De cómo fui cautivado por un acomodador |
Muchas personas muy valiosas han escrito páginas sutiles sobre Felisberto Hernández. De muy diversos aspectos de su obra se han ocupado, entre otros, Italo Calvino, Juan Carlos Onetti, Julio Cortázar, Juan José Saer, Ricardo Rey Bedford, Ricardo A. Latcham y Edelweis Serra, y lo han hecho con autoridad, con perspicacia, con puntos de vista saludablemente disímiles. Yo sólo quiero relatar una modesta experiencia, no de crítico agudo, sino de lector hedónico. Con absoluta seguridad puedo determinar la fecha en que me enteré de la existencia de un señor llamado Felisberto Hernández. En aquellos años yo compraba el librito -precio muy accesible- de una tal Biblioteca Básica Universal que, en Buenos Aires, publicaba cada semana el Centro Editor de América Latina. El volumen 130 se titula El cocodrilo, y otros cuentos, y fue publicado en abril de 1971. Como en esa época yo era una suerte de máquina de leer, sin duda habré emprendido al instante la lectura del ignoto autor. El segundo cuento de la antología comienza así: Apenas había dejado la adolescencia me fui a vivir a una ciudad grande. Su centro -donde todo el mundo se movía apurado entre casas muy altas- quedaba cerca de un río. En apariencia, el tono resulta algo pueril, con alguna reminiscencia de redacción escolar. Sin embargo, ya me hallo en posesión de unas cuantas informaciones muy precisas: el narrador es una persona joven; vive en una ciudad grande pero nació en otro lugar (más pequeño); en el centro de esa ciudad hay edificios muy altos; la gente se muestra presurosa, lo cual me indica que hay allí actividad comercial; el río ha de ser el de la Plata y, como el autor es uruguayo, puedo inferir que la «ciudad grande» es Montevideo. Estas treinta y una palabras del párrafo inicial no son perturbadas por ninguna nefasta abstracción, y sólo hay dos austeros y apagados adjetivos: grande y apurado. El efecto general es el despertar mi inmediato interés, mi deseo de seguir adelante. ¿A qué se dedica el narrador? Yo era acomodador de un teatro; pero fuera de allí lo mismo corría de un lado para otro; parecía un ratón debajo de muebles viejos. Iba a mis lugares preferidos como si entrara en agujeros próximos y encontrara conexiones inesperadas. Además, me daba placer imaginar todo lo que no conocía de aquella ciudad. Al llano oficio de acomodador se le contraponen algunas circunstancias curiosas: aun fuera de su trabajo, sigue corriendo de un sitio a otro; se compara con un ratón que entra en agujeros bifurcados, a su vez, en otros pasillos; siente placer al imaginar lo que no conoce de la ciudad. ¡Caramba! Este desconocido Felisberto ha logrado que tenga que prestarle mucha atención. ¿Qué ocurrirá ahora…? Mi turno en el teatro era el último de la tarde. Yo corría a mi camarín, lustraba mis botones dorados y calzaba mi frac verde sobre chaleco y pantalones grises; en seguida me colocaba en el pasillo izquierdo de la platea y alcanzaba a los caballeros tomándoles el número; pero eran las damas las que primero seguían mis pasos cuando yo los apagaba en la alfombra roja. Al detenerme extendía la mano y hacía un saludo en paso de minué. Siempre esperaba una propina sorprendente, y sabía inclinar la cabeza con respeto y desprecio. Acaso sólo he encontrado la excelente descripción -verbos de acciones visibles, sustantivos concretos, ningún adjetivo ocioso, mínimos matices adverbiales- de su tarea cotidiana de acomodador. Pero la oración final culmina con dos términos antagónicos (respeto y desprecio) que me provocan inquietud: si el acomodador siente desprecio por los espectadores, entonces el respeto que les demuestra es fingido. De manera que debo preguntarme: ¿por qué desprecia a quienes le dan propina…? Y enseguida leo: No importaba que ellos no sospecharan todo lo superior que era yo. Llegado a este punto en mi incursión de lector que goza con las peripecias y los enigmas, ¿cómo dejar de leer, cómo no querer averiguar en qué residía la mucha superioridad del innominado narrador? De más está decir que ya no me detuve un instante y, en efecto, continué leyendo para conocer los misterios que el narrador proponía pero ocultaba: la avidez del lector es el resultado de la eficacia del narrador. Desde luego, como en el acto de leer yo no realizo ningún análisis consciente del texto, puede ocurrir una de estas dos cosas: a) tropiezo y me aburro y me fastidio cuando el autor es torpe; b) me dejo llevar por el placer de la lectura a causa precisamente de la habilidad del narrador. Puesto que -por fortuna- estamos en el caso b), sólo más tarde se me ha ocurrido tratar de establecer por qué Felisberto no permitió que yo -cautivado- abandonara la lectura de «El acomodador».[1] Quienes han leído el cuento saben qué insólito don poseía el acomodador; quienes no lo han leído tendrán que hacerlo, pues yo no voy a revelarlo.[2] Notas: [1]. «El acomodador» se publicó por primera vez en Los Anales de Buenos Aires (I, 6, junio de 1946), hecho que tiene su relevancia, si tenemos en cuenta que el director y factótum de esta revista era nada menos que Jorge Luis Borges. Al año siguiente fue recogido en el volumen Nadie encendía las lámparas (Buenos Aires, Sudamericana, 1947). [2]. Utilizaré el tímido cuerpo menor de la nota de pie de página para exponer una confesión personal. En 1982 la Editorial de Belgrano, de Buenos Aires, publicó mi libro de cuentos En defensa propia. Uno de sus cuentos no se titula «El acomodador» pero se titula «El archivador». Empieza de esta manera: En cierta época, yo era una persona delgada y de muy baja estatura. Ello se debía a que trabajaba en el archivo de una gran empresa. La frecuentación del polvo, de los papeles viejos y de las tinieblas me había infundido un aire de alimaña furtiva, de habitante de los rincones. Yo pensaba que la luz me hacía daño y, para evitarla, acostumbraba llegar a mi archivo antes de la aurora, cuando en el edificio sólo estaban los hombres que realizaban la limpieza de las oficinas, y no lo abandonaba sino hasta después del anochecer. Sin duda, leí más de una vez «El acomodador». Pero juro que escribí estos párrafos sin tener bajo la vista el texto de Felisberto (en una época en que, por razones de mudanza de casa y otros trastornos, ni siquiera habría logrado encontrar mis libros) y después de bastantes años de aquellas lecturas. Supongo que el agradable recuerdo habrá guiado mi mano: ese principio y el relato de un destino absurdo fueron una sinuosa manera ¿inconsciente? de rendir homenaje a un escritor querido. [Este artículo se publicó por primera vez en el suplemento «La Palabra», del diario La Opinión (Rafaela, Santa Fe, Argentina), 11 de enero de 2003.] |
Fernando
Sorrentino
Gentileza de
http://www.fernandosorrentino.com.ar/
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