El Agujero
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La familia Martínez no podía salir del asombro aquella tarde de primavera cuando las sirenas y luces rotativas de los patrulleros policiales rodearon la manzana. Un helicóptero sobrevoló varias veces sobre las casas de la cuadra, muy bajo, con estruendoso y aturdidor ruido de motores. Sin embargo, nadie se molestaba en sospechar los motivos del insistente vuelo. La acostumbrada rutina de la vida pacífica y hogareña, típica de los pueblos bonaerenses, se había visto truncada en la última semana por un inesperado acontecimiento que conmocionó al barrio. Los canales de televisión, la prensa gráfica y radial se atiborraron en las inmediaciones del domicilio de los Martínez, deseosos de entrevistar a algún miembro de la familia. Mario Martínez, el padre, oriundo de Rafaela, llegó a Villa Esperanza en 1978. En poco tiempo y con mucho esfuerzo construyó la modesta vivienda que se convertiría en escenario del hecho delictivo más importante en la historia de la localidad. El señor Martínez refirió a los medios que jamás tuvo la más mínima intriga o curiosidad sobre lo que ocurría en el departamento del fondo. Nadie del barrio habría imaginado que en ese lugar se estuviera trabajando para realizar uno de los golpes más inteligentes que se hayan producido contra las instalaciones financieras del país.
Los
asaltantes alquilaron la vivienda ubicada detrás de la propiedad de los
Martínez en las vacaciones de invierno. Era un simple departamento de dos
ambientes, con la particularidad de poseer un amplio sótano que podía
oficiar de estudio, biblioteca o taller para desempeñar alguna actividad
comercial. Además, Mario, convertido en incipiente agente inmobiliario,
promocionaba la vivienda agregando que el garaje contiguo al departamento
podía utilizarse con total libertad, dado que ellos no poseían automóvil.
Finalmente
la oportunidad se presentó cuando firmaron un contrato de veinticuatro
meses con un matrimonio llegado de la Capital Federal: Marcelo Suárez y
mujer, Carolina. Ambos universitarios, se radicarían por un tiempo en
Villa Esperanza para trabajar en una empresa de petroquímica recién
instalada a quince kilómetros de la localidad.
Durante
las primeras semanas, los Suárez se mostraron un tanto indiferentes, pero
a medida que transcurría el tiempo, empezaron a relacionarse con los
vecinos más antiguos de la cuadra. En breve, la pareja joven y misteriosa
se transformaba en el dulce y simpático matrimonio Suárez.
Todas
las mañanas, salían despreocupadamente a sus respectivas ocupaciones.
Utilizaban una camioneta o furgón cerrado que jamás dejaban en la
vereda. Ponían mucho celo en guardar el vehículo en el cobertizo. Nadie
sospechó que en cada uno de los viajes traían el equipo necesario para
realizar el túnel.
La
medianera del departamento alquilado lindaba con la propiedad del
almacenero de la esquina. Justamente, éste y otro señor viudo que vive
al lado de la despensa, en conversaciones con Mario y los demás vecinos,
aseguraban haber escuchado algunos ruidos extraños. Ruidos similares a
los de alguna mercadería pesada pronta a descargarse. Y no fue una ni dos
veces, sino varias noches.
El
asunto no era para intranquilizarse. De hecho, los “chicos” trabajaban
en la industria petroquímica.
El
matrimonio Suárez salía muy temprano, casi de madrugada y regresaban al
mediodía.
Ninguno
percibió la tarde del viernes veintitrés, cuando tras la caída del sol
cuatro hombres ingresaron en el departamento transportados en la parte
trasera de la camioneta.
Era
evidente que los asaltantes eran profesionales. Después de realizar un
estudio previo de los inmuebles cercanos al Banco Panamericano, decidieron
que la propiedad de los Martínez era el objetivo más indicado. El lugar
donde comenzarían a perforar el fabuloso túnel que los conduciría
directamente hasta la bóveda.
El
departamento contaba con un sótano muy amplio. Este ambiente sirvió
durante décadas como depósito de vinos debido a que descansaban allí
unos pequeños toneles de roble de la primera bodega de Villa Esperanza,
la fundada por don Amadeo Diferet en siglo pasado. Cuando Mario compró el
terreno, algunas viejas del barrio le aconsejaron que rellenara el sótano
porque argumentaban que estaba embrujado y otras fantasías semejantes.
