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Sobre el estilo por Susan Sontag Traducción de Jesús C. Guiral |
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Hoy en día resulta casi imposible encontrar críticos literarios de prestigio que se dejen sorprender en la defensa ideológica de la anticuada antítesis estilo versus contenido. Sobre este punto prevalece un recatado consenso. Todos admiten que estilo y contenido son indisolubles; que el estilo marcadamente individual de cada escritor importante constituye un aspecto orgánico. En la práctica de la critica, sin embargo, la vieja antítesis vive aún, virtualmente inatacada. Esos mismos críticos desautorizan —de pasada— la noción de que el estilo sea algo accesorio al contenido. Pero en su mayoría aún se aterran a la dualidad antedicha cada vez que se dedican a criticar obras literarias particulares. Después de todo, no es fácil apartarse de una distinción que, en el fondo, sostiene la estructura misma del trabajo de los críticos. Una distinción que contribuye a perpetuar ciertos fines intelectuales e intereses creados que, asimismo, permanecen indiscutidos y a los que sería arduo renunciar de golpe sin tener a mano un completo, articulado sustitutivo. De hecho es en extremo difícil hablar acerca de una novela o de un poema particular como poseedores de un “estilo” sin implicar —se quiera o no— que el estilo es algo decorativo, accesorio. Por el mero uso de esta noción nos vemos forzados a invocar, aunque sea de manera implícita; una antítesis entre estilo y... algo más. Muchos críticos no se dan cuenta de esto. Se sienten suficientemente protegidos tras sus pronunciamientos teóricos contra el común error de la dicotomía contenido y estilo. Pero, mientras tanto, persisten en la tarea de reforzar aquello que —en teoría— niegan en absoluto. Una de las formas en que subsiste la vieja dualidad —en la práctica de la crítica, en sus juicios concretos— se da en la frecuencia con que se defienden como “buenas” obras artísticas admirables. Aunque al mismo tiempo se reconozca como poco elegante o descuidado eso que se llama —mal — el “estilo” de las obras. Otra forma también frecuente: se considera a estilos enrevesados con una indisimulada ambivalencia. Los escritores y artistas contemporáneos que ofrecen un estilo intrincado, hermético, que exige atención —para no catalogarlo de “hermoso”— reciben su ración de alabanzas abundantes. Pero se agrega la clara insinuación de que un estilo de tal naturaleza se resiente, a menudo, de cierta insinceridad —evidencia de intromisión del artista en materiales a los que debía haber permitido una mayor aparición progresiva en estado puro. Whitman, en el prefacio a la edición de 1885 de Leaves of Grass, expresa su desafiliación ideológica a "él estilo”. (Lo que, en la mayoría de las artes, constituye desde el siglo pasado el compromiso estereotipado para introducir un nuevo vocabulario estilístico). “El poeta más grande es aquel que tiene un estilo menos visible y es libre canal de sí mismo en mayor grado" que un gran poeta manerista. “Dice a su arte: No seré un entrometido; no habrá en mis líneas elegancias, efectos u originalidades que cuelguen entre mi persona y los demás como cortinajes separatorios. No; no pondré cortinas en el camino. Ni siquiera las más elegantes para los ojos. Lo que diga lo diré tal cual es”. Seamos sinceros. Como todos saben —o pretenden saber— no existe un estilo neutro, absolutamente translúcido. En su excelente trabajo sobre L’ étranger Sartre ha demostrado que el celebrado “estilo blanco” de Camus —impersonal, lúcido, llano— es, en sí, el vehículo de la imagen del mundo de Meursault (en cuanto que se presenta compuesto de absurdos momentos accidentales). Lo que Roland Barthes ha llamado “el grado cero del escribir” es —por antimetafórico y deshumanizado, precisamente —tan selectivo y artificial como cualquier estilo tradicional. A pesar de ello, la noción de un transparente arte sin estilo conforma una de las fantasías más arraigadas en la cultura moderna. Los artistas y los críticos pretenden creer que resulta tan imposible limpiar el arte de artificialidades como puede ser para alguien perder su personalidad. Aún así, la aspiración continúa. Se nota, por ejemplo, en el permanente disentir con el arte moderno a causa de la mareante velocidad de sus cambios de estilo. Hablar de estilo es en cierta medida hablar de la totalidad de una, obra de arte. Como todo raciocinio sobre totalidades, lo que se diga sobre el estilo debe expresarse en metáforas. Y las metáforas provocan confusiones. Tomemos como ejemplo la propia metáfora material de Whitman transcrita más arriba. Al comparar el estilo a una cortina, Whitman ha confundido el estilo con la decoración. Y la mayoría de los críticos apuntaría a esa falla inmediatamente. Concebir el estilo como un impedimento decorativo para la materia del trabajo sugiere que la cortina puede ser abierta; y la materia revelada. O, por variar la metáfora un poco, que la cortina puede ser transparente. Pero no es ésta la única implicación errónea de la metáfora whitmaniana. Lo que sugiere además es que el estilo es un problema de cantidad (más-menos) o de densidad (espesor-delgadez). Y, aunque sea menos obvio, tal concepción es tan falsa como pensar que la fantasía de un artista posee la opción genuina de no tener un estilo. El estilo no es cuantitativo; tampoco es algo superpuesto. Una convención estilística más compleja —la que lleve la prosa más allá de la dicción y cadencia de la conversación ordinaria, supongamos— no significa que el resultado de este trabajo tenga “más” estilo. En los hechos, prácticamente todas las metáforas que persiguen estilo se reducen a colocar la materia en el interior, el estilo en el exterior. Sería mucho más justo dar vuelta a la metáfora. La materia, el fondo, el contenido, está en el exterior; el estilo, en el interior. Como ha escrito Cocteau: “El estilo decorativo nunca ha existido. El estilo es el alma y, desafortunadamente para nosotros, el alma asume la forma del cuerpo”. Inclusive si uno fuese a tomar el estilo como la manera de nuestro mostrarnos, tampoco podríamos deducir de ello que haya, de hecho, una oposición entre el estilo que usamos y nuestro “verdadero” ser. Claro que raramente se da tal disyuntiva. En casi todos los casos, nuestro modo de mostrarnos. Es nuestra manera de ser. La máscara es la cara. Querría dejar bien sentado, sin embargo, que lo que he escrito hasta aquí sobre las metáforas peligrosas no quita valor al uso de metáforas concretas y limitadas para describir el impacto de un estilo particular. Parece inocuo hablar de un estilo y tomar la terminología cruda que se usa para describir sensaciones físicas. Como aplicar a un estilo los adjetivos “sonoro”, “pesado”, “opaco”, “desabrido” o —para emplear la imagen de un argumento— “inconsistente”.
