El cine de Godard
por Susan Sontag (Estados Unidos)
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Una parte primordial de la historia del cine se ilumina en relación con modelos provistos por la literatura. El cine, al mismo tiempo protegido y tratado con condescendencia en su doble condición de diversión para las masas y forma artística, permanece como el último bastión de los valores de la novela y el teatro del siglo XIX, aun para mucha de la misma gente que considera accesibles y placenteras post-novelas como Ulysses, Between the Acts, L’innommable, Naked Lunch y Palé Fire, y los dramas corrosivamente desdramatizados de Beckett, Pinter, o los happenings. Por lo tanto, la objeción básica hecha a Godard es que sus argumentos no son dramáticos, que son arbitrarios, a menudo sencillamente incoherentes, y que sus films en general son emocionalmente fríos, estáticos, excepto en una atareada superficie de movimiento sin sentido, recargados de ideas sin dramatizar, innecesariamente oscuros. Lo que no advierten sus detractores, desde luego, es que Godard no quiere hacer lo que le reprochan que no haga. Fue así como, al principio, el público tomó los cortes bruscos de A Bout de Souffle como señal de falta de profesionalismo, o un perverso insulto a los axiomas de la técnica cinematográfica; la verdad es que, cuando la cámara parece detenerse distraídamente por algunos segundos en el curso de una toma, y luego moverse nuevamente el efecto fue deliberadamente obtenido por Godard en el cuarto de montaje, recortando pedacitos de tomas que fluían normalmente. (Al ver hoy A Bout de Souffle, sin embargo, el montaje que pareció chocante, y las rarezas de la cámara manual, son casi invisibles de tanto que se imitó luego esas técnicas). Igualmente deliberado es el descuido de Godard para aquellas convenciones formales de la narración cinematográfica basadas sobre la novela del siglo XIX: hechos encadenados de causa a efecto, escenas culminantes, desenlaces lógicos. En un festival de Cannes, hace varios años, Godard entabló debate con Georges Franju, uno de los directores franceses maduros más personales y talentosos. “Supongo, Monsieur Godard” parece que el exasperado Franju dijo en cierto momento, “que por lo menos reconoce la necesidad de tener un principio, un medio y un fin en sus films”. “Por supuesto” replicó Godard, “pero no necesariamente en ese orden”. Sin embargo, por más insatisfactorios que los argumentos de sus films parezcan a muchas personas, no sería correcto describir los films de Godard como “sin argumento”, como lo son, por ejemplo, El hombre de la cámara, de Dziga Vertov, o L´Age d’or y Un chien andahou, de Buñuel, o Scorpio Rising, de Kenneth Anger, films donde la línea argumental ha sido totalmente descartada como marco narrativo. Como en muchos films convencionales, Godard presenta un grupo de personajes ficticios interrelacionados, ubicados en un paisaje reconocible, contemporáneo, habitualmente urbano (París). Pero la secuencia de hechos alude a una historia plenamente articulada sin llegar jamás a serlo. El público debe enfrentar una línea narrativa en parte borrada o suprimida (el equivalente estructural del corte brusco). Godard desobedece la norma del novelista tradicional, que aconseja explicar las cosas tan plenamente como parezcan necesitarlo. En cambio, provee motivaciones primarias o a menudo las deja sin explicar. La acción es frecuentemente opaca y ninguna consecuencia surge de ella. Ocasionalmente, el mismo diálogo no es del todo audible. (Hay otros films, desde luego, como Viaggio in Italia, de Rossellini, o Muriel, de Resnais, cuyo sistema narrativo, comparativamente “irrealista”, descompone la historia en elementos desmembrados, objetivados; pero Godard, el único director con toda una obra que siga estos principios, ha sugerido más que cualquier otro algunas de las distintas formas de “abstraer”, a partir de una narración ostensiblemente realista. También es importante distinguir varias estructuras para “abstraer”: por ejemplo, entre la trama sistemáticamente “indeterminada” de Persona, de Bergman, y los argumentos “intermitentes” de los films de Godard). Por lo tanto, es precisamente la presencia y no la ausencia de una historia lo que provoca las objeciones habituales contra los films de Godard. El hecho de que Godard modifique, más que rompa completamente, esas convenciones de la prosa de ficción que subyacen bajo la tradición mayor del cine, ha acarreado más dificultades al público que la narración directamente “poética” o “abstracta” practicada por la vanguardia oficial del cine. Otra dificultad reside en las fuentes donde obtiene Godard algunos de los argumentos que modificará sin obliterar completamente. Como muchos directores, prefiere materiales mediocres, aún subliterarios, pues le resulta más fácil dominar y transformarlos por la mise-en-scéne. “La verdad es que no me gusta contar una historia” ha escrito Godard, simplificando bastante la cosa. “Prefiero usar una suerte de tapicería, un fondo sobre el cual bordar mis propias ideas. Pero en general necesito una historia. Y una historia convencional sirve lo mismo, quizá mejor aún”. Fue así cómo Godard describió sin piedad la novela de Moravia sobre la cual se basa su brillante Le mépris como “una linda novela para un viaje en tren, llena de sentimientos a la antigua. Pero es con este tipo de novela que se pueden hacer los mejores films”. Aunque ese film permanece cerca del argumento de Moravia, los films de Godard suelen guardar pocos rastros de sus fuentes literarias. En el extremo opuesto, pero más típico, está Masculin Féminin, donde no puede reconocerse relación alguna con los cuentos de