Indiana Jones es una marca registrada de Paramount Pictures & LucasFilms Ltd. |
Novela por Fernando Jorge Soto Roland |
NOVELA
I
CUENCA
DEL AMAZONAS 1941 Fue
un ruido ensordecedor. Un sonido fuera de lugar. Algo que no concordaba
con aquella selva, ni con aquella tribu. En un primer momento produjo pánico.
Más tarde, desconcierto. Sólo en el crepúsculo, los chamanes trataron
de dar una respuesta al extraño episodio consultando a los viejos espíritus
de la selva, que permanecieron mudos. No
supieron qué hacer ni decir. Los más valientes guerreros se negaron a
internarse en la floresta y verificar la fuente de esa misteriosa
luminiscencia que se proyectaba desde el Sagrado Roquedal, después que el estampido sacudiera
toda la maloca. Jamás habían sentido una explosión tan poderosa. Ningún
mito ancestral les hablaba de lenguas de fuego tan rojas, naranjas y
amarillas, quemando la arboleda circundante. No había monstruo legendario
que, en su afán por poner fin al mundo, hubiera podido producir semejante
conmoción. Los Mojewewekes
eran testigos de un episodio sin precedentes en la tradición oral. Los
ancianos desconocían el origen de semejante descarga y sólo atinaron
ordenar subirse a los árboles más altos para, desde lejos, ver las
poderosas llamaradas elevarse hacia el cielo, compitiendo con la mortecina
luz de un sol que se ocultaba detrás del horizonte. Lo
desconocido repelía y al mismo tiempo acicateaba la curiosidad de toda la
comunidad. Para cuando las horas pasaron, y en plena nocturnidad pudo
percibirse que la incandescencia agonizaba poco a poco sin consecuencias
nefastas para la población, el cacique en persona se puso en movimiento
sin reclamar escolta. Esa tarde casi se había roto la línea jerárquica
a causa del espanto. No estaba dispuesto a vivir otra vez una situación
de anarquía semejante. Iría solo. Él y su sombra enfrentarían el
misterio. Recuperaría parte del prestigio perdido y, si salía con vida,
regresaría a la aldea con la autoridad intacta de siempre; y el poder
suficiente para castigar la cobardía de su escolta personal. La sangre
real debía ser respetada a costa de desencadenar el caos en el aquel
infierno verde del Amazonas. La tradición de mando se recuperaría. De lo
contrario una guerra civil los arrastraría a todos a la debilidad y a la
extinción, en manos de las tribus enemigas vecinas. Caminó
por espacio de una hora. Conocía el sendero de memoria, aún de noche.
Sabía reconocer la silueta de cada árbol en particular. Y la contextura
del piso, en sus pies descalzos, le indicaba mejor que nada por dónde
cortar camino o qué opción más corta tenía por delante para alcanzar
la fuente incandescente de luz, que aparecía y desaparecía detrás de
los cientos de arbustos que lo rodeaban. Siguió
avanzando. Apretó la larga lanza de bambú con la mano y la elevó por
encima del hombro derecho, con la punta en dirección a la luz. Avanzó más.
Con cada paso que daba el calor aumentaba y su rostro cobrizo, pintado con
franjas rojas y azules en las mejillas, empezó a mostrar el efecto de la
temperatura elevada. Las mejillas empezaron a latirle a causa del calor.
Se abrió paso por encima de una palmera derribaba y quedó boquiabierto
ante la dantesca escena que se representaba ante sus ojos. Allí,
a sólo treinta metros desde donde él estaba, la selva había sido
destruida por las llamas, formando un claro de cenizas, troncos retorcidos
y humo. En el centro mismo del escenario, una estructura enorme —hecha
de un material que el jefe desconocía— parecía clavada de
punta, levantando hacia el cielo una grandiosa aleta dorsal,
semejante a la de los peces del río. Avanzó
más. Sorteó como pudo centenares de piezas carbonizadas y, venciendo el
asombro, golpeó con la punta de la lanza una plancha lisa y brillante,
que reflejaba el fuego que sobrevivía por doquier. Oyó un sonido seco y
la aleta se desmoronó, dándole apenas tiempo a correrse para
salvar su vida. Millones de chispas saltaron para todos lados. Dos troncos
que permanecían de pie, completamente calcinados, también se derrumbaron
y una masa sanguinolenta de carne quemada, grasa friéndose y músculos
retorcidos vino a caer junto a los pies del cacique. La
miró con cuidado. Giró la cabeza en varias posiciones para tratar de
encontrarle un sentido a esa asquerosa presencia. Y la encontró al cabo
de un minuto Era un hombre. El cadáver de lo que había sido un ser
humano hacía sólo horas. Estaba irreconocible. La mitad de un rostro
corroído por las llamas y una dentadura tiznada por el incendio, eran lo
único que permitían identificarlo. El
jefe se tranquilizó. No era un prodigio sobrenatural lo que lo había
asustado tanto a su gente. Aquello era un mero accidente. Un pájaro
metálico se había estrellado. Otro más, aunque con una fuerza y
capacidad destructiva que desconocía. En años anteriores había sido
testigo de accidentes similares, pero ése en nada se parecía a los
anteriores. Hizo memoria y recordó que, en su niñez, un objeto semejante
había caído muy cerca de la aldea de su padre. Muchos árboles se
derrumbaron entonces o encendieron como antorchas de paja. Pero el área
destruida que se desplegada delante suyo superaba unas cuatro o cinco
veces a la de su infancia. Recorrió
el perímetro del impacto. Detrás de una columna de humo negro distinguió
las dos alas quebradas en varias partes y los restos de una carlinga
vidriada. Se acercó a ella. El vidrio estaba derretido por las altas
temperaturas y sendos objetos brillantes parecían titilar en medio de la
humareda. Planchas, tornillos, soportes y alerones; caños, cajas y
asientos sin sus tapizados subsistían desperdigados por todas partes,
consumiéndose gradualmente por el fuego. Entonces,
vio algo que le llamó poderosamente la atención: sobre las ramas de un
árbol centenario, colgando de milagro, una plancha de acero se balanceaba
de un lado a otro, como si fuera un insólito péndulo rectangular. Se
quedó mirándola extasiado. De haber sabido leer hubiera identificado el
origen del aparato siniestrado por la simbología y texto impreso en la
superficie de la pieza: Ë
CRUZ ROJA INTERNACIONAL Ì
II SIETE
AÑOS DESPUÉS... ISLA
TUAMOTU PACIFICO
SUR 1948 Con
cuarenta y nueve años sobre sus espaldas y decenas de exploraciones por
el mundo, Indiana Jones aún se mantenía en forma. No le faltaban
cicatrices ni moretones por todo el cuerpo, pero él los tomaba como
recordatorios de instancias peligrosas y aventuras pasadas, casi a modo de
tatuajes. Podía reconstruir muchas de sus azarosas escapadas en manos de
tribus salvajes, batallones nazis o asesinos a sueldo con sólo pararse
desnudo frente a un espejo. ¡Qué
poco humanitarismo quedaba en el mundo!, pensaba al verlas; e
inmediatamente le venían a la mente las imágenes de la Segunda Guerra
Mundial. Un instante después el recuerdo se retrotraía a 1916, a las
trincheras europeas de la Primera Gran Guerra en donde también se
había desempeñado como soldado voluntario en el ejército belga. El
mundo ya no era el mismo. Había perdido su inocencia. Las antiguas
proyecciones de una humanidad más casta, pura y generosa se habían ido
por la cloaca cultural de los últimos años, arrastradas por los campos
de concentración, los bombardeos, Hitler y las invasiones armadas. Él
era testigo y protagonista de un siglo cruel. Un siglo de angustias,
sinsabores y miedos. Pero siempre había salido bien parado. La suerte
parecía acompañarlo y, con poco esfuerzo, podía recordar contextos en
los que cualquier otro hombre menos afortunado hubiera perdido la vida. Pero
la situación en la que estaba en ese momento no parecía anunciar una próxima
cicatriz, sino más bien un orificio profundo en la sien y toda su masa
encefálica estampada contra una roca. —No
quisiera hacerle daño, doctor Jones. Pero si insiste en su tozudez, tendré
que apretar del gatillo. Y le aseguro que no será nada agradable para
ninguno de los dos... Podría mancharme la camisa. Indy
esbozó una sonrisa cáustica, lanzando rayos de ira con la mirada. Y
no era para menos. Ese
maldito holandés lo tenía retenido desde hacía más de media hora. Sus
tres esbirros lo habían golpeado reiteradamente en el rostro y en la boca
del estómago. En verdad le dolía mucho el cuerpo, pero la bronca
contenida inyectaba tanta adrenalina en su venas que cada trompada, por
potente que fuera, resultaba ser menos dolorosa. Odiaba
a ese sujeto. Su nombre era Natasius van Strate y representaba los
intereses de una prestigiosa galería de arte europea. Alto,
morocho, bien vestido y oliendo a azahares, Van Strate, era el aristócrata
típico del norte europeo: educado y culto, pero capaz de matar a sangre
fría a cualquier opositor que se le cruzara en el camino de alguna pieza
artística de su interés. E
Indiana Jones se había interpuesto entre él y el Aku Kava Kava —Por
última vez —dijo el holandés acercando el rostro al del arqueólogo,
brillándole fuertemente sus ojos azules —. ¿En dónde está la
estatuilla? ¿En qué parte de esta maldita isla la escondió ,doctor
Jones? Indy
contrajo el abdomen en la espera de una nueva trompada. —Ya
se lo he dicho —ladró con rabia contenida—. ¿Acaso no me entiende?
No lo tengo. No lo tuve nunca —mintió—. De todos modos, aunque
supiera en dónde está, no se lo diría... —...¿Aún
a costa de su propia vida? —¿Mi
vida corre peligro? Van
Strate lanzó una carcajada. —¡Ah!...
¡Maldito hijo de perra! De seguro me está tomando por idiota, Jones. Eso
me incomoda tanto como perder la reliquia que busco.—Y le propinó un puñetazo
en las costillas del lado izquierdo. Indy
dobló todo su cuerpo conteniendo el dolor. —No
quiero caer en actitudes bárbaras —ladró el holandés—, pero me
obligas a hacerlo. Era
algo insignificante a primera vista, pero el hecho de que Van Strate
empezara a tutearlo no era una buena señal. Indy sabía que tomarse esa
actitud de confianza era propia de los verdugos que se disponían a lo
peor. Les insuflaba cierto aire de superioridad sobre la víctima. Debía
hacer algo rápido. La
playa en la que estaban se extendía combándose en una bahía bordeada de
altas y frondosas palmeras. Sus arenas brillaban con los rayos del sol y
un mar cristalino como el vidrio traía y llevaba constantemente olas
espumosas, blancas, llenas de vida; y el rumor del océano apagaba un
tanto las voces de los esbirros de Van Strate que, a sólo tres metros de
Indy, unían con cuerdas dos gruesos troncos. Indiana
dirigió los ojos hacia ellos. —¿Acaso
se dispone a abandonar la isla en balsa? —preguntó sin perder la ironía. Van
Strate sonrió. —¿Por
qué hacerlo en balsa si tenemos un velero? Ese aparatejo es para
ti. ¿Nunca surfeaste atado entre tiburones?...¡Es una experiencia
irrepetible! ¿Conocías esa práctica? Indiana
se limpió la comisura sangrante de sus labios pasándose la lengua y
entornó la vista. —Sí
—respondió secamente—. Solían usarla los japoneses con los
prisioneros de guerra, en el Pacífico. —Muy
bien informado, amigo Jones. Así es, los japoneses la inventaron. ¡Imagínate!
¡Tantos meses aburridos en islotes sin nada qué hacer!... ¡Nada mejor
para divertirse y pasar el tiempo con algún que otro americano! —y lanzó
una estruendosa carcajada. Indy
tenía que extender la charla. Debía prorrogar lo más posible la pomposa
alocución del holandés. Estaba obligado a salvar su propia vida. Tenía
que hacer una composición de lugar y arriesgarse. El momento de la
diplomacia se acababa. —Veo
que tomaste muy rápidamente los malos hábitos de tus amigos —repuso,
al tiempo que con disimulo comprobaba cuán fuertes estaban sus muñecas
atadas a la espalda. —¿Amigos?...¡Já!...
¡Qué idiota eres, Jones!... ¿Amigos, dices? ¿Los japoneses?...¡Já, já,
já...! Esos idiotas kamikazes jamás fueron mis amigos. Digamos que me
hice pasar por uno de ellos para beneficiarme profesionalmente. ¡No te
imaginas las piezas de porcelana del siglo XI que logré exportar a
Holanda mientras duró la guerra! —Seguramente
muchas habrán terminaron en las vitrina del Tercer Reich... Van
Strate lo observó, clavándole sus fríos ojos azul marino. —No
podría negar eso, Jones. Los nazis también me beneficiaron en mucho.
Pero ya ves, ninguno de ellos está ya entre nosotros. En cambio, yo sigo
más poderoso que antes. Más rico y
con más proyectos. —La
guerra resultó ser un gran negocio... Van
Strate esbozó una sonrisa. —¿Sabes
algo?... Tienes razón. Hay momentos en que extraño esos buenos tiempos.
No había nada comparable a negociar con esos estúpidos fanáticos. ¡Era
tan sencillo embaucarlos!...Pero no pierdo las esperanzas, Jones. Algún día
volverán y entonces yo estaré preparado para negociar nuevamente con sus
limitadas inteligencias.—Miró de soslayo a sus esbirros que terminaban
de atar los troncos y volvió la atención hacia Indy.— Bueno —dijo
suspirando—, el tiempo se te acaba doctor.¿Todavía quieres mantener el
secreto de la estatuilla o prefieres nadar con los peces? —No
la tengo... —¿Acaso
crees que ese maldito dios polinesio puede salvarte la vida? ¡No seas tan
supersticioso Indiana Jones! Que esa tonterías queden para los nativos de
esta isla miserable. ¿Pero tú?... Tú no puedes creer en esas boberías
¿O sí? —Hay
más cosas en el cielo y la tierra de lo que tu imaginación concibe, Hamlet. Van
Strate lazó una carcajada contenida. —¡De
verdad lamento matarte, Jones! Eres un contrincante digno e inteligente.
Vale la pena charlar contigo. Lástima que no estemos del mismo lado del
negocio. Uno
de los matones se sacudió la arena adherida en sus manos contra el pantalón
y se acercó al holandés. —Listo,
señor. Ya está preparada. —Bien.
Acondicionen a mi amigo.—Giró sobre sus botas y se alejó media
docena de pasos. Se detuvo, volvió la vista a Indy y exhibió una sonrisa
tan blanca como el marfil.— Es hora de despedirnos, doctor Jones. De
verdad siento mucho nuestros desencuentros. ¡Saludos a los escualos! —Y
sacudió la mano derecha como quien despide a un niño pequeño.— Hasta
nunca. Indy
sintió como dos manos pesadas y gruesas lo elevaban desde el piso como si
no pesara nada. El matón era un verdadero gigante. Con casi dos metros de
altura y más de 130 kilos, ese polinesio de rasgos mongólicos y cabello
tan oscuro como el carbón no parecía tener sentimientos de ninguna
clase. Era inútil tratar de convencerlo de algo. Respondía a van Strate
como un perro guardián y nunca prestaría oídos a las disquisiciones de
Indy. Sólo le quedaba una opción. Una opción que lo ponía en clara
desventaja, no sólo por la potencia física del grandulón sino por la
superioridad numérica. Ellos eran tres. Él uno. La opción: golpearlos a
todos y huir. La
cuerda que lo maniataba por la espalda no cedía. Seguía tan tensa como
al principio. Tenía los dedos adormecidos por la presión y la mala
circulación sanguínea. Sólo esperaba que lo destaran al momento de
amarrarlo a la balsa. Esa era su única esperanza. Van
Strate se alejó por la playa en dirección a un bote. Subió a él y dos
de sus hombres remaron unos cien metros hasta el velero. Puesto
de pie, Indy dio un vistazo rápido de su peligrosa situación. Un matón
lo sujetaba del brazo derecho, caminando a su lado; el segundo sostenía
la balsa en posición vertical, con una pistola colocada en la cintura; el
tercero, a modo de anfitrión, lo esperaba con un rictus salvaje a medida
que se acercaba a él. —Desátalo
—dijo e Indy tensó sus músculos. No
bien las cuerdas se aflojaron de sus muñecas decidió actuar. —Quédese
quieto —repuso el grandote mientras le aflojaba las ataduras. Fue
cuestión de segundos. Bastó
un fuerte empujón con los hombros para que el matón fuera despedido
contra la arena de la playa, al tiempo que la pierna derecha de Indy salía
despedida con furia e impactaba en la ingle del segundo captor, que cayó
de rodillas lanzando un alarido de dolor. Acto seguido, y dejándose guiar
por la adrenalina, el puño de Indy se proyectó contra el rostro del que
sostenía la balsa. Le dolieron los nudillos cuando impactaron contra su
nariz, antes de que sacara el arma. Giró velozmente y le propinó una
soberana patada en la cara al primer grandulón que intentaba
reincorporarse del suelo. Ya
era suficiente. No debía continuar allí. Se acomodó el sombrero y corrió
a toda velocidad en dirección a la selva que bordeaba la playa. No
había ingresado aún en el follaje cuando escuchó el sonido del primer
disparo. En
el milenario panteón de la Polinesia, los Aku Kava Kava eran
deidades secundarias de gran arraigo entre la gente común. Cada aldea
adoraba a uno diferente y representaban a los espíritus de los
antepasados que, según los mitos locales, rondaban por las noches en
busca de ofrendas. Nada había más peligroso que negarse a sus
voluntades. Celosos y vengativos, los Aku Kava Kava inspiraban
respeto y temor entre sus fieles. Desde los días de los primeros
exploradores europeos del siglo XVII, sus estatuillas, moldeadas en madera
de toromiro, dura y resistente, se habían convertido en trofeos preciados
y muy cotizados. Sólo dos museos en todo el mundo poseían en sus
vitrinas piezas antiguas originales. El resto o habían sido quemadas por
el afán fanático de los misioneros franceses, o permanecían escondidas
en perdidas cajas fuertes de coleccionistas privados. Nadie estaba seguro
de que esto último fuera cierto. De hecho, la mayoría de los
especialistas sostenían que sólo quedaban intactas tres estatuillas y
era la tercera la que Indiana Jones había ido a buscar a la isla Tuamotu,
por recomendación del curador del museo de la universidad en la que
trabajaba. —Sería
un honor para nuestra institución tenerla, Indy. —Le había expresado
Marcus Brody en la puerta misma de su oficina, hacía diez días.—
Obtener un Kava Kava es como tener una Mona Lisa polinesica. Creo
que deberíamos hacerle caso a ese tal profesor Shih, viajar a las islas y
verificar si la pieza es auténtica. ¿Qué te parece? ¿No te vendrían
bien una vacaciones en el Pacífico sur? Y
a Indy le vinieron bien. Aceptó
viajar sin estar al tanto de los pormenores que se les vendrían encima
como alud. De haber sabido que el profesor Shih sería muerto por un dardo
envenenado horas después de que le entregara la estatuilla; o que Van
Strate organizaría una persecución por la isla, eliminando a todos los
que se relacionaran con la reliquia, lo hubiera pensado dos veces. Pero ya
era tarde. Estaba corriendo por una selva húmeda y retorcida, perseguido
por tres asesinos prestos a darle un tiro entre ceja y ceja. Cuando
llegó a la aldea, tenía casi tres horas de marcha forzada pesándole en
las piernas. Transpiraba copiosamente, estaba agitado y ansioso. Levantó
su sombrero fedora y secó las gotas de sudor que le perlaban la frente.
Echó un rápido vistazo a la media docena de chozas y gritó a viva voz: —¡David!...¡Estoy
aquí!... Le
dolió la garganta al pronunciar el llamado. La tenía reseca y el corazón
parecía salírsele del pecho. —¡Soy
yo, Indiana!... David
Morewest era un estudiante avanzado de arqueología. Cursaba el último
semestre en la cátedra de la Indy era titular y había sido especialmente
recomendado por Marcus Brody para que lo acompañara. Tenía veintinueve años
de edad, era inteligente, aplicado y con muchas ganas de prosperar en el
negocio. —No
se arrepentirá, profesor Jones —le había dicho el muchacho—. Le
prometo que pondré todo mi conocimiento en el trabajo. Y
no había mentido. Era capaz de identificar artefactos polinesios a
primera vista y fue mayúscula la sorpresa de fallecido
profesor Shih al reconocer su capacidad casi innata. —Un
buen discípulo, doctor Jones —había sentenciado mirando al famoso
arqueólogo—. Ha sembrado correctamente, amigo mío. Puede morir en
paz... Pero
en ese instante, lo último que Indy quería era morir. Menos aún en esa
isla sofocantemente húmeda, a miles de distancia de su hogar, de sus
libros, de sus seres queridos. —¡David!
—Volvió a gritar casi con desesperación—. ¿Dónde demonios...? De
pronto el esterillado de una de las chozas se corrió y Morewest apareció
con una colt en su mano derecha. —Profesor,
¿está solo?... Indiana
dio un leve suspiro y avanzó dos pasos. —¡Gracias
a Dios! —dijo—.Pensé que... —¡Deténgase,
profesor Jones!—exclamó el muchacho elevando el cañón del arma—. No
me ha respondido... ¿Está solo? Indy
levantó los brazos a un costado del tronco. —¡Sí,
estoy solo, maldita sea! Morewest
oteó los contornos de la aldea. Estaba asustado y alerta como un gato.
Una vez seguro, dejó de encañonar a Indy y lentamente caminó hacia él. —¡Profesor,
Dios mío, esto es una locura! ¡Han liquidado a tres de los nuestros! ¡Los
mataron! ¡Los mataron por esa bendita estatuilla! ¡Están dementes! —Y
se lanzó sobre Indiana con lágrimas en los ojos, abrazándolo. —David,
tranquilízate —prorrumpió Indy—. Escúchame, por favor.—Morewest
seguía histérico— ¡Escuchame!—Ladró el arqueólogo separándolo de
sí—. ¡Escúchame! Tenemos que sacar el Aku ya mismo de este lugar. ¿Dónde
lo pusiste?... Morewest
lo observó con temor. —¿Aún
lo tienes, verdad? —preguntó el arqueólogo. El
muchacho no respondió. Tenía la mirada desorbitada. —¡David!—exclamó
Indiana frunciendo el seño—. ¿Aún lo tienes?... Morewest
giro la vista hacia la punta del cerro más cercano. Indy lo siguió con
la mirada y mantuvo la respiración. —¿Allá
arriba?... —masculló por lo bajo. Morewest
movió afirmativamente la cabeza. —Es
un sitio seguro, profesor Jones. Hay muchas cuevas. Temí que me lo
arrebataran. No se me ocurrió otra cosa. Indy
suspiró. —Hiciste
bien —dijo palmeándole el hombro—. No te preocupes. Miró
el cerro con más detalle. Debía tener unos seiscientos metros de altura.
