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Carretera polvorienta
Fernando Jorge Soto Roland y Carlos M. Ortiz

León Fragnaud fue un sorprendente francés quien a principios de siglo alarmaba con sus audacias automovilísticas a los vecinos marplatenses. Bajito, siempre sonriente y de delgados bigotes rojizos, asombraba a los peatones con sus sacudidas y volteretas intrépidas por el empedrado de la ciudad, cuando conducía su Renault Filtrée modelo 1905.

Había instalado su pequeño taller mecánico en marzo de 1902, un pequeño edificio que se encontraba a pocos metros del molino Luro, por la actual calle Falucho.

Los vecinos tranquilos de la cuadra se sobresaltaban todos los domingos antes de concurrir a la misa de la Catedral, cuando el tronar de los motores y el ensordecedor instrumental mecánico de León iniciaba su jornada matutina y daba los buenos días. Pero el francés compensaba las molestias que ocasionaba con su devoción por los fierros con el buen humor y la simpatía característicos de su personalidad.

En 1910, con motivo de los festejos del Centenario, la municipalidad decidió organizar una competencia automovilística en la ciudad. El trayecto constituía un verdadero desafío: casi doscientos kilómetros de polvorientos, fangosos y agujereados caminos de la zona. La carrera se denominó “La Ballenera” en honor al mojón más lejano al que los conductores debían llegar: un paraje ubicado en el sudeste del partido. No obstante alcanzarlo, la competencia terminaba con el regreso a Mar del Plata, salida y meta del fabuloso certamen.

Una de las mañanas previas a la largada, ciertos problemas con el engranaje y la caja de cambio tenían a León seriamente preocupado. Las varillas que había mandado a pedir a Buenos Aires no llegaban y la carrera se aproximaba inexorablemente. Otra cuestión problemática la constituía la carburación y el empleo de un combustible que rindiera para velocidades altas. 

León consultó entonces a Don Franco Gauderio, un reconocido mecánico ferroviario y apasionado de los coches deportivos que vivía en una chacra cercana al faro de Punta Mogotes. Varias veces habían hablado sobre las lecturas que el viejo realizaba de revistas recibidas de Europa. En ellas las últimas novedades sobre mecánica e ingeniería automotriz despertaban una viva curiosidad y deseos de aprender.

Fue así como León se enteró de un compuesto químico que aligeraba la combustión y desoxigenaba el rotor para aumentar el potencial del vehículo en ruta. Lo que le ofrecía don Gauderio era tratar de imitar la fórmula en un preparado casero de su propia invención. Según Don Franco, los resultados obtenidos con esta fórmula eran fidedignos y los había tomado de una publicación deportiva de París,  “Le magazine du voiture”. Si se podía incrementar la carburación sin levantar la temperatura, el coche rendiría una velocidad muy superior a la normal y sería la diferencia necesaria para los tramos más largos y parejos.

 

El día de la prueba llegó.

La largada estaba pronosticada para las doce del mediodía. El viento norte, eterno y constante, empezaba a preocupar a algunos conductores. La cuestión central de la competencia era tratar de que no se recalentaran los motores, principal clave del éxito. Para ello se ensayaban algunas técnicas innovadoras para la época. El avituallamiento de algodones, trapos de fieltro junto con latas de resina empetrolada, pomadas y ungüentos refrigerantes eran parte de los elementos que los competidores cargaban en la sección trasera de los vehículos.

León se paró sobre su pescante para comprobar la orientación del viento y la disposición de las nubes.

El municipio había construido una tribuna de madera en el sector de la largada adonde concurrían a tomar asiento las personalidades más distinguidas de la ciudad. El colorido de la moda femenina desorientaba al público y a los competidores, quienes tenían sus admiradoras en uno u otro extremo de las gradas.

El periodismo interrogaba a los protagonistas de esa jornada y los reporteros se exponían a ser bien o mal recibidos, según las preguntas que formularan. El clima era eminentemente deportivo pero el nerviosismo no estaba ausente esa mañana frente a la Rambla Bristol.

La banderola con la inscripción de “LARGADA” ondulaba de un extremo a otro de la calle ese mediodía cálido y con incipientes amenazas de lluvia de un momento a otro.

Fragnaud lustraba los espejos con una gamuza y controlaba la presión de los neumáticos propinándoles leves patadas a las cubiertas. Sorpresivamente, el Juez de Paz se le presentó por detrás de su automóvil. No tenía buen semblante la autoridad esa mañana. León se hizo el distraído pero conocía perfectamente la razón.