Maupassant (“La femme de Paul” y “Le signe”) de donde Godard derivó su inspiración. Pero usadas ya como texto, ya como pretexto, no han sido novelas de sentimientos a la antigua las que ha elegido habitualmente como punto de partida, sino relatos de acción con tramas muy densas. Godard siente un cariño particular el kitsch norteamericano: Made in USA se basa sobre The Jugger de Richard Stark, Pierrot le fou sobre Obsession de Lionel White y Bande á part sobre Fool’s Gold de Dolores Hitchens. Godard recurre a las convenciones narrativas de la ficción popular norteamericana como un suelo firme y fértil para sus propias inclinaciones antinarrativas. “Los norteamericanos saben contar historias muy bien, los franceses no. Flaubert y Proust no saben narrar; lo que hacen es otra cosa”. Aunque esa “otra cosa” es obviamente lo que Godard persigue, advierte la utilidad de partir de una narración elemental. Una alusión a esta estrategia es la memorable dedicatoria de A bout de souffle: “To Monogram Pictures”. (En su versión original, A bout de souffle no tenía títulos de presentación, y la primera imagen del film estaba precedida sólo por este terso saludo a los proveedores más prolíficos de films de acción rápidos y baratos durante los años 30 y 40 en Hollywood.) Godard no era impúdico ni insolente, o sólo un poco. El folletín sigue siendo un aspecto integral de sus argumentos. Piénsese en la investigación como de historieta de Alphaville, en el romanticismo de film de gangsters que impregna A bout de souffle, Bande a part y Made in USA, en el ambiente de espionaje de Le petit soldat y Pierrot le fou. Porque el folletín (caracterizado precisamente por la exageración, la frontalidad, la opacidad de la “acción”) provee un marco tanto para intensificar como para trascender los procedimientos realistas tradicionales de la narración cinematográfica “seria”, pero en forma tal que no resulte condenada (como los films surrealistas) a parecer esotérica. Al adaptar materiales familiares, vulgares, de segunda mano, los mitos populares de acción y glamour sexual, Godard gana una libertad considerable para “abstraer”, sin perder la posibilidad de un público general. Dado estos materiales, los films de Godard conservan cierta vivacidad de sus primarios modelos literarios y cinematográficos. Aun cuando emplea las convenciones narrativas de novelas de la serie noire y de los thrillers de Hollywood, trasponiéndolas en elementos abstractos, Godard reacciona a su energía espontánea, directa, y ha logrado inyectar algo de ella en su propia obra. Un resultado de esto es que la mayoría de sus films dan una impresión de velocidad que a veces bordea el apuro. En algunos aspectos, parecería que Godard comparte con Louis Feuillade, el gran director del cine mudo que trabajó con las formas rebajadas de los seriales de crímenes, iguales premisas sobre su material. El temperamento de Feuillade, sin embargo, parece más sumiso. Sobre unos pocos temas, esencialmente limitados (como la ingenuidad, la inescrupulosidad, el candor físico), los films de Feuillade presentan una cantidad aparentemente inagotable de variaciones formales. Su elección de la forma del serial con final abierto es, por lo tanto, plenamente adecuada. Tras los veinte episodios de Les Vampires, casi siete horas de proyección, resulta claro que no hay un final necesario para las hazañas de la estupenda Musidora y su banda de criminales enmascarados, del mismo modo en que la lucha exquisitamente equilibrada entre el supercriminal y el super-detective de Judex no tiene por qué terminar. El ritmo de peripecias que Feuillade establece es pasible de reiteraciones y adornos indefinidamente prolongados, como una fantasía sexual largamente trabajada en secreto. Los films de Godard se mueven con un ritmo muy distinto. Les falta la unidad de la fantasía, y su gravedad ocasional, así como su reiteración incansable, algo mecánica. La diferencia puede explicarse al advertir que, aunque el relato de acción “abstraído”, absurdo, alucinatorio, es un elemento central para Godard, no controla sin embargo la forma de sus films como lo hace en los de Feuillade. El melodrama permanece como un término de la sensibilidad de Godard, pero como término opuesto han surgido cada vez más las posibilidades del hecho concreto: el tono impulsivo, disociado del folletín contrasta con la gravedad, con la indignación controlada de un cuadro sociológico (obsérvese el tema recurrente de la prostitución en Une femme coquette, Vivre sa vie, Une femme mariée, Deux ou Trois choses..., Anticipation) o los tonos aun más fríos del documental llano y de la casi sociología (Masculin Féminin, La chinoise). Aunque Godard ha jugueteado con la forma del serial como idea, como al fin de Bande a part (que promete una secuela, nunca realizada, con las aventuras del héroe y la heroína en Sudamérica), y en la concepción general de Alphaville (supuesta última aventura del héroe de seriales francesas Lemmy Caution), los films de Godard no pertenecen inequívocamente a ningún género particular. Los finales abiertos no son la hiperexplotación de un género, como en Feuillade, sino una devoración sucesiva de géneros. En contrapunto con la incesante movilidad de los personajes en estos films hay una insatisfacción declarada con los límites y la estereotipación de las “acciones”. En Pierrot le fou, por ejemplo, el aburrimiento, el hartazgo de Marianne, hace adelantar lo que hay a modo de argumento; en cierta ocasión, dice directamente a la cámara: “Dejemos la novela de Verne y volvamos a la policial con revólveres y todo”. El principio organizador de los films de Godard no es la reiteración del serial ni su elaboración