Lejos de seguir el consejo de las personas supersticiosas, Martínez
acondicionó el lugar pensando que sus hijos, cuando fueran grandes,
pudieran utilizarlo para desempeñarse profesionalmente.
El
gerente del Banco Panamericano aseguró que lo sorprendente fue el método
utilizado para perforar un túnel de sesenta y cuatro metros de longitud,
atravesando un local comercial y tres propiedades horizontales hasta
toparse con la pared de concreto de veinticinco centímetros de espesor de
la bóveda. Una descabellada locura y una ciega ambición hicieron suponer
siquiera que lograrían perforar semejante muralla. Además, no contaban
con los sensores electrónicos que se activaron ni bien golpearon el muro
de concreto. Las medidas de seguridad del banco llegaban hasta los mismísimos
cimientos del edificio.
Por
otro lado, según el agente inmobiliario, encargado de administrar las
propiedades contiguas a la de los Martínez,
empezar una perforación longitudinal desde el sótano implicaba
correr una gran cantidad de riesgos debido a las conexiones y tuberías
que se entrelazan bajo tierra como albañales, sistemas de cloacas, redes
de gas, electricidad, etc. Todo hacía suponer que los delincuentes poseían
planos muy detallados, directamente conseguidos de la oficina de Catastro.
Después
de tanto esfuerzo, las alarmas sonaron y fueron descubiertos.
Ese
lunes, luego de los incidentes de la detención, el vecindario volvió a
la normalidad. Mario, junto a su esposa, trató de rearmar su vida luego
de varias sesiones judiciales en las que se vio obligado a participar con
largas declaraciones.
Los
chicos, todavía en edad escolar, se pusieron nerviosos con tanto revuelo
y eran acosados por los periodistas a la salida del colegio con el objeto
de averiguar algún chimento con el cual inventar la realidad.
Por
suerte, todo terminó y las huestes de seguridad se retiraron del barrio y
dejaron en paz, nuevamente, a las familias de clase media, modestas y
tranquilas, no acostumbradas a ser protagonistas de una primera plana.
Los
asaltantes estaban incomunicados.
La
policía y la división de bomberos tomaron las medidas necesarias para
evitar que los cimientos de las casas carecieran de bases suficientemente
sólidas. El túnel podía provocar algún desmembramiento de tierra y las
paredes llegarían a ceder.
Esa
noche, la familia Martínez recuperaba el sueño perdido.
A
las tres de la mañana, el reloj del comedor activó sus campanadas y el
piso de la cocina se agrietó de manera inexplicable. Una baldosa crujió
violentamente y se desfondó dejando la carpeta de cemento hecha trizas.
Luego otras más se desplomaron, y pronto el agujero fue lo
suficientemente grande como para que una persona lo atravesara.
El
silencio de la madrugada seguía su curso. El reloj marcaba las 3:15 y en
el dormitorio de Mario unos bufidos de su esposa lo hicieron despertar. La
señora tenía reseca la garganta. Con lengua entrecortada le pidió algo
fresco para beber. Debería bajar a la cocina y acercarle un vaso de agua
del refrigerador.
Mario
descendió las escaleras medio dormido y alcanzó a tientas el interruptor
de la luz del pasillo. Iluminó el corredor y se dirigió hacia la cocina
como un sonámbulo. Al llegar al umbral, sus pisadas chirriaron. La
estancia estaba a oscuras. No era necesario prender la luz; Mario conocía
los movimientos a la perfección.
—Maldita
sea, ¿qué pisé?—se dijo con voz queda.
Encendió
la luz y observó gran cantidad de pequeños escombros, polvillo y
baldosas rotas, cuarteadas por todos lados. Se asustó pero controló sus
nervios enseguida. No salía del asombro. Recapacitó y recordó los
avisos de los bomberos. Se sintió tonto al pensar que las autoridades
exageraban cuando sostenían que era necesario apuntalar los cimientos de
las casas. El boquete de los Suárez era desproporcionado.
—¡La
puta madre! A ver si todavía se me desfonda la casa... ¡Qué quilombo,
por Dios!—gritó levantando los brazos mientras se rascaba el cuero
cabelludo.