—Buenos días, León —dijo el juez con cierto enfado en su voz.

—Buenos días, señor Juez... Ya me extrañaba que no viniera a saludarme y a desearme suerte como he visto que lo ha hecho con los demás competidores.

—¡León, usted me prometió algo que no cumplió! —acusaba la autoridad con el dedo índice desplegado.

—Señor Juez, no quiero que malinterprete...

El juez no le dejó terminar la frase. Estaba muy molesto realmente.

—Lo dejo competir hoy —aclaró mientras sacaba un pañuelo para secar su frente— porque no quiero arruinar los festejos del Centenario de la Nación con un arresto. Pero ni bien termine la carrera, conduzca su vehículo hacia mi despacho —dijo y salió despedido como un rayo rumbo a sus ocupaciones.

El juez tenía razón. León no se había comportado como un buen ciudadano las últimas semanas. Contaba con el afecto y la admiración de toda la muchachada del centro de la ciudad, pero a un precio muy alto: desobedecer las normas del municipio. Los agentes municipales y los oficiales de policía estaban cansados de indicarle que no se podía subir y bajar las escalinatas de la Rambla con el vehículo. La costumbre de trepar hasta la calzada superior con el coche era festejada por los más jóvenes las tardes de invierno, cuando el público peatón disminuía casi por completo. Pero algunas damas y caballeros de mayor edad habían hecho los reclamos correspondientes y León no parecía entender su insolencia.

 

Los flamantes vehículos fueron ubicados en la pista. Todos ellos formaban una hilera sobre la derecha de la avenida dándole la espalda al mar. Estaban estacionados en forma perpendicular a la calzada con una inclinación de 30 grados. La distancia entre cada uno era de aproximadamente diez metros. Los corredores se apostarían enfrente a los vehículos, y al ver desplegar la bandera a cuadros, correrían a sus respectivos autos.

Al bajar la bandera y sonar el silbato, los chicos apostados al frente del motor colocarían rápidamente las palancas y esperarían las órdenes del conductor para hacerlas girar y producir el contacto. No era nada sencillo el arranque con el motor en frío y ese ejercicio, bien ensayado, podía determinar el primer puesto en la largada.

Marcelito esperaba a León ansioso con el fierro en la mano. Intercambiaron unas guiñadas de ojo y esperaron el silbato.

Los corredores eran en total cuatro.

León estaba ubicado al lado del Enrique Ferguson. Este empresario local había importado un Ford TSX de Estados Unidos hacía tan sólo cuatro meses y los arreglos mecánicos para la competencia estaban a cargo de Luis Stantien, reconocido mecánico del barrio de La Perla. Ferguson miraba inquieto en dirección de la tribuna y le comentaba por lo bajo a León sobre los inconvenientes con el arranque. No se lo notaba muy entusiasmado.

León observó con envidia el coche rojo del alemán Otto von Cliffke, el gran y difícil adversario. Grande, porque se había asido con los últimos tres triunfos en las carreras organizadas por el gobierno de provincia; y difícil, porque el germano tenía el mejor auto y era muy tramposo.

El Mercedes Benz Furgher reforzaba la caja trasera con un sobrepeso que le daba mayor estabilidad y soportaba los rudos ajetreos del camino de tierra sin colear. Además, sus costosas cubiertas de goma Sterling llevaban impresas unas ranuras o pistas de caucho mezclado con feldespato que otorgaban mayor agarre al suelo y evitaban el desgaste en ripio. Esas ventajas técnicas se complementaban con la verdadera joyita del coche: su motor en V8 con pistones de acero inoxidable y radiador antioxidante.

Finalmente, el Buick Touring Car de Federico Ganzué constituía toda una novedad en la ciudad. Era un coche escocés de pequeñas dimensiones y baja potencia de aceleración. Su cualidad principal era el peso Era extremadamente liviano y de notable suspensión.

El Renault de León, por el contrario era el coche más pesado de la carrera. Muchos los apodaban como el “Acorazado”, por su semejanza con los  barcos de guerra en el color y sus líneas alargadas y puntiagudas. La comprimida suspensión delantera le otorgaba mayor compresión con el viento a favor y ahorraba aceite en las velocidades bajas, donde es preciso rebajar los cambios. En consecuencia,  León desgastaría mucho  menos la caja de comandos.