obsesiva, sino la yuxtaposición de elementos contrarios, de longitud y explicitez imprevisibles. Si la obra de Feuillade lleva implícita una concepción del arte como prolongación y satisfacción de la fantasía, la de Godard supone una función muy diferente: dislocación de los sentidos y la inteligencia. Cada film de Godard es un todo que socava sus propias bases, lo que Sartre llama una totalidad destotalizada. En vez de una narración unida por la coherencia de sus hechos (un “argumento”) y por un tono sostenido (cómico, serio, onírico, despegado o el que fuera), la narración de los films de Godard se rompe regularmente, fragmentada por la incoherencia de los hechos y por bruscos cambios en el tono y el nivel del discurso. Los hechos aparecen al espectador en parte como si convergieran hacia una historia, en parte como una sucesión de cuadros independientes. La forma más obvia en que Godard fragmenta en cuadros la secuencia progresiva del relato es mediante la teatralización explícita de parte de su material, descartando una vez más el prejuicio de que hay una incompatibilidad esencial entre los medios del teatro y los del cine. Las convenciones de la comedia musical de Hollywood, cuyas tramas suelen estar interrumpidas por canciones y representaciones, ofrecen un precedente a Godard. Inspiran la concepción general de Une femme est une femme, el trío bailado en el café de Bande á part, las canciones ocasionales y el sketch de protesta contra la guerra de Vietnam en Pierrot le fou. El otro modelo, desde luego, es el teatro no realista y didáctico de Brecht. Un aspecto del brechtismo de Godard es su forma personal de construir microentretenimientos políticos: en La Chinoise, la representación casera de la agresión norteamericana a Vietnam; o el diálogo a lo Feiffer entre dos radioaficionados al principio de Deux ou trois choses. Pero la influencia más profunda de Brecht está en los recursos formales que usa Godard para rechazar los desarrollos habituales del argumento y complicar la participación emotiva del público. Una técnica son las declaraciones frente a la cámara que hacen los personajes en muchos films suyos, como Deux ou trois choses, Made in USA y La chmoise. (“Se debería hablar como si citáramos la verdad" dice Marina Vlady al principio de Deux ou trois choses, citando a Brecht. “Los actores deben citar.”) Otra técnica usada frecuentemente, y derivada también de Brecht, es la disección del relato en secuencias cortas: en Vivre sa vie Godard no sólo lo hace sino que también pone en la pantana sinopsis previas de cada escena, que describen lo que seguirá. Otro recurso más simple es la subdivisión, relativamente arbitraria, de la acción en secuencias numeradas, como cuando los títulos de Masculin Féminin anuncian que el film consiste en “quince hechos precisos” (quinze faits précis). Un recurso mínimo es la declaración irónica, seudocuantitativa, de cualquier cosa: como el breve monólogo del hijito de la protagonista, en Une femme mariée, cuando explica cómo hacer exactamente en diez etapas algo no especificado. Además de la estrategia “teatral”, quizá la aplicación más notable del principio disociador en la técnica narrativa de Godard sea su tratamiento de las ideas. Por cierto es que en los films de Godard las ideas no están desarolladas sistemáticamente, como podrían estarlo en un libro. Ni se espera que lo estén. En contraste con su función en el teatro de Brecht, las ideas son elementos en gran parte formales para Godard, unidades de estímulo sensorial y emotivo. Funcionan por lo menos tanto para disociar y fragmentar como para indicar o ilustrar el “sentido” de la acción. A menudo las ideas, dadas en bloques de palabras, caen tangentes a la acción. Las reflexiones dé Nana sobre la sinceridad y el lenguaje en Vivre sa vie, las observaciones de Bruno sobre verdad y acción en Le petit soldat, la suficiencia reflexiva de Charlotte en Une femme mariée y de Juliette en Deux ou trois choses, la sorprendente aptitud de Lemmy Caution para hacer cultas alusiones literarias en Alphaville no son funciones de la psicología realista de estos personajes. (Quizá el único de los protagonistas intelectualmente reflexivos de Godard que no sale de su personaje cuando medita sea Ferdinand en Pierrot le fou.) Aunque Godard propone un discurso cinematográfico permanentemente abierto a las ideas, las ideas son sólo un elemento en una forma narrativa donde hay una relación juguetona, abierta, deliberadamente ambigua, de todas las partes con el diseño total. Una variante de la presencia de ideas en los films de Godard es la introducción de textos literarios. Entre muchos ejemplos: el poema de Maiakovsky recitado por la muchacha a punto de ser fusilada en Les carabiniers; el fragmento de un cuento de Poe leído en voz alta en el penúltimo episodio de Vivre sa vie; los versos de Dante, Hólderlin y Brecht citados por Fritz Lang en Le mépris; el párrafo de la Historia del arte de Elie Faure leído por Ferdinand a su hijita en Pierrot le fou; los versos de Romeo y Julieta en traducción francesa dictados por la profesora de inglés en Bande á part; la escena de Bérénice de Racine ensayada por Charlotte y su amante en Une femme mariée; la cita de Lang leída por Camille en Le mépris; las frases de Mao recitadas por el agente del FLN en Le petit soldat; los recitados antifónicos del pequeño libro rojo en La chinoise. Habitualmente alguien hace un anuncio antes de empezar a declamar, o se lo ve tomando un libro y leyendo. Estos textos introducen en la acción elementos psicológicamente disonantes; proveen variedad rítmica al hacer temporariamente más lenta la acción; interrumpen la acción y ofrecen ambiguos comentarios