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Docencia
Fernando Jorge Soto Roland y Carlos M. Ortiz

Y el rector de la institución finalizó su discurso:

—Jóvenes y flamantes maestras de grado, las invito y, al mismo tiempo, las increpo a que compartan el concepto de que la escuela popular es la base fundamental de la organización democrática argentina. Señoritas egresadas, sin la acción civilizadora del maestro auténtico no habrá jamás conciencia republicana, ni discernimiento cívico,  ni armonía social, porque el pueblo será tanto más soberano cuanto más tenga conciencia cabal de sus derechos y obligaciones, una conciencia amparada por nuestra sabia Constitución y fomentada por el libre ejercicio de la docencia. Muchas gracias.

Así concluía el acto de colación de la promoción 1875 en el Instituto de Formación Profesional N* 3 en la ciudad de Buenos Aires.

Las palabras de despedida de la máxima autoridad del instituto fueron ovacionadas por el público allí presente y recibidas con llantos por las jóvenes que se licenciaban con el título de Maestra de grado.

Una de ellas era Jorgelina Bustamante. Había desarrollado la carrera en tiempo record, ingresando en 1873. Su máxima aspiración era ocupar un cargo en el Ministerio de Educación y hacer carrera rápida para escalar los puestos directivos. En un mundo dominado por hombres, ya algunas mujeres tenían bien ubicado el trasero detrás de los despachos de roble con secretaria y todo. Alentada por las ideas feministas y la competencia entre los sexos, presionada por sus padres en el logro de honores, ya que no dejaban de recordarle que su hermano había hecho una brillante carrera militar al servicio de Mitre, Jorgelina se sentía el “bicho raro” de la familia y deseaba demostrarle al mundo que el éxito también formaba parte de su vida.

La oportunidad de hacer un antecedente importante se presentó por intermedio de una colega, quien le informó que en la ciudad de Mar del Plata necesitaban docentes “con empuje”.

Aconsejada por sus profesores, Jorgelina decidió encaminar sus pasos hacia la lejana ciudad balnearia y cumplir con un servicio en el interior del país, que casi ninguna de sus compañeras se animaba a realizar.

Allí llegó una mañana de fines de febrero e inició el ciclo lectivo 1876.

Al poco tiempo conoció a un simpático muchacho recién llegado de España, luego de ejercer la docencia en el ejército de ese país y haber cosechado certificados que lo habilitaban para ejercer un cargo como maestro. El nombre del joven era José Lijo López, uno de los primeros maestros con los que contó la ciudad.

Lijo comenzó a frecuentar a la muchacha en la casona utilizada por los Bustamante para veranear. Pronto ciertas afinidades culturales y el encanto que ella ejercía sobre él determinaron el nacimiento de un noviazgo que prometía ser duradero y terminar algún día en casamiento.

Pero Jorgelina Bustamante estaba sólo de paso por la ciudad. Su alma trepadora y ambiciosa no tenía presente por aquellos días el sentimiento del amor. Además, su prejuicio de clase no hubiera consentido en formar una relación con un muchacho de provincia y sin antecedentes familiares respetables.

Lijo colaboraba con ella en el preparado de las clases y le impartió algunos consejos útiles en lo tocante a psicología infantil, que sirvieron mucho para su voluntad enérgica y dominante pero sin experiencia directa con la práctica docente.

Aquella mañana de invierno, Jorgelina deambulaba por la calle San Martín rumbo a la oficina de telégrafos. Debía realizar un contacto urgente con sus amistades en la capital. Telegrafió a Matilde de Albornoz manifestándole que enviara los formularios de inscripción al concurso organizado por el Consulado de Canadá cuanto antes. Había leído la promoción del importante evento en un diario atrasado y lamentó no estar en Buenos Aires para trabajar en el asunto. Analizó la situación profesional. El concurso resultaba ser el trampolín con el cual había soñado desde su primer día como estudiante. La distancia no era un obstáculo insalvable. Desde Mar del Plata se podía entrenar a los alumnos. El gobierno canadiense no tenía inconvenientes en trasladar los tribunales a las localidades del interior que participasen.

Pero la competencia, el egoísmo y los celos no la dejaban razonar con lucidez. Se creía con el único derecho a participar. Cuando se enteró de que las maestras locales estaban organizando un plan para presentarse en conjunto, decidió averiguar qué tramaban. Tal vez podría robar algún dato valioso.