El antagonismo hacia el “estilo” no es más que un antagonismo hacia determinado tipo de estilo. No hay obras de arte sin estilo. Sólo obras de arte que pertenecen a diferentes y más o menos complejas tradiciones y convenciones estilísticas. Esto quiere decir que la noción de estilo, considerada genéricamente, posee un específico sentido histórico. No sólo los estilos pertenecen a un tiempo y a un espacio. No sólo nuestra percepción del estilo de determinada obra de arte está siempre cargado de un darnos cuenta de la historicidad del trabajo, de su lugar en una cronología. Hay algo más. Nuestra visualización de estilos es, en sí misma, un producto de la conciencia histórica. Si no fuera por las derivaciones de normas artísticas precedentes, por la experimentación previa que se ha hecho con ellas, no podríamos reconocer el perfil de un nuevo estilo. Más aún: la misma noción de “estilo” necesita una perspectiva de aproximación histórica. La conciencia de estilo como un problemático y aislado elemento de una obra de arte ha surgido en el público y en la crítica en ciertos momentos históricos. Como una pantalla tras la que se han debatido otros problemas. En última instancia, problemas éticos y políticos. Desde el Renacimiento, la idea “tener un estilo” ha configurado una de las soluciones propuestas, con intermitencia, a las sucesivas crisis que han amenazado viejas ideas de verdad, de rectitud moral, de naturalidad. Pero supongamos que se admite todo eso. Que toda representación se encarna en un estilo dado (es fácil decirlo y escribirlo). Y que, por consiguiente, no existe —en términos estrictos— algo como el realismo, excepto en cuanto éste constituye en sí misma una especie de convención estilística (esto ya es algo más difícil de sostener). Se dan, a pesar de todo, estilos. Cualquiera puede ponerse en contacto con movimientos artísticos que tienen evidentemente algo más que “un estilo”. Dos ejemplos: la pintura manerista de finales del siglo XVI y principios del XVII; el “Art Nouvean” en pintura, arquitectura, mobiliario, objetos domésticos. Artistas como Parmiglianino, Pontorno, Rosso, Bronzino; Gaudí, Guimard, Deardsley y Tiffany cultivaron el estilo de alguna manera obvia. Al menos parecen estar preocupados con preguntas estilísticas. Y ciertamente colocan el acento menos en lo que dicen que en la manera de decirlo. Para enfrentarnos a un arte de esta naturaleza (que en apariencia exigiría la distinción estilo/contenido que he señalado debemos abandonar) se necesita un término como “estilización” o su equivalente. “Estilización” es lo que se hace presente en una obra de arte, precisamente cuando el artista no se propone la —de ninguna manera inevitable— distinción entre materia y manera, fonda y forma. Cuando eso ocurre, cuando el estilo y el tema son discernibles —es decir, cuando el estilo y el contenido se enfrentan uno a otro— podemos legítimamente hablar de temas tratados (o maltratados) de acuerdo a un cierto estilo. El maltrato creativo parece ser la regla más frecuente. Porque cuando se concibe el material artístico como una “materia temática” también se experimenta como algo con posibilidades de agotamiento. Y al entender que los temas están en un proceso avanzado de agotamiento, éstos devienen entonces aptos para una estilización cada vez mayor. Hagamos un paralelo en cine. Comparamos las primeras películas de Von Stemberg, por ejemplo (Salvation Hunters, Underworld, The Docks of New York) con las seis películas estadounidenses que hizo con Marlene Dietrich allá por los treinta. Los mejores filmes del mejor Von Sternberg asumen pronunciados rasgos estilísticos; una superficie estética sofisticadísima. Pero no sentimos lo mismo ante la narrativa del marinero y la prostituta en The Docks of New York que ante las aventuras de la Dietrich en Blonde Venus o en The Scarlet Express que representan un ejercicio de estilo. Lo que ensaya estos últimos filmes de V.S. es la actitud irónica hacia el tema (amor romántico, la femme fatale); un juicio sobre ese tema, interesante sólo en cuanto se transforma por medio de la exageración. En una palabra: en cuanto se estiliza. La pintura cubista o la escultura de Giacometti no serían ejemplos de “estilización”, distinguibles de “estilo” en arte. Aunque haya una extensiva distorsión del rostro humano y de la figura humana, las distorsiones no tienden a hacer la figura y la cara interesantes. Pero la pintura de Crivelli y Georges de la Tour son ejemplos de lo que indico. La “estilización” en una obra de arte, como algo distinto del estilo, refleja una