No
se percató del agujero en el piso. La heladera estaba sobre un rincón y
siempre alguien dejaba un vaso sobre ella para casos de emergencia.
Sus pantuflas tropezaron con algunos pequeños escombros desparramados por el suelo. Encendió la luz y pudo comprobar con temor y espanto el agujero en la superficie embaldosada. Como buen hombre de familia, pensó en inspeccionar por él mismo. Se llegó hasta el mostrador de las herramientas y tomó la lámpara portátil que enchufó al toma corriente más cercano. Se agachó con dificultad y luego, de cuclillas en el suelo, trató de acercar la cabeza al borde del boquete. Estiró el brazo con la portátil pero no pudo ver nada, ni siquiera calcular si estaba demasiado hondo. Estaba muy oscuro allí dentro. Se incorporó y comprobó que sus rodillas estaban sucias. Olvidó que vestía el pijama y la mujer lo retaría a la mañana. Subió rápidamente las escaleras. Se cambió. Despertó al resto y bajaron presurosos, ávidos de curiosidad. Rodearon el agujero, con expectación. Luego de unos minutos de indecisión, Mario descendió con la escalerita plegable que le había regalado el suegro la pasada Navidad.
No
veía nada; el interior del boquete estaba muy oscuro y la esposa empezaba
a regañarlo llena de espanto. Temía por la seguridad del suelo. Los
chicos se agarraron a los pliegues de su camisón mientras le preguntaban
al padre si veía algo interesante. En el interior del túnel se observaba algunos rastros de las excavaciones que los Suárez habían realizado. El trabajo de perforación no se habría realizado con piquete. Las superficies de las paredes eran de un cuidado asombroso. Inexplicable, sin duda, era el esmero por el detalle. Mario se preguntó por enésima vez cómo habían logrado realizar esta obra de ingeniería en tan corto plazo. Pero eso no era todo, una súbita idea lo embargó. ¿Para qué se tomarían tanto trabajo en el túnel mismo si éste era sólo un medio para alcanzar el dinero de la bóveda? Estaba en estas cavilaciones cuando imaginó la desilusión de la pareja al encontrar la pared metálica de la caja fuerte sin posibilidad de abrirla con herramienta alguna.
—Mario,
¿me podés decir qué estás haciendo ahí abajo? No me asustes...
llamemos a la policía—gritaba la señora con los pies helados al borde
del agujero.
—Tranquila,
mujer que enseguida subo. Dejáme comprobar algo.
Pasaron
dos o tres minutos. Silencio absoluto. Miriam ordenó a los chicos que se
fueran a dormir.
—Mañana
tienen colegio, a la cama que es tarde.
Mientras
daba estas indicaciones, la cabeza de Mario apareció desde el agujero y
llenó de espanto a la esposa.
—Soy
yo, Miriam, qué miedosa sos. ¿a quién esperabas?
La
mujer, algo más calmada, y con tono razonable aclaró:
—¿Por
qué no llamamos a los bomberos para que apuntalen el piso? Me temo que se
desplomará por completo de un momento a otro.
—¿Sabés
que tenés razón?—asintió Mario—, pero antes, alcanzáme la linterna
y acompañáme hasta el extremo del túnel. Necesito comprobar algo que
los medios no dejaron en claro.
La
mujer lo miró con sorpresa y profirió:
—¡Vos
estás loco! Hay casi una cuadra hasta allá. Además me espanta la idea
del túnel, el matrimonio Suárez, la oscuridad... no, no... Andá vos, si
querés.
Mario
abrazó con ternura a su esposa y aclaró:
—Miriam,
¿por qué no venís a ver el túnel? Te prometo que te vas a sorprender.
No te preocupes.
—A
mí lo que me preocupa es la limpieza que tengo que hacer mañana—articuló
histérica la mujer mientras se deshacía del abrazo sentimental—.
Se desplomó el piso, me decís que querés jugar al detective
subterráneo a las cuatro de la mañana, se te puede caer algo en la
cabeza. Hacéme el favor, llamemos a quien corresponda... y nos metemos en
la cama. ¿no te das cuenta que no aguanto más la situación?