Estaba tapizado de árboles y la ascensión, calculó, les llevaría unas
cuatro horas. —Debemos
partir ya mismo —dijo con firmeza—. Aunque de seguro nos sorprenderá
la noche a medio camino. —Se apartó del joven y preguntó:—¿Cuándo
fue que sorprendieron a los porteadores y al guía? —Menos
de dos horas atrás... No les dieron tiempo a nada. Sólo yo atiné a
escabullirme en la selva. Sentí disparos y alcancé a ver cómo los
asesinaban a los tres. ¡Fue terrible! —Tranquilízate,
David. Tenemos que mantener la calma.. Morewest
lo observó de arriba abajo. Recién entonces advirtió la sangre seca en
la comisura de los labios de su profesor estrella. —¿Lo
atacaron? —Una
leve escaramuza, nada grave —desestimó tocándose la herida. —¿Y
que haremos con la estatuilla una vez que la recuperemos?—Inquirió
Morewest temeroso. Indy
guardó un leve silencio. Volvió a mirar la montaña que tenía por
delante y repuso: —No
lo sé... Algo se me ocurrirá. Y
sin decir más encararon la ladera del cerro con determinación. Era
como la boca negra y profunda del infierno. Un hoyo oscuro que se abría
entre las rocas y que repelía e invitaba a entrar al mismo tiempo. Indy
estaba agotado. Ya no era el muchachón resistente de antaño y la ascensión
se hacía notar en cada uno de los músculos de su cuerpo. David Morewest
sólo presentaba una leve agitación. —Es
esta, profesor —aseveró el estudiante señalando la entrada de la
cueva—. Ahí tiene la marca que dejé. A
un costado, sobre un roquedal lleno de verdín, podían leerse con
claridad sus iniciales “DM”. —Buen
trabajo, David—alegó Indy—. Ahora, rescatemos la estatuilla y
salgamos de aquí. Tal
como Indiana Jones había anticipado, hicieron cumbre con la luna llena
colgada del firmamento. Era una noche perfecta, clara, estrellada y sin
nubes. Aún en sombras el calor se dejaba sentir. El sobrecogedor poder de
la naturaleza, seguía condicionando los movimientos de ambos
exploradores. Morewest
encendió una rama a modo de antorcha e ingresaron. —¿Qué
tan importante es esta reliquia para que tanta gente muriera? —preguntó
el chico sorteando las rocas desprendidas que yacían en el suelo de la
caverna. —Mira,
David —le respondió—, en estos casos se juntan dos cosas: el valor
económico de una pieza extraña, como lo es ésta; y el valor simbólico,
que posee. Te sorprenderías cuán importante es esto último... —¿Valor
simbólico? ¿Para quién? ¿Para Van Strate?... Jones
no respondió y siguió marchando. La
cueva era larga y ancha, con paredes húmedas y tapizada de líquenes y
musgos. Costaba caminar. Había que hacerlo con precaución, ya que la
superficie del piso era resbaladiza. Cabía la posibilidad de doblarse un
tobillo y volver imposible la huída de ese lugar. Pocos sospechaban cómo
una tontería como esa podía complicar las cosas. Siguieron
avanzando. Giraron hacia la derecha en un recodo de la caverna. Fue
entonces cuando Morewest exclamó: —¡Allí
está, apoyada sobre aquella piedra! Indiana
se le adelantó con presteza. Levantó un bolso de cuero de regular tamaño
y metió su mano por la hendidura. Una media sonrisa se le dibujó en la
cara. —Buen
trabajo, David —dijo levantando la reliquia—. Buen trabajo... El
Aku Kava Kava sonreía. Su perfecto tallado en madera, hecho por
manos anónimas hacía centenares de años, recreaba el rostro de una
deidad horrible; un híbrido de hombre con pájaro que con sólo
observarlo infundía temor. Los ojos eran exageradamente grandes. Tenía
el seño fruncido y por debajo de su nariz aguileña, una fila de dientes
muy pronunciados sobresalían de la boca dándole la apariencia de diabólica
sonrisa. Medía unos veinte centímetros de altura y todo su torso
mostraba un cuerpo descarnado, con delgadas y filosas costillas a ambos
lados. Nada tenía que ver esa estatuilla con los cánones occidentales de
belleza. —Bien,
es hora de salir de aquí —dijo Indy acomodándose su sombrero. Guardó
el Aku en su bolso y giró en redondo, en dirección a Morewest. El
muchacho seguía con la antorcha en la mano, pero algo raro se le dibujaba
en la cara. Tenía una mirada extraña. —¿Te
sientes bien? —preguntó Jones. No
dieron tiempo a que Morewest respondiera. Como
por arte de magia, y saliendo las sombras circundantes, cuatro siluetas se
iluminaron por la luz del fuego. Natasius
Van Strate, con su pistola apuntándole al chico en la cabeza, dio un paso
hacia Indiana. —Buenas
noches, doctor Jones —saludó con ironía—. ¿Acaso pensabas que me
ibas a sacar de encima tan fácilmente? No somos tan sencillo de perder... Los
ojos de Indy se inyectaron con sangre. Apretó la mandíbula y amagó con
tirar un puñetazo. —¡Quieto,
amigo mío! —ladró el holandés amartillando el arma—. ¿O quieres
tener otro cadáver sobre tu conciencia?... Morewest
estaba pálido. —Discúlpeme,
profesor —carraspeó el muchacho—. Pero le juro que a este hombre lo
vi muerto, con sangre en la cabeza— dijo señalando a uno de los
sujetos, cobrizo y bajo, que acompañaban a Van Strate. El
holandés miró sonriendo al nativo. —¡Resultaste
ser un buen actor, Miloka!—clamó el holandés —¡Maldito
traidor! —explotó Indy al reconocer en la penumbra de la cueva al guía
aborigen que había contratado a instancias del profesor Shih; y que había
dejado junto con Morewest un día antes. —¡No
seas inocente, Jones! —prorrumpió Van State—. Es la ley del mercado.
La ley de la oferta y la demanda... ¿Acaso tú no trabajas para otros?
Miloka optó por un mejor sueldo, eso es todo. No lo juzgues mal... —Debió
pagarme lo que le sugerí sin regatear, doctor Jones —agregó el
polinesio. —Lo
tendré en cuenta para la próxima vez —agregó Indy. Van
Strate extendió su brazo en dirección al bolso. Hizo un gesto que
revelaba prisa. —Dámelo,
Jones. Hagamos las cosas rápido. Quiero abandonar esta maldita isla lo más
pronto posible. Indy
extrajo el Aku con parsimonia. —Tu
sabes que esto debería estar en un museo —dijo al tiempo que se lo
entregaba. —¡Déjate
de coleccionismo inútil! —ladró—. Tengo mejores planes para esta
estatuilla. Van
Strate tomó la reliquia y la revisó rápidamente. Acto seguido se la dio
a uno de sus esbirros, el mismo que horas atrás fabricara la fallida
balsa para Indiana, en la playa.— Llévala al globo. Partimos en
minutos. Indy
quedó sorprendido. —¿Globo?...—interrumpió—¿Qué
globo? Van
Strate lanzó una estruendosa carcajada que retumbó en la fría galería
de la caverna. —¿Cómo
crees que llegué a esta cima antes que tú?...¡En un globo aerostático,
idiota! No bien Miloka nos informó sobre el paradero del Aku lo inflamos
y surcamos los aires... Lamento no llevarte de regreso conmigo, Jones. Hizo
un movimiento leve y seco de cabeza en dirección a su matón. El grandulón
cerró el puño e, inopinadamente, lo estampó con fuerza contra la
quijada de Indy, que voló hacia un costado, quedando tendido en el suelo. —Ahora
sí, me despido de ti... permanentemente —repuso Van Strate con firmeza
y encauzó sus pasos hacia la entrada de la cueva—. Monwo —dijo dirigiéndose
al matón—, trae al chico con nosotros y dispone las cosas para que el
doctor Jones encuentre su tumba en esta caverna. Aturdido
por la fiereza de la inesperada trompada, Indy vio como Van Strate era
fagocitado por la oscuridad, seguido por Morewest y sus esbirros. La luz
de la antorcha se fue empequeñeciendo hasta desaparecer e Indiana Jones
quedó completamente a oscuras. A
tientas, se reincorporó apoyándose contra el muro rocoso que podía
sentir con la palma de las manos. Fue entonces cuando escuchó seis tiros.
Seis fuerte tiros que venían del exterior. ¡Morewest!,
pensó Indy. ¿Estaban fusilando al chico? Pero
bastaron tres segundos para cambiar de hipótesis. Un
temblor descomunal, que parecía aún más fuerte por la ceguera temporal
a la que estaba condenado, le reveló a Indy que acababan de demoler el
ingreso a la cueva... La habían bloqueado. ¡Querían
sepultarlo vivo!... El
globo aerostático semejaba un hongo gigante. Apostado en la cumbre misma
del cerro flotaba a medio metro del suelo, sostenido por un ancla de
hierro. Van
Strate ya había subido a la barquilla con uno de sus hombres y daba las
últimas ordenes antes de partir. Estaba nervioso y exultante por el
triunfo conseguido. Tenía el trofeo que tanto deseaba. —Monwo,
¡apresúrate! Sube al chico... El
grandulón titubeó un segundo —¿Qué
hacemos con el nativo, patrón? —preguntó señalando al guía. Miloka
lo miró sorprendido. —Me
dijeron que iba con ustedes...—arguyó. Van
Strate movió la cabeza de un lado a otro, negativamente. —¡Lastima,
no hay espacio acá adentro! —Y desenfundando su pistola le gatilló un
tiro en el corazón. Miloka se desplomó como un muñeco de felpa contra
las rocas de la cumbre. —¿Qué
esperas?—gritó Van Strate volviendo sus ojos a Monwo —¡Salgamos de
aquí! La
diminuta cabeza de pólvora del fósforo chisporroteó y, como en el Génesis,
“Se hizo la luz”. Indiana
Jones no fumaba, pero siempre tenía a mano una caja con cerillas. El único
inconveniente era que le quedaba sólo una y tenía que aprovecharla al máximo. Sin
darle tiempo a la llama, que ascendía presurosa por la varilla de madera,
buscó en el piso de la caverna la bolsa en la que Morewest había
escondido la estatuilla. Estiró
el brazo, la agarró y la acercó al fuego ya mortecino por el movimiento
de la mano. La
tela se encendió y el radio visual se amplió consideradamente. Una vez más
debía actuar con celeridad. Tambaleándose,
corrió hacia la entrada de la cueva. El
tal Monwo había hecho un trabajo a medias, nada prolijo. La improvisaba
antorcha se sacudía por el viento que se colaba por los brechas que
quedaban entre de las piedras, apiladas una encima de otra. Si
se apuraba y apartaba rápido las rocas recién amontonadas quizás tendría
una oportunidad. Monwo
cortó amarras y el globo inició su lento ascenso. Van
Strate movió una manivela y la bocanada de helio apresuró la subida,
sacudiendo la barquilla de caña de un lado para otro. El
holandés sonreía de oreja a oreja. Se asomó por el borde del canasto
como despidiéndose de la isla y, entonces, lo vio. —¡¿Jones?! No
podía creer lo que observaba: Indy estaba a punto de manipular su látigo
en dirección al globo. Sacudió
el brazo con fuerza y como si fuera una culebra entrenada el látigo se
desenrolló con pasmosa velocidad. Alcanzó uno de los laterales de la
barquilla y la punta se enrolló en uno de los tirantes que sujetaban al
inmenso balón de tela. —¡Mátalo,
Monwo! —gritó desaforado Van Strate—¡Mátalo! ¡Maldita sea, mátalo
o impedirá que subamos! ¡Es mucho peso! Indy
jaló hacia abajo y el látigo se tensó como la cuerda de un violín. Lo
agarró con ambas manos y levantó sus piernas con la clara intención de
impedir el despegue. Debía generar más peso. Tenía que abortar la huída
y poco lo importó la posibilidad de caer muerto por la lluvia de balas
que, desde la barquilla, salían del caño de la pistola de Monwo. De
pronto quiso hacer pie, pero le fue imposible. Miró hacia abajo y apretó
instintivamente los nudillos: estaba siendo levantado hacia el cielo a más
velocidad de lo que había supuesto. Cinco segundos más tarde, Indiana
Jones colgaba de su látigo prendido al globo aerostático, bamboleándose
de una lado hacia otro para impedir que los proyectiles le dieran en el
cuerpo. —¡Rayos!
—exclamó al ver cómo la copa de los árboles se hacían más y más
pequeñas a sus pies. Ya era tarde. No podía soltarse. De hacerlo se
mataría. Van
Strate asomó medio cuerpo fuera de la barquilla y miró hacia abajo. —¡El
muy cerdo está ahí, Monwo! —gritó exasperado— ¿Qué esperas para
matarlo? El
matón recargó su pistola con celeridad. Le temblaban las manos de los
nervios. —Veo
muy poco, señor —se excusó—. Está oscuro. Además, ese condenado se
zarandea de una lado para otro. No sé si podré darle. Entonces,
Natasius Van Strate giró sobre sí mismo y cambió de planes. Estiró
el brazo, tomó la válvula de regulación y la giró hacia la izquierda. —Si
quiere dar un paseito, se lo daremos. El
globo flotaba sobre la ladera de la montaña. De haber querido disfrutar
del paisaje, Indy hubiera alimentado su espíritu con el panorama de una
selva negra, densa y compacta, rodeaba de mar. Aquella isla era un paraíso
terrenal. Pero la situación no daba para ese disfrute de turista. La vida
del arqueólogo pendía, literalmente, de un hilo. Un
sensación extraña en la boca del estómago le indicó a Indy que el
globo descendía lentamente. “¿Van
a bajar?”,
pensó aferrándose con fuerza al mango del látigo. No era lógico. Pero
no se equivocaba... —¡Jones!—le
gritó el holandés— ¿Me escuchas? La
voz de Van Strate llegó nítida a sus oídos. —¡Te
voy a arrastrar por cuanto árbol encuentre en el camino, maldito bastardo! La
brisa proveniente del mar agitaba los pantalones de Indy y un brusco
descenso del aparato aflojó por una décima de segundo la tirantes del látigo. “¡Dios,
voy a matarme!”, pensó; pero de inmediato sintió que algo le
raspaba la suela de los zapatos. Eran
las copas de los árboles que se le acercaban. Iba
a chocar con ellos. Era inevitable. Desde
lo alto podía escuchar la voz excitada del traficante holandés. “¡Hijo
de perra!”... Una
portentosa rama dio contra su pierna derecha e Indy perdió fuerza en uno
de sus brazos. Repentinamente se sintió colgar de una sola extremidad y
la palma transpirada de la única mano que se aferraba al látigo empezó
a deslizarse lentamente. Otro
tronco golpeó sus muslos, y otra rama, y otra... Un ruido ensordecedor le
invadió los tímpanos: estaba chocando contra el follaje y podía sentir
una seguidilla lacerante de golpes en todo el cuerpo. Entonces,
la mano de Indy perdió el extremo del látigo. Fue
como ingresar en un torbellino claroscuro. Todo le dio vueltas y miles de
sombras irregulares se dibujaron, indefinidas, a través de los párpados
entreabiertos del arqueólogo, mientras caía y golpeaba; golpeaba y caía
sin cesar entre las ramas, en dirección al piso de la isla.
III DOS
SEMANAS DESPUÉS... BARNETT
COLLEGE NEW
YORK —¡Ya
no estoy para esos trotes, Marcus! —declaró Indiana Jones desde su
escritorio, atiborrado de libros, formularios y exámenes sin corregir
desde hacía días. —Este maldito hombro me duele horrores... Marcus
Brody caminó hacia él con parsimonia. —¡Indy,
por favor! —sonrió desestimando el comentario—. ¡Caíste desde casi
treinta metros de altura!...¡Tuviste mucha suerte! Cuando se lo comenté
a tu padre se sorprendió y no pudo contenerse al compararte con un gato. Indiana
se acomodó en la silla y gesticuló con un dejo de amargura. —A
esta altura ya no sé cuantas son las vidas que me quedan —expresó. —No
las cuentes, dicen que trae mala suerte—y arrojó una carcajada corta y
contenida. Se acomodó frente a su ex-pupilo y lo miró fijamente a los
ojos.—No te quejes. Pudo haber sido mucho peor. —Sí
—asintió Indy viéndolo con el afecto de un hijo—. En verdad Van
Strate se equivocó al bajar con el globo. Las ramas me amortiguaron la caída.
De haber subido por encima de las copas de los árboles no estaría
charlando aquí contigo. Hizo
un corto silencio, jugueteó con su lápiz sobre una hoja de papel y
frunció el seño. Una presión en el pecho le anunció la consabida ola
de angustia que parecía nacerle en el estómago, y que lo perseguía
desde hacia días. Finalmente inquirió: —¿Aún
no se sabe nada de él, verdad? Marcus
negó con la cabeza. —Nada. —¡Ése
criminal holandés! —chilló Jones—. Si tiró a David en el mar, jamás
lo encontraremos. —El
padre no pierde las esperanzas. —Pobre
hombre... No me gustaría estar en sus pantalones. —Según
tengo entendido ha contratado gente para que ubiquen a Van Strate. —No
creo que sirva de nada. Se esconde como un topo. Además —agregó
desalentado—, jamás admitirá lo sucedido y será imposible probar que
lo asesinó. Sin un cuerpo, no hay crimen. Marcus
se rascó la frente. —Es
cierto, pero pensemos en positivo, Indy. Quizás el muchacho pudo... —...pudo
sobrevivir. ¡Tengo pruebas de ello! El
vozarrón provino desde la puerta de la oficina. Era de un tono varonil,
agudo y claro. Un acento inconfundiblemente británico. Indy
levantó la vista. Marcus giró sobré sí mismo sorprendido. Sir
Mortimer Morewest estaba parado debajo del marco de la entrada. Vestía
con elegancia. —Les
ruego me disculpen no me haya anunciado, caballeros —dijo avanzando con
señorial porte, al tiempo se que quitaba un fino sombrero bombín color
gris claro y extendía su mano a Marcus—. El vicerrector me indicó el
camino y me tomé la libertad de entrar sin golpear. ¿Doctor Brody,
supongo?...—preguntó, aprisionando la palma de Marcus—. Es un placer.
Soy el padre de David. Brody
respondió al saludo con ímpetu en sus dedos. —El
gusto es mío, señor. Un placer. Le presentó al profesor Jones, al
Doctor Indiana Jones. Indy
se reincorporó rápido de la silla y estiró la mano. —Sir
Mortirmer...—articuló con respeto. —Lamento
conocerlo en una situación tan desgraciada, doctor Jones —dijo Morewest—.
David siempre me escribía mucho sobre usted. En verdad lo admira. ¡No se
imagina lo feliz que se puso cuando se enteró que podía llevar a cabo un
trabajo a su lado! A
Indy se le secó la garganta. —Siento
no haber podido ayudarlo como debía. Mortimer
Morewest desatendió el comentario. Infló el pecho, miró a ambos catedráticos
con solemnidad y repitió: —Tengo
pruebas de que mi hijo aún está con vida. Indy
miró extrañado a Marcus y volvió la atención hacia el noble británico. —¿A
qué se refiere? —preguntó. —A
esto... —y extrajo del bolsillo de su sobretodo una fotografía blanco y
negro—. La sacaron hace cuatro días. Indiana
la agarró y observó con detenimiento. No
cabía duda de que era una ampliación sacada a partir del original. En
ella se veía, de espaldas, el inconfundible perfil de David Morewest en
medio de una muchedumbre vestida de vivos colores primarios. Parecía ser
una procesión religiosa desplegada por una callejuela angosta, enmarcada
por muros de inmensas piedras perfectamente ensambladas. Indy
reconoció de inmediato el lugar. —El
Hatun Coriyoc, “la calle de las grandes rocas” —dijo con seguridad
meridiana. Sir
Mortimer sonrió. —Efectivamente,
doctor Jones. No se equivoca. Es el Hatun Coriyoc, en Perú. —Pero...
—titubeó Marcus—, ¿qué es lo hace su hijo en la ciudad de
Cusco?... —Por
lo que veo —intervino Indy—, participando en una ceremonia de
“pago”. Una antigua tradición andina en la que, por medio de
procesiones y ofrendas, se agradece a los dioses tutelares de la región
los dones recibidos a lo largo del año. Es una fiesta popular a la que
concurre mucha gente; una práctica que viene de la época de los incas y
que, actualmente, se ha cristianizado un tanto. Vean, observen esas
pancartas, al fondo, con el perfil de la Virgen... —Sí,
pero, miren aquí arriba —dijo Morewest señalando en el ángulo
superior derecho de la placa—. ¿Reconocen a ese hombre de espaldas? Indy
se mordió el labio superior. —¡Van
Strate!... —Así
es, profesor. El secuestrador de mi hijo. Marcus
se acercó a la foto y la contempló con detenimiento. —Discúlpeme,
Sir Mortimer —repuso finalmente, casi con timidez—, pero no me parece
que su hijo esté sufriendo presión alguna. Van Strate está muchos pasos
por delante de él. No comprendo... —Es
lo que yo tampoco entiendo —contestó el inglés—. Y me tiene muy
preocupado. Indy
volvió a su escritorio pensativo con la foto en la mano. Caminaba muy
lento, sopesando las palabras que quería pronunciar. —Sir
Morewest —dijo mientras hilvanaba los conceptos—, si por casualidad
usted ha estado pensando en una eventual asociación entre su hijo y
Natasius Van Strate, le diré que es poco probable en verdad. ¿Qué
sentido tuvo someterse a todos los inconvenientes que ya conoce, si David
tenía la estatuilla en su poder desde hacía un día? No es lógico. Se
la hubiera entregado antes. —No
sólo no es lógico, doctor Jones —intervino Morewest con potente
acento—. ¡Es imposible! Nunca se me cruzó eso por la mente. Mi hijo
sabe lo que está bien y lo que está mal. Sabe distinguir lo que es un
delito.—Hizo un breve silencio, como queriendo tranquilizar su
involuntario exabrupto—. Lo que yo creo—continuó— es que por alguna
razón que desconocemos, Van Strate lo ha obligado a estar con él. Indy
miró a Marcus con un brillo muy particular en sus ojos. De inmediato,
Brody captó de antemano la frase que su amigo diría. Lo conocía
demasiado. —Es
momento de actuar —sentenció Jones—. Tengo que partir ya mismo para
Perú, antes de que Van Strate se desvanezca otra vez. —Sabes
que la universidad apoyará la iniciativa —respondió Marcus con idéntico
brillo en la mirada—. Sólo tendré que convencer a dos o tres miembros
del Consejo Académico. Los mismos de siempre... —También
tiene mi más absoluto apoyo, doctor Jones —confirmó Sir Morewest
visiblemente contento—. En realidad había venido a ofrecerle todos mis
recursos para encontrar a David. Quiero recuperar a mi hijo. Indy
experimentó una bocanada de energía en todos sus músculos; incluso,
hasta el dolor del brazo pareció desaparecer. Estaba una vez más en
movimiento y no había nada que le insuflara tanta adrenalina como
reiniciar un trabajo inconcluso. —Lo
encontraré, señor —dijo con vehemencia—. Juro que lo haré. Como
de costumbre, momentos antes de cualquier partida, Indiana Jones estaba
hiperactivo. Iba y venía de una habitación a otra de su casa; armando
las valijas y proyectándose mentalmente a miles de kilómetros de
distancia, en dirección a su futuro destino. Marcus
Brody, sentado en un sillón del living, lo miraba con cierta desazón.