ambivalencia (afección opuesta al desprecio, obsesión contrarrestada por la ironía) hacia el tema. Se mantiene esta ambivalencia por un especial distanciamiento del tema a través de la cobertura retórica de la estilización. Pero como resultado común observaremos que la obra de arte se hace excesivamente estrecha y repetitiva. O bien, que las diferentes partes parecen disociadas, fuera de sus goznes. (Un buen ejemplo de esto último que subrayo lo da la relación entre el visualmente brillante “denouement” en The Lady from Shangai de Orson Welles y el resto de la película.) Sin duda que en una cultura hipotecada a la utilidad del arte (en especial a la utilidad moral), embarazada por una necesidad inútil de ahuyentar del arte solamente aquellas otras artes que procuran el mero entretenimiento, las excentricidades del arte estilizado proveen una satisfacción válida y valiosa. He descrito estas satisfacciones en otro ensayo, con el nombre de “camp”[1]. Sin embargo, es evidente que el, arte estilizado —palpablemente un arte de exceso, al que le falta armoniosidad— nunca puede ser un arte de alto vuelo. El fantasma de la noción contemporánea de estilo es la oposición espúrea entre forma y contenido. ¿Cómo podremos exorcisar el sentimiento de que el “estilo” —que funciona como la noción de forma— subvierte el contenido? De algo podemos estar seguros. Ninguna afirmación de la relación orgánica entre estilo y contenido se hará realmente con convicción —o llevará a los críticos que hacen esta afirmación al remodelado de su trabajo específico— hasta que la noción de contenido haya sido puesta en su verdadero lugar. La mayoría de los críticos no se oponen a llegar a este acuerdo: una obra de arte no “contiene” una cierta cantidad de contenido (o función, como en el caso de la arquitectura) embellecida por el “estilo”. Pero muy pocos se toman el trabajo de llegar hasta las últimas consecuencias positivas de este principio que aceptan con unanimidad. ¿Qué es “contenido”? Y, más precisamente, ¿qué queda de la noción de contenido cuando transcendemos la antítesis de estilo ( o forma y contenido)? Parte de la respuesta está en el hecho de que hablar de que una obra de arte tenga "contenido” es, de por sí, una convención estilística bastante peculiar. La gran tarea que queda a la teoría crítica es examinar en detalle la función formal del contenido. Hasta que llegue el reconocimiento y la exploración conveniente de esta función, no se podrá evitar que los críticos sigan tratando las obras de arte como “manifestaciones”. (Menos, desde luego, en aquellas artes que son abstractas o han avanzado bastante en el abstraccionismo: música, pintura, danza. En ellas, los críticos no han resuelto en problema; las artes mismas se lo han quitado de las manos). Desde luego, una obra de arte puede ser considerada como una manifestación; es decir, como una respuesta a una pregunta. En el nivel más elemental podemos considerar el retrato del Duque de Wellington pintado por Goya como la respuesta a la pregunta: ¿Qué aspecto tenía Wellington? También puede verse en Anna Karenina la investigación de los problemas del amor, matrimonio y adulterio. Aunque el tema de la adecuación a la vida de la representación artística se haya abandonado bastante en la pintura, esa adecuación todavía constituye un poderoso modelo de juicio en la mayoría de las apreciaciones que se hacen sobre novelas serias, obras de teatro, cine. En la teoría crítica la noción precedente no es de hoy. AI menos desde Diderot, la principal tradición de la crítica (en todas las artes que apelan a criterios tan aparentemente disímiles como verosimilitud y corrección moral) trata, en efecto, a la obra de arte como una manifestación que toma la forma de una obra de arte.
Inevitablemente, los críticos que miran las obras de arte como manifestaciones hablan con cautela de "estilo” aun cuando de labios para fuera hablen de "imaginación”. Todo lo que esa imaginación significa para ellos, de todos modos, es la entrega supersensitiva de la “realidad”. Y es sobre esta “realidad” a la que la obra de arte ha hecho —digámoslo así— caer en la trampa, sobre la que los críticos continúan centrando su foco atencional, más que sobre el problema de hasta qué punto una obra de arte ocupa a la mente humana en ciertas transformaciones. Pero si la metáfora de la obra de arte como manifestación pierde su autoridad, la ambivalencia hacia “el estilo” debería desaparecer. Porque esta ambivalencia refleja la tensión que —se presupone— existe entre la manifestación y la manera en que ésta se presente.
