Amigos protectores de Letras-Uruguay

El último aliento en el invierno
por Rodrigo javier Soto Bouhier
rodrisotobouhier@hotmail.com
 

Casi amanecía, la temperatura era baja, no nevaba. En los pastizales, junto a un tronco repleto de moho, yacía escondido. Atento, con la vista al frente, bajo la penumbra que moría poco a poco, esperaba paciente. La silueta se movía de un lado a otro, a ritmo calmo, pero él no dejaba su puesto ubicado en la hierba alta.

El viento resoplaba débil, el graznido de los cuervos resonaba en aquél campo abierto, en ese claro de bosque atravesado por un cuerpo de agua de profundidad media. Su aliento empañaba el vidrio por el que observaba a su blanco, lo limpiaba con su crepitante y casi helada mano desnuda. El resto de su cuerpo, era un arbusto sucio, despeinado, de matiz semejante al de los yuyos de la zona.  Su objetivo se sentó en la trompa de un viejo automóvil derruido, olvidado hace tiempo en esos terrenos. Años atrás, ese bosque era un pueblo pequeño, que se consumió en actos de violencia humana. Los vestigios del poblado permanecían allí si se prestaba atención.

En silencio, casi congelado, lo miró fijo. Su víctima abrió una caja de cigarros y se mandó uno a la boca. Lo encendió con su chisquero, se puso de pie, dio unas vueltas alrededor del carro comido por el óxido. A pocos metros, un campamento repleto de hombres preparaba la comida de la madrugada.

La respiración era dificultosa para el hombre oculto en las hojas, tenia ganas de toser pero se contuvo. De haberlo hecho se habría delatado. Esperaba el momento indicado.

No le quitaba los ojos de encima al centinela armado que merodeaba de un punto a otro el lado opuesto del río. Se dormía de apoco, se enfriaba su piel, sus huesos.

Viendo que debía actuar rápido, alzó su herramienta, lo fijó, esperó un poquito más. Cuando el individuo de género masculino, de unos cuarenta años, de barba corta y una pronunciada herida en la mejilla derecha se agachó para lavarse el rostro en el agua del casi congelado afluente, disparó.

El cuerpo, fue arrastrado por el río, dejando un tinte rojo que emanaba de la cabeza del cadáver. El tiro apenas se escuchó gracias al silenciador. Recargó velozmente. Buscó una ubicación nueva, mejor adaptada a su próxima maniobra.

Pudiendo subir a un árbol del lado contrario del riachuelo que lo separaba del terreno enemigo, el tirador se sentó sobre una rama gruesa. Miró hacia abajo, notó que dentro del auto carcomido por plantas rastreras había un segundo sujeto durmiendo. Apuntó, jaló el gatillo. Un cañonazo limpio a la cabeza le concedió su segundo blanco derribado. Alimentó su rifle de precisión con una bala más. Los del campamento ignoraban lo ocurrido. Se preparaban para llamar a desayunar a los dos hombres que acababan de ser asesinados de un tiro a la cabeza.

Uno de los nueve enemigos visibles desde las alturas del sauce, salía del destacamento para advertirles a sus camaradas asesinados que era la hora de alimentarse. Cayó antes de pisar el terreno de hierba elevada. Uno de los ocho restantes notó el desplome del tercer blanco impactado por las balas del francotirador. 

Cuando estaba por dar la alarma, fue callado por un tiro. El cazador, se hallaba inmóvil, con frió, a doscientos metros de distancia. Quería apoderarse del sector oponente para tener resguardo y comida. Estaba sin compañía desde hace una semana.

Con sigilo, descendió del sauce, se arrastró tras el coche. Un par de muchachos jóvenes avanzaban mirando en todas direcciones. Armados con metrallas ligeras eran una amenaza. Hizo rodar una granda de fragmentos a los pies del dúo.

Murieron en cuanto se enteraron de que una bomba había sido lanzada a su lado. El tirador aguardó a los faltantes en su puesto. En el interior del auto. Ya amanecía, era las cinco de la mañana. El estallido de la granada motivó a todos los individuos a investigar. Del fortín improvisado del enemigo, donde dormían, salieron cuatro más. Eran más de cinco los que lo rastreaban en ese momento. Los destellos al disparar mostraron al tirador, pero para cuando se enteraron de que se encontraba en el vehículo sólo quedaban tres vivos.

El fuego enemigo perforó el blindaje del coche, un dolor intenso recorrió el físico del cazador. Le sangraba el estómago, un hombro, un riñón. No se detuvo, siguió atacando. Falló dos disparos, acertó tres. Arrebató un gran número de vidas  desde el inicio de la ofensiva. Había gastado su única granada contra los dos muchachos. Fue un derroche para él en cuanto vio el inmenso número de hombres que lo buscaron después. Se movió al sector desértico antes ocupado por sus presas. Los paso por alado sin mirarlos. El pastizal era un campo de muerte, de agonía.

Cansado, derrotado por el frío, a plena luz del día, el tirador cayó junto a la fogata confeccionada  por sus rivales exterminados. Su visión se obscureció, le pesaban los párpados, perdió la audición, su corazón latió a un ritmo decreciente. El aliento dejó de brotar de sus labios, los fluidos sanguíneos se derraman junto a él. Giró sobre sí, observó el cielo por última vez, cerró sus ojos para no abrirlos jamás.

Rodrigo J. Soto Bouhier
rodrisotobouhier@hotmail.com
 

Ir a índice de América

Ir a índice de Soto Bouhier, Rodrigo J.

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio