Me quité la camisa y quedé con el torso desnudo.
-Tranquilo, tranquilo, tranquilito… -iba diciendo.
Cuando estuve a su lado, desplegué con lentitud la camisa, como si fuera una red, y, de repente, en un solo movimiento brusco, cubrí con ella al conejo de Ushuaia, envolviéndolo por abajo y formando un paquete de regulares proporciones. Con las mangas y los faldones practiqué un fuerte nudo, que me permitió sostener el envoltorio con sólo mi mano derecha, mientras la izquierda me quedó libre para ayudarme a escalar de nuevo la verja y volver a la vereda.
Desde luego, no podía presentarme en el banco con el torso desnudo ni con el conejo de Ushuaia. De manera que me dirigí a casa; resido en un octavo piso de la calle Nicaragua, entre Carranza y Bonpland. En una ferretería adquirí una jaula para pájaros, de tamaño más bien grande.
El portero estaba lavando la vereda de nuestro edificio. Al verme con el pecho descubierto, con una jaula en la mano izquierda y un envoltorio blanco, que se agitaba, en la mano derecha, me miró con más asombro que reprobación.
Mi mala suerte quiso que, al entrar en el ascensor, me siguiera una vecina que traía de la calle a su perrito, un animal feo y antipático que, al captar el olor -más allá de la percepción del ser humano- del conejo de Ushuaia, rompió a ladrar ensordecedoramente. En el octavo piso pude librarme de aquella mujer y de su estentórea pesadilla.
Cerré la puerta del departamento con llave, preparé la jaula y, con infinito cuidado, empecé a desenvolver la camisa, tratando de no irritar, y mucho menos de herir, al conejo de Ushuaia. Sin embargo, el encierro lo había hecho enojar y, al liberarlo del todo, no pude impedir que me clavara en el brazo un aguijón. Tuve la suficiente presencia de ánimo para que el dolor no me hiciera soltarlo y logré, por fin, ponerlo a buen recaudo dentro de la jaula.
En el cuarto de baño me lavé la herida con agua y jabón, y, en seguida, con alcohol medicinal. Luego me pareció que lo más sensato era llegarme a la farmacia y hacerme aplicar el suero antitetánico, y eso fue lo que hice sin dudar.
Desde la farmacia me fui directamente al banco para concluir el maldito trámite que había quedado postergado por culpa del conejo de Ushuaia. En el camino de regreso adquirí víveres.
Puesto que, durante el día, carece de aparato masticador, consideré lo más práctico cortar el bofe en pequeños trozos y mezclarlo con leche y garbanzos; revolví todo con una cuchara de madera. Tras olfatear la combinación, el conejo de Ushuaia la absorbió, sin dificultad pero con mucha lentitud.
A la caída del sol empieza su proceso de dilatación. Trasladé entonces los pocos muebles del living -dos sillones simples, uno de dos cuerpos y una mesita ratona- al comedor, apoyándolos casi contra la mesa grande y las sillas.
Antes de que no cupiera por la puertecita, lo hice salir de la jaula y, ya libre y cómodo, creció lo suficiente. En este nuevo estado había perdido por completo la agresividad, y se mostraba abúlico y perezoso. Cuando le vi brotar las escamas violetas -indicios de somnolencia-, me metí en mi dormitorio, me acosté y di por terminado ese día.
A la mañana siguiente, el conejo de Ushuaia había regresado a la jaula. En vista de esa docilidad, no me pareció necesario cerrarle la puertecita: que él decidiera cuándo permanecer dentro o fuera de su prisión.
El instinto del conejo de Ushuaia es infalible. Desde ese primer día, y al anochecer, se habituó a dejar la jaula y a extenderse, a modo de un flan de cierta consistencia, por el suelo del living.
Según se sabe, evacua sus heces las medianoches de los días impares. Si uno coloca (por ánimo de jugar, claro está) esos pequeños poliedros metálicos y verdes en una bolsa, y los agita, suenan de una manera muy simpática, con algo de ritmo caribeño.
