Aproximación al imaginario del explorador en tiempos del imperialismo (1870-1914) |
Literatura
e historia
La novela de aventuras, tan de moda a lo largo del siglo XIX y principios del siglo XX, puede ser —y esto no es una novedad— una excelente fuente para el análisis histórico de ciertos aspectos que por su complejidad no son evidentes a simple vista; especialmente al analizar temas de historia social, detalles de la vida cotidiana o tendencias de las mentalidades colectivas[1]. Por eso, el historiador puede y debe servirse de la producción literaria como guía insuperable (aunque no exclusiva) para explorar la más recóndita intimidad de un momento histórico determinado. Como bien se sabe, el género de la narrativa es el que ofrece mayores aportes al respecto, permitiendo obtener así una representación de la realidad, de los problemas, de los sueños, miedos y miserias que expresan las circunstancias propias de una época o de un grupo social determinado. Alguien dijo alguna vez que el autor de una novela —cuando expresa y refleja en su relato a la sociedad que lo contiene— es un fiel testigo de su tiempo; y traslada al texto no sólo los conflictos propios de sus días, sino también sus más personales prejuicios, anhelos e ideología[2]. De ahí la necesidad del historiador de conocer bien la biografía del novelista, el sector cultural en el que estuvo inmerso, sus modelos y símbolos, así como las corrientes ideológicas en las que se encausó a lo largo de su vida. Todo ello conformará su expresión artística y le dará un sentido propio, intransferible y único. En este ensayo no pretenderé acercarme a la fuente literaria escogida (El Mundo Perdido de Sir Arthur Conan Doyle) buscando valores estéticos o analizando su estilo como artista, sino que indagaré en ella tratando de rescatar los testimonios que me permitan realizar una investigación que atienda a poner en claro la cosmovisión colectiva de la época, explicitando principalmente su imaginario. Por eso, en un primer momento, es ineludible comprender la situación histórica en la que la obra se gestó; delineando brevemente el contexto en el que se dio el fenómeno del imperialismo y tratando de dejar en claro qué se entiende por imaginario dentro del campo de la historia. Una vez cumplimentados los pasos antes señalados, entraremos de lleno en el análisis de lo que significó (y significa) explorar, atendiendo especialmente la vertiente imaginaria de dicha actividad y relacionándola con un sin número de factores que, en un primer momento, parecerían estar desconectados del tema. En realidad vamos a iniciar un viaje por un mundo en el que se han perdido menos cosas de la que uno desearía; ya que, como apreciaremos, muchos sentimientos, obsesiones y actitudes que creíamos perimidas han resucitado (si es que alguna vez murieron) con inusitada fuerza a fines del siglo XX y principios del XXI. Seguramente,
la nuestra será una tarea incompleta y perfectible. El
autor Arthur Conan Doyle nació en Edimburgo, Escocia, el 22 de mayo de 1859 (el mismo año en el que el mundo académico y teológico inglés se veía conmocionado por la obra de Charles Darwin, El Origen de las Especies) y murió el 7 de julio de 1930 en Sussex, Inglaterra. A
pesar de las tres décadas que vivió en el siglo XX, Conan Doyle encarnó
cabalmente el espíritu victoriano y los valores decimonónicos;
siendo una personalidad íntimamente ligada a la cultura y a la historia
del siglo que lo vio nacer. Tal como lo define José A. Mahieu:
“(...)
era un caballero británico del imperio, conservador con algún tinte de
escepticismo, patriota y defensor del sistema colonial, al que apoyará públicamente
al defender la política exterior de Inglaterra en algunos conflictos
espinosos, como la guerra contra los colonos bóers de Sudáfrica”[3]. Criado en el seno de una familia culta, con inclinaciones hacia la literatura y las manifestaciones artísticas en general, Conan Doyle cursó sus estudios secundarios en un colegio de la Orden Jesuítica (estricto y exigente), fiel a la inclinación católica de sus padres; que por aquel entonces constituían una verdadera excepción dentro de un país mayoritariamente protestante. Pero esta formación religiosa, lejos de acentuar su vocación de fe, terminó a la larga por distanciarlo del universo ritual y dogmático de la iglesia, convirtiéndolo en un agnóstico racionalista, algo escéptico, defensor de una actitud analítica y experimental respecto de la realidad, con un apasionado interés por la investigación y los fenómenos de la naturaleza. Muchos de esos rasgos serían inmortalizados en la nutrida galería de personajes nacidos, posteriormente, de su inventiva Al terminar su educación básica, Conan Doyle ingresó en la Universidad de Edimburgo, matriculándose como médico; a pesar de tener una profunda afición por escribir novelas y relatos de misterio y aventuras. Tras una corta experiencia como doctor de la marina mercante, instaló su consultorio en Southsea y practicó la profesión de 1882 a 1890. Pero en 1887 una obra suya lo encausaría por el camino del éxito económico, el prestigio y la fama. En aquel año, con su libro A Study in Scarlet (Un Estudio en Escarlata), Conan Doyle le dio vida a la dupla de detectives más famosos del mundo: el célebre investigador aficionado Sherlock Holmes y su leal compañero el doctor Watson, que hicieron su aparición pública en el Strand Magazine (Revista Strand) de Londres. En un primer momento, Holmes y su socio tuvieron una gélida recepción por parte de los lectores; pero progresivamente, entre 1887 y 1890, fueron ganando más y más popularidad hasta convertirse en un verdadero éxito de taquilla. Ya para 1891, y después de otros títulos lanzados al mercado (tales como El Signo de los Cuatro, Las Aventuras de Sherlock Holmes y El Sabueso de los Baskerville), Conan Doyle pudo abandonar la medicina y dedicarse tiempo completo a la literatura. Sólo en 1898 retomaría la profesión universitaria a fin de encauzar su espíritu aventurero y nacionalista en el Sudán, cuando se alistó en el ejército británico para enfrentar una rebelión dirigida por las tribus derviches contra los intereses de su país. Profundamente convencido de la misión civilizatoria que Inglaterra tenía en el mundo, Conan Doyle representa —junto con los escritores Rudyard Kipling y Joseph Conrad — una de las mejores plumas de la literatura británica a la hora de exaltar la gloria y superioridad de Inglaterra sobre el resto del planeta. En muchísimos de sus libros (El Mundo Perdido incluido) se esfuerza por marcar claras diferencia entre los “bárbaros” (extranjeros) y la dignidad moral de los “blancos” provenientes de occidente ( los ingleses mismos). Por eso, como hemos dicho, fue un hombre de su tiempo, convencido de lo pueril que era enfrentarse al imperio y desechar el aporte de progreso y “verdadera cultura” que Inglaterra derramaba sobre el orbe. Pero ese mundo en el que se había formado, muy pronto empezó a cambiar. El siglo XX trastocó todos los parámetros de la centuria anterior y los antiguos modelos se descascararon, denunciando la falsedad de la permanencia de cosas que se consideraban inmutables y eternas (como el liberalismo, el monopolio del sistema capitalista, la hegemonía de la burguesía y el poderío inglés a nivel planetario). Con la Primera Guerra Mundial (1914-1918), la irrupción de las masas proletarias en la vida política (Revolución Rusa de 1917) y la crisis de valores en el universo burgués, Conan Doyle fue el sorprendido testigo de un derrumbe que sumió en profundas alteraciones no sólo a la literatura (con el surgimiento de la nueva estética del dadaísmo, el expresionismo y el surrealismo), sino al equilibrio del poder internacional. Tras la Gran Guerra de 1914, Inglaterra dejaría de ser una potencia hegemónica. Por otro lado, la pérdida de su hijo —muerto en el campo de batalla europeo— hizo que Conan Doyle se encapsulara en sí mismo, abandonando su febril producción literaria y escribiendo sólo esporádicamente. Aquel resultó ser un choque muy fuerte (el peor de todos) y desde entonces nada resultó igual a lo que antes fuera. Su personalidad cambió y el analítico padre de Sherlock Holmes (el más lógico entre los investigadores lógicos de la literatura), se volcó hacia el misticismo, la parapsicología y el espiritismo (temas de los que llegó a escribir gruesos y reconocidos libros). Sin embargo, el escritor que reconocemos en sus novelas no es el crepuscular anciano pesimista y derrotado de sus últimos días. Por el contrario, en ellas descubrimos el optimismo, la ironía, el humor, la creatividad y la fuerza de un hombre convencido en el progreso y en el futuro. De
su enorme producción bibliográfica, que incluye los géneros de novela
histórica, ensayo, historia-política, cuentos de misterio y terror, he
seleccionado la que fuera modelo y matriz de la gran novela de aventuras: El
Mundo Perdido.
La
época, las exploraciones y la expansión de Occidente "Observar
una costa mientras se desliza ante el barco es como pensar en un enigma.
Allí está ante ti, sonriente, ceñuda, insinuante, grandiosa, mezquina,
insípida o salvaje, y siempre muda, con aire de estar susurrando: 'Ven y
descúbreme'."
(Joseph Conrad, El Corazón de las
Tinieblas, 1902). Punto de arribo a viejas tradiciones y formas definidas de ver y organizar el mundo, el siglo XIX las recogió, reinterpretándolas; y a partir de entonces, nada fue idéntico a nada. Hito singular en la historia de la cultura occidental, esa centuria creó las bases de una sociedad nueva en la que aspectos públicos y privados, nacionales e internacionales, se encausaron por senderos absolutamente novedosos, desarrollando y potenciando a la economía, la tecnología y la industria. En pocas décadas se creó una sociedad urbana inimaginable cien años atrás, con nuevos problemas y clases sociales, conflictos y reivindicaciones. Una nueva ética, poco dependiente de Dios, fue inculcada y nuevos paradigmas científicos e ideológicos se hicieron carne en la gente, prolongando sus influencias hasta bien entrado el siglo XX. El ideal de Progreso, nacido en tiempos de la Ilustración (siglo XVIII), tomó cuerpo y se hicieron realidad muchos proyectos que antes eran sólo sueños. El optimismo se transformó en el telón de fondo de toda la época, en especial para Inglaterra, potencia hegemónica y dueña de los mares (y mercados) del mundo. La industrialización, la tecnificación de la producción y el implacable crecimiento del mundo financiero, convirtieron a Gran Bretaña en una potencia mundial. El Imperio inglés se dilató por todos los rincones del planeta y su influencia cultural, económica y política se dejó sentir por mucho tiempo. Un aspecto sumamente relevante del período decimonónico fue el peso que alcanzó a tener la burguesía como clase dominante. Como ya se ha dicho en otras partes, el siglo XIX fue esencialmente burgués en su hábitos, ilusiones y sueños. La moral burguesa, que exaltaba la virtud, la moderación y la contención (especialmente la corporal), insertó el afán de lucro y el emprendimiento personal como valores altamente loables; lo que no impidió que junto a ellos creciera una malsana hipocresía, disfrazada por el culto a la apariencia. Así mismo, se impuso un férreo orden social, jerarquizado y discriminativo, que regló los comportamientos, los gestos y gran parte del imaginario de la época. En poco tiempo, esa sociedad burguesa consiguió impregnar con su cosmovisión a las clases sociales que la combatieron duramente, imponiendo su cultura y aburguesando tanto a los tradicionales grupos aristocráticos como a los nuevos sectores obreros. Con el ascenso de los burgueses al poder económico y al control de los medios de producción, se favoreció a la expansión imperialista. Y las ideas de superioridad racial, cultural y tecnológica terminaron por justificar —moral y filosóficamente— el sometimiento de regiones inmensas del globo. La historia de los exploradores ha sido —y es— la historia de la búsqueda y del encuentro con lo desconocido. Constituye un campo de estudio amplísimo, tanto por las distintas temáticas que pueden asociarse al hecho mismo de explorar, como por lo dilatado que es el tema desde el punto de vista cronológico. Podemos ubicar sus más remotos inicios hace aproximadamente un millón y medio de años, cuando nuestro antecesor, el Homo Erectus, abandonó África iniciando la lenta “colonización” de Europa, del Cercano Oriente y Asia. Fue Erectus, de hecho, el primer gran explorador y aunque nunca lleguemos a conocer cuales fueron sus pensamientos y sensaciones al ingresar en territorios nunca antes recorridos por un homínido, podemos detectar en él el germen de una actitud que se prolongaría a lo largo de toda la historia evolutiva de la humanidad: el deseo por conocer, explorar y controlar aquello que está más allá del alcance de la mirada. Esa curiosidad fue la que nos hizo humanos. Desde
lejanos tiempos prehistóricos hasta hoy, toda expansión
implicó reacomodamientos y ajustes. Se dice que aquel que sale
de viaje nunca regresa siendo el mismo; y es cierto. Ninguno de los
exploradores posteriores a Erectus mantuvieron del mundo la mirada
inicial que tenían antes de partir. Siempre algo se veía modificado,
siempre alguna perspectiva se alteraba y las viejas certezas debían ser
acomodadas a los nuevos conocimientos adquiridos. Por eso, hayan sido
viajeros de la antigüedad clásica (griegos o romanos), comerciantes
medievales (de los siglos XI al XIII), conquistadores españoles (siglo XV
y XVI) o científicos victorianos del siglo XIX, todo movimiento de
expansión territorial implicó apertura y cambio. Con
cada avance, los modelos para interpretar la realidad se alteraban.
Viejas concepciones se venían abajo o debían reformularse; y el tablero
construido de la realidad social, política, económica o psicológica, se
veía sumido en un profundo proceso de transformación a ambos lados de
las fronteras traspuestas. Las
ambiciones mutaban. Lo mejor y lo peor de cada individuo emergía; y tras
proponer nuevos proyectos (personales o nacionales), se ponían proa hacía
las riquezas de las regiones “vírgenes”,
que se abrían antes sus asombrados e ilusionados ojos. A
lo largo de la historia occidental —tras la caída del Imperio Romano en
el siglo V d. C.—, la cultura europea
experimentó tres grandes “empujones” fuera de sus fronteras.
En cada uno de esos momentos se elaboraron diversos tipos de
justificaciones para legitimar la conquista y explotación de regiones del
mundo, nunca visitadas hasta entonces. Podríamos
señalar una fecha, un lugar y un personaje para simbolizar el inicio de
esta gran expansión. La fecha: 27 de noviembre de 1095; el
lugar: la ciudad de Clermont, en Francia; el personaje: el Papa
Urbano II. Desde
entonces, y acreditando el accionar con el grito “¡Dios lo quiere!”,
hombres nacidos en la Europa medieval del siglo XI dieron los primeros
pasos de un largo proceso de desplazamiento de
fronteras que, desde el siglo XIX, ha recibido el nombre de imperialismo. En
ese primer “empujón” —desarrollado hasta el siglo
XIII—, conocido cómo la “Revolución Comercial”, el
fanatismo religioso de los cruzados los llevó a controlar las
costas de Palestina, que a la sazón
estaban ocupadas por los musulmanes. Recuperar el Santo Sepulcro
y crear bases comerciales para el contacto con el Cercano Oriente eran los
objetivos más explícitos. Por otro lado, y tras un secular aislamiento,
los europeos se abrían a nuevas posibilidades agrícolas con la roturación
de tierras baldías en el oriente de su propio continente, desarrollando técnicas
de laboreo que revolucionaron la producción del campo. Como consecuencia
de todo ello empezaron a germinar algunos de los elementos que más tarde
asociaremos con la modernidad: el renacimiento de las ciudades; la formación
de la burguesía; el progresivo camino hacia el materialismo y la gradual
concentración del poder en los reyes. El
segundo momento expansivo se practicó a partir los siglos
XV y XVI, y corresponde a la época de los Grandes
Descubrimientos, inaugurada por Cristóbal Colón. En aquella
circunstancia, el destino fue el recientemente
descubierto continente americano y hacia él se dirigieron las naos de la
conquista y la colonización ibérica, impulsadas a buscar en tierras
americanas aquellas riquezas, poder y prestigio que ya no podían
encontrar en España. Las leyendas generadas en dichas
circunstancias serán las bases persistentes de muchos elementos
del imaginario que se conservan hoy en día en los antiguos escenarios de
lucha entre conquistadores y aborígenes. Finalmente,
la gran y última expansión sobre el globo se registró desde mediados
del siglo pasado hasta bien entrado el siglo XX, en lo que se ha dado en
llamar la “Era del Imperio”[4]
(aproximadamente 1870–1914). En esta oportunidad, países
industrializados, o en vías avanzadas de industrialización, ajustaron
sus brújulas y pusieron delantera hacia regiones que aún permanecían
desconocidas por la cultura europea. El horizonte teórico se abrió en
abanico y las nuevas perspectivas políticas y económicas generaron tal
entusiasmo, que naciones históricamente poco imperialistas se sumaron al
proyecto de la ocupación y
explotación, con energías nunca vistas hasta entonces. Se establecieron
relaciones con pueblos que se habían mantenido aislados histórica y
geográficamente, y nacieron así nuevas fronteras coloniales en donde la
presencia conjunta de individuos y culturas diferentes produjeron las
denominadas “Zonas de Contacto”[5],
en las que no tardaron en advertirse conflictos, coerción e injusticias. Pero
este expansionismo decimonónico, enmarcado en un contexto de grandes
avances tecnológicos y científicos —inaugurando una renovada etapa
capitalista y consolidando a la cultura burguesa europea— no se contentó
con el relevamiento y control de las costas. La época de las grandes
expediciones marítimas, que iniciaran los viajes científicos del siglo
XVIII con personajes tales como Charles de La Condamine (1735), o el célebre
Capitán James Cook (1768), había terminado; y en oposición a ella,
comenzó una nueva era de exploraciones que perseguían alcanzar el
interior de los continentes; en su mayor parte, inexplorados y envueltos
en fascinantes misterios. Así
pues, las inmensas cuencas del Amazonas y del Orinoco; los desiertos y
selvas de Asia, Oceanía y Australia o la hipnótica atracción que
despertó África (el “Continente Negro”) no sólo fomentaron
la creación de Sociedades Geográficas —privadas y nacionales—
encargadas de conocer, catalogar y controlar esos “otros mundos”, sino
que ayudaron a que surgiera un nuevo protagonista: el explorador científico independiente. Con él se generó también una nueva literatura de viajes, un nuevo conocimiento (y autoconocimiento), nuevos códigos, ambiciones y, fundamentalmente, un nuevo imaginario que supo resucitar antiguos mitos, reacondicionarlos y generar otros nuevos. Sobre este último aspecto nos referiremos en el apartado siguiente.
El
imaginario: un concepto clave
El
imaginario se ha convertido, en las últimas décadas, en el campo
de estudio predilecto de los
historiadores. Y es entendible que así suceda ya que, a través de él,
es posible ordenar y analizar el difícil terreno de la psicología
profunda de una sociedad. Como ha escrito Jacques Le Goff, “una
historia sin el imaginario es una historia mutilada, descarnada [...];
el imaginario es, pues, vivo, mudable”[6],
y constituye un fenómeno social e histórico que está presente en todos
los grupos humanos. El imaginario conforma un sistema de referencia siempre cambiante,
siendo sus dominios un complejo conjunto de representaciones que desbordan
las comprobaciones de la experiencia y que encuentra profundas relaciones
con la fantasía, la sensibilidad y el “sentido común” de cada
época o lugar; alterando constantemente la línea por donde pasa la
frontera entre lo real y lo irreal[7]. Es
un hecho evidente que la imaginación y sus productos participan en la
historia de una manera mucho más persistente que aspectos del mundo
concreto. Sus estructuras sutiles atraviesan siglos, demostrando que los
mitos son indestructibles y que resisten mejor que cualquier creación
material. Es posible, entonces, hablar de ciertas estructuras
permanentes del imaginario[8]
que, respondiendo a obsesiones constantes de la humanidad (conocimiento,
poder, sexo, inmortalidad, etc.), registran los cambios y las permanencias
de las mentalidades a través de
los siglos. José
Luis Romero, en Estudio
de la mentalidad Burguesa[9],
escribe: “La mentalidad es algo así como el motor de las
actitudes. De manera poco racional a veces, inconsciente o
subconscientemente, un grupo social, una colectividad, se planta de una
cierta manera ante la muerte, el matrimonio, la riqueza, la pobreza, el
trabajo, el amor, [el otro y lo otro]. Hay en el grupo social un sistema
de actitudes y predisposiciones que no son racionales pero que tienen una
enorme fuerza porque son tradicionales. Precisamente a medida que se
pierde racionalidad (...) las actitudes se hacen más robustas, pues se ve
reemplazado el sistema original de motivaciones por otro irracional, que
toca lo carismático (...)”[10]. De
esta forma, el imaginario —que
constituye un importante capítulo de la historia de las mentalidades—
actúa como un vago sistema de ideas que inspira reacciones y condiciona
los juicios de valor, las opiniones y conductas de una determinada época. ¿Cómo
actúa el imaginario dentro de
un proceso de expansión territorial? ¿Qué mecanismos extraños
poseen los viajes para exacerbarlo? ¿Cómo se plasma y difunde dicho imaginario a lo largo y a lo ancho de una sociedad? ¿Qué factores
deben darse para que lo real sea puesto en duda, dando espacio a lo
plausible y poniendo en entre dicho a aquellas estructuras que
desechan lo sobrenatural y lo asombroso?. Como
de permanencias estamos hablando, intentaré analizar con detenimiento el
imaginario de los exploradores imperialistas del siglo XIX-XX, a partir de
la obra de Conan Doyle y dar respuestas tentativas y provisionales a éstas
y otras preguntas. Por
otro lado, un campo que puede resultar colateral, pero que está íntimamente
ligado al tema del imaginario,
es aquel que hace referencia al estudio del rumor
y sus estrechas relaciones con la construcción de leyendas. Si
bien existen elementos distintivos entre ambos, caracterizando al rumor como usualmente breve y sin estructura narrativa; las leyendas,
al decir de Alan Dundes, “pueden ser breves y simples o bien
ser narraciones más elaboradas a partir de un conjunto de rumores,
reunidos en un punto central”[11].
Por consiguiente no sería correcto distinguir categóricamente entre
rumor y leyenda, puesto que estaríamos tratando con fenómenos similares.
De
hecho, las leyendas son relatos convencionales de lo que fue
originariamente un rumor; o, para decirlo más poéticamente, “las
leyendas son rumores solidificados”[12].
Además,
es común que los rumores hagan las veces de refuerzo a
leyendas ya existentes o las puedan hacer resurgir cuando éstas no
tienen circulación oral en la comunidad. En síntesis, la relación entre
los rumores y las leyendas es de interacción; se alimentan mutuamente. Al
mismo tiempo, y obviando el hecho de que ambas puedan tener elementos de
verdad, lo más interesante del tema es que la gente las cree verdaderas.