Con la nostalgia propia de un viajero que no puede realizar la travesía. —...Entonces,
¿ya combinaste el encuentro con el contacto de Sir Morewest? —preguntó
elevando la voz. Indy
se asomó desde la puerta de su cuarto. —Ese
tema está listo, Marcus—contestó—. Hablé con él hoy por la mañana.
En dos días tendremos una entrevista. —Bien.
Esperemos que ese tipo no pierda los rastros de Van Strate. —Según
Sir Mortimer es un excelente investigador privado —dijo volviendo a su
tarea de empaque—; y creo que ha dado prueba de ello. Ese holandés hijo
de perra ha dejado de ser el “topo” de antaño. —Debe
estar poniéndose viejo... Indiana
volvió a asomar el rostro. Sonreía. —Nos
estamos poniendo viejos —agregó, volviendo a su equipaje tendido
sobre la cama Marcus
lo siguió en la ironía. —Viejos,
pero más sabios, mi queridísimo amigo. Indy
repensó la frase unos segundos mientras acomodaba una camisa. —Ojalá
que esa sabiduría me permita terminar el trabajo rápidamente —En
esta ocasión corres con ventaja...—aseveró Marcus desde el living. —¿Te
refieres a mis amigos en Perú? Brody
asintió con un “ahá”. —Marcus
—alegó Indiana—, hace mucho tiempo que no viajo por allí. —De
todos modos, no habrás olvidado quiénes son los principales traficantes
de antigüedades de la zona. ¿O sí?... —Eso
es como andar en bicicleta —pronunció el arqueólogo—: una vez que se
aprende, nunca se olvida. Si
Van Strate viajó para vender el Aku Kava Kava en el mercado negro,
de seguro daré con las mismas personas con las que él trató. De ese
modo llegaré a David y a la estatuilla —En
ese caso, no pierdo las esperanzas de tenerla en el museo. Indiana
salió del cuarto; caminó hacia el sofá y se desplomó frente a su
amigo. Las maletas estaban listas. Sólo restaba esperar la salida del
hidroavión desde el puerto de New York, cinco horas más tarde.
IV CUARENTA
Y OCHO HORAS MÁS TARDE... PUERTO
DE EL CALLAO LIMA,
PERÚ La
bruma marina se elevaba desde la superficie del Pacífico cubriendo el
ancho muelle del puerto limeño. Una media docena de bares permanecían
abiertos, a pesar de lo avanzado de la noche; y la fauna portuaria,
compuesta por marineros, traficantes, estibadores y tránsfugas, ponían
en escena un cuadro que, a simple vista, podía ser calificado
sencillamente como peligroso. El aire de la costa, denso y pegajoso, lo
impregnaba todo y un permanente olor a pescado indicaba a las claras que
se estaba en el principal centro exportador de productos marinos de América
del Sur. El Callao tenía una larga historia. Era el más importante nexo
que Perú tenía con el resto del mundo y, como en todo puerto, allí se
congregaba lo mejor y lo peor de allende los mares. Indiana
Jones avanzó por el muelle con paso firme. Tenía las mandíbulas
apretadas e intentaba no demostrar en su rostro sentimiento alguno. Una
mera sonrisa, una simple cara relajada o una mirada sin personalidad,
hubieran sido suficientes para que cualquiera lo provocara de palabra;
presumiendo que la cordialidad era sinónimo de debilidad. Tenía que
mostrarse rudo, por dentro y por fuera. Su aspecto clásico, de sombrero
fedora, campera gastada de cuero, camisa con corbata, pantalones amplios y
duros zapatos marrones, exteriorizaba la faceta más mundana del arqueólogo,
la más dura; a tal punto que nadie hubiera sospechado que ese
extravagante gringo, con látigo a la cintura, era un profesor
universitario. 1948
se había inaugurado de un modo no muy halagüeño para los peruanos. La
democracia, derrocada por un cruento golpe de Estado, protagonizado por
militares, se había diluido entre tiros y actos de fuerza; y en la Casa
de Gobierno un general, que parecía no tener escrúpulos, pretendía
autoproclamarse Presidente de la Nación a través de una elección amañada
y fraudulenta, con el fin de legitimar su estadía en el Poder. El
clima político que se respiraba era tan pesado como la bruma del puerto.
Por doquier podían verse soldados armados, apostados en las avenidas y
paseos públicos. La censura a la prensa era un hecho y la violación a la
Carta de los Derechos Humanos —promulgada por la ONU ese mismo año—
una actividad corriente. La letra muerta de las buenas intenciones seguía
siendo la regla en un mundo que, tras dos guerras bestiales, parecía no
haber aprendido nada. Indy
siguió caminando, ahora con un trozo de papel en la mano derecha, que había
sacado del bolsillo de su campera. Tenía un nombre escrito de su propio
puño y letra: BAR TUMI. El lugar del encuentro. A
poco de caminar sobre el maderamen del andén, lo vio. Un cartel oxidado,
que colgaba sólo de un extremo, reproducía con letras descoloridas por
el salitre del mar, el texto que Indiana Jones tenía garabateado en el
papel. Se
acomodó el sombrero. Miró a un lado y otro del muelle y entró. El
calor humano, acumulado entre las paredes del recinto, impactaron
en su nariz. Un olor ácido, mezcla de transpiración, alcohol y tabaco,
le dieron la bienvenida. El aire era viscoso; tanto que Indy imaginó
poder cortarlo con una tijera. La iluminación, escasa, sólo le permitía
ver un amasijo de sombras en movimiento, indicándole que el local estaba
lleno de parroquianos. Pero bastaron unos pocos minutos para acostumbrar
las pupilas a lo mortecino del ambiente y moverse en él con absoluta
seguridad. A
menos de diez metros de distancia, en una mesa destartalada, apoyada
contra la pared del fondo, un sujeto levantó el brazo, invitándolo a que
se le acercara. Incluso
de lejos se notaba que era un individuo fornido, de rasgos europeos y un
traje claro de hilo, bastante desteñido, que no concordaba con el clima
general del sitio. Indy lo reconoció de inmediato: era Frederik Castelao,
el investigador privado contratado por Mortimer Morewest para ubicar a su
hijo. Tras
las presentaciones del caso, Indy tomó asiento y pidió una cerveza. A
poco de empezar la charla, advirtió que la locuacidad era la característica
más destacada de su informante. —Me
alegro mucho de que haya llegado rápido, doctor Jones —dijo el
investigador—. Las cosas en este país están muy feas y creo que mis
idas y venidas han despertado la suspicacia de los nuevos dueños del
gobierno. A esta gente no le gusta mucho ver a un extranjero sacar fotos y
hacer averiguaciones. Mañana mismo me marcho de aquí. Ya tengo el pasaje
reservado. No quiero pasar un día más en este hervidero de
violencia.—Extrajo del bolsillo de su chaqueta un puñado de fotos y un
papel escrito en letra manuscrita, y lo puso sobre la mesa—. Aquí tiene
toda la información que conseguí. Parte de ella se la transmití al inglés
por correo hace una semana, pero seguí investigando y nuevas cosas, muy
interesantes, han ido surgiendo. Mire —dijo notablemente orgulloso por
su trabajo—, ese tal Van Strate ha estado en la ciudad de Cusco haciendo
muy buenos contactos con traficantes de antigüedades, especialmente con
huaqueros, con ladrones de tumbas. Por lo que sé, todavía no vendió la
estatuilla; y, si me permite la opinión, no creo que la venda. Ha estado
dado muchas vueltas. Si quisiera sacársela de encima y meterla en el
circuito del mercado negro, ya lo hubiera hecho, ¿no cree?...—Indy atinó
a responder, pero Castelao no le dio tiempo—. En cuanto al chico, doctor
Jones, éste lo sigue al holandés a todos lados. Además, claro, de estar
acompañado permanentemente por un oriental llamado Monwo. ¿Lo conoce?... —Vagamente...
No hemos intimado. —Mejor
así. Ese tipo es un matón. Creo que sería capaz de matar a alguien si
Van Strate se lo ordenara... Aléjese de esa bestia, amigo. —Gracias
por el consejo. —Otra
cosa —agregó el detective
excitado por sus propio discurso—. El holandés ha estado participando
en ceremonias y rituales sincréticos; esos que combinan lo indio con lo
cristiano. Y al parecer, con gran devoción. No sé...; no comprendo por
qué lo hace. No da con el tipo. De todos modos, le dejo el dato por si le
interesa. Indy
levantó levemente su mano izquierda con gentileza y una media sonrisa en
los labios. —Si
me permite, Frederik—dijo—, quisiera hacerle una pregunta. —¡Oh,
disculpe usted! Soy un charlatán por naturaleza. Mi madre siempre me decía
que... Indy
subió las cejas y movió la cabeza de un lado a otro, resignado —Le
ruego me perdone de nuevo —sonrió Castelao—. No hablo más. Adelante,
le oigo. ¿Qué quiere saber? Indiana
Jones se acomodó en la silla y reclinó su cuerpo hacia delante. —¿Cuándo
fue la última vez que vio a Van Strate? —preguntó. Castelao
titubeo. —Hace
un par de días. Cuando hablé por teléfono con usted. —¿Y
sabe en dónde está ahora? La
boca de Castelao se torció en un gesto de decepción. —No...,
señor. —¿Le
perdió el rastro? —Bueno...,
mire..., yo en verdad lo tenía ubicado. Paraba en una casona a las
afueras de la ciudad, propiedad de un militar que ahora ocupa un cargo
importante en el Cusco, el coronel Adán Palomino Pampañaupa. Lo seguí
durante una semana hasta esa dirección, pero... —se tomó la sien
derecha preocupado y terminó confesando:— desde hace un día y medio no
supe nada más de él, ni del muchacho. Ese maldito parece haberse
desvanecido en el aire. Se borró. Desapareció. Ya no está en ese lugar.
Ayer, cuando dejé Cusco, todavía no lo tenía ubicado. —Carraspeó,
aclarándose la garganta—. Pero, de todas maneras—agregó—, le estoy
dando muchas pistas a seguir, doctor Jones... Me he ganado el sueldo. Indy
masajeó su barbilla. Las cosas no parecían ser tan simples; como siempre
las complicaciones eran parte de su vida. El Topo conservaba sus
antiguas mañas. Después de todo, no estaba tan viejo como había creído
al ver su foto en la universidad. —¿Qué
más puede decirme de ese militar? —inquirió Indy —¿Del
coronel Adán Palomino? —Sí. —No
mucho. Simplemente que es un soldado de carrera; que ha participado en el
golpe de Estado activamente y que por ello ha sido recompensado con el
mando del Quinto Regimiento, con asiento en Cusco. Además, tiene fama de
ser una persona instruida en temas incaicos. Dicen que publicó en
revistas no especializadas teorías muy personales sobre el origen de ese
pueblo que, claro, fueron rechazadas por los académicos de la universidad
local. Habría que ver qué dicen ahora, que él tiene el poder...—sonrío
por lo bajo—. Por último, y casi me olvidaba —agregó—, Palomino
colabora asiduamente con sociedades de beneficencia y la cruz roja. —Un
buen samaritano... —Efectivamente,
doctor —sonrió sarcástico. Indy
se puso de pie y le estrechó la mano, dando por concluida la reunión. —Bien
—dijo—, creo que ya sé por donde empezar. —No
le recomiendo ir a ver al coronel —sugirió el detective con aire
paternalista. —No;
no estaba pensando en él. —Mejor
así, amigo —repuso Castelao, reincorporándose—. Y deje —esgrimió
al notar que Indy amagaba pagar las bebidas consumidas—, yo invito. Juntos
salieron al muelle. El frío había aumentado y la neblina era más
espesa. Caminaron hacia la calle más cercana, en donde Castelao había
dejado estacionado un auto de alquiler. —Venga
conmigo, doctor Jones —ofreció—. Lo alcanzaré hasta Lima si desea. Indy
le estrechó la mano con firmeza. —Se
lo agradezco, Frederik; pero prefiero regresar en taxi. Dadas las
circunstancias, no es bueno que nos vean juntos. Una vez más, gracias por
todo. Se
despidieron. Castelao
se subió a un Ford modelo 39 e Indy giró sobre sus talones en dirección
opuesta. No
había dado una docena de pasos cuando el arqueólogo sintió una tremenda
explosión; cuya onda expansiva lo despidió con fuerza hacia delante,
revolcándolo en el piso húmedo por varios metros. Recién
cuando reincorporó la mitad de su cuerpo, y miró en dirección del automóvil,
se percató de éste estaba en llamas, con el chasis retorcido como si
fuera de papel y el cadáver de Frederik Castelao, ladeado sobre lo que
segundos antes había sido una portezuela. El pobre tipo estaba muerto.
Quemado. Desfigurado. La bomba cobarde, que le quitara la vida al detective, había cumplido con su siniestro propósito.
|
V FERROCARRIL
TRANSANDINO 4300
METROS SOBRE EL
NIVEL MAR Era
un vagón antiguo, sucio y con asientos de madera tan duros como el acero.
Nada confortable, ese tren que partiera de la Estación Central de Lima
con destino a la ciudad de Cusco, tenía, en cada uno de sus pernos ya
oxidados, una larga historia de dependencia y colonialismo. Producto de
una inversión británica realizada hacía más de un siglo, la Compañía
Ferroviaria Transandina Wolf & Trevor venía transportando seres
humanos, animales y mercaderías de un lado a otro de la cordillera
ininterrumpidamente. Esas trochas angostas que atravesaban en pocas horas
diversos pisos ecológicos, pasando de la costa desértica al paisaje de
montaña, abrupto y nevado, para luego descender a la humedad de las
selvas orientales, constituía el camino obligado, más barato y
accesible, que podía encontrarse en esas alteradas latitudes. Desde
su partida al amanecer, pocas horas después del atentado, Henry
“Indy” Jones dormitaba atravesado entre dos asientos, intentando
descansar y calmar la ansiedad que lo agobiaba, acostumbrándose al
traqueteo permanente del tren. No había podido alcanzar el sueño
profundo; la imagen de Castelao, destruido por la explosión, lo perseguía,
desconcentrándolo y evitando
que pudiera pensar metódicamente. Sólo la intuición funesta de sentirse
vigilado le ocupaba la cabeza ;y sus músculos doloridos le anunciaban,
con cada movimiento del tren, que estaba agotado. ¡Qué
bueno sería pegarse una ducha, calzarse las pantuflas y disfrutar de un
buen libro recostado en el sofá de su casa! ¡Qué lejos parecían estar
esas mínimas comodidades! Había
embarcado en el vagón de cola subrepticiamente, casi como un espía;
escabulléndose entre la multitud que abordaba aquel largo tren de más de
trece furgones. Tenía pensado llegar al Cusco al anochecer. Un día
completo de viaje. Una larga travesía y la esperanza futura de encontrar
a Van Strate, a David Morewest y la estatuilla, lo más pronto que le
fuera posible. Para ello tenía acudir a viejos conocidos; a personajes no
muy bien vistos por las autoridades e incluso por sus propios colegas.
Debería meterse en el místico mundo de los huaqueros; tratar con ellos,
comprarlos si fuera necesario; recuperar la confianza que una vez le habían
ofrecido, al ayudarlo en una excavación arqueológica. Pero
de eso hacía muchos años e Indy sabía que la gente, como el mundo,
cambiaba. Solía
decirse en el ámbito universitario que el saqueo de tumbas era la segunda
profesión más antigua de la historia después de la prostitución; y que
ambas compartían tres herramientas de disuasión, permanentemente
desatendidas: las leyes, la moral y los peligros físicos. Tanto en una
como en otra, las penas judiciales, la culpa y los riesgos de salir herido
físicamente eran un hecho. Aún así, los ladrones de tumbas (huaqueros)
y las cortesanas habían
conseguido vencer las trabas temporales, adaptándose a cada época y
autojustificándose con argumentos que, en ciertas ocasiones, podían
sonar lógicos. El
comercio ilegal de arte precolombino era una especialidad
en constante crecimiento, desde hacía unos cinco años. Floreciente y
lucrativo, el mercadeo de tiestos, cerámicas, y esculturas talladas en
piedra, poseían una atracción inmensa; explicable no sólo por la
belleza intrínseca de las piezas que se traficaban, sino por otra serie
de factores que las hacían codiciadas. Uno
de esos factores era el exotismo
que simbolizaban. Una pieza de cerámica mochica o nazca, era sinónimo de
misterio, de cultura perdida; incluso, de algo muy de moda por entonces: lo
étnico. Por otra parte, la exploración de nuevos sitios arqueológicos
tras la guerra —inaccesibles y desconocidos por la mayoría— había
generado una nueva, barata y amplia oferta de objetos, a los que se podía
tener acceso sin desembolsar grandes fortunas. Por último, sin por ello
ser menos importante, el creciente aumento de inversores en el campo del
arte había alimentado el contrabando del que se nutría Natasius Van
Strate. Criticados
por los arqueólogos, débilmente denunciados por coleccionistas y
curadores de museos, o ineficientemente perseguidos por la policía, los
ladrones de tumbas eran plaga, en lo que antaño fueran
territorios del Tahuantinsuyo o gran Imperio de los Incas. En el
Perú y Bolivia se los conocía como huaqueros[1]
y sus actividades se
desarrollaban en todos los pisos ecológicos del área andina. No había
desierto, montaña o selva que no hubieran sido visitadas por estos
conspicuos personajes; que constituían el escalón más bajo de un
trafico de vasijas y piezas únicas, que ellos mismos extraían de la
tierra. Tenían denominaciones diferentes en diversas partes del mundo. En
Grecia era los tymborychoi; en
Italia, los tombaroli; en la India, se los llamaba idol-runners;
y en Guatemala y México, esteleros.
Pero, no importaba el nombre que se les diera, todos ellos se dedican a lo
mismo: saqueaban antiguas tumbas en búsqueda de ajuares funerarios, para
luego venderlos, a muy bajo precio, a los ansiosos traficantes
internacionales. Incluso, la búsqueda de tesoros legendarios hacía que
en fechas determinadas del año se congregaran, guiados por cierta vocación
mística, cientos de huaqueros a practicar sus hoyos en reconocidas ruinas. Por lo general, en el imaginario popular,
todo enterramiento tenía la posibilidad de venir acompañado con vasijas
y oro. Y era este codiciado metal el que generaba una arraigada práctica,
consistente en darle a la Pachamama
(a la Madre Tierra) un "pago", en reciprocidad por las riquezas que ésta le
brindaba a la gente. Estos "pagos" (los cuales se
realizan por intermedio de chamanes
o brujos, encargados de preparar los "despachos",
o conjunto de productos que se ofrecen a la Tierra) debían estar listos
para cuando alguien salía a huaquear. Y por ese lado, creía Indy, podía principiar su búsqueda una vez instalado en Cusco, “El Ombligo del Mundo”. El
tren se detuvo en una estación empobrecida y aislada en plena puna. Un
edificio desvencijado, estilo victoriano, se recortó en el marco de la
ventanilla de Indiana Jones, con áridas montañas marrones como telón de
fondo. Miró semidormido el andén, extrañamente lleno de gente, y se caló
el sombrero enfrente de sus ojos para intentar conciliar el sueño. No
se percató de nada de lo que ocurría a su alrededor. No se dio cuenta de
la presencia de dos soldados que, con gestos poco evidentes y nada histriónicos,
trasladaban a los vagones de adelante a todos los pasajeros del furgón de
cola. A todos...menos al gringo de campera, sombrero y látigo, que
permaneció silente en su incómodo asiento. Diez
minutos después, la locomotora pitó y el tren se puso en movimiento. Al
abrir los ojos, Indy percibió de que algo había cambiado en su entorno.
Ya no oía las charlas en quechua, ni el murmullo de los pocos pasajeros
que lo acompañaban en el furgón, desde su partida de Lima. Pestañeó.
Se refregó los párpados para exorcizar el sueño prendido aún en las
pestañas y volvió a observar, esta vez con más detalle, el interior del
vagón en el que viajaba. Estaba
solo... No
había nadie. Se habían ido. Acercó
la cara al vidrio de la ventanilla como buscando una respuesta. El
paisaje cordillerano era imponente. Valles y cerros nevados; laderas montañosas
perfectamente convertidas en terrazas de cultivo desde los tiempos de los
incas; precipicios insondables y desfiladeros, angostos y anchos, se
desplegaron ante su vista. Más parecía estar viajando en un avión que
atravesando los Andes sobre las vías serpenteantes de un tren. “¿Qué
pasó con todos?”, rumió Indy para sí mismo. “¿Se habían
bajado en tropel es ese miserable puesto ferroviario, horas atrás?... Miró
de un extremo a otro del vagón y advirtió que el plano de inclinación
del piso empezaba a cambiar: el tren iniciaba la ascensión por una cuesta
muy pronunciaba. Remontaba un cerro. Se
agarró del respaldar de los asientos e imprimiéndole fuerza a las
piernas se desplazó en dirección a la puerta que comunicaba con el vagón
delantero. Uno...,
dos..., tres..., cuatro trancos. Faltaba poco. Estaba cerca. En poco
tiempo alcanzaría el picaporte de la portilla. Extendió
el brazo derecho y cuando estaba a punto de cerrar los dedos en la
falleba, un rostro sonriente, picado por la viruela y con una gorra
militar calzada sobre la cabeza, se perfiló por el ventanuco que tenía
la puerta. Indy
se frenó sorprendido. Lo
habían seguido... Su intuición inicial resultaba confirmada. El
soldado hizo un brusco movimiento de hombros y el ruido de un cerrojo se
sobreimpuso al traqueteo de las ruedas del tren. Indy
tomó el picaporte con fuerza y tiró de él. ¡Imposible
moverla!... Estaba clausurada, cerrada, inhabilitada desde el otro lado. Entonces,
de improviso, se oyó un ruido seco muy fuerte y el vagón en el que
viajaba Indiana desaceleró la marcha. La
imagen del militar empezó a alejarse más y más; empequeñeciéndose a
medida que su vagón tomaba distancia. ¡El
soldado había desprendido el furgón de cola en la mitad de una cuesta! Desenganchado
del convoy principal, el vagón alcanzó un punto muerto que duró apenas
segundos y reinició la carrera en dirección opuesta a la que llevaba. Descendía
a toda marcha. Semejaba un caballo desbocado. Sin límites; sin contención,
adquiría más y más impulso; más celeridad. Una velocidad desenfrenada
que la gravedad alimentaría hasta sacarlo de las vías y precipitarlo al
vacío, en la primer curva cerrada que se le presentara en el camino. No
había opciones: tenía que saltar o dejarse caer con el furgón. Debía
actuar rápido. No podía perder tiempo. —¡Maldición!
—prorrumpió Indy tratando de buscar una salida, al borde de la
desesperación. Miró
a un lado y otro del corredor. Su mente analítica procesó la situación. Dos
puertas.
Una
con cerrojo, la otra enfrentando a las vías y sus durmientes que, para
entonces, eran invisibles al ojo humano por la velocidad que la cuesta le
imprimía al vagón. Sólo
quedaba una opción: salir
por una de las ventanillas. Pero
eso tampoco era viable: un abismo de más de seiscientos metros de altura
corría pegado a un lado de la trocha. Era imposible saltar. No podía...
A menos que, en vez de bajar, subiera. Sí;
esa era la única manera de ganar tiempo y crear oportunidades. Ir para
arriba; hacia el techo. Actuó
con celeridad. Corrió
el vidrio de una ventana y sacó la mitad del cuerpo por ella. Apresó el
borde superior y pujó con sus piernas hacia el exterior. El
viento lo sacudió con violencia; lo desestabilizó. Aún así, Indy sabía
que no tenía otra vía de escape. El
ala del sombrero empezó a sacudirse como si fueran las de un picaflor a
punto de ingerir néctar. Otra
vez se impulsó con las piernas; buscó apoyo en donde pudo y trepó. En
el instante en que ganaba la superficie lisa del techo, no pudo dejar de
observar lo que sucedía en su entorno. Del
lado contrario al abismo, la ladera del cerro, pegada casi al vagón,
pasaba a una velocidad increíble. Cualquier mínimo roce con aquellas
rocas lo hubiera despedido hacia un costado. Se
sujetó con todas sus fuerzas, estirándose y pegándose al techo, para
evitar una mayor fricción. ...¿Y
ahora, qué?”...pensó. Tumbado
como estaba; sacudido por la ventisca y el movimiento brusco del vagón;
Indiana Jones llevó su vista hacia delante y se le heló la sangre... ¡Jesús!...
¡Una
curva!... “La”
curva. Indy
sabía que el vagón no soportaría el cambio de dirección. Volcaría; se
precipitaría al vacío; saldría volando... ¿En
cuanto tiempo?... ¡En
segundos! Era
ahora o nunca. Se
paró de golpe. El aire chocó contra su cuerpo expulsándolo hacia atrás;
al tiempo que esgrimía y sacudía su látigo contra la pared rocosa de la
ladera del cerro. Lo
último que alcanzó a ver fue a su vagón salir despedido de las vías;
y, como si fuera en una película de cámara lenta, despeñarse en dirección
del valle. No
lo vio cuando chocó contra el suelo, astillándose en millones de pedazos
y sembrando la zona del impacto con pernos, tuercas, tornillos, madera y
planchuelas de chapa y acero.. El
milagro volvía a repetirse. La suerte estaba una vez más de su lado; y
el látigo, enrollado en una saliente de roca, le había vuelto a salvar
la vida. Indy
colgaba a unos tres metros del piso, zarandeándose lentamente como un péndulo. Entonces,
la punta del látigo se desenrolló... Indiana
dio con los glúteos contra las vías de hierro. Una ola de dolor
indescriptible le recorrió el cuerpo. Frunció
los labios controlando el grito de rabia que pujaba por salir y maldijo
mentalmente. Pensó
en su padre y en esa comparación con los gatos que le hiciera a Marcus
Brody, pocos días atrás. ¡No
había derecho a que las cosas siempre se le complicaran tanto!...
Y, para colmo de males, ¡estaba sin descansar desde hacía más dos días!
VI RÍO
IÑAPARI Cuenca
Amazónica Bordeado
de selva, el calmo Iñapari más parecía una ruta pavimentada que un río.
De
regular cauce y poco turbulenta corriente, se expandía por la llanura
tropical, serpenteando elevaciones y creando meandros tan bellos como
misteriosos. ¿Qué habría más allá de la espesura? ¿Qué historias
contarían esas junglas sudamericanas? ¿Cuántos espíritus aventureros
habían perdido allí la vida, en épocas de la conquista española? Ninguna
de esas preguntas le interesaban en absoluto a los miembros de la tribu
Maricoxi, que surcaban las aguas en ocho largas canoas de troncos. Iban
acompañados por hombres blancos. Sujetos barbados y sucios que portaban
escopetas y revólveres de tambor, que evidenciaban un abismo cultural y técnico
con las lanzas, arcos y flechas de los aborígenes. Eran garimpeiros,
buscadores de oro. Maleantes alejados de la sociedad; aislados de la
civilización y de la justicia que, en ocasiones, se asociaban con tribus
selváticas para realizar operaciones de saqueos a otras comunidades, en
busca de metal precioso y mano de obra esclava. En esa oportunidad, el
objetivo era una maloca cercana; un grupo étnico que nunca había tenido
contacto con el “blanco” y del que se contaban cosas maravillosas. La
primitiva flotilla avanzó en silencio por la superficie del río. Todas
las comunicaciones entre sus miembros eran gestuales. No estaba permitido
hablar, chistar o imitar el sonido de ningún pájaro. Debían alcanzar la
aldea por sorpresa, asesinar a los más viejos, secuestrar a los más jóvenes
y cargar con todo el oro que pudieran encontrar. Pandoro,
el jefe de los garimpeiros, un individuo obeso como una morsa y de sucios
bigotes rubios, levantó de golpe el brazo. El
sonido apagado de los remos contra el agua desapareció y las canoas
siguieron desplazándose impulsadas por la inercia, en absoluto mutismo. Había
visto algo a lo lejos. Un
muchacho. Un
niño de apenas cinco años chapoteaba a unos doscientos metros de
distancia, ignorante de la presencia invasora. Pandoro
descolgó el rifle que colgaba de su hombro y llevó el percutor del arma
hacia atrás. La levantó, apoyó la culata contra su cuerpo y le apuntó
al niño, justo en la cabeza. No
gatilló. Permaneció un tiempo disfrutando de la sensación de poder que
le producía tener a esa criatura justo en la mira y bajó el arma. Observó
sonriente al maricoxi que remaba a su lado. Se sentía omnipotente.
Entonces, levantó el rifle por encima de la cabeza y todos se aprestaron
a iniciar el ataque. Sorpresivamente,
la superficie del Iñapari empezó a sacudirse. Borbotones
de agua oscura sacudieron las canoas y varios de los indios Maricoxis
perdieron el equilibrio. Burbujas
de vapor emergieron como si el río fuera un caldero en ebullición. Todo
cambió de repente. Una
bola de luz incandescente recorrió el cauce en dirección a la flotilla.
La superficie del río hirvió y cuando el núcleo luminoso alcanzó a las
canoas, todas ellas se evaporaron en una explosión sobrenatural, como si
fueran de cartón corrugado. El impacto despidió a los cuerpos calcinados
de los atacantes, muchos de los cuales eran sólo cenizas antes de caer en
las humeantes olas. El
río Iñapari había explotado. La selva se había sublevado. En
segundos, los salteadores no era ni siquiera recuerdos. El
niño observó de lejos como las columnas de vapor se elevaban hacia el
cielo a sólo doscientos metros del sitio en donde chapoteaba
inocentemente. Giró la cabeza hacia la ribera y miró a su abuelo. Sin
decir palabra el anciano mojoweweque le dio la espalda y regresó
al bosque.
VII CIUDAD
DE CUSCO EL
OMBLIGO DEL MUNDO Merisa
Linda Pretie era especialista en cerámica precolombina. Desde hacía ocho
años dirigía el departamento de arte incaico en la Universidad de San
Benito Abad y solía pasar sus noches analizando antiguos tiestos sobre su
mesa de trabajo, en los subsuelos de la facultad. Estaba
convencida de que esas eran las mejores horas. Sin gente, sin alumnos, sin
asistentes; sin colegas que la importunaran con preguntas y
cuestionamientos respecto de las actitudes que el cuerpo docente tenía
que tomar tras el golpe de estado militar. —En
caso de que las cosas se compliquen —decía—, tomo la mochila, las
herramientas y me voy a la montaña, hasta que todo esto se calme. Pero
en el fondo sabía que aquello no era posible. Estaba
demasiado acostumbrada a las comodidades de su estudio. Por otro lado, no
podía llevarse las vasijas y colecciones antiguas de las vitrinas de la
oficina. ¿Qué haría en las montañas? ¿Buscar nuevas piezas? ¿Vivir
de la caza y de la pesca?... En
caso de que los militares la atosigaran por algún motivo, haría lo
posible para pasar por tonta y capear el temporal lo mejor posible. No tenía
militancia política en ningún grupo radical y nunca se había
caracterizado por exponer sus ideas políticas en público. Sus compañeros
y colegas la habían tildado de descomprometida; pero a ella no le
interesaban los adjetivos. Su pasión estaba en el estudio de sus cerámicas.
De seguro, la nueva dictadura no la afectaría demasiado. Espigada
y con un cuerpo bien contorneado, Merisa era una mujer atractiva a sus
treinta y ocho años. Sus ojos color miel y unas pestañas prominentemente
bellas, eran el cometario de todos en la universidad. Y era justamente con
esos hermosos ojos con los que la Doctora Pretie analizaba en ese instante
una pieza de arcilla cocida, procedente de una excavación costera. Los
colores fuertes de los bordes y las serpientes bicéfalas que decoraban el
cuerpo de la cerámica la tenían fascinada. A un costado del ofidio, una
silueta humanoide, con tocado ceremonial, parecía danzar con un bastón
en la mano; en tanto que unos extraños glifos irregulares “volaban”
al su alrededor, envolviendo la figura. Hizo
girar la pieza entre sus dedos y tomó notas en una libreta. Estaba
extasiada; tanto que no escuchó los pasos sigilosos provenientes del
pasillo contiguo. De
espaldas a la puerta de su estudio, tampoco advirtió cómo la sombra de
un hombre se deslizaba en silencio hacia el interior. Cuando
la tomaron del hombro, dio un alarido de sorpresa. Giró y pudo observar,
iluminada por la luz amarillenta de su lámpara, una cara demacrada,
tocada por un sombrero. —¡¿Indiana?!...
—Exclamó—. ¡¿Indiana Jones?!... ¿Eres tú?... ¡Por Dios, Indy! Le
costó poco tiempo a Indy resumirle los avatares de los últimos días.
Sin demasiados detalles el asunto era bastante sencillo. Además, con
Merisa siempre se habían entendido bien y bastaban pocas palabras para
que la mujer dedujera las derivaciones de todo el asunto. Desde el primer
momento en que se encontraron, allá por 1939, cuando Indiana Jones
trataba de encontrar un ídolo chachapoya en las selvas peruanas,
había mantenido un regular contacto postal con su colega. Al menos
durante el primer tiempo... —Tengo
que mantenerme escondido, Meri —dijo Indy, saboreando un café humeante,
a un costado del estudio—. Los militares me siguen los talones. De
seguro Van Strate está detrás de todo esto. —Pero
ahora deben darte por muerto. —No
lo sé... No estoy seguro. —Sí,
es dudoso. Ningún periódico hizo referencia al accidente: y ya han
pasado dos días... —Eso
es lo que me extraña y preocupa. ¿Acaso es tan común que un vagón se
desbarranque por un precipicio para que no salga en los
diarios?...—preguntó retóricamente Indy mientras le daba el último
sorbo al café—Acá hay algo raro. Aún me buscan, no hay duda de ello;
y yo estoy muy retrasado.—Hizo un silencio, clavó la mirada en su amiga
y dijo:—Necesito tu ayuda. —¿Qué
quieres que haga? —Que
me contactes con Don Salvador. —¿El
chamán?—inquirió sorprendida. —Sí. —Indiana,
no creo que... —Es
la única forma de encontrar a los huaqueros que trabajan para Van Strate. —Lo
sé, pero...Don Salvador no es un tipo de fiar. Tú sabes bien con qué
clase de huaqueros trata. Con lo peor del mercado. Es peligroso, Indy. —¿Y
que sugieres? Merisa
no respondió. Mantuvo el silencio por espacio de unos segundos. Jones tenía
razón. Finalmente apuntó: —¿Sabes
algo? Desde hace años deseaba trabajar contigo... —¿Sí?...
Muchos se terminaron arrepintiendo por eso —respondió con ironía. —No
será mi caso—dijo acercándose a él y apoyando un brazo sobre su
hombro— Vamos, tienes que descansar, dormir un poco. Estás hecho una
piltrafa, doctor Jones. Tengo un sitio seguro en donde hospedar a
los “prófugos de la justicia”. Y
tomando su abrigo, invitó al arqueólogo a salir a la calle. El
Cusco era una ciudad mágica, un lugar en donde el pasado y el presente se
mezclaban de una forma muy difícil de describir con palabras. Allí
estaban los muros incas, con su majestuosidad e imponencia monolítica
soportando el peso de los siglos, de las invasiones y de los terremotos. Más
allá, las ruinas de los palacios quechuas desde los cuales se controló
gran parte de la América del sur antes de que los españoles pusieran sus
pies en esas tierras, seguían impactando y admirando al más insensible
de los viajeros. Cusco, el Ombligo del Mundo, fundada según rezaba
el mito hacia el año 1200 de la era cristiana, era el místico producto
de los héroes civilizadores más destacados de la genealogía incaica:
Manco Cápac, el primer soberano, y Mama Ocllo, su hermana y esposa. Cusco
seguía siendo un centro sagrado para muchos. Nunca había perdido su
prestigio; todo lo contrario; lo conservaba en su gente, en sus
tradiciones y en el respeto que todavía le guardaban los campesinos que
llegaban a él. Por ello, si uno estaba atento y paraba
bien la oreja, podía escuchar el saludo que se le brindaba a la vieja
capital imperial: “Napaykukuykim
hatum K’osk’o”:“¡Oh,
gran ciudad, yo te saludo!”. A
3.394 metros sobre el nivel del mar, Indiana se sentía extraño. El
oxigeno, en menores dosis ambientales, volvía las piernas pesadas y la
agitación exagerada con sólo caminar una cuadra. Poco era lo que hacía
el mate de coca, que cortésmente se ofrecía a todos los inadaptados gringos.
La planta sagrada de los Andes era inoperante, y por más que se tomaran
litros de aquella infusión quechua, los efectos del soroche
(el mal de las alturas) se dejaban sentir durante, por lo menos,
cuarenta y ocho horas. Recién cuando el físico entraba en consonancia
con la naturaleza elevada de ese piso ecológico, podía uno empezar a
disfrutar plenamente de la maravillosa ciudad. Indy
sabía que el Cusco estaba cercado por Dioses. Eran los Apu,
los Señores de las Montañas; los espíritus protectores de los cerros
que no faltaban en ninguna comunidad de la región de la Sierra. A ellos
se les rendía homenaje y ceremonia; se los respetaba y hablaba como a
seres vivos. En ocasiones recibían “pagos”,
ofrendas, para que en actos de dadivosa reciprocidad, les restituyeran al
hombre devoto sus actos de fe, con buenas cosechas, fertilidad y generosa
procreación de los ganados. Según
los mitos, cada Apu tenía jurisdicción sobre determinados espacios;
sobre cerros y picos específicos. El culto a las alturas, tan común
entre los incas, se mantenía vivo, actuante; incluso en la imaginería
cristiana, que no dudó en representar a la Virgen con el contorno
piramidal de muchos cerros. Excelente táctica para trasladar la fe
aborigen de la antigua a la nueva religión. El
automóvil de Merisa Pretie se detuvo en un callejón oscuro de las
afueras de la ciudad, justo frente a una casucha en la que había
negociado una reunión con Don Salvador. El
chamanismo, tal como lo definían los estudios especializados, era
la técnica del éxtasis por medio de la cual una persona
“elegida” poseía la extraordinaria facultad de comunicarse con los
muertos, los “demonios” y los “espíritus de la naturaleza”; sin
convertirse por ello en un instrumento de los mismos. Haciendo uso del
trance, el chamán “volaba” hacia el otro mundo con el objeto de
encontrar en él las soluciones que sus pacientes le requerían. Indiana
había estudiado bien el tema y sabía que ser chamán implicaba superar
diferentes pruebas de iniciación, que sólo una minoría determinada
lograba concretar con éxito; alcanzando la sabiduría mística que el
culto requería. En
el Perú, y especialmente en la región de la Sierra, los chamanes recibían
el nombre de Pacos y a ellos se
acudía para buscar salida a problemas tan complejos como la cura de una
enfermedad; un “daño”; el dolor de un amor no correspondido o la
necesidad de pedir permiso a un Apu para practicar un acto determinado.
Por todo ello, era común que se emplearan indistintamente los términos chamán, curandero, hechicero o mago, para hacer referencia a una
misma realidad cultural y social. Los
chamanes quechuas, como Don Salvador, eran los herederos de una dilatada
tradición en la que ellos eran capaces de efectuar magia blanca y magia
negra indistintamente, actuando también como adivinos. Los quechuas
distinguían entre chamanes superiores, llamados alto mesayoc (o altomesa), y chamanes inferiores, llamados pampa
mesayoc (o pampamesa). La diferencia esencial entre ellos residía en
su relación con los espíritus. El altomesa
podía conversar con los Apu, que son su medio principal de adivinación;
mientras que el pampamesa sólo era guiado, por tener un poder menor. El término Paco
era un título genérico que no tomaba en cuenta su poder y especialidad. Don
Salvador era, técnicamente hablando, un poderoso altomesa. —No
es habitual en mí viajar a un lugar tan alejado de mi hogar, doctor Jones
—dijo el chamán extendiéndole la mano—; y menos con un toque de
queda impuesto por los militares —Se
lo agradezco mucho, Don Salvador. —No
tiene porqué agradecer. Hace años que no nos vemos, pero aún lo
recuerdo con afecto, muchacho. Usted es un gringo respetuoso de nuestras
creencias...Y usted también, doctora —agregó mirando a Merisa—. Por
eso estoy aquí. Indy
sonrió con simpatía. Invitó a Don Salvador a que se sentara en un banco
y junto con Merisa hizo lo mismo a un costado del viejo. —Don
Salvador —dijo con respeto—, no quiero perder tiempo con rodeos. Seré
franco y directo... El
veterano chamán, de casi noventa y cinco años, movió afirmativamente la
cabeza. —¿Qué
desea saber? —preguntó. —Usted
tiene contacto con importantes huaqueros, ¿lo siguen contratando para sus
excavaciones, verdad? —Sí... —Necesito
que me guíe a uno de ellos. —¿A
quién? —Alguien
que haya trabajado para un holandés; para un tal Natasius Van Strate.
Tiene que haberle vendido algo; o comprado una pieza de madera, una
estatuilla... ¿Qué sabe al respecto? Don
Salvador permaneció en un misterioso mutismo. Pensó durante unos larguísimo
segundos. Luego repuso: —El
extranjero del que habla, doctor Jones, es un hombre peligroso y con
muchas influencias. Claro que lo conozco. Lo conozco a él y a un socio
suyo, un militar... —El
coronel Palomino—intervino Indy. —Veo
que está bien informado—sentenció—. Él y Palomino han estado juntos
desde hace tiempo; pero ahora, con el golpe de estado, el poder de ambos
es mucho más grande. Tienen al gobierno de su lado y pueden hacer lo que
les plazca. No es conveniente interferir con ellos. —Es
perentorio que lo haga —dijo Jones con firmeza—. No tengo opción. El
anciano suspiró. —En
otras circunstancias—dijo— le negaría mi ayuda, doctor. Sus
intereses, de alguna manera, van en contra de mis negocios.
Usted sabe que no sólo vivo de curaciones,
sino de aquellos que trafican en el mercado negro....Pero despreocúpese...—aclaró—.
En honor de los viejos tiempos, tiene en mí a un aliado. —Gracias
—murmuró el arqueólogo controlando la ansiedad. —Le
contaré una breve historia, quizás le sirva de algo. —Soy
todo oídos... —Hace
unos siete años —comenzó el chamán— fui llamado para intervenir en
un ritual de “pago”; una de esas excavaciones clandestinas que usted
conoce, y en la que necesitan de una persona como yo para que intervenga
ante las deidades tutelares de la Tierra. En esa oportunidad, recuerdo que
un oficial alemán participó del ritual. Un nazi. El
corazón de Indy dio un vuelco. —¿Nazi?...¿Cómo
sabe que era nazi? Don
Salvador hizo un mohín. —Si
un oficial alemán tiene uniforme nazi, insignia nazi, condecoraciones
nazis, gorra y sobretodo nazi....Es
nazi... ¿No cree? Indy
se sonrojó. —Pero
¿acá? ¿En Perú?...—interpeló con rapidez, como queriendo esconder
su tonta pregunta anterior —Mucha
gente apoyó a ese
tal Hitler por estas tierras, doctor Jones. Conocí a varios con esa
ideología y le aseguro que nadie le impedía a un gringo
alemán vestir como quisiera en un país como este. Ese oficial era
conocido del coronel Palomino, él fue quien me lo presentó aquella
noche. —¿Qué
noche? —La
noche en que encontraron el cetro
sagrado, el bastón. Merisa
miró a Indy subrepticiamente. Estuvo a punto de intervenir, pero prefirió
callar. ¿Podía ser cierto?
¿Era
su sospecha posible?... —¿A
qué bastón se refiere? —inquirió Jones, sintiendo que la adrenalina
empezaba a circularle por las venas. El
anciano hizo un impasse. Bajó la vista al suelo. Volvió a levantarla al
cabo de un rato y dijo con solemnidad: —¿Para
qué pregunta lo ya sabe, señor? Indy se echó hacia atrás. Sus ojos le brillaban como dos luceros. No podía creer lo que estaba oyendo. Cuando miró a Merisa, advirtió que ella también había adivinado la respuesta. |
VIII APU
KON TIKI VIRACOCHA Cuenta
el mito andino: “...Y
en el origen todo era desorden, todo era un caos. Nada estaba definido y
los hombres de la Primera Creación vagaban por el mundo sin sol y sin
luna, sin orden ni concierto. Nada conocían, nada comprendían...
