Amigos protectores de Letras-Uruguay

El audífono
Fernando Jorge Soto Roland y Carlos M. Ortiz

Le costaba relacionarse con las personas. No tenía la habilidad suficiente para entablar una conversación informal e intercambiar ideas superficiales como la mayoría de la gente acostumbra a hacerlo. Esencialmente callado, los médicos establecieron desde la temprana edad que su coeficiente psíquico y las actitudes mentales daban para catalogarlo como un adulto reservado, con potencial tendencia a la timidez crónica.

Había arrastrado esa nomenclatura científica y arbitraria durante toda su etapa infantil, en el colegio primario, como una pesada cruz de la cual deseaba, acaso por milagro, desprenderse algún día.

Siguió arrastrándola, con mucho esfuerzo, durante el secundario.

Andrés llegó a la universidad con los mismos signos de retraimiento. Sin embargo, gustaba de participar en algunas reuniones, pero siempre ubicado en un costado, sobre la pared, cerca de algún ángulo o esquina. En lo posible, a escasos centímetros de una salida: un pasillo, patio o la misma calle. La sensación de escapar de las miradas y comentarios de los demás siempre lo atribuló mucho.

Estudiaba biología en la facultad de Ciencias Exacta y Naturales. Sin ser un alumno brillante, Andrés atravesaba el cuarto año y se destacaba como un estudiante responsable y capaz dentro de los claustros. Algunas conversaciones con profesores servirían, en breve, como trampolín para alcanzar una “beca de estudiante avanzado”, primer logro académico de la carrera.

Fue durante una jornada de Paleontología que conoció al amor de su vida: Susana. Una chica algo mayor que él, rubia color ceniza, alta, caderas delgadas y bien formadas, ojos grandes y frente gentil. Las facciones algo curtidas y marcadas por pómulos sobresalientes y las cejas tupidas le conferían al rostro una armonía varonil que intranquilizaba, por momentos, a Andrés.

Pero él sabía de antemano que los fantasmas de la timidez siempre jugaban en su mente para desvirtuar, estropear y socavar todo pensamiento positivo y resuelto.

Andrés se prometió así mismo que no se desmoralizaría. No desistiría de tratar de acercarse y entablar una amistad con esta mujer que lo había, sencillamente, desbordado por su sensualidad y belleza.

Susana, por su parte, siempre estaba predispuesta a charlar modulando sus labios rojos y carnosos, a coquetear con la mirada, penetrante y algo lasciva. Era una mujer que acostumbraba rodearse de muchos compañeros, quienes la acosaban planeando salidas de sábado por la noche u organizando cenas para agasajar a cumpleañeros.

Sin llegar a ser una “mujer fatal”, Susana mantenía ocupada la imaginación de unos cuantos que transitaban las aulas de la facultad. Uno de ellos era justamente Andrés. En medio de esa parafernalia desplegada consciente e inconscientemente por Susana, aparecía de manera esporádica la figura tímida y vergonzosa de Andrés. Extremadamente reservado, quebraba la natural armonía jocosa y risueña de la jornada recreativa previa a la cursada.

Susana charlaba con amigas y amigos. Las carpetas desbordadas de apuntes se apilaban en el fondo del salón junto con las camperas y abrigos en general. El humo del cigarrillo inundaba la escena y su manto azulado era horadado por las estruendosas carcajadas de los comentarios.

Ella parecía percatarse de la llegada de Andrés, discreta, desapercibida, silenciosa. De alguna manera, ambos se comunicaban o parecían comunicarse.

Es curioso el destino, pero esta mujer acentuaba con el movimiento del cuerpo y algunas expresiones de su rostro la necesidad de que Andrés estuviera cerca de ella. Tal vez, fuera un capricho de mujer, uno de los tantos que pueden enloquecer de amor u odio a los hombres. Todo su ingenio, toda su astucia, esa misma picardía que exaspera los corazones de los hombres, se incrementaba cuando aparecía Andrés, quien se sentaba en el rincón izquierdo del aula, sobre el ventanal y se aprestaba a revisar algunos textos previos a la clase.

Entonces obraba el milagro.

Susana tenía, o más bien, Andrés creía que ella tenía, la extraña cualidad de desviar la mirada (cuando la miraban) y marcar así la indiferencia a voluntad. Andrés levantaba la vista accidentalmente y sus ojos eran asaltados por el reflejo violáceo, sensual y atrevido de ella. Ese encuentro duraba unos segundos, los suficientes para que el alma del muchacho desvariara, alcanzara las cimas de la excitación y se regocijara con una conquista virtual, cercana e inalcanzable al mismo tiempo.

Y cuando menos se lo esperaba, ella, desdeñosa, indiferente, cruel, cortaba el hechizo y hacía parecer toda la escena como algo banal, superfluo, producto de la casualidad óptica, resultado de una aproximación fortuita, nada más.