sobre ella; y también varían y amplían el punto de vista representado en el film. Por más ajeno al cine que pueda parecer este material, al menos en semejante profusión, Godard sin duda alegaría que los libros y demás vehículos de una conciencia cultural son parte del mundo, y por lo tanto tienen su lugar en el cine. Y la verdad es que, al poner en un mismo plano el hecho de que la gente lee y piensa y va seriamente al cine, y el hecho de que sienten y actúan, Godard ha revelado una nueva vena de lirismo y pathos para el cine: en su tendencia libresca, en la auténtica pasión cultural, en la vehemencia intelectual de la juventud, en la desazón de quien se asfixia en sus propios pensamientos. (Un ejemplo del enfoque original de Godard, en una vena abusada por el cine, como es la poesía del analfabetismo agresivo, lo representa la secuencia de doce minutos de Les carabiniers, donde los soldados sacan de sus valijas las tarjetas postales que son sus trofeos.) Su opinión es que ningún material es intrínsecamente inasimilable. Pero se requiere que la literatura, como cualquier otra cosa, sufra su transformación en material. Y todo lo que puede darse son extractos literarios, rezagos de literatura. Para que el cine pueda absorberla, la literatura debe ser desmantelada o rota en unidades caprichosas; luego Godard podrá apropiarse de una porción del “contenido” intelectual de cualquier libro (ficción o no), tomar prestado del dominio público de la cultura cualquier entonación contrastante (noble o vulgar), invocar en un instante cualquier diagnóstico de malestar contemporáneo que sea tácticamente útil para su narración, sin que importe cuán incoherentes puedan ser con la amplitud psicológica o la capacidad mental de los personajes tal como han sido descriptos. El espectador irá descaminado si considera tales textos simplemente, ya como opiniones de los personajes del film o como ejemplo de algún punto de vista único por el que el film aboga y que presuntamente es el del director. Más probable es que sea lo contrario. Asistido por “ideas” y “textos”, los relatos cinematográficos de Godard tienden a consumir los puntos de vista que presentan. Del mismo modo en que las ideas actúan en parte como elementos divisorios, los fragmentos de contexto cultural actúan en los films de Godard como forma de mistificación y medio de refractar la energía emotiva. Inevitablemente, Godard roza el peligro de bastardear la cultura, un tema declarado en forma más directa en Le mépris, mediante la figura del productor norteamericano con su librito de proverbios. Y, aunque sus films estén cargados con los elementos de la alta cultura, es igualmente inevitable quizá que Godard considere el proyecto de descargarse de la cultura, como lo hace Ferdinand en Pierrot le fou cuando abandona su vida de París por un romántico peregrinaje al sur, al que lleva sólo un libro de viejas historietas. El tema de la descarga cultural está tratado más plena e irónicamente en La chinoise. Una secuencia muestra a los jóvenes adictos a la revolución cultural purgando sus estantes de todo libro que no sea el pequeño libro rojo. Otra breve secuencia muestra al principio sólo un pizarrón, lleno con los nombres prolijamente encolumnados de varias docenas de estrellas de la cultura occidental, de Platón a Shakespeare y a Sartre; luego, se los borra uno por uno, meditadamente; el último en desaparecer: Brecht. Los cinco estudiantes prochinos que viven juntos quieren tener un solo punto de vista, el del presidente Mao. Pero Godard, sin insultar la inteligencia de nadie, muestra cuán quimérico e inadecuado a la realidad, y sin embargo atractivo, es este sueño. A pesar de su ingénita tendencia a simpatizar con el punto de vista más extremo, el mismo Godard todavía aparece como un partidario de la otra revolución cultural, la nuestra, que exige al artista-pensador que mantenga sobre cualquier material una multiplicidad de puntos de vista. Todos los recursos usados para mantener fluctuante el punto de vista dentro de un film contribuyen por sí mismos a esa estrategia mayor de superponer cantidad de voces narrativas, con la que Godard supera la distancia entre narración en primera persona y en tercera. Alphaville, por ejemplo, se abre con tres ejemplos de discurso en primera persona: primero, una declaración a modo de prefacio, dicha fuera de la imagen por el mismo Godard; luego, una declaración por el computador-gobernante Alpha 60; y sólo después la habitual voz en soliloquio, la del héroe-agente secreto, a quien se ve conducir hoscamente su auto hacia la ciudad del futuro. En vez de, o además de, usar “títulos” entre escenas como señales narrativas (por ejemplo, en Vivre sa vie, Une femme mariée), Godard parece ahora más propenso a instalar en sus films voces narrativas. La voz puede pertenecer al personaje principal: los soliloquios de Bruno en Le petit soldat, el subtexto de asociaciones libres de Charlotte en Une femme mariée, el comentario de Paul en MascuJiin Féminin. Puede ser la voz del director, como en Bande á part, o en “Le Grand Escroc”, el episodio de Les plus belles escroqueries du monde. Lo más interesante es cuando hay dos voces: como en Deux ou trois choses, durante el cual Godard (a media voz) y la heroína comentan la acción. Bande á part introduce la noción de una inteligencia narrativa que puede “abrir un paréntesis” en la acción y dirigirse directamente al público, explicando lo que Franz, Odile y Arthur sienten realmente en una situación; el narrador puede intervenir o comentar irónicamente la acción, o el hecho mismo de ver un film. (A los quince minutos del principio, Godard comenta en off: “Para quienes llegaron tarde: lo ocurrido hasta ahora es...”) De este modo se establecen en el film dos tiempos diferentes pero concurrentes: el tiempo de la acción mostrada y el de la reflexión del narrador sobre ese espectáculo; de tal modo, el film puede ir y venir libremente entre el relato en primera persona y su presentación de la acción en tercera persona. Aunque la voz narradora ya tiene un papel primordial en algunos de sus primeros films (por ejemplo, el monólogo cómico del último corto anterior a A bout de souffle: Une histoire d’eau), Godard sigue ampliando y complicando la función de la narración oral, hasta llegar a refinamientos como el principio de Deux ou trois choses, donde en off presenta primero a la actriz Marina Vlady, por su nombre, y luego la describe como el personaje que interpretará. Tales procedimientos tienden, desde luego, a subrayar el aspecto reflexivo y autoalusivo del cine de Godard, ya que la última presencia narrativa es, sencillamente, la del cine mismo. Se desprende de esto que, por respeto a la verdad, el medio cinematográfico debe ser puesto de manifiesto ante el espectador. Los métodos con que Godard procura lograrlo van desde el recurso simple de hacer que un actor haga apartes juguetones mirando a la cámara (es decir al público) en medio de la acción, lo que ocurre en muchos de sus films, hasta los recursos agresivos de La chinoise, como dejar de tiempo a tiempo la pizarra entre dos tomas, o mostrar rápidamente a Raoul Coutard (fotógrafo del film, como de la mayoría de los de Godard) sentado tras su cámara. Pero entonces uno piensa inmediatamente en otro asistente sosteniendo otra pizarra mientras aquella pizarra era filmada, en otro fotógrafo detrás de otra cámara para fotografiar a Coutard. Es imposible desgarrar el velo final y tener la experiencia del cine sin mediación del mismo cine. Pero quizá sea más correcto decir que Godard propone una concepción nueva del punto de vista, apostando de ese modo a la posibilidad de hacer films en primera persona. No quiero decir con esto que sus films sean subjetivos o personales, como los de muchos otros directores, especialmente los de vanguardia o del underground, sino algo más severo y original: la forma en que Godard, sobre todo en sus films más recientes, construye una presencia narrativa, la del autor del film, como elemento estructural central de su narración cinematográfica. El autor de films que emplea la primera persona no es un personaje de su obra: no se lo verá en la pantalla (excepto en el episodio de Loin du Vietnam, que sólo muestra a Godard hablándole a la cámara), aunque podrá oírselo de vez en cuando y se tiene conciencia cada vez mayor de su presencia fuera de la imagen. Pero esta persona ausente de la pantalla tampoco es una inteligencia autoral, lúcida, como la figura del observador despegado en tantas novelas escritas en primera persona. En última instancia, la primera persona de los films de Godard, su versión particular del autor cinematográfico, es la del responsable por el film, pero que se mantiene fuera de él, como una mente asediada por preocupaciones más complejas y fluctuantes que las que podría encarnar o representar cualquier film. El drama más profundo de un film de Godard surge del choque entre esta conciencia inquieta, más amplia, que es la del autor, y el material determinado, limitado, del film particular que está ocupado en hacer. Cada film es, por lo tanto, a la vez una actividad creadora y una actividad destructiva. El director gasta realmente sus modelos, sus fuentes, sus temas, sus ideas, sus más recientes entusiasmos artísticos y morales, y la forma del film consiste en varias maneras de permitir que el público entienda que es eso lo que ocurre. El desarrollo más extremo de esta dialéctica lo alcanza Dcax ou trous choses, un “film en primera persona” en un sentido más ambicioso que cualquier otro de Godard. La ventaja de la primera persona en el cine es, presumiblemente, que enriquece ampliamente ia libertad del creador, mientras ofrece incentivos para un rigor formal mayor: la misma pareja de fines suscritos por todos los post-novelistas serios de este siglo. Gide, de este modo, hace que Edouard, el autor-protagonista de Les Faux-Monnayeurs, condene todas las novelas previas porque sus contornos son “definidos”, de modo que, por más perfectos que sean, lo que contengan será “cautivo, sin vida”. Edouard quiere escribir una novela que “corra libremente” porque ha elegido “no prever sus vueltas”. Pero la liberación de la novela consistió finalmente en escribir una novela sobre el hecho de escribir una novela: en presentar la “literatura” dentro de la literatura. En un contexto distinto, Brecht descubrió el “teatro” en el teatro. Godard ha descubierto el “cine” dentro del cine. Por más que sus films parezcan sueltos o espontáneos o expresivos de su personalidad, hay que apreciar el que Godard haya suscrito una concepción rigurosamente alienada de su arte: un cine que devora al cine. Cada film es un acontecimiento ambiguo, que debe ser simultáneamente promulgado y destruido. La declaración más explícita de Godard sobre este tema es el doloroso monólogo a modo de autointerrogatorio con que contribuyó a Loin du Vietnamí. Quizá su declaración más ingeniosa del mismo tema es una escena de Les carabiniers, parecida al final de una antigua comedia en dos rollos de Mack Sennett: MabcVs Dramatic Career. En aquélla, Michelangelo usa su permiso para visitar un cine, aparentemente por primera vez, ya que sus reacciones son las del público de hace sesenta años ante los primeros espectáculos cinematográficos. Sigue los movimientos de los actores en la pantalla con todo el cuerpo, se esconde bajo el