El día estaba espléndido y la gente se apiñaba en los lugares reservados. Se había aconsejado a los pobladores no salir a las calles destinadas al circuito para evitar accidentes. Sin embargo, los corredores se encontrarían con muchas personas que preferían esperar a los automóviles en las esquinas por donde debían doblar, según el trazado reglamentario.

La bandera a cuadros se desplegó por los aires y los cuatro conductores corrieron frenéticamente hacia sus máquinas. Los muchachos encargados del contacto accionaron sus palancas y el rugir de los motores inundó la costanera. Los aplausos y muestras de entusiasmo atronaron en las tribunas y en las calles, al paso de los bólidos ruidosos y estrafalarios.

La largada fue muy normal y los cuatro coches se alinearon en una vertiginosa fila que serpenteaba por el trayecto rumbo al faro donde su director, el capital Müller, había desplegado una enorme lona alentando a su compatriota von Cliffke.

A la hora de marcha, los conductores empezaron a distanciarse debido a sus particulares ritmos de carrera. La punta era conservada por Enrique Ferguson y su Ford; en segundo lugar, Federico Ganzué demostraba tener muy en claro el rigor de la competencia, dado que era su primera participación oficial. En el tercero, se había ubicado León y su pesado bólido y completaba el tren el alemán, quien a propósito había elegido esa ubicación para planear su sucia estrategia con calma.

 

El mcamino estaba enlodado en un tramo entre la Barranca de Los Acantilados y Playa Chapadmalal. Si no se tenía la precaución de aminorar la marcha y recular en los espacios cenagosos, el automóvil quedaría atascado en el barro.

El coche rojo de Otto Von Cliffke apareció en el retrovisor de León echando una endemoniada estela de lodo que desdibuja sus contornos.

Otto von Cliffke era un verdadero perro de caza y allá por los caminos sureños rumbo al Boulevard del Atlántico nadie podía comprobar los perversos métodos que tenía el germano para asegurarse la carrera. La moral caballeresca hacía que ninguno dijera nada una vez terminado el evento. Una cuestión de orgullo silenciaba las bocas por aquel entonces. Cada uno de los contrincantes se reservaría los comentarios, mentirían y prepararían la estrategia para vencer en la próxima oportunidad.

Otto despedía toscas hacia las márgenes del camino, en un intento desesperado por alcanzar a León y arrojarlo a la banquina. Si su propósito era sacarlo de la carrera, le tomaría un poco de trabajo.

León era consciente de que al alemán le sobraba motor. Pero no se impacientaba por ello. Al tomar la curva sintió un golpe en el costado derecho a la altura del tanque de combustible, que zarandeó el vehículo. El metal del paragolpe trasero crujió violentamente. Otto atacaba por la derecha y León debía conservar el puesto para evitar que ambos coches se pusieran a la par.

Cuando cruzaron el primer puente de arroyo, percibió que Enrique estaba alcanzando una de las lomas más difíciles del trayecto. Calculó entonces que su andar lento se debía a los frecuentes obstáculos del camino y a lo elevado de la cuesta.

¡Otra vez la estocada de Otto!

Le resultaría muy difícil sobrepasar a Fragnaud por la derecha. Los obstáculos de las cuestas, el lodo y la pericia del francés constituían verdaderos desafíos.

En subida, la visibilidad se entorpeció y el peligro del ganado suelto, pastando al borde de la ruta, comenzó a rondar por la mente de León. Recordó la muerte del “Tano” Giusta en 1904, atravesado por los cuernos de una vaca que se había cruzado imprevistamente. Cuando el “Tano” la vio, ya era demasiado tarde para realizar la maniobra.

La tierra estampada en el espejo retrovisor le anunciaba, una vez más, que Otto estaba muy cerca. ¡Endemoniado germano!  Si cedía el margen derecho, lo rebasaría y no deseaba luchar con su temible “látigo” de madera, que escondía para esos casos debajo del pescante.

Nuevo tope en el guardabarros trasero. Giró la cabeza para comprobar alguna rajadura. Por suerte había reforzado el tanque con una lámina de chapa. El maldito buscaba destrozarlo.

León rebajó y pasó el cambio al comprobar un tramo bastante liso de unos quinientos metros. La tierra ya estaba más seca en ese sector. Debía alejarse un poco y mantener la diferencia. El terreno sería su aliado dado que los motores estaban en desigualdad de condiciones.