¡Qué mujer demonio! Dejaba que él encontrara su mirada, se atreviera a dibujar con ella su boca y hasta le permitía que revisara las diferentes partes de su cuerpo. Susana no la desviaba, acaso le gustaba que la contemplaran con delirio y pasión. Y cuando parecía que Andrés estaba dispuesto a comerla con los ojos, ella retiraba los suyos con aire distraído, hacia cualquier rincón del salón; o bien, los fijaba en otra persona y no los volvía hacia él durante el resto de la clase. Esto último, lo hacía rabiar y humillarse por encima de cualquier cosa.

¡Qué criatura pérfida! El problema de Andrés era la invencible timidez. No podía vencer esa horrible y macabra sensación de impotencia para acercarse y modular una frase normal. Una simple invitación a tomar un café era para él algo imposible.

Escribió cartas, poemas y diversos aforismos en honor a Susana. Trató de esconderlos en sus carpetas con y sin éxito. Inventó estrafalarios seudónimos para firmar estos documentos de amor. Ensució paredes del complejo universitario declarando un romance frustrado por la incomunicación verbal.

Las inscripciones formaron una legión.

Pidió informes a compañeras, amigas, y hasta recabó información de vecinos porque, algunas tardes, la seguía hasta su casa sin despertar sospechas.

Cada día aumentaba más la necesidad de hablarle.

Pasaba el tiempo. Andrés soñaba despierto con una conversación en la cual pudiera mirarla a los ojos sin sobresaltarse y conversar sobre cualquier cosa, sin temer equivocarse o tartamudear de los nervios. 

Finalmente, la cita se hizo realidad.

Quedaron en ir a tomar un café el viernes por la tarde.

El lugar: una confitería bien alejada del circuito universitario. Vista al mar y sobre una calle poco transitada para no sentirse invadido por la mirada de los circunstanciales transeúntes.

Él llegó más temprano, como es costumbre en un caballero.

El ambiente lo hacía sentir mucho más calmado. Muchas veces concurría a esta confitería porque había poca gente, era silenciosa, no tenía televisión ni la música estaba demasiado fuerte.

La tarde invernal declinaba ya. Afuera, la temperatura empezaba a bajar.

No notó cuando el dueño del local encendió las luces.

Susana ingresó arropada en un sobretodo turquesa con una cartera de cuero color marrón oscuro y ribetes dorados en la hebilla. No estaba seguro, pero él sintió una indescriptible sensación de placer al observar el movimiento de la cartera que ondulaba al compás de la cintura femenina.

El perfume dulce que despedía su cabellera inundó la confitería. Andrés quiso incorporarse para saludarla pero ella fue más rápida al inclinarse y estamparle un beso ruidoso y suave en la mejilla.

Llevaba un vestido de lana verde muy ajustado.

Venía de concertar una entrevista con la posibilidad de trabajar en el shopping más importante de la ciudad. Estaba alegre, jovial, decididamente segura de su belleza y carisma personal.

—¿Qué te parece si ordenamos algo, Andy? Me muero de hambre—aclaró con total satisfacción después de sentarse y acomodarse en la butaca—. Estuve parada media hora a la intemperie, esperando en la cola de postulantes. Tenía a cuatro antes que yo; no creo que me elijan.

Andrés empezaba a “derretirse”. La chica ofrecía la natural simpatía para despertar en cualquier hombre la confianza y arremeter. Demostraba tener dotes de buena conversadora. Él atinó a decir de manera dudosa:

—Bueno... las posibilidades... este.

Ella lo cortó con brusquedad pero de manera elegante.

—¿Me dijiste que querías hablar muy seriamente? ¿Qué ocurre?

—Sí, bueno... en realidad, yo... —. El mozo interrumpió para tomar el pedido.

Tardó unos minutos en regresar con los cafés y unos tostados que Susana había pedido. El tema de Andrés giraba en torno al clima invernal y las cursadas de mañana. No se jugaba.

El mozo olvidó el azúcar. Pidió disculpas y regresó con unos sobresitos. En ese momento y de manera accidental, Andrés notó que mientras el mozo acondicionaba la canasta con los edulcorantes, de su cuello sobresalía un fino cable color negro que se perdía detrás del perfil opuesto.

Cuando el mozo mostró el otro perfil, pudo comprobar que se trataba de un audífono colocado a un apósito en una oreja de plástico. “Qué irónica es la vida—consideraba Andrés con lástima—, pensar que este muchacho no puede escuchar; desearía poder captar los sonidos naturalmente y no puede. Tal vez sufra problemas de dicción, no sé; yo, en cambio puedo hablar y no me animo.”

Susana se estaba aburriendo. Él lo notaba en su semblante fresco, gracioso, lleno de vida. Sus cachetes sonrosados por el frío de la calle iban apagándose en un mate carnoso que rebelaba el fino y suave cutis aterciopelado.

