Biografía de "El Potro" Rodrigo
Una tragedia argentina
Gabriel Sosa

Argentina tiene su propio panteón pagano, que desafía cualquier pretensión de racionalismo en quienes lo declaran un “país moderno”. Incluye al “Santo de los Chorros”, un adolescente muerto por la policía y en cuya tumba los ladrones rezan por la noche y dejan ofrendas de alcohol, armas y drogas. La figura principal en esta jerarquía es Santa Evita, el mito sobreviviente de Eva Perón. Pero desde junio del año 2000 tuvo una competencia fuerte por parte de “El Potro” Rodrigo, un difunto cantante cuartetero fallecido en un accidente automovilístico.

Tres años más tarde el fervor declinó, el nombre del cantante dejó de pronunciarse a cada momento, y sus santuarios fueron perdiendo público. Aun así el mito de “El Potro” se mantuvo vivo, y aunque Evita mantiene su lugar indiscutido como santa patrona de Argentina, la leyenda de este cantante no necesitó de muchos milagros para mantenerse. Con su propia vida real fue suficiente.

Nace una estrella. Hay dos formas de acercarse a la figura del cantante Rodrigo Bueno. La primera, estudiando su obra musical, es inabordable para todos aquellos no acostumbrados al tipo de música que realizaba. El cuarteto, forma musical típica de Córdoba, es un ritmo machacón y facilongo, deformación de la tarantela italiana, creado en la década de los ‘40.

Más productivo es acercarse al Potro por lo que su carrera tiene de anecdótico y trágico. Eso es lo que hace Emilio Fernández Cicco en Rodrigo Superstar, anunciando desde el inicio su desconocimiento previo de la vida y obra del músico, y dejando así constancia de haber cumplido una tarea periodística sólida, seria y respetuosa. Estos adjetivos se sustentan en la lectura del libro, donde la corta y frenética vida del Potro aparece desplegada como un gran teleteatro psicòtico, una montaña rusa puesta en marcha desde su infancia. Quien previamente haya visto y despreciado al cantante con el pelo teñido de azul, la mirada desorbitada y una sola ceja espesa atravesando su frente, puede con derecho sorprenderse ante esta lectura, e incluso al finalizarla quedarse meditando si en realidad el músico cuartetero sería o no una especie de genio, un músico de talento o una víctima de su trágico destino.

La familia. Como todo héroe de tragedia que se precie de tal, Rodrigo pasó su vida rodeado de monstruos. La madre, Beatriz Olave, siempre fue una personalidad extraña, en el límite que separa la excentricidad de la locura, y que agregó al desequilibrio emocional de su hijo un espeso componente incestuoso. Hasta el fin de su vida Rodrigo le reprocharía a su madre no aclararle si en verdad era hijo de quien le había dado el nombre o de alguno de los amantes que tuvo estando casada. Ese presunto padre era Eduardo Alberto “Pichín” Bueno, empresario musical, manager de grupos cuarteteros y representante en Córdoba de la CBS. Como encargado de dicho sello, Pichín fue el responsable del descubrimiento musical de la Electric Light Orchestra, siendo el primero a nivel mundial en difundir masivamente la música del grupo.

Pichín fue también el hacedor de la carrera de su hijo. A pesar de que los gustos adolescentes de Rodrigo se decantaban por el rock nacional, el mecenazgo de su padre y de un amigo íntimo de este, Carlos “La Mona” Jiménez, lo llevaron a iniciarse en 1987 como cantante de cuartetos. Un par de años después Pichín hizo que grabara su primer disco, y trató de insertarlo en el circuito de bailantas. Desde ese momento y por la siguiente década, Rodrigo inició un ascenso extraño y tortuoso, de Córdoba a Buenos Aires, y más tarde a la Argentina toda.

Para cuando murió Pichín en 1993, Rodrigo ya era una figura medianamente reconocida en el ambiente musical. Su padre le había conseguido un contrato importante en el sello Sony, aunque la compañía imponía sus propias condiciones a las grabaciones. Su último disco con la empresa fue inicialmente rechazado por ser demasiado “localista” (léase cuartetero) y porque el sello buscaba una música “más latina”, más centroamericana. Una vez libre del acuerdo Rodrigo firmó con el principal sello de música tropical de Argentina, Magenta. propiedad de los hermanos Kirovsky. A su vez reforzó vínculos con su manager José “Pepe” Luis Gozalo, dueño de varias discotecas y radioemisoras especializadas en música tropical y cuartetos. El contrato con Magenta fue ridículo y desventajoso, consistiendo para el músico en el uno por ciento sobre el ochenta y cinco por ciento de las regalías de cada disco. Además debía actuar repetidamente en locales del sello, y en giras organizadas por ellos mismos. Hasta el día de su muerte Rodrigo no vio ni un peso de lo que se le debía en concepto de derechos.

