El
cofre |
Encendió
la lámpara con mucho cuidado, intentando que el fósforo no se le apagara
a causa del viento del desierto. Sabía
que estaba cerca. Había recorrido ese sector hacía sólo nueve horas,
acompañado por el comisario de la localidad, y aquello que había
vislumbrado, disimuladamente tapado por la arena, lo mantenía excitado,
ansioso. De encontrarlo se haría famoso, no le cabía ninguna duda. Trastabilló
y cayó de rodillas sobre el piso. Un manto de tierra, piedras y huesos
quedaron visibles por el haz de luz del farol. Ese antiguo cementerio
indio parecía imponerle trabas y pruebas a cada paso que daba. Pero no se
amedrentaría. Las tumbas y nichos abiertos, aquí y allá, guardaban
tesoros impensados y no iba a perder la oportunidad de poder sacar a la
superficie ese ídolo de oro que viera por la tarde. Se
reincorporó y siguió buscando. Finalmente, tras un cuarto de hora de
incesante pesquisa, halló el mojón que tanto buscaba: un fardo funerario
y un cráneo con largas trenzas negras entrecruzadas. Excavó. Con
cada palada que daba su corazón se aceleraba. Y sus esfuerzos dieron con
el dorado objeto. Pero no le bastaba una diminuta estatuilla. Sabía que
allí abajo se encontraría con un ajuar funerario mucho más rico. No tenía
demasiado tiempo, el sol despuntaría por el horizonte en pocos minutos y
sería visto desde cualquier punto de la planicie. Debía apurarse. Siguió
excavando. Repentinamente
su pala chocó con un elemento metálico. Era
un cofre colonial, del siglo XVI o XVII, no podía asegurarlo. Estaba
enloquecido. Reía y excavaba. Excavaba y se reía. Finalmente,
lo extrajo. Medía
un metro y medio de largo y unos cuarenta centímetros de alto. Intentó
abrirlo con las manos pero no pudo. Entonces agarró la pala y lo golpeó
en los bordes con toda sus fuerzas. La
tapa saltó, como despedida por la fuerza de una erupción volcánica, y
se perdió en las tinieblas de la noche. Se
quedó pasmado; tirado de espaldas sobre la arena a sólo un metro del
cofre. Se
acercó para inspeccionar el interior. Entonces la vio. Era
horriblemente espantosa. Le faltaban algunos dientes; sus carnes, en un
estado de total deshidratación, semejaban un pergamino pegado a unos
huesos largos y marrones. Le sonreía, con la expresión de la muerte "Una momia precolombina", pensó y se agachó para observarla
mejor. Cuando
la entidad semiputrefacta lo tomó violentamente del cuello y lo arrastró
dentro de la caja, supo que no vería el amanecer. Ya eran dos los que sonreirían en el cofre. |
Cuentos bizarros - Tomo I
Fernando
Jorge Soto Roland y Carlos M. Ortiz
Email: sotopaikikin@hotmail.com (Fernando Jorge Soto Roland)
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