El concurso versaba sobre el tema pedagógico del momento: los desarrollos vocacionales. Para ello, el proyecto a presentar debía integrar, por lo menos, tres materias a partir de un tema que sirviera de eje estructurador. Los alumnos formarían tríadas y desarrollarían exámenes orales y escritos en forma individual o grupal, supervisados por las maestras y coordinados por el inspector del distrito correspondiente.

En realidad, a Jorgelina le importaba un comino la formación de los niños; es más, los despreciaba y se despreciaba a sí misma por ello. Tener que dar clase en una localidad periférica como Mar del Plata no era su meta en la vida. Pero si el objetivo así lo exigía, se sacrificaría. El gobierno canadiense agitaba la llave de la victoria y los niños marplatenses serían un buen instrumento para  alcanzarla.

Aquella tarde en su casa, se producía la primera reunión con las otras colegas interesadas en el proyecto. Allí dio rienda suelta a su colapso mental y empezó a cavilar la forma de destruir toda posibilidad de colaboración y solidaridad profesionales.

Las maestras hablaban y hablaban. Ninguna se ponía de acuerdo acerca de los objetivos y mecanismos a implementar para participar.

Jorgelina estaba desconsolada y su desazón principiaba a fatigarla en exceso, al punto que pidió silencio de manera abrupta y descortés. Su marcado individualismo no congeniaba con el natural desarrollo de una conversación entre maestras, quienes dan varios rodeos antes de aunar criterios.

Las demás colegas la miraron con extrañeza pero no le negaron el pedido. Ella estaba segura de la mala predisposición que tenía. A sus ojos, todas parecían tan mediocres y conformistas que le daban náusea. Su mente desvariaba en un torbellino de evaluaciones, resoluciones y argumentos que no podía elucubrar con claridad.

Josefa, la más arpía del equipo, le guiñó el ojo a su hermana Matilde y continuaron con aires de modestia falsa y resentida victoria. Las marplatenses, celosas de la capacidad innata de la porteña recién llegada, tramaban agotarla y hacerle abandonar el proyecto.

En realidad, no sabían con quién se estaban metiendo.

Josefa aclaró:

—En este punto parece oportuno detenernos a pensar en nuestra práctica cotidiana en relación con el marco conceptual esbozado. Por eso les propongo que reflexionemos utilizando como guía las siguientes preguntas: a)¿Cómo ubicaría las evaluaciones que generalmente administra dentro de las diversas clasificaciones planteadas?

—Pero, chicas, no vamos ahora a pelear por esto. Creo que debemos centrarnos en lo que el Estatuto prevé para contingencias de carácter internacional...  como es el concurso de bases extranjeras — aclaraba la más tímida del grupo.

—Yo sugiero reformular la pregunta. Más o menos así: ¿considera  que en su práctica las diferentes formas están equilibradas, o cree que debería introducir alguna modificación? —postuló Delmira, una viuda de escasas miras intelectuales.

—Las evaluaciones son aprovechadas como fuente de información para los alumnos, los padres o la institución. Yo creo que la forma que asume la evaluación en su práctica pedagógica concreta es coherente con la forma de enseñanza. ¿Alguna de ustedes encuentra fracturas entre ambas? —aportó finalmente Eusebia, apodada la “Porcina” por los chicos.

—¡Fractura es la que te va a quedar en la cabeza si no dejás de decir idioteces! —gruñó Jorgelina desde el extremo de la mesa.

Todas enmudecieron. Ella, sin advertir la falta de tacto y educación que debía caracterizar a una docente, prosiguió:

—El certamen es claro y sigue los lineamientos de la Canadian Educational Association. Si se detuvieran a leer con atención los parámetros en los incisos c3, g4, g5 y h2, comprenderían lo que digo... ¡Ah! Me olvidaba; ustedes no saben inglés. O sea que... ¡Soy la única facultada para seguir las instrucciones a pie de la letra!

Jorgelina miraba con desprecio desde su sitial y su cara empezaba a transfigurarse detrás de sus anteojitos diminutos y gruesos. Había pasado sólo media hora desde que iniciaran la reunión y ya no soportaba la colaboración de las demás docentes. Su furia la había convertido en “otra persona” y en esos momentos dictaba esquemas, teorías y acciones a implementar en los chicos con incontrolada desesperación. Los síntomas de soberbia y fanatismo que revelaba en esos instantes no asombraban a sus interlocutoras pues se venían revelando en forma sutil desde la llegada a Mar del Plata. Lijo López lo había percibido con el tiempo y su distanciamiento de Jorgelina encontraba allí su motivo esencial.

