Docencia |
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Y el rector de la institución finalizó su discurso: —Jóvenes y flamantes
maestras de grado, las invito y, al mismo tiempo, las increpo a que
compartan el concepto de que la escuela popular es la base fundamental de
la organización democrática argentina. Señoritas egresadas, sin la acción
civilizadora del maestro auténtico no habrá jamás conciencia
republicana, ni discernimiento cívico,
ni armonía social, porque el pueblo será tanto más soberano
cuanto más tenga conciencia cabal de sus derechos y obligaciones, una
conciencia amparada por nuestra sabia Constitución y fomentada por el
libre ejercicio de la docencia. Muchas gracias. Así concluía el acto
de colación de la promoción 1875 en el Instituto de Formación
Profesional N* 3 en la ciudad de Buenos Aires. Las palabras de
despedida de la máxima autoridad del instituto fueron ovacionadas por el
público allí presente y recibidas con llantos por las jóvenes que se
licenciaban con el título de Maestra de grado. Una
de ellas era Jorgelina Bustamante. Había desarrollado la carrera en
tiempo record, ingresando en 1873. Su máxima aspiración era ocupar un
cargo en el Ministerio de Educación y hacer carrera rápida para escalar
los puestos directivos. En un mundo dominado por hombres, ya algunas
mujeres tenían bien ubicado el trasero detrás de los despachos de roble
con secretaria y todo. Alentada por las ideas feministas y la competencia
entre los sexos, presionada por sus padres en el logro de honores, ya que
no dejaban de recordarle que su hermano había hecho una brillante carrera
militar al servicio de Mitre, Jorgelina se sentía el “bicho raro” de
la familia y deseaba demostrarle al mundo que el éxito también formaba
parte de su vida. La oportunidad de hacer
un antecedente importante se presentó por intermedio de una colega, quien
le informó que en la ciudad de Mar del Plata necesitaban docentes “con
empuje”. Aconsejada por sus
profesores, Jorgelina decidió encaminar sus pasos hacia la lejana ciudad
balnearia y cumplir con un servicio en el interior del país, que casi
ninguna de sus compañeras se animaba a realizar. Allí llegó una mañana
de fines de febrero e inició el ciclo lectivo 1876. Al poco tiempo conoció
a un simpático muchacho recién llegado de España, luego de ejercer la
docencia en el ejército de ese país y haber cosechado certificados que
lo habilitaban para ejercer un cargo como maestro. El nombre del joven era
José Lijo López, uno de los primeros maestros con los que contó la
ciudad. Lijo comenzó a
frecuentar a la muchacha en la casona utilizada por los Bustamante para
veranear. Pronto ciertas afinidades culturales y el encanto que ella ejercía
sobre él determinaron el nacimiento de un noviazgo que prometía ser
duradero y terminar algún día en casamiento. Pero Jorgelina
Bustamante estaba sólo de paso por la ciudad. Su alma trepadora y
ambiciosa no tenía presente por aquellos días el sentimiento del amor.