Mario
contemplaba a su mujer con cariño. Tenía razón. Desde hacía un mes a
esta parte no habían tenido vida privada por culpa del boquete. Era
necesario darle un corte al asunto. Sin embargo, la curiosidad se
despertaba en él, irrefrenable, incontenible, como una llamada enterrada
en el corazón. Meditó unos segundos y dijo:
—Tranqulizáte—consoló
a su mujer y le besó la boca con ternura—. Encargáte de llamar a la
policía ya mismo. Voy a buscar la alfombra vieja para tapar los escombros
y te cambiás antes de que lleguen. Sería bueno que preparáramos café.
Por hoy, ya no dormiremos, amor.
Miriam
percibió una mirada distinta en su marido. No se convencía del cambio
radical que experimentaba en ese momento. Lo conocía, era muy testarudo y
justamente ahora se plegaba tan fácilmente a su opinión.
Corrió
al teléfono antes de que su marido se arrepintiera.
La
policía estaría en cinco minutos.
Un
aullido humano se escuchó en la lejanía del túnel. Un grito
paralizante, resonante y seco estremeció la piel de Miriam. Quiso gritar
auxilio pero el pavor anudó su lengua y garganta. Ni siquiera pensó en
su marido. Deseaba correr con desesperación pero sus pies estaban inmóviles.
Mario
escuchó el extraño ruido y se acercó a su esposa que experimentaba una
parálisis.
—Miriam,
sacá a los chicos de la casa y esperá a la policía en la vereda... ¿me
oís, mujer?
Miriam
tenía los ojos petrificados. Apretó sus manos contra los brazos de su
marido pues presentía, con el resto de conciencia que le quedaba, que
Mario se internaría en el túnel a inspeccionar.
Una
de las paredes laterales de la cocina empezó a cuartearse. La rajadura
era profunda y se prolongaba como una rama hasta el cielorraso. Mario
espantó como pudo a su mujer, quien, compelida por la orden, subió las
escaleras en busca de los chicos.
El
marido, con linterna en mano, bajó por el agujero. Era extraño, no sentía
temor, sólo curiosidad. Algo le rondaba en la mente y tenía la necesidad
de comprobarlo. Los aullidos infrahumanos podían ser la respuesta.
Caminó
por el espléndido pasillo enfocando con la linterna diferentes ángulos.
No le tomó mucho tiempo alcanzar el otro extremo. Tan prolija era la
arquitectura de la perforación que simulaba ser un pasillo más que un túnel
improvisado para robar un banco.
—¿Por
qué ningún medio aclaró las características de este túnel?—se decía
a sí mismo.
A
sus espaldas las sirenas de la policía aumentaban los decibeles. Ya la
familia estaba segura. Sólo falta comprobar algo.
Se
acercó hasta chocar con la pared metálica del banco. Rozó la palma de
la mano para cerciorarse de la fría y pulida superficie. Ni la más
remota huella de perforación se registraba sobre ella.
De
pronto, el detalle inesperado.
Levantó
la linterna hacia los costados del túnel. Dos columnas se erguían en los
flancos de la pared de la bóveda. Los capiteles y las bases estaban a
medio terminar. Además faltaba pulir parte de la curvatura en la columna
de la derecha.
Otros
detalles de mampostería, ridículos, innecesarios para unos ladrones que
persiguen asirse de un botín, llamaron la atención de Mario.
Un
nuevo y sordo quejido se articuló desde una oquedad cercana a la pared
metálica. Esa lamentación fina y persistente asustó al hombre, que
empezaba imaginar la presencia de algún ser humano atrapado entre los
escombros. Era una locura. Pero todo era posible.
Unos
golpes secos contra la pared retumbaron en sus oídos.
No
había duda.
Algo
lo estaba llamando desde esa oquedad.
No
se atrevía a acercarse.
Unas
luces con movimiento intermitente se acercaban desde el extremo de su
casa. De seguro, era la policía que acudía en su auxilio.
Gritó
la ayuda con desesperación. Golpeó con furia la pared. Ésta se desplomó
como si fuera de cartón.
—¡Policía,
rápido! Creo que hay gente herida aquí—gritó Mario mientras
atravesaba los escombros caídos.
La
linterna se apagó al franquear el montículo de materiales.