Al final, sin embargo, tenemos que reconocer que no podemos modificar las actitudes hacia el estilo apelando tan sólo a la “apropiada” (en cuanto opuesto a la utilitaria) manera de mirar las obras de arte. La ambivalencia hacia el estilo no radica únicamente en el simple error —sería entonces bastante sencillo de erradicar— sino en una pasión: la pasión de una totalidad de la cultura. Esta pasión existe para proteger y defender valores tradicionalmente concebidos como “adyacentes” al arte —esto es: verdad y moralidad— pero que permanecen en perpetuo peligro de verse comprometidos por el arte. Detrás de la ambivalencia hacia el trato que se da al estilo se esconde, en última instancia, la confusión histórica, occidental acerca de la relación entre arte y modalidad, lo estético y lo ético. Porque el problema del arte versus moralidad es un pseudoproblema. La distinción en sí misma, una trampa. Ya que su plausibilidad continuada descansa en no cuestionar lo ético sino lo estético tan sólo. Argüir en este terreno, buscando defender la autonomía de lo estético (y yo misma lo he hecho, aunque con bastante desconfianza) es ya dar por supuesto algo que no debería darse por supuesto jamás: que existen dos independientes fuentes de respuesta, la estética y la ética, que rivalizan por conseguir nuestra adhesión cuando “experimentamos” una obra de arte. Esto presupondría que durante la experiencia artística uno tiene realmente que elegir entre conducta responsable y humanitaria de una parte, y la estimulación placentera de la conciencia, de otra. Desde luego nunca tenemos una respuesta puramente estética a las obras de arte. Ni hacia una novela o una obra de teatro con su pintura de seres humanos eligiendo y actuando. Ni, aunque sea menos evidente, hacia una pintura de Jackson Pollock o un vaso griego. (Ruskin ha escrito agudamente sobre los aspectos morales de las propiedades formales de la pintura.) Pero tampoco sería apropiado que buscásemos una respuesta moral a algo en una obra de arte en el mismo sentido en que la buscamos al actuar en la vida real. Sé que me indignaría (psicológica, legalmente) si uno de mis conocidos asesinase a su esposa y no recibiese castigo. Pero no puedo indignarme, como muchos críticos parecen hacerlo, cuando el héroe de An American Dream de Norman Mailer asesina a su esposa y queda sin castigo. Divine, Darling y los otros en Notre Dame des Fleurs de Genet no son personas reales a las que se nos pide invitemos a nuestra casa; son figuras en un paisaje imaginario. El punto de que hablo parecerá obvio, pero ante la insistencia de juicios cortés-moralísticos en la crítica de la literatura contemporánea (y en la crítica cinematográfica) vale la pena repetirlo unas cuantas veces. Para muchísimas personas, como Ortega y Gasset ha señalado en La Deshumanización del Arte, el placer estético es un estado mental esencialmente indistinguible de sus respuestas ordinarias. Por arte entienden un medio a través del cual se ponen en contacto con problemas humanos interesantes. Cuando se apenan y se divierten junto a los destinos humanos en una obra de teatro, en un filme, en una novela, no se afligen o gozan de manera distinta que en la vida real. A no ser que la experiencia de los destinos humanos en arte contenga menos ambivalencia, es relativamente desinteresada y está libre de consecuencias penosas. La experiencia es también, hasta un cierto grado, más intensa. Porque cuando el sufrimiento y el placer se experimentan vicariamente, el público puede permitirse el lujo de sentirse ávido. Pero, como Ortega sostiene, “una preocupación con el contenido humano de la obra (de arte) es en principio incompatible con el juicio estético”[2]. Ortega, creo, tiene toda la razón. Pero yo no abandonaría el problema donde él lo hace porque así se aísla tácitamente lo estético de la respuesta moral. El arte está conectado con la moralidad, argüiría yo. Uno de los modos en que está así unido es éste: el arte puede darnos placer moral; pero el placer moral peculiar del arte no es el placer de aprobar o desaprobar actos humanos. El placer moral en arte al igual que el servicio moral que el arte lleva a cabo, consiste en la gratificación inteligente de la conciencia. La moralidad es una forma de actuar y no un repertorio de elecciones. Si la moralidad se entiende de esta manera —como uno de los logros de la voluntad humana, dictándose a sí misma un modo de actuar y de estar en el mundo— entonces es claro que no existe antagonismo genérico entre la forma de conciencia que apunta a la acción y que es moralidad y el alimento de la conciencia que es la experiencia estética. Solamente cuando se reducen las obras de arte a manifestaciones que proponen un contenido específico y cuando se identifica la moralidad con una moralidad particular (y cualquier moralidad particular conserva impurezas; esos elementos que no son más que una defensa de intereses sociales limitados y valores de clase), solamente entonces puede pensarse que la experiencia de una obra de arte sea des-tructura de la moralidad. Solamente entonces puede caber la completa distinción entre lo estético y lo ético. Pero si entendemos la moralidad en el plano de lo individual como una decisión genérica de parte de la conciencia, entonces quedará bien claro que nuestra respuesta al arte es “moral” en cuanto que es, inevitablemente, la vitalización de nuestra sensibilidad y de nuestra conciencia. Porque la sensibilidad nutre exactamente nuestra capacidad para la elección moral y nos señala nuestra presteza a actuar. Asumiendo que elegimos realmente —que es pre-requisito indispensable para llamar moral a un acto dado— y no que estamos ciega e irreflexivamente obedeciendo. El arte lleva a efecto este cometido ‘moral” porque las cualidades que son intrínsecas a la experiencia estética (desinterés, contemplación, atención, despertar de los sentidos) y al objeto estético (gracia, inteligencia, expresividad, energía, sensitividad) son constituyentes fundamentales de una respuesta moral a la vida. En arte “contenido” es, por decirlo así, el pretexto, el fin, el cebo que atrae a la conciencia en estos procesos formales de transformación. Tomemos el caso Genet —aunque aquí haya una evidencia adicional para lo que pretendo esclarecer, porque las