Además, su prejuicio de clase no hubiera consentido en formar una relación
con un muchacho de provincia y sin antecedentes familiares respetables. Lijo colaboraba con
ella en el preparado de las clases y le impartió algunos consejos útiles
en lo tocante a psicología infantil, que sirvieron mucho para su voluntad
enérgica y dominante pero sin experiencia directa con la práctica
docente. Aquella mañana de
invierno, Jorgelina deambulaba por la calle San Martín rumbo a la oficina
de telégrafos. Debía realizar un contacto urgente con sus amistades en
la capital. Telegrafió a Matilde de Albornoz manifestándole que enviara
los formularios de inscripción al concurso organizado por el Consulado de
Canadá cuanto antes. Había leído la promoción del importante evento en
un diario atrasado y lamentó no estar en Buenos Aires para trabajar en el
asunto. Analizó la situación profesional. El concurso resultaba ser el
trampolín con el cual había soñado desde su primer día como
estudiante. La distancia no era un obstáculo insalvable. Desde Mar del
Plata se podía entrenar a los alumnos. El gobierno canadiense no tenía
inconvenientes en trasladar los tribunales a las localidades del interior
que participasen. Pero la competencia, el
egoísmo y los celos no la dejaban razonar con lucidez. Se creía con el
único derecho a participar. Cuando se enteró de que las maestras locales
estaban organizando un plan para presentarse en conjunto, decidió
averiguar qué tramaban. Tal vez podría robar algún dato valioso. El concurso versaba
sobre el tema pedagógico del momento: los desarrollos vocacionales. Para
ello, el proyecto a presentar debía integrar, por lo menos, tres materias
a partir de un tema que sirviera de eje estructurador. Los alumnos formarían
tríadas y desarrollarían exámenes orales y escritos en forma individual
o grupal, supervisados por las maestras y coordinados por el inspector del
distrito correspondiente. En realidad, a
Jorgelina le importaba un comino la formación de los niños; es más, los
despreciaba y se despreciaba a sí misma por ello. Tener que dar clase en
una localidad periférica como Mar del Plata no era su meta en la vida.
Pero si el objetivo así lo exigía, se sacrificaría. El gobierno
canadiense agitaba la llave de la victoria y los niños marplatenses serían
un buen instrumento para alcanzarla. Aquella tarde en su
casa, se producía la primera reunión con las otras colegas interesadas
en el proyecto. Allí dio rienda suelta a su colapso mental y empezó a
cavilar la forma de destruir toda posibilidad de colaboración y
solidaridad profesionales. Las maestras hablaban y
hablaban. Ninguna se ponía de acuerdo acerca de los objetivos y
mecanismos a implementar para participar. Jorgelina estaba
desconsolada y su desazón principiaba a fatigarla en exceso, al punto que
pidió silencio de manera abrupta y descortés. Su marcado individualismo
no congeniaba con el natural desarrollo de una conversación entre
maestras, quienes dan varios rodeos antes de aunar criterios. Las demás colegas la
miraron con extrañeza pero no le negaron el pedido. Ella estaba segura de
la mala predisposición que tenía. A sus ojos, todas parecían tan
mediocres y conformistas que le daban náusea. Su mente desvariaba en un
torbellino de evaluaciones, resoluciones y argumentos que no podía
elucubrar con claridad. Josefa, la más arpía
del equipo, le guiñó el ojo a su hermana Matilde y continuaron con aires
de modestia falsa y resentida victoria. Las marplatenses, celosas de la
capacidad innata de la porteña recién llegada, tramaban agotarla y
hacerle abandonar el proyecto. En realidad, no sabían
con quién se estaban metiendo. Josefa aclaró: —En este punto parece
oportuno detenernos a pensar en nuestra práctica cotidiana en relación
con el marco conceptual esbozado. Por eso les propongo que reflexionemos
utilizando como guía las siguientes preguntas: a)¿Cómo ubicaría las
evaluaciones que generalmente administra dentro de las diversas
clasificaciones planteadas? —Pero, chicas, no
vamos ahora a pelear por esto. Creo que debemos centrarnos en lo que el
Estatuto prevé para contingencias de carácter internacional... como es el concurso de bases extranjeras — aclaraba la más
tímida del grupo. —Yo sugiero
reformular la pregunta. Más o menos así: ¿considera
que en su práctica las diferentes formas están equilibradas, o
cree que debería introducir alguna modificación? —postuló Delmira,
una viuda de escasas miras intelectuales. —Las evaluaciones son
aprovechadas como fuente de información para los alumnos, los padres o la
institución. Yo creo que la forma que asume la evaluación en su práctica
pedagógica concreta es coherente con la forma de enseñanza. ¿Alguna de
ustedes encuentra fracturas entre ambas? —aportó finalmente Eusebia,
apodada la “Porcina” por los chicos. —¡Fractura es la que
te va a quedar en la cabeza si no dejás de decir idioteces! —gruñó
Jorgelina desde el extremo de la mesa. Todas enmudecieron.