asiento cuando se acerca el tren, y finalmente enloquecido al ver a una chica bañándose en el film dentro del film sale disparado de su asiento y se abalanza sobre el escenario; parado en puntas de pie intenta ver primero en la bañera, luego palpa la superficie de la pantalla sobre la que se proyecta la imagen de la muchacha, finalmente intenta abrazarla, desgarrando parte de la pantalla dentro de la pantalla y revelando que tanto la muchacha como el baño continúan proyectados sobre una pared mugrienta. Aunque todos los recursos más característicos de Godard sirven el propósito fundamental de quebrar la narración o variar la perspectiva, no se propone una variación sistemática de puntos de vista. Es cierto que, a veces, elabora una concepción plástica fuerte: como los intrincados diseños visuales para la unión do Charlotte con su amante y con su marido en Une femme marice; y la brillante metáfora de la fotografía monocromática en tres “colores políticos” para Anticipation. Sin embargo, la obra de Godard carece de rigor formal. Los cortes abruptos de A bout de souffle, por ejemplo, no son una estricta organización rítmica; el relato de cómo se llegó a ellos confirma la observación. “Descubrí en A bout de souffle que cuando una discusión entre dos personas se hacía aburrida era posible cortar entre réplicas. Lo probé una vez, salió muy bien, y repetí lo mismo en todo el film”. Godard puede exagerar la soltura de su actitud en la sala de montaje, pero su confianza en la intuición mientras filma es conocida. Para ningún film preparó anticipadamente un guión de filmación completo, y muchos fueron improvisados día a día en grandes partes de la filmación; en films recientes, filmados con sonido directo, Godard ha hecho usar a los actores diminutos audífonos de modo que mientras los filma pueda hablarles en privado, alimentarlos con réplicas, hacerles preguntas que deben contestar, como entrevistas ante la cámara. De la tendencia de Godard a la improvisación, a incorporar accidentes a la obra, a filmar en lugares reales, sería posible trazar una descendencia a partir de la estética neorrealista que los films italianos de los últimos veinticinco años hicieron famosa, desde Ossessione y La térra trema de Visconti, y cuyo apogeo fueron los films de posguerra de Rosse-llini y el debut reciente de Olmi. Pero Godard, aunque admira con fervor a Rossellini, ni siquiera es un neorrealista y está lejos de pretender desterrar el artificio del arte. Aspira más bien a anular las oposiciones tradicionales de pensamiento espontáneo, móvil, y obra terminada, del apunte casual y la declaración totalmente premeditada. La espontaneidad, la inmediatez, la naturalidad, no son valores en sí para Godard, a quien interesa más la convergencia de la espontaneidad con la disciplina de la abstracción (la disolución de la “sustancia argumental”). No es necesario señalar que los resultados están lejos de ser prolijos. Aunque Godard alcanzó muy pronto (hacia 1958) los fundamentos de su estilo particular, la inquietud de su temperamento y su evidente voracidad intelectual lo impulsaron a adoptar una actitud esencialmente exploratoria hacia la creación cinematográfica, de tal modo que puede responder a un problema planteado —pero no resuelto— en un film, empezando otro. Sin embargo, vista como un todo, la obra de Godard está mucho más cerca, por sus problemas y su campo, de un purista tan radical, un formalista como Eresson, que de los neorrealistas. Pero la relación con Bresson debe trazarse principalmente en términos de contrastes. Bresson también alcanzó su madurez de estilo muy pronto, pero su carrera ha consistido en obras independientes, totalmente premeditadas, concebidas dentro de su estética personal de concisión e intensidad. (Nacido en 1910, Bresson ha hecho ocho largometrajes, el primero en 1943, el más reciente en 1967.) Una cualidad lírica caracteriza el arte de Bresson, un tono naturalmente elevado, una unidad cuidadosamente elaborada. En una entrevista dirigida por Godard (Cahiers du Cinema núm. 178, mayo 1966), declaró que para él “la improvisación está en la base de la creación cinematográfica”; pero el aspecto de un film de Bresson es la antítesis de la improvisación. En el film terminado, una toma debe ser tanto autónoma como necesaria, lo que significa que hay sólo una manera idealmente correcta de componer cada toma (aunque pueda llegarse a ella por intuición) y de compaginar esas tomas en una narración. A pesar de su gran energía, los films de Bresson tienen un aire de deliberación formal, de estar organizados de acuerdo con un ritmo premeditado, sin distracción, que obligara a desterrar de ellos todo lo que no fuera esencial. Dada esta austera estética, parece muy apropiado que el tema personal de Bresson sea un personaje preso, literalmente, o encerrado en un dilema irresoluble. Y si uno acepta la unidad de tono y de narración como requisito primordial de un film, el ascetismo de Bresson (su uso máximo de materiales mínimos, el aire “cerrado”, meditativo, de sus films) aparece como el único procedimiento verdaderamente riguroso. La obra de Godard es ejemplo de una estética (y sin duda de un temperamento y una sensibilidad) opuesta a la de Bresson. La energía moral que alimenta la obra de Godard, aunque no menos poderosa que la de Bresson, conduce a un ascetismo muy distinto: el suplicio de un autointerrogatorio sin fin, que se convierte en un elemento orgánico de la obra de arte. “Con cada film” dijo en 1965 “el mayor problema resulta, cada vez más, el de decidir -dónde y por qué empezar una toma y por qué terminarla”. Y lo interesante es que Godard sólo puede considerar soluciones arbitrarias para