intenciones del artista son conocidas. Genet, en sus escritos, parece pedirnos que aprobemos su crueldad, su traición, su desenfreno y asesinato. Pero en cuanto está haciendo una obra de arte, Genet no aboga por nada. Genet registra, devora, transfigura su experiencia. En los libros de Genet este mismo proceso es, de hecho, su tema explícito. Sus libros no son obras de arte solamente sino libros sobre arte. Sin embargo aun cuando (como suele suceder) el proceso no esté en la superficie de la demostración del artista, a lo que debemos prestar atención es a este proceso de la experiencia. No importa que los personajes de Genet nos repelan en la vida real. También nos ocurriría lo mismo con la mayor parte de los personajes de King Lear. El interés de Genet estriba en la manera en que su “temática” es anihilada por la serenidad e inteligencia de su imaginación. Aprobar o reprobar moralmente lo que una obra de arte “dice’ ’es tan ajena a la obra de arte, como sentirse sexualmente excitado por ella. (Ambas experiencias son, desde luego, muy comunes). Las razones esgrimidas contra la propiedad y pertinencia de una puede aplicarse igualmente a la otra. De hecho, en esta noción de anihilación del tema tenemos tal vez el único criterio serio para distinguir entre literatura erótica o filmes o cuadros artísticos y aquellos que (por no tener mejor palabra) hemos llamado pornografía. La pornografía tiene un “contenido” y su finalidad es ponernos en contacto (con disgusto, con deseo) con ese contenido. Es un substituto de la vida. Pero el arte no excita. O, si lo hace, la excitación se aplaca dentro de los términos de la experiencia estética. Todo arte grande induce a la contemplación, a una dinámica contemplación. No importa cuánto ss exciten los lectores, el auditorio o los espectadores por una provisional identificación de lo que revela la obra de arte con lo que sucede en la vida real. Su última reacción —en cuanto reaccionen a la obra como una obra de arte será distanciada, reposada, contemplativa, emocionalmente libre. Más allá de la indignación y la aprobación. Interesa notar que Genet ha dicho recientemente que ahora piensa que si sus libros excitan sexualmente a los lectores, entonces “están mal escritos; porque la emoción poética debe ser tan fuerte que ningún lector se sienta movido sexualmente. Si mis libros contienen pornografía, no los rechazo. Simplemente digo que me faltó gracia.” No debe admitirse la objeción de que esta aproximación reduce el arte a mero “formalismo”. (Esa palabra debe reservarse para aquellas obras de arte que perpetúan mecánicamente fórmulas estéticas agotadas, pasadas de moda.) Decir que una obra de arte no tiene contenido alguno tiene el mismo sentido que decir que el mundo no tiene contenido. El mundo y la obra de arte “son”. Ni uno ni otro necesita justificación. Ni posiblemente la pueda tener. El hiperdesarrollo del estilo en la pintura manerista y el Art Nouveau, por ejemplo, es una forma enfática de experimentar el mundo como fenómeno estético. Pero solamente una forma particularmente enfática que surge de la reacción contra un estilo de realismo opresivamente dogmático. Todo estilo —todo arte— proclama esto que digo. Y el mundo es, en última instancia, un fenómeno estético. En otras palabras: el mundo (todo lo que existe) no puede tener justificaciones últimas. La justificación es una operación mental, posible sólo cuando consideramos una parte del mundo en relación con otra. No cuando consideramos la totalidad de lo existente. En cuanto nos damos a ella, la obra artística ejerce un total y absoluto dominio sobre nosotros. Robbe-Grillet ha escrito: “Si el arte es algo, es todo; y en este caso debe bastarse a sí mismo y nada puede haber más allá de él.” Pero esta posición se presta a la caricatura fácil. Porque vivimos en el mundo. Y es en el mundo en donde se hacen y se gozan los objetos de arte. El derecho de autonomía que —sostengo— tiene la obra de arte (su libertad para “no significar” nada) no destruye la consideración del efecto, impacto o función del arte, una vez que se conceda que en este funcionamiento del objeto artístico como objeto artístico el divorcio entre lo estético y lo ético no tiene sentido. He usado hasta ahora la metáfora del alimento para el arte. Devenir complicados con una obra de arte lleva en sí, por supuesto, la experiencia de separarnos del mundo. Pero la obra de arte misma también nos devuelve —de alguna manera— al mundo, más abiertos y enriquecidos. ¿De qué ‘trata” Hamlet? De Hamlet. De su situación particular; no de la condición humana. Una obra artística es una especie de representación, registro o testimonio que da forma palpable a la conciencia; su objeto es explicitar lo singular. Si es verdad que no podemos juzgar (moral, conceptualmente) a no ser que generalicemos, entonces también será cierto que la experiencia de obras artísticas y lo que se representa en ellas transciende todo juicio aunque la obra misma pueda ser juzgada como arte. ¿No es eso lo que reconocemos como un aspecto de la obra de arte más excelsa en la Ilíada, las novelas de Tolstoy y los dramas de Shakespeare? ¿No debemos conceder que tal arte anula nuestros pequeños juicios, nuestras etiquetas fáciles a personas y actos como buenos o malos? Y que esto suceda mejora nuestra situación. (Más aún: la causa de la moralidad gana con todo ello.) Porque la moralidad, a diferencia del arte, está, en raíz, justificada por su utilidad: que hace la vida —o se supone que la hace— más humana y vivible para todos nosotros. Pero la conciencia —que se solía llamar, bastante tendenciosamente, la facultad de contemplación— puede ser, y es, más amplia y más varia que la acción. Tiene su alimento; arte y pensamiento especulativo. Actividades que pueden ser descritas como autojustificativas o como sin necesidad de justificación. La obra de arte quiere hacernos comprender o ver algo singular, no juzgar o generalizar. En este acto de comprehensión acompañado por una voluptuosidad consiste el único fin válido —y la sola justificación suficiente— de mía obra de arte. Tal vez la mejor manera de aclarar la naturaleza de nuestra experiencia frente a las obras de arte y la relación entre el arte y el resto de los sentimientos y acciones humanas sea invocar la noción de