Ella, sin advertir la falta de tacto y educación que debía caracterizar
a una docente, prosiguió: —El certamen es claro
y sigue los lineamientos de la Canadian
Educational Association. Si se detuvieran a leer con atención los parámetros
en los incisos c3, g4, g5 y h2, comprenderían lo que digo... ¡Ah! Me
olvidaba; ustedes no saben inglés. O sea que... ¡Soy la única facultada
para seguir las instrucciones a pie de la letra! Jorgelina miraba con
desprecio desde su sitial y su cara empezaba a transfigurarse detrás de
sus anteojitos diminutos y gruesos. Había pasado sólo media hora desde
que iniciaran la reunión y ya no soportaba la colaboración de las demás
docentes. Su furia la había convertido en “otra persona” y en esos
momentos dictaba esquemas, teorías y acciones a implementar en los chicos
con incontrolada desesperación. Los síntomas de soberbia y fanatismo que
revelaba en esos instantes no asombraban a sus interlocutoras pues se venían
revelando en forma sutil desde la llegada a Mar del Plata. Lijo López lo
había percibido con el tiempo y su distanciamiento de Jorgelina
encontraba allí su motivo esencial. La porteña organizó
los papeles desparramados sobre la mesa como si trabajara sola. Se había
olvidado de las demás. Josefa, su principal
oponente en la forma de realizar el certamen, se atragantó con un
bizcocho de grasa ante los comentarios lacerantes de Jorgelina. Sorbió
unos cuantos tragos de té y miró a las demás que tenían los ojos bajos
y se habían encogido de hombros, intimidadas por la imponente
personalidad de la joven. Josefa tenía mucha
experiencia en reuniones de colegas y no se amilanó ante esa nueva
experiencia. Intentó continuar con la reunión y deseaba ganarse la
voluntad de las demás con un discurso pausado y elegante. La nueva
maestra no le quitaría su natural liderazgo en las lecturas teóricas.
Leyó en voz baja y comentó: —Por lo que
interpreto, existe un conflicto entre las exigencias de la acreditación y
la evaluación que se realiza de la tarea de los alumnos. En este sentido
¿cómo lo resolveríamos? Nadie prestaba atención.
Sólo la aguda voz de
Jorgelina se destacaba en la mesa. La joven maestra no dialogaba,
dictaminaba. La discusión terminó
al cabo de unos cuantos roces e insultos. Una a una, las más pacatas se
fueron retirando, excusándose de indisposición y prometiendo volver a
reunirse. La última en salir fue
Josefa. Antes de cruzar el umbral, acomodó su vestido y manifestó: —Vos sos una zorrita
y no te saldrás con la tuya. Esto que quede entre vos y yo: ¡estás
afuera del proyecto, señorita! ¡Yo controlo a las demás! Te faltan años
para quitarme la dirección de un concurso. ¡Vamos a ver cómo te las
arreglás sola! Jorgelina no la miró y
sonrió llena de satisfacción. Eran todas mediocres y les faltaban muchos
certificados para competir con ella. Había
logrado deshacerse de la competencia. Trabajaría
sola. Sólo restaba seleccionar el material humano: los alumnos. Planificó los pasos a
seguir de ahí en más. Los chicos elegidos asistirían a horas extras de
clase para ser preparados. Incluso, si era necesario, tomarían lecciones
en su propia casa. Los mejores alumnos
eran Jorge, de 12 años, apasionado por las Ciencias Naturales; Laura, de
10, muy buena para Lengua; y Miguel, de 11, un enamorado de la Historia. Jorgelina habló con
los padres de los niños y los convenció de que era una oportunidad única
en sus vidas la que se estaba gestando a través del certamen. Aconsejó
con lucidez los detalles del concurso y les advirtió que no se dejaran
embaucar por sus competidoras. Los padres trabajaban