Con Gozalo tenía un acuerdo más justo, el 80 por ciento de los ingresos para el cantante, el 20 para el manager. Pero los gastos de cada presentación, así como el sueldo de los músicos, corrían por cuenta de Rodrigo, por lo que su ingreso final apenas superaba al de Gozalo. Entre los Kirovsky y Gozalo, Rodrigo estaba atrapado en una red de compromisos poco claros y de rendiciones dudosas, que el ritmo de vida que llevaba no le permitía nunca desenmarañar. Los Kirovsky eran peces gordos del mundo musical, involucrados en ajustes de cuentas y en delitos varios. Uno de los hermanos, Jorge, tenía como hobby registrar dominios de Internet con nombres célebres, como Yahoo o Microsoft, para luego divertirse en los bizantinos juicios que venían a continuación. Para justificar los nombres creaba empresas fantasmas; por ejemplo, su propia Microsoft vendía gotas para la impotencia.

Los amigos. Además de los directamente implicados en su carrera, Rodrigo estaba rodeado por una nube de personalidades mediáticas, que gravitaban en torno a su figura en vida y que lamentaron a gritos su muerte. Una lista parcial de nombres célebres incluye a Charly García (ídolo confeso de Rodrigo), Pippo Cippolatti (acompañado por la viuda de Martín Karadagian y sus Titanes), Maradona (con quien pasó una temporada en Cuba), Georgina Barbarossa, Graciela Alfano (quien descaradamente explotó la atracción física entre ambos), Juanita Víale del Carril (la nieta de Mirtha Legrand), Constancio Vigil y un largo etcétera. Y en medio de esa gente Rodrigo trabajaba 72 horas seguidas, manteniéndose despierto a base de drogas, producía ganancias siderales que iban a bolsillos de productores y managers, firmaba contratos constantemente sin tener tiempo de leerlos, daba cinco o seis recitales por noche (a veces el último empezaba a las ocho de la mañana del día siguiente), recorría cuanto programa televisivo pudiera haber, componía incansablemente, grababa discos y trataba de reunir pedazos dispersos de su propia vida para construir una personalidad propia. Leer su demencial periplo provoca la sensación de que su muerte, despedido del asiento de su camioneta y destrozado en el asfalto, debe haber sido, en algún nivel, un alivio para el músico sobrecargado y sobreexplotado.

Y después. Aunque ya no estaba para sufrir las consecuencias, el carnaval en torno a Rodrigo no terminó con su muerte. En su entierro se necesitaron 400 policías para contener a la multitud, donde se agolpaban todos aquellos que habían tenido algún contacto con el cantante. Todos menos su madre, que en ese mismo momento se encontraba en un programa de televisión, cantando y bailando flamenco.

Después vinieron la canonización, los rumores de suicidios de adolescentes, los retratos que lloraban, el altar en el sitio de su accidente, los discos lanzados a las apuradas, los homenajes interminables, el juicio televisado al supuesto causante de su muerte (ahí sí concurrió su madre), las declaraciones desgarradoras de todos los que alguna vez hubieran estado a cinco metros de su persona, la apoteosis y al final, el olvido. La última imagen que dio testimonio de Rodrigo es el juicio contra Alfredo Pesquera, el conductor que ocasionó el accidente y a quien se acusaba de estar contratado por alguna mafia o algo similar. De un lado estaban los acusadores, todo un carnaval de figuras pintorescas y siniestras. Del otro lado estaba Pesquera (un tipo turbio, extraño y de dudosos antecedentes), acompañado de su abogado Fernando Burlando, un tipo pintún y ostentoso cuyos antecedentes incluían la defensa de los responsables físicos del asesinato del fotógrafo Cabezas.

El juicio, televisado en toda su extensión, terminó exculpando a Pesquera. Todos los testigos declararon interminablemente ante cámaras, y varios de ellos firmaron autógrafos a la salida del tribunal. Rodrigo, al fin tranquilo y probablemente a su pesar, se convirtió en santo, mártir y ejemplo. La relación de su carrera, su éxito, su tragedia y su final puede leerse como una gran historia argentina, una parábola sobre el éxito y la exposición pública, un relato sórdido de los manejos empresariales o, más sencillamente, como una metáfora compleja, asombrosa y casi increíble sobre algo muy profundamente argentino.

RODRIGO SUPERSTAR, de Emilio Fernández Cicco. Planeta, Buenos Aires, 2002. 247 págs.

Rodrigo - Soy Cordobés

Rodrigo Bueno - Show en vivo completo │ Año 2000

23 ago. 2019
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Gabriel Sosa
Suplemento "El País Cultural" del diario El País (Montevideo, Uruguay)
Nº 710 - 13 junio 2003

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