—Si no te molesta, voy a retocarme al baño, enseguida vuelvo—dijo ella con cierto dejo de fastidio.

Era una clara señal de que no aguantaría mucho más.

Susana se levantó y dejó el espacio suficiente para que Andrés levantara la vista y enfrentara al otro comensal de aquella tarde ubicado justo en la mesa de siguiente. Un señor canoso y demasiado gordo ingería con singular presteza una medialuna dulce sin olvidar mojarla previamente en el tazón de café con leche. Su cabeza giraba alocada como quien disfruta de una melodía. En efecto, este hombre escuchaba con particular interés la música que provenía de los auriculares del walkman que portaba en una riñonera colgada del lado derecho de su cinturón.

Una pareja de adolescentes entró alocadamente por detrás de Andrés y el ruido molesto del chicle en sus bocas le disgustó. Se dio vuelta para contemplarlos con desprecio en el preciso momento que ambos se besaban con descaro y lo miraban con aire burlón.

La pareja se sentó en los sillones del fondo, pidieron unas gaseosas y encendieron sus grabadores de los que sobresalían extensos cables de auriculares. Instantes después, bailaban con desfachatez.

Susana regresó del tocador. Se sentó con un leve soplido. Consultó el reloj y tenía ganas de irse. Levantó la vista y con aire amenazador pero sincero manifestó:

—No sé qué es lo que te pasa, pero realmente me empiezo a poner intranquila, mejor dicho, incómoda. No entiendo para que nos sitamos acá. ¿De qué querés que hablemos? No sé, te pregunto por tus cosas y apenas me respondes.

—No, no, yo quería...

Volvió a interrumpirlo mientras otras personas ingresaban en el salón. La insistencia de los concurrentes intranquilizaba aún más a Andrés.  Ella continuó:

—Además, y no lo tomes a mal, me parece que estás un poco grande para ponerte colorado, apenas te miro. Sin querer ofenderte yo creí que eras un poco más “adulto”.

Andrés, cabizbajo, se sentía en un banquillo de acusados. Susana, por su parte, insistía con su razonamiento:

—Tomá en cuenta mi situación. No acepto tomar un café con cualquiera. Y resulta que me encuentro con un “zonzo” como vos.

La pronunciación del adjetivo fue suficiente para que las fibras de su cuerpo empezaran a despertar del letargo en el que estaban.

Andrés la miró con seriedad y de manera penetrante.

—No tenés por qué insultarme—su voz parecía resurgir con potencia.

Finalmente, venciendo los obstáculos más adversos en su interior, tomando aliento desde las profundidades de su pecho, empuñando la espada de la esperanza y confiando en no equicovarse con las palabras que iba a pronunciar con solemnidad, estiró el brazo y, con pulso tembloroso, tomó la mano de la muchacha que casualmente descansaba, lánguida, sobre la mesa.

—Susana, yo... te..., te... yo te quiero.

La mirada de la mujer acompañó las débiles articulaciones vocálicas del muchacho. Las cejas arqueadas y el mentón retraído acompañaron el esfuerzo de Andrés puesto en la pronunciación.

El muchacho estaba abatido. El latido del corazón aumentó su resonancia en el pecho y la sangre fluyó por las minúsculas venas de la cara hasta desbordar y convertir el rostro en una llamarada roja y brillante.

El ritmo normal de la confitería pareció detenerse. Como si la cámara de una película se congelara de improviso. La frase de Andrés detuvo el tiempo, lo petrificó.

Un gesto de estúpida satisfacción afloró del semblante de Andrés. Por fin, pudo decirle a una mujer lo que sentía  y nadie había notado nada.

Susana mudó por completo su rostro. La apacible, risueña y placentera cara de la muchacha se trocó lentamente en un desorden de músculos faciales. La descompostura del rostro principió por las cejas que se ensancharon. Mientras, la boca se agigantaba y evitaba contener una sonrisa de dulzura que degeneró, a la brevedad, en una estrafalaria risotada de burla, escarnio y humillante mofa.

La carcajada incontenible de Susana, reventó el petrificado orden del salón y los comensales giraron sus maniqueas caras todas en dirección de Andrés buscando atormentarlo con gestos y ademanes de soberbia y punzante jocosidad. Se destornillaban de la risa al par que sus audífonos caían de las orejas.

—¡Booluudoo!—gritaron al unísono Susana, el mozo y los demás mientras reajustaban sus auriculares sin poder respirar de la risa.

Todo parecía desmoronarse, las paredes, las personas, el lugar entero.

Andrés alcanzó la calle mientras Susana encendía un cigarrillo tratando de sostenerlo en sus labios con risueña dificultad.  

Cuentos bizarros - Tomo I

Fernando Jorge Soto Roland y Carlos M. Ortiz 
Email: sotopaikikin@hotmail.com  (Fernando Jorge Soto Roland)

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