La leyenda y el rumor son plausibles.
Realidad
y plausibilidad deben estar presentes para que una historia sea aceptada;
y para que sea leyenda tiene ser aceptada[13].
Por otra parte, lo que uno entiende por plausible
cambia de grupo en grupo, de tiempo en tiempo; y las realidades de unos
pueden ser las fantasías de otros. Esto es lo que se advierte,
claramente, en la expansión europea sobre el mundo. Existe
otra condición para que el imaginario se desate y, tanto la leyenda como
el rumor, campeen sin restricciones: la ambigüedad. Cuando
alguna situación es ambigua, imprecisa o enigmática, surgen ansiedades,
temores, que facilitan la elaboración de rumores y leyendas. Estar
fuera de casa a cientos o miles de kilómetros —en plena jungla, montaña
o desierto—constituye una situación límite de hondo carácter
emocional; un caldero ideal para que la suma de las ansiedades, miedos,
rumores, leyendas y peligros se conjuguen dando por resultado una
perspectiva de la realidad que, seguramente, no sería considerada
con seriedad en el entorno civilizado y racional de partida. A
modo de ejemplo citaré lo que Conan Doyle pone en boca del profesor
Challenger, en determinado momento de la novela. “Me
habrían bastado como guía las leyendas de los indios, porque descubrí
que entre todas las tribus ribereñas [de un afluente del Amazonas]
circulan rumores relativos a la existencia de un país extraordinario.
Habrá oído usted hablar —le dijo a Malone— del curupuri. —Jamás. El
curupuri es el espíritu de los bosques, un ser terrible, maligno, del que
es preciso huir. Nadie sabe describir su forma o su constitución; pero a
lo largo de todo el Amazonas su nombre inspira temor. Ahora bien: todas
las tribus concuerdan en lo referente a la dirección en que mora Curupuri
(...). Algo espantoso se escondía de aquel lado, y a mí me correspondía
averiguar qué era.”
[Pág. 46,47] Hemos
dicho que la condición más importante de toda leyenda es que sea creída;
lo que no significa decir que dicha creencia deba ser necesariamente
actual y presente. Basta con que alguien, en algún lado, alguna vez la
haya considerado verdadera para que su fuerza se mantenga, afirmando,
negando o poniendo en duda algo. Las
leyendas —puntales claros de un aspecto de lo imaginario—
siempre han acompañado al ser humano ajustándose a los cambios de las
sociedades a través del tiempo. Flexibles y adaptables, satisfacen las
profundas necesidades que viven los hombres, en diferentes contextos
sociales o culturales.
Breve
síntesis argumental de la novela El
Mundo Perdido de Sir Arthur Conan Doyle Dejarse
guiar por la atrapante prosa de Conan Doyle es un placer, pues El Mundo
Perdido (publicada en Londres por la revista Strand y la
editorial Hodder & Stoughton, en 1912) constituye sin lugar a
dudas una verdadera obra maestra de su género; una joya literaria algo
olvidada y eclipsada por un filme moderno que ha tomado el mismo nombre[14]
y que, a pesar del despliegue técnico en efectos especiales invertidos,
no consigue crear el clima de asombro, misterio y aventura que el viejo
escritor británico plasmó en no más de doscientos cincuenta páginas. Al
escribir la obra, Conan Doyle pretendió sólo una cosa: entretener
al lector. No buscó elevar su discurso a nubes metafísicas, ni
especular acerca de la condición humana. Sólo entretener.
Tarea difícil, si no se posee la capacidad narrativa de un grande. Pero,
como ya hemos dicho más arriba, el tiempo y el espacio lo condicionaron
de un modo inevitable. Escribió como un inglés victoriano, volcando el
espíritu efervescente de sus días en un grupo de aventureros dispuestos
—como el mismísimo Imperio británico— a todo. Y esto quedará claro
en las numerosas citas que transcribiré en las páginas que siguen. Por
lo tanto, no será Conan Doyle el responsable del análisis histórico-sociológico
que se desarrollará en los apartados posteriores. Si se quiere, este
trabajo es el producto de la perspectiva que nos ha dado el tiempo y que
considero fundamental a la hora de entender y explicar el comportamiento y
los ideales de cualquier individuo o grupo social (aún ficticios). Pero
vayamos a la trama misma de la novela. La
historia comienza en Londres cuando el joven periodista Edward
Malone, tratando de impresionar a la mujer que ama (Gladys
Hungerton) , consigue formar parte de una expedición a Sudamérica
que persigue el fantástico objetivo de probar que animales prehistóricos
aún sobreviven aislados en lo alto de una misteriosa meseta de la
profunda selva amazónica. A
partir de ahí, los cuatro personajes de la novela trasladan al lector a
un mundo exótico y lleno de peligros, en el que las fatigas por
alcanzarlo son sólo la antesala a experiencias sobrecogedoras en la cima
de la meseta misma; un paraje que se ha detenido en el tiempo y en el que
persisten monstruos antediluvianos y retrógradas sociedades salvajes de monos-hombres, tal como Conan Doyle los nombra. El
jefe y alma mater de la expedición es el iracundo y megalómano
profesor George Edward Challenger, un especialista en zoología,
paleontólogo y sabio que guiado por su tozudo entusiasmo trata de
probarle al mundo científico que esos engendros prehistóricos existen y
son tan reales como lo pájaros. Según él, los testimonios dejados por
un desaparecido explorador anterior, llamado Maple White,
probarían la presencia de ese universo congelado en el tiempo. En
Challenger es posible detectar algunos rasgos de otro inolvidable
personaje de Conan Doyle: Sherlock Holmes. Como éste, el intolerante
profesor inglés es un consabido observador, un genio natural, “un
cerebro superdotado”
capaz de rebatir, con las palabras o los puños, los más retorcidos
argumentos que se esgriman en su contra. Activo, amante del alpinismo y
los paseos, Challenger encara la expedición portando todos los prejuicios
imaginables de un británico nacido en 1863. Irónico, racista, brusco por
momentos, es el que guía al resto de los protagonistas en dirección de
la misterios meseta, en la que se ambienta la mayor parte de la novela. La
contraparte de Challenger es otro académico del Imperio, el profesor
Summerlee, un educado y escéptico erudito en zoología comparada
cuya misión consiste en verificar la existencia real de los dinosaurios
que Challenger dice haber visto, en un viaje preliminar. Cuestionador por
naturaleza, Summerlee se verá confrontando con su colega de manera
constante, hasta que la fantástica realidad de las Tierras de Maple
White le hagan ver que los dichos del loco de Challenger son ciertos. Por
último está la esbelta figura de Lord John Roxton, un
aseado y meticuloso cazador de cuarenta y seis años, viajero infatigable
por tierras africanas y sudamericanas, y enemigo acérrimo de la
esclavitud. Roxton personifica el arquetipo del viajero aventurero del
siglo XIX, siempre impecable y presto a dispararle a todo aquello que no
encaje dentro de sus esquemas mentales de civilización y honorabilidad. Será,
entonces, este grupo heterogéneo (un periodista con ansias de heroísmo,
un profesor fanatizado, otro académico mesurado y un militar británico
del Imperio, junto con sus guías y porteadores) el que nos
traslade al Mundo Perdido, en la meseta de Maple White,
no sólo para mostrarnos los portentos naturales que ahí se conservaban,
sino también para comprobar que la fuerza de la imaginación
—desplegada desde la ficción literaria— fue, y sigue siendo, un motor
mucho más poderoso de lo que se cree. El
Mundo Perdido
es, a mi modesto entender, el perfecto mapeo de una época y de un imaginario
que no ha muerto, ni morirá por mucho tiempo. Pasemos
ahora al análisis propiamente dicho de la novela, tratando de detectar y
explicar las íntimas relaciones que el texto tiene con problemáticas,
sueños, prejuicios y comportamientos propios del período en que fue
escrito y publicado.
El
Mundo Perdido,
la radiografía de una época[15]
La
aventura, la osadía y el machismo “Allí,
donde terminan los caminos y rastros aislados; donde la palabra muere para
dar cabida al susurro misterioso de las selvas y tierras vírgenes; donde
todos los horizontes se esfuman, sin saber nadie por qué ni cómo, allí
están los límites del país en que tan bien me encuentro. Se llama La
Aventura” (Tibor
Sekelj, Por Tierra de Indios, Editorial Libros del Centenario, 1º
edición de 1967, pág.7). Se
ha dicho con frecuencia que el universo del explorador del siglo pasado
fue esencialmente masculino. Sólo el hombre, dueño del ámbito público
y de las relaciones interpersonales fuera de casa, tenía el
derecho y estaba capacitado para recorrer el mundo en pos de conocimiento
y aventuras. La mujer, raras veces se arriesgaba a violar este rígido
esquema de roles; y, si bien existen célebres viajeras que arriesgaron su
reputación violentando las reglas machistas impuestas por la sociedad, éstas
no han sido más que honrosas excepciones. La división sexual del
trabajo se mantenía aún en la hora de calzarse una mochila. Claro
que no faltaron las contestatarias que se negaron a aceptar el papel
pasivo de ama de casa y, siguiendo a sus esposos o hijos, se embarcaron
por tierras exóticas, explorando y dejando bellísimos diarios de viajes.
Ann Marie Falconbridge, Sara Lee o Maria Graham —autoras todas de un
literatura de viajes copiosamente leída— son quizá los mejores
ejemplos al respecto[16]. Pero
Conan Doyle era un conservador, y en su novela refleja lo que, en su época,
se consideraba socialmente correcto. La mujer es para él sólo un
objeto de deseo, el motor romántico que impulsa a los aprendices de héroe
a jugarse la vida en pos de prestigio y hombría. La
siguiente cita, correspondiente a una conversación entablada entre Edward
Malone y Gladys Hungerton, deja entrever varios aspectos fascinantes de
las relaciones machistas vigentes en la época (internalizadas, incluso,
por la protagonista femenina). Dice
Gladys Hungerton, en el capítulo 1 de la novela:
“—En
primer lugar (...), mi hombre ideal sería (...) duro, rígido, (...) un
hombre capaz de actuar, de hacer cosas, de mirar a la muerte cara a cara,
sin encogérsele el corazón; un hombre de grandes hazañas y de
extraordinarias experiencias. No sería al hombre al que yo amaría, sino
que amaría la gloria por él ganada y que se reflejaría en mí. (...)
Esa clase de hombre que una mujer sería capaz de adorar con toda su alma
(...) porque todo el mundo la honraría como a la inspiradora de tan
nobles acciones”[Pág.13].
Como
se observa, en el hegemónico mundo de los valores burgueses sólo el varón
tenía el derecho —y la obligación, llegado el caso— de desplegar las
acciones heroicas. Las cosas extraordinarias quedaban dentro de la esfera
masculina. Él —no ella— era el único constructor de osadías. “Las
oportunidades le rodean por todas partes. La característica de esa clase
de hombres a que me refiero es que ellos mismos se crean sus
oportunidades. (...) Es un impulso que le brota de dentro, como una
cosa natural (...) que clama por encontrar una manera heroica de
manifestarse”
[pp. 13-14]. La
identificación entre hombre y héroe, que hace Gladys en este párrafo,
arrastra mucho del ideal caballeresco medieval (tema admirado en el
romanticismo) y que se corresponde perfectamente con una de las metas
convertida en modelo por la burguesía: la idea del prestigio individual y
el deseo por inmortalizarse a través de algún hecho inusual y riesgoso. Para
Inglaterra, que dominaba los mares del mundo, el escenario para ese tipo
de oportunidades era inmenso, de ahí la necesidad de romper el cascarón
de la comodidad y salir en búsqueda del prestigio; exaltando el
individualismo, el propio esfuerzo, la contención y el ingenio. Síntomas
todos del perfecto burgués; del hombre que se hace a sí mismo. El
propio Malone escribe que sin ese impulso, sin esa motivación, jamás
hubiera podido emprender la aventura de ir en búsqueda de un universo
perdido en plena jungla amazónica; ya que “(...)
únicamente cuando el hombre se echa al mundo penetrado del pensamiento de
que por todas partes le rodean heroísmos, y con el deseo vivo en su corazón
de salir en persecución del primero que se le ponga delante, únicamente
entonces rompe con la rutina de su vida y se lanza a la aventura por el país
maravilloso envuelto en un místico crepúsculo, que esconde los grandes
riesgos y los grandes premios”
[pp. 15-16]. El
hombre es, pues, el encargado de encontrar, perseguir
y buscar —sorteando riesgos y viviendo aventuras—
aquello que permanece escondido y es maravilloso. Con ello
se consiguen premios que lo conducen al altar del prestigio,
propio de los héroes. Sólo así puede uno ganarse “un
puesto en el mundo”[Pág.
15]. Más
adelante, cuando E. Malone solicita a su jefe del Daily Gazette, el
señor McArdle, una misión periodística riesgosa, el simpático editor
le pregunta: “—¿Y
en qué clase de misión especial estaba usted pensando, míster
Malone? —
En cualquier cosa, señor, con tal que haya en ellas aventuras y peligros.
De verdad que pondría en la tarea todo cuanto pudiera de mí. Cuanto más
difícil sea, más a gusto me encargaré de ella. —
¿Tiene mucha prisa por perder la vida? —Por
justificar mi vida, señor.”[Pág. 18] Aquí
no sólo se confirma lo que arriba señalábamos (justificar el ser
a través de la aventura; etimológicamente definida como “lance
extraño y peligroso”), sino que se suministra un dato importante para ser analizado: el
rol del periodismo —a fines del XIX y principios del XX— en la
formación del modelo del aventurero y explorador romántico. Pero
vayamos ahora a explicar al rol que cumplieron los medios de comunicación
en aquella época expansiva. Mucha
de toda la fantasía e irracionalidad que pueden encontrarse en el
imaginario de la época encontró en la literatura un soporte
insustituible. La gran difusión del periodismo y el enorme éxito que
desde el siglo pasado tuvieron los
diarios de viajes y la novela, no hicieron más que aumentar la curiosidad
y el interés del público por aquellas regiones extrañas, en cuyos límites
se terminaba la “civilización” y en donde “cosas raras”
eran posibles. Durante
la segunda mitad del siglo XIX aparecieron por primera vez los llamados
periodistas gráficos, más conocidos como artistas de la línea de
fuego (front line artist), una suerte de corresponsales que
dibujaban las noticias de mayor relieve, especialmente en guerras, campañas
militares y expediciones. “Esta
modalidad, nos dice Cristian Pérez Colman, tuvo su origen en 1842, año
en que Herbet Ingram inició la aventura de su vida al crear un semanario
que marcaría un hito en la historia del periodismo: The Ilustrated
London News, que pronto tuvo serios competidores, tales como The
Graphic y The Pictorial World. Hasta entonces sólo se conocían
revistas o magazines ilustradas, pero un periódico que dibujara las
noticias —anticipación a la foto— era algo nuevo. Ingram concluyó
que no sólo era importante reflejar la noticia en una ilustración, también
lo era que el dibujante hubiese estado en el lugar de los hechos. A esos
enviados vino a dárseles un nombre, el de artistas especiales (special
artist) y a sus encargos, misiones especiales”[17]. “—¿Qué
sabe usted del profesor Challenger? —¿Challenger?
—Frunció el seño con expresión desaprobadora.—Sí, es ese individuo
que vino de Sudamérica contando cosas fantásticas.”
[Pág. 21] El
sensacionalismo de la prensa popular, que a partir de mediados de siglo
XIX empezó a ganar mayores clientes y tiradas —describiendo sucesos
morbosos, exaltando lo pintoresco o lo exótico— supo explotar, muy
inteligentemente, la fértil veta que los viajeros dejaban como estela.
Periódicos como Le Petit Journal,
en Francia desde 1863; el Evening
News y el Star, en Londres
desde 1881 y 1888 respectivamente, constituyen ejemplos bien claros de ese
nuevo negocio de lucrar con la invención de muchas notas y la
imaginación del público. En una palabra, se convirtieron en otro de los
tantos caminos de evasión. Por
otra parte, la aparición de las agencias de prensa internacionales (Associated
Press, 1848; Reuter, 1851; United Press, 1884), como la rapidez y economía
en la edición de diarios y revistas, gracias a la prensa mecanizada y el
abaratamiento de los procesos técnicos de la publicación, permitieron
que más gente tuviera la oportunidad de seguir, maravilladas, las
cautivantes historias relatadas por las novelas
folletines o las extravagantes
noticias inventadas respecto de países y sociedades lejanas. De esta
manera, tal como había ocurrido durante el siglo XVI con la novela de
caballería (que incentivara a más de un conquistador español a
arriesgar su dinero y su vida en suelo americano persiguiendo quimeras),
las noticias fantásticas y los escritos de aventura empujaron a más de
un romántico explorador hacia lugares que todavía no estaban en los
mapas. Porque,
sin duda, una de las tantas hebras que tejen el telón de fondo de las
grandes expediciones del siglo pasado (reales o ficticias) —y que
definen en parte el espíritu de sus expedicionarios— es el fenómeno
cultural del romanticismo.
El
romanticismo, la ciencia y la aventura
Tempestuoso
y turbulento, el movimiento romántico, tal como lo define Francisco
Villacorta Baños, “es antes una sensibilidad que un sistema fijo de ideas”[18]. Esto permitiría explicar su voluntaria pulsión
hacia lo desconocido, lo maravilloso y lo ideal; su prédica contra el
utilitarismo y el racionalismo, deificando la poesía
y la imaginación, aún dentro del lenguaje de la observación
científica. Problemático
e insatisfecho, el hombre romántico, aspiró
a reconstruir los lazos perdidos con la Naturaleza; acercándose a
ella con los instrumentos de la ciencia, pero no desechando el camino de
la intuición. Reforzó los factores subjetivos y aspiró a resolver la
tensión, siempre latente, entre lo finito y lo infinito. El
entorno natural comenzó a ser visto como un organismo vivo y el hombre se
paró frente a la Naturaleza atraído por sus vetas exóticas y el
misterio. “Sabrá
usted (...), que hay regiones a uno y otro lado del Amazonas que han sido
exploradas parcialmente y que existe un gran número de afluentes del río
principal que aún no figuran en los mapas.”
[Pág. 39-40]
Quizás
sea Alexander von Humboldt (1769-1859) uno de los exploradores y viajeros
que mejor sintetice esta combinación de empirismo e idealismo. Él mismo aconsejaba estudiar la realidad “conservando
siempre una visión rigurosa y a la vez exaltada del mundo”[19];
y no dudaba en establecer conexiones entre lo natural y las necesidades más
profundas del ser humano cuando sostenía: “
El contorno de las montañas [...], la oscuridad del bosque de pinos, el
torrente que se escapa del centro de las selvas[...], cada una de estas
cosas ha existido [...] en misteriosa relación con la vida interior del
hombre”[20]. Por
otra parte, el mismo Humboldt es
quien resalta los contrastes y
las distancias existentes entre la vida cotidiana de las ciudades y
el contacto con una Naturaleza exuberante y casi sagrada, cuando escribe
que:
“
El
recuerdo de un país lejano y abundante en los dones todos de la
Naturaleza, el aspecto de una vegetación libre y vigorosa, reaniman y
fortifican el espíritu; oprimidos en el presente nos deleitamos en
apartarnos de él para gozar de esa sencilla grandeza que caracteriza a la
infancia del género humano”[21]. Huir
del presente.
Esta es, con seguridad, otra de las tantas notas esenciales del ser romántico.
Movimiento y huida. Escape de la simétrica y del frío racionalismo.
Regreso a la libertad y al vigor natural de lo salvaje. Tendencia que se
advierte también en la pintura de la época, al abandonar los interiores
finitos del clasicismo del siglo XVIII y salir al encuentro de lo
infinito; la montaña, la selva, la Naturaleza toda. Ese
desencanto por el mundo revelado y conocido, en donde la aventura no es
posible y la rutina se convierte en el opio de los pueblos, queda claro
cuando el jefe del Daily Gazette le dice al impetuoso Edward Malone:
“Aquellos
grandes espacios en blanco que antes tenían los mapas van estando
clasificados, y no queda ya en parte alguna lugar para lo novelesco.”
[Pág. 18] Pero,
es justo aclarar, que no todo se movilizaba por la fantasía. También
la curiosidad científica y los inevitables intereses económicos
de una era imperialista impulsaron a la organización de muchas
expediciones en busca de civilizaciones remotas y prácticamente
desconocidas. El
avance científico —que desde el siglo XVIII venía produciendo asombro
y orgullo dentro de los propios europeos— intensificó el interés del público
por el conocimiento de disciplinas tales como la historia, la geografía y
la antropología. Las expediciones científicas aportaron nuevos datos,
nuevas cuestiones y problemas. El
panorama se hizo mucho más amplio y con él viejos mitos se vinieron
abajo. Viaje tras viaje los espacios en blanco de los mapas se acotaban,
pero la fuerza del imaginario se resistía a ceder ante ese
desencantamiento del planeta; y la extraña necesidad de seguir suponiendo
que, efectivamente, más allá de las montañas y de las selvas lo
maravilloso perduraba, hizo que el universo onírico del explorador no
se viera consumido por el academicismo racionalista imperante. Sólo se
limitó a correr las fronteras. La
plausibilidad aún no estaba agotada. Únicamente empezaba a quedar
relegada en el campo de la ficción literaria; en esos libros como el de
Conan Doyle. De
ahí la importancia que tuvieron las palabras de Rudyard Kipling, cuando
escribió: “...Una
voz, tan insistente como la de la conciencia creaba matices infinitos en
el sempiterno murmullo que noche y día repetía: Hay algo oculto. Ve y
descúbrelo. Anda y explora detrás de las montañas. Algo hay perdido
detrás de las montañas. Está perdido y te espera. ¡Ve en su búsqueda!”[22].
Tierras
perdidas fuera de los mapas “Nos
encontrábamos al borde de lo desconocido y hemos tropezado con las
guardias exteriores del mundo perdido del que nos habla el profesor
Challenger” [Pág.