todo el día en el puerto y las madres en un pequeño taller de hilado y
costura para generar una ganancia digna. De manera que la primera semana
fue un alivio para ellos saber que sus chicos estaban protegidos en la
escuela o en casa de la maestra. Las pruebas
eliminatorias de la primera ronda se efectuaron con normalidad en el salón
del municipio. Las autoridades educativas de Buenos Aires y los agregados
culturales de la Canadian
Educational Association corrigieron las pruebas y determinaron los
resultados. Los tres niños
elegidos por Jorgelina fracasaron. La derrota terminó de
enloquecer el entendimiento de la docente. Sin
embargo existía una última oportunidad, para dentro de cinco días. Los chicos desaparecieron un lunes al mediodía La desesperación se
apoderó de las madres que recurrieron todas a la oficina del Juez. ¿Dónde
estaban sus hijos? Se removió cielo y tierra en busca de las criaturas
hasta que llegaron a la conclusión de que la maestra debía saber la
verdad. ¿Era posible que
Jorgelina los hubiera secuestrado para adoctrinarlos nuevamente? Los
rumores y sospechas se centraban en su casona de la calle Uriburu. No tardarían en saber
qué ocurría con los desaparecidos. Allí encaminó sus
pasos el Juez de Paz acompañado de Lijo López que reconstruía escenas
de su relación con Jorgelina e intuía la desgracia que se avecinaba. La madrugada del martes
la policía convocó a sus efectivos en las inmediaciones del domicilio de
la maestra. Se trataría de evitar el escándalo según lo aconsejado por
el Inspector de Educación del partido. Mientras tanto, la prensa
preparaba su titular más jugoso en meses: “Maestra secuestra niños”. El Juez de Paz y dos
oficiales comisionados estaban a punto de entrar con pistola en mano por
los fondos. Un tilbury estaba
estacionado sobre la vereda de la izquierda cerca de una arboleda. Desde
allí la silueta extenuada de los caballos delataba la inminente llegada
del carruaje. No se sabía la cantidad de personas que se encontraban en
la vivienda y se temía que hubiera hombres hostiles. En el interior de la
casa, una luz tenue de candil iluminaba el tétrico escenario de la
cocina. Una vieja muy maloliente cerró el cortinado que daba al
gallinero. Lijo se aproximó hasta
la verja e hizo un ademán para que se acercaran los agentes que estaban
en la acera de enfrente, detrás de los eucaliptos. Estiró el cuello y
por las ranuras de un postigo apolillado pudo ver finalmente a los niños
con caras tristes y mucho sueño sentados a la mesa de madera.
Aparentemente se disponían a cenar. Unas ollas hervían y despedían
vapores densos. Minutos más tarde, los
chicos ingerían una pestilente sopa hecha de algunos desperdicios
carnosos que la vieja extraía de una olla descascarada y grasienta. Laurita tenía los pies
atados a la pata de la mesa de algarrobo y su silla desvencijada cojeaba
por la izquierda, martillando con el taco de la pata el piso de madera.
Jorge, el más sereno del grupo trataba de memorizar los compuestos de las
vitaminas y minerales con solemne responsabilidad. En su interior la
desgracia y el temor se debatían con violencia. Miguel estaba muy
intranquilo. Ya cansado de contener el llanto principió a lagrimear y sus
mejillas se sonrojaron. Jorge trató de
alcanzarle un pañuelo de su bolsillo para que se secara. Jorgelina se dio vuelta
y advirtió la escena. No soportaba que los niños lloraran. Asió al niño
sentado y lo empujó hasta hacerlo rodar por el suelo mientras lo
amenazaba con insultos. El panorama era
desolador. Jorgelina recogió su
pelo y remangó su camisola. Ya retiraba los platos de la mesa cuando le
dijo a la criada: —Cuidá la entrada.