La porteña organizó los papeles desparramados sobre la mesa como si trabajara sola. Se había olvidado de las demás.

Josefa, su principal oponente en la forma de realizar el certamen, se atragantó con un bizcocho de grasa ante los comentarios lacerantes de Jorgelina. Sorbió unos cuantos tragos de té y miró a las demás que tenían los ojos bajos y se habían encogido de hombros, intimidadas por la imponente personalidad de la joven.

Josefa tenía mucha experiencia en reuniones de colegas y no se amilanó ante esa nueva experiencia. Intentó continuar con la reunión y deseaba ganarse la voluntad de las demás con un discurso pausado y elegante. La nueva maestra no le quitaría su natural liderazgo en las lecturas teóricas. Leyó en voz baja y comentó:

—Por lo que interpreto, existe un conflicto entre las exigencias de la acreditación y la evaluación que se realiza de la tarea de los alumnos. En este sentido ¿cómo lo resolveríamos?

Nadie prestaba atención.

Sólo la aguda voz de Jorgelina se destacaba en la mesa. La joven maestra no dialogaba, dictaminaba.

La discusión terminó al cabo de unos cuantos roces e insultos. Una a una, las más pacatas se fueron retirando, excusándose de indisposición y prometiendo volver a reunirse.

La última en salir fue Josefa. Antes de cruzar el umbral, acomodó su vestido y manifestó:

—Vos sos una zorrita y no te saldrás con la tuya. Esto que quede entre vos y yo: ¡estás afuera del proyecto, señorita! ¡Yo controlo a las demás! Te faltan años para quitarme la dirección de un concurso. ¡Vamos a ver cómo te las arreglás sola!

Jorgelina no la miró y sonrió llena de satisfacción. Eran todas mediocres y les faltaban muchos certificados para competir con ella.

 Había logrado deshacerse de la competencia.

 Trabajaría sola. Sólo restaba seleccionar el material humano: los alumnos.

Planificó los pasos a seguir de ahí en más. Los chicos elegidos asistirían a horas extras de clase para ser preparados. Incluso, si era necesario, tomarían lecciones en su propia casa.

Los mejores alumnos eran Jorge, de 12 años, apasionado por las Ciencias Naturales; Laura, de 10, muy buena para Lengua; y Miguel, de 11, un enamorado de la Historia.

Jorgelina habló con los padres de los niños y los convenció de que era una oportunidad única en sus vidas la que se estaba gestando a través del certamen. Aconsejó con lucidez los detalles del concurso y les advirtió que no se dejaran embaucar por sus competidoras.

Los padres trabajaban todo el día en el puerto y las madres en un pequeño taller de hilado y costura para generar una ganancia digna. De manera que la primera semana fue un alivio para ellos saber que sus chicos estaban protegidos en la escuela o en casa de la maestra.

Las pruebas eliminatorias de la primera ronda se efectuaron con normalidad en el salón del municipio. Las autoridades educativas de Buenos Aires y los agregados culturales de la Canadian Educational Association corrigieron las pruebas y determinaron los resultados.

Los tres niños elegidos por Jorgelina fracasaron.

La derrota terminó de enloquecer el entendimiento de la docente.

Sin embargo existía una última oportunidad, para dentro de cinco días.

 

Los chicos desaparecieron un lunes al mediodía

La desesperación se apoderó de las madres que recurrieron todas a la oficina del Juez. ¿Dónde estaban sus hijos? Se removió cielo y tierra en busca de las criaturas hasta que llegaron a la conclusión de que la maestra debía saber la verdad.

¿Era posible que Jorgelina los hubiera secuestrado para adoctrinarlos nuevamente? Los rumores y sospechas se centraban en su casona de la calle Uriburu.

No tardarían en saber qué ocurría con los desaparecidos.

Allí encaminó sus pasos el Juez de Paz acompañado de Lijo López que reconstruía escenas de su relación con Jorgelina e intuía la desgracia que se avecinaba.

La madrugada del martes la policía convocó a sus efectivos en las inmediaciones del domicilio de la maestra. Se trataría de evitar el escándalo según lo aconsejado por el Inspector de Educación del partido. Mientras tanto, la prensa preparaba su titular más jugoso en meses: “Maestra secuestra niños”.