—¡Oficiales!
¡Aquí, por favor! ¡Luz!
Un
reflector muy potente se encendió a sus espaldas.
Mario
cayó de rodillas al contemplar los techos de la cueva.
Gritó
de horror y vomitó.
El
malestar físico y la constricción no le permitían incorporarse. No se
atrevía a levantar la vista. Era demasiado asqueroso lo que se anteponía
a sus ojos.
El
matrimonio Suárez y los cuatro delincuentes se hallaban encadenados al
techo del recinto. Sus cuerpos vivos estaban despellejados, lacerados. Sus
carnes, en estado de putrefacción, se revestían con una piel formada de
sangre coagulada. Carecían de ojos. Sus cuerpos se movían frenéticamente
como marionetas. Sus esqueletos carnosos y pestilentes se entrechocaban
contra las paredes, descontrolados.
Un
brazo solidario tomó a Mario por la espalda. El señor Martínez lloraba
de desesperación. Ni siquiera gritó. El horror se lo impedía. Dio la
espalda al macabro espectáculo y se enfrentó a quien lo había ayudado a
incorporarse.
El
atuendo del personaje lo desconcertó, pero igual se aferró a él. La
angustia, la confusión y el espanto lo habían abatido.
El
sacerdote ayudó a sentar sobre el túnel al desfallecido Mario. Dos policías
armados custodiaban a la eclesiástica presencia.
Mario
no comprendía nada. Sus preguntas empezaron a brotar como un torrente
incontenible de duda y confusión:
—¿Cómo
es posible, padre, que los Suárez estén aquí?
—Como
usted habrá comprendido, los Suárez no son ladrones. El objetivo del túnel
no era la bóveda del banco.
Mario
se incorporaba más calmado mientras escuchaba las parsimoniosas palabras
del sacerdote.
—Sucede,
amigo Martínez, que la bóveda del banco está emplazada en un lugar muy
particular de Villa Esperanza. Claro, los tiempos corren y las historias
se olvidan. Los hombres modernos tienen una memoria frágil y muy
selectiva. Imagine si los empresarios, los hombres de la Bolsa se pusieran
a estudiar los antecedentes del lugar donde emplazarán las nuevas
sucursales bancarias... Un disparate.
Mario
intentó levantarse del suelo pero la mano pacífica del cura se lo impidió.
Con mirada serena, el religioso articuló:
—Descanse,
ya mandamos avisar a su familia que usted se encuentra bien. Un enfermero
viene en camino para evacuarlo como corresponde... Como le decía: ¡Qué
maravillosa es la Historia! En este preciso lugar, hace doscientos
cincuenta y tres años, dos brujas eran quemadas en una inmensa hoguera...
¿Sabe, usted, qué utilizaron para prender el horno? Los maderos de una
casa que oficiaba como puerta a los infiernos... Sí, superstición,
magia, hechicería, ilusión, realidad... salvajismo, injusticia... Lo que
usted quiera. Lo cierto es que las brujas custodiaban como dos cancerberos
una de las tantas entradas o salidas del infierno... Allí, ¿ve?, donde
está esa mole de metal y circuitos electrónicos.
Mario
escuchaba con atención pero su mente desvariaba por momentos. La ayuda
prometida se hacía esperar demasiado.
El
cura seguía su perorata en medio de la penumbra. El reflector fue apagado
por uno de los oficiales.
—Muchos
mortales desean comunicarse con las bestias del Averno... Y creen que es fácil.
Como estos pobres ilusos, practicantes novatos de la nigromancia. Lo
cierto, señor Martínez, es que la Iglesia no puede permitir que la gente
conozca las entradas así porque sí. ¿Se imagina usted el peligro? No
creo que tenga una idea cabal del tema.
Mario
adivinó el sentido oculto de las palabras del monje. Trató de huir pero
no advirtió que uno de los policías cargaba un pesado escombro y se
acercaba sigilosamente por la espalda. Luchaba con el sacerdote cuando la piedra le quebró el cráneo. |
por Fernando Jorge Soto Roland y Carlos M. Ortiz
Cuentos bizarros - Tomo I
Email: sotopaikikin@hotmail.com (Fernando Jorge Soto Roland)
Ver, además:
Fernando
Jorge Soto
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