Entonces, viendo esto, Apu Kon Tiki Viracocha, el Uno, el Primero, el
Supremo y Todopoderoso Dios, bajó a la Tierra a orillas del sagrado lago
Titicaca y creó las luminarias y al nuevo hombre y a la nueva mujer, que
llamó Manco Cápac y Mama Ocllo, respectivamente; y les dijo: QVayan y
civilicen el mundo; enseñen a trabajar la tierra, los valores y la
cultura; humanicen a los primeros runas (hombres) y funden la capital de
un imperio en donde esta vara se entierre. Y desde allí, desde el centro,
desde el Ombligo del Mundo, impongan su sabiduría y su poderf.
Así
sus hijos lo hicieron. Y en donde quieran que pararon, a comer o dormir,
procuraban hincar en el suelo esa vara de oro. Cuando finalmente ésta se
hundió y obedeciendo la orden del Padre, fundaron Cusco. Y él,
Viracocha, el Omnisciente, partió en un derrotero que lo llevó a visitar
todas sus tierras. Para cuando estuvo satisfecho, a orillas del mar que
llaman Mamacocha, embarcó en balsa hacia el poniente prometiendo regresar
algún día”. Mito
precolombino recopilado por Baltasar Rodrigo de Conejeros, 1542. El
Chevrolet 1940 de Merisa volaba por la ruta que bordeaba el cauce del río
Urubamba. Era un camino asfaltado, seguro y desértico. Bastaba con asomar
la vista por las ventanillas para poder observar las gigantescas montañas
andinas que, para esas altas horas de la madrugada, adoptaban un color
azulino profundo, que se confundía con el firmamento estrellado de la
noche. Iban
en busca de un huaquero; un ladrón de tumbas sindicado por don Salvador
como “el pillo más cercano al holandés”.
Un hombre de temer, de arma en mano; un tránsfuga capaz de cualquier cosa
con tal de conseguir una cerámica en buenas condiciones para vender al
mundo civilizado por suculentos dólares. Había participado en esa
excavación clandestina, hacía siete años. Y su rol no era menor: había
sido el responsable de “hacer
el pozo”
y de sacrificar a dos campesinos en honor a la Tierra. Merisa
estaba estupefacta. No podía creer lo que escuchaba de boca del viejo. ¿Sacrificios
humanos! ¿Cómo era posible semejante bestialidad? ¿Cómo se permitían
actos tan nefastos? ¿Por qué él, el viejo brujo, no había hecho nada
al respecto? —Mire,
señorita —había respondido el anciano—, si usted pretende llegar a
la edad de noventa y pico de años, que son los que yo tengo, tendrá que
olvidar muchas cosas y mirar hacia otro lado en más de una oportunidad.
¿Cómo cree que llegué a ser tan longevo?... Merisa
no había respondido; y desde ese momento dejó de dirigirle la palabra a
don Salvador; a pesar de que el ritual de muerte estaba concluido al
arribar él. Pero Indy se mostraba exultante, curioso. Sus ideas se
arremolinaban en la mente. Las preguntas querían salir, brotar por la
boca. Y no cayó ninguna de sus dudas. —¿Te
das cuenta del giro que está tomando todo esto?—le preguntó a su compañera,
que aceleraba, apretando con fuerza el manubrio del Chevrolet—. Si lo
que dijo don Salvador es cierto, y nada me indica de que no lo sea, esos
malditos encontraron el cetro sagrado de los incas. ¡El bastón de
Viracocha! ¡Es increíble, Meri! ¡Increíble!... —Sí;
increíble es que creas en esas bobadas, Indiana —respondió
cortante—. Eso no es posible. Lo que cuentas es mito, leyenda; una
superstición recogida por los españoles en tiempos de la conquista. Nada
de eso ocurrió en verdad. Es un mero relato sagrado, una metáfora si
quieres... como sucede en tantos pasajes de la Biblia. Indy
miró por la ventanilla el cielo. —Te
sorprenderías de las cosas que he visto a lo largo de mi
carrera...—dijo sonriéndose. La
muchacha lo miró de soslayo, sin quitar la atención de la ruta. —¿Sabes
algo?—prosiguió Indy— He estado pensando todo este tiempo en la
historia que nos contó Salvador... —¿Ahá?... —Sí;
y sospecho que creo entender la conexión que existe entre Van Strate, la
estatuilla, Palomino y el cetro. —No
termina usted de sorprenderme, “doctor
Jones”—formuló
irónica. Indy
mantuvo su sonrisa ladeada. —Dime
algo, ¿has leído las conclusiones que publicaron los miembros de esa
expedición sueca, el año pasado? —¿Qué
expedición? ¿La de Thor Heyerdahl? ¿La expedición Kon Tiki, por el océano
Pacífico?[2] —Sí. —Claro
que las leí. —¿Y
cuál es tu opinión? Merisa
meditó unos segundos. —No
lo sé. Ellos dicen haber demostrado que grupos humanos pudieron partir de
América y alcanzar Oceanía en balsas. Pero no hay datos arqueológicos
seguros al respecto... Eso tú lo sabes bien. —Pero
hay sí muchas leyendas que hablan de viajes por el Pacífico. “Dioses”
que llegaron y “dioses”
que se fueron desde este continente... Además, ciertas costumbres
polinesias se asemejan mucho a costumbres americanas. Para ser más
concretos a costumbres incaicas. —¿Cuáles?
¿Las de alargarse los lóbulos de las orejas? —¿No
te parece extraño que tuvieran el mismo molesto hábito? —Eso
no tiene nada de raro —dijo Merisa—. En las islas Marquesas existía
la misma costumbre. Y también en Borneo y entre algunas tribus africanas. —Y
en Perú... —Sí.
También aquí. Según los cronistas españoles, las familias incas más
linajudas se daban a sí mismo el nombre de “orejones”,
porque se les permitía alargarse artificialmente los lóbulos como signo
de dignidad. —¿Y
qué cuentan las leyendas incas sobre Viracocha? Lo recuerdas. —¡Oye!
—exclamó la chica—. ¿Acaso me estás tomando examen? Indy
respondió con una risa amable. —No;
sólo estoy tratando de pensar en voz alta. En esa parte del mito en el
que Viracocha parte en balsa desde las costas del Pacífico para nunca más
volver. —Está
bien, pero, ¿qué tiene que ver este asunto de viajes precolombinos y el
tema que nos ocupa? —Creo
que mucho. Observa —y se acomodó en su butaca moviendo las manos
mientras hablaba—. Me preguntaba porqué motivo Van Strate, interesado
últimamente en arte polinesio, se asoció al coronel Palomino. ¿Qué
relación es la que los une? ¿Qué necesita uno del otro? Y me parece que
no me equivoco si digo que el nexo está dado entre el Aku Kava Kava que
me quitó y el cetro que encontró el militar hace siete años. De alguna
manera que desconocemos esas dos reliquias se relacionan. —¿Una
estatuilla del Pacífico sur y un bastón legendario? —inquirió escéptica. —No
te apresures —intervino Indy calmadamente—. Piensa. ¿Qué hay si esos
viajes de los que habla Heyerdahl son ciertos? El personaje mitológico
que une ambas regiones es el mismo... —De
ahí el nombre que el sueco le puso a su balsa: Kon Tiki Viracocha. —Efectivamente...
—y se quedó meditabundo largo rato. —No
sé qué pensar. Por lo pronto —señaló Meri— te sugiero que te
concentres en el huaquero que vamos a ver, porque de seguro no tendremos
una recepción diplomática. Golpeó
a la puerta tres veces, intentando imprimirle al llamado un cierto toque
de seguridad y confianza. Pasado
el minuto, repitió la operación con más fuerza. —¡Pacho!
—llamó Indy con firmeza en la voz—. Abra la puerta. Nos envía don
Salvador. Ábrame por favor. Quiero hacerle una preguntas. Merisa
observó a ambos lados de la callejuela en la que estaban. Era un arteria
angosta, empedrada y con un antiguo canal incaico que traía agua fresca
desde la cumbre de la montaña más cercana. —¡Pacho!
—exclamó Jones por segunda vez. Entonces,
Merisa advirtió un movimiento con el rabillo del ojo izquierdo. —¡Indy!
—gritó— ¡Mira! ¡Se escapa! Tras
saltar una tapia, varios metros más allá en la calle, una silueta sombría
emprendía la carrera en dirección al cerro vecino. —¡Regresa
al auto! —prorrumpió Indiana, al tiempo que salía tras el fugitivo—.
¡Espérame en el lugar convenido! Y
se perdió en la oscuridad. Corrieron
por espacio de cinco minutos, ascendiendo por un sendero irregular de
tierra y pedregullo, que llevaba a la cima. Indy le gritaba que se
detuviera, pero era en vano. El huaquero, con su conciencia sucia, hacía
caso omiso a los llamados del arqueólogo; acelerando la marcha más y más. Para
cuando llegó agitado a un reborde de la montaña, se paró unos segundos
a tomar aire. Miró hacia atrás. Únicamente alcanzó a observar el nítido
contorno del sombrero fedora que ornamentaba la cabeza de Jones y se le
acercaba decidido. Intentó emprender la huida; y de súbito un estampido
resonó en todo el valle. El
caño del revólver de Indy humeaba. —¡Tengo
mejor puntería de lo que parece, Pacho! —vociferó a la distancia—.
¡Quédese en donde está y no se mueva! El
huaquero obedeció, esperando a que el arqueólogo lo alcanzara —¿Qué
quiere de mí, gringo?
—preguntó cuando Indy se paró a su lado, apuntándole. —Información. —Yo
no sé nada de nada. —No
es eso lo que me han contado —respondió Jones—. Escuche, quédese
tranquilo. No soy de la policía. Mire —y guardó el arma en la
cartuchera en signo de confianza—. Sólo necesito que me diga el
paradero de un extranjero con el que trabajó: Natasius Van Strate. —El
holandés ya no está aquí. Se marchó. —¿A
dónde? —No
lo sé —indicó con brusquedad. —Vamos,
Pacho. Puedo pagarle bien esa información. Dígame en dónde está Van
Strate. —No
quiero problemas con nadie, gringo.
Y menos con esa
gente. Ya bastantes calamidades he tenido que sufrir después de lo del
“pago” con cristianos. —¿Se
refiere a los sacrificios de hace unos años? —Me
amenazaron si hablo o digo algo —asintió—. Y no pienso decir nada... —Escúcheme
bien —instó Indy—. Muchas vidas más corren peligro de muerte. ¿Quiere
ser responsable de eso también? El
huaquero lo miró extrañado. —No
me importan otras vidas, señor.
Sólo la mía es la que cuenta. Y ahora si quiere matarme, hágalo. No diré
nada. ¡Vamos! —exclamó levantando las manos—. ¡Máteme! Apenas
terminó la frase, sonó un segundo estampido y el huaquero se sacudió
por la fuerza del proyectil que impactaba en su pecho. Indy
quedó estupefacto. Al
instante una nueva ráfaga de municiones levantó una nube de polvo a centímetros
de sus pies. Desenfundó
el revólver y saltó detrás de una roca, disparando al vacío
desconociendo desde dónde provenía el ataque. Sin
tiempo a nada, los agresores volvieron a dispararle. Indy
sentía el silbido de las balas pasar a su lado. La roca despendía
chispas con cada balazo. Se
asomó y trató de ubicar el cuerpo de Pacho tirado en el piso. Allí
estaba, inerte; sin movimiento alguno. Muerto. No
había nada qué hacer en ese cerro. Sólo escapar. Dio
una mirada al entorno y advirtió que el sendero seguía subiendo. Cubriéndose
con los disparos sucesivos de su revólver corrió siguiendo la huella.
Las sombras de la noche le servirían de escudo. Corrió
desesperadamente. Sentía por detrás los gritos de varios hombres
organizando la persecución. Aparentemente organizaban un movimiento de
tenazas. Eran
soldados. Continuó
su alocada marcha. —¡Tiren
a matar!
—oyó. —¡No
debe salir con vida de esta montaña!
—vociferó otro. —¡No
tiene escapatoria! ¡Lo tenemos rodeado! ¡Liquídenlo!... —y un
enjambre de plomo sacudió piedras y cortas ramas por encima de su
sombrero, mientras corría. ¡Y
después decían que la historia nunca se repetía!,
maldijo mentalmente. Arma
en mano Henry “Indy” Jones llegó, jadeante, a lo que parecía ser la
cima del cerro. No pudo percibir con exactitud cuán grande era su
superficie: las ruinas de una antigua construcción incaica cubrían la
mayor parte del terreno plano, impidiéndole percibir la extensión del
terreno. Una
puerta. perfectamente construida con piedras preciosamente labradas, lo
invitaba a ingresar al interior del templo destechado. “Estilo
imperial”,
catalogó el arqueólogo instintivamente mientras atravesaba la obertura.
“Un
sitio de alto valor ceremonial”.
Un lugar perfecto para resistir el ataque de los soldados; pero, ¿por cuánto
tiempo? Atravesó
un recinto oscuro cubierto de pasto y tomó por un corredor angosto,
flanqueado por grandes rocas esculpidas sin ornamentación e idéntica
calidad arquitectónica. La luz de la luna le permitía apreciar el
perfecto trabajo que esos incas habían hecho con la piedra, consiguiendo
combinar jerarquía, austeridad y belleza de una manera única en el arte
precolombino. A
lo lejos, volvió a escuchar los gritos de los militares. Se acercaban. Caminó
presuroso. Subió por una escalinata tallada en la roca misma del suelo y
entró en un nuevo espacio cercado de muros. En el centro, una roca sin
trabajar, en estado natural, ocupaba la mayor parte de la estancia. “Un
intihuatana”,
coligió Indy dándole un rápido vistazo. “El Amarradero del Sol”.
Una protuberancia pétrea que los incas utilizaban para estudiar el
movimiento del astro rey, analizando las sombras que se proyectaban sobre
el suelo. Un sitio ritual por excelencia. Miró
en todas direcciones. No encontraba salida. Debía regresar sobre sus
pasos. En
eso, las voces de sus perseguidores se apagaron por completo. De seguro
habían alcanzado la cima. Los
tenía muy cerca. Era hora de encontrar un lugar seguro desde donde
resistir hasta que se le terminaran las balas de su revólver. El
silencio casi podía escucharse. Era total. Angustioso. Sabía
que los soldados lo estaban rodeando; como se rodea a una presa de caza
antes de darle muerte. Se
agachó debajo de un dintel y agudizó el oído. Necesitaba escuchar
pasos, jadeos; algo que lo guiara al momento de apretar el gatillo. Más
de pronto, con el rabillo del ojo percibió cómo alguien se movía a sus
espaldas, cerca del intihuatana. Giró como un rayo y levantó el arma en
dirección de la sombra. Apuntó, movió el dedo índice para disparar
y... se detuvo. Frente
a él había un hombre extraño; un espectáculo extraño. Era claramente
un aborigen. Tenía puesta una bincha muy alrededor de la frente y un
vestido largo que le cubría el cuerpo hasta por debajo de las rodillas.
Calzaba sandalias y no tenía armas. Observaba a Indy con misteriosa
tranquilidad. Dijo
algo en lengua quechua y señaló con el brazo hacia la derecha. Indy
lo siguió con la mirada sin dejar de apuntarle. —¿Quién
eres?... El
sujeto no respondió. Permaneció estático, con su brazo extendido, indicándole
un camino. Indy
se reincorporó y observó en la dirección apuntada: una puerta. Una
nueva puerta justo detrás del “Amarradero del Sol”. “¿Cómo
no la había visto antes?”... Sonrió
en muestra de agradecimiento y volvió los ojos hacia el personaje. Ya
no estaba... Buscó
sorprendido por todo el recinto. El sujeto había desaparecido como por
arte de magia. Se
dirigió presuroso hacia la puerta. Se paró debajo del dintel y miró
hacia abajo. Una escalinata, magistralmente tallada en la superficie
rocosa de la montaña, descendía en zigzag hacia el valle. Era la salida
que buscaba. Sin
perder un segundo, inició el descenso. No
había recorrido más de cuarenta metros cuando giró la cabeza y miró
para arriba. Tenía que asegurarse que los soldados aún se mantenían a
distancia. En cualquier momento ellos también encontrarían la puerta,
detrás de la gran roca ceremonial, y se percatarían de que era el único
camino posible para abandonar la cima. Pero
había algo raro... No era posible lo que veían sus ojos. Los escalones
se encadenaban hasta la cumbre para dar contra un muro sólido,
infranqueable, de inmensas piedras cinceladas.
IX FRONTERA
PERUANO-BRASILEÑA AMAZONIA BARRA
DO SAO MIGUEL El
grupo encabezado por Natasius Van Strate entró al miserable poblado
exhibiendo sin prurito un arsenal poco habitual en la selva. Los seis
soldados que lo escoltaban, fuertemente armados con fusiles a repetición,
y el joven David Morewest, que caminaba a su lado, desplegaban en conjunto
un andar de fuerza, ímpetu y “dignidad” conquistadora que intimidaba. Estaban
en territorio brasileño. Habían cruzado la frontera hacía sólo
minutos. Un límite “móvil” que se extendía, sin mojones, a escasos
cien metros de la plazoleta a la que arribaban. Barra
do Sao
Miguel era uno de esos extraños enclaves selváticos, en medio de la
nada, que aglutinaba, en su reducido perímetro de casuchas y tiendas
derruidas, dos soberanías diferentes; dos territorios nacionales que ponían
a la vista lo artificial de los límites políticos trazados por el hombre
y su egoísmo nacionalista. Van
Strate, como de costumbre, desentonaba con el entorno por su elegancia
estilo europeo. Pulcro como un farmacéutico, era el centro de atención
de todos los aldeanos que se iban reuniendo a ver el espectáculo. David
Morewest tenía el rostro demacrado y no cabía dudas de que había bajado
mucho de peso en el último tiempo. Los pantalones le “bailaban” en
las caderas, estando obligado a sujetarlos desprolijamente con un curtido
cinturón de cuero. Su mirada, sin vivacidad juvenil, observaba el entorno
con desgano. —¡Quiero
hablar con el jefe! —gritó Van Strate en portugués en un tono nada
autoritario— ¿Quién de ustedes es el que está a cargo Un
hombre blanco y con barba de dos días ensuciándole la cara se abrió
paso entre los aldeanos y se paró desafiante delante del holandés. —Yo
estoy a cargo, señor
—repuso con parquedad. —Muy
bien —articuló Van Strate y extendió su brazo izquierdo a David, con
la mano abierta hacia arriba. El
muchacho sacó de su morral un fajo de billetes y lo colocó entre los
dedos de su captor; quien de inmediato se lo entregó ostentosamente al
sujeto. —Mil
dólares —dijo—. Para usted “Jefe”.
Son suyos, tómelos. El
individuo los agarró con duda. Contó y miró una media docena de ellos.
Los billetes eran “buenos”.
Tenía en su poder una pequeña fortuna. El
clima de la muchedumbre cambió de repente. La gente se mostraba
distendida y decenas de comentarios corrieron de boca en boca. El
“Jefe”
miró a Van Strate. —Sígame,
caballero —dijo gentilmente con una sonrisa discontinua de dientes
amarillentos, al tiempo que encaminaba sus botas en dirección al único
bar de la localidad—. Yo invito... —¿Usted
es el alcalde? —inquirió Van Strate mientras se apoyaba al mostrador
del local. —No,
señor —sonrió el “Jefe”—.
Lo matamos hace una semana. Esto es una democracia, ¿sabe?... El pueblo
tiene derecho a “remover” a sus representantes —y lanzó una estentórea
carcajada. Van
Strate lo imitó y palmeó su hombro. —Creo
que haremos buenos negocios juntos, “Jefe”. —Usted
disponga, señor... ¿Qué clase de negocios? —Queremos
alcanzar una zona en la selva y necesitamos un guía. —¿Qué
zona? —Déjeme
que le muestre —y sacando un plano lo extendió frente a los ojos del
rufián—. Mi intención es llegar hasta aquí —dijo señalando una
región peruana, al norte de Barra do Sao Miguel y casi pegada al límite
con Brasil. El
“Jefe”
se acercó al mapa. Lo miró con detenimiento, ubicándose en esa geografía
bidimensional a la que no estaba acostumbrado. —¿Es
la zona del río Iñapari? —preguntó finalmente. —Sí. —Señor
—repuso mirándolo con preocupación en los ojos—, no creo que usted
quiera ir a ese lugar... —¿No?...
¿Por qué no? —Es
territorio de los Mojowewekes. —Justamente
a ellos queremos llegar. —No
tienen contactos con el hombre blanco. Que yo sepa, nadie pudo alcanzar la
aldea. Son reacios. Se esconden como fantasmas. Además, esa zona tiene
“algo
malo”... —¿A
que se refiere con “algo
malo”? —Es
zona tabú, señor. Zona prohibida.—Tomó aire y terminó afirmando con
todo grave:— Está embrujada. Van
Strate lo observó sorprendido. —¿Embrujada?...
—sonrió–.¡Vamos, “Jefe”!
Usted no creerá en eso, ¿verdad?... El
rufián acomodó todo su cuerpo contra el mostrador del bar. —Sí
que creo, señor. Ocurrieron cosas extrañas por esas tierras. Se habla de
ello desde hace años. Sin ir más lejos —dijo—, hace poco menos de
una semana toda una partida de compañeros desapareció en la zona. Eran
hombres fornidos. Se dedicaban a “contratar”
indios... Usted entiende, ¿verdad? —Van Strate asintió. Conocía algo
sobre el tráfico ilegal de aborígenes en esas regiones apartadas del
Estado— Además—continuó el “Jefe”—,
iban acompañados por indios Maricoxis. Una tribu vecina, aliada nuestra y
muy guerrera. No era gente improvisada. Van
Strate intentó meter un bocadillo pero el sujeto lo interrumpió con un
ademán. —Y
hay más...—señaló—. Anteayer, un garimpeiro que navegaba por uno de
los afluentes que llevan al Iñapari, encontró los restos de una de las
canoa. Estaban completamente calcinados, cristalizados... ¿Usted vio algo
parecido alguna vez? Yo no. El calor que produjo eso debe haber sido
infernal.... —...continúe—arengó
el holandés por lo bajo. —Pegados
a la madera había dos dedos humanos. Estaba fundidos a la canoa. Era como
si la sangre coagulada hubiera servido de pegamento... ¡Asqueroso!... Y
por un anillo pudimos identificarlos. Eran los de Pandoro, un líder local
muy respetado. Van
Strate sacó un cigarrillo y lo prendió con parsimonia. —De
todos modos quiero ir a esa región —aseveró con firmeza—. Hay mil dólares
más para el guía. El
“Jefe”
se secó la transpiración que le corría por el cuello. —No
creo que a los mojowewekes les interese nada que pueda usted ofrecerles,
señor. Por otro lado, nadie de Sao Miguel se arriesgará a remontar el Iñapari
hacia el norte. No después de lo ocurrido. —No
quiero remontar el Iñapari —corrigió Van Strate—. Lo que busco es a
alguien que nos lleve por un afluente y nos deje en la costa, muy cerca de
donde supuestamente esa gente tiene su maloca. Nosotros haremos lo que
resta por tierra. Entraremos, como quien dice, “por la parte de atrás”. El
“Jefe”
se quedó en silencio mirando el mapa desplegado ante sus narices. —Será
un trecho pesado y peligroso, señor —agregó finalmente. —Es
un trabajo bien pago. —En
ese caso —replicó el truhán—, lo cobraré por adelantado— y
extendió la mano abierta en espera del nuevo fajo.