104]. La
posibilidad de mantener abierta una ruta hacia la alteridad
(hacia lo otro, lo distinto) permaneció sin grandes cambios. Y a pesar de
que las sociedades extrañas,
humanas o semihumanas, de los viejos
mitos de frontera se replegaban, desde una supuesta realidad objetiva
a las páginas de utopistas y novelistas, era advertible un claro rechazo
a dejar a un lado el principal argumento de los exploradores y aventureros
romantizados: ese que concebía al mundo como algo
inacabado. No
toleraban quedar despojados de sus misteriosos bastiones de
inexpugnabilidad; razón por la cual, y ante el achicamiento del escenario
imaginario y la agonía de las zonas inexploradas, se impusieron con
fuerza inaudita ciertos “bolsones
vírgenes”. En ellos todavía era posible una realidad alternativa,
por más que estuvieran siempre traspasando los límites de lo conocido.
El viejo axioma occidental, que dice “Cuanto
más lejos más raro”, se sostuvo, incluso, hasta hoy en día. Lord
John Roxton argumenta al respecto: “Sudamérica
es una tierra que yo amo, y creo que desde Darien hasta Tierra del Fuego
es lo más grande, rico y maravilloso de nuestro planeta. La gente no la
conoce todavía, y no se da cuenta de lo que un día puede llegar a ser.
Yo la he recorrido de arriba abajo, de un extremo a otro (...). Pues bien:
estando allí, llegaron a mis oídos algunos relatos, leyendas de los
indios y cosas por el estilo, pero que encierran, sin duda, algo auténtico.
Cuanto más conozca usted ese país, más comprenderá que todo es
posible, absolutamente todo. Existen alguna estrechas vías acuáticas de
comunicación por las que viaja la gente; pero a un lado y otro de ellas
todo es misterio. Bien sea porque aquí en el Mato Grosso —pasó su
cigarro sobre una parte del mapa—, o aquí arriba, en este rincón, en
el que coinciden tres países, no me sorprendería de nada. (...) Los
hombres sólo han abierto, aquí un sendero y allí un arañazo, en
aquella maraña (...). ¿Por qué ese país no habría de ocultar alguna
cosa nueva y maravillosa?”
[Pág. 74-75]. La
atracción que han despertado los lugares no cartografiados es ancestral.
En ellos, imaginación y realidad se confunden, y sus misteriosas comarcas
“en blanco” se hacen depositarias de las más ambivalentes fantasías.
Allí es posible encontrar aspectos que van de lo sublime
y lo paradisíaco, a lo más abyecto y horroroso; de sociedades
perfectas y cuasi celestiales, a infiernos de atraso y primitivismo. Basta
con observar cualquier mapa, medieval o moderno, para advertir que, a esas
inquietantes Terras Incógnitas,
el hombre siempre trasladó sus más ansiados sueños y pesadillas. Reinos
de oro, plata y piedras preciosas se mezclan con caminos repletos de
monstruos y dragones. Iluminación y perdición se intercalan a lo largo
de los senderos que conducen a lo desconocido. Y fueron esos senderos los
que fijaban los límites entre lo real y lo inventado. En
relación con esto, John Roxton exclama en determinado pasaje de la
aventura: “¿Qué
es lo que se oculta en esos países? Selva, pantanos y manigua
impenetrable. ¿Quién sabe lo que todo eso puede ocultar? ¿Y allá,
hacia el sur? Una soledad de bosques pantanosos en los que ningún hombre
blanco ha penetrado todavía. Por todas partes surge ante nosotros lo
desconocido. ¿Qué sabe nadie fuera de la estrecha faja de los ríos?”.
[Pág. 83][23] Vencer
la ansiedad y el temor para ingresar en ellos implicaba desenmascarar
viejos mitos y leyendas; pero, al mismo tiempo, se ponía en movimiento un
mecanismo que corregía antiguos prejuicios con otros que eran nuevos. “El
día 2 de agosto cortamos nuestro último lazo con el mundo exterior,
despidiendo a la lancha de vapor Esmeralda. Mañana desapareceremos
hacia lo desconocido:”
[Pág. 18][24] Desde
el siglo pasado el imaginario ha
luchado por mantener (readaptada) la existencia de supuestas especies y
sociedades humanas, distintas a la especie humana normal.
Es algo bastante común encontrar, en relaciones e informes de viajes,
referencias (directas e
indirectas) que aluden a comunidades perdidas
o a mundos olvidados. Así pues,
reaparecieron los enanos, ahora designados como pigmeos y toda una galería de seres imaginarios, producto de una
interpretación deformante de ciertas realidades culturales, históricas o
biológicas; o, directamente, como resultado de una construcción por
entero derivada de la fantasía. Algunos seres híbridos, como las
sirenas, los cíclopes, los sátiros o los cinocéfalos, corrientes en las
crónicas de los siglos XVI y XVII, quedaron relegados al ámbito de la
literatura; pero otros, como los Ñam
Ñam (hombres con cola), lograron llegar hasta mediados del siglo XIX
vivitos y “coleando”. A tal punto que, en 1850, ciertos rumores que
circulaban por el Sudán (África), motivaron la organización de una
expedición, a cargo del Coronel Louis Du Gournet, quien afirmó, a
posteriori, haber visto un Ñam Ñam
en 1853. Más tarde, el conocido explorador norteamericano Henry M.
Stanley, tampoco dejó de mencionar a los hombres
coludos del Sudán[25],
aunque derribaría el mito estableciendo que las colas eran meros adornos. Pero lo interesante es que, a pesar de la
desmitificación, los Ñam Ñam
siguieron conservando su lado monstruoso: eran consumados caníbales. Como
puede advertirse, el control directo de la ciencia y la razón cesa,
muchas veces, cuando alguien se interna en una selva inexplorada, en un ámbito
cultural distinto o se aleja del mundo cotidiano. En esos parajes, fuera
de todo mapa conocido, el hombre se confía a los dioses y demonios
locales, y el racionalismo se limita a ejercer una influencia ocasional. “(...)El
inmenso panorama que se extendía ante nuestra vista y que alcanzaba a
mitad del trayecto de regreso hasta el Amazonas, contribuyó a hacernos
recordar que en realidad nos encontrábamos viviendo en el siglo XX (1912)
sobre nuestro globo terráqueo, y que no habíamos sido transportados por
arte de encantamiento a algún planeta recién formado en su primitivo
estado de evolución. ¡Cuán difícil resultaba darse cuenta de que la línea
violeta que se dibujaba sobre el lejanísimo horizonte no debía de caer
muy lejos del gran río por el que navegaban grandes barcos a vapor, en
los que la gente se ocupaba de los problemas menudos de la vida, en tanto
que nosotros, abandonados entre seres de edades pretéritas, quedábamos
reducidos a dirigir nuestras miradas hacia allí y a suspirar por todo
cuanto aquel mundo , del que estábamos aislados, significaba.”
[Pág. 147,148] Fuera
del mapa
el explorador suele tomar sus deseos por realidades, y la convicción
emerge con anterioridad a la experiencia. No
figurar en los mapas
es sinónimo de Caos y desorden.
Salirse del mapa implica
ingresar en lugares en los que todos los paradigmas u ortodoxias posibles
corren el riesgo de ser violentados, debilitados o superados. Alejamiento
e inaccesibilidad; alteridad y distancia. Todo se une. Todo se combina
para generar esa curiosidad
motora, que lleva siempre a buscar aquello que se recorta difuso detrás
de las fronteras. Y alimenta el impulso por el descubrimiento, que no es
otra cosa que un acto creador, un poner Orden (occidental, se entiende)
sobre un Caos naturalizado y no europeo. Surge así, con fuerza inaudita,
la necesidad de resemantizar el
mundo, de volver a bautizarlo; mostrando el inmenso poder de la
palabra sobre las cosas. “—(...)A
propósito, ¿Cómo llamaremos a este lugar?—preguntó Lord Roxton,
parado frente a la meseta— Me imagino que nos corresponde a nosotros
ponerle nombre. —(...)Se
llamará con el nombre del primero que la descubrió; es decir, La Tierra
de Maple White. —Espero
que con ese mismo nombre aparezca en los atlas futuros.”
[Pág. 137] Montañas,
ríos, lagos, llanuras, mesetas y regiones enteras
sufrieron esa furia nominativa, de la que habla Todorov[26],
cuando vieron cambiados sus nombres aborígenes y pasaron a ser parte del
corpus cartográfico de Occidente. “—Usted
Malone es quien debe poner nombre al lago. Fue usted quien lo vio primero,
y si tiene el capricho de bautizarlo como Lago Malone, nadie con mejor
derecho”[Pág.
166].
Instrumento
privilegiado de la geografía,“el
mapa es el simulacro de lo lejano y mantiene con el exotismo una relación
paradigmática. Es a la vez el modelo y la aproximación intocable.
Permite ver pero no permite apropiarse. Para apropiarse hay que partir.
Sin mapa no hay descubrimiento, pero sin descubrimiento no hay mapas. El
mapa tiene una doble función: es imagen y representación del mundo, es
instrumento de descubrimiento y conquista”[27]. “(...)Era
imposible que nos detuviésemos al borde de aquel mundo misterioso cuando
sentíamos todos en el alma la comezón de la impaciencia por avanzar y
arrancarle sus secretos.”
[Pág. 138]
Como
podemos observar, el tema de la “isla”
en tierra firme es recurrente en la literatura de viajes, sean éstos
imaginarios o reales. En
esas “islas
inaccesible y misteriosas”
(o accesible sólo a unos pocos iniciados) puede uno encontrarse con El
Dorado, la Fuente de Juvencia, tesoros o Mundos Perdidos protegidos por ríos,
serpientes, desiertos, montañas, pantanos y tribus hostiles. Relata
Edward Malone en su diario: “Exploré
una parte del collado rocoso; pero no encontré modo de escalarlo. La roca
en forma de pirámide resultaba más accesible. Como tengo algo de
alpinista, me las arreglé para escalarla hasta media distancia de la
cima. Desde aquella altura me encontraba en situación ventajosa de
formarme una idea más exacta de la meseta que se alzaba en lo alto de los
montes rocosos. Saqué la impresión de que era extensísima; no pude
distinguir ni por el este ni por el oeste el final del panorama rocoso
cubierto de verde. Las tierras que hay al pie de la cadena de colinas
rocosas forman una región pantanosa, de manigua, poblada por serpientes,
insectos y fiebres, que sirven de defensa natural e impiden el acceso a
tan extraordinario país” [Pág.
50]. Pero
esos mundos inexplorados, atrayentes, aislados de todo y carentes de ayuda
externa, generan el abismo que lo separa a uno de la seguridad y la
civilización. “Nos
ha ocurrido algo espantoso (...). Quizá estemos condenados a pasar el
resto de nuestras vidas en este lugar extraño e inaccesible. Jamás se
encontraron unos hombres en situación peor que la nuestra (...). Nos
hallamos tan fuera del alcance de toda ayuda humana como si estuviéramos
en la Luna. Si hemos de salir victoriosos, tendrá que ser gracias a
nuestro propio ingenio y esfuerzo (...). Ahí radica nuestra sola y única
esperanza”
[Pág. 107].
Catalogar
el mundo “Desde
que desembarcamos, el profesor Summerlee ha encontrado algún consuelo en
la belleza y en la variedad de insectos y pájaros que descubre a su
alrededor, porque es un hombre consagrado de todo corazón a la ciencia.
Pasa días yendo y viniendo por los bosques(...) y emplea sus veladas en
disecar muchos ejemplares nuevos (...)”
[Pág. 80]. El
impulso de catalogar el mundo, inaugurado por Carl Linneo en el siglo
XVIII —que llevara a la creación de un exitoso método de clasificación
de la Naturaleza (Homo Sapiens incluido)— derivó en el deseo por
encontrar, fichar, recolectar y coleccionar, con serias intenciones científicas,
las especies vegetales y animales (conocidas y desconocidas) que poblaban
la Tierra. Surgió así la figura del trotamundos por excelencia, el
naturalista; representante del más acabado academicismo que,
contrariamente al conquistador,
pretendía ejercer sobre el entorno estudiado una acción aséptica y
neutra. Su misión consistía sólo en observar, describir, traducir en
palabras las características del universo material que lo rodeaba.
Pretendía ser imparcial, sin ser consciente de que su mirada era parte de
la voluntad occidental por retraducir y controlar el mundo. Era
inevitable, que en esa recolección, los cánones y paradigmas de la vieja
Europa se impusieran. Junto
con el explorador naturalista se
originó toda una literatura de viajes que lo mostraba como la imagen viva
del antihéroe[28],
un individuo culto y pacífico que debía soportar mil y un
inconvenientes entre sociedades y parajes extraños, mientras transitaba
en pos del conocimiento. Y fue el afán de originalidad y prestigio,
asociado a todo descubrimiento, el que empujó a encontrar, en las
regiones aisladas del planeta, esa especie
perdida, ese espécimen extraño y no catalogado, que le permitiera a
su potencial descubridor quedar en los anales de la Historia Natural. Escépticos
y creyentes, racionalistas y románticos, se enroscaron en discusiones
interminables respecto de la posibilidad o imposibilidad de hallar
indemnes mundos perdidos,
aislados y no tocados por el Progreso. Fue en ese contexto en que el
imaginario se disparó, alimentado por las leyendas y rumores de las regiones de frontera. Si
existiera un modelo estereotipado del Explorer, éste debería ir acompañado, indefectiblemente, con el
acto de escribir. Mediante la escritura se aprehendía al paisaje, a los
ejemplares biológicos y a las exóticas (y “caóticas”)
sociedades que se encontraban. Constituía un acto de conquista simbólico,
y fueron el cuaderno de notas y la estilográfica ( que se solían llevar
colgada del cuello, a modo de instrumento ofensivo) las renovadas
armas de control semántico, que referíamos en un apartado anterior. Confiesa
Edward Malone en la novela:
“Nos
han ocurrido y nos están ocurriendo las cosas más asombrosas. Todo el
papel de que dispongo consiste en cinco viejos cuadernos y sólo tengo un
lápiz estilográfico; pero mientras me mantenga en condiciones de mover
la mano seguiré redactando nuestras aventuras e impresiones (...). Siendo
los únicos hombres de todo el género humano en ser testigos de estas
cosas, tiene importancia enorme que las deje registradas cuando todavía
están frescas en mi memoria y antes que nos alcance el destino que parece
estar siempre amenazándonos.”
[Pág. 133]
Como
escribió explícitamente Alexander von Humboldt: “[...]Ya
no con la espada, sino con la pluma y el cuaderno de notas .Ya no en pos
de la riqueza material, sino buscando la comprensión y el análisis [...]”[29]
se lanzaron sobre el mundo; por más que detrás del explorador científico
vinieran los comerciantes, los ejércitos y los cañones. Cada
expedición se convertía en un potencial trampolín a la fama. Cada
entrada en algún territorio inexplorado alimentaba el latente deseo por
trascender, por quedar inmortalizado en el registro científico a través
de algún nombre latino que denotara el apellido o el nombre del
explorador/descubridor. Una
situación como esa viven los protagonistas de la novela ante un insecto
gigantesco y desconocido que ataca a Malone. “—Interesantísimo
—dijo el profesor Summerlee.— Una garrapata colosal que, según yo
creo, no ha sido clasificada hasta ahora. —He
aquí el primer fruto de nuestros trabajos. Lo menos que podemos es
llamarla Ixodes Maloni (...). Su apellido, señor Malone, queda
inscripto en el inmortal registro de la Zoología”.
[Pág. 13] Pero,
simultáneamente, se ponía en juego un prestigio que excedía al
individuo arrojado. Cada proyecto expedicionario traía sobre la palestra
una competencia que podía ser empresarial
e incluso nacional. Empresas patrocinantes y países enteros
depositaban en sus exploradores sus sueños de riqueza y expansión,
pasando a ser parte de una carrera por conquistar el mundo, en la que un
ramillete de naciones europeas compitieron denodadamente. Así, expedición
y competencia aparecen unidas en una simbiosis que también la literatura
de ficción supo explotar excelentemente [Véase la obra de Julio Verne,
como ejemplo más acabado de lo antedicho]. ¿Y
qué hace uno cuando compite? ¿Qué hacen los Estados que persiguen
objetivos semejantes y luchan por la primacía? Guardan el secreto;
convierten toda la información recabada en “confidencial”.
Al
respecto, dice el profesor Challenger en El Mundo Perdido: “(...)Tuve
ocasión de pasar una noche en una aldea india situada en el punto en que
cierto tributario del Amazonas (cuyo nombre y situación me reservo)
desemboca en el gran río.”
[Pág. 40] De
idéntica forma que los españoles durante la conquista de América (que
se cuidaban muchísimo de no revelar sus mapas y descubrimientos a las
potencias enemigas), los exploradores del siglo XIX, y del nuestro, se
vieron obligados a ocultar la información, o a caer en una publicación
ambigua cuyo propósito último era desorientar al competidor, manteniendo
en reserva los datos, las rutas y los detalles conseguidos. “(...)
Desde aquí les advierto que perderán su tiempo y su dinero si tratan de
seguir nuestras huellas. Hemos alterado en nuestros relatos hasta los
nombres propios, y tengo la seguridad de que, guiándose por el estudio más
cuidadoso de los mismos, nadie podrá llegar siquiera a mil millas de
distancia de nuestra tierra desconocida.”
[Pág. 239] De
esta forma, regiones retiradas y poco conocidas, cuyos nombres y ubicación
quedaban supeditados al secreto —que con el tiempo casi siempre se
violaba— exaltaron no sólo
el interés sino la fantasía de muchos. “Después
de muchas aventuras que no hace falte relate, de viajar una distancia que
no mencionaré, en una dirección que me reservo, por fin llegamos a una
región que nadie ha descrito, ni siquiera visitado, fuera de un de mi
descuidado predecesor, el señor Maple White.”
[Pág. 47] Y
como era costumbre desde hacía siglos, la búsqueda real se confundió
con la búsqueda imaginaria (muy a pesar del racionalismo vigente, aunque
posible gracias a la permanencia del espíritu romántico que empapaba a
muchos hombres sensibles de la época).
De
la ficción literaria a la exploración real Todos
los tópicos señalados fueron ricamente explotados por la literatura de
aventura. Cientos de títulos anunciaban las peripecias que debían correr
los protagonistas de esas novelas, cuando pretendían alcanzar los últimos
bastiones vírgenes del planeta y, con ellos, encumbrarse en la riqueza,
el prestigio y la fama. El salvamento de los archipiélagos de alteridad
se apoyaba en la fantasía pero, como bien señala J. Boia, “[...]de
la literatura a la exploración no había más que un paso”[30].
Por otra parte, “en un mundo con vocación tecnológica las ISLAS
marchan en sentido opuesto, su papel es el de aislar y proteger a la
naturaleza intocada de la civilización”. En
esos sitios —“islas”— se abrigarían seres salvajes y
animales desconocidos, especies diferentes proyectadas por la ficción y
la angustia tecnológica sobre el mundo real. Con los grandes exploradores
del siglo pasado “[...]
la naturaleza había disminuido tan rápida y radicalmente que era una
novedad: es por esta razón que la exploración [...] cautivó la
imaginación del hombre siglo XIX. Entrar en un mundo verdaderamente
natural era exótico, estaba más allá de las experiencias de la mayoría
de la humanidad, que vivía del nacimiento a la muerte en circunstancias
enteramente fabricadas por el hombre”[31].
Aunque
la mayoría de los “Mundos Perdidos” —ubicados en las selvas
americanas, montañas de África, rincones de Asia o desolados territorios
polares— eran también fabricados por el urbano, rutinario y acongojado
Homo Sapiens. Se
construía una nueva realidad que, al tiempo, terminaba absorbiendo a su
creador y quedaba constituida como única y posible, olvidando la activa
participación del primero. Y es que el rumor y la fantasía, la leyenda y
el miedo, entretejían las barreras más difíciles de atravesar: aquellas
intencionalmente creadas para nunca ser traspuestas. Desde
la Edad media, “el viajero se ha sentido atraído por los misterios presentidos y las
maravillas posibles, encarnando a toda una época con sus sueños, temores
y necesidades”[32].
Y, en ese aspecto, los siglos precedentes no podían ser diferentes.
Incluso hoy en día, cuando la creencia general sostiene que todo el
planeta está perfectamente conocido y que los satélites impiden que
sobrevivan rincones inexplorados, ni el misterio, ni las maravillas se
diluyen cuando uno encamina sus botas a montañas, selvas o cuencas
fluviales de regiones exóticas. Y el moderno turismo de aventura ha
contribuido a mantener el halo fascinante de lo extraño. En esta práctica,
algo se arrastra de las viejas expediciones, y por eso interesa tanto. El
viajero se ve llevado por fotos deslumbrantes a parajes verdes, ricamente
decorados con cascadas o picos nevados que atraen, como atraían los
dragones y países de abundancia en los viejos mapas de los archivos
coloniales. Los contrastes siguen siendo movilizadores. Pero
si al paisaje le agregamos una pizca de historia (humana o natural), se
configura un escenario abierto a posibilidades maravillosas. En esos
espacios puede que el pasado no esté enterrado, puede que mantenga
vigente aquellas cualidades que todo Mundo
Perdido reclama para ser tal: el
aislamiento, la lejanía, la alteridad, la plausibilidad pura. Y, en este
sentido, el auge de la arqueología y la antropología, desde el siglo
pasado, contribuyeron a exaltar la potencial existencia de sociedades
perdidas, gracias al descubrimiento de grandes civilizaciones y pueblos
que el hombre ni siquiera había imaginado.
Las
selvas de la imaginación y el miedo
"En
realidad había ido buscando la selva (...). Y por un momento me pareció
que también yo estaba entrando en una gran tumba llena de secretos
inconfesables. Sentí (...) la presencia invisible de la corrupción
triunfante, la oscuridad de una noche impenetrable..."
(Joseph Conrad, El Corazón de las
Tinieblas, 1902, pág. 107).
La
Selva ha sido, y es, desde hace siglos, un extraordinario caldo de cultivo
a experiencias maravillosas, místicas y horrorosas. “Laboratorio
propicio para el imaginario”,
la selva supo enmarcar, en su ambiente extraño y poco accesible muchos de
los miedos y sueños de Occidente, gestando la producción de cientos de
testimonios escritos o plásticos que, por lo menos desde la Edad Media,
han dejado ver las ambivalentes actitudes del ser humano frente a la densa
espesura de la floresta[33]. Como
espacio económico, de refugio o de prueba[34],
la selva aparece también como el lugar ideal para la alteridad y lo fantástico; escenario de cuentos populares, rumores
y leyendas. A ella se han trasladado miedos y anhelos, monstruos,
pesadillas y aspiraciones de riqueza fácil o vuelta a la Naturaleza. Por
momentos cobró vida propia, premiando o castigando a sus invasores por
intermedio de seres y/o personajes que la secularización racionalista del
siglo XVIII convirtió en supersticiones sin fundamento, pero que no
desechó del todo. Sus límites señalan el fin de un mundo y el inicio de
otro, en el que la vacilación intelectual y los sentidos le confieren al
hombre un lugar subalterno; un rol en el que la vieja premisa bíblica de
ser “Rey de la Creación” se desvanece, retrotrayéndolo a una
situación holística en la que se advierte como una parte más del
entorno y descubre su situación de inferioridad ante una “Creación”
que lo domina y convierte en el más débil de sus vasallos. Conan
Doyle no deja pasar por alto este aspecto propio de las selvas de la
imaginación literaria y escribe, poniendo en boca de Edward Malone: “¿Cómo
podré olvidar el solemne misterio de todo aquello? La altura de los árboles
y el grosor de sus troncos sobrepasaba a todo lo que yo, hombre criado en
la ciudad, había podido imaginar” [Pág.
93]. “(...)Un
rebullir constante, muy por encima de nuestras cabezas, nos hablaba del
mundo multitudinario de reptiles, monos, pájaros y perezosos que vivían
a la luz del sol, y que desde sus alturas contemplaban asombrados nuestras
figuras minúsculas, oscuras, y bamboleantes en las negras profundidades
que se extendían debajo de ellos a distancia inconmensurable”
[Pág. 95] [35]. La
selva y lo desconocido entablaron por siglos una relación muy estrecha
que perdura y se agiganta cuando cae la noche, la otra incondicional
aliada de la floresta imaginaria. La selva, la noche y lo ignoto
construyeron una barrera difícil de franquear que, como señaló Marc
Bloch (aunque refiriéndose específicamente al tema del bosque), atrajo y
repelió al mismo tiempo las interferencias humanas en su entorno[36]. Selvas
reales e imaginarias pueblan toneladas de documentos y obras literarias;
producciones que supieron movilizar las vertientes románticas desatadas
en el siglo XIX, con sus claroscuros y contornos misteriosos. La
selva, siempre la selva, demarcando, sitiando los espacios civilizados y
recreando conflictos que en ocasiones no aisladas transmutaron
los temores subjetivos en acciones concretas de crueldad ofensiva
contra aquellos que vivían, trabajaban o simplemente disfrutaban de la
densa y solitaria conglomeración arbórea. La
selva, como espacio referencial del imaginario colectivo en perpetua
elaboración, ha sabido conservar a lo largo del tiempo una de las
características esenciales, de la que hemos hablado más arriba: la plausibilidad.
Dentro de sus límites todo puede ser posible. Comarca ambigua por
excelencia, sus escenarios encierran supuestos hechos inusuales que, raras
veces, quedan resueltos en la mentalidad popular (o que no quieren ser
resueltos)[37]. No
podemos negar los peligros objetivos que las selvas encierran. Aquellos
que van desde la simple desorientación hasta las amenazantes presencias
de animales salvajes, muchos de los cuales han contribuido a la construcción
de esas “otras bestias” —las imaginarias— que desde hace
centurias apuntalan los temores del inconsciente colectivo de variadísimas
sociedades a ambos lados de los océanos. Pero,
a pesar de la desacralización que las selvas han sufrido dentro de la
cultura occidental, siguen empleándose, para describirlas, adjetivos que
mantienen aquella cosmovisión animista
de antaño y que aún perdura en las actuales comunidades que viven en la
espesura. La selva continúa siendo “inmensa”, “vacía”, “difícil
de penetrar”, “inhóspita” y “secreta”, “misteriosa” y “mágica”;
aquel lugar “en el que el hombre abandona todas sus empresas profanas”[38]. Los
seres y comarcas maravillosas que han poblado (y pueblan) las selvas
extrajeron sus fuerzas de la imaginación; participando en nuestra
historia de forma extendida y duradera. El catálogo es inmenso, tanto en
número como en variedad. Desde el “Hombre Salvaje” del
medioevo (representado una y otra vez en las catedrales y manuscritos
europeos) hasta el “Bigfoot” o “Pie Grande” (de la
moderna leyenda urbana canadiense y norteamericana), la alteridad
se instaló siempre más allá de las fronteras conocidas. Hadas y enanos;
duendes o númenes protectores de la naturaleza; tribus perdidas o
ciudades inalcanzables de oro y plata, encontraron en lo opaco de la
foresta un refugio seguro; sólo perturbado en las extravagantes aventuras
relatadas por novelas, tradiciones orales o diarios de viajes de románticos
exploradores. Entre
sus árboles también era posible retrotraerse a los “Tiempos
Primordiales”, a lo primitivo; a un mundo sin restricciones ni tabúes,
revelando así ocultas, inconfesables y reprimidas pulsiones. La selva
participó en la creación de un mundo paralelo y original, en donde la
salvación (material y espiritual) se mezclaba con la perdición del alma
y del cuerpo, gestando un sin fin de personajes y actitudes que iban de lo
sublime a lo profano. En
El Mundo Perdido Conan Doyle no puede dejar de reflejar su concepción
evolucionista (o mejor dicho, darwinista), respecto de la
supervivencia del más apto, cuando —tomando a selva como ejemplo—
escribe: “La
vida, que odia la oscuridad, pugna en aquellas grandes extensiones de
bosques por ascender a la luz. Todas las plantas, incluso las más pequeñas,
se rizan y retuercen para llegar a la superficie verde, enroscándose
alrededor de sus hermanas más fuertes y más altas en un supremo esfuerzo
para huir de la sombra oscura (...).”
[Pág. 94][39] Hoy
nos paramos ante la selva con cierta nostalgia. Nos sabemos responsables
de su diaria destrucción y, quizás, sea ese el motivo por el cual
solemos tomar este sentimiento de culpa como ejemplo de crítica a
la moderna y contaminada sociedad industrial. El antiguo rechazo a la
naturaleza “bruta” y a lo “no urbano” (tan propio del siglo pasado)
ha mutado en seducción y atracción. Y la selva, divinizada,
explotada, arrasada, contaminada o idealizada, continúa siendo el
reservorio ideal para ese imaginario
de estructuras duras del que antes hablábamos; capaz de crear
efervescencias en el más desencantado de los hombres. Por
lo tanto, la noción de selva,
como parte constitutiva del paisaje, designa, ambiguamente, dos cosas
distintas a la vez: por un lado, un lugar material determinado y, por el
otro, una representación figurativa,
una construcción imaginaria, en la que participan los valores morales y
estéticos de una época. Así pues, la relación entre los exploradores y
la “foresta” se inscribiría dentro de una historia
de larga duración, una historia
de las miradas, en la que espectador y escenario se relacionan
combatiendo la conciencia de ruptura
que separa al hombre de la naturaleza; y en la que el sujeto
construye, según su propia mirada,
el paisaje que tiene delante. Analizados
de esta forma, no sólo la selva, sino también la montaña, el desierto o
el bosque, quedan impregnados de un significado muy profundo y paradójico.
Profundo, porque las descripciones que se hacen del paisaje nos hablan más
de la sociedad que los describe, que del paisaje mismo. Paradójico,
porque sus caracteres básicos fueron construidos desde la ciudad. Como
bien señala Fernando Aliata, “el
paisaje es un producto del saber urbano que esconde la nostálgica
antinomia entre la ciudad y el campo”
[40]. En
este contexto —real e imaginario a la vez— se desarrollaron las
grandes expediciones del siglo XIX. Allí se formó la figura arquetípica
del Explorer y de su particular
mirada de la naturaleza que, desde entonces, ha venido resistiéndose a
cambiar en muchos de sus
aspectos esenciales.
Monstruos
y bestias Los
monstruos y las expediciones han venido recorriendo los mapas imaginarios
de Occidente desde hace centurias. Los griegos crearon sus monstruos, los
romanos los conservaron y las sociedades medievales poblaron el planeta
desconocido con bestias salidas de sus propios temores y angustias.
Durante la exploración de los océanos, a lo largo de los siglos XV y
XVI, esta extraña fauna que emanaba de la fantasía, creció en América
y en todos los rincones que pasaban a ser parte del universo conocido. “—(...)
Digo que míster Waldron está muy equivocado al suponer que, por no haber
visto con sus propios ojos uno de los llamados animales prehistóricos,
puede afirmar que tales animales no existen —dijo el profesor Challenger.—
Ellos son nuestros ascendientes; pero también nuestros ascendientes
contemporáneos, a los que podemos ver con todas sus horrendas y
formidables características, si tenemos la energía y el valor de buscar
sus guaridas y querencias. Existen aún animales a los que se supone de la
época jurásica, monstruos que derribarían y devorarían a los más
feroces y grandes de nuestros mamíferos. Lo sé porque he visto algunos
de esos animales con mis propios ojos” [Pág.
63]. Allí
donde el hombre posaba sus botas surgían los seres monstruosos,
enfrentando los dictámenes de la razón y el sentido común. Y, como era
de esperar, ni el siglo XIX ni el XX, carecieron de ellos. Pero éstos ya
no eran el producto de castigos celestiales o milagros. La providencia
divina le daba paso a un evolucionismo muchas veces mal
interpretado que trató, por todos los medios, de explicar con argumentos
científicos hechos que excedían la
comprobación empírica y que, por lo tanto, eran imposibles de
certificar. Creaturas
del imaginario en todas las culturas, los monstruos han acompañado al
hombre desde los orígenes mismos de la historia. Sus angustiantes y
atractivas presencias se detectan tanto en momentos de aislamiento como de
expansión territorial; y por ello las relaciones que guardan con la
exploración y los exploradores es más que evidente. Cada
entrada en un nuevo territorio
estuvo casi siempre precedida por una imaginaria colonización anterior;
no de hombres o sociedades “normales”, sino de seres y animales
que atentaban contra las teorías y concepciones tradicionalmente
aceptadas. “—Observen
eso —dijo Lord Roxton—. Esta huella debe de pertenecer al padre de
todos los pájaros. En
el barro que teníamos delante se advertían pisadas enormes de un pie con
tres dedos. El animal, fuese el que fuese, había cruzado por el pantano y
se había metido en el bosque. Todos no detuvimos para examinar la huella
monstruosa. Si era un ave, su pie resultaba tan enorme, comparado con el
avestruz, que, si su tamaño guardaba proporción, tenía que tratarse de
una cosa descomunal”.[Pág.
138] El
monstruo es la más clara personificación de lo
caótico, de las fuerzas descontroladas de la naturaleza; son seres
que cuestionan o impiden el avance del universo ordenado que el hombre
encarna con su razón y tecnología. Constituyen una extraña galería que
es lógico ubicar fuera de los mapas, puesto que los escenarios caóticos
requieren de seres que representen lo mismo. Una
de las cualidades más destacadas de los monstruos es que son, por
esencia, asociales. Desoyen
el llamado de las aglomeraciones y prefieren el aislamiento y la soledad.
Los sitios inhóspitos son sus guaridas y la elusividad,
su permanente conducta. Difíciles de
encontrar, su potencial existencia queda condicionada por las coordenadas
del lugar y del tiempo, aún analizadas sincrónicamente. Esto quiere
decir que todo contexto crea
significado, y que ciertos ambientes son más apropiados que otros
para que la creencia se asiente y solidifique. Es fácil combatir a los
monstruos por medio de la risa cuando uno está resguardado por los cuatro
muros de una casa, en pleno corazón de la ciudad. En esas circunstancias
lo primero que aflora es lo grotesco. Pero la cuestión se vuelve un tanto
diferente cuando, sumergidos en regiones extrañas y rodeados de selva o
montaña, nos convertimos en atentos oyentes de leyendas y rumores
locales. Es entonces cuando la arrogancia racionalista, hija de las luces
urbanas, se debilita. Y
justamente, de esta debilidad se aferraron muchos exploradores para
absorber y difundir cientos de historias sobre seres monstruosos y extraños
animales que aún faltaban catalogar (o que estaban “fuera
de catálogo”
—extintos— desde hacía millones de años). “—¿Y
qué me dicen de eso? —exclamó, triunfalmente, el profesor Summerlee,
señalando lo que parecía ser la huella de una mano humana, aunque con
tres dedos. —Yo
las he visto iguales en las arcillas de Weald —exclamó Challenger,
jubiloso—. Se trata de un ser que camina erecto sobre sus pies de tres
dedos y que de cuando en cuando apoya en el suelo una de sus garras
delanteras de cinco dedos. No se trata de un ave, mi querido Roxton; no se
trata de un ave. —¿Una
fiera? —No;
es un reptil, el dinosaurio”
[Pág. 139].
La
lista de monstruos es infinita. Podemos clasificarlos por tamaño, por
comportamiento o por lugar (terrestres, lacustres, fluviales y marinos).
Podemos dar descripciones ambiguas o pormenorizadas de cada uno de ellos.
Podemos reírnos, asustarnos o descreer, pero nunca obviarlos. Han estado
y seguirán estando con nosotros, sobreviviéndonos. Son parte de la “arquitectura fantástica
del universo”
[41]
y caracterizan “el viejo culto al misterio, que llegó a ser en muchos casi una
embriaguez”[42]. Los
monstruos son imprevisibles, anómalos, y por lo tanto símbolos perfectos
del peligro y el terror. Abren un agujero de sentido; rompen las leyes;
representan la materialidad pura y lo orgánico. Carecen de moral y
encarnan el más arcaico de los temores humanos: la fantasía de devoración. Ocultos
de la vista del hombre, los monstruos se alían con la distancia y
la oscuridad; y con ellas se vuelven más tangibles, presentes y
potentes. En cierto modo, los seres del rumor y la leyenda, representan a
la oscuridad más descontrolada, al misterio y al miedo. “Habíamos
salido del pantano siguiendo las huellas, y habíamos cruzado una cortina
de arbustos y árboles. Al otro lado había un claro de bosque, y en él,
cinco de los animales más extraordinarios que yo he visto nunca. Su piel
era de color pizarroso, con escamas como las de un lagarto (...). Los
cinco estaban sentados, balaceándose sobre sus colas anchas y potentes y
sus enormes patas traseras de tres dedos, mientras que sus pequeñas patas
delanteras de cinco dedos tiraban hacia abajo de las ramas de las que
estaban comiendo. No se me ocurre manera mejor de explicarle a usted su
aspecto que decirle que se parecían a monstruosos canguros, de veinte
pies de largo y de piel parecida a la de cocodrilos negros”
[Pág. 139]. Pero
al mismo tiempo, los monstruos han sido auténticos creadores de héroes;
y en el Mundo Perdido de Conan Doyle esa misión de heroificar
se vuelve más que evidente a lo largo de las páginas de la novela. Durante
la Edad Media fueron los santos, algún que otro papa y los guerreros, los
encargados de luchar contra esas deformes manifestaciones de Satán, y los
monstruos quedaron asociados así con el diablo. Pero, como es lógico, en
tiempos del profesor Challenger las cosas habían cambiado. Ahora era la
ciencia, el análisis y el conocimiento las bases del progreso. Los
santones eran inefectivos a la hora de matar monstruos. Ya no alcanzaban
las espadas, ni las oraciones de exorcismo. Se requería de científicos
para destruirlos; y para el caso, Challenger, Summerlee, Malone y Lord
Roxton se convirtieron en los nuevos San Jorges de comienzos del
siglo XX[43].
Ellos enfrentarán (y estudiarán) en la meseta del Mundo Perdido a
pterodáctilos, estegosaurios, allosaurios e iguanodontes, con la misma
valentía y compromiso que el santo de la leyenda cristiana. “Vista
desde un satélite, vestida con todas las posibilidades que pueda
propiciarnos la era tecnológica, la
Tierra cada vez más se aleja de ser un sitio inexplorado por el hombre.
¿Es válido pensar que tal vez aún
desconocemos ámbitos y seres que habitan bajo el mismo cielo que
nosotros? No
debemos olvidar que la ciencia también puede equivocarse u obviar ciertos
hechos. Un ejemplo de esto ocurrió en África en 1864 cuando la comunidad científica ignoró reportes sobre un extraño
animal que se parecía al hombre. Tiempo después descubrieron que se
trataba del gorila, hasta entonces desconocido por los ojos del mundo
occidental. Hasta
1915 los zoólogos ignoraron los reportes de la China sobre un oso blanco
y negro, que comía bambú. No fue sino hasta ese mismo año que unos zoólogos
dieron a conocer al mundo al oso panda. Recientemente en 1976, en las arenas de Hawai, se descubrió una nueva especie de tiburón, llamado el Boca Grande, de 20 pies de largo. Hoy
en día, el continente asiático no deja de deslumbrarnos con nuevos
acontecimientos de esta índole. Uno de los últimos descubrimientos más sorprendente ocurrió en 1994. En una remota selva, llamada
“El Mundo Perdido”, los zoólogos han descubierto dos nuevas especies
de mamíferos de mediano tamaño. El monjá es un antílope que pasa la
mayoría de su tiempo en el agua. Se piensa que su extraño rostro ha
evolucionado de modo que sus orificios de la nariz están encima de su
barbilla y de esta manera puede respirar mejor en el agua. El bukon es un
zorro, pero es atípico respecto a los demás, porque tiene unos cuernos
puntiagudos y muy altos. ¿Cuántos
descubrimientos más esperan a los científicos en las selvas del Mundo
Perdido?”[44]. Esta
larga cita —transcripta de un filme documental, ampliamente difundido
por la televisión de los años noventa— deja flotando en el ambiente el
romántico sueño de poder seguir encontrando bolsones de insularidad
—“islas”, como las llama L. Boia— en las cuales poder
toparnos con realidades insospechadas y monstruos no clasificados. Éstos,
desde hace algún tiempo, han desaparecido de muchos continentes ya
explorados, pero se niegan a abandonar la imaginación del hombre. Siguen
exigiendo su derecho a estar. “De
cuantas cosas veíamos a orillas del lago, nada encontraba yo tan
maravilloso como la inmensa sabana de agua que se extendía ante nosotros.
Las aguas del lago hervían con una vida extraña: grandes lomos de color
pizarra y de altas aletas dorsales salían fuera del agua(...), tortugas
enormes, saurios extraordinarios y un enorme animal plano (...) proyectaba
fuera altas cabezas de serpientes. Uno de esos animales salió poniéndose
al descubierto de forma de tonel con enormes aletas detrás de un largo
cuello de serpiente. ¡Un plesiosaurio! ¡Un plesiosaurio de agua
dulce!”
[Pág. 213, 214].
Los
hijos pródigos del Profesor Challenger
Percy
Harrison Fawcett (1867–1925), inglés, miembro de la Real Sociedad Geográfica,
topólogo y militar del ejército británico, personifica, como ningún
otro, al prototipo del explorador romántico de fines del siglo XIX y
principios del XX. Entre 1906 y 1925 (año en que desapareció) organizó
variadas expediciones al “Infierno Verde” amazónico para actuar como
árbitro en los conflictos limítrofes suscitados entre Bolivia, Perú y
Brasil. Agudo en sus observaciones, Fawcett estableció con pericia los límites
político de dichos Estados, internándose y explorando regiones por las
cuales pocos occidentales habían dejado sus huellas. Si bien cronológicamente
sus viajes se practicaron a inicios del siglo XX, debemos dejar por
sentado que su espíritu, motivaciones y valores fueron claramente decimonónicos.
Fawcett fue un hombre del siglo XIX, hijo del imperialismo inglés y del
expansionismo europeo sobre suelo americano. Su función, como árbitro
entre Estado soberanos de Ibero América, perseguía un objetivo que él
mismo dejara por escrito en su obra A Través de la Selva Amazónica:
”aumentar el
prestigio inglés en la zona”[45].Y
es que Inglaterra se veía sumamente interesada en mantener su presencia
en la región a causa de un producto que por sí solo encierra una larga y
trágica historia: el caucho, el “árbol que llora”, fuente de inmensa
riqueza, y de la que los británicos no querían quedarse al margen. Así
pues, con la intención de prestigiar a su país y mantener activa la
presencia británica en la región, Fawcett entró en relación con una
selva misteriosa, que terminaría
amando y en la cual dejaría sus propios huesos. Las
crónicas de sus viajes (que escribiera en 1924, un año antes de morir)
se encuadran dentro de la denominada literatura
de supervivencia, inaugurada con las grandes exploraciones del siglo
XVI y que perdurará hasta bien entrado el siglo XX. En
este género, el explorador/escritor se convierte en el héroe de su
propio relato (igual que Edward Malone en la novela de Conan Doyle),
describiendo las penurias, peligros y sucesos extraños de los que fuera
testigo. A lo largo de las páginas de su libro, Fawcett hace desfilar los
más variados productos del imaginario, esos que van desde las ciudades
perdidas a las minas ocultas y de las tribus “blancas” a los
monstruos. Así, el excéntrico explorador inglés, hace de la selva un
escenario en donde toda proporción, toda norma, queda desequilibrada. El “infierno emponzoñado”,
como él la denomina, es el símbolo mismo de la anarquía. Allí, la ley
de los hombres y de la
naturaleza no tienen cabida. Todo es caos, desorden, nada es claro ni “ajustado
a derecho”. Tanto la esclavitud por deudas (sufrida por los indios,
en pleno siglo XX) como los actos de espantosa barbarie (cometidos
impunemente por los empresarios del caucho o fugitivos alejados de la
civilización) denotan que esas selvas son “otro
mundo”;
uno muy distinto del que Fawcett salía. Tampoco
la naturaleza se manifiesta de manera “normal”. Las
descripciones que hace de animales y plantas están empapadas de exotismo
y misterio. Serpientes, pirañas y cocodrilos (sic) co-protagonizan más
de una de sus desventuras a lo largo de la obra, y en todos los casos
llaman la atención por lo desproporcionado de sus dimensiones. De
todas las bestias que habitan el Amazonas, la anaconda gigante es, con seguridad, la que mayor cantidad de historias ha desatado y Fawcett fue uno
de los tantos que se encargaron de divulgarlas. Según
el propio explorador, él mismo fue testigo presencial de la aparición de
una anaconda que medía un total de 18 metros de largo. Un verdadero
monstruo que, al decir de los lugareños, no era el de mayor tamaño, ya
que afirmaban haber encontrado ejemplares de 23 metros, y aún de 40
metros de longitud (por más que los zoólogos sostengan que dimensiones
como esas sean muy poco probables y que la exageración haya dotado a esos
reptiles de una monstruosidad dimensional que excede con creces los 9
metros científicamente comprobados a la fecha). Pero Fawcett no se limita a la anaconda, va mucho más allá. Su
galería de monstruos incluye también a un
“[...]
Tiburón de agua dulce, enorme, pero sin dientes, de los que se dice que
ataca a los hombres y los traga, si tiene una oportunidad” [46].
Habla
del Mipla, “un
gato negro de aspecto perruno y del tamaño de un sabueso”[47],
de “culebras e insectos aún ignorados por los hombres de ciencia y, en
las selvas del Madidi (Bolivia), de bestias misteriosas y enormes que han
sido perturbadas frecuentemente en los pantanos, posiblemente monstruos
primitivos como aquellos que se han informado en otras partes del
continente”
[48].
“Monstruos
primitivos”.
Aquí Fawcett pega un salto hacia la credulidad más absoluta y se
zambulle de lleno en el imaginario aborigen del Amazonas (repleto de seres
extraños y demonios descriptos como antediluvianos). Él no los desecha,
los incorpora a una realidad plausible cuando escribe la siguiente
pregunta retórica: “[...]¿Por
qué dudar, si quedan aún tantas cosas extrañas por descubrir en este
continente misterioso? ¿Por qué, si viven insectos, reptiles y pequeños
mamíferos todavía no clasificados, no podría existir una raza de
monstruos gigantes, remanentes de especies extinguidas, que viviesen en la
seguridad de las vastas áreas pantanosas aún no exploradas? En el Madidi,
Bolivia, se han descubierto grandes huellas, y los indios nos hablan de
una criatura enorme, descubierta a veces semisumergida en los pantanos” [49]. El
párrafo anterior sintetiza, como pocos, el típico Mundo
Perdido del que hablamos. Un espacio inaccesible en el que el tiempo
parece haberse detenido y los vestigios del pasado se mantienen con vida,
atentando todo razonamiento lógico y evolucionista. Al
respecto, quisiera desarrollar una relación que encuentro sumamente
interesante y que probaría las íntimas conexiones existentes entre la
novela de aventuras y el espíritu de exploración.
Como
ya hemos explicado anteriormente, Conan Doyle relata la peripecias
sufridas por un grupo de científicos en una expedición realizada a una
misteriosa y aislada meseta de la selva amazónica; en la que sobreviven
especies prehistóricas, extinguidas desde hace millones de años. A lo
largo de sus páginas se pueden detectar claramente los prejuicios de la
época, el imaginario imperante y el atractivo despertado por lo exótico
en las mentalidades victorianas. Es, en sí mismo, un compendio
inmejorable de todas las expediciones de ficción que se escribirían más
tarde y una fuente de inspiración para muchos exploradores de la vida
real que, imitando al personaje de la novela (el profesor George E.
Challenger), se lanzaron en la búsqueda de cápsulas
territoriales, detenidas en el tiempo. Fawcett fue uno de ellos.
Escribe
el malogrado explorador inglés:
“Ante
nosotros se levantaban las colinas Ricardo Franco, de cumbres lisas y
misteriosas, y con sus flancos cortados por profundas quebradas. Ni el
tiempo ni el pie del hombre habían desgastado esas cumbres. Estaban allí
como un mundo perdido, pobladas de selvas hasta sus cimas, y la imaginación
podía concebir allí los últimos vestigios de una Era desaparecida hacía
ya mucho tiempo. Aislados de la lucha y de las cambiantes condiciones, los
monstruos de la aurora de la existencia humana aún podían habitar esas
alturas invariables, aprisionados y protegidos por precipicios
inaccesibles” [50]. Creo
que no hay mejor ejemplo para reflejar el sentimiento de insularidad
que el párrafo anterior; pero por más que Fawcett se esfuerce en
decirnos que fueron sus experiencias exploratorias, y sus fotografías,
las que inspiraran a Arthur Conan Doyle a escribir su encantadora novela[51],
hay ciertas discordancias cronológicas, y paralelismos en las tramas de
ambos textos, que nos permiten sospechar que el sentido de la influencia
fue exactamente al revés: Conan Doyle fue el que incitó la imaginación
de Fawcett Conan
Doyle publicó El
Mundo Perdido en 1912 y Fawcett escribió sus aventuras recién en
1924 (casi veinte años después de haber vivido las experiencias de las
que habla). Si se comparan ambos textos, se vuelve evidente que el
explorador inglés organizó todo su relato a partir del folletín del Strand
Magazine, emulando en muchos aspectos al profesor Challenger. Fawcett es
Challenger, y las estribaciones de la meseta de Ricardo Franco (Serra do
Roncador, Estado do Mato Grosso, Brasil) no son otras que las de la
fascinante Tierra de Maple White (nombre con el que Conan Doyle bautizó a su
mundo perdido). Basta
con comparar el párrafo citado anteriormente —y escrito por P. H.
Fawcett en 1924— con el siguiente, extraído de la novela publicada en
1912: “[...]
Desde aquella altura me encontraba en situación ventajosa para formarme
una idea más exacta de la meseta que se alzaba en lo alto de los montes
rocosos. Saqué la impresión de que era extensísima; no pude distinguir
ni por el Este ni por el Oeste el final del panorama rocoso cubierto de
verde.[...] Una zona, quizás de la extensión del condado de Sussex, fue
alzada en bloque con todo su contenido viviente y cortada del resto del
continente por precipicios perpendiculares de una dureza que los hace
resistentes a la erosión que tiene lugar en todo el resto del continente.
¿Qué resultado se derivó de ahí? El de que las leyes naturales
quedaran en suspenso. Allí quedaron neutralizados o alterados los
distintos impedimentos y trabas que influyeron por la lucha de la
existencia en el ancho mundo. Sobreviven seres que de otro modo habrían
desaparecido ya[...]. Han sido conservados artificialmente gracias a esas
condiciones accidentales y extrañas”
[pp. 50-51]. ¿Quién es quién? ¿Quién fue primero, Fawcett o Doyle-Challenger? El
coronel Fawcett arribó a Bolivia en 1906, y fue recién en su segunda
expedición de 1908 en la que pudo observar las colinas de Ricardo Franco.
Sus comentarios a Conan Doyle debieron de haberse realizado entre ese año
(ya en el mes de noviembre estaba en Buenos Aires de regreso de la selva)
y 1912, año de la publicación de la célebre novela. No negamos (aunque
no es un hecho comprobado[52]) que Conan Doyle se haya sentido atraído y motivado
por los relatos del explorador; especialmente por sus sugestivas fotos de
la meseta, tal como el propio Fawcett lo indica[53]. Lo
que no es desatinado es suponer que, varios años más tarde, el
militar británico reacomodara sus recuerdos y apuntes al argumento
central de la taquillera novela de aventuras; y que en las expediciones
posteriores a 1912 buscara y encontrara los lugares y
situaciones que describiera Conan Doyle en la novela. Así,
la ficción y la realidad se mezclan, se entrecruzan y confunden. La
realidad alimentando la imaginación de un escritor, y ésta movilizando a
un explorador a seguir buscando ilusorios parajes, civilizaciones y razas[54].
Esta
interrelación señala un aspecto de interés, al que muchos historiadores
de mentalidades le han dedicado
largas y debatibles páginas. Me refiero a los mecanismos por los cuales
situaciones, generadas en un
marco estrictamente literario, se transportan a la realidad histórica y
pasan a ser objetos de búsqueda,
ya no por personajes de ficción, sino por hombres de carne y hueso que,
como P. H. Fawcett, arriesgaron sus vidas en pos de maravillosas quimeras.
Por
otro lado, el ejemplo analizado deja claramente al descubierto aquella
excelente máxima escrita por Jean Paul Sartre, en su libro La
Náusea, en la que dice que “todas las aventuras se viven en el pasado”;
revelando —como lo hace Fawcett— que en todo relato de viaje la
invención no queda nunca ausente. Desde
los días de Francisco Pizarro (siglo XVI), las inmensidades sudamericanas
han venido generando un imaginario movilizador. Una simple palabra o frase
bien armada fueron suficientes para catapultar a una expedición en búsqueda
de Dorados fantasmas
(sean éstos culturales o biológicos). Ciertos
escritores han sabido explotar muy bien la veta y, sin proponérselo,
contribuyeron al impulso romántico por explorar lo inexplorado. Luis
Córdova, un ensayista chileno que ha publicado varios artículos
interesantes por Internet, reconfirma lo que decimos cuando indica que: “Poco
después de la publicación de la novela de Conan Doyle, un diario inglés
informó que el yate Delaware había partido desde Filadelfia, Estados
Unidos, rumbo al río Amazonas. La tripulación estaba compuesta por un
osado grupo de exploradores que pretendían recorrer a fondo este cauce y
sus tributarios en interés de la ciencia y la humanidad, buscando el
mundo perdido de Conan Doyle, o alguna evidencia física sobre su
existencia. La expedición estaba encabezada por el capitán Rowan y el
profesor Farrable” [55].
Según
se dice, el novelista británico al enterarse de semejante aventura le
dijo a su esposa: “Déjalos que vayan, si no encuentran la meseta con seguridad van a
encontrar alguna otra cosa de interés para la ciencia”. Pero,
¿En dónde buscar? ¿En qué región de Sudamérica se inspiró Conan
Doyle para concebir la fantástica Tierra de Maple White? ¿Tiene
razón el coronel Fawcett cuando afirma que son las colinas de Ricardo
Franco la fuente de donde manó todo?... Según
algunos investigadores, Conan Doyle imaginó su mundo perdido en la meseta
de Roraima, una elevación de 2.772 metros, ubicada en donde confluyen las
fronteras de Venezuela, Brasil y Guayana[56].
En la novela se dan vagas referencias al sitio exacto en donde transcurre
la acción principal; así todo se dice claramente que avanzaron por el
Amazonas y que, desde Manaos, se desviaron por un tributario hacia el
norte, llegando finalmente ante las paredes verticales de la meseta. Es
cierto que no hay referencias directas a Roraima, aunque sí parece
tratarse de ese lugar. La ruta coincide, y en determinado momento Lord
Roxton apunta: “Bien
sea por aquí, en el Mato Grosso, o aquí arriba, en este rincón, en
el que coinciden tres países, no me sorprendería nada(...)”. Además,
hay otros datos que nos permiten afianzar esta hipótesis. Desde
1890, los conflictos limítrofes entre Venezuela y la Guayana Británica
(zona en donde se levanta Roraima) estaba en boca de la “gente culta de
Londres”, de la diplomacia y de unos cuantos exploradores. Hacia 1884,
Evarard Im Thurn consiguió ascender por primera vez al Roraima y regresó
a Europa con muestras y relatos de la famosa meseta, afirmando que había
especies desconocidas en la cima[57].
Estos comentarios llegaron a oídos de Conan Doyle ya que —como indica
su biógrafo— el escritor quedó vivamente impresionado por una charla
que Thurn dio en Londres. Hoy
en día el tepuy de Roraima pertenece a Venezuela y su superficie es
bastante distinta a la descripta por Conan Doyle. En su cumbre no hay
selvas ni pantanos, sino un terreno rocoso donde escasean las plantas y
los únicos animales raros son los insectos[58]. Pero
lo que pudo haber sucedido es una operación una tanto más rebuscada,
aunque muy común en los escritores de ficción: poner las descripciones
que Fawcett le hiciera (mostrándole las fotos) en un espacio geográfico
distinto. Es decir: transportar los contornos de las colinas de Ricardo
Franco (Serra do Roncador, Brasil) a suelo Venezolano (sitio donde se
levanta la meseta de Roraima). Escribe
el protagonista Edward Malone, en El Mundo Perdido: “Aquella
noche acampamos al pie mismo del despeñadero rocoso. El sitio resultaba
salvaje y desolado. Los acantilados que se alzaban encima de nosotros no
eran precisamente verticales, sino que cerca del borde superior estaban
combados hacia fuera, desafiando de ese modo toda posibilidad de
escalarlos. No lejos de nosotros se alzaba una roca altísima en forma de
pináculo (...), y su parte superior alcanzaba igual nivel que la meseta,
aunque entre ambas se abren las fauces de una enorme sima”
[Pág. 108]. Las
fotos dejadas por Percy H. Fawcett concuerdan a la perfección con la
descripción que acabo de transcribir. Basta con observarlas para advertir
que ahí están las paredes verticales y combadas, la vegetación en la
cumbre y lo más característico: la altísima roca en forma de pináculo[59].
Otros
mundos perdidos Pero
no sólo el continente Americano ha dado refugio a bestias extrañas.
Numerosos lagos del planeta se dignan en poseer dinosaurios acuáticos
—por ejemplo el “plesiosaurio” del Loch Ness, en Escocia; el
monstruo lacustre del lago Storsjön, en Suecia; el nadador antediluviano
del lago Champ, en Estados Unidos; o el Nahuelito, del lago Nahuel Huapi,
en Argentina)[60].
Casi todos los continentes poseen sus “reservas ecológicas” de
criaturas prehistóricas y gigantescas. El tamaño sigue constituyendo el
principal signo de alteridad, desde la época en que los gigantes y los
enanos poblaban la Tierra. A
fines del siglo pasado, y sin que la industria cinematográfica desplegara
sus millones de dólares y tecnología de animación por computadora para
revivir a las bestias de la época Jurásica, mucha gente consideraba
posible la existencia de animales prehistóricos en remotos lugares del
mapa; sean éstos mamuts lanudos, pájaros gigantes o brontosauros
africanos escondidos en pantanos del Congo. Incluso se organizaron
expediciones para certificar la existencia de los mismos; y, en todos los
casos, se terminó por no encontrar nada. De
todos los animales desaparecidos, el mamut lanudo (extinguido hace aproximadamente unos 10.000 años) es
el que mayor falsa certeza ha despertado. Quizás se deba a que hace
relativamente poco tiempo que desapareció, si lo comparamos con los
grandes saurios del Mesozoico, borrados de la faz de la Tierra hace más
de 60 millones de años. De todas formas, sea el margen cronológico que
sea, lo cierto es que hacia 1899 mucha gente creía posible encontrar en
las frías estepas asiática, o en las heladas planicies de Alaska, a
estos enormes elefantes con pelo pastando tranquilamente. Se organizaron
expediciones para cazarlos.
Se siguieron historias ficticias publicadas por diarios sensacionalistas;
e incluso, en 1918, un cazador ruso informó al cónsul francés de
Vladivostok sobre cierto mamut, que dijo haber perseguido por el cinturón
boscoso del Asia rusa. El descubrimiento de restos congelados de mamut, en
excelente estado de conservación, reavivaron la fantasía y aún hoy en día
se sigue especulando sobre la existencia de los mismos en la Taiga[61].
Hubo
una época en que hasta las aves eran gigantescas. El Didornis
o Moa, por ejemplo, llegó a medir unos 3,7 metros de alto, y solía
pasear su esbelta figura por la espesura de Nueva Zelanda. No se sabe con
exactitud cuando se extinguió; pero todo hace suponer que los aborígenes
de las islas cazaron a este enorme pájaro (semejante al avestruz actual),
indiscriminadamente, hasta el año 1300 d. C.; momento en que el último
Moa cayó muerto. Pero, en la década de 1830, un traficante llamado J. S.
Polack, brindó algunos informes sobre el animal. Dijo haber visto sus
huevos y escuchado que aún
vivían “en
lo alto de las montañas”.
Otro ejemplar de un Mundo Perdido resucitaba; y los testimonios sobre su existencia, y las búsquedas
que se desencadenaron, se sostuvieron hasta 1878. Las
islas del Pacífico sur y su poco convencional fauna, ayudaron al
respecto. África
fue el Continente Misterioso
preferido del siglo XIX. Aventureros, funcionarios, cazadores de fortuna y
exploradores se fascinaron con las extensiones africanas, con sus gentes
tan distintas, con sus selvas y lugares olvidados de la mano de Dios (del
Dios cristiano, se entiende). Allí también los grandes reptiles
resurgieron de sus fósiles y volvieron a caminar sobre el planeta. Durante
más de dos centurias se ha venido difundiendo la noticia de que en África
Central existe un animal enorme, con fuertes garras, extensa cola, largo
pescuezo y nariz prominente, habitando los inexplorados pantanos del
Congo. Se cuentan de él historias increíbles, esas que congregan a la
gente y excitan la imaginación.
Los viajeros europeos del siglo pasado conocían de estas preferencias y
le dieron al público lo que el público pedía: un reptil gigantesco,
conocido por los congoleños como el Mokele-Mbembe[62]. Un
relato temprano y popular de
fines de la época victoriana fue divulgado por el viajero y narrador de
exageraciones Alfred Aloysius Horn, quien siguiendo el estilo tradicional
escribió que “Más
allá de Camerún viven cosas sobre las que no sabemos nada [...]. Dicen
que Jago-Nini todavía se encuentra en los pantanos y los ríos. Significa
‘zambullidor gigante’. Sale del agua para devorar a la gente. Los
ancianos te dirán que lo vieron sus abuelos, pero aún creen que está
allí” [63].
Este
relato congolés fue y es creído todavía por toda una legión de
exploradores, autodefinidos con el pomposo título (no oficial) de criptozoólogos
(buscadores de animales extintos o desconocidos) que, desde hace décadas,
se siguen lanzando tras la elusiva bestia de los pantanos. A
principios de siglos, y partiendo del supuesto de que el animal era un
dinosaurio, se financiaron expediciones
que fracasaron a causa de las fiebres, los ríos y lo inaccesible
de los lugares en los que el rumor ubicaba al monstruo. Pero ese mismo
fracaso era el que mantenía viva la llama de la esperanza, de la
posibilidad futura de encontrarlo y seguir conservando el convencimiento
de su existencia. Según
relata Daniel Cohen en Enciclopedia
de los Monstruos, el criptozoólogo inglés Ivan Sanderson, en
1932, aseguró haber visto huellas grandes y oído ruidos aterradores
salir de las cuevas localizadas a orillas de un río en el Congo. Esta
experiencia se enlaza con la historia relatada por los miembros de la
expedición alemana del capitán Freiherr von Stein Lausnitz, quienes,
antes de 1914, también juraron escuchar hablar del dinosaurio conocido
como Mokele-Mbembe, en la región
central de África. En
cada una de estas expediciones el rumor cumplió un rol protagónico
destacado, suscitando atracción y repulsión al mismo tiempo, y
rechazando constantemente la verificación de los hechos. Se alimentó de
todo y no dudó en pasar del estatuto del “se
dice” al de la certeza. Si el monstruo existía desde el comienzo no
había más que buscar sus rastros. Y se siguieron encontrando hasta
entrada la década de 1980. En esa oportunidad, el bioquímico
norteamericano Roy P. Mackal, recorrió con sus colegas, James Powell y
Richard Greenwell (todos reconocidos “cazadores de monstruos”),
las traicioneras extensiones de los pantanos de Likouala, en la República
Popular del Congo, recogiendo informes sobre el enigma biológico en
cuestión. Ninguno pudo ver al Mokele-Mbembe. Nadie jamás fotografió a
uno o descubrió los restos de un ejemplar muerto, pero todos saben
que llega a medir más de nueve metros de largo y que su comida favorita
es el fruto de la landolfia, de sabor agridulce y semejante a una
bergamota[64]. Como
puede verse, los ilusionados (¿alucinados?) hijos del Profesor
Challenger no han tenido tanta suerte como su progenitor [65].
Un
color todopoderoso: el blanco. “¡Levántate,
hombrecillo y aparta tu cara de mis botas!” [Lord
Roxton dirigiéndose a un indio, Pág. 198] Toda
exploración en regiones consideradas vírgenes tiene distintos momentos
de dramatismo, pero no existe instante más sobrecogedor que aquel en el
que el viajero se topa con alguna sociedad desconocida. Entonces el “Otro”
toma forma concreta, se materializa señalando diferencias, indicando
también similitudes y despertando, siempre, sentimientos contradictorios
que van de la admiración al desprecio. Todo un arsenal contenido de
adjetivos calificativos se desploma sobre la “nueva raza” y,
como hemos dicho antes, el imaginario cumple allí una función
inevitable. Hombres distintos, creencias incomprendidas, rituales extraños
y constituciones físicas condimentadas con mil suposiciones fantásticas,
llevan al “aborigen” a recorrer una escala ontológica que va
de lo monstruoso a lo angelical; del caníbal agresivo al “buen
salvaje”. Una vieja costumbre que, en América, se arrastra desde
los días de Cristóbal Colón. Por
lo general, la presencia de razas diferentes suele anunciarse de un
modo siempre amenazador; y nada puede ser más inquietante que la
resonancia del objeto más clásico de la literatura de aventuras (objeto
que por sí solo representa el exotismo por antonomasia): el tambor de
la selva. “Al
tercer día de nuestro viaje advertimos en la atmósfera un extraño y
profundo latir, rítmico y solemne, que durante toda la mañana fue y vino
de una manera caprichosa. —Pero
bueno, ¿qué es eso?—pregunté [Malone]. —(...)
Tambores de guerra. —Sí,
señor, son tambores de guerra —dijo Gómez, el mestizo.—Son indios
bravos, no mansos; nos vigilan milla a milla según vamos avanzando, y nos
matarán si pueden”
[Pág. 95]. Sumergidos
en la espesura de la jungla —zona de refugio y mimetismos extraños—,
los parches estirados de los timbales suenan distintos. Recrean una atmósfera
de peligros inminentes y contribuyen a que la ansiedad crezca, cuando uno
se siente observado desde el bosque colindante. Así pues, una imagen
prototípica en las novelas, y crónicas de viajes por lugares apartados
del mundo, es aquella que representa a los civilizados blancos europeos
recorrer territorios desconocidos mientras son vigilados por los miembros
de tribus locales, por lo general embebidas de actitudes hostiles y
salvajes. Al
respecto, Conan Doyle pone en boca de su periodista estrella (E. Malone)
el siguiente comentario: “Permanecimos
en el campamento y recuerdo que durante todo el día no conseguí quitarme
de encima la obsesión de que nos acechaban con gran atención, sin que yo
tuviese el menor indicio de quién era nuestro observador y dónde se
escondía. (...) Una y otra vez me volví rápidamente para mirar, seguro
de descubrir a alguien; pero sólo me encontré con la oscura maraña de
la selva y la umbría solemnidad cavernosa de los grandes árboles (...).
Sin embargo, cada vez se fue haciendo más fuerte en mí la convicción de
que allí cerca, a nuestro lado, alguien nos observaba, alguien o algo
lleno de perversidad”
[pp.149,150]. Y
para la era del imperialismo era común que la perversidad fuera una
condición casi natural en seres que —diferentes del occidental,
urbanizado y culto— se definían por ostentar las tres categorías básicas
de alteridad: la desnudez, el canibalismo y los sacrificios humanos. En
el siglo XIX y principios del XX, salir del ámbito europeizado de las
ciudades e internarse en escenarios que raras veces habían tenido por
visitantes al modelo humano
propuesto desde los países industrializados (varón, blanco, europeo, nórdico,
urbano, burgués y educado), significaba cargar en las mochilas algo más
que ropa y alimentos. Toda una pesada carga de preconceptos y prejuicios,
tanto raciales como culturales, acompañaban al explorador. En
una época en donde la ciudad ganaba en prestigio y el campo, la montaña,
la selva o el desierto se convertían en sinónimos de atraso y barbarie
(contrariamente a la mirada ecologista actual), fue difícil no dejarse
arrastrar por las teorías, profundamente ideologizadas, que circulaban
por los circuitos culturales de las grandes capitales imperialistas del
mundo. El
darwinismo social, el eugenismo
(una especie de purificación racial propuesta por destacados
intelectuales que se decían humanistas), el racismo biologizante y la idea de Progreso, asociada únicamente
al hombre blanco, permitió que se construyera una imagen de lo más
estereotipada de lo salvaje, que
difería profundamente con la misión
civilizadora que se había autoimpuesto Occidente [66]. Según
uno de esos discursos, la división de la especie humana en “caníbales”
y “no caníbales” era un hecho más que evidente. Bastaba salir de
los límites de Europa para poder ver, con propios ojos, el atraso, la
barbarie y salvajismo de todos aquellos grupos que no compartían las
mismas ideas, conceptos o visión del mundo que se sostenía en Inglaterra
o Francia, por citar sólo dos de los países más colonialistas. La
gran mayoría de los pueblos africanos y los aborígenes de Oceanía o América,
fueron etiquetados como consuetudinarios comedores de carne humana y
violadores bestializados de los tabúes más arraigados de la cultura
occidental: la desnudez y el incesto (que, supuestamente, todos también
practicaban). No
hubo, pues, peor pesadilla en una expedición —real o imaginaria— que
caer en manos de tan asalvajados individuos y el primitivismo se midió
por el paladar. Pura ideología, que se conservó en una estampa humorística
de larga data: aquella que muestra a un grupo de exploradores europeos,
portando sus clásicos sombreros stetson,
en una gran olla negra a fuego lento, frente a una choza de hambrientos bárbaros
de color tan negro como sus intenciones. Con
imágenes como estas se consiguió subestimar las conductas y
comportamientos de muy variadas sociedades y justificar la misión de civilizar el mundo que Occidente se arrogaba; además de
legitimar la ocupación y el control. Se exaltó el eurocentrismo y los
“incivilizados” se convirtieron en objeto de estudio y
curiosidad. Tanto así que, en más de una de las Exposiciones
Universales que se organizaban en los países industrializados, se
llegó a mostrar, encerrados en corrales, a comunidades enteras de
hotentotes, esquimales, bosquimanos o indios amazónicos. Una
actitud parecida se refleja en el siguiente comentario de Edward Malone,
en El Mundo Perdido: “El
profesor Challenger (...) agarró del hombro al indio que tenía más
cerca (...), igual que se tratase de un ejemplar conservado de su cátedra”
[Pág. 204]. Pero
cuando lo exótico se trasladaba “a
casa” mucha de la magia morbosa de las historias de viajes se diluía
en las oficinas de aduanas, por las hacían ingresar a los mencionados “salvajes”. Estos
pueblos llamaron la atención por sus “extrañas” costumbres y por
estar fuera de la historia,
detenidos y estancados en el tiempo. Todos estos juicios de valor hacían
gala de un arraigado sentimiento racista que negaba cultura, religión,
inteligencia y gobierno a una porción enorme de la humanidad. Incluso
Camile Flammarion, el gran divulgador francés de fines de siglo XIX, llegó
a sostener que los animales domésticos, “en especial el galgo inglés”,
eran moralmente superiores a los pueblos primitivos, por el solo hecho de
ser “animales muchísimo más leales[67]. Aunque
esa falta de lealtad no les impedía a los salvajes reconocer que
estaban por debajo del hombre blanco: “A
continuación, toda la tribu se prosternó en el suelo rindiéndonos
homenaje. Challenger exclamó: —Pese
a que sean tipos rudimentarios, su porte en presencia de sus superiores
podría servir de lección a algunos de nuestros europeos más
adelantados. Sorprende observar cuán certeros son los instintos del
hombre en su estado natural”
[Pág. 210]. Pero
no sólo Flammarion emitía pensamientos semejantes al precedente. También
grandes pensadores y filósofos de su tiempo ayudaron a crear el camino
que conduciría al genocidio nazi. José
Arturo de Gobineau fue uno de los más devotos creyentes del dogma
racista. De hecho es considerado el creador del racismo moderno. En su
obra,
Ensayo sobre la Desigualdad de las Razas Humanas (1853-55),
Gobineau no trepidaba en sostener que “toda la civilización provenía de la raza blanca”,
que “los
negros son animales y los amarillos inferiores a los blancos”[68]. Hablaba de la desvergüenza sexual de los “salvajes”
y de las desviaciones que éstos representaban en la Naturaleza. Para
Gobineau y sus seguidores no había mayor perversión que el mestizaje, ya
que las mezclas tendían a deteriorar la condición superior de la raza
blanca (tradúzcase, anglosajona). Quizás haya sido por eso que los
mestizos tengan en la novelística europea y norteamericana una natural
tendencia a la traición, al crimen y a la estupidez congénita. Opina
el E. Malone, protagonista del Mundo Perdido: “Si
el mestizo hubiese realizado su venganza huyendo acto seguido, quizá
no le hubiese ocurrido ningún percance. Fue el estúpido e
irresistible impulso, propio de un latino, de dramatizar las cosas, lo
que provocó su propia ruina”
[Pág. 128]. Incluso,
en otra parte de la obra, el
periodista-explorador establece una marcada diferencia entre el hombre
blanco y las “mezclas”, cuando afirma: “(...)
los mestizos, duros y fanfarrones, parecían acobardados. Pero (...),
tanto Summerlee como Challenger poseían el tipo más elevado de valor, el
valor de los sabios”
[Pág. 96]. Vagos,
asesinos, insidiosos, ingratos y vengativos[69],
los mestizos deben ser castigados, y Conan Doyle no deja pasar esa
oportunidad en uno de los pasajes más crueles de la novela: cuando Lord
John Roxton, desde la distancia y con mira telescópica, asesina a dos de
ellos.
Estos
pensamientos ya se venían reafirmados con una obra “científica”
publicada, en 1876, por Cesare Lombroso. En El Hombre Criminal, Lombroso decía que los locos, los
criminales y los degenerados biológicos podían ser identificados por su
constitución física; es decir que, las “anomalías
morales”
de los individuos podían detectarse midiendo cráneos, orejas, narices y
mentones. Nació así la antropometría,
disciplina que llevó al prejuicio a su máxima potencia; y que fuera
utilizada durante mucho tiempo por policías, antropólogos y
exploradores. Ni
siquiera el profesor Challenger se abstrae de practicarla cuando, parado
frente a los nativos de la selva argumenta: “(...)
Eran indios cucamas, raza afectuosa, pero degradada, con capacidad mental
apenas superior a la del londinense medio”
[Pág. 40]. Y
algo más adelante, ya en la misteriosa meseta y frente a un indio de
comunidad del lugar, remata diciendo: “—Si
se le juzga por la capacidad craneana (...), por su ángulo facial, o por
cualquier otra característica, (...) debemos situarlo dentro de la escala
humana”
[Pág. 204]. Una
distinta conformación física era suficiente para etiquetar a un
individuo, o a toda una comunidad, como superfluo,
voluble, pueril e inmoral. La antropofagia y las desviaciones sexuales
eran consecuencias ineludibles de los aspectos anteriores. Muchas
de estas ideas quedaron también plasmadas en folletines, diarios de
viajes y novelas; esas que impulsaron a buscar las diferencias fuera de
“casa”; entre otras cosas para reafirmar el convencimiento de una
supuesta e innata superioridad. La búsqueda y exploración en dichas
regiones, brindaron a las historias dramatismo y verosimilitud, generando
una especie de “efecto dominó”: el que leía partía, y el que
regresaba escribía, motivando a otros a reiniciar el círculo de la
aventura. Fue
así como literatura, ficción y realidad se mezclaron. Surgieron y
renacieron “Terras Incógnitas”, poseedoras de ciudades
perdidas, monstruos y raras sociedades que, resaltando su maravilloso
exotismo, invitaban a la comparación, estimulando la adhesión a lo
propio, ampliando el sentido occidental de pertenencia y menoscabando la
naturaleza de aquello que, aunque extraño, atraía. Así,
frente a la vulgaridad de lo cotidiano, lo exótico se convirtió en el
escenario perfecto para mezclar prejuicios, sentimientos estéticos, poéticos
y científicos. El
explorador, convertido en demiurgo, se encargó de transmitir al
imaginario colectivo una “Segunda Creación”: la suya propia.
Los
exploradores perdidos. “(...)Metí
mi cabeza entre las cañas y descubrí un cráneo descarnado. Estaba allí
todo el esqueleto; pero la calavera se había desprendido y yacía algunos
pies más próxima al terreno libre. Eran los detalles de una tragedia ya
vieja (...). Quedaban las botas, y dentro de ellas los pies huesudos; haciéndonos
ver con claridad que se trataba de un europeo. Encontramos restos de un
reloj de oro de Hudson (New York) y una cadena de la que colgaba una pluma
estilográfica. Había también una pitillera de plata que tenía grabadas
en la parte exterior las iniciales J.C. de A.E.S. El estado del metal daba
a entender que la catástrofe era aún reciente (...). No cabe la menor
duda de que son los restos de James Colver, el compañero de nuestro
antecesor por estas tierra, el explorador Maple White” [Pág.113]. Las
inquietudes y especulaciones que han despertado, y despiertan, las expediciones
perdidas son otras de las constantes que se repiten dentro del
imaginario de Occidente. Un sentimiento recurrente que, no exento de
morbo, moviliza a la opinión pública y facilita, al ocasional
escritor, captar la atención de sus lectores a través de la romantización
del drama, y su posterior conversión en aventura. Y es que, generalmente,
el escenario de la “atrayente” pérdida no está en el ajetreado mundo
urbano, en el que la mayoría vivimos. Las expediciones no se pierden en
las grandes metrópolis, sino en un marco natural que suele tener como telón
de fondo a la selva y la montaña; sitios no controlados y en los que toda
nuestra tecnología suele convertirse en un adorno inoperante que, si bien
ayuda, en muchos de los casos (reales o literarios) termina convirtiéndose
en el ajuar funerario de los audaces e inconscientes exploradores. Ya
desde la época de la conquista de América se vienen registrando
historias sobre náufragos o huestes perdidas en las selvas, que han
alimentado las tramas de inolvidables novelas y películas. La narración
de las penalidades y sufrimientos de exploradores desaparecidos han dejado
flotar mil y una interpretación sobre la suerte corrida; y en torno a
ellos se tejieron rumores y leyendas que terminaron haciendo, de muchos
incautos, verdaderos héroes. Así, aquel que buscaba lo exótico, al
desaparecer, se volvía, él mismo, en objeto exótico de otros. Enrique
de Gandía, el brillante historiador argentino que analizara con
detenimiento los mitos y leyendas de la conquista americana, escribe: “En
verdad ninguna fantasía humana podrá superar en belleza y en misterio el
hechizo que rodea el recuerdo de aquellos náufragos y conquistadores
[exploradores] olvidados, cuyas voces parecerían llegar desde el fondo de
las selvas sombrías y las costas heladas, hasta los oídos de sus
hermanos que los buscaban empeñosamente sin poderlos hallar”
[70]. Hombres
perdidos en tierras desconocidas. Una conjunción ideal para el
imaginario. Una oportunidad más para recrear emocionalmente la tragedia y
transformarla en objeto de indagación, especulación y búsqueda. Una
constante que adquirió mil rostros y personajes a lo largo del tiempo. Un
incentivo extraño a la curiosidad que nace del dolor. El
tópico del explorador perdido
despierta una singular atracción debido a las múltiples posibilidades
que se encierran en el acto mismo de desaparecer. Quien
desaparece no termina de morir del todo, y la agónica esperanza de volver
a encontrarlo con vida facilita el despliegue de toda una serie de
especulaciones que prolongan la presencia del desafortunado viajero más
allá de los límites normales del duelo. Ante
la dificultad de resolver el misterio, el explorador desaparecido abre una ventana a “otro mundo”, de
lleno imaginario. Un mundo caracterizado, fundamentalmente, por la
distancia y el aislamiento, en el cual es posible construir las más fantásticas
hipótesis; esas que van de la pura y sencilla muerte en manos de aborígenes
y animales salvajes, hasta la irresistible fantasía de imaginarlo siendo
el rey de un nuevo país en el que ejerce su fuerte personalidad de
“hombre blanco”. En
el Amazonas y en el Orinoco subsistió largo tiempo la creencia de que por
aquellas regiones había españoles perdidos desde hacía muchos años.
Esta creencia se viene arrastrando aproximadamente a partir de 1528,
cuando, desde Venezuela empezó a divulgarse el rumor de que en lo
profundo de las selvas había cristianos perdidos. De igual modo, los
naufragios en costas americanas generaron comentarios semejantes, y la
imaginación, que nunca olvidó a aquellos desafortunados viajeros, los
supuso con vida pero apartados del mundo, lejos de la civilización y
“barbarizados” por el entorno que los devorara. Se
oyó decir también que estaban rodeados de riquezas en maravillosas
ciudades perdidas, reconstruyendo sociedades ideales y conservando los
secretos que tanto habían deseado desvelar. Irónico destino para un
explorador y clara mezcla de impotencia y de crítica al mundo del que
provenían. Ambivalencia de una situación límite que conserva en sí
misma dos posibilidades, repetidas una y otra vez en cientos de mitos y
leyendas: la de recuperar el Paraíso Perdido o la de ser
prisionero en un infierno terrestre, húmedo, selvático y controlado por
celosos salvajes pertenecientes a razas desconocidas. El
explorador perdido pega así un
salto y sale del tiempo. Adquiere, de algún modo, cierto halo de
eternidad y su no presencia —producto de un fracaso— se
convierte en ejemplo, símbolo y modelo de futuros exploradores. ¿Pulsión
de muerte? Es posible, ya que parece no existir mayor impulso para un
aventurero que el fracaso de una expedición anterior. Deseo
de una muerte romántica; ansias de perdurabilidad, que se
sostuvieron activas hasta bien entrado el siglo XX y que todavía se
detectan en los marginales exploradores que recorren las selvas en
nuestros días. Pero
hay un aspecto que las expediciones y exploradores perdidos revelan: la
permanente existencia de fronteras abiertas hacia Terras
Incógnitas. Una
y otra vez, los mismos argumentos se repiten en diarios de viajes y
novelas. Como en los viejos cuentos infantiles, que reiteran
constantemente hasta el cansancio idénticas situaciones (que no son lícitas
modificar, a menos que se pretenda quitarles el efecto emocional que éstas
encierran), cuando se hace referencia a personas desaparecidas en regiones
alejadas de la civilización, suele caerse en argumentaciones de este
tipo: “Imagine
la superficie de la Tierra, reste los océanos, los desiertos, las montañas
y las regiones árticas. ¿Qué queda? Un 20 % aproximadamente. Habitamos
una quinta parte del planeta y creemos que estamos en todas partes, que no
hay espacio para nadie más o que todo está completamente explorado y
conocido”. Suena
emocionante, atrayente; el mundo inacabado perdura de algún modo. Los
espacios en blanco de los mapas picanean la curiosidad y hacia ellos
continúan marchando expediciones, de las que, en muchos casos, jamás
recibiremos noticias. Los espacios en blanco (que existen) se
transforman, así, en verdaderos agujeros negros. Una
selva inmóvil y en movimiento a la vez; insumisa, barnizada de musgos húmedos
y con senderos desconocidos. Árboles gigantescos cubiertos de lianas y
espesura. Un universo nacido de las crónicas. Un lugar al cual sólo los
suicidas pueden desear encaminar sus botas; pero, como dijo André Malraux, “nadie
se mata sino para existir”. Esa
fue la suerte que corrieron muchos exploradores que hoy engrandecen los
libros de geografía. Ese es el sendero que transforma a un hombre en
leyenda, tal como le ocurrió al hoy célebre explorador británico, Percy
Harrison Fawcett, conocido aventurero que recibiera de Conan Doyle, y su Mundo
Perdido, una tremenda influencia.
Mato
Grosso, Brasil. Mayo
de 1925.
Desde el campamento bautizado “Caballo Muerto”, localizado a 11º
43’ Sur y 54º 35’ Oeste, tres hombres envían las últimas cartas a
sus familiares y se internan en plena jungla. A partir de entonces:
silencio. Jamás se supo nada de ellos. Desaparecieron mientras iban tras
una supuesta ciudad perdida. El coronel Percy H. Fawcett, su hijo Jack y
un amigo de éste, Raleigh Rimmell, entraron a formar parte de las estadísticas. A
partir de ese momento se desató desde Inglaterra, y otros países, una
verdadera fiebre por encontrar a Fawcett y los suyos. A la misteriosa
desaparición se le sumó un nuevo incentivo, casi deportivo: el de la
búsqueda. Hallar al militar británico podría significar encontrar
también la evanescente ciudad “Z”, que Fawcett pretendía localizar;
y en pos de ambos se organizaron, a lo largo de casi veintiséis años,
costosas expediciones de rescate (muchas de ellas financiadas por periódicos,
que supieron detectar la enorme veta comercial que despertaba la estampa
del explorador perdido). En
1927, comenzaron a circular rumores sobre un anciano blanco, y
aparentemente loco, que deambulaba solo por las selvas amazónicas. La
bola de nieve no dejó jamás de crecer y la imagen del europeo asalvajado
por la jungla impactó fuertemente en la imaginación de lectores y
viajeros. Personas
respetables contaban historias fantásticas sobre el malogrado explorador.
Por ejemplo, un ingeniero francés dijo haber visto a Fawcett en la región
Minas Gerais, dos años después de su desaparición. Era como si la
antigua aventura de Henry Stanley, en su búsqueda de Livingstone[71],
volviera a reeditarse. En
1928, la North American Newspaper Alliance (NANA) colocó al comandante
George Dyott al frente de una expedición en la que se pretendía
averiguar la suerte corrida por Fawcett. Tras internarse en la selva y
alcanzar una aldea de indios anaqua, Dyott llegó a la penosa conclusión
de que el coronel británico y su hijo habían sido asesinados por una
tribu vecina, los kalapalos. Como
era de prever, la familia del militar se negó a aceptar tal contundente y
pesimista hipótesis. Rechazaron las
conclusiones de Dyott y continuaron proponiendo las más románticas
explicaciones acerca de la suerte corrida por su esfumado pariente. Según
éstas, Fawcett aún conservaba la vida en alguna parte de la selva,
sugiriendo posibilidades que iban más allá de todo sentido común. En
1930, el periodista Albert de Winton siguió los pasos de Dyott hasta
alcanzar la propia aldea de los kalapalos. En el sitio, Winton reconfirmó
la opinión de su predecesor, quedando convencido de que Fawcett había
sido muerto por los aborígenes de la región. Por desgracia, jamás pudo
debatir con los testarudos familiares del coronel inglés: Winton no volvió
a aparecer. También a él la selva pareció tragárselo para siempre. Dos
años más tarde, en 1932, un suizo llamado Stefan Rattin regresó del
Mato Grosso diciendo que había encontrado a Fawcett prisionero de una
tribu, al norte del río Bamfin. Juró haber hablado con él y, para poder
probar que sus dichos eran ciertos, organizó una expedición a fin de
ubicar definitivamente al inglés perdido. Ingresó en la selva y nunca más
volvió a salir de ella. Las
desapariciones se acumulaban (Fawcett, Dyott, Rattin...) y junto con ellas
la fascinación por la región aumentó. El Mato Grosso se tragaba a la
gente. Eso era noticia. Y los periódicos colaboraron en hacer más grande
el misterio, o directamente en construirlo. Se
llegó a sostener que el coronel británico estaba prisionero de ciertas
tribus amazónicas pero impedido de abandonar sus aldeas. Brian Fawcett,
hijo sobreviviente del militar, escribió:
“He oído decir que
los indios salvajes gustan de mantener cautivo a un hombre blanco. Esto
aumenta su prestigio ante los ojos de las tribus vecinas y el prisionero,
generalmente bien tratado pero estrechamente vigilado, ocupa una posición
similar a la de una mascota”
[72].
El
mundo al revés. Así
era conceptualizada la selva. En ella, hasta el más insigne representante
del Imperio Británico podía llegar a convertirse en un simple trofeo de
guerra o un objeto de diversión de seres humanos que encarnaban el
salvajismo más primitivo. Occidente creaba un nuevo mártir, un héroe
detrás de las “líneas enemigas”; un símbolo de fortaleza y
no-resignación que, aún diez años después de su desaparición, seguía
siendo imaginado con vida y enviando crípticos mensajes desde la espesura. Mensajes
que sólo podían ser descifrados por la “inteligencia blanca” y en
los que se indicaban los caminos a seguir para el descubrimiento de la
civilización perdida que lo retenía. Así, cualquier objeto que se
encontrara pudriéndose en la humedad de la jungla era una pista. Brújulas,
valijas o teodolitos oxidados abrían puertas inesperadas tras los pasos
de Fawcett. En
1933 ya se hablaba de indios blancos descendientes de su hijo, Jack; y en
1935 se pusieron en marcha dos fracasadas expediciones que terminaron
divulgando informes sobre esqueletos y cabezas reducidas. Pero ninguna de
estas exóticas noticias fueron nunca confirmadas. Recién en 1951 un tal
Orlando Vila Boas sostuvo haber escuchado de boca de un cacique kalapalo
que él había asesinado a Fawcett y sus compañeros. Incluso encontró
los que podían llegar a ser sus huesos. Pero guiados por un esperanzado
romanticismo, la esposa del coronel y su hijo, siguieron negando los
hechos. Brian
Fawcett (que escribiera el epílogo del libro de su padre) supuso en
aquella oportunidad que sus amados familiares: “Pueden haber
penetrado la barrera de tribus salvajes y haber alcanzado su objetivo [la
ciudad perdida de “Z”]. Si esto hubiese pasado realmente, y si es
verdad que los últimos sobrevivientes de las razas antiguas han protegido
el refugio, rodeándose a sí mismos de fieras salvajes ¿Qué esperanza
habían tenido de regresar, divulgando con ello el secreto conservado tal
fielmente durante miles de años?” [73]. La
leyenda de Fawcett estaba firme y resistió por décadas los embates del
racionalismo más derrotista; tanto así que, en 1996, se organizó otra
expedición para recabar los datos que se pudieran sobre el elusivo
explorador inglés. Por supuesto que no se esperaba encontrarlo con vida,
pero aún así, sus huesos continuaron atrayendo a curiosos y estimulando
el imaginario de fines del siglo XX[74]. Más
o menos por la misma fecha en que Brian Fawcett lanzaba la esperanzada prórroga
de encontrar con vida a su padre, un joven explorador francés llamado
Raymond Maufrais desaparecía en las selvas de la Guayana Francesa.. Corría
el mes de noviembre de 1950 cuando este ex - soldado y deportista se
internó solo en lo más desconocido de la selva septentrional de América
del Sur. Tenía como único acompañante a su perro, Bobby; y según el
escritor Barros Prado (que describe la desastrosa experiencia de Maufrais
en su libro): “[...] el joven
galo, de 24 años de edad, había decidido lanzarse en busca de las
civilizaciones prehistóricas seguro (como todos los que lo hicieron antes
que él) de hallar la tan codiciada Atlántida de Platón y las famosas
minas de Los Martirios y Araés, en cuya existencia mucha gente de
reconocida intelectualidad insiste en creer” [75]. Es
posible que Maufrais se halla sentido atraído por la leyenda de Fawcett y
de su inalcanzable ciudad “Z”, pero lo cierto es que, contrariando
todo buen juicio se internó sin más guía que sus fantasías en una de
las regiones más duras del continente. Meses
más tarde, un indio encontró, en la zona de los ríos Tamaurí y Onaguy,
las pertenencias del francés. Una cámara de fotos, un saco, un sombrero
y un revelador diario de viajes en el que estaban consignadas las penurias
que sufriera. Éstas iban desde el cansancio físico y las durezas del
ambiente, hasta el hambre más terrible (Maufrais terminó por comerse a
su propio perro). La última anotación tenía fecha 13 de enero de 1950.
Desde entonces la jungla no devolvió nunca al inexperto explorador,
aunque sí atrajo un buen número de expediciones de rescate. La primera
(de las ocho que organizara) fue la de su padre, Edgar Maufrais, quien
repitiendo el guión de la familia Fawcett, creía que Raymond se
encontraba prisionero de alguna tribu, en la zona fronteriza entre Guayana
y Brasil. Recién en 1955 regresó solo a Francia, sin éxito, pero
manteniendo la convicción de que su hijo aún estaba con los indios. Pero,
la pregunta es: ¿Con qué indios? Cuando
los europeos se desplazaron por el mundo, en momentos de la última gran
expansión imperialista (fines del siglo pasado y principios del XX),
creando colonias y explorando regiones hasta entonces intransitadas por
occidentales, supieron recopilar extraños informes sobre aborígenes de
piel muy clara, habitando rincones que el sentido común jamás hubiera
considerado propicios para el desarrollo de comunidades blancas. El mito
del indio rubio se propagó como una mancha de aceite por los cinco
continentes y no tardaron en ser considerados los responsables de las más
magníficas obras arquitectónicas de la antigüedad. Ya sea
en África, Asia o América, la raza blanca se endosó todo aquel
pasado que, a ojos de un explorador europeo, resultaba admirable. Las selvas sudamericanas conservaron ese arraigado mito. Cuenta
Eduardo Barros Prado que hacia 1951 le llegaron noticias, provenientes de
cazadores, que habían sido avistados indios extraños, con todo el
aspecto de hombres blancos, en la cuenca del río Alto Sucundurí
(Brasil). Intrigado y con el deseo vehemente de comprobar la realidad de
tal extraño hallazgo decidió consultar al célebre Mariscal Rondón, el
gran explorador brasileño fundador del Servicio de Protección a los
Indios (S.P.I.) de Brasil. En la oportunidad Rondón le dijo: “Mire, mi amigo,
solamente en el estado de Amazonas habrá todavía unas cincuenta tribus
sin clasificar, además de las doscientas treinta y cinco que mis
ayudantes y yo hemos catalogado. Pero, lamentablemente el SPI no puede
respaldar un compromiso tan grande [asegurar o negar la existencia de los
indios blancos] por la carencia absoluta de recursos para la investigación[76]. Han
tenido que pasar cuarenta y siete años para reconocer, junto con Rondón,
que las partidas presupuestarias siguieron siendo exiguas. Esto lo prueba
una noticia publicada por el diario Clarín de Buenos Aires, con fecha 9
de junio de 1998, y titulada: “Encuentran
en la Amazonia una tribu desconocida”. El artículo, difundido por
EFE y France Press, refiere que “Entre las plantas
gigantescas, hundidas en la humedad caliente de la selva, están las casas
de una tribu que los blancos vieron por primera vez la semana
pasada.[...]En la frontera entre Brasil y Perú, un grupo de antropólogos
brasileños vio una docena de construcciones de 15 metros de largo y
personas que corrían. Habían encontrado un grupo aislado”. La
noticia no elude el lenguaje emocional. Repite adjetivos y describe
situaciones que podemos encontrar en cualquier novela o diario de viaje. Y
si lo hace es porque llama la atención de la gente. Se pretende rescatar
la alteridad cuando se describen a las plantas como “gigantes”, o
cuando se dice que las “casas están hundidas en la humedad caliente de
la selva”. Lo desmesurado, lo perdido, lo aislado, lo desconocido...¿Cuántos
futuros exploradores saldrán la próxima temporada en busca de esas
“extrañas” gentes? Pero
esto no es todo, ya que repitiendo casi las mismas palabras de Rondón en
1951, la Fundación Nacional del Indio de Brasil (Funai) “[...] considera que
existen en el país 55 grupos indígenas aislados, y que todos están en
la Amazonia sin haber hecho contacto con la civilización blanca’”[77]. Las
tribus perdidas, las sociedades aisladas, parece que todavía son posibles
de encontrar y de seguir adornando desde la distancia, dejando abierto el
mito de los indios blancos, que durante tanto tiempo ha venido difundiéndose
de boca en boca por los senderos de las selvas; aunque hallarlos haya
implicado siempre emprender actos temerarios y contar con una
indispensable cuota de suerte. Pero volvamos a los testimonios recogidos
por Eduardo Barros Prado a mediados del siglo y tratemos de entrever qué
características poseían (¿poseen?) los miembros de la elusiva comunidad
de indios rubios del Alto Sucundurí. Cuenta
un serengueiro (cauchero), llamado Deodoro Cavalcanti, que hacia 1918
llegar a territorios de los extraños indios implicaba sortear penalidades
de distinto tipo. En principio, ríos tempestuosos y traicioneros durante
16 días de navegación; después, sortear rápidos y saltos que ponían
en peligro a la embarcación y los tripulantes; y, por último, atravesar
las comarcas controladas por tribus de reconocida agresividad. Toda una
iniciación que culminaba al alcanzar el rancherío de los indios blancos,
“que poseían todo el aspecto de
los europeos, pero que andaban completamente desnudos”. También
dijo que se convenció de que eran indios por su “promiscuidad
y modales primitivos”[78].
El serengueiro creyó que se había topado con los descendientes de los
primeros caucheros blancos que, desde hacía tres o cuatro generaciones,
se habían perdido y adaptado a la selva...”degenerándose”[79]. No
hablaban portugués ni holandés, sólo un dialecto selvático
desconocido. Vivían de la caza y de la agricultura; y habían mantenido
una actitud de total apatía frente a la comitiva de los caucheros recién
llegados. Su nudismo los acercaba a las bestias y la promiscuidad (que no
detalla) era un claro signo de salvajismo. Esa tribu sólo compartía un
rasgo propio de lo humano: era blanca. Pero eso no bastaba. Deodoro
regresó sano y salvo a la civilización y transmitió la historia
cuarenta (!) años después de vivida. Barros Prado, que fue quien la
recogió, trata de darle una explicación lógica sosteniendo que la hipótesis
de los europeos perdidos no termina de convencerlo ya que el lapso de 1877
(fecha de ingreso de los primeros caucheros blancos a la zona del río
Sucundurí) a 1918 (fecha del supuesto encuentro) es extremadamente corto
para que “[...] aquella gente
hubiese sufrido tan grande transformación”[80].
Pero, si los indios blancos no son descendientes de europeos extraviados,
¿de dónde provenían? Es aquí cuando el autor se deja llevar por la
moda mística de su tiempo y entreabre la posibilidad de acordar con
Raymond Maufrais y Percy H. Fawcett; quienes sostuvieron que los miembros
de la extraña tribu serían los restos de una raza blanca antiquísima
que había poblado la Atlántida. Este
argumento, del que ya hemos hecho referencia en páginas anteriores, posee
una dosis peligrosamente oculta de racismo. Expliquemos, brevemente, por
qué. Cuando,
en el siglo pasado, el auge de la arqueología, y el interés por las
antiguas civilizaciones orientales o precolombinas, empujaron a los
estudiosos europeos a abandonar sus ciudades y trasladarse a los rincones
más extraños del planeta, para practicar in
situ sus investigaciones, se llevaron la gran sorpresa de toparse con
testimonios culturales que jamás habían imaginado. El régimen colonial
les abría las puertas a nuevos mercados, a más y variadas materias
primas, pero también a un pasado totalmente ignorado y que no encajaba
con los prejuicios del hombre culto, burgués y europeo de entonces. Las
ruinas egipcias, mayas e incaicas que salían a la superficie, tras siglos
de olvido, no parecían concordar con la situación social de los países
en las que se levantaban. Regiones pobres, dependientes, con un sistema
educativo deficiente o inexistente, como así también una tecnología por
completo importada de Europa, habían poseído en el pasado antecesores
maravillosamente creativos y con una disposición técnica que sus
descendientes contemporáneos habían perdido u olvidado. ¿Cómo
era posible que “simples indios o negros” pudieran haber
construido obras de arquitectura e ingeniería tan fabulosas? ¿Cómo
adjudicarles a sociedades semisalvajes logros tan magníficos en el campo
de las artes? No cabía otra explicación que esta: sus constructores eran
miembros de una raza desaparecida, superior y, por supuesto, blanca. Así,
pues, fenicios y romanos, cartagineses y griegos, vikingos o atlantes,
habrían difundido sus legados culturales por todo el mundo, enseñando, a
los pobres salvajes, métodos y técnicas que luego éstos olvidarían
para siempre. Estas teorías difusionistas fueron muy convenientes para
los colonizadores europeos de los siglos XIX y XX, puesto que con ellas
creaban un precedente histórico para la ocupación y explotación
imperialista. Si se fijaba un origen extranjero (“blanco”) a los
monumentos arqueológicos que se encontraban, se legitimaba y justificaba
la apropiación de ricas regiones del planeta. “Nosotros,
los blancos, hemos estado primero aquí. Les hemos enseñado todo y
ustedes lo perdieron. Aquí estamos, nuevamente, para civilizarlos”. Ninguna
sociedad cobriza o negra era considerada capaz, por sí misma, de alcanzar
un nivel de civilización y progreso propio del hombre blanco. Racismo
puro. Por
lo tanto, los rumores sobre “indios rubios” en las selvas amazónicas
venían a confirmar los postulados del imaginario racista que analizamos (
por más que los mismos exploradores o arqueólogos no fueran conscientes
del arraigado prejuicio que cargaban). Misioneros
y censistas; cazadores y exploradores; aventureros y contrabandistas, sean
del grupo étnico que sean (indios, blancos, mestizos, mulatos, negros),
continúan (actualmente) denunciando avistamientos de indios rubios que,
como las sombras de la selva, pasan y desaparecen, sin saberse nunca a dónde
van.
Los
hombres salvajes de los bosques. Pero
no todas las tribus perdidas son blancas y rubias. También están las negras
y enanas (el otro extremo de la escala imaginaria de la alteridad)
o aquellas que conservan el más atávico de los primitivismos por ser
caníbales, violentas y completamente peludas. Seres a mitad de
camino entre la bestia y el hombre. El verdadero, y tan buscado, “eslabón
perdido”. “Trepé,
—escribe
Edward Malone— pero el árbol era enorme; miré hacia abajo y no pude
distinguir ningún claro entre las ramas. En una de estas, por la que
estaba trepando, había un matojo tupido, como de un arbusto parásito,
agarrado a ella. Alargué mi cabeza apoyándola en su borde, para ver lo
que había del otro lado, y la sorpresa y el horro que me produjo lo que
descubrí estuvieron a punto de hacerme caer del árbol. Una
cara clavó su mirada en la mía. El ser al que pertenecía estaba
agazapado detrás del matojo, y se había asomado a mirar al mismo tiempo.
Era una cara humana, o, por lo menos, mucho más humana que la de todos
los monos que yo había visto en mi vida. Alargada, blancuzca, la mandíbula
inferior saliente, con un brillo de pelambre cerdosa alrededor de la
barbilla. Los ojos protegidos por cejas espesas y largas, eran bestiales,
feroces, y cuando abrió la boca, para mascullar lo que parecía una
maldición, me fijé en que tenía colmillos afilados y curvos. Por un
momento, leí en aquellos ojos malignos el odio y la agresión. Pero
un instante después, los invadió como un relámpago de miedo
incontenible. Hubo un crujido de ramas rotas cuando se lanzó en
zambullida frenética por entre la maraña del follaje. Tuve la rápida
visión de un cuerpo peludo, algo así como el de un cerdo rojizo, y
desapareció entre un remolino de hojas y ramas.(...) La aparición de
aquel mono-hombre me había producido tal sorpresa, que vacilé y estuve a
punto de emprender el descenso(...)” [pp.
161-162]. Las
historias sobre hombres salvajes
se proyectan en el imaginario desde los más remotos tiempos. Su presencia
en la antigua Epopeya de Gilgamesh, bajo la figura de Enkkidu, un
semihumano que vive entre las bestias —datada en el segundo milenio
antes de Cristo—, es bastante sugerente. Por su parte, la Edad Media
tampoco olvidó al hombre salvaje de los bosques y lo representó de
cientos de formas distintas haciendo resaltar, en todos los casos, las
características paradigmáticas de la bestia con el objeto de
confrontarla con el civilizado habitante de la ciudad[81]. El
salvaje es la otra cara de lo
urbano, el lado negativo del hombre, lo primitivo, lo instintivo. Su
estampa, esculpida en las catedrales europeas desde el siglo XIII, ha
podido perdurar hasta nuestros días en leyendas contemporáneas, como las
del Yeti o Pie Grande [Ver Apéndice]. Su hirsuta figura y sus hábitos,
muchas veces nocturnos, lo convierten en un negativo de lo que nosotros
somos. Marca contrastes y evidencia el prejuicio racial que se derivó
(renovado) de la teoría evolucionista del siglo XIX. Para
el hombre salvaje su ámbito es
el bosque, la montaña o la selva, y mantiene con la naturaleza una relación
que en mucho se diferencia a la que el occidental tiene desde los tiempos
clásicos de Grecia y Roma. Él conservó un íntimo contacto con el reino
animal (cuyo destronamiento se inicia en el período Neolítico) sin dejar
del todo de pertenecer al universo de lo humano. Representa lo inculto y,
por ello, se lo suele ubicar en regiones poco conocidas o exploradas.
Simboliza el aspecto bestial del ser humano, su faceta irracional e
indomable, motivo por la cual lo transferimos fuera, con el objeto de
poder combatirlo con mayor facilidad. Conan
Doyle califica a sus mono-hombres salvajes de la siguiente manera: “(...)
Diablos cobrizos” [pág.
192]. “(...)
Aquello brutos eran incapaces de correr lo que un hombre en terreno
abierto” [pág.
192] “En
la explanada, junto al borde del despeñadero rocoso, se había reunido un
grupo de aquellos seres hirsutos, de pelo rojizo, muchos de ellos de
enorme corpulencia, y todos de aspecto horripilante. Delante de ellos, un
grupito de indios eran unos hombrecillos de miembros simétricos y cuya
piel brillaba como bronce pulimentado(...). Junto a ellos estaba un hombre
blanco, alto delgado (...) [pág.
195]. El
hombre salvaje del que hablamos (el del imaginario), es, al mismo tiempo,
objeto de curiosidad y de legitimación para la tarea “civilizadora”
del hombre blanco y su ciencia. Compleja
y confusa, la imagen del salvaje de
los bosques, es encontrada en casi todos los continentes, y a pesar de
ser un producto típico de la imaginación humana, aguijoneó búsquedas
verdaderas hasta la actualidad. Como las ciudades perdidas, los monstruos
o los tesoros ocultos, el hombre
salvaje encarna la fuerza, la rareza, lo misterioso y lo secreto. Es
otro claro ejemplo de que la imaginación y la conducta se prestan mutuo
apoyo, ejerciendo una acción conjunta que arrastra a la vivencia de
sucesos y lances extraños; en otras palabras, a la aventura. La
explicación más popular sobre el origen de la creencia en los hombres
salvajes es que fue un vestigio de los tiempos paganos, el recuerdo
distante y distorsionado de una creencia anterior en tales dioses de la
selva; deidades que se ubicaban más allá de los límites cultivados. Otra
teoría afirma que estos seres son en realidad las personificaciones del
anhelo del hombre civilizado por liberarse de las restricciones del mundo
moderno. Algunos psicólogos
y sociólogos proponen que el recurrente mito del hombre salvaje es un símbolo
de nuestro lado reprimido o animal. En sí representa el lado oscuro de
los hombres. “—(...)
¿Dónde están los profesores? ¿Y quién los persigue? —Los
monos-hombres. ¡Válgame Dios, y qué fieras!—exclamó lord Roxton—.
No alce la voz, porque tienen oído muy fino y ojos penetrantes. En cierta
ocasión caí prisionero de unos caníbales papúes, pero son unos señoritos
comparados con esa gentuza”
[Pág. 187]. Finalmente,
la última postura teórica sostiene que las leyendas se inspiraron por el
encuentro con un ser bípedo, peludo y semihumano real, pero aún no
identificado por la ciencia [82].
Es ésta la que a nosotros más nos interesa puesto que constituye la
materia prima indispensable del gran número de historias que originales
novelistas y exploradores han difundido con gran éxito. “Los
salvajes [...] no se conocen todavía; hay tribus cuya existencia ni se
sospecha. Tribus que [...]no viven cerca de los ríos navegables, sino que
se retiran más allá del alcance del hombre civilizado. En todo caso,
cuando se presume su existencia son temidos y evitados (por mi parte, yo
siempre los he buscado). Tal vez por esto, la etnología del continente (Americano)ha
sido basada sobre un concepto erróneo que trataré de rectificar[...]”[83]. Con
estas presuntuosas palabras, Percy H. Fawcett nos introduce en otra de sus
extravagantes exploraciones por el Amazonas, mezclando, una vez más,
realidad y fantasía; y tomando, como base para su relato, la novela que
al parecer tanto le impactara:
El Mundo Perdido, de Arthur Conan Doyle. Cuenta
Fawcett que hacia 1913, mientras recorría las Sierras de Parecis, en
Bolivia, se topó, junto con su grupo, con un camino ancho que les condujo
hasta unas grandes cabañas, semejantes a colmenas. La tribu que las
habitaba era la de los Maxubis (aparentemente un pueblo sumiso y
pacífico, que Fawcett lo hace “descender” de una elevada
civilización —perdida— por el solo hecho de advertir en ellos un
color de piel más claro que el normal en los indios). Fueron los maxubis
quienes les hablaron de otro grupo aborigen, caníbal y violento,
denominados los Maricoxis, y que habitaban “en
una selva sin huellas” a pocos días de camino. El
coronel inglés no pudo contener su curiosidad y encaminó sus pasos hacia
la tan temida comunidad. Cinco días después, según él, los encontró: “Eran
hombres grandes y velludos, de brazos extremadamente largos y con frentes
huidizas que empezaban en prominentes arcos superciliares; hombres en
realidad de un tipo muy primitivo y completamente desnudos” [84]. Y
prosigue: “[...]
Sus guaridas eran primitivas, y en ellas se agazapaban los salvajes de
aspecto más ruin que había visto jamás. [...] Brutos con aspecto de
orangutanes, que parecían haber evolucionado muy poco sobre el nivel de
las bestias [...]. Eran horribles hombres-monos [...], para quienes el
lenguaje humano estaba más allá de sus facultades de comprensión” [85]. Y
termina con su galería prehistórica, diciendo: “Antes
de partir supe que [...] hacia el Este había otra tribu de caníbales,
los Arupi, y hacia el NE. otra más distante de gente pequeña y oscura,
cubierta de pelo, que ensartaban a sus víctimas en un bambú sobre el
fuego y una vez cocinadas les sacaban los trozos para comérselas [...].
Yo había oído hablar antes de toda esta gente y ahora sé que las
narraciones están bien fundadas” [86]. Las
descripciones de Fawcett son significativas porque, en muy pocas líneas,
condensan gran parte de los prejuicios racistas de su época (comunes en
la mayoría de los grandes exploradores del siglo pasado), combinándolos
con elementos de un imaginario que pueden rastrearse hasta bien entrada la
edad antigua y medieval. Sus primitivos aborígenes encarnan el atraso, el
salvajismo y la violencia que, a principios del siglo, solían atribuirse
a los miembros de las comunidades prehistóricas, de los albores de la
humanidad. Las
características del rostro (alargado, huidizo, con fuertes arcos
superciliares), como también el aspecto tosco y velludo de los cuerpos
desnudos, nos alejan bastante del mito roussoniano del “Buen Salvaje”
y nos aproxima más a la estereotipada imagen que de los neandertales se
tenía en las últimas décadas del siglo XIX. Encorvados, semi-estúpidos
y violentos por naturaleza, los hombres-monos de Fawcett y Conan Doyle señalan
no sólo contrastes, sino límites bien precisos entre la modernidad del
hombre blanco y el salvajismo incivilizado del primitivo. “Yo
les llamo monos, pero es lo cierto que iban armados de garrotes y de
piedras, y que chapurreaban algunas palabras entre ellos (...). De modo
que están mucho más adelantados que todos los animales que yo he tenido
ocasión de conocer, eso es lo que son, los eslabones perdidos y
ojalá que no los hubiésemos encontrado nunca”
[Pág. 187]. Por
otra parte, la crónica del coronel inglés introduce un elemento,
repetido hasta el cansancio en las novelas de aventuras, y es el que hace
referencia a la convivencia —en un mismo tiempo— de individuos
pertenecientes a diferentes especies homínidas (cada una en su propio
estadio evolutivo). Según
Fawcett, la selva amazónica es un verdadero mosaico de razas. En ella
pueden encontrarse grupos humanos semisalvajes, que comportan características
propias de los niños (bondadosos, inocentes, pacíficos,...
conquistables) y que facilitan la aplicación de una política
paternalista por parte del sector maduro, civilizado y superior de los
blancos. En el lado opuesto de la línea evolutiva están los
hombres-monos, a los que cuesta ubicarlos dentro de la escala humana.