Era evidente que la carrera había exacerbado el ánimo de Otto. Fragnaud lo estaba demorando y cada segundo que pasaba beneficiaba a Enrique. El alemán sabía que, al sobrepasarlo, alcanzaría con facilidad a los demás competidores.

 

Hacia las dos de la tarde, León estaba impaciente y cansado. La tensión mantenida durante la última media hora ya no la resistiría por más tiempo. La competencia se parecía más a una justa medieval que a una carrera de vehículos. Pero las autoridades municipales se desentendían de las reglas de juego cuando los autos se perdían en el horizonte. No había veedores por ningún lado. Los detalles del triunfo no importaban demasiado, siempre y cuando nadie saliera lastimado.

Se aproximaban a las lindes de la estancia Chapadmalal y allí el camino empezaba a serpentear, pues debía bordear un pequeño bosque de tilos. Había dos curvas bastante cerradas y luego el sendero se bifurcaba en dos. Era preciso conocer bien el terreno y estar atento; más de uno equivocaba de dirección.

Las hostilidades de Otto empezaron a fastidiarlo en serio.

Al doblar por el primer tramo del bosquecillo, un terraplén de tierra bastante arenosa atascó el tren delantero y el coche perdió rápidamente velocidad. El pastizal estaba alto y un pequeño charco lleno de moscas pestilentes impedía el paso. Era necesario accionar el cambio y rebajar. León esquivó los troncos desperdigados por el lugar y la amortiguación se resintió de manera considerable.

Allí pudo comprobar que Enrique Ferguson había tomado el camino que conducía directamente al casco de la estancia Chapadmalal. En pocos minutos éste comprobaría que llevaba un rumbo equivocado y había perdido la punta en un descuido.

Salvó el escollo y demoró el accionar de Otto.

Pronto ganó velocidad pero el motor del Mercedes hacia notar su diferencia y en unos instantes ya lo tenía, pisándole los talones.

 Debía calcular el ángulo de la próxima estocada, aplicar  los frenos y girar el tren delantero unos veinte grados. Si la maniobra resultaba felizmente, Otto debía quedar enganchado en los tirantes, para luego salir despedido hacia los pastos. Esta pirueta era muy difícil de realizar, porque el maldito conocía todos los trucos del mundillo tuerca.

¡Otro tope! Y ya el germano le había ganado la curva por adentro. Ahora lo tenía a la par, sobre su derecha. La gruesa barba canosa aportaba un aire bárbaro a la sarcástica sonrisa del alemán. Con aire de triunfo, los ojos saltones del teutón encerraban una burlona mirada detrás de las anteojeras amarillas.

Otto le gritó a León algo que no alcanzó a entender. Seguramente, pensó el francés, era una de sus acostumbradas ofensas. En realidad, era una advertencia.

Algo había saltado al interior del vehículo.

El cartel indicaba que el cruce del arroyo Las Brusquitas estaba a dos kilómetros. Algo pesado se agitó sobre los hombros de León y le hizo perder el control del volante por una fracción de segundo.

Fue entonces cuando Otto encendió el fonógrafo montado en el asiento trasero. Las notas del himno del Imperio Alemán inundaron la polvorienta y calurosa costa bonaerense. ¡Era un fanático! El nacionalismo acendrado constituía una de sus armas psicológicas para desmoralizar a sus contrincantes. ¡Cómo sonaba esa vitrola! Ni siquiera los rugientes motores podían competir con ese aparato musical.

León tenía compañía en su automóvil.

Agazapado, todavía atontado por el ajetreo, confundido, la mascota de Otto, “Selva Negra”, un joven ovejero, apareció detrás de su nuca.

Los baches se sucedían de manera interminable. El pobre perro estaba algo asustado de tanto bambolearse de un lado para el otro. Además la música nunca había servido para animarle, cuestión que el amo no compartiría.

¡El perro de von Cliffke se encontraba en el asiento trasero!

Una patina de densa saliva se estampó sobre las anteojeras del francés. El animal lo conocía y le tributaba cariño.

A 80 kilómetros por hora, en medio de un camino tortuoso y lleno de baches y toscas, el afecto de un animal chupándole la cara no le resultó muy ameno. El perro no podía mantener el equilibrio y con sus patas trataba de aferrarse a los almohadones, destrozándoles el tapizado con las uñas.

¡Selva Negra resultaba un verdadero fastidio en esas circunstancias!