este problema. Aunque cada toma es autónoma, ninguna cantidad de reflexión podrá hacerla necesaria. Como un film es para Godard principalmente una estructura abierta, la distinción entre 'o esencial y lo no esencial en cualquier film determinado carece de sentido. Así como no pueden descubrirse reglas absolutas, inmanentes, para determinar la composición, duración y colocación de una toma, no puede haber razón realmente sensata para excluir algo de un film. Esta concepción de un film como assemblage más que como unidad preside las definiciones aparentemente fáciles que Godard ha dado de muchos de sus films recientes. “Pierrot le fou no es realmente un film sino un intento cíe cine”. Sobre Deux ou trois choses: “En resumen, no es un film; es un intento de hacer un film y como tal está presentado”. Une femme mariée lleva por subtítulo “Fragmentos de un film rodado en 1964”, y La chinoise “Un film en proceso de hacerse”. Al alegar que no ofrece más que “ensayos”, “intentos”, Godard admite la apertura o arbitrariedad estructural de su obra. Cada film permanece como un fragmento, en el sentido de que sus posibilidades de elaboración nunca pueden gastarse. Aceptada la plausibilidad, aun lo descab’e, del método de yuxtaposición (“Prefiero sencillamente poner las cosas una al lado de otra”), que agrupa elementos opuestos sin reconciliarlos, no puede haber final internamente necesario para un film de Godard, como lo hay para uno de Bresson. Cada film debe parecer interrumpido bruscamente, o terminado arbitrariamente: a menudo por la. muerte violenta, en el último rollo, de uno o más de los personajes principales, como en A bout de souffle, Le petit soldat, Vivre sa vie, Les carabiniers, Le mépris, Mascidin Féminin y Pierrot le fou. Godard, previsiblemente, ha apoyado sus opiniones insistiendo sobre la relación (más que la oposición) entre “el arte” y “la vida”. Godard sostiene que nunca sintió, mientras trabajaba, como cree que un novelista puede sentir, “que hago diferencia entre vida y creación”. O reclama nuevamente el terreno mítico de siempre: “El cine está en algún sitio entre el arte y la vida”. De Pierrot le fou Godard ha escrito: “La vida es el tema, con pantalla ancha y color por atributos... La vida en sí, como quisiera captarla, usando panorámicas para el paisaje, tomas fijas para la muerte, tomas breves, tomas largas, sonidos suaves y fuertes, los movimientos de Anna y Jean-Paul. Es decir: la vida llenando la pantaUa como el chorro de la canilla llena la bañera que se vacía al mismo tiempo con el mismo ritmo.” Aquí reside, según Godard, su diferencia con Bresson, quien al hacer un film tiene “una idea del mundo” que “intenta poner en la pantalla, o, lo que viene a ser lo mismo, una idea del cine que intenta aplicar al mundo”. Para un director como Bresson, “el cine y el mundo son moldes por llenar, mientras en Pierrot no hay molde ni sustancia”. Los films de Godard, desde luego, no son bañeras, y el autor tiene sus propios sentimientos complejos sobre el mundo y su arte, casi del mismo modo que los tiene Bresson. Pero, a pesar de esa caída en una retórica calculada, el contraste con Bresson persiste. Para Bresson, que fue al principio pintor, es la austeridad y el rigor de los medios cinematográficos lo que hacen valioso este arte (aunque muy pocos films). Para Godard, es el hecho de que el cine sea un medio tan suelto, promiscuo y acomodaticio, lo que confiere autoridad y promesa incluso a muchos films subalternos. Este hecho específico otorga al cine una ventaja decisiva sobre la literatura en la busca de una forma realmente espontánea o descubierta, como la que Edouard, en Les Faux-Monnayeurs, propone para la novela. El cine puede mezclar formas, técnicas, puntos de vista; no puede ser identificado con ningún elemento único, predominante. Por el contrario: lo que el cineísta debe mostrar es que nada se excluye. “Se puede poner todo en un film” dice Godard; “se debe poner todo en un film”. El film es tomado como organismo vivo: no tanto un objeto como una presencia o un encuentro, un hecho plenamente histórico o contemporáneo, cuyo destino es ser trascendido por hechos futuros. En su busca de un cine que habite el presente real, Godard pone en sus films referencias a crisis políticas del momento: Argelia, la conducción doméstica de de Gaulle, Angola, la guerra de Vietnam. (Sus cuatro últimos largometrajes incluyen una escena donde los personajes denuncian la agresión norteamericana a Vietnam, y Godard ha declarado que mientras dure la guerra seguirá incluyendo escenas de este tipo en todo film que haga.) Los films pueden incluir referencias aún más casuales, manifestaciones de un humor más subjetivo: una broma a André Malraux; un elogio a Henri Langlois, el director de la Cinémathéque Française; un ataque a los operadores irresponsables que proyectan films de formato común en pantalla ancha; o un aviso para el film no distribuido de algún colega y amigo. Godard se solaza con la posibilidad de usar el cine “periodísticamente”. El cine, como la fotografía, siempre fue un arte que registra la temporalidad; pero hasta ahora éste había sido un aspecto no deliberado del cine de ficción. Godard es el primer director importante que incorpora deliberadamente aspectos contingentes del preciso momento social en que hace un film, convirtiéndolos a veces en el marco del film. Despreocupado por toda posible impureza (no hay materiales que el cine no pueda usar), Godard se dedica sin embargo a una empresa sumamente purista: intenta hallar para el cine una estructura que hable en el más puro tiempo presente. Se esfuerza por hacer films que vivan en el presente y no relaten algo del pasado, algo