El Juez de Paz y dos oficiales comisionados estaban a punto de entrar con pistola en mano por los fondos.

Un tilbury estaba estacionado sobre la vereda de la izquierda cerca de una arboleda. Desde allí la silueta extenuada de los caballos delataba la inminente llegada del carruaje. No se sabía la cantidad de personas que se encontraban en la vivienda y se temía que hubiera hombres hostiles.

En el interior de la casa, una luz tenue de candil iluminaba el tétrico escenario de la cocina. Una vieja muy maloliente cerró el cortinado que daba al gallinero.

Lijo se aproximó hasta la verja e hizo un ademán para que se acercaran los agentes que estaban en la acera de enfrente, detrás de los eucaliptos. Estiró el cuello y por las ranuras de un postigo apolillado pudo ver finalmente a los niños con caras tristes y mucho sueño sentados a la mesa de madera. Aparentemente se disponían a cenar. Unas ollas hervían y despedían vapores densos.

Minutos más tarde, los chicos ingerían una pestilente sopa hecha de algunos desperdicios carnosos que la vieja extraía de una olla descascarada y grasienta.

Laurita tenía los pies atados a la pata de la mesa de algarrobo y su silla desvencijada cojeaba por la izquierda, martillando con el taco de la pata el piso de madera. Jorge, el más sereno del grupo trataba de memorizar los compuestos de las vitaminas y minerales con solemne responsabilidad. En su interior la desgracia y el temor se debatían con violencia. Miguel estaba muy intranquilo. Ya cansado de contener el llanto principió a lagrimear y sus mejillas se sonrojaron.

Jorge trató de alcanzarle un pañuelo de su bolsillo para que se secara.

Jorgelina se dio vuelta y advirtió la escena. No soportaba que los niños lloraran. Asió al niño sentado y lo empujó hasta hacerlo rodar por el suelo mientras lo amenazaba con insultos.

El panorama era desolador.

Jorgelina recogió su pelo y remangó su camisola. Ya retiraba los platos de la mesa cuando le dijo a la criada:

—Cuidá la entrada. Presiento que la policía ya está afuera. No quiero que los milicos me estropeen el proyecto —dijo Jorgelina muy demacrada y pupilas dilatadas.

Por un momento comprendió que su empresa era una locura. Un silbato la devolvió a la realidad. El Juez de Paz gritaba desde la acera algo que se confundía con el griterío general de los vecinos apiñados en el extremo de la cuadra.

—¡Retiren a los chicos y conversemos, carajo! ¡No queremos que esto pase a mayores! ¡Resolvamos con calma la situación, che! Pero que salgan los niños primero. ¿Me oís, mujer?

Ninguna señal desde el interior.

El juez acababa de agotar su diplomacia. Dispuso más gente para que rodearan la casa con cautela y le concedió a López una última tentativa de conciliación.

Después forzarían la entrada.

Según los curiosos vecinos, era posible que hubiera armas en la casa. Algunos creían haber escuchado disparos dos noches atrás. Se comentaba que la vieja poseía la escopeta de su difunto marido, la que usaba para cazar liebres en el campo.

Efectivamente. Una descarga detonó en la parte trasera. La criada pretendí así ahuyentar la amenaza policial.

Un perro empezó a ladrar y algunas todas luces de la cuadra se encendieron de inmediato. Advertida Jorgelina del disparo y el disturbio comprendió que su plan empezaba desmoronarse.

La obstinación no la dejaba analizar la situación que se avecinaba. Tomó a Jorge por las orejas y lo sentó al lado suyo en el salón. El chico debía repetirle paso por paso la lección que había seleccionado para el certamen.

En su delirio se sentía ya ganadora del concurso.

Ojerosa corregía con un palo de escoba corto las imperfecciones de la lección. El chico tenía las piernas con varios moretones y repetía.

—Entonces Jorge ¿qué ocurre con las vitaminas? ¡Dale!

—Esta vitamina juega un importante rol como antioxidante celular...  una cuestión que vamos a tratar en forma detallada un poco más adelante.

—¡Te dije que no pospongas los temas porque te exponés a preguntas del tribunal que no son convenientes. Además, dejás impaciente al jurado con los conocimientos! ¡Dale! —gritaba la docente indolente.