Curiosamente, Conan Doyle utilizó (varios años antes) el mismo artificio
para resaltar las capacidades intelectuales del europeo por sobre encima
de negros, mestizos y —como él los denomina en su novela— los
“monos-hombres”. Nadie
encontró, después de Fawcett, a los Maricoxis, ni volvieron a reportarse
hombres peludos en las Sierras de Parecis. Los elusivos “Yetis”
sudamericanos quedaron, pues, confinados al ámbito en el que siempre
estuvieron: el de la literatura de viajes, la novela y la imaginación Pero las puertas permanecen abiertas. Seguirán descubriéndose viejos sitios con nuevos ojos y a ellos continuaremos transfiriendo todos aquellos aspectos, preciados o despreciados, de nuestra propia cultura. El imaginario se adaptará a las circunstancias por venir, manteniendo siempre viva la posibilidad de que occidente siga soñando con otros universos, con la diferencia, con lo ajeno; siendo, como el mismísimo profesor Challenger y su grupo, los primeros en descubrir mundos perdidos que, para bien o para mal, “finalmente pertenezcan sólo al hombre”(Conan Doyle).
APÉNDICE Hombres
salvajes del imaginario contemporáneo. AM
FEAR LIATH MOR
Se
lo ubica en el pico Ben
MacDhui (1309 metros) en Escocia. Descripción:
alto, orejas puntiagudas, piernas largas, dedos como garras. Se
lo asocia con una especie de Yeti escocés. YETI
La
tradición criptozoológica habla de tres categorías de Yetis, según la
morfología de cada uno de ellos: (1) El Yeti Pigmeo o Teh-Ima:
altura aproximada de un metro, pelambre gruesa y rojiza, una breve melena,
omnívoro y con patas humanoides. Habita en los valles bajos y tropicales
del Himalaya, Nepal y Tibet. (2)
El Yeti, propiamente dicho, o Meh-teh: tamaño de un ser
humano, muy fuerte, omnívoro, de 1,50 a 1,80 metros de altura, anchos
labios, mandíbula prominente y cubierto de pelo corto (rojizo o pardo).
Habita en regiones boscosas altas, pero de vez en cuando se aventura en la
nieve. Tiene las patas pequeñas pero anchas, y el dedo medio es más
grande que el gordo. Es posible que sea una variedad desconocida de
orangután adaptado. (3)
El Yeti Gigante o Dzu-teh (“cosa enorme”): no es oriundo
de la región del Himalaya, sino del este del Tibet, Sikkim, Bangladesh,
Myanmar, Manchuria y Vietnam del norte. Es bípedo, mide de 1,80 a 2,70
metros de altura, tiene cabeza aplanada, cejas prominentes, fleco, largos
brazos musculosos, enormes manos y una larga pelambre hirsuta de color
negro o gris oscuro. Sus huellas son semejantes a la del Pie Grande
norteamericano. Se lo asocia con un Gigantopithecus. ALMAS
Denunciados
en la región de Mongolia. Habitan
en la zona de las montañas de Altai. En
la región de los montes Cáucaso se los conoce con el nombre de Almastay
o Kaptar. En
Irán son llamados Nasnas o Dev. En la cordillera de Verjoiansk (Siberia) son llamados Chuchunaa. En
Pakistán se habla de los Barmanu. Se
cree que pueden llegar a ser hombres de Neandertal (Homo Sapiens
Neanderthalensis) ORANG
PENDEK
Escurridiza
especie de “hombre-bestia” de Sumatra. Se
lo conoce también con el nombre de Sedapa. Desde
hace siglos se denuncian avistamientos de seres como este. Tienen
una altura aproximada de un metros (de ahí el nombre Pendek, que
significa “enano”), sin cola y lleno de pelos. Es bípedo y sus
piernas son cortas En
la isla de Borneo se lo conoce con el nombre de Batutut. Según
algunos criptozoólogos, el Orang Pendek
sería una forma remanente de Homo Erectus. YEREN
Supuesto
habitante de las selvas de Shennongjia, en la parte central de China. Se
supone que es un Gigantopithecus Lo
describen como un hombre mono velludo, de pelo rojizo, de unos 1,50 a 1,80
metros de altura y con patas muy grandes PIE
GRANDE O SASQUATCH
Habitante
de las regiones boscosas del oeste norteamericano y canadiense. Con
una altura que se dice de 1,80 a 3 metros y un peso de 320 Kg. a 1135 Kg.
Camina erguido, su piel es oscura y está cubierta de pelos. Pecho grande
y musculoso, brazos largos, carece de cola y sus piernas son musculosas y
fuertes. Posee patas muy grandes (de ahí su nombre): van de 30 a 55 cm.
de largo. Se
asemeja mucho al Dzu-teh o yeti gigante. Puede que sea un Gigantopithecus. NGUOI
RUNG
“Hombre
de los Bosques” (esa es la traducción) oriundo de la zona limítrofe de
tres países asiáticos: Laos, Camboya y Vietnam. Se
dice que habita en los bosques cercanos a Chu Mo Ray, en distrito de Sa
Thay, provincia de Kontum. Se
lo describe como un ser velludo, semejante al Yeren o Yiren chino. Es
conocido también como “Hombre Salvaje de Vietnam”. EL
MONO DE LOYS
Criatura
semejante a un mono antropoide encontrada en los límites de Venezuela y
Colombia por Francois Loys en 1920. Caminaba erguida, medía unos 1,50
metros (hay una foto). Se
supone que puede ser un mono araña o una especie de antropoide
desconocido. SHIRU Criatura
antropomorfa de Colombia SISIMITE Criatura
antropomorfa de Belice. VASITRI Criatura
antropomorfa de Venezuela. DIDI Criatura
antropomorfa de Guyana. Hombre
mono peludo de unos 1,50 metros de altura. XIPE Criatura
antropomorfa de Nicaragua. TARMA Criatura
antropomorfa de Perú. También
conocido como Isnachi: es un esquivo mono gigante, semejante
a un chimpancé, aún no clasificado. Los indios sugieren que en los
bosques peruanos se oculta un mono sin cola, del tamaño de un chimpancé
y con cara de mandril. ALUX En
la península de Yucatán y Centroamérica. Seres
antropomorfos de un metro de estatura, cabeza grande, y vestido (¿?). Este
ser está asociado a la mitología referida a los duendes. MAPINGUARY Se
lo ubica en las selvas del Amazonas y en las densidades del Mato Grosso. Se
lo asocia con un perezoso gigante (Mylodón). Tiene pelo rojizo, garras y
puesto en posición vertical puede llegar a medir más de tres metros. YOWIE Es
el Yeti australiano. Se
lo describe como un enorme gorila de casi 2,25 metros de altura; peludo, bípedo,
cara negra y boca pequeña, cuello grueso y pelambre oscura. Despide un
fuerte olor. Se
sugiere que puede ser un marsupial gigantes aún no catalogado. Otros
especulan que es un Homo Erectus. MAERO
O MACRO Hombre
bestia de las isla sur de Nueva Zelanda. Pequeño,
peludo, con largas uñas como garras y adaptado a trepar por los árboles. Seres
semejantes han sido denunciados en las Islas Salomón: en las montañas de
Laudari (Guadalcanal) se habla de un hombre bestia conocido como Mumulou
(con enormes uñas y cabello largo). MENEHUNE Hombres
Salvajes del archipiélago hawaiano. Se
dice que es una raza de pigmeos desconocidos por la ciencia (que aún
sobreviven). VÉLE Pigmeos
con cabeza cónica de las islas Fidji. WUI Hombres
Bestias (hombres salvajes) semejantes a los antiguos sátiros de las islas
Vanuatu (Nuevas Hébridas). “Espero
que exista el Yeti. No conozco ningún científico que no se emocionaría
con la idea de un primate raro que también es desconocido, o razas
humanas antiguas o lugares misteriosos. El problema es que tanto yo, como
la mayoría de los científicos, preferiríamos
saberlo que sólo creerlo. Y al considerar toda la evidencia, ésta
ha resultado ser muy poco convincente” ( Eugine Scott). Fernando
j. Soto Roland INDICE LITERATURA
E HISTORIA.................2 EL
AUTOR................................................4 LA
EXPANSION DE OCCIDENTE........9 EL
MUNDO PERDIDO. RADIOGRAFIA
DE UNA ÉPOCA..........27 APÉNDICE................................................133 Referencias: [1] Véase: López Morillas, Hacia el 98: literatura, sociedad e ideología, Editorial Ariel, Buenos Aires, 1972. [2] Véase: Langa Laorga, Alicia, La Sociedad Europea del siglo XIX a través de los textos literarios, Editorial Istmo, Madrid, 1990. [3] Mahieu, José Agustín, Apéndice, en El Mundo Perdido, Hyspamérica Ediciones S.A.. Madrid, España, 1982, pp. 262-263. [4] Hobsbawm, Eric, Era del La Imperio (1875-1914), Editorial Labor, 1990. [5] Pratt, Mary Louise, Ojos Imperiales, Editorial Universidad Nacional de Quilmes, Buenos Aires, 1996. [6] Le Goff, Jacques, "Las mentalidades: una historia ambigua", en Hacer la Historia, tomo III, Editorial LAIA, Barcelona,1979. [7] Guglielmi, Nilda, Sobre Historia de Mentalidades e Imaginario, CONICET, Buenos Aires, 1991. [8] Boia, Lucian, Entre el Ángel y la Bestia, Editorial Andrés Bello, Barcelona, 1997. [9] Romero, José Luis, Estudio de la mentalidad Burguesa, Editorial Alianza, Buenos Aires, 1987. [10] Romero, J.L., op.cit., Pág. 17. [11] Mullen, Patrick B., "Teoría de la leyenda y el Rumor", en Journal of the Folklore Institute, Vol. IX, Nº2/3, pp. 95-106, en Narrativa Folklórica I, CEAL, Buenos Aires, 1994. [12] Ibíd., Pág.... [13] Ibíd., Pág.... [14] El Mundo Perdido, Parque Jurásico, de Michael Crichton y puesta en la pantalla grande por Steven Spielberg. [15]
Todas las citas
de la novela de Conan Doyle han sido extraídas de El Mundo Perdido,
Editorial Laertes, Barcelona, edición de 1980.
[16]
Pratt, Louise, op.cit. [17] Pérez Colman, Cristian, “El caso del rostro de Sherlock Holmes”, en Diario La Nación, revista Viva de los días domingo, 1998. [18] Villacorta Baños, Francisco, Culturas y Mentalidades en el Siglo XIX, Editorial Síntesis, Madrid, 1993. [19] Humboldt, Alexander von, en Leyendas de El Dorado, Editorial Tusquest, 1987, Pág. 245. [20] Ibíd., Pág. 246. [21] Ibíd, pág. 247. [22] Kipling, Rudyard, The Explorer, citado por P.H. Fawcett en A través de la selva amazónica. [23] Es solitario, oculto y virgen, todo territorio no recorrido por el hombre blanco. La virginidad de una comarca se define sólo en función del hombre occidental. Su ausencia implica únicamente una cosa: lo vacío. La mirada imperial se impone a todo y a todos. Conocer parecería ser patrimonio exclusivo del blanco. [24] En casi todos los relatos de viaje —y en la literatura de ficción derivada de ellos— existe un momento clave, el de mayor dramatismo, que es aquel que refiere el instante en que se cortan todos los lazos con el mundo civilizado (conocido). A partir de entonces sólo queda una opción: avanzar “desapareciendo en lo desconocido”. Es un paso que remeda el acto de creación: el “orden” invadiendo y organizando el “caos”. [25] Stanley, Henry, El Continente Misterioso, Editorial J. Balesta, Buenos Aires, pp.66-67. [26] Todorov, Tzvetan, La Conquista de América. El problema del Otro, Editorial Siglo XXI, México, 1992. [27] Affergan, Francis, Exotisme et Alterité, París, PUF, 1987. [28] Véase: Pratt, M.L., op.cit. [29] Humboldt, Alexander von, Del Orinoco al Amazonas, Editorial Labor, 1982. [30] Boia, L., op.cit., Pág.... [31] Cavalle, Maurice, La Muerte de la Naturaleza, edición 1955. [32] Guglielmi, Nilda, Guía para el Viajero Medieval, CONICET, Buenos Aires, 1994. [33]Véase: Maurier, Lorenzo, Quillarunas, Editorial Martín, San Juan, Argentina, 2000, pp. 126-128. [34] Le Goff, Jacques, Lo Maravilloso y lo Sobrenatural en el Occidente Medieval, Editorial Gedisa, Barcelona, 1994. [35] El romanticismo asoma en esta frase. Quizá influenciado por los textos de Alexander von Humboldt, Conan Doyle sume a sus protagonistas en la naturaleza y los empequeñece. Lo humano es absorbido y al mismo tiempo deslumbrado por la grandiosidad del paisaje selvático. [36] Bloch, Marc, citado por Le Goff en op.cit., pág. 32. [37] Colombres, Alfredo, Seres Sobrenaturales de la Cultura Popular Argentina, Editorial del Sol, Buenos Aires, 1984. [38] Roupel, Gastón, Histoire de la Campagne Francaise, Edición 1974, Cáp. III, pp.91-110. [39] Nota: Es probable que le haga decir al párrafo más de lo que el párrafo dice, pero, de todos modos, creo conveniente exponer las siguientes de ideas en relación con el mismo. En mi opinión, la lucha por la supervivencia y la idea de Progreso aparecen aquí de manera implícita. También el ideal europeo de “misión civilizadora” se entrevé. Veamos cómo: -Si la luz es el progreso /conocimiento (Europa) y la oscuridad es lo primitivo (la selva y sus habitantes autóctonos), los más débiles (los indios) pueden huir de las sombras —primitivismo e ignorancia— ayudados sólo por sus “hermanos” más fuertes (los europeos) y ascender así a la luz todopoderosa del progreso y la civilización. [40] Aliata, F., y Silvestri, G., El Paisaje en el Arte y en las Ciencias, CEAL, Buenos Aires, 1994. [41] Díaz-Plaja, J., Los Monstruos y Otras Literaturas, Editorial Plaza y Janes SA., 1967, pág. 27. [42] Ibíd, pág. 29. [43] No es casual que el santo más famoso de la hagiografía occidental, San Jorge, el “cazador de dragones”, haya sido desde el siglo XIV el Santo Patrón de Inglaterra. Se supone que San Jorge fue un cristiano que nació en Palestina a fines del siglo III d.C. y que participó como soldado romano en la expansión imperial de Roma, llegando hasta las islas británicas. Su fama se extendió y agrandó durante la época de las Cruzadas, volviéndolo un personaje de lo más popular. Es interesante notar lo siguiente: un cazador de monstruos participa en la expansión y creación de un imperio; de alguna forma los protagonistas de la novela de Conan Doyle hacen exactamente lo mismo. [44] Trascripción de la serie de origen norteamericano “Misterios Ancestrales”, capítulo correspondiente a En Busca del Yeti, [45] Fawcett, Percy Harrison, A Través de la Selva Amazónica, capítulo III, Editorial Zigzag, Madrid, 1974. [46]
Fawcett, P.H., op.cit., pág.177. [47] Ibíd, pág. 266. [48] Ibíd, pág. 266. [49] Ibíd, pp. 177-178. [50]
Fawcett, P.H., op.cit. pág. 191. [51] Ibíd, pág. 192. [52] Conan Doyle nunca reveló de donde vino la inspiración para escribir El Mundo Perdido. [53] Respecto de la misteriosa meseta de Ricardo Franco y sus supuestos misterios “Eso pensó Conan Doyle cuando más tarde en Londres, yo le mencioné esas colinas y le mostré fotografías. Me habló de la idea para una novela en la América del Sur central y buscaba información, que yo le proporcioné gustosamente. El fruto en 1912 fue su Mundo Perdido, que apareció como folletín en el Strand Magazine, y después en forma de libro, consiguiendo amplia popularidad.” (P. H. Fawcett, A Través de la selva Amazónica, Ed. Zig-Zag, pág. 192). [54] Véase: Hermes Leal, Coronel Fawcett, A Verdadeira História do Indiana Jones, Editorial Geraçao, Sao Paulo, Brasil, 1996. [55] Córdova, Luis, Los dinosaurios de Conan Doyle, Internet. [56] Nota: los indios de la Gran Sabana Venezolana llaman a estas inmensas mesetas de paredes verticales con el nombre de tepuys, y las imaginan habitadas por misterios y maravillas. [57] Nota: El primer europeo en ver Roraima fue el alemán Robert Hermann Schomburgk, quien escribió: “Me quedé atónito al mirar el gigantesco paredón y, dominado por una sensación de opresión casi angustiosa, mi corazón empezó a latir con violencia, como si fuera amenazado por algún peligro oculto frente al cual mi fuerza diminuta era impotente”. Schomburgk no pudo llegar a la cumbre. Tiempo después, en 1879, el explorador y artista J. W. Boddam Whetman, dibujó una impactante postal de la meseta/tepuy de Roraima. [58] Hay casi un centenar de tepuys al norte de Sudamérica y actualmente se los explota turísticamente. Roraima sigue siendo, para la moderna industria de los viajes de aventura, el Mundo Perdido que fuera hace un siglo en la imaginación de Conan Doyle. [59] Véase foto: Fawcett, P.H., A Través de la Selva Amazónica, pág. 226. [60] Véase: Cohen, Daniel, Enciclopedia de los Monstruos, Editorial Edivisión, México, 1989. [61] Ibíd, pp.56-58. [62] Véase: Criaturas Misteriosas, Biblioteca Time Life, Editorial Atlántica SA., Buenos Aires, 1992. [63] Citado por Daniel Cohen, op.cit., pág. 61. [64] Criaturas Misteriosas, op.cit., pág. 55. [65] Para mayor información sobre la Criptozoología buscar en Internet, hay miles de documentos al respecto. [66] La misión civilizadora constituía casi un dogma. Tanto era así que los propios exploradores de la novela de Conan Doyle se toman el privilegio de volver a bautizar a sus indios colaboradores. Escribe el protagonista Edward Malone: “Además
contratamos a tres indios mojos procedentes de Bolivia(...). Al
principal de estos indios le llamamos Mojo (...) y a los otros los
bautizamos como José y Fernando” [Pág. 84, El Mundo
Perdido]. [67] Flammarion, Camile, El Hombre Primitivo, Editorial Maucci, sin fecha de edición. [68] Nota: Obsérvese cómo estas ideas están latentes en la novela que analizamos: “(...)
Nosotros habíamos contratado ya a ciertos individuos (...). El
primero era un negro gigantesco llamado Zambo, un hércules de color,
tan voluntariosos como cualquier caballo, y más o menos de igual
inteligencia (...)” [Pág. 83, El Mundo Perdido]. [69] En la novela son ellos los que traicionan a Challenger y su grupo, dejándolos aislados en la cima de la meseta, tras derribar el puente que los unía al resto del mundo. La maldad innata del mestizo vengativo se deja ver en el siguiente discurso: “—Estuvimos
ya a punto de mataros a todos con una piedra lanzada desde la cueva,
pero esto de ahora es mejor —gritó el mestizo—. Es una muerte más
lenta y más terrible. Vuestros huesos se blanquearán ahí arriba, y
nadie sabrá dónde yacéis, para venir a daros sepultura. Cuando esté
agonizando, Lord John, acuérdese de López, al que hace cinco años
mató a tiros en el río Putumayo. Yo soy hermano suyo y moriré
feliz, ocurra lo que ocurra, porque le he vengado” [Pág. 128]. [70] De Gandía, Enrique, Historia Crítica de los Mitos y Leyendas de la Conquista Americana, Centro Difusor del libro, 1946, pp. 251-252. [71] NOTA: En el año 1871 el periódico norteamericano Herald le encomendó a su periodista estrella, Henry Morton Stanley, que buscara y encontrara a un famoso misionero británico, David Livingstone, desaparecido desde hacía años en el centro inexplorado de África. La cobertura periodística fue espectacular y el mundo entero siguió los pasos del rastreador. Stanley encontró a Livingstone el 10 de noviembre de 1871, en la aldea de Ujiji, a orillas del Lago Tanganika. [72]
Fawcett, Brian, op.cit., pág. 450. [73] Ibíd, pág. 458. [74] Leal. Hermes, Coronel Fawcett. A verdadeira história do Indiana Jones, Gerçao Editorial, Sao Paulo, Brasil, 1996. [75] Barros Prado, Eduardo, La Atracción de la Selva, Editorial del Sol, Buenos Aires, edición 1994 (primera edición de 1950). [76] Barros Prado, E., op.cit., pág. 54. [77] Véase: Diario Clarín, "Encuentran en la Amazonia una tribu desconocida", Martes 9 de junio de 1998. [78] Barros Prado, E., op.cit., pág. 56. [79] NOTA: Con el auge del caucho, desatado hacia la década de 1870, se produjeron en Brasil importantes migraciones internas que llevaron a muchos blancos pobres (descendientes de holandeses) a ingresar en el Amazonas. Se han registrado dos grandes "entradas": una en 1877 y la otra en 1904. [80] Barros Prado, E., op.cit. pág. 58. [81] Véase: Bartra, Roger, El Salvaje Artificial, Ediciones Destino, Barcelona, 1997 [82]
Cohen, Daniel, op.cit., pp.17-18. [83]
Fawcett, P.H., op.cit., pág. 266. [84] Ibíd, pág. 309. [85] Ibíd, pág. 310. [86] Ibíd, pág. 314. |
Por
Fernando Jorge Soto Roland
Profesor en Historia
Co Director de la Expedición Vilcabamba ‘98
Ver, además:
Fernando
Jorge Soto
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