar respecto de lo que fue o pudo haber sido un lugar abandonado, es una operación que se vuelve casi ineludible. ¿Quién no ha imaginado con vida los lugares muertos? Pensarlos en sus horas de esplendor incitan a la nostalgia y nos alertan sobre nuestra inevitable decadencia.

Los lugares abandonados personifican, de un modo crudo y bello al mismo tiempo, el poder e imperio del polvo. Son escenarios de la recolonización de la naturaleza y el más firme presagio de la victoria final de la suciedad y la basura.

El silencio es quien somete, como un tiránico rey, a los lugares abandonados, condenándolos al solo sonido de las aves intrusivas que los anidan y regentean.

En los lugares abandonados rara vez los colores mantiene su brillo. Lo opaco señorea por doquier y una pátina de tristeza cubre absolutamente todo, dejando —en larga agonía— espacios otrora llenos de vida, de proyectos y esperanzas. Descoloridos, olvidados, sólo les resta esperar su completa desaparición.

Tragedias hechas ladrillos. Así se explicitan. Así se los recorre. Entre ellos nacen las dudas. Abundantes, omnipresentes. Imposibles descartarlas. Inevitables ante cada mirada.
 
Escenarios yermos y atemorizantes. El vacío y la soledad meten miedo, ponen en efervescencia la imaginación, anunciando lo irremediable. Materializando el destino al que todos nos dirigimos. Tal vez sea ése el motivo por el cual tantas personas se niegan a visitarlos, renegando de ellos, esquivándolos; olvidando la belleza intrínseca que poseen.

Los lugares abandonados personifican la muerte. Espantan a los viejos, atraen a los jóvenes, quienes los exploran buscando en ellos el espíritu de aventura, tan ligado a los peligros de la “Parca”.

El dominio de las grietas. El reino del papel que se tambalea y aún así resiste a las fuerzas del desgano, la desidia y el olvido. Un pacto fáustico que desde el vamos se sabe incumplido.
 
Los lugares abandonados son el campo propicio, fértil, de las metáforas y adjetivos.

Aunque en apariencia detenidos en un limbo, los lugares abandonados nos engañan, porque el devenir, lento e inexorable, los fagocita y erosiona. Aún enmascarada, la muerte los acompaña.

Cada grieta es una historia ignota. Cada mancha de humedad una bofetada al “Progreso”, en algún momento asociado al edificio. Cada ambiente deteriorado una decadencia particular.

Se los recorre en silencio, como se recorre un cementerio; imaginando todo aquello que pudo haber sido y no fue. Lamentando lo inexorable. Preguntándonos “por qué”.

Los lugares abandonados, como la basura, incomodan. Atentan contra el “buen gusto”, y la convivencia con ellos se vuelve problemática. Asociados con el mal olor, las ratas, la muerte, lo podrido, encarnan lo peor de nuestra cultura de consumo. Se transforman en el mejor ejemplo de lo inútil.

Hay un placer inherente a los lugares abandonados que se explicita especialmente en los niños y adolescentes. La aventura de recorrerlos no tiene precio. Es adrenalina pura; la esencia misma de la incertidumbre y la sorpresa. El solo ingreso en una casa vacía y deteriorada simboliza la ruptura controlada de las normas y leyes vigentes. Entrar en ellas es apartarse de los controles que ejercen los adultos y el Estado, para jugar, apoderándose de cosas que no son suyas, alimentando el sentimiento de aventura y rebeldía.

Menospreciados y temidos. Evitados, especialmente por los adultos, los lugares abandonados nos hablan de dos cosas que rechazamos y que en nuestro imaginario aparecen asociadas: la basura y la muerte. Quizás por eso los sitios que dejamos en manos del deterioro estén —como los cementerios— en las periferias de nuestras ciudades. Lejos de los vivos. La podredumbre se deja fuera.

Lugares sombríos, marginales, incontrolados. Sometidos a las fuerzas de la naturaleza y desprovistos de cualquier control racional, los sitios abandonados abonan nuestro temor natural a la oscuridad y a lo sobrenatural. En ellos todo parece posible, especialmente de noche, cuando los sonidos y las sombras adquieren características más extrañas que durante las horas diurnas. No es de extrañar, entonces, que sean los escenarios más propicios para el miedo.