Nuevo giro brusco hacia la izquierda y el perro se disponía a saltar del asiento trasero. Los ademanes de Otto desde su cabina eran grotescos y ridículos. Con una mano conducía y con la otra pretendía dar las directivas al perro para que mordiera al francés. El can, naturalmente tranquilo y bonachón, no entendía nada, pero en un momento pareció comprender al amo y lanzó un pequeño mordisco sobre la gorra de León. Éste se vio obligado a girar su cabeza, temeroso de los dientes del perro y la encogió entre los hombros. El perro era incitado a morder pero el pobre animal no podía hacer pie en el asiento debido al traqueteo fatigoso y permanente del auto.

A pesar de ello, no perdía la insistencia y de un salto se encaramó sobre el asiento delantero y se convirtió así en el compañero de ruta de León.

Intentaba morderle el brazo pero el impermeable parecía detener los embates de la dentadura. El perro hincaba el diente sobre la tela, aunque no parecía ejercer gran presión.

Esta lucha desconcentró a León que no pudo sostener por mucho tiempo más la posición.

Otto ganó el puente al superarlo ampliamente por la derecha y aceleró con potencia. Tenía el camino libre para seguir su cacería, por lo menos hasta el Boulevard del Atlántico.

Un bocinazo jocoso se perdía en la lejanía de las colinas anunciando a los vientos la injusta rebasada.

 

La carrera continuó por espacio de seis horas más donde los competidores quedaron aislados unos de otros por espacio de varios minutos. Sin embargo, las diferencias de tiempo eran relativas, tanto a favor como en contra. Las dificultades que encontrarían más adelante podían cambiarles la suerte notablemente.

León deseaba probar el compuesto químico pero tenía inconvenientes. ¿Se habría equivocado don Gauderio en algún elemento de la fórmula? ¡No era posible! El viejo mecánico y él mismo habían ensayado varias veces el compuesto antes de depositarlo en el tanque de reserva. Se suponía que destrabando la pequeña manivela, el líquido se vertía sobre los pistones y el “acorazado” empezaba a disparar por los caminos como un cohete.

León accionó la manija varias veces pero la aguja marcaba como inexistente el paso del precioso compuesto. Levantó la vista para centrar la dirección del camino y divisar a su adversario.

Von Cliffke ya empezaba a perderse por el horizonte, envuelto en una grisácea polvareda. La atronadora música de su fonógrafo ya no se escuchaba. Si Fragnaud no lo alcanzaba al llegar a Laguna Pato, estaría en serias dificultades para asirse con el triunfo. Lo importante era ganar cierta ventaja en ese tramo pues, a diez kilómetros más, comenzaba otro sector fangoso e inundado. Las maniobras obstaculizaban el veloz desempeño del motor y había que cuidarse muy bien de no quedar atascado en algún lodazal.

Diez minutos más adelante el “acorazado” parecía marchar sin dificultad. León volvía a sentirse más confiado en el potencial de su vehículo y el control de presión parecía indicarle la disposición final del combustible de reserva. León aplicaría por fin de la fórmula y la usaría en cuanto empalmara el ripio fino, ya de regreso a Mar del Plata.

El auto de Federico Ganzué tenía serias dificultades. Una piedra no advertida por su conductor había destrozado uno de los rayos de la rueda delantera izquierda. León se detuvo unos instantes para informarse de lo sucedido:

—¿Puedo ayudarte en algo? —le preguntó a Federico que trataba de cambiar la rueda en medio de una ciénaga.

—Digno gesto deportivo el tuyo, pero perderás importantes minutos.

León analizó rápidamente la situación. Para no perder demasiado tiempo y ayudar a un adversario, ordenó que fueran atadas unas sogas a los guardabarros de ambos vehículos. Era imposible el recambio de una rueda en medio de semejante lodo. Arrastró con su “acorazado” el vehículo de Ganzué y, en apenas cinco minutos, ya estaban ambos hombres destrabando la rueda dañada.

—¿Cuánto hace que pasó Otto? —preguntó León.

—Calculo que unos veinte minutos. No es mucho si tomas en cuenta que llevas casi diez demorado por mi culpa.

—Sólo espero que algún imprevisto haya detenido la marcha de ese miserable y tramposo alemán.

—Así lo espero. Porque después de Laguna Pato, el fango no es obstáculo y el regreso en ripio fino es un trampolín en descenso donde basta con pisar el acelerador y nada más —aclaró Ganzué.

