El audífono |
Le costaba relacionarse con las personas. No tenía la
habilidad suficiente para entablar una conversación informal e
intercambiar ideas superficiales como la mayoría de la gente acostumbra a
hacerlo. Esencialmente callado, los médicos establecieron desde la
temprana edad que su coeficiente psíquico y las actitudes mentales daban
para catalogarlo como un adulto reservado, con potencial tendencia a la
timidez crónica. Había arrastrado esa nomenclatura científica
y arbitraria durante toda su etapa infantil, en el colegio primario, como
una pesada cruz de la cual deseaba, acaso por milagro, desprenderse algún
día. Siguió arrastrándola, con mucho
esfuerzo, durante el secundario. Andrés llegó a la universidad con los
mismos signos de retraimiento. Sin embargo, gustaba de participar en
algunas reuniones, pero siempre ubicado en un costado, sobre la pared,
cerca de algún ángulo o esquina. En lo posible, a escasos centímetros
de una salida: un pasillo, patio o la misma calle. La sensación de
escapar de las miradas y comentarios de los demás siempre lo atribuló
mucho. Estudiaba biología en la facultad de
Ciencias Exacta y Naturales. Sin ser un alumno brillante, Andrés
atravesaba el cuarto año y se destacaba como un estudiante responsable y
capaz dentro de los claustros. Algunas conversaciones con profesores
servirían, en breve, como trampolín para alcanzar una “beca de
estudiante avanzado”, primer logro académico de la carrera. Fue durante una jornada de Paleontología
que conoció al amor de su vida: Susana. Una chica algo mayor que él,
rubia color ceniza, alta, caderas delgadas y bien formadas, ojos grandes y
frente gentil. Las facciones algo curtidas y marcadas por pómulos
sobresalientes y las cejas tupidas le conferían al rostro una armonía
varonil que intranquilizaba, por momentos, a Andrés. Pero él sabía de antemano que los
fantasmas de la timidez siempre jugaban en su mente para desvirtuar,
estropear y socavar todo pensamiento positivo y resuelto. Andrés se prometió así mismo que no se
desmoralizaría. No desistiría de tratar de acercarse y entablar una
amistad con esta mujer que lo había, sencillamente, desbordado por su
sensualidad y belleza. Susana, por su parte, siempre estaba
predispuesta a charlar modulando sus labios rojos y carnosos, a coquetear
con la mirada, penetrante y algo lasciva. Era una mujer que acostumbraba
rodearse de muchos compañeros, quienes la acosaban planeando salidas de sábado
por la noche u organizando cenas para agasajar a cumpleañeros. Sin llegar a ser una “mujer fatal”,
Susana mantenía ocupada la imaginación de unos cuantos que transitaban
las aulas de la facultad. Uno de ellos era justamente Andrés. En medio de
esa parafernalia desplegada consciente e inconscientemente por Susana,
aparecía de manera esporádica la figura tímida y vergonzosa de Andrés.
Extremadamente reservado, quebraba la natural armonía jocosa y risueña
de la jornada recreativa previa a la cursada. Susana charlaba con amigas y amigos. Las
carpetas desbordadas de apuntes se apilaban en el fondo del salón junto
con las camperas y abrigos en general. El humo del cigarrillo inundaba la
escena y su manto azulado era horadado por las estruendosas carcajadas de
los comentarios. Ella parecía percatarse de la llegada de
Andrés, discreta, desapercibida, silenciosa. De alguna manera, ambos se
comunicaban o parecían comunicarse. Es curioso el destino, pero esta mujer
acentuaba con el movimiento del cuerpo y algunas expresiones de su rostro
la necesidad de que Andrés estuviera cerca de ella. Tal vez, fuera un
capricho de mujer, uno de los tantos que pueden enloquecer de amor u odio
a los hombres. Todo su ingenio, toda su astucia, esa misma picardía que
exaspera los corazones de los hombres, se incrementaba cuando aparecía
Andrés, quien se sentaba en el rincón izquierdo del aula, sobre el
ventanal y se aprestaba a revisar algunos textos previos a la clase. Entonces obraba el milagro. Susana tenía, o más bien, Andrés creía
que ella tenía, la extraña cualidad de desviar la mirada (cuando la
miraban) y marcar así la indiferencia a voluntad. Andrés levantaba la