Presiento que la policía ya está afuera. No quiero que los milicos me
estropeen el proyecto —dijo Jorgelina muy demacrada y pupilas dilatadas. Por un momento
comprendió que su empresa era una locura. Un silbato la devolvió a la
realidad. El Juez de Paz gritaba desde la acera algo que se confundía con
el griterío general de los vecinos apiñados en el extremo de la cuadra. —¡Retiren a los
chicos y conversemos, carajo! ¡No queremos que esto pase a mayores! ¡Resolvamos
con calma la situación, che! Pero que salgan los niños primero. ¿Me oís,
mujer? Ninguna señal desde el
interior. El juez acababa de
agotar su diplomacia. Dispuso más gente para que rodearan la casa con
cautela y le concedió a López una última tentativa de conciliación. Después forzarían la
entrada. Según los curiosos
vecinos, era posible que hubiera armas en la casa. Algunos creían haber
escuchado disparos dos noches atrás. Se comentaba que la vieja poseía la
escopeta de su difunto marido, la que usaba para cazar liebres en el
campo. Efectivamente. Una
descarga detonó en la parte trasera. La criada pretendí así ahuyentar
la amenaza policial. Un perro empezó a
ladrar y algunas todas luces de la cuadra se encendieron de inmediato.
Advertida Jorgelina del disparo y el disturbio comprendió que su plan
empezaba desmoronarse. La obstinación no la
dejaba analizar la situación que se avecinaba. Tomó a Jorge por las
orejas y lo sentó al lado suyo en el salón. El chico debía repetirle
paso por paso la lección que había seleccionado para el certamen. En su delirio se sentía
ya ganadora del concurso. Ojerosa corregía con
un palo de escoba corto las imperfecciones de la lección. El chico tenía
las piernas con varios moretones y repetía. —Entonces Jorge ¿qué
ocurre con las vitaminas? ¡Dale! —Esta vitamina juega
un importante rol como antioxidante celular...
una cuestión que vamos a tratar en forma detallada un poco más
adelante. —¡Te dije que no
pospongas los temas porque te exponés a preguntas del tribunal que no son
convenientes. Además, dejás impaciente al jurado con los conocimientos!
¡Dale! —gritaba la docente indolente. —También facilita...
—continuaba el pequeño— la absorción de hierro y participa en la
producción de las sustancias de sostén que forman el entramado que
sustenta a las células. —Bien!¿Cuál es la
sustancia más abundante? —preguntó la joven que desvariaba frenética
pero concentrada en la exposición. —La sustancia más
abundante en esta trama es el colágeno, muy de moda en estos días debido
a sus aplicaciones en artículos de tocador. Se ha dicho que sin colágeno,
los animales quedarían reducidos a un amontonamiento de células
interconectadas por algunas neuronas. También gracias al colágeno, las
heridas cicatrizan, en forma resistente. Los investigadores creen que las
hemorragias y los hematomas “moretones” que caracterizan al escorbuto,
se deben a la facilidad con la que se rompen los vasos sanguíneos cuando
su sostén es inadecuado. —¡Vos no sos
consciente de los progresos que estamos haciendo juntos, Jorgito! —decía
la docente con exultante emoción. El niño había
aplicado la estrategia de favorecer los requerimientos de la demente
maestra. De esta manera, protegía al resto de los chicos, mucho más
atrasado en el estudio. A los demás les costaba un poco y él estaba muy
consciente de ello. Debía distraerla con su memoria y respuesta precisas.
