Mirar y ser mirado, de eso se trata la vida en un pueblo.
Una eterna tarde de domingo campea en las calles semidesiertas,
cuya tranquilidad sahariana sólo es alterada por el deambular cansino de
algún perro vagabundo o el grito repetitivo de los teros que arriesgan
sus vuelos sobre la achaparrada arquitectura del pueblo.
La más mínima alteración del paisaje es advertida a primera
vista; de allí que se puedan consumir horas hablando de la enredadera que
creció más de lo acostumbrado, de las flores que aparecieron en tal o
cual plaza, de la vida y personalidad de cada gato o mascota doméstica,
de la pintura de las casas, de la tierra húmeda o seca de la mañana, del
pozo que se abrió en el asfalto de la calle y, por sobre todas las cosas,
de los autos, especialmente si son nuevos.
El saludo de compromiso es casi un tic
nervioso en los conductores y transeúntes. Todos se saludan con todos. Y
se critican. Siempre hay algo qué decir del otro.
El anonimato es un bien escaso. Nadie escapa de los comentarios, ni
de los fugaces árboles genealógicos que se tejen ante la sola mirada de
los vecinos. El nombre y apellido es una muestra de identidad de la que no
es posible escapar (como ocurre en las grandes urbes).
Los pecados son públicos. Cada uno lleva una etiqueta pegada en su
frente. Se puede se bueno, trabajador, vago, atorrante, pendenciero o puto. El interés
por el prójimo alcanza cotas casi bíblicas. El “otro” lo es todo. Es
el eje, el axis mundi de la
oralidad más viperina jamás imaginada.
Un sopor infinito, dilatado, omnipresente, aterrador, es lo que
lleva a pensar en los tormentos del purgatorio que, de existir, es lo más
parecido a la vida en un pueblito.
El “qué dirán” es casi un mandamiento sagrado. Una carga pública.
Un abismo del que todos se cuidan y en el que todos caen.
La palabra “status” tiene otro nombre: automóvil.
Por lo tanto, la vieja frase se transforma en: “Dime en qué andas (en que te movilizas) y te diré quien eres”.
Como en una cárcel, el pueblo se convierte en un panóptico
perfectamente diseñado que atraviesa incluso los muros de la privacidad,
volviéndola pública.
Huir de la inseguridad y de los ruidos de las grandes ciudades
exige una necesaria condición: la del aburrimiento pueblerino.
En el imaginario del pueblo, todo es puro. El aire, incluso el alma
humana; que por convicción o conveniencia finge muchas veces ser lo que
en verdad no es.
El cielo despejado, azul, diáfano, es un bien innegociable.
La comida dice ser distinta. El campo se convierte en el elixir que
hace del pollo un néctar imposible de degustar en las metrópolis. Las
vacas, semejando lo que sucede en la India, son sagradas y alcanzan su
hierofanía en los grasos hierros de una parrilla.
En mis días de vida campechana no fui testigo de ningún
accidente, a no ser el sufrido por una pobre gallina bataraza, atropellada
por un auto en una selenítica esquina del pueblo.
En mis casi cuarenta y cinco años de existencia, nunca —jamás—
observé tantos autos con detenimiento, ni fui observado desde ellos.
Las horas en el pueblo carecen de identidad. Se me hace difícil
distinguir las siete de la mañana de las nueve o de las diez. El tiempo,
como en una telúrica teoría de la relatividad, se dilata, pierde su
esencia. Se vuelve insoportablemente homogéneo.
La tradición es bandera. Todos los estereotipos del nacionalismo más
chauvinista se petrifican en frases, acentos, poemas y cancioneros
populares. Ser argentino implica necesariamente comulgar con las
alpargatas, la bosta de las vacas y los coplas campestres. Lo demás es
foráneo, sin identidad, enemigo de “lo
nuestro”.
El universo radial del pueblo está anclado en la “argentinidad”.
La música se encuentra encorsetada en la zamba, las payadas, los “cielitos”
y chacareras. Frank Sinatra,
Dean Martin o Bobby Darin son gérmenes peligrosos y desconocidos. No hay
espacio para ellos en el campo.
Las distancias son siempre relativas y cambian con sólo asomarse a
los confines poblados del pueblo. Dentro de sus límites urbanos, tres
cuadras es un viaje a la Siberia boreal. Traspasada la última manzana
poblada, dos leguas no son nada.