X LA
HERRAMIENTA DE LA HISTORIA La
mansión estaba construida en el predio aledaño a una pista de
aterrizaje, tal como lo mostraba la fotografía que el pobre de Frederik
Castelao había sacado en el proceso de su investigación para Sir
Mortimer Morewest. Era una casona estilo colonial, blanca y resguardada
por rejas pintadas de verde oliva. Un cerco perimetral de arbustos muy
tupidos la aislaba del resto del barrio, resaltando aún más su categoría
arquitectónica y dándole el aire de importancia que el coronel Adán
Palomino, su propietario, quería que tuviera. Indy
guardó la foto en el bolsillo de su campera y fijó la mirada en la
hilera de ventanas iluminadas del segundo piso. Por el movimiento de
sombras, dedujo que había mucha gente ahí adentro y lo más probable era
que también tuvieran a Merisa con ellos. La
chica había desaparecido del lugar de reunión convenido. De seguro,
sorprendida por los soldados mientras lo esperaba, su fiereza innata se
habría hecho notar con puñetazos y rasguños al por mayor. No era una
mujer fácil, pero la superioridad numérica y la lógica actitud ante la
punta de un fusil le habrían hecho bajar los brazos y dejarse llevar sin
mucha más resistencia que la ofrecida inicialmente. Indy
se deslizó por debajo del cerco e improvisando una ruta zigzagueante a lo
largo de todo el parque, alcanzó la parte lateral de la mansión. Encontró
una puerta abierta, la de la cocina, e ingresó con sigilo. Con más temor
que prudencia pasó de una sala a otra, escondiéndose detrás de muebles
y puertas entreabiertas. Evidentemente la reunión era en el segundo piso.
Muy poca gente se movía por la planta baja y el primer nivel. Subió
subrepticiamente por la amplísima escalera de caracol y entró en una
habitación mediana, repleta de armas antiguas, colgadas en las paredes.
Se acercó a la portezuela que daba a la sala contigua. De allí venían
las voces. Entonces, se asomó sutilmente por la hendija para ver qué
sucedía del otro lado. Era
un salón enorme, decorado con tapicería española y mantos
precolombinos, cubriendo los muros. Tres hileras de repisas con cerámicas
originales de diversas culturas andinas flanqueaban un juego de sillones
color púrpura y a un costado, sobre una mesa de alabastro, resplandecía,
bajo la luz de una lámpara, la deforme silueta del Aku Kava Kava. En
el centro de la escena, un personaje de estatura mediana y peinado con
gomina bien tirante hacia atrás, daba pasos marciales de un rincón a
otro; exhibiendo una colección de medallas plateadas colgando de su
uniforme azul. A Indy no le cupo la menor duda: era el capitán Adán
Palomino Pampañaupa. Hacia
la derecha, tres soldados permanecían enhiestos cual estatuas,
flanqueando una figura que le resultaba conocida. Demasiado conocida...
era Merisa Pretie. La
muchacha se veía intimidada, aunque no golpeada o herida. La habían
tratado con cuidado. De
pronto, y desde un ángulo que Indy no captaba, un cuerpo enorme; un
amasijo de músculos y carne trabajada por el ejercicio físico, le tapó
la visual. Aquello se parecía ya a una reunión familiar. “Conozco
a todo el mundo”,
pensó Jones; en tanto la sangre le hervía de bronca en las venas al
reconocer a la mano derecha de Van Strate: el salvaje Monwo. —No
sé si el patrón estará de acuerdo con usted, coronel —repuso el
polinesio con su típica voz gangosa de matón analfabeto—. Nunca le
gustó mezclar a extraños en sus asuntos. Es peligroso. Y menos
mujeres.... —¿Peligroso,
dices? —exclamó Palomino, acercándosele—. ¡Ya no hay peligros para
nosotros, Monwo!... ¿No lo entiendes? En breve conseguiremos todo.
Manipularemos el poder en su sentido más absoluto. ¿Y tú te preocupas
por esta chica?... ¡Já!... Creo que no entiendes nada, amigo. Cuando Van
Strate regrese de la selva concordará conmigo. Despreocúpate... yo me
hago responsable. Ve y descansa. Anda, te has ganado la paga diaria. Monwo
asintió con la cabeza y dio un giro en dirección a Indiana; quien apenas
tuvo tiempo de ocultarse detrás de la puerta que el matón usó para
salir del salón, atravesar la galería de armas y perderse por la
obertura siguiente. —En
cuanto a usted, doctora Pretie —continuó Palomino—, jamás imaginé
que pudiera involucrarse con un ladrón subversivo como ese
profesor Jones. ¿Acaso estaba enterada de que mató a un hombre en El
Callao, o que desembarrancó un vagón de tren, poniendo en peligro
decenas de ciudadanos?... Ese sujeto es un peligro público. —Yo
creo que el peligro público es usted, coronel —respondió Merisa,
masticando rabia. —¿Yo?...
¡Já!... En verdad me hace reír, doctora. Yo sólo soy una herramienta
de la historia. —¿”Herramienta de la historia”?
—repitió la chica— Por lo que veo no es sólo un peligro público;
además es un loco peligroso. Palomino
contuvo la ira que fluía. Se sintió ofendido por las palabras, pero
reaccionó con su medida diplomacia de salón. —Lamento
que usted no vea los resultados finales de la operación. Pero le aseguro
que mi nombre quedará para la posteridad . Buda podrá ser olvidado,
también Jesús o Mahoma; pero mi persona los sobrevivirá a todos ellos,
por los siglos de los siglos —Sí
—dijo Meri—; conozco ese tipo de delirio. Sus amigos, los nazis, lo
tuvieron y vea como terminaron... ¿Cuántos años dijeron que duraría el
Tercer Reich? ¿Mil?... El
coronel se estaba incomodando. Indy lo podía percibir en el modo en que
miraba a Merisa. —No
más comentarios, amiga mía. —Elevó la vista en dirección a los
soldados—. Llévenla a su cuarto. No desearía que estuviera cansada
para el momento del “pago” Fue
como un flash de terror visceral que le recorrió todo el cuerpo. —¿”Pago”?
–exclamó la chica, en tanto era conducida por los militares hacia la
salida— ¿De qué “pago” habla?... ¡Coronel!... ¡Respóndame! Palomino
movió displicente la cabeza y sus hombres obedecieron. De un momento para
otro, quedó solo en la gran sala. Indy
desenfundó su revólver y aprovechando que el militar se servía una
copa, de espaldas a donde él se escondía, avanzó lentamente y le puso
el caño en la nuca. —Un
centímetro que se mueva sin avisar, y le vuelo la tapa de los sesos
—dijo. Palomino
giró muy lentamente la cabeza y lo vio. —¿Jones?... Indy
le sonrió con sarcasmo. —¿Quién
cree? ¿Viracocha?... —Doctor
Jones... Van Strate me habló mucho de usted. —No
crea todo lo que la gente dice, coronel. —Claro
que no. Van Strate me refirió de su inteligencia, pero si está aquí, en
mi casa, amenazándome, es evidente que no es tan inteligente como ese
holandés supone. Se metió en la boca del lobo, doctor —dijo lanzando
llamas por los ojos—. No dejaré que salga de aquí con vida... Ni a la
chica tampoco. Indy
lo tomó por la solapa y aprisionó contra la pared. Quería en verdad
matar a ese individuo. —¡Maldito
demente! ¡Debería liquidarte ya mismo! Pero necesito saber algo... ¿A
qué parte de la selva viajó Van Strate y dónde está David Morewest? ¡Dígame!
—le ladró en el rostro. —A
la Barra de Sao Miguel... y el muchacho está con él —respondió
Palomino. —¿Y
que hay allí que es tan importante? El
coronel apretaba sus dientes. Parecía que iba a explotar de ira. —¡Gringo
sucio! ¡Pagarás por esto! Te juro que... Indy
lo golpeó con la mano que tenía libre y volteándolo sobre uno de los
sillones le introdujo el caño del arma en la boca. —Salpicaré
todos los tapices si es necesario —manifestó con furia—. ¿Qué hay
en Sao Miguel que sea tan importante?... El
militar tembló. Indiana parecía dispuesto a jalar del gatillo. Tenía el
rostro desfigurado por la cólera —El
cetro... —respondió Palomino con dificultad. Indy
le extrajo el caño, boquiabierto —¿El
cetro sagrado? Pero, ¿no es que ya lo tenía usted? —Lo
tuve apenas unos pocos días. Después se perdió. —¿En
la selva? ¿Cómo es posible? ¿Cómo llegó hasta allí? —Mis
socios de entonces decidieron mandarlo a Berlín —dijo—; y para ello
contraté a un piloto de la Cruz Roja Internacional—hizo un silencio
como recordando ese acontecimiento lejano—. El avión se estrelló en la
jungla en 1941. —¿Y
ahora lo han hallado? —Sí...
Igual que lo hallaron a usted —respondió con una enigmático mohín. Indy
salió de una sorpresa y se metió en otra. —¿Qué
es lo que dice?... La
mano de Monwo cayó como un mazazo sobre la cabeza del arqueólogo,
hundiendo la copa del sombrero fedora hasta el cráneo y sumergiéndolo en
la más dolorosa de las inconciencias. Palomino
se reincorporó y trató de recuperar parte de la dignidad perdida. Acomodó
su uniforme y miró al polinesio. —Buen
trabajo, amigo —dijo—. Estoy en deuda contigo. Ahora, lleva a este
cretino a las mazmorras del subsuelo. Creo que tu patrón se alegrará de
volver a verlo. Monwo
sólo sonrío.
XI ZONA
DE IMPACTO Se
abrían camino a brazo partido. Los machetes iban y venían arrasando
porciones espesas de selva; y el sendero por el que avanzaban tomaba forma
a cada paso. No era una tarea fácil. Insumía fuerza, transpiración y
mucho miedo contenido. Los seis soldados que acompañaban a Van Strate
llevaban la delantera. En realidad eran ellos los responsables del
trabajo. El holandés y el joven Morewest los seguían por detrás
conversando con el “Jefe”
y retocando apenas algunas de las ramas que entorpecían el paso. Era un
cuestión de jerarquías; y los militares de eso sabían mucho. Tenían
incorporado que las “funciones
propias de plebeyos”
le correspondían justamente a ellos, los plebeyos del ejércitos. Además,
las órdenes del coronel Palomino habían sido claras: “obedecer al
holandés en lo que fuera”. Y como estaban para obedecer, obedecían. Habían
desembarcado en una costa fangosa y de difícil acceso, a sólo seis horas
de donde caminaban; y aunque parecían andados cientos de kilómetros, sólo
tenían recorrido uno y medio. La experiencia del “Jefe”
había resultado una ayuda insustituible. Gracias a su conocimiento de la
región, el laberíntico entretejido de arroyuelos, meandros, afluentes y
brazos del Iñapari, había sido sorteado con éxito y celeridad, sin ser
vistos. El
objetivo de llegar a la aldea Mojoweweke por “el
fondo”
se estaba cumpliendo según lo predicho. Pero
de improviso, la marcha cesó. —¡Señor
Van Strate, venga! —grito el soldado que tenía la delantera— ¡Nos
hemos topado con algo!...¡Observe esto! Van
Strate se abrió paso bruscamente por la hilera de hombres y llegó al
final del senda. Corrió las escasas ramas que pendían de tallos recién
cortados y echó una mirada. Ante
sus ojos, se abrió de golpe un espacio grandioso sin selva. Un predio
pelado y seco, de forma aparentemente circular; sin una rama, sin una
planta, sin una flor. Un pequeño desierto en plena jungla amazónica; que
generaba tal contraste con la naturaleza circundante que era imposible no
dejar de sentir una profunda impresión de sorpresa. —¿Qué
diablos es esto? —preguntó retóricamente Van Strate; e ingresó en el
perímetro seguido por el resto de la expedición. Sospechaba la respuesta
a su propia pregunta, pero la calló. David
Morewest se agachó y revisó el suelo terroso durante un minuto —¡Es
increíble! —exclamó finalmente, deshaciendo en sus dedos grumos de
tierra—. No hay vida... —¿Cómo
dices? —interpeló el holandés, despejando las hipótesis que rondaban
en su cabeza. —Que
no hay vida. Este terreno está yermo, muerto por completo. No hay vida
vegetal ni animal. No hay
insectos... ¡Es increíble!—repitió mirando fijamente a su raptor—.
¿Se da cuenta?... ¿Cómo es posible esto en plena selva? Van
Strate no respondió y reinició la marcha hacia el centro del predio.
Algo le llamaba la atención. Un montículo. Una elevación cubierta con
arena y plantas calcinadas. Se acercó a ella y, a poco de llegar, su hipótesis
inicial quedó confirmada: allí estaban, incrustados en medio de un
roquedal, los restos del avión.
El avión de la Cruz Roja Internacional. —Es
el lugar del accidente —dijo para sí—. Vamos bien encaminados,
Morewest. El
muchacho tenía el rostro desencajado. Claramente estaba con mucho miedo. —Van
Strate —dijo—, no es conveniente que nos quedemos en este lugar. —¿No?...
¿Por qué no?... —Señor
—explicó el chico—, nada bueno puede haber en un sitio en el que,
después de siete años, no ha crecido el pasto y la vida se esfumó como
por arte de magia... ¿Cómo explica que la selva no haya ganado esta
porción de tierra después de tanto tiempo?... —¡Yo
no soy botánico para tener que dar explicaciones de ese tipo, Morewest!
—contestó tras un breve titubeo. —Esto
es muy extraño... —Un
simple y estúpido accidente —agregó Van Strate. —No
lo creo, señor. En la antigua tradición polinesia de las Tuamotu se
habla de “La Tierra sin Vida” —agregó David rememorando viejas
clases de mitología—; una maldición que los Aku Kava Kava desplegaban
sobre aquellos que violaban el tabú y cometían sacrilegios. Era el fin
de la fertilidad y de la procreación. Un aviso de muerte... Van
Strate se quedó mirándolo detenidamente. Entonces, el alarido de “Jefe”
lo quitó de su ensimismamiento. Se
había topado con los restos humanos del piloto. El nazi amigo del coronel
Palomino. —¡Dios
mío!...—gritaba—. ¡No debimos venir!... ¡Este sitio está maldito! Y
salió disparado como un rayo en dirección a la selva. —¡Detengan
a ese idiota!—ordenó Van Strate a los soldados, en el instante mismo en
que, desde los límites de la jungla, una lluvia de flechas salían
impulsadas a velocidad pasmosa para clavarse en cada uno de los seis
militares que hacían de escolta y macheteros del grupo. Los
soldados se desplomaron como muñecos, levantando nubes de polvo blanco a
su alrededor. Morewest
giró asustado la cabeza. Doce
guerreros Mojowewekes los rodeaban, sin entrar en el predio arenoso de la
catástrofe. Van
Strate levantó las manos por encima de la cabeza. —Morewest
—dijo en voz baja—, haga lo mismo. El
muchacho obedeció sin dudar. “Jefe”
temblaba unos metros por delante de ellos, paralizado por el terror y la
sorpresa. Los
indios, parapetados en el borde mismo del perímetro de la zona
desertizada, tensaron las cuerdas de sus arcos nuevamente y, abriéndose
lugar entre los guerreros, surgió la menuda figura de un anciano portando
una vara dorada en su mano derecha. A
Van Strate se le aflojaron las mandíbulas y sus ojos echaron chispas de
ambición. Enfrente
suyo, a sólo diez metro de distancia, el viejo mojoweweke tenía apresado
entre sus dedos el bastón sagrado que tanto buscaba. —¡Alahuma
huyaku manu...!
—articuló el anciano haciendo un movimiento brusco con el brazo
desocupado, ordenando claramente a Van Strate a que se le acercara. —Prepárate
para lo mejor, David —le musitó por lo bajo, antes de caminar hacia el
aborigen. Avanzó
con cuidado y sus brazos en alto. No le quitaba la vista al cetro, que
brillaba como si tuviera luz propia. Detuvo
sus pies a centímetros del perímetro. —¡Makayu!
—gritó el viejo frunciendo el ceño—. ¡Makayu! Van
Strate se inclinó levemente hacia delante. —No
comprendo lo que dice, indio imbécil —dijo esgrimiendo una sonrisa
cordial. —¡Makayu!
¡Mani
toba uñaki!
—agregó el cacique instándolo con gestos a que saliera de la zona del
accidente. Van
Strate entendió lo que pedía, pero permaneció en su lugar sin mover un
músculo. Repentinamente,
“Jefe”,
el guía de Sao Miguel emprendió la huída con alocado pavor. El
anciano mojoweweke extendió el brazo con el cetro en dirección al rufián
y una luz incandescente, poderosa como un relámpago, salió por una de
las puntas de la reliquia. Cuando
la bola fosforescente dio contra el cuerpo de “Jefe”
éste se disolvió en el aire, convirtiéndose en cenizas instantáneamente. Fue
el momento que Van Strate esperaba. Sin
dar tiempo a nada, golpeó al viejo en el estómago con todas su fuerzas.
El mojoweweke se torció de dolor y soltó el bastón, que cayó a pocos
centímetros de los pies de Van Strate, dentro del área tabú. El
holandés se agachó y lo tomó por el mango. Sin
saber bien porqué lo levantó por
encima de la cabeza, en señal de triunfo. Los
indios estallaron en gritos de pavor y regresaron sobre sus pasos hacia la
selva. El
anciano indio levantó la cabeza y observó horrorizado cómo Natasius Van
Strate reía a carcajadas como un loco poseso, teniendo la poderosa vara
de poder apresada entre sus dedos.
XII EL
ACHIKU Decían
los filósofos que ser libre era un mero estado de ánimo; que podía uno
someterse al más ignominioso de los encierros —en un campo de
concentración por ejemplo— y existir, aún en circunstancias tan duras,
como un hombre henchido de libertad interior. Alguien había dicho también
que las “ideas no se mataban”
y que jamás una persona plena se sometía completamente a los deseos o
mandatos tiránicos de un torturador. Era
cierto. Indy así lo creía, recostado contra la pared helada de la
mazmorra en la que estaba prisionero. La teoría era perfecta, pero la
experiencia empírica de no tener la libertad en sus manos, le hacía
pensar que aquellos filósofos, tan eruditamente románticos, jamás habían
tenido que tolerar una prisión entre cuatro paredes sucias, barrotes y
maltrato. Que la libertad fuera un estado de ánimo no le quitaba, al
hecho de permanecer aburrido en plena oscuridad, su sabor amargo. El
sótano en el que lo habían puesto era antiguo, posiblemente construido
en la época colonial por el fanatismo español. En un primer momento,
imaginó que era una dependencia utilizada por el Tribunal de la Santa
Inquisición durante el siglo XVII; ése que se dedicaba a perseguir,
torturar y quemar a los herejes. Pero a poco de acostumbrarse al sitio,
advirtió que el decorado no era original. El morbo desarrollado del
coronel Palomino lo había impulsado a recrear un escenario macabro, casi
de película, mezclando piezas antiguas con modernas como si fuera un
bizarro set
de filmación. Le
habían traído de comer —una comida asquerosa, por cierto— en cuatro
oportunidades. Calculó que tenía en ese lugar más de veinticuatro horas
y por más que su inquieta personalidad lo impulsara a buscar una salida,
para entonces había desistido en encontrarla. Esa mazmorra era una caja
cerrada. Una caja perfectamente hermética; con una puerta de acero y
madera tan gruesa como un muro medieval. El
dolor en la cabeza, producto del tremendo golpe que le diera Monwo, se había
disipado. Aún así, la nuca le dolía. Sus ojos estaban cansados y la
mente barruntaba hipótesis y conspiraciones, que analizaba y reveía una
y otra vez en la penumbra, para pasar el tiempo. De
algo estaba seguro: la estatuilla Kava Kava tenía una relación directa
con el cetro. Y ahora que sabía que ese mítico bastón de poder existía,
podía conjeturar de qué modo se relacionaban ambos El
nexo lo constituía un personaje mitológico: Apu Kon Tiki Viracocha, o
simplemente Viracocha, como aparecía en la mayoría de las cronistas
hispanas de la época de la conquista. Un dios creador y civilizador que
entregara el cetro al primer hombre y luego se marchara navegando sobre la
espuma de las olas, en dirección al poniente. De seguro, en su viaje
transpacífico había terminado topándose con aquellas paradisíacas
islas, en las que Indiana estuvo a punto de perder la vida. Y allí, en
ese nuevo Edén, habría dejado una segunda reliquia —mezclada entre
otra cinco idénticas— para que los hombres no pudieran juntarlas nunca
y actualizar el poder inmenso de la Creación, que él había tenido en el
origen de los tiempos. En
la unión de las dos reliquias estaba la clave y el nexo que las unía era
ese Dios viajero que, yéndose lejos, prometiera volver. Pero, ¿había
imaginado Viracocha que sus “Creaturas” querrían algún día imitarlo?... No...
No era cierto todo eso. El encierro lo estaba confundiendo. Había perdido
la noción de realidad. “¿Cómo
podía pensar semejante delirio?...
¿Acaso
era
Viracocha un Dios o un ser humano común y corriente con ciertos
artilugios mágicos, o armas desconocidas y perdidas por la historia?...”. “¡Basta,
Indy!”,
se dijo mentalmente a sí mismo. “¡Basta
ya!...
“. Pero volvió a dudar... “¿Y
si estaba en lo correcto?”. —Es
lo correcto —contestó la voz. Indiana
Jones se sobresaltó. No sabía que alguien lo acompañara en esa prisión. Buscó
en la sombras la fuente del sonido y creyó encontrarla en la pared
opuesta a la que él se apoyaba. No podía ver gran cosa. Sólo un par de
arcos superciliares semi-iluminados por una extraña claridad, y una nariz
aguileña, protuberante, que partía desde la base de una bincha colocada
en la oscurecida cabeza de un hombre. Ésos eran rasgos aborígenes.
Rasgos quechuas, no cabía duda. Su
misterioso interlocutor permanecía inmóvil. —¡¿Cómo
entró aquí?! —preguntó desarticuladamente Indy sin salir de su
asombro. Un
leve movimiento de cejas anticipó la respuesta del visitante. —Yo
entro y salgo de cualquier parte. Vuelo por el mundo; por éste y por
“el otro”, y sé que queda poco tiempo; y que mi poder será
insuficiente si el Achiku
es manipulado.—Hizo un silencio—. Todo lo que crees —continuó— es
cierto. En nada te equivocas. La verdad te acompaña, hermano. Una
terrible verdad... La
palabra Achiku
le dio a Indy vueltas en la cabeza. “¿En dónde la había leído?
¿Cuál
era el significado del término?”.
Si no se equivocaba, era la traducción de la palabra “bastón” en
lengua quechua. —Sigues
acertando —respondió la voz—. El Achiku
es la Vara
del Universo,
el Axis
Mundis,
el Gran
Eje.
Y ha caído en manos incorrectas. —¿Cómo
lo sabes? ¿Cómo sabes que lo han conseguido? —indagó Indiana, extrañado
por saberse examinado telepáticamente. —Observa,
“Gringo”—dijo el personaje—. Observa y recuerda. Repentinamente,
como si de un truco de magia se tratara, una tenue burbuja de humo empezó
a tomar forma delante de los ojos de Indiana Jones. Al principio le costó
reconocer qué era eso que veía, pero a poco de enfocar sus pupilas en
esa extraña “pantalla gaseosa” reconoció una escena que lo llenó de
ira. Bastaron segundos para que pudiera identificar claramente a Natasius
Van Strate, vestido con su tradicional traje de lino, manipulando el
Achiku en plena selva. —Ya
lo poseen —repitió la voz—. Es el inicio del fin. —¿A
qué te refieres? —intervino, al tiempo que la nube se diluía en la
oscuridad—. ¿Me quieres decir que con ese bastón ejercerán algún
tipo de dominio?... —¡Mando,
dominio, poder...! No, no es ese el significado simbólico que nosotros le
damos al cetro —reveló el convidado—. Ojalá fuera eso... —Explícate
—demandó Indy. —Puede
que para los occidentales sea un instrumento de guía, de dominio como tú
dices. Pero se equivocan. Para el Inca Supremo, el Achiku es la
reconquista del espacio perdido, el retorno a la sabiduría, el regreso a
los códigos antiguos. Ésos que nos hablan de unidad, honradez,
honestidad y transparencia... —“La
humildad de los viejos”, el comunitarismo... —agregó Indiana
solemnemente—. La entrega a los demás. —Exactamente,
hermano. El cetro de Manco Cápac es la representación material y
espiritual de la sabiduría eterna; el Eje
que une los Tres Mundos:
el de Arriba, el de los hombres y el mundo de Abajo. —Los
tres niveles del universo de la cosmogonía andina... —Así
es —asintió—. Por eso debe ser manipulado por un hombre digno, por un
Héroe que sea capaz de mejorar el mundo; no de pudrirlo, como se pudre
una animal muerto en la montaña. —¿Y
que pasaría si lo manipula un ser impuro? —Si
lo hiciera un espíritu pervertido, egoísta, ambicioso, el Cosmos se
volvería un Caos, iniciándose el Unu
Pachakuti...
el fin del mundo.—Indy estaba pasmado. Escuchaba más con el corazón
que con sus oídos. Aquella voz le inspiraba paz e intranquilidad al mismo
tiempo; un sentimiento extraño, una mezcla de realidad y fantasía, de
sueño y vigilia—. La tarea encomendada —prosiguió el extraño— es
frenar el mal que se avecina. Ellos no se dan cuenta que juegan con algo
poderosísimo. La ambición les impide ver el peligro. Se destruirán
solos y destruirán todo lo que existe. —¿Por
qué me dices esto? —Porque
estás en el lugar indicado. Porque buscaste llegar a este lugar. Una
vez más, la evanescente nube proyectó ante Indy una imagen. Ahora era la
del cetro y el Aku juntos. —La
unión hace la fuerza —repuso la voz—. Y la unión del Kava con el
Achiku hace a la Fuerza Suprema. Impide que esa tarea divina sea realizada
por los corruptos. Ello corresponde sólo al Gran Kon Tiki. Te señalé el
camino una vez en el cerro, Gringo —dijo sin reproche— y lo vuelvo a
hacer ahora. Cumple con la reciprocidad andina; cumple con la ley del
Inca. Gradualmente,
el rostro contorneado por sombras desapareció como si se hundiera en el
muro, y el silencio más absoluto volvió a dominar la mazmorra. Indy se
reincorporó y la recorrió a tientas; aunque sabía que el sujeto ya no
estaba. De
improviso, notó una extraña y nueva claridad dentro de la celda. Giró
sobre sus talones y vio que la gruesa puerta de la prisión estaba
entreabierta. La
tocó con la yema de los dedos y se movió sobre sus goznes, abriéndose
de par en par. No
había guardias ni carceleros. Era
hora de actuar. El tiempo de la pasividad había terminado. Una
ola de adrenalina lo vigorizó y para cuando salió al corredor contiguo,
supo que algo se le ocurriría sobre la marcha.
XIII TIRO
AL PALOMO El
coronel Adán Palomino no salía de su asombro. Palpitante, miraba el
cetro como quien mira la entrada a la cueva de Alí Baba. Allí lo tenía.
Justo enfrente suyo. Majestuoso, dorado como el sol y tan bien ornamentado
con símbolos abstractos y figuras serpentiformes, que daba resquemor
tocarlo. Tras
años de búsqueda, finalmente, volvía a poseerlo. El mito se había
vuelto realidad; materializado en una reliquia inca, envuelta en un paño
de franela amarilla. —¡Qué
buen trabajo has hecho, Van State! —exclamaba vehemente—. ¡Qué buen
trabajo!... ¡Ahora sí ya tenemos las dos piezas del rompecabezas! —Valió
la pena el sacrificio, socio —respondió el holandés recostado en un
sofá, aún cansado por el viaje—. Sólo nos resta preparar la ceremonia
final, hacer el “pago”
y terminar de una vez por todas con lo que empezamos. —¡Me
parece mentira! —prorrumpió el militar, acariciando con la punta de los
dedos el bastón—. ¡No lo puedo creer!... —Lo
creerás cuando veas el poder de esa vara —dijo Van Strate señalando de
lejos al Achiku con la barbilla—. Aún sin todo su potencial, es capaz
de liquidar a varias personas, convirtiéndolas en cenizas. No quiero
imaginar cuál será su fuerza cuando lo unamos convenientemente a la
estatuilla. —¿El
joven está contigo, no? —recapacitó de golpe Palomino. —Estate
tranquilo; lo mandé a su cuarto. El chico cumplirá con su trabajo; de lo
contrario él bien sabe que mataré a toda su familia.—Hizo un impasse,
se desperezó y agregó:—Tenemos suerte de que sea todo un experto en el
tema. Adán
Palomino quitó la vista del cetro y miró a su socio. —¡Ah!
—clamó—.Hablando de expertos... —¿Qué
hay?... —el rostro de Van Strate se contrajo en una dubitativa mueca que
anticipaba una intuición nada deseada. —Un
“amigo”
tuyo estuvo por aquí—agregó con ironía el militar. —¡¿Jones?!
—bramó el holandés reincorporándose de un salto— ¡¿Indiana Jones?!... —Sí.
Lo tengo en la mazmorra —respondió sonriente—. El muy idiota pensó
que podía entrar y salir de esta casa cuando se le ocurriera. Lo
sorprendimos a tiempo. Monwo hizo el trabajo. —¡Maldito,
cerdo! —grito Van Strate puesto de pie— ¡Ese hombre ya se ha
transformado en una molestia permanente en mi vida! Tienes que tener
cuidado con él, Adán —sentenció molesto—. Posee muchos recursos...
No sé cómo lo hace, pero siempre sale bien parado. ¿Está protegido por
mis hombres, verdad? —dijo mirándolo fijo. —No
hace falta. No hay manera de que salga de ahí. Van
Strate se rascó el mentón y volvió su mirada hacia el bastón sagrado. —¿Sabes?...—murmuró
con una sonrisa en los labios—. Se me acaba de ocurrir una idea. —¿Cuál? —¿Quieres
ver cómo trabaja este artefacto? Ya tenemos un conejillo de indias con
quien probarlo... Palomino
le palmeó el hombro lanzando una carcajada. —¡Eres
un demonio, amigo mío! ¡Un demonio!... ¡Y yo... otro! ¡Já, já, já,
já!... Van
Strate lo miró de soslayo. Era
lógica pura. Si
un guardia custodiaba la puerta era porque detrás de ella había un
enemigo de Palomino. Y si lo era del militar, también lo era de Van
Strate. Conclusión: un potencial aliado de Indy. Dejar
al soldado fuera de combate no le costó mucho. Bastó sigilo para
acercarse por detrás y precisión en la trompada que le diera en la nuca.
Cuando el guardia se desplomó sobre el piso, Indy le quitó la llave y
abrió la puerta. La
esperanza de encontrar a Merisa le latía en el pecho. Asomó
la cabeza y vio un cuarto a oscuras. Arrastró al soldado e ingresó con
cuidado. En
la pared opuesta advirtió que había una cama con una persona acostada en
ella, tapada hasta la cabeza. Dejó al guardia en el piso y se acercó
lentamente. Pensó
en los ojos de su hermosa colega, atónita al verlo, y en la alegría de
saber que estaba bien. Estiró la mano para no sobresaltarla. Repentinamente,
la luz se prendió de golpe. Un
velador. —¡¿Profesor
Jones?!... Era
el rostro y la voz que no esperaba encontrar. —¡¿Morewest?!... El
muchacho, más delgado y con signos de cansancio en la mirada, se paró de
golpe y lo abrazó —¡Oh,
gracias a Dios, profesor, que es usted! Indy
estaba sorprendido y decepcionado al mismo tiempo. Una oleada de culpa lo
asaltó. Ese pobre chico había sufrido mucho y él se decepcionaba por no
hallar a la persona en que pensaba. Le
sonrió, tapándole la boca para que no siguiera expresando voces de alegría. —¡Shhhh...!
¡David! ¡En voz baja! ¡La casa está llena de soldados! —murmuró—.
Tenemos que salir de aquí. El
rostro de Morewest desnudó su sensación de turbación. —¿Cómo?...—preguntó
sorprendido— ¿No terminó todo? ¿No vino con la policía o las
autoridades locales? —David,
¡ellos
son
las autoridades locales! —recalcó Indiana— Hay que recuperar el cetro
y huir de este lugar lo más pronto posible. Además —agregó vigilando
la puerta—, tengo que rescatar a una amiga que se metió en todo este lío
por mi culpa. Morewest
frunció el seño, echándose hacia atrás. —...Yo
no puedo ir con usted, doctor Jones —dijo muy serio. Indy
volvió la cara hacia el muchacho. Una conmoción interna le sacudió las
vísceras. —¿Qué
dices? —Que
no puedo dejar este lugar...¡Matarán a mi padre! Si lo hago, prometieron
asesinarlo. —David,
escúchame —repuso Indy tomándolo por los hombros—. Tu padre está
bien a miles de kilómetros de distancia. Te aseguro que no corre peligro
de ningún tipo. —¡Usted
no conoce a esta gente, doctor Jones! ¡Ya una vez no pudo impedir que me
llevaran con ellos! —replicó el chico—.Matan a cualquiera que se les
cruce en el camino y tienen muchísimo poder. ¡Si hubiera visto lo que
pueden hacer con ese bastón! ¡Es increíble! ¡Es un arma
extraordinariamente poderosa!... Por otro lado... —titubeó— me han
mostrado fotos de papá dentro de su propia casa. Lo tienen vigilado y no
dudaran en eliminarlo si no colaboro con ellos. —¿Colaborar?... David
bajó la vista. —Quieren
que ensamble a las dos reliquias —susurró. Un
calambre de preocupación punzó el estómago del veterano arqueólogo. —¡No
debes hacer eso, David! —exclamó apretando sus manos sobre los brazos
de Morewest. —¿No?...
¿Y qué quiere que haga, profesor?... ¿Qué me maten y maten a mi
familia? Indy
dudó. No podía presionarlo más, pero tampoco podía dejar que
continuara con la empresa. —Tú,
mejor que nadie—dijo seriamente—, sabes de las fuerzas que desatarás
si juntas las dos reliquias... ¡Es muy peligroso, chico! —Lo
sé... La he visto actuar. Pero ¿qué opción tengo?... —Tienes
que darme tiempo. Trata de posponer todo. No sé..., miente, pero no unas
el cetro con el Aku... —Quieren
practicar el ritual mañana por el crepúsculo —informó David, como
queriendo demostrar que efectivamente actuaba en contra de su voluntad. —No
tenemos mucho margen —calculó Indy en voz alta . —No...
Ya son las doce de la noche. —¿Las
doce?... —inquirió desorientado —Sí...
¿Acaso no usa reloj de pulsera o ha estado todo este tiempo en la cueva? Indy
hizo caso omiso a la ironía y reclamó con autoridad la atención del
muchacho. —¡Escuchame
bien, David!¡Escúchame lo que voy a explicarte! Esto es lo que
haremos... Dos
soldados por delante, dos por detrás y un cetro a punto de ser usado con
indignas intenciones, constituían la comitiva que Palomino y Van Strate
dirigían ,en tanto bajaban por las escaleras que llevaban a la mazmorra. El
holandés agarraba el Achiku con ambas manos. Lo llevaba pegado al pecho y
sentía la suave textura de la superficie pulida en su epidermis. Eso le
producía una inconmensurable sensación de poder. Podía llegar a decirse
que representaba al mismísimo Manco Cápac, el héroe civilizador. Sólo
le faltaba la vestimenta adecuada y la parafernalia monárquica. Pero
tarde o temprano sabía que con el cetro ese rol mítico, más propio de
un relato de fogón que de un traficante ilustrado, podía llegar a ser
una realidad. Percibía
que Palomino estaba un tanto celoso. Lo conocía e interpretaba sus
miradas y gestos. Temía que, de un momento a otro, reaccionara
violentamente y advirtiera las verdaderas intenciones que arrastraba desde
hacía años. Su sociedad con el peruano era “corto alcance”. Así lo
había previsto cuando lo convenció de compartir información y juntar
fuerzas en el proyecto. No quería entregarle el Achiku y sentía
inseguridad, temor, cuando el militar lo agarraba o acariciaba con
demasiado fervor. —¿Así
que con sólo desearlo funciona? —le preguntó Palomino. Van
Strate le echó una ojeada. Sonrió de compromiso y contestó: —Funcionó
la primera vez. Creo que pasará lo mismo ahora. —¿Entonces
lo usas sólo como arma? —No
te confundas, Adán...Ya te dije que su poder es por ahora limitado.
Cuando... —...¡Coronel!...
—Gritó inesperadamente un soldado— ¡Está abierta!... ¡La puerta
está abierta! Palomino
se adelantó de un salto y corrió hacia la entrada de la mazmorra. —¡No
puede ser!... ¿Cómo es que...? —...¡Imbéciles!
—profirió Van Strate fuera de sí—. ¡Te lo dije!... ¡Idiota, te lo
dije! —le exclamó al militar, exasperado como un gato rabioso—. ¡Te
dije que ese hijo de perra tiene las habilidades de Houdini!...
—Sin dar tiempo a nada giró hacia un soldado—¡Tú! —ladró señalándolo—.
¡Da la alerta general!... ¡Que disparen a matar! ¿Entendiste?... ¡¡A
matar!!... ¡Quiero a Jones muerto!... No
pudo contener la rabia acumulada. Estaba fuera de sus cabales. Necesitaba
saciar su sed de venganza, de revancha, de odio. Era un volcán en plena
erupción. Levantó
el cetro por encima de la cabeza y al bajarlo de golpe apuntó con el
mango a dos de los guardias. Un
fino rayo de luz se desplegó desde la reliquia y, en segundos, los
cuerpos carbonizados de los infelices dieron contra los sucios muros de la
galería. Palomino
quedó estupefacto. No podía creer lo que veía. —¡Y,
tú, Adán!... —Le gritó Van Strate—. ¿Qué miras?... ¡Busca a
Jones! Con
el relato de David Morewest en la cabeza y un mapa virtual de la mansión
en la memoria, Indiana Jones dio los últimos tres pasos sobre el plano
inclinado del techo. Era de tejas españolas y temía resbalar, haciéndose
añicos en el piso del parque, dos plantas más abajo. Tenía que mantener
el equilibrio y ubicar la segunda ventana de la izquierda. En esa habitación
ponían a los prisioneros temporarios. De seguro, Merisa Pretie estaba allí. Se
sentó en el borde del techo, colgando las piernas. Aferró con fuerza la
canaleta que bordeaba todo el perímetro del techo de la casa y se dejó
caer, quedando colgado frente a la ventana cerrada del cuarto. Apoyó los
pies en el borde de la misma y cual “hombre
mosca”
acomodó todo el cuerpo en el reducido espacio del marco. Recién
entonces, miró hacia el interior. Era
una habitación de modestas dimensiones. La luz estaba apagada y no podía
percibir ningún movimiento. Acercó la cara al vidrió y dos ojos
inmensos, abiertos como los de un lemur, se perfilaron del otro lado, a
escasos centímetros de los suyos. —¡Ahh...!
—profirió sobresaltado, trastabillando y deslizándose lentamente hacia
atrás. Se caía... Se iba a partir el cuello. En
los segundos que siguieron al susto, una sinfonía perfectamente
orquestada de ruidos, alcanzaron los tímpanos de Indiana Jones: otro
alarido desde adentro; una ventana que se deslizaba rápidamente por sus
vigas hacia arriba; un cristal que se sacudía con el impacto cuando daba
contra el marco superior; una respiración entrecortada y, finalmente, la
voz de Merisa, mientras lo agarraba del brazo derecho; exclamando su
nombre. —¡¡Indy!!
¡¿Está loco?!... ¡Vas a matarte!... Lo
jaló hacia adentro con tal fuerza que el arqueólogo quedó desparramado
sobre una mullida alfombra de lana de vicuña. —¿Siempre
recibes así la gente que viene a salvarte? —preguntó dolorido. La
muchacha lo abrazó y besó en la mejilla. —¡Sabía
que me buscarías!... —Meri
—dijo al pararse—, no hay tiempo para agradecimientos. Vienen por mí.
Tenemos que salir de acá. —¿Salir?...
La puerta está cerrada con llave. —No
por la puerta..., por la ventana. La
chica miró hacia afuera. —¡Estás
loco, Jones! ¡Casi te matas y quieres que salgamos los dos! —¡Rápido!
¡Vamos! ¡Deja de cuestionarme!— y sin decir más la tomó por la muñeca
derecha y sacó la mitad de su cuerpo al exterior. —Pégate
a la pared y tantea con los pies la cornisa. Hazlo con cuidado, Meri. Es
ancha. Todo saldrá bien, no temas. ¡Adelante!... Encararon
la saliente con decisión. Era conveniente no pensar demasiado, ni mirar
hacia abajo. Sólo avanzar de a poco; bien pegados a la pared, verificando
a cada paso que el delgado enladrillado no se les hundiera. “¿Cuánto
peso podía resistir una cornisa?...”. El
espacio que existía entre ventana y ventana era amplio. Demasiado amplio
para la ansiedad condimentada de vértigo y miedo que sentía Merisa.
Apresaba con una de sus manos el brazo de Indy, retrasándolo en el avance
y balanceando peligrosamente el andar del arqueólogo; que, ante cada
ventana cortinada de la mansión, apuraba el tranco para no ser visto
desde el interior. Tenían
que llegar a la esquina de la construcción, girar en ángulo recto y
ubicar una entrada segura: el ventanuco que Morewest dejaría abierto en
una habitación olvidada, en la que depositaban cajas y demás útiles en
desuso. —Indy
—murmuró Merisa—, no creo que aguante mucho tiempo haciendo
equilibrio... —¡Tienes
que hacerlo! —respondió por lo bajo, sin perder su acento vehemente—.
Ya falta poco. Continúa... La
brisa nocturna les daba en el rostro y la chaqueta de Indiana se sacudía
sutilmente sobre el vacío, de igual forma que el cabello de su colega. Entonces,
las voces de un grupo de hombres ascendió desde el parque que rodeaba la
vivienda. —No
pueden estar lejos... ¡Búsquenlos! Era
el coronel Adán Palomino acompañado por tres soldados armados. —Indiana...
—dijo Merisa suavemente tirando de la chaqueta—. Están aquí... Indy
detuvo el paso. —Pégate
bien al muro y guarda silencio. La
muchacha obedeció. En
el parque, un cuarto individuo se sumó al grupo. Caminaba como loco,
acelerado, yendo y viniendo, mirando hacia todos lados. —¡Por
Dios, Adán! —exclamó Van Strate—. ¡No entiendo cómo puede un
sujeto escapar de este lugar!... —Te
juro que es la primera vez que ocurre... —replicó Palomino, por primera
vez con temor en su tono. —¡Inoperantes!
¡Imbéciles sudamericanos! ¿No saben hacer nada bien?...—Van Strate
estaba poseído por el odio y el orgullo de concentrar tanto señorío
entre sus manos. Se sentía capaz de desafiar al mismísimo Dios, si fuera
necesario—. ¡Si este sujeto escapa, Adán, estarás en problemas!
—amenazó—. ¡No es posible!... ¡¿Cómo puede un hombre
esfumarse?!... ¿Acaso también vuela?... —Y levantó la cabeza hacia el
cielo... Fue
ahí cuando los vio colgados del borde de la pared. Un
mohín de maldad se le dibujó en los labios e, inconscientemente, apretó
el bastón con más fuerza. —¡Buenas
noches, doctor Jones! —gritó elevando la voz hacia el techo—. ¿Dando
un paseo nocturno?... Palomino,
sorprendido, siguió la mirada del holandés. —¡Ahí
está el gringo! —exclamó a sus hombres—. ¡Apúntenle! Van
Strate alzó la mano con brusquedad. —¡Alto!
¡Detén a estos estúpidos! —ordenó—. ¡Es mío! Merisa
temblaba. Eran demasiado emociones en poco tiempo. De pronto, se imaginó
a sí misma siendo fusilada contra esa pared color claro. Una
visión horrible. Indy
movió la cabeza de un lado a otro, buscando una salida. —¿Sabes,
Jones? —profirió el holandés—. Por un tiempo te creí muerto en el
Pacífico Sur, pero ahora me alegro de que estés con vida... ¡Quién iba
a decirme a mí que me pondría feliz en verte en estas circunstancias!... Indy
oteaba el entorno. “Una
salida... una salida... Un atajo... ¡Algo..., por Dios!”. —...Usaré
esta reliquia contigo —expuso con ironía Van Strate—. ¡Qué mejor
muerte para ti! ¿Verdad?... ¡Tiro al palomo con el cetro sagrado de los
incas!... ¡Já, já, já, já...!—Y levantó, como de costumbre, el
Achiku sobre su cabeza. El
bastón empezó a vibrar y una corriente misteriosa de energía lo volvió
refulgente como los rayos del sol. Los símbolos geométricos que lo
ornamentaban se iluminaron, titilaron; entonces Van Strate estiró su
brazo en dirección al arqueólogo y la chica.