Así, sus amiguitos no serían castigados. La campanilla de la
entrada sonó dos veces. Alguien llamaba desde el exterior. La criada interrumpió
la lección del chico e informó a Jorgelina de la visita. La maestra
conocía de sobra los motivos de una llegada tan imprevista. Lijo no se
había comunicado con ella en varios días. Tampoco aprobaría sus métodos
pedagógicos. No obstante consintió en recibirlo. López entró adoptando
una expresión desinteresada que, dadas las circunstancias apremiantes, no
convencía a nadie. La atmósfera que se respiraba en la casa era tensa y
español se cuidaba bien las espaldas. Estaba advertido por el juez de la
presencia de la vieja armada con antecedentes de pendenciera en otros
distritos de la zona. Jorgelina lo recibió
con naturalidad. Hacía mucho que no se veían; se habían distanciado por
discusiones estériles sobre el futuro de la educación y la pedagogía.
Al final, cuando comenzó lo del certamen ya todo estaba sepultado entre
ellos. —¡Lijo, qué grata
sorpresa!—dijo y se acercó con intenciones de besarlo en la mejilla
pero el muchacho se mostró reacio en su gentileza. Las circunstancias
apremiaban y ya no servía mantener las apariencias. Afuera el corrillo y
los murmullos eran más que elocuentes. —Jorgelina, los
padres de este chico reclaman su presencia en el hogar. Estoy colaborando
con el juez en la búsqueda de los niños. Jorgelina
no escuchaba y seguía con su discurso: —Este chico ha hecho
progresos maravillosos a mi lado. No creo que los padres se opongan a que
lo tenga por unos días más. Escucháme la posibilidad es... Lijo interrumpió el
monólogo de la maestra: —No creo, querida mía,
que estés en tus cabales... Jorgelina, necesitás ayuda y estoy aquí
para interceder en tu favor. Has ido muy lejos con todo esto. La mujer se cruzó de
brazos y observó al niño sentado sobre el diván con la vista perdida en
algún rincón del salón. Luego le dirigió a Lijo una mirada ofensiva y
temeraria, como si su interior fuera un volcán contenido por los modales
de rigor. —¿Dónde está el
resto de los chicos? Terminemos con esta farsa —concluyó Lijo de pie y
dirigiendo sus escrutadores ojos a todos los ángulos de la estancia. Ambos adultos se
quedaron inmóviles y en silencio por unos instantes. Jorgito se incorporó
de su asiento y se acercó a la maestra implorando: —¡Yo quiero regresar
a mi casa, señorita! Jorgelina abrió los
ojos desmesuradamente, tomó al chico de la solapa de su chaqueta y lo
levantó unos centímetros del suelo. La furia la poseía nuevamente.
Luego dijo: —¡Ahora te pones a
resolver estos ejercicios y todos contentos! La Junta Evaluadora se reúne
el próximo miércoles, ¿entendés? ¡No hay más tiempo! ¡Idiota, vos y
tus compañeritos! Lijo se precipitó
sobre la dama y la zamarreó del brazo al tiempo que imprecaba con
desesperación: —¡Basta! De un
momento a otro entrarán y sólo Dios sabe en qué tragedia terminará
esto. Temo por los chicos pero también por ti. ¡Escúchame por favor! Pero las palabras
estaban de más a los oídos de la maestra. Jorgelina lo miró fijamente a
los ojos. Era una despedida. Lijo supo entonces con
desazón que no entraría en razones. Una desilusión atravesó su espíritu
en una fracción de segundo. Esa mujer no se entregaría. Habría que reducirla. La maestra se deshizo
del apretujón y retrocedió unos pasos hasta una mesita sobre la cual
descansaba un quinqué. Sin dudarlo un instante,
arrojó al piso el farol con desdén y el depósito de vidrio se
hizo añicos contra el suelo. La habitación se sumió en la oscuridad. El
olor a querosén inundó la estancia. Por milagro no se
produjo fuego en el recinto. Ruidos de pasos se
sucedieron y Jorge gritó fuera de sí, presa del pavor extremo. Una risa contenida
asaltó a Lijo por la espalda. Todavía no comprendía el peligro mortal
que se ceñía a su alrededor. La risa se interrumpió
con unos quejidos roncos acompañados de toz entrecortada. El hombre
comprendió que la criada vigilaba la escena. Pero, ¿por dónde había
entrado la vieja criada? ¿Qué intenciones tenía? Lijo se agachó
temiendo ser víctima de un balazo de escopeta. Una puerta chirrió en la
lejanía, en los fondos indecibles de la casona.