voluntad. Una noción útil. Porque la voluntad no es sólo un aspecto particular de la conciencia, le conciencia energetizada. Es también una actitud hacia el mundo, de un sujeto hacia el mundo. El complejo tipo de voluntad que está incorporado y comunicado en la obra de arte elimina el mundo y al mismo tiempo lo encuentra de una manera extraordinariamente intensa y especializada. Este doble aspecto de la voluntad en el arte ha quedado expresado con precisión por Raymond Bayer: “Cada obra de arte nos da la memoria esquematizada y separada de un acto volitivo”. En cuanto que es recuerdo esquematizado y liberado el querer que hay en el arte se separa a sí mismo del mundo. Todo lo cual nos retrotrae a la famosa afirmación de Nietzsche en El Origen de la Tragedia: “El arte no es una imitación de la naturaleza sino su suplemento metafísico crecido junto a él para sobrepasarlo”. Toda obra de arte se asienta a cierta distancia de la realidad vivida que ella representa. Esta “distancia” es, por definición, inhumana o impersonal hasta cierto punto. Puesto que para que aparezca ante nosotros como arte, la obra debe restringir la intervención sentimental y la participación emocional que son funciones de “cercanía”. El grado y manipulación de esta distancia, las convenciones de la distancia, constituyen el estilo de la obra. En un análisis final, el ‘estilo” es el arte. Y el arte no es ni más ni menos que los varios modos de la estilizada representación deshumanizada. Pero este punto de vista —sobre el que Ortega y Gasset, entre otros, se ha extendido— puede ser fácilmente malinterpretado. Ya que parecería sugerir que el arte, en tanto que se acerca a su propia norma, es una suerte de juguete impotente, sin importancia. Ortega mismo contribuye bastante a tal malinterpretación al omitir las diversas dialécticas entre el yo y el mundo implícitas en el experimentar obras de arte. Ortega focaliza con demasiada exclusividad la noción de la obra de arte como una cierta clase de objeto, con sus propios aristocráticos modelos para ser saboreado. Una obra de arte es antes oue nada un objeto, no una imitación: y es cierto que todo arte grande se basa en la distancia, en la artificialidad, en el estilo, en lo que Ortega llama deshumanización. Pero la noción de distancia (y la de deshumanización también) puede llevar a equívocos. A no ser que se añada que el movimiento no es justamente “alejante de”, sino “hacia” el mundo. El trascender del mundo en el arte es, también, una forma de encontrarse con el mundo y de entrenar o educar la voluntad para estar en el mundo. Parecería que Ortega —y Robbe-Grillet, para tomar un exponente reciente de la misma posición— se sienten todavía un poco cautivados por el encantamiento de la noción de “contenido”. Porque para limitar el contenido humano del arte, y para desplazar ideologías cansadas como el humanismo o el realismo socialista que pondrían el arte al servicio de alguna idea moral o social, se ven forzados a pasar por alto o a simplificar la noción de arte. Con toda la persuasión que ponen Ortega y Robbe-Grillet en su defensa de la naturaleza formal del arte, el espectro del desaparecido “contenido” prosigue asomándose al borde de sus argumentos, dándole la “forma” un aspecto desafiantemente anémico, saludablemente exangüe. El argumento nunca se completará hasta que pensemos en “forma” y “estilo” sin la amenaza del espectro, sin un sentimiento de pérdida. La atrevida inversión de Valéry —“Literatura. Lo que es forma para cualquiera es ‘contenido’ para mi”— apenas sirve. No podemos creernos ajenos a una distinción tan habitual y tan evidente —en apariencia por sí misma. Podemos hacer eso adoptando un teórico punto de vista diferente, más ventajoso, más, orgánico: la noción de voluntad. Lo que se requiere de una noción de este tipo es que haga justicia al doble aspecto del arte. Arte-objeto y Arte-función; arte-artificio y arte-forma viviente de la conciencia; arte-trascendente o suplementante de la realidad y arte-explicitador de las formas de encuentro con la realidad; arte-creación autónoma individual y arte-fenómeno histórico dependiente. El arte es la objetivación de la voluntad en una cosa o en una acción y la provocación o despertar de la voluntad. Desde el punto de vista del artista, es la objetivación de una volición; desde el punto de vista del espectador, es la creación de un decorado imaginario para la voluntad. De hecho la historia entera de las diversas artes podría ser escrita como la historia de diferentes actitudes acerca de la voluntad. Nietzsche y Spengler escribieron estudios pioneros sobre el tema. Un valioso intento reciente puede encontrarse en el libro de Jean Starobinski, La invención de la libertad, dedicado principalmente a la pintura y arquitectura del siglo XVIII. Starobinski examina el arte de este período en términos de nuevas ideas de autodominio y de dominio del mundo; ideas nuevas representativas de nuevas relaciones entre el yo y el mundo. Ve el arte como un poner nombre a las emociones. Emociones, deseos, aspiraciones son virtualmente inventadas al ser llamadas así y, en cierto modo, promulgadas por el arte. Por ejemplo, la “soledad sentimental” provocada por los jardines estructurados en el siglo XVIII y por las ruinas tan enormemente admiradas. Así se vería claro que el recuento de la autonomía del arte que pretendo —en el que he caracterizado al arte de paisaje imaginario o de decorado de la voluntad— no sólo no excluye el examen de obras de arte como fenómenos históricamente especificados sino que invita al examen. Las intrincadas convulsiones estilísticas del arte moderno se presentan nítidamente como una función de la extensión técnica sin precedentes de la voluntad humana efectuada por la tecnología. Y el devastador compromiso de la voluntad humana a una forma nueva del orden social y del orden sociológico, como una extensión basada en el cambio incesante. Queda todavía por decir que la mera posibilidad de la explosión tecnológica, de la ruptura contemporánea entre el yo y la sociedad dependen de actitudes hacia la voluntad que son parcialmente inventadas y (en parte también) diseminadas por obras de arte en un cierto momento histórico y que aparecen después como una lectura “realista” de la perenne naturaleza humana.
El estilo es el principio de decisión en una obra de arte, la firma de la voluntad del artista. Y como la voluntad humana es capaz de indefinido número de posibilidades, hay un indefinido número de posibles estilos para las obras de arte. Visto desde el exterior —esto es, históricamente— las decisiones estilísticas pueden ser siempre correlativas con algún desenvolvimiento histórico: la invención de la escritura o de la imprenta, la invención o transformación de instrumentos musicales, la disponibilidad de nuevos materiales para el escultor o arquitecto. Pero este acercamiento —aunque sensato y valioso— da una visión necesariamente burda de las cosas. Trata de “períodos” y “tradiciones” y “escuelas”. Desde dentro —es decir, cuando se examina una obra de arte individual y uno intenta darse cuenta de su valor y efecto— cada decisión estilística contiene un elemento de arbitrariedad aunque parezca muy justificable propter hoc. Si el arte es el juego supremo que la voluntad juega consigo misma, “el estilo” consiste en una nómina de reglas según las cuales se juega el juego. Y las reglas son siempre, un límite arbitrario y artificial; ya sean de forma (terza rima, música dodecafónica, frontalidad) o se refieran a la presencia de un cierto “contenido”. El papel de lo arbitrario e injustificable en el arte nunca ha sido suficientemente reconocido. Desde que la libre empresa y la crítica comenzaron con la Poética de Aristóteles, los críticos han sido embaucados y enfatizan lo necesario en el arte. (Cuando Aristóteles dijo que la poesía era más filosófica que la historia, estuvo acertado en cuanto quería rescatar la poesía, las artes mismas, de ser concebidas como un tipo de manifestación particular, factual, descriptiva. Pero lo que dijo indujo e induce aún a equívocos porque sugiere que el arte nos da algo parecido a lo que da la filosofía: una argumentación. La metáfora de la obra de arte como “argumento”, con premisas y consecuencias ha guiado desde entonces a buena parte de los críticos). Generalmente los críticos que quieren alabar una obra de arte se sienten forzados a demostrar que cada parte está justificada, que no podría ser de otra manera. Y cada artista, al trabajar y recordar el papel que juegan la casualidad, la fatiga, las distracciones externas en su trabajo sabe que el crítico miente. Sabe que podría haber sido de otra manera. El sentido de inevitabilidad que una gran obra de arte proyecta no está compuesto de la inevitabilidad o necesidad de sus partes sino del todo. En otras palabras: lo que es inevitable en una obra de arte es el estilo. Hasta el punto en que una obra de arte nos parezca bien, justa, inimaginable de otra manera (sin pérdida o daño) hasta ahí estamos respondiendo a la cualidad de su estilo. Las obras artísticas más atractivas son las que nos dan la ilusión de que el artista no ha tenido alternativas, tan completamente centrada está en su estilo. Compárese lo que hay de forzado, elaborado, sintético en la construcción de Madame Bovary y Ulysses con la facilidad y armonía de otras obras tan ambiciosas como esas Les Liaisons Dangereuses, o Metamorfosis de Kafka. Los dos primeros libros son grandes de verdad. Pero el arte más grande aparece siempre oculto, no se ve la construcción. El estilo de un artista que tenga sólo esta calidad de autoridad, seguridad, fluencia, inevitabilidad no le confiere, desde luego, a su obra el más alto nivel de realización. Las dos novelas de Radiguet la tienen; también la tiene Bach. La diferencia que he trazado entre “estilo” y “estilización” podría equipararse a la diferencia entre voluntad y voluntariedad.
Desde el ángulo técnico, el estilo de un artista es nada más que el idioma particular en que el artista despliega las formas de su arte. Por esta razón los problemas que surgen del concepto de “estilo” se confunden con los que surgen del concepto de “forma” y sus soluciones tienen
mucho en común. Así que la forma —en su específico idioma, estilo— es un plan de impronta sensorial. El vehículo para la transacción entre las expresiones sensoriales y la memoria (individual o cultural). Esta función mnemotécnica explica por qué cada estilo depende de algún principio de repetición o de redundancia y por qué pueda ser analizado en términos referentes a ese principio. También explica las dificultades de este período contemporáneo de las artes. Hoy en día los estilos no se desarrollan con la lentitud de otros tiempos, ni se suceden uno a otro gradualmente en aquellos largos períodos de antaño que permitían al publico asimilar en su totalidad los principios de repetición sobre los que la obra de arte estaba construida. En vez de eso líos encontramos con ei fenómeno opuesto. Los estilos se suceden uno a otro con rapidez. De tal modo que parecen no dar tiempo ni respiro a sus auditorios, a su público. Y si no percibimos cómo una obra se repite, la obra permanece, casi literalmente, imperceptible. Y por lo tanto, ininteligible al mismo tiempo. Es la percepción de las repeticiones lo que hace devenir inteligible una obra de arte. Hasta que no hayamos penetrado no en el “contenido” sino en los principios de (y equilibrio entre) la variedad y la redundancia en Winterbranch de Merce Cunningham o en un concierto de cámara de Charles Wuoronin o en Naked Lunch de Burroughs o en los cuadros “negros” de Ad Reinhardt estas obras tienen el peligro de parecer aburridas, feas, confusas o presentarnos los tres efectos a la vez.