—También facilita... —continuaba el pequeño— la absorción de hierro y participa en la producción de las sustancias de sostén que forman el entramado que sustenta a las células.

—Bien!¿Cuál es la sustancia más abundante? —preguntó la joven que desvariaba frenética pero concentrada en la exposición.

—La sustancia más abundante en esta trama es el colágeno, muy de moda en estos días debido a sus aplicaciones en artículos de tocador. Se ha dicho que sin colágeno, los animales quedarían reducidos a un amontonamiento de células interconectadas por algunas neuronas. También gracias al colágeno, las heridas cicatrizan, en forma resistente. Los investigadores creen que las hemorragias y los hematomas “moretones” que caracterizan al escorbuto, se deben a la facilidad con la que se rompen los vasos sanguíneos cuando su sostén es inadecuado.

—¡Vos no sos consciente de los progresos que estamos haciendo juntos, Jorgito! —decía la docente con exultante emoción.

El niño había aplicado la estrategia de favorecer los requerimientos de la demente maestra. De esta manera, protegía al resto de los chicos, mucho más atrasado en el estudio. A los demás les costaba un poco y él estaba muy consciente de ello. Debía distraerla con su memoria y respuesta precisas. Así, sus amiguitos no serían castigados.

La campanilla de la entrada sonó dos veces. Alguien llamaba desde el exterior.

La criada interrumpió la lección del chico e informó a Jorgelina de la visita. La maestra conocía de sobra los motivos de una llegada tan imprevista. Lijo no se había comunicado con ella en varios días. Tampoco aprobaría sus métodos pedagógicos. No obstante consintió en recibirlo.

López entró adoptando una expresión desinteresada que, dadas las circunstancias apremiantes, no convencía a nadie. La atmósfera que se respiraba en la casa era tensa y español se cuidaba bien las espaldas. Estaba advertido por el juez de la presencia de la vieja armada con antecedentes de pendenciera en otros distritos de la zona.

Jorgelina lo recibió con naturalidad. Hacía mucho que no se veían; se habían distanciado por discusiones estériles sobre el futuro de la educación y la pedagogía. Al final, cuando comenzó lo del certamen ya todo estaba sepultado entre ellos.

—¡Lijo, qué grata sorpresa!—dijo y se acercó con intenciones de besarlo en la mejilla pero el muchacho se mostró reacio en su gentileza.

Las circunstancias apremiaban y ya no servía mantener las apariencias. Afuera el corrillo y los murmullos eran más que elocuentes.

—Jorgelina, los padres de este chico reclaman su presencia en el hogar. Estoy colaborando con el juez en la búsqueda de los niños.

Jorgelina no escuchaba y seguía con su discurso:

—Este chico ha hecho progresos maravillosos a mi lado. No creo que los padres se opongan a que lo tenga por unos días más. Escucháme la posibilidad es...

Lijo interrumpió el monólogo de la maestra:

—No creo, querida mía, que estés en tus cabales... Jorgelina, necesitás ayuda y estoy aquí para interceder en tu favor. Has ido muy lejos con todo esto.

La mujer se cruzó de brazos y observó al niño sentado sobre el diván con la vista perdida en algún rincón del salón. Luego le dirigió a Lijo una mirada ofensiva y temeraria, como si su interior fuera un volcán contenido por los modales de rigor.

—¿Dónde está el resto de los chicos? Terminemos con esta farsa —concluyó Lijo de pie y dirigiendo sus escrutadores ojos a todos los ángulos de la estancia.

Ambos adultos se quedaron inmóviles y en silencio por unos instantes. Jorgito se incorporó de su asiento y se acercó a la maestra implorando:

—¡Yo quiero regresar a mi casa, señorita!

Jorgelina abrió los ojos desmesuradamente, tomó al chico de la solapa de su chaqueta y lo levantó unos centímetros del suelo. La furia la poseía nuevamente. Luego dijo:

—¡Ahora te pones a resolver estos ejercicios y todos contentos! La Junta Evaluadora se reúne el próximo miércoles, ¿entendés? ¡No hay más tiempo! ¡Idiota, vos y tus compañeritos!

Lijo se precipitó sobre la dama y la zamarreó del brazo al tiempo que imprecaba con desesperación:

—¡Basta! De un momento a otro entrarán y sólo Dios sabe en qué tragedia terminará esto. Temo por los chicos pero también por ti. ¡Escúchame por favor!

