El metro |
Era tarde, una noche invernal fresca y lluviosa. Un empleado ordinario terminaba su extenuante jornada laboral a las doce de la noche, se hallaba molido. Caminó con su paraguas abierto por la calle Corrientes, sus pies empapados por los inevitables charcos que se interponían en el asfalto se humedecían y penetraban su sensible piel. De seguro tomaría un resfriado. Su traje arrugado, de color negro, se protegía de los proyectiles de agua que caían del nublado cielo bajo el paraguas de tono similar. Tosía, le picaba la barba, tenía hambre. Anduvo por unos minutos mirando un par de negocios, observando pasar a la gente a su lado, pensando en lo que haría en cuanto arribase a su morada ubicada a pocas cuadras de la estación del subterráneo Federico Lacroze. Lo más probable sería que el individuo de unos treinta años aproximadamente, llegase a su casa, se pusiera ropa cómoda y mirase la televisión con alguna chatarra a mano para saciar su hambruna hasta quedarse dormido. Al día siguiente arrancaría una vez más con la aburrida y monótona vida de empleado de oficina de cargo bajo. Una vida de mierda sin vuelta que darle. Un sujeto extraño lo seguía de cerca, obsesionado con su portafolio, deseando adquirir cualquier cosa que llevase dentro. Lo miraba de reojo, se preparaba para hurtarlo de forma rápida, efectiva. Aún así, se tomó su tiempo, camino a pocos metros del trabajador derruido por 15 horas de labor diario con recesos patéticos durante el día. Era una presa susceptible, distraída e inmersa en sus pensamientos ordinarios, comunes, aburridos. Ya saboreaba el placer que sentía al arrebatar pertenecías ajenas, la adrenalina de correr con algo impropio en sus manos y ver que el atónito perjudicado lo viese sin posibilidades de atraparlo. Oír gritar a la gente en pedido de ayuda y que la policía intentara capturarlo, era un ladrón, pero además, un aventurero, un hombre intrépido. Su víctima, el empleado agotado, descendía por las escaleras que conducían al subsuelo para tomar el metro en la estación de Callo. El mismo, tenía un andar desganado, una cara larga, los zapatos mojados. En el tumulto de gente, minutos antes de que llegase el tren a la parada, el “depredador” buscó una posición beneficiosa para atacar y correr en cuestión de segundos sin exponerse a ningún peligro. Oculto entre un par de personas pertenecientes a tribus urbanas góticas y semejantes, el sinvergüenza dio su golpe de gracia. Lamentablemente, el empleado sujetaba con fuerza el portafolio y se vieron envueltos en una lucha por él. Ninguno cedía, jalaban con fuerza, un alboroto nació de la nada. En vez de ayudar, como es la costumbre, las demás personas miraban atentas al agresor tratando de robarle las pertenencias al individuo de traje negro. Se oyó al subte acercarse pro el túnel. Por primera vez, el delincuente se hallaba en una lucha difícil, un reto que debería contar a sus colegas a causa de su dificultad y experiencia aventurera. La mirada del cansado sujeto se transformó en una iracunda, indignada por el hecho de ser siempre motivo de hurtos, molestias, saqueos, golpazos o críticas de todo tipo a cerca de su vida y posición social. Descargó su bronca como diciendo “tengo una vida de mierda y voy a cambiarla” tironeando de su valija como un simio salvaje, intentado de patear al hombre desconocido cada vez que se le daba la oportunidad. A pocos metros el tren se alistaba para detenerse, sus luces iluminaba todo a su paso. Ambos sujetos quedaron enfrentados, decididos a triunfar uno sobre el otro. Ricardo, el desgraciado contra el asaltante. “El Seba”, como el decían sus amigos, no se iría sin el equipaje de su objetivo sin derrotarlo. No contaba con armamento, tan solo su fuerza combinada con su resistencia le concederían la victoria. Aún después de tres minutos de forcejeo y haber logrado hacerse con el maletín, no contó con que al jalar del objeto y apropiarse de él, caería a las vías justo cuando el metro pasaba. Lo hizo añicos, pedazos, papilla. Papeles, estadísticas, una calculadora, eran lo que se encontraba en la valijita. La ambición de querer algo que no había en esa maleta, como por ejemplo grandes sumas de dinero, hicieron que el ratero tuviese una muerte extraordinaria frente a una gran cantidad de personas considerable. No podría contar su operativo fallido aunque quisiera, estaba totalmente desmembrado, muerto. |
Rodrigo J. Soto Bouhier
rodrisotobouhier@hotmail.com
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