El estilo tiene otras funciones además de ser —en el sentido extenso que acabo de indicar— un artificio mnemónico. Por ejemplo: todo estilo lleva en sí una decisión epistemológica, una interpretación de cómo y qué percibimos. Esto se comprueba con facilidad en el período contemporáneo, auto consciente, de las artes. Aunque no es menos cierto referido a otro período artístico, desde luego. Fijémonos en que el estilo de Robbe-Grillet expresa una perfectamente válida —aunque estrecha— penetración de las relaciones entre personas y cosas: que las personas son cosas también y que las cosas no son personas. El tratamiento conductlsta que hace Robbe-Grillet de las personas y su rechazo a “antropomorfizar” las cosas se reduce a una decisión estilística —dar un exacto recuento de las propiedades visuales v topográficas de las cosas; excluir, virtualmente, otras modalidades sensibles que no sean la v¡sta porque el lenguaje que poseemos para describirlas es menos exacto y menos neutral. El repetitivo estilo de Melanetha de Gertrude Stein expresa su interés en la dilución de la conciencia inmediata por medio de la memoria y la anticipación. Lo que ella llama “asociación”, que está oscurecido en el lenguaje por el sistema de tiempos verbales empleado. La insistencia de Stein en el presente de la experiencia se identifica con su decisión de conservar el presente verbal, de elegir palabras cortas y comunes, de repetir grupos de ellas sin cesar, de usar una sintaxis heterodoxa en extremo y de pasar por alto la mayor parte de los signos de puntuación. Cada estilo es un medio de insistir en algo. Se verá, pues, que las decisiones estilísticas al mismo tiempo que enfocan nuestra atención sobre algunas cosas también la encasillan, son, en suma, un rechazo a permitirnos ver otras cosas. Pero el mayor interés de una obra de arte, lo que la hace más atrayente que otra, no descansa en el mayor número de cosas a las que las decisiones estilísticas de esa obra nos permitan prestar atención sino más bien estriba en la intensidad y autoridad y sabiduría de esa atención; no importa la estrechez de su foco. En el sentido más estricto todo contenido de conciencia es inefable. La sensación más simple es, en su totalidad, indescriptible. Toda obra de arte, por lo tanto ha entenderse no sólo como algo interpretado sino como un cierto manejo de lo inefable. En el arte más excelso uno tendrá siempre conciencia de cosas que no pueden decirse (reglas de “decoro”), de la contradicción entre expresión y presencia de lo inexpresable. Los artilugios estilísticos son también técnicas para soslayar algo. Los elementos más poderosos en una obra de arte, resultan ser, con frecuencia, sus silencios. Queda por decir que esta noción de estilo puede aplicarse a cualquier tipo de experiencia humana ( siempre que hablemos de sus formas o cualidades). Exactamente del mismo modo que muchas obras de arte que ejercen su atractivo sobre nosotros presentan impurezas o mezclas con respecto a los patrones que he venido exponiendo aquí, así también muchos ejemplos de nuestra experiencia diaria que no podrían clasificarse en estricta justicia de obras de arte poseen algunas cualidades de los objetos del arte. Cuando la palabra o el movimiento o la conducta o los objetos exhiben una cierta desviación del más directo, útil, insensible modo de expresión o del estar en el mundo, podemos interpretarlos como poseedores de un “estilo” autónomo y ejemplar. Notas: [1] "Notes on Camp”, Partisan Review, Fail 1954. Este ensayo al que la autora se refiere ha sido traducido con el nombre de “Netas sobre ‘Camp’ ” en la Revista de Occidente, Nº 42, Septiembre 1966, págs. 310-327. (N. del T.). [2] Ortega continúa: “...Del mismo modo quien en la obra de arte busca el conmoverse con los destinos de Juan y María o de Tristán e Iseo y a ellos acomoda su percepción espiritual, no verá la obra de arte. La desgracia de Tristán sólo es tal desgracia y, consecuentemente, sólo podrá conmover en la medida en que se la tome como realidad. Pero es el caso que el objeto artístico sólo es artístico en la medida en que nos es real... La mayoría de la gente es incapaz de acomodar su atención al vidrio y transparencia que es la obra de arte; en vez de esto, pasa a través de ella sin fijarse y va a revolcarse apasionadamente en la realidad humana que en la obra está aludida... Durante el Siglo XIX los artistas han procedido demasiado impuramente. Reducían a un mínimum los elementos estrictamente estéticos y hacían consistir la obra, casi por entero, en la ficción de realidades humanas... Productos de esta naturaleza, sólo parcialmente son obras de arte, objetos artísticos... Se comprende, pues, que el arte del siglo XIX haya sido tan popular... no es arte, sino extracto de vida" |
Crónica de Susan Sontag
Traducción de Jesús C. Guiral
Publicado, originalmente, en: Temas Nº 9 Montevideo Octubre • Noviembre • Diciembre de 1966
Gentileza de Biblioteca Nacional de Uruguay
Ver, además:
Susan Sontag en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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