Pero las palabras estaban de más a los oídos de la maestra. Jorgelina lo miró fijamente a los ojos. Era una despedida.

Lijo supo entonces con desazón que no entraría en razones. Una desilusión atravesó su espíritu en una fracción de segundo. Esa mujer no se entregaría.

Habría que reducirla.

La maestra se deshizo del apretujón y retrocedió unos pasos hasta una mesita sobre la cual descansaba un quinqué. Sin dudarlo un instante,  arrojó al piso el farol con desdén y el depósito de vidrio se hizo añicos contra el suelo. La habitación se sumió en la oscuridad. El olor a querosén inundó la estancia.

Por milagro no se produjo fuego en el recinto.

Ruidos de pasos se sucedieron y Jorge gritó fuera de sí, presa del pavor extremo.

Una risa contenida asaltó a Lijo por la espalda. Todavía no comprendía el peligro mortal que se ceñía a su alrededor.

La risa se interrumpió con unos quejidos roncos acompañados de toz entrecortada. El hombre comprendió que la criada vigilaba la escena. Pero, ¿por dónde había entrado la vieja criada? ¿Qué intenciones tenía?

Lijo se agachó temiendo ser víctima de un balazo de escopeta. Una puerta chirrió en la lejanía, en los fondos indecibles de la casona.  Más ruidos de oxidadas clavijas y goznes sonaban confusamente. Llantos infantiles perdidos por algún rincón se sucedían indefinidamente.

El juez se estaba demorando. El plazo convenido ya había caducado. Algo debían sentir allí afuera. ¿Por qué no tomaban por asalto la vivienda de una vez? La mente de Lijo no podía terminar de asociar sus pensamientos.

No sabía si alguien entraba o salía de la estancia. Todo el barullo parecía cercano y lejano, a la vez.

La sucia criada apareció, espectral, sobre una de las paredes laterales del salón. Su presencia se había materializado de la nada y tomó por sorpresa a Lijo que ya lograba ubicar las puertas y mantenía la mirada fija en ellas.

El olor a orín se mezcló con el del querosén.

Un grito ronco y estrepitoso de la mujer resonó en la oscuridad.

—¡Prendé una la luz,  hija, que no veo!¡Jorgelina! ¡Tengo al maestrito acá!

Un fogonazo atronador se descargó como relámpago en la oscuridad. La criada accionó la descarga de escopeta y su mala puntería destrozó un ángulo de la cómoda.

La vieja era torpe con las manos, lo cual le daba ventaja a Lijo para intentar quitarle el arma. Se arrojó entonces sobre la mujer. Sin fuerzas y confundida, ésta perdió el equilibrio y rodó por el suelo.

El cuerpo rechoncho y pesado de la vieja no dio señales de vida luego del estrépito producido por la caída. Lijo se encontró de pie y con la escopeta en la mano.

Revisó el arma. Estaba descargada. La arrojó al suelo y huyó hacia la puerta por la que creía haber entrado.

Se equivocó. Sus pasos no alcanzaron la salida sino que lo habían conducido, de improviso, a otra habitación.

Otra vez estaba desubicado. Se puso realmente nervioso. Deseaba escapar de la casa.

—¿Por qué me hacés esto, amor? —la voz de Jorgelina se mezclaba con el llanto.

Alguien más se recortaba al lado de sus faldas. De seguro era uno de los niños que no podía articular palabra alguna.

Una estantería se descorrió como por arte de magia. La muchacha se perdió detrás de ella. Luego se sintieron pasos alejándose rumbo a un corredor.

Se quedaron solos.

Lijo entonces aprovechó para susurrar enérgicamente:

—Jorge...,  Jorgito, Laurita... ¿quién está ahí, por favor?

Nadie contestó.

El murmullo que provenía de la calle lo distrajo un momento. El secuestro ya había dejado de ser un asunto secreto y el barrio empezaba a hacer sentir su presencia. El ruido de las carretas desconcertó a Lijo que miraba detrás de las cortinas y por entre los gruesos barrotes de la ventana. Más efectivos y varios civiles amenazaban con entrar.

No advirtió que la puerta de la habitación se había abierto otra vez y de manera sigilosa.

Alguien acababa de entrar, refugiándose en la penumbra densa y negra.