Más ruidos de oxidadas clavijas y goznes sonaban confusamente.
Llantos infantiles perdidos por algún rincón se sucedían
indefinidamente. El juez se estaba
demorando. El plazo convenido ya había caducado. Algo debían sentir allí
afuera. ¿Por qué no tomaban por asalto la vivienda de una vez? La mente
de Lijo no podía terminar de asociar sus pensamientos. No sabía si alguien
entraba o salía de la estancia. Todo el barullo parecía cercano y
lejano, a la vez. La sucia criada apareció,
espectral, sobre una de las paredes laterales del salón. Su presencia se
había materializado de la nada y tomó por sorpresa a Lijo que ya lograba
ubicar las puertas y mantenía la mirada fija en ellas. El olor a orín se
mezcló con el del querosén. Un grito ronco y
estrepitoso de la mujer resonó en la oscuridad. —¡Prendé una la
luz, hija, que no veo!¡Jorgelina!
¡Tengo al maestrito acá! Un fogonazo atronador
se descargó como relámpago en la oscuridad. La criada accionó la
descarga de escopeta y su mala puntería destrozó un ángulo de la cómoda.
La vieja era torpe con
las manos, lo cual le daba ventaja a Lijo para intentar quitarle el arma.
Se arrojó entonces sobre la mujer. Sin fuerzas y confundida, ésta perdió
el equilibrio y rodó por el suelo. El cuerpo rechoncho y
pesado de la vieja no dio señales de vida luego del estrépito producido
por la caída. Lijo se encontró de pie y con la escopeta en la mano. Revisó el arma. Estaba
descargada. La arrojó al suelo y huyó hacia la puerta por la que creía
haber entrado. Se equivocó. Sus pasos
no alcanzaron la salida sino que lo habían conducido, de improviso, a
otra habitación. Otra vez estaba
desubicado. Se puso realmente nervioso. Deseaba escapar de la casa. —¿Por qué me hacés
esto, amor? —la voz de Jorgelina se mezclaba con el llanto. Alguien más se
recortaba al lado de sus faldas. De seguro era uno de los niños que no
podía articular palabra alguna. Una estantería se
descorrió como por arte de magia. La muchacha se perdió detrás de ella.
Luego se sintieron pasos alejándose rumbo a un corredor. Se quedaron solos. Lijo entonces aprovechó
para susurrar enérgicamente: —Jorge...,
Jorgito, Laurita... ¿quién está ahí, por favor? Nadie contestó. El murmullo que provenía
de la calle lo distrajo un momento. El secuestro ya había dejado de ser
un asunto secreto y el barrio empezaba a hacer sentir su presencia. El
ruido de las carretas desconcertó a Lijo que miraba detrás de las
cortinas y por entre los gruesos barrotes de la ventana. Más efectivos y
varios civiles amenazaban con entrar. No advirtió que la
puerta de la habitación se había abierto otra vez y de manera sigilosa. Alguien acababa de
entrar, refugiándose en la penumbra densa y negra. Los padres de las
criaturas discutían con las autoridades y las madres lloraban sin
consuelo arrodilladas sobre la grava mientras otras mujeres las compadecían.
Deseaban entrar pero la policía se lo impedía. La gente del pueblo ya
invadía la verja que delimitaba el jardín y el tumulto allí afuera había
olvidado el drama del interior. Lijo se incorporó
sobre la ventana para poder observar mejor lo que sucedía en el exterior. Fue una equivocación
de su parte. La claridad de la luna recortó su figura y delató su posición. Un dolor desgarrador se
apoderó de su brazo izquierdo, al tiempo que escuchó el metálico golpe
sobre el marco del ventanal. Un tajo no muy profundo le estremeció las
carnes hasta hacerlo gritar sin consuelo. El hacha lo había lacerado con
relativa profundidad. Su instinto de
supervivencia hizo que su cuerpo echara a correr en la oscuridad. No tenía
sentido de la ubicación del mobiliario. Su cuerpo se tumbó contra el
suelo al tropezar con la punta de una mesa. Su cabeza golpeó contra el
borde del mueble pero no se desmayó. La presencia misteriosa acechaba a
sus espaldas y el reflejo que entraba por la ventana recortaba su figura. Se arrastró hasta
colocarse debajo de la mesa, en un intento desesperado por protegerse de
otra cuchillada. Se tomó la herida con la mano derecha y comprobó que su
brazo chorreaba bastante sangre. Desanudó la corbata e improvisó un
torniquete mientras giraba su cabeza para todos lados. Estaba en la más
absoluta indefensión. Debía alcanzar la salida, aun a
riesgo de perder la vida en el intento. No acertó a coordinar
los movimientos pero se deslizó por el suelo y en la huida alcanzó el
pasillo de entrada. Escuchó dos impactos más
de hojas de metal contra las superficies de las paredes. ¡Eran los hachazos!
Descargas brutales e indiscriminadas que le pisaban los talones. A tientas
y por milagro, encontró una puerta con vidrio que dejaba filtrar la
claridad de la noche. Accionó el picaporte y
estaba trabado. Un cuerpo que respiraba
agitado, rozó su espalda y creyó que era su fin. El picaporte giró. Lijo abrió la puerta
finalmente y se zambulló sobre el césped gritando por ayuda con todas
sus energías. Ya el juez entraba por
la verja ubicada detrás del ligustro acompañado de oficiales y vecinos.
Mientras unos socorrían al maestro, otros contemplaban azorados la puerta
por donde había escapado. —¡Alto en nombre de
la ley! —gritó el juez mientras apuntaba con su pistola en esa dirección.
Los demás policías lo imitaban. Lijo giró su cuerpo y
observó la terrorífica estampa de Jorgelina quien, debajo del marco de
la puerta, aparecía lentamente. El mameluco gris que había vestido sin
aparente razón le confería a su delgada silueta un aspecto macabro. Empuñaba
con firmeza el hacha ensangrentada. Su mirada perdida aún
conservaba la dulzura que Lijo jamás borraría de su memoria. Ya las fuerzas y el
natural temple de la muchacha se agotaban. Todo había resultado una
locura. Arrojó con mano muerta el arma al suelo y se tomó la cara con
los manos. Estaba desquiciada. Los agentes procedieron
a detenerla y fue conducida a la enfermería de la municipalidad. Lijo se restableció al
instante y acompañó al juez al interior de la vivienda. Varios hombres
transitaron los pasillos interiores de la casona y llegaron hasta la
habitación de la misteriosa estantería. Unos gemidos casi
inaudibles se esparcían por el lugar. Lijo y los demás revisaron la
alacena pero no encontraban el picaporte para accionar su desplazamiento. No lo dudaron.
Procedieron a destrozar el mueble y traspasaron el umbral. Se encontraron
con un diminuto cuarto que contenía en el suelo la puerta de un sótano. Los
chicos estaban allí encerrados. Lijo fue el primero en
penetrar por la estrecha escalerilla del subsuelo. Una alegría
incontenible lo invadió cuando encontró a las criaturas. Los niños aprendían
algunas lecciones bajo la luz de un candil. Estaban sentados en cajones de
fruta y la niña se había orinado encima. La vergüenza le había
producido un espasmo y estaba tiesa como una roca. Cuando Lijo y los policías
terminaron de sacarlos, Jorgito, no consciente de que eran finalmente
rescatados, exhibió un arrugado papel y preguntó: —Maestro, no me sale esta fórmula, ¿me puede ayudar, usted? |
Fernando
Jorge Soto Roland y Carlos M. Ortiz
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