En los pueblos los muertos no son meros anuncios necrológicos en
los diarios y, a determinada edad, se convierten en el reloj de arena que
anuncian, sordamente, nuestra indefectible hora de partida.
La muerte es algo real, palpable, y está muchísimo más presente
que en las grandes ciudades. El muerto del día siempre es alguien
conocido. Difícilmente puede pasar un mes entero sin tener que acudir a
un velatorio.
La vuelta a la plaza es una costumbre vespertina y nocturna
—especialmente en verano— que los reúne a todos en torno a la
sacrosanta bandera y la enhiesta estatua del Libertador que, desde su
pedestal de bronce, parece observar entretenido el único movimiento
masivo del que puede disfrutar a lo largo de las décadas.
A las seis de la mañana: desierto (están durmiendo). A las diez:
desierto (están trabajando). Al mediodía: desierto (están almorzando).
A las dos de la tarde: desierto (duermen la siesta, hace mucho calor o frío).
A las seis de la tarde: una docena de personas en el supermercado (no es
cuestión de estar todo el día encerrado). A las nueve de la noche:
desierto (cenan). A medianoche: desierto (ya es tarde, mañana hay que ir
a trabajar). Como dijo Juan B. Alberdi: “hay que poblarlo”… al desierto, claro.
¿Qué hace la gente cuando se aburre y la vida se dilata como un
chicle masticado una y otra vez? Se cornean unos a otros. Eso sí, sin que
nadie se entere (es la esencia del asunto, ¿no?).
“Un asado en la parrilla,
la china y el Chaqueño Palavecino cantando desde la radio. ¿Qué más se
le puede pedir a la vida?” (testimonio literal de un paisano).
“No hay mejor pueblo que éste
para vivir” (testimonio literal y universal en todos los pueblos del
mundo).
¿Por qué será que siempre he asociado las bombachas de los
gauchos, la guitarra española, la pampa y el detestado tradicionalismo de
las peñas folclóricas con los nazis de la primera parte del siglo XX?
Como decían esos mismos mentores de “lo propio” hace algunas décadas:
“por algo será… por algo será…”.
Parodiando a Eric Hobsbawm: ¿qué
es un nazi? Respuesta: “un
terrateniente con miedo”.
Acumular rodados de todo tipo es casi un deporte en la leudante
burguesía del interior. No basta con tener un auto. Es necesario tener
dos, en lo posible tres. Aunque, si lo que se desea es relevancia a la
hora de la “vuelta al perro”, también se hace perentorio poseer una
moto de gran cilindrada con la que matizar la necesaria exhibición a la
hora de la caída del sol o, en su defecto, durante las silentes tardes de
los días domingos.
La siesta puede ser vista como la natural pereza reparadora después
del almuerzo; pero, vista de una perspectiva un poco más antropológica,
más me parece el paliativo necesario a un aburrimiento que se vuelve
paisaje a partir de las dos de la tarde.
Si el purgatorio existiera —cosa que descreo— sería lo más
parecido a un pueblo, entre las dos y cinco de la tarde.
Jamás pude entender cómo es posible que, no habiendo nadie nunca
en la calle, todo el mundo sepa lo que está ocurriendo más allá de la
puerta principal de sus propias casas.
Sólo en un pueblo es posible conocer los horarios de llegada y
salida de los trenes y micros, que hacen sus paradas en él.
Generalmente, en las ciudades, suele envidiarse el tiempo del que
disponen los habitantes de un pueblo. Tiempo para saludarse, tiempo para
conversar, tiempo para la siesta, tiempo…tiempo… tiempo… y más
tiempo.
Las novedades están sólo en las pequeñas cosas. Las nimiedades
del transcurrir se vuelven temas de debates interminables. Una mera vereda
recién hecha es sinónimo de progreso y cambio.
Frente al forastero, el paisano se muestra huraño, reservado. Su
mirada se torna esquiva y el tono de voz casi inaudible. Es la forma en la
que el prejuicio se manifiesta y la sospecha se hace carne.
En
el fondo de todos los actos huraños y actitudes despreciativas hacia la
“gran ciudad” lo que se encierra es un inconfesable sentimiento de
envidia no reconocida. |