 

 

Faltaban tan sólo tres mil metros para la meta cuando la tarde declinaba ya.

Otto von Cliffke se había deshecho de Ganzué hacia las seis utilizando sus tácticas de evasión. El auto de Federico había sido desbordado hacia los rocosos laterales de un tramo y había quedado fuera de competencia debido a su rueda destrozada.

Otto era el indiscutido ganador cuando un traqueteo inusual en el motor lo tomó de sorpresa. Sin advertirlo, a pesar de su experiencia, el germano le había exigido demasiado al coche y el humo negro que principiaba a escaparse por las rejillas de ventilación así lo atestiguaban.

No le importó. Alcanzaría la meta de todas formas.

Iba a toda máquina. Sacó el pie del acelerador repentinamente. Podía ser peligroso transitar las calles a esa velocidad. Le hubiera gustado atravesar la línea de llegada a todo motor. Rió y disminuyó la velocidad.

El motor estaba fundido. Lo supo al momento de rebajar.

¡Faltaba tan poco!

¡No era posible lo que mostraba el espejo retrovisor!

¡El acorazado francés se distinguía a unos doscientos metros y se acercaba con una potencia inaudita!

En efecto, León había logrado accionar el compuesto energético minutos antes y estaba a punto de ponerse a la cabeza.

Von Cliffke no dejaría que el francés lo rebasara.

Con el último aliento, su  vehículo viró y giró cuarenta y cinco grados en dirección a la acera. Disminuyó la velocidad considerablemente. Otto estudiaba con su espejo retrovisor y había calculado certeramente a cuál de las dos direcciones posibles León iba a torcer su volante. La izquierda había sido la elegida y hacia allí el alemán orientaba su resistencia.

Las gomas chirriaron sobre el empedrado. El coche humeaba inexplicablemente. El interruptor se había reventado o estaba recalentado y no se podía hacer bajar la temperatura.

¡Faltaba tan poco!

Si lograba detener a Fragnaud, tal vez...

Sólo un milagro haría que su coche alcanzara la meta aunque fuera arrastrándolo. Fuerzas no le faltaban.

Cuando la cercanía del “acorazado” se hizo inminente, se dispuso a cerrarle el paso. Pero, ¿y después qué?

Un viento fuerte se arremolinaba en esa cuadra, a donde los curiosos se iban congregando paulatinamente.

León desaceleró bruscamente cuando ya tenía encima el coche de von Cliffke. Había calculado mal la distancia entre él y el alemán. Pisó los frenos y sus gomas dejaron una huella sobre los adoquines. El Renault no parecía detenerse y estaba a punto de colisionar contra el otro coche.

Pudo frenar felizmente.

León colocó la reversa. Era una tontería lo de Otto pero peligrosa. Simplemente lo demoraría unos contados segundos del seguro triunfo.

La estruendosa bocina del alemán sonó mientras el vehículo rojo principiaba una alocada marcha atrás hasta estrellarse contra el coche de Fragnaud.

La colisión fue sorpresiva y artera. El alemán estaba cambiando demasiado las reglas del juego. León no salía del asombro. Accionó sus motores para desengancharse pero no respondían a tal exigencia.

De un manotazo se quitó la gorra de goma y las anteojeras y salió a toda carrera de su automóvil en busca de Otto. La carrera ya no le  importaba pero romperle la cara al gordo teutón, sí.

El motor del carro del germano comenzó a incendiarse en el ala izquierda. Von Cliffke, deseSperado por este nuevo inconveniente, accionaba el tubo de arena para esas contingencias. 

—¡León, León kerrido! ¡Qué deskracia la nuestra! A pocos metros de meta y trakbados los dos! —decía con falsas palabras.

Más y más personas formaban un anillo en medio de la calle alrededor de los dos conductores. Nadie se atrevía a colaborar con ellos. El público buscaba presenciar el desafío personal entre los contrincantes.

Sólo importaba una cosa: el vencedor debía pasar la línea de llegada con su vehículo.

Los más informados de la situación gritaban a los cuatro vientos que Ferguson había abandonado a la altura de Chapadamalal y que Ganzué estaría de regreso en aproximadamente veinte minutos.

Fragnaud no escuchaba. Manoteó al germano de la solapa, lo sacó del vehículo incendiado y ambos rodaron como cantos por el suelo trenzados en una confusa riña.

Otto intentó morderle la oreja pero el francés zafó de la presión de los brazos gracias su escurridizo cuerpo. Se incorporó y corrió hasta su vehículo a buscar el fierro de arranque para partírselo por la cabeza.