En realidad, poco tengo en común con Vanesa Gonçalves, mi novia. Es bastante diferente de mí. En lugar de admirar las tantas cualidades positivas del conejo de Ushuaia, le pareció que lo mejor era desollarlo para hacerse confeccionar un tapado de piel. Eso puede practicarse de noche, cuando el animal está dilatado y la superficie de su piel es lo bastante extensa para que las crestas cartilaginosas se desplacen hasta los bordes y no dificulten las tareas de incisión y corte. No quise ayudarla en la operación; Vanesa, sin otros instrumentos que una tijera de sastre, despojó al conejo de Ushuaia de toda la piel del lomo, la llevó a la bañadera y, bajo el agua de la canilla y con detergente, cepillo y lavandina, eliminó por completo los restos de ámbar y bilis que la cubrían. Luego la secó con una toalla, la plegó, la guardó en una bolsa de plástico y, muy contenta, se la llevó a su casa.
Esa piel no necesita más de ocho o diez horas para regenerarse por completo. Vanesa imaginó un gran negocio: desollar cada noche al conejo de Ushuaia y vender sus pieles. No se lo permití; no quería convertir un hallazgo científico de tanta importancia en algo groseramente mercantil.
Sin embargo, una entidad ecologista denunció el hecho, y en los diarios se publicó una solicitada en la que se acusaba a “Valeria González” -y, lateralmente, también a mí- de ejercer crueldad hacia los animales.
Tal como yo sabía que iba a ocurrir, la llegada del otoño restituyó al conejo de Ushuaia su lenguaje telepático y, aunque su mundo cultural es limitado, pudimos tener agradables conversaciones y hasta establecer una especie de, ¿cómo diré?, de código de convivencia.
Me dijo que Vanesa no le caía simpática, y yo comprendí perfectamente sus calladas razones: le pedí a mi novia que no viniera más a casa.
Tal vez por gratitud, el conejo de Ushuaia perfeccionó un modo de no dilatarse tanto por las noches, de manera que pude traer de regreso al living todos los muebles. Duerme sobre el sillón de dos cuerpos y defeca sus poliedros metálicos sobre la alfombra. Nunca fue de excesivo comer y, en esto, como en todo lo demás, su conducta es mesurada y digna de elogio y de respeto.
Su delicadeza y su eficacia llegaron al extremo de preguntarme cuál sería, para mí, su tamaño diurno más cómodo. Le dije que habría preferido el de la cucaracha, pero advertí que esa misma pequeñez volvía al conejo de Ushuaia peligrosamente imperceptible, con el consiguiente riesgo de herirlo (ya que no de matarlo).
Tras algunos ensayos, llegamos a la conclusión de que, durante las noches, el conejo de Ushuaia continuaría dilatándose hasta adquirir el tamaño de un perro muy grande o de un leopardo. Durante el día, lo ideal consistía en las proporciones de un gato mediano.
Esto me permite, mientras miro televisión, por ejemplo, tener al conejo de Ushuaia en mis rodillas y acariciarlo distraídamente. Hemos forjado una sólida amistad y, a veces, con sólo nuestras miradas nos entendemos. No obstante, durante los meses fríos se mantienen vigentes sus facultades telepáticas, que desaparecerán apenas lleguen los primeros calores.
Ya estamos en agosto. El conejo de Ushuaia sabe que, desde septiembre hasta febrero o marzo, no podrá formularme preguntas ni plantear sugerencias ni recibir mis consejos o felicitaciones.
En los últimos tiempos ha caído en una especie de manía repetitiva. Me dice -como si yo no lo supiera- que él es el único ejemplar sobreviviente de conejo de Ushuaia en todo el mundo. Sabe que no tiene la menor posibilidad de reproducirse, pero -aunque se lo pregunté muchas veces- jamás me dijo si esto le preocupa o lo deja indiferente.
Además de estas afirmaciones, me pregunta -todos los días y varias veces al día- si vale la pena seguir viviendo, así, solo en el mundo, en mi compañía pero sin congéneres. No tiene manera de morir por su propia voluntad, y yo no tengo manera -y, aunque la tuviera, jamás lo haría- de matar a un animal tan dulce y afectuoso.
Por estas razones, mientras perduran los últimos fríos del año, converso con el conejo de Ushuaia y continúo acariciándolo distraídamente. Cuando llegue el calor de septiembre, sólo podré limitarme a acariciarlo.
[Este cuento pertenece al libro El crimen de san Alberto, de Fernando Sorrentino, publicado por la Editorial Losada, de Buenos Aires, en octubre de 2008.]