vista accidentalmente y sus ojos eran asaltados por el reflejo violáceo,
sensual y atrevido de ella. Ese encuentro duraba unos segundos, los
suficientes para que el alma del muchacho desvariara, alcanzara las cimas
de la excitación y se regocijara con una conquista virtual, cercana e
inalcanzable al mismo tiempo. Y cuando menos se lo esperaba, ella,
desdeñosa, indiferente, cruel, cortaba el hechizo y hacía parecer toda
la escena como algo banal, superfluo, producto de la casualidad óptica,
resultado de una aproximación fortuita, nada más. ¡Qué mujer demonio! Dejaba que él
encontrara su mirada, se atreviera a dibujar con ella su boca y hasta le
permitía que revisara las diferentes partes de su cuerpo. Susana no la
desviaba, acaso le gustaba que la contemplaran con delirio y pasión. Y
cuando parecía que Andrés estaba dispuesto a comerla con los ojos, ella
retiraba los suyos con aire distraído, hacia cualquier rincón del salón;
o bien, los fijaba en otra persona y no los volvía hacia él durante el
resto de la clase. Esto último, lo hacía rabiar y humillarse por encima
de cualquier cosa. ¡Qué criatura pérfida! El problema de
Andrés era la invencible timidez. No podía vencer esa horrible y macabra
sensación de impotencia para acercarse y modular una frase normal. Una
simple invitación a tomar un café era para él algo imposible. Escribió cartas, poemas y diversos
aforismos en honor a Susana. Trató de esconderlos en sus carpetas con y
sin éxito. Inventó estrafalarios seudónimos para firmar estos
documentos de amor. Ensució paredes del complejo universitario declarando
un romance frustrado por la incomunicación verbal. Las inscripciones formaron una legión. Pidió informes a compañeras, amigas, y
hasta recabó información de vecinos porque, algunas tardes, la seguía
hasta su casa sin despertar sospechas. Cada día aumentaba más la necesidad de
hablarle. Pasaba el tiempo. Andrés soñaba
despierto con una conversación en la cual pudiera mirarla a los ojos sin
sobresaltarse y conversar sobre cualquier cosa, sin temer equivocarse o
tartamudear de los nervios. Finalmente, la cita se hizo realidad. Quedaron en ir a tomar un café el
viernes por la tarde. El lugar: una confitería bien alejada
del circuito universitario. Vista al mar y sobre una calle poco transitada
para no sentirse invadido por la mirada de los circunstanciales transeúntes. Él llegó más temprano, como es
costumbre en un caballero. El ambiente lo hacía sentir mucho más
calmado. Muchas veces concurría a esta confitería porque había poca
gente, era silenciosa, no tenía televisión ni la música estaba
demasiado fuerte. La
tarde invernal declinaba ya. Afuera, la temperatura empezaba a bajar. No notó cuando el dueño del local
encendió las luces. Susana ingresó arropada en un sobretodo
turquesa con una cartera de cuero color marrón oscuro y ribetes dorados
en la hebilla. No estaba seguro, pero él sintió una indescriptible
sensación de placer al observar el movimiento de la cartera que ondulaba
al compás de la cintura femenina. El perfume dulce que despedía su
cabellera inundó la confitería. Andrés quiso incorporarse para
saludarla pero ella fue más rápida al inclinarse y estamparle un beso
ruidoso y suave en la mejilla. Llevaba un vestido de lana verde muy
ajustado. Venía de concertar una entrevista con la
posibilidad de trabajar en el shopping más importante de la ciudad.
Estaba alegre, jovial, decididamente segura de su belleza y carisma
personal. —¿Qué
te parece si ordenamos algo, Andy? Me muero de hambre—aclaró con total
satisfacción después de sentarse y acomodarse en la butaca—. Estuve
parada media hora a la intemperie, esperando en la cola de postulantes.
Tenía a cuatro antes que yo; no creo que me elijan. Andrés empezaba a “derretirse”. La
chica ofrecía la natural simpatía para despertar en cualquier hombre la
confianza y arremeter. Demostraba tener dotes de buena conversadora. Él
atinó a decir de manera dudosa: —Bueno... las posibilidades... este. Ella lo cortó con brusquedad pero de
manera elegante. —¿Me dijiste que querías hablar muy
seriamente? ¿Qué ocurre? —Sí, bueno... en realidad, yo... —.
El mozo interrumpió para tomar el pedido. Tardó unos minutos en regresar con los
cafés y unos tostados que Susana había pedido. El tema de Andrés giraba
en torno al clima invernal y las cursadas de mañana. No se jugaba. El mozo olvidó el azúcar. Pidió
disculpas y regresó con unos sobresitos. En ese momento y de manera
accidental, Andrés notó que mientras el mozo acondicionaba la canasta
con los edulcorantes, de su cuello sobresalía un fino cable color negro
que se perdía detrás del perfil opuesto. Cuando el mozo mostró el otro perfil,
pudo comprobar que se trataba de un audífono colocado a un apósito en
una oreja de plástico. “Qué irónica es la vida—consideraba Andrés
con lástima—, pensar que este muchacho no puede escuchar; desearía
poder captar los sonidos naturalmente y no puede. Tal vez sufra problemas
de dicción, no sé; yo, en cambio puedo hablar y no me animo.” Susana se estaba aburriendo. Él lo
notaba en su semblante fresco, gracioso, lleno de vida. Sus cachetes
sonrosados por el frío de la calle iban apagándose en un mate carnoso
que rebelaba el fino y suave cutis aterciopelado. —Si no te molesta, voy a retocarme al
baño, enseguida vuelvo—dijo ella con cierto dejo de fastidio. Era una clara señal de que no aguantaría
mucho más. Susana se levantó y dejó el espacio
suficiente para que Andrés levantara la vista y enfrentara al otro
comensal de aquella tarde ubicado justo en la mesa de siguiente. Un señor
canoso y demasiado gordo ingería con singular presteza una medialuna
dulce sin olvidar mojarla previamente en el tazón de café con leche. Su
cabeza giraba alocada como quien disfruta de una melodía. En efecto, este
hombre escuchaba con particular interés la música que provenía de los
auriculares del walkman que portaba en una riñonera colgada del lado
derecho de su cinturón. Una
pareja de adolescentes entró alocadamente por detrás de Andrés y el
ruido molesto del chicle en sus bocas le disgustó. Se dio vuelta para
contemplarlos con desprecio en el preciso momento que ambos se besaban con
descaro y lo miraban con aire burlón. La pareja se sentó en los sillones del
fondo, pidieron unas gaseosas y encendieron sus grabadores de los que
sobresalían extensos cables de auriculares. Instantes después, bailaban
con desfachatez. Susana regresó del tocador. Se sentó
con un leve soplido. Consultó el reloj y tenía ganas de irse. Levantó
la vista y con aire amenazador pero sincero manifestó: —No sé qué es lo que te pasa, pero
realmente me empiezo a poner intranquila, mejor dicho, incómoda. No
entiendo para que nos sitamos acá. ¿De qué querés que hablemos? No sé,
te pregunto por tus cosas y apenas me respondes. —No, no, yo quería... Volvió a interrumpirlo mientras otras
personas ingresaban en el salón. La insistencia de los concurrentes
intranquilizaba aún más a Andrés.
Ella continuó: —Además, y no lo tomes a mal, me
parece que estás un poco grande para ponerte colorado, apenas te miro.
Sin querer ofenderte yo creí que eras un poco más “adulto”. Andrés, cabizbajo, se sentía en un
banquillo de acusados. Susana, por su parte, insistía con su
razonamiento: —Tomá en cuenta mi situación. No
acepto tomar un café con cualquiera. Y resulta que me encuentro con un
“zonzo” como vos. La pronunciación del adjetivo fue
suficiente para que las fibras de su cuerpo empezaran a despertar del
letargo en el que estaban. Andrés
la miró con seriedad y de manera penetrante. —No tenés por qué insultarme—su voz
parecía resurgir con potencia. Finalmente, venciendo
los obstáculos más adversos en su interior, tomando aliento desde las
profundidades de su pecho, empuñando la espada de la esperanza y
confiando en no equicovarse con las palabras que iba a pronunciar con
solemnidad, estiró el brazo y, con pulso tembloroso, tomó la mano de la
muchacha que casualmente descansaba, lánguida, sobre la mesa. —Susana, yo... te..., te... yo
te quiero. La mirada de la mujer acompañó las débiles
articulaciones vocálicas del muchacho. Las cejas arqueadas y el mentón
retraído acompañaron el esfuerzo de Andrés puesto en la pronunciación.
El muchacho estaba abatido. El latido del
corazón aumentó su resonancia en el pecho y la sangre fluyó por las minúsculas
venas de la cara hasta desbordar y convertir el rostro en una llamarada
roja y brillante. El ritmo normal de la confitería pareció
detenerse. Como si la cámara de una película se congelara de improviso.
La frase de Andrés detuvo el tiempo, lo petrificó. Un gesto de estúpida satisfacción afloró
del semblante de Andrés. Por fin, pudo decirle a una mujer lo que sentía
y nadie había notado nada. Susana mudó por completo su rostro. La
apacible, risueña y placentera cara de la muchacha se trocó lentamente
en un desorden de músculos faciales. La descompostura del rostro principió
por las cejas que se ensancharon. Mientras, la boca se agigantaba y
evitaba contener una sonrisa de dulzura que degeneró, a la brevedad, en
una estrafalaria risotada de burla, escarnio y humillante mofa. La carcajada incontenible de Susana,
reventó el petrificado orden del salón y los comensales giraron sus
maniqueas caras todas en dirección de Andrés buscando atormentarlo con
gestos y ademanes de soberbia y punzante jocosidad. Se destornillaban de
la risa al par que sus audífonos caían de las orejas. —¡Booluudoo!—gritaron al unísono
Susana, el mozo y los demás mientras reajustaban sus auriculares sin
poder respirar de la risa. Todo parecía desmoronarse, las paredes,
las personas, el lugar entero. Andrés alcanzó la calle mientras Susana
encendía un cigarrillo tratando de sostenerlo en sus labios con risueña
dificultad. |
Cuentos bizarros - Tomo I
Fernando
Jorge Soto Roland y Carlos M. Ortiz
Email: sotopaikikin@hotmail.com (Fernando Jorge Soto Roland)
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