Fue entonces cuando la gente intervino para contener a ambos luchadores.

Von Cliffke adoptó el papel de víctima de la situación y gritaba que el auto humeante era responsabilidad de León. Las personas que asistieron al lugar empezaron a colaborar con el alemán para destrabar el vehículo y remolcarlo hasta la meta.

No correspondía hacer eso. León comprendió de forma cabal su situación. Si lograba destrabar el auto, arrancaría de una vez y ganaría la carrera. No valía ir a la cárcel por ese idiota.

Se echó debajo de su carro para echar un vistazo.

Un hombre que presenciaba el acontecimiento se acercó y le preguntó

—Está trabado desde el pescante. Necesita forzar el elástico de la suspensión.

El desconocido parecía entender bastante de mecánica. Así lo creyó León quien contestó:

—Eso pretendo pero no puedo.

El hombre no se animaba a intervenir en la carrera. Estaba muy cómodo en su posición de espectador. Además, iba contra de las normas de la competencia. Parado y con las manos en los bolsillos, agregó:

—Así como algunos asisten a Otto, no veo por qué no yo pueda asistirlo a usted.

Se agachó debajo del pescante e indicó:

—Haga una cosa, Fragnaud, colóquese debajo del auto a la altura del rotor delantero... ¡No, no, no! ¡Más acá! Vea si puede torcer ese alambre que está ahí. ¿Tiene algo cortante para...?

Un muchacho sacudió a León de la pierna y lo arrastró unos centímetros hacia fuera.

—¡Eh, eh, bueno!

El joven se precipitó sobre Fragnaud, presa de un delirio incontenible. Empezó a aporrearlo en la cara. Los golpes no eran muy fuertes pero León debía reducirlo de alguna manera. El chico estaba fuera de sí. La gente miraba la lucha y nadie parecía tener intenciones de colaborar para sofrenar los ánimos. León empujó finalmente al muchacho que fue a parar a la acera de espaldas.

—¿Quién es la madre de este chico? No quiero que una competencia me convierta en un delincuente —aclaró el francés con seriedad.

Las caras de la concurrencia no eran del todo amistosas. Daba la sensación de haberse generado una especie de histeria colectiva.

León acomodó sus ropas y se encaminó nuevamente a solucionar el problema. Otto, por su parte, recibía la solícita colaboración de un carnicero y dos hombres más que hacían fuerza por la parte trasera de los automóviles. El alemán miraba a Fragnaud con saña e indignación.

—Con  un golpe certero allí, usted podría liberar su auto —comentaba el desconocido con irritante tranquilidad y ajeno a la situación general.

—Pues haremos la prueba, amigo —contestó León.

Tomó una maza y un cortafierro de su maletín de herramientas y accionó un martillazo potente y seguro sobre la zona indicada.

En efecto, sólo una alambre de la suspensión impedía librarse del odioso alemán.

Los dos coches recibieron un estímulo en sus suspensiones y se se separaron por arte de magia.

Otto no podía creer lo que se había producido. El declive de la acera hacía movilizar los coches hacia ambas márgenes. Los autos se estaban distanciando solos, recíprocamente.

Otto subió y trató encender su bólido pero el accionar era trunco y el coche vomitaba espeso humo por el caño de combustión.

León intentó por su parte y el rugir del “acorazado” se escuchó una vez más en aquella fatídica tarde de automovilismo.

Destrabó los pedales y el vehículo bramó sobre el empedrado.

Otto se agarraba la cabeza y vociferaba insultos mientras sus simpatizantes trataban de arrastrar el coche con sus brazos para hacerlo arrancar.

—Le aconsejo que suba...,  ¿señor...? —indicó León.

—Fangio.

—Es un placer, caballero. No quiero que sea titular del periódico de mañana. Los ánimos están bastante turbios en este barrio. Además el reglamento me permite transportar un acompañante en cualquier tramo de la competencia —dijo León y se dispuso a terminar el recorrido.

Las bocinas de un vehículo se escucharon ensordecedoras y un auto se plantó al lado del de Fragnaud.

Ganzué se había restablecido de su gran diferencia.

Federico y León se entendieron al instante y decidieron cruzar la meta juntos con sobrada calma comodidad.

Fernando Jorge Soto Roland y Carlos M. Ortiz 
Historias apócrifas de Mar del Plata

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