XIV “COME
FLY WITH ME “ Un
montículo de valijas y mochilas. ¡Eso
era lo que necesitaba! ¿Quién
las habría dejado allí apiladas?
¿Quién
sería el alma generosa que ponía, ante la mirada desesperada de Indiana
Jones, ese improvisado colchón?...
¿Soportarían
la caída sobre ellas? No
había tiempo para pensar. Tenían que saltar... Y
lo hicieron... —¡Ahora,
Meri! —gritó Indy al momento de jalarla y tirarse desde el segundo piso
de la mansión. En
ese mismo instante, y cuando todavía estaban en el aire, una explosión
descomunal borró de la faz de la tierra gran parte de la segunda planta
de la casona. La bola de energía incandescente, emanada del Achiku, dio
de pleno contra la cornisa en la que segundos antes Indy y Meri hacían
equilibrio. Miles de escombros saltaron en todas direcciones. Un manto de
humo negro ensombreció aún más la noche y un profundo olor a azufre
quedó flotando en el ambiente —...¡Dios
mío! —exclamó Palomino al observar cómo parte su propiedad volaba en
pedazos. Merisa
cayó sobre el abdomen de Indy con un alarido de dolor y miedo en la
garganta. El
equipaje era algo duro, pero lo suficientemente mullido como para
amortiguar la inercia del desplome. Indy se reincorporó como si fuera un
resorte. Comprobó no tener nada roto y verificó que Merisa estuviera
bien. —¡Salgamos
de aquí! —exclamó agarrándola de la mano—. ¡Vamos, no hay tiempo! Merisa
trató de observar la casa envuelta en humo. Al ver que era imposible,
bajo la vista a esas maletas que le salvaran la vida, y boquiabierta leyó
una inscripción recurrente en varias etiquetas pegadas en ellas: VAN
STRATE, N. QUINTO
REGIMIENTO CUSCO
(Perú) / BARRA
DO SAO MIGUEL (Brasil) Despacho
de equipaje La
densa humareda les sirvió, sin querer, de pantalla. Mientras
los restos de la mansión ardían en llamas, Indy y Merisa corrieron con
exasperación, evitando las balas de los fusiles que, a ciegas, ya
empezaban a ser disparadas por los soldados. Van
Strate, todavía atónito por la furia desplegada por el cetro, observaba
su obra de destrucción y caos con los ojos abiertos como dos huevos
fritos. —¡Aumenta
su potencia con el uso! —exclamó retóricamente—. ¡Es
maravilloso!... El
coronel Palomino aún no salía de su asombro. Ante su mirada aturdida, la
propiedad de sus sueños se caía a pedazos. —¡Van
Strate, no era esto lo que pactamos! —increpó tomándolo por el
brazo—. ¡Mira lo has hecho!... El
traficante lo miró con desprecio, por encima del hombro. Clavó sus fríos
ojos en los del peruano y dijo con displicencia: —¡Apártate
de mí! —¡Era
la inversión de toda una vida! —reclamó, señalando el lugar de la
tragedia—. ¿Cómo reconstruiré todo esto? ¡Dímelo, holandés hijo de
perra!... ¿Cómo haré?... Van
Strate lo obvió casi con asco. —No
comprendes nada, Adán. ¡Nada! —masculló y salió caminando en dirección
al montículo de mochilas y maletas—. Dile a tus hombres que lo
encuentren y capturen. A
ciento cincuenta metros de la casa estaba la pista de aterrizaje; una
gruesa línea asfaltada en la que reposaban tres aviones de carga,
comprados a Inglaterra después de terminada la Segunda Guerra Mundial. Dos
de los aparatos, a un costado, permanecían inactivos, sin dar señales de
emprender vuelo alguno. El tercero, tenía los motores prendidos y las hélices
ya giraban a una extraordinaria velocidad. El sonido era ensordecedor. Más
allá, a un lado de la aeronave, una docena de cajones muy altos, bolsas y
contenedores de madera se desparramaban a escasos metros del sector de
carga. Indiana
Jones corría sujetándose el sombrero fedora. No llevaba gran velocidad.
Estaba agotado y el hombro, herido en Tuamotu, empezaba a dolerle. —¡Indy,
estoy muerta! ¡No doy más! —reclamó Merisa agitada, mientras lo seguía
dando tumbos. Un
disparó chisporroteó en el pavimento, a escasos centímetros de ellos. —¡Un
poco más, Meri! ¡Fuerza! Se
zambulleron detrás de un cajón. —¿Cómo
saldremos de ésta? —inquirió la muchacha. Indy
dirigió su atención al avión en marcha. La tomó fuerte de la muñeca y
salió disparado hacia la puerta de carga que, en ese mismo momento,
empezaba a cerrarse. Dos
disparos más... ¡Muy
cerca!...
Indiana los escuchó zumbar a milímetros de su cabeza. El
avión se movió. Parecía una morsa gigantesca que ganaba confianza al
acercarse al mar. Las alas giraron sobre un eje imaginario y la trompa del
aparato buscó la pista, dispuesto a tomar carrera y alzarse hacia el
cielo. Indy
alcanzó primero el sector de carga y ayudó a que la chica lo imitara con
un leve empujón hacia dentro. Saltaron
justo a tiempo. Tres segundos después, la puerta se cerraba herméticamente
tras sus espaldas, sirviéndoles de escudo a un enjambre de balas
dispuestas a matarlos. Sin
decir palabra, y sofocado por la corrida, Van Strate se parapetó en el
centro del asfalto y miró cómo el avión carreteaba hasta el final de la
pista. —No
escatimemos en gastos —arguyó con ironía y levantó nuevamente el
cetro. Un
cosquilleo, antes no experimentado, le recorrió todo el brazo y alcanzó
su pecho. El bastón vibraba entre los dedos del holandés. —¡¡Puedo
sentir el poder!! —gritó enloquecido, con el rostro desencajado por una
cruel felicidad. Bajó
el cetro y le apuntó a la aeronave, justo en el instante en que iniciaba
su carrera previa al despegue, en dirección suya. El
mango del Achiku se encendió y un remolino de luces multicolores giró
alrededor de su punta. El
espectáculo se reiniciaba. La fuerza del mito estaba dirigida ahora
contra ese avión que se acercaba cada vez a mayor velocidad. Pero cuando
la energía estuvo a punto de ser vomitada por la reliquia, el pesado
cuerpo de Adán Palomino cayó sobre Van Strate, desviando la “descarga”. —¡¡Nooo...!!
¡¡El avión nooo...!! —gritó el coronel, al tiempo que ambos caían,
rodando por la pista, y el rayo luminoso del cetro salía expulsado, como
el haz de una linterna legendaria. La
centella recorrió la pista transversalmente a una velocidad de sueño.
Pasó a escasos metros de la proa del avión que despegaba, e impactó en
el ala derecha de uno de los dos aparatos restantes, que yacían a un
costado de la pista. La
detonación fue instantánea. Ambas
aeronaves explotaron y la onda expansiva tiró al suelo a los soldados que
se parapetaban a un costado de los bultos y cajones, recientemente
descargados. Un
hongo de fuego, humo y esquirlas de acero salieron despedidos en todos
direcciones. El
rugido de la explosión fue ensordecedor. Para
cuando Palomino y Van Strate se apoyaron es el piso, el avión de carga en
el que viajaba Indy, pasaba por sobre sus cabezas. El
depósito de carga estaba atiborrado de bolsas de arpillera estampadas con
el escudo del ejército peruano. Una luz roja, proveniente de un foco
protegido con alambres de acero, era la única fuente de claridad. Indy,
tirado boca abajo, se secó la transpiración y observó a la chica. —Pensé
que nos habían dado —dijo respirando entrecortado. —¡Ese
hombre está loco! —sollozó ella. —Ojalá
lo estuviera, Meri. Sabe muy bien lo que hace y quiere. Merisa
echó una ojeada rápida al lugar. El balanceo del avión era
imperceptible y el sonido de las hélices creaban un telón de fondo
zumbante y monocorde. —¿A
dónde vamos? —preguntó. —No
tengo idea... —repuso él—. Sólo sé que debemos regresar. —¡¿Regresar?!...
¡¡Estás loco!!... ¿¿Para qué regresar?! —David
Morewest está allí —respondió lacónico. Merisa
guardó silencio. Suspiró profundo y se recostó contra una de las
bolsas. —¡Dios
mío, Indiana!... ¡En la que nos hemos metido! —Caviló dos segundos y
agregó:— ¡Y pensar que yo no quería tener problemas con la
milicia!... Indy
pareció no escucharla. Su mente estaba allá abajo, con el pobre muchacho
Morewest y... el cetro sagrado. Se
paró con dificultad. Le dolían todos los músculos del cuerpo. —¿Y
ahora qué? —le inquirió Meri. Se
tiró la campera de cuero hacia abajo, ajustándola, alisó el ala de su
sombrero y dijo: —Confirmar
el cambio de ruta con los pilotos. Colgada
del firmamento como si fuera una farola, la luz de la luna le daba a los
Andes el aspecto de un inacabable y rugoso cartón. El
avión sobrevolaba los picos nevados con dirección Este y su sombra se
movía, ondulante, cientos de metros más abajo, por cumbres inalcanzables
y lugares que quizás ningún hombre tocara nunca. Indiana
Jones caminó con sigilo hasta la puerta que comunicaba con la cabina del
piloto. El fuselaje del aparato era largo y repleto de bolsas, cajas,
artilugios y redes pegadas a la pared, que sostenían tubos y caños
inentendibles para la mentalidad de un arqueólogo. Jones
apoyó suavemente el oído en la superficie lisa de la portilla y trató
de oír a los pilotos. Desde
el fondo de la bodega, Merisa esperaba ansiosa con los ojos clavados en su
colega. Indy
levantó los hombros en señal de ignorancia y miró a la chica. Meri lo
llamó silenciosa con la mano. No quería que siguiera. Entonces,
la puerta se abrió desde adentro. Indy
no interpretó en primera instancia el gesto de Meri y miró extrañado cómo
a la chica se le fruncían las cejas por encima de unos ojos que se abrían
de par en par. “¿De
qué se sorprendía?”. Inesperadamente
se percató de que la puerta de la cabina estaba abierta. Era la causa del
estremecimiento de Meri. Giró
en redondo y se topó con el pecho de un “King
Kong”
humano, parapetado en el marco de la entrada, como si fuera el telón de
fondo de un teatro de ópera. Monwo
no le dio tiempo a nada. Apretó el puño izquierdo y lo zampó, cual una
maza de carne y huesos, contra el pómulo derecho de Indiana Jones; quien
salió despedido hacia atrás, dando un tumbo en el aire y estrellándose
estrepitosamente contra el piso de la bodega. Bastaron
dos zancadas para el matón lo alcanzara de nuevo. Lo
levantó por la solapa de la chaqueta, esbozó una mórbida sonrisa y
volvió a propinarle un poderosísimo puñetazo en la otra mejilla. Indy
rebotó contra el tabique del fuselaje y se desplomó otra vez en el piso,
arrastrando la espalda por la pared. Turbado
por la imprevista paliza, alcanzó a abrir los ojos y ver junto a él una
de las bolsas de arpillera del ejército. Sin más, la tomó por uno de
los bordes y la sacudió en semicírculo directamente contra la cabeza de
Monwo. El
gigantón recibió el golpe en plena cara. Trastabilló. Por un segundo
recuperó el equilibrio y, por segunda vez, la bolsa volvió a impactar
contra él, impulsada por la furia incontenible de Jones. Monwo
estaba mareado. Indy
se paró, ajustó la puntería e, imprimiéndole fuerza a su pierna
derecha, le clavó la punta del zapato en la entrepierna. Fue una patada
transmisora de odio. Un puntapié con el que pretendía dar por finalizada
la pelea. Pero
no... “Quería más...”.
Ese maldito “constructor
de balsas”
no se la llevaría de arriba. Le debía unas cuantas y pensó cobrárselas
en ese momento. Cuando
Monwo subió un poco su cuerpo, una nueva trompada del arqueólogo se llevó
por delante la quijada del matón. Se escuchó un sonido seco, de huesos
que se rompían. “¿Eran las falanges de la mano o
la carretilla del asesino a sueldo que se partía?”...
No importó. Y de nuevo, otro guantazo en la cara, con el puño que
restaba. La
adrenalina corría por las arterias de Indy. Estaba enceguecido. Quería
matar a ese hijo de perra. Más Monwo reaccionó con presteza. Soportó la
embestida y con la velocidad de una hiena traicionera, lanzó un zarpazo
hacia delante, apresándole a Indy los genitales. —¡¡Auchh!!....
—gritó mientras era levantado en el aire, sintiendo cómo le apretaban
los testículos con saña incontenida. El
mundo se volvía negro. El dolor en la entrepierna se hacía insoportable
y el truhán seguía presionando más y más. —¡¡Basta!!...
—El alarido de Merisa retumbó por encima del ruido de las hélices. Desde
atrás, agarró a Monwo por el pelo y forcejeó, haciendo palanca hacia
abajo con todo su peso. Debió
dolerle, porque de inmediato la presión en los testículos de Indy menguó
y el polinesio lo dejó caer al piso semiinconsciente. Por
sus movimientos pesados y torpes, Merisa lo comparó con “Frankestein”
cuando vió que se daba vuelta y su manaza la agarraba por la cara. Aquellos
dedos eran feroces al apretar; prensas poderosísimas que la separaron del
piso y la levantaron como si su cuerpo fuera de felpa. Sintió que su
nariz y los maxilares se estrujaban dentro de la mano, y la respiración
empezó a faltarle. Desde
el suelo, Indy observó como Merisa se sacudía entre los dedos de Monwo.
“¡Le
iba a fracturar el cuello!”.
“¡Ese
sádico la estaba ahogando!”.
Intentó pararse pero tropezó. Se volcó hacía un costado y antes de
caer estiró el brazo instintivamente para no golpearse. Una
palanca se interpuso en el camino y, sin quererlo, la jaló hacia abajo
con el peso de su cuerpo, mortificado por tantos golpes. Súbitamente,
todo el depósito del avión se convirtió en un remolino de bolsas, cajas
pequeñas y redes de contención, volando por el aire. La presión bajó
de golpe y un caos total llenó el ambiente. “¡Había
activado la puerta de carga!...
¡Y
se estaba abriendo...!”. La
descompresión fue tremenda y toda la nave dio un fuerte sacudón,
sorprendiendo a los pilotos. Monwo,
atónito, soltó a Merisa; que, absorbida por la puerta, salió rebotando
entre los cajones y bolsas desperdigadas, succionadas hacia fuera. Indy
reaccionó guiado por el instinto de supervivencia. Veloz
como un rayo, apresó una de las redes que se zarandeaban clavadas a la
pared. Lo hizo en el segundo exacto. El vacío andino se chupaba todo.
Incluso su cuerpo, que, en posición horizontal y completamente en el
aire, luchaba por sostenerse a la vida con una sola mano. El
ruido era atronador. El viento helado de las montañas se colaba por todas
partes y reclamaba cada una de las cosas que la bodega contenía. Indy
entreabrió los ojos y observó cuál era la situación. “¡Dios!”,
exclamó mentalmente. Las cosas no podían estar peor. Tenía
a Monwo amarrándole una de las piernas y sacudiéndose como la cola de un
cometa. La “Bestia”
se aferraba con desesperación. Por primera vez pudo sentir que tenía
miedo. Merisa,
en tanto, sobrellevaba una situación aún más complicada: había
logrado, de milagro, apresar el borde de la puerta de carga y se
zarandeaba con medio cuerpo fuera del aparato. “¡No
duraría mucho tiempo más!”. Entonces,
Indy reaccionó como un animal cercado. Le
imprimió vigor a la pierna que tenía libre y la impulsó repetidamente
contra la cabeza del polinesio. Una...
dos... tres veces... —¡¡Maldito!!
—gritó— ¡¡Suéltame ya!!... Con
la cuarta patada, Monwo se vio exasperadamente libre y salió rodando,
dando manotazos, con dirección a la puerta abierta. Merisa
siquiera gritaba. De lejos, Indy alcanzó a ver su mirada de resignación,
de despedida. La chica sabía que iba a morir. —¡¡Meriiii...!!
—profirió Indiana con rabia—. ¡¡Aguanta!!... De
pronto, algo le impactó en la cara; algo que, como un látigo, lo
golpeaba una y otra vez. ¡Otra
red desprendida!...
¡Lo
que necesitaba! Se
contorneó en el aire y con el brazo libre la agarró. Era suficientemente
larga. Alcanzaría. Estiró
la extremidad y la punta de la red llegó hasta Merisa. —¡¡Agárrala!!...
—le aulló iracundo—. ¡¡Agárrala, por Dios!!... En
ese segundo, con el rabillo del ojo Indy se percató de que Monwo no había
caído. Estaba aferrado a un pesado cajón. Merisa
sintió que la red se ensortijada entre sus dedos, agitándose con
velocidad . Un movimiento seco y preciso fue suficiente para soltar el
borde de la puerta y apresar la malla de sogas con todas sus fuerzas. Entonces,
debido al peso, la red terminó por desenrollarse del todo y la muchacha
salió despedida fuera del aparato. El
hombro dolorido de Indiana experimentó un fortísimo tirón y estuvo a
punto de soltar la cota que mantenía a Meri unida al avión. Merisa
Linda Pretie, la especialista en arte, la estudiosa de escritorio, volaba
por encima de la cordillera de los Andes, zarandeándose de una red, de
arriba hacia abajo, sin poder frenar la potencia del aire. Indiana
Jones tensó los músculos, combatiendo el dolor de las articulaciones que
se dilataban en ambos brazos. Era impensable hacer fuerza. Estaba siendo
succionado y no podía soltar ninguna de las dos manos. De una dependía
la vida de Meri; de la otra, las vidas de ambos. Era
cuestión de tiempo, de resistencia. Sabía que en minutos la presión de
la bodega se acomodaría a la del exterior y la aspiración menguaría
poco a poco hasta ser sólo una ventisca helada. Gradualmente,
la tarea de sostenerse se fue aflojando. La posición de su cuerpo ya no
era completamente horizontal.
En
un momento, alcanzó con las rodillas el piso. “Un
instante más y podría jalar con ambos brazos la red de Meri”. —¡¡Soporta!!
—gritó a sabiendas de que no lo podía oír. Pero
la vida no era sencilla, ni los ganchos que sostenían las redes de buena
calidad. No
bien Jones apoyó todas las piernas, la malla de red de la que se agarraba
se soltó. “¡Mierda!,
pensó; y rodó dando bandazos hasta verse despedido por el aire, fuera de
la bodega del aparato. Asombrosamente,
el sombrero fedora seguía pegado a su cabeza. Esperó
caer en picada, como un paracaidista sin paracaídas; pero eso no ocurrió. Cuando
volvió a abrir los ojos, se percató de que la red aún lo mantenía
sujeto al aeroplano. Otro gancho providencial la había retenido en el
borde mismo de la puerta. Siete
metros por detrás, Merisa, sujeta a su propia red, parecía un barrilete
sacudido por el aire. El también se sentía como una serpentina que
ascendía y descendía sin control. A
sus pies, las cumbres andinas reflejaban la débil luz de la luna y el
aire helado se les colaba por cada una de las costuras de la ropa. ¿Cuánto
tiempo más resistirían?
¿En
qué momento saldrían despedidos definitivamente por los aires?
Una
vieja ley decía que si las cosas pueden empeorar, empeorarían con
seguridad. Y
esa ley funcionó entonces. Indy
miró la abertura de la bodega. Deseaba alcanzarla, pero no podía. Dentro
del avión las cosas estaban más calmas; la succión había cesado. Entonces,
la musculosa presencia de Monwo se perfiló en la puerta del aparato. Un
hilo de sangre le corría por la frente. Aún así, el polinesio sonreía.
Rengueó hasta el gancho que sujetaba la red de Indy y le dirigió mirada
que parecía ser la última. —¡Estás
muerto, idiota! —le gritó al arqueólogo; y empezó a desenredar el
manojo de sogas trabado en el garfio. “Es
el fin”. “No
hay salida ya”.
“¿Ese
polinesio obsecuente sería el que rubricara su larga vida de aventuras?”. “No
era justo”. Monwo,
ensimismado en la sádica tarea de desenganchar la red, desoyó la orden
que vino de sus espaldas. —¡Alto!
¿Qué hace? ¡Deténgase o disparo! La
voz del copiloto no se dejó escuchar por el ruido infernal del viento. El
aviador desenfundó una pistola y le apuntó. Volvió
a exhortarlo a que desistiera de lo que hacía. Monwo hizo caso omiso. Fue
entonces cuando el gatillo se jaló y la mano del polinesio se sacudió,
esparciendo sangre a su alrededor. El
dolor fue intensísimo. Monwo resbaló y cayó de espaldas contra el piso,
dando la cabeza contra el filo de la caja que, minutos antes, le había
impedido se precipitara al vacío. El
copiloto enfundó el arma y corrió hacia el cordel trenzado que sostenía
a los dos extranjeros. Sin
preámbulos, empezó a tirar de él, acercándolos lentamente hacia el avión. Tocar
la superficie de la bodega fue como nacer de nuevo. Primero fue Indiana,
al rato Merisa. Habían
resucitado. —¿Qué
pasa acá? —preguntó el copiloto, viendo el caos en que se había
convertido su aeronave—.¡Casi nos matamos todos!... ¡Y este loco
—agregó señalando a Monwo—, quería liquidarlos!... ¡Demando una
explicación, señor! —Reclamó excitado. El
arqueólogo tomó asiento en el piso dando un respiro. Ya
no sentía su cuerpo. Estaba consumido. Así
todo consiguió la energía suficiente para quitarle al militar,
furtivamente, el revólver de la cartuchera y apuntarlo justo enfrente de
su nariz. —Cambio de rumbo, capitán —le dijo secamente—. Pegue la vuelta ya mismo. Volvemos a “casa”. |
[1] NOTA: La palabra huaquero deriva del vocablo "huaca", que en quechua significa "sagrado", pero que popularmente es utilizado para designar a los montículos o enterramientos precolombinos que poseen restos de culturas andinas hoy desaparecidas. [2] En 1947 el explorador sueco Thor Heyerdhal organizó y llevó a cabo un viaje en balsa por el Pacífico intentando probar el contacto transoceánico de las culturas precolombinas con las de Polinesia. El éxito de la empresa se coronó con reconocimiento internacional y un libro ampliamente vendido. |
Fernando
Jorge Soto Roland
Profesor en Historia
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