De entre todas las partes que tienen las edificaciones, los jardines y parques son las primeras en sublevarse cuando el sitio queda abandonado. Enredaderas, yuyos y plantas desbocadas sin el control ejercido por el hombre, desoyen la domesticación a la que habían sido reducidas y lo copan todo. Presionan y resquebrajan el asfalto; retuercen hierros; escalan y desmoronan paredes. El mundo vegetal reclama el escenario. Lo reconquista sin pausa. Lo vuelve propio. Un jardín abandonado es la naturaleza en movimiento. Es autonomía. Es la anarquía hecha ramas. Tal vez por eso sean más impactantes que la selva misma. Mientras que ésta denota la fuerza bruta de la naturaleza, los jardines y parques abandonados son la esencia de la revancha. Del descontrol. La pérdida de una batalla.

“Era”. Todo “era”. El verbo “ser” en pasado. Así, con esa palabra conjugada en ese tiempo gramatical, es como se recorren los lugares abandonados. Esto “era” aquello (un hotel, una casa, un galpón, una fábrica); pero que ya no es. Acá se comía, se vivía, se bailaba, se trabajaba, se lloraba y se hacía el amor. Pero ya nada de eso ocurre más. El lugar está vacío, roto, perlado por goteras, decorado de telarañas. La decadencia y el deterioro en tiempo presente.

Recorrer un lugar abandonado conlleva siempre una reflexión sobre la muerte, la destrucción y la insipidez de las cosas. Como escribe Chateaubriand, no es posible dejar de pensar que «otros hombres tan fugitivos como yo vendrán a hacer las mismas reflexiones sobre las mismas ruinas».
 
Los lugares abandonados despiertan curiosidad. Nos atraen, ya lo dijimos antes. Generan dudas y, por supuesto, hipótesis que intentan resolver esas preguntas iniciales. La mayor parte de las veces serán cuestiones irresueltas, incomprobables; generadoras de mitos que terminarán idealizando el pasado hasta convertirlo en una “edad dorada”.

Inmunda fragilidad, receptáculo de sollozos. Escenarios palpables de la derrota.
 
Los lugares abandonados denuncian a gritos el infinito precio de cada instante. Y eso nunca deja de ser tonificante, porque como dice E. M. Cioran: «rejuvenecemos por el contacto con la muerte».

Notas:

ã Profesor en Historia por la Facultad de Humanidades de la UNMdP.

[1] Según indica la presidenta de la Comisión Permanente de Homenaje al general don Eustoquio Díaz Vélez, señora Inés Álvarez de Toledo (a quien agradezco la información brindada): “Hay una verdad a medias: según se consigna por Internet, el terreno del castillo se cedió a la Escuela agro-veterinaria “Eustoquio Díaz Vélez de la Fundación San Francisco, pero lo que ésta utiliza es su terreno adyacente, no haciéndose cargo del edificio”.

[2] Granada, Daniel, Reseña histórico-descriptiva de antiguas y modernas supersticiones en el Río de la Plata, Editorial Guillermo Kraft Ltda. Buenos Aires, 1896.

[3] Archivo del autor.

*  por Fernando Jorge Soto Roland

Profesor en Historia por la Universidad Nacional de Mar del Plata

email: sotopaikikin@hotmail.com

 

Ver, además:

 

                     Fernando Jorge Soto Roland en Letras Uruguay

 

Editor de Letras Uruguay: 

Email: echinope@gmail.com

Twitter: https://twitter.com/echinope

Facebook: https://www.facebook.com/carlos.echinopearce

instagram: https://www.instagram.com/cechinope/

Linkedin: https://www.linkedin.com/in/carlos-echinope-arce-1a628a35/ 

 

Métodos para apoyar la labor cultural de Letras-Uruguay

Ir a índice de crónica

Ir a índice de Fernando Jorge Soto Roland

Ir a página inicio

Ir a indexe de autores