Los padres de las criaturas discutían con las autoridades y las madres lloraban sin consuelo arrodilladas sobre la grava mientras otras mujeres las compadecían. Deseaban entrar pero la policía se lo impedía. La gente del pueblo ya invadía la verja que delimitaba el jardín y el tumulto allí afuera había olvidado el drama del interior.

Lijo se incorporó sobre la ventana para poder observar mejor lo que sucedía en el exterior.

Fue una equivocación de su parte. La claridad de la luna recortó su figura y delató su posición.

Un dolor desgarrador se apoderó de su brazo izquierdo, al tiempo que escuchó el metálico golpe sobre el marco del ventanal. Un tajo no muy profundo le estremeció las carnes hasta hacerlo gritar sin consuelo. El hacha lo había lacerado con relativa profundidad.

Su instinto de supervivencia hizo que su cuerpo echara a correr en la oscuridad. No tenía sentido de la ubicación del mobiliario. Su cuerpo se tumbó contra el suelo al tropezar con la punta de una mesa. Su cabeza golpeó contra el borde del mueble pero no se desmayó. La presencia misteriosa acechaba a sus espaldas y el reflejo que entraba por la ventana recortaba su figura.

Se arrastró hasta colocarse debajo de la mesa, en un intento desesperado por protegerse de otra cuchillada. Se tomó la herida con la mano derecha y comprobó que su brazo chorreaba bastante sangre. Desanudó la corbata e improvisó un torniquete mientras giraba su cabeza para todos lados. Estaba en la más absoluta indefensión. Debía alcanzar la salida, aun a  riesgo de perder la vida en el intento.

No acertó a coordinar los movimientos pero se deslizó por el suelo y en la huida alcanzó el pasillo de entrada.

Escuchó dos impactos más de hojas de metal contra las superficies de las paredes.

¡Eran los hachazos! Descargas brutales e indiscriminadas que le pisaban los talones. A tientas y por milagro, encontró una puerta con vidrio que dejaba filtrar la claridad de la noche.

Accionó el picaporte y estaba trabado.

Un cuerpo que respiraba agitado, rozó su espalda y creyó que era su fin.

El picaporte giró.

Lijo abrió la puerta finalmente y se zambulló sobre el césped gritando por ayuda con todas sus energías.

Ya el juez entraba por la verja ubicada detrás del ligustro acompañado de oficiales y vecinos. Mientras unos socorrían al maestro, otros contemplaban azorados la puerta por donde había escapado.

—¡Alto en nombre de la ley! —gritó el juez mientras apuntaba con su pistola en esa dirección. Los demás policías lo imitaban.

Lijo giró su cuerpo y observó la terrorífica estampa de Jorgelina quien, debajo del marco de la puerta, aparecía lentamente. El mameluco gris que había vestido sin aparente razón le confería a su delgada silueta un aspecto macabro. Empuñaba con firmeza el hacha ensangrentada.

Su mirada perdida aún conservaba la dulzura que Lijo jamás borraría de su memoria.

Ya las fuerzas y el natural temple de la muchacha se agotaban. Todo había resultado una locura. Arrojó con mano muerta el arma al suelo y se tomó la cara con los manos.

Estaba desquiciada.

Los agentes procedieron a detenerla y fue conducida a la enfermería de la municipalidad.

Lijo se restableció al instante y acompañó al juez al interior de la vivienda.

Varios hombres transitaron los pasillos interiores de la casona y llegaron hasta la habitación de la misteriosa estantería.

Unos gemidos casi inaudibles se esparcían por el lugar. Lijo y los demás revisaron la alacena pero no encontraban el picaporte para accionar su desplazamiento.

No lo dudaron. Procedieron a destrozar el mueble y traspasaron el umbral. Se encontraron con un diminuto cuarto que contenía en el suelo la puerta de un sótano.

Los chicos estaban allí encerrados.

Lijo fue el primero en penetrar por la estrecha escalerilla del subsuelo. Una alegría incontenible lo invadió cuando encontró a las criaturas.

Los niños aprendían algunas lecciones bajo la luz de un candil. Estaban sentados en cajones de fruta y la niña se había orinado encima. La vergüenza le había producido un espasmo y estaba tiesa como una roca.

Cuando Lijo y los policías terminaron de sacarlos, Jorgito, no consciente de que eran finalmente rescatados, exhibió un arrugado papel y preguntó:

—Maestro, no me sale esta fórmula, ¿me puede ayudar, usted?

Fernando Jorge Soto Roland y Carlos M. Ortiz 
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