que ya ocurrió. En este curso, desde luego, Godard sigue un rumbo ya señalado por la literatura. La ficción, hasta hace poco, era un arte del pasado. Los hechos relatados en un poema épico o en una novela están, cuando el lector empieza el libro, como confinados en el pasado. Pero en gran parte de la ficción nueva, los hechos pasan ante nosotros como si coexistieran en un mismo presente con el tiempo de la voz narrativa (más correctamente: con el tiempo en que la voz narrativa se dirige al lector.) Los hechos ocurren, por lo tanto, en el presente; por lo menos en la medida en que el mismo lector habita ese presente. Por esta razón escritores como Beckett, Stein, Burrcughs y Robbe-Grillet prefieren usar un presente verbal, o su equivalente. (Otra estrategia: hacer de la distinción entre pasado, presente y futuro, dentro de la narración, un juego verbal explícito, e insoluble; como por ejemplo en algunas cuentos de Borges y de Landolfi, o en Palé Fire de Nabokov.) Pero si este desarrollo es posible para la literatura, parece todavía más propicio para el cine, ya que en cierto sentido la narración cinematográfica sólo conoce el tiempo presente. (Todo lo mostrado está presente por igual, no importa cuándo se “diga” que ocurrió.) Lo necesario para que el cine aprovechara su libertad natural era desprenderse de la obligación literal de “contar una historia”. La historia en el sentido tradicional —algo que ya ocurrió— es reemplazada por una situación fragmentada donde la supresión de ciertos lazos explicativos entre escenas crea la impresión de una acción que empieza de nuevo continuamente, desarrollándose en tiempo presente. Y será inevitable, opino, que este tiempo presente aparezca como una mirada behaviorista, externa, antipsicológica, sobre la situación humana. Pues la comprensión psicológica depende de tener al mismo tiempo en la mente las dimensiones del pasado, presente y futuro. Ver a alguien en clave psicológica es trazar coordenadas temporales en las cuales situarlo. Un arte que apunta al tiempo presente no puede pretender este tipo de “profundidad” o interioridad en la caracterización del ser humano. La lección está clara en la obra de Stein y Beckett; Godard la demuestra en el cine. Sólo en una ocasión, respecto a Vivre sa vie, Godard alude explícitamente a esta elección; dice que el film “está construido en cuadros para acentuar su lado teatral. Además, esta división corresponde a una visión externa de las cosas, la que mejor me permitía dar la sensación de lo que ocurría dentro. En otras palabras, el procedimiento opuesto al usado por Bresson en Pickpocket, donde el drama está visto desde adentro. ¿Cómo sugerir el ‘adentro’? Creo que manteniéndose prudentemente afuera”. Pero aunque hay ventajas obvias en quedarse “afuera” (flexibilidad formal, libertad respecto a soluciones impuestas, limitadoras), la elección no es tan clara como Godard sugiere. Quizás uno nunca penetre, en la forma atribuida por Godard a Bresson (procedimiento ya considerablemente distinto de la interpretación de motivos y del resumen de la vida interior de un personaje propugnados por el realismo novelístico del siglo XIX). Según estos modelos, el mismo Bresson está sumamente “afuera” de sus personajes, más preocupado, por ejemplo, por su presencia física, por el ritmo de sus movimientos, por el peso de sentimientos inexpresables que cargan. Sin embargo, Godard tiene razón al decir que, por comparación con Bresson, está “afuera”. Una de las maneras en que lo logra es variando constantemente el punto de vista desde el que relata un film, por yuxtaposición de elementos narrativos contrastantes: aspectos realistas de la historia junto a otros implausibles, letreros escritos intercalados entre imágenes, anécdotas o “textos” recitados en voz alta e interrumpiendo el diálogo, entrevistas estáticas contrapuestas con acciones rápidas, interpolación de la voz de un narrador que explica o comenta la acción, y muchos otros. También, su presentación de las “cosas” en forma esforzadamente neutra, en contraste con la visión tan intimista de Bresson: las cosas como objetos usados, disputados, amados, ignorados y gastados por la gente. En los films de Bresson, las cosas, ya sean una cuchara, una silla, un trozo de pan, un par de zapatos, están siempre marcados por el uso que los hombres hacen de ellas. Lo que importa es cómo las usan: con destreza (como el prisionero usa su cuchara en Un condamné á mort s'est échappé, como la heroína usa sartén y cacerolas para preparar el desayuno en Mouchette) o torpemente. ]En los films de Godard las cosas tienen un carácter totalmente alienado. Es típico que se las use con indiferencia, sin destreza ni torpeza: están allí, sencillamente. Godard ha escrito: “Los objetos existen, y si uno les presta más atención que a la gente es precisamente porque existen más que esa gente. Los objetos muertos todavía viven. La gente viva a menudo ya ha muerto.” Las cosas pueden ser ocasión de gags visuales (como el huevo que tarda en caer en Une femme est une femme, o los afiches cinematográficos en el taller de Made in USA) o aportar elementos de gran be'leza plástica (como los estudios a lo Pon-ge) st, en Deux ou trois choscs, del extremo encendido de un cigarrillo o de las burbujas que se separan y se reúnen en la superficie de una taza de café caliente) ; siempre aparecen, y sirven para subrayar, un contexto de disociación emotiva. La forma más evidente de representación disociada que usa Godard es la inmersión ambivalente en la sugestión de la iconografía pop y su exhibición, sólo en parte irónica, de la ubicuidad simbólica del capitalismo urbano: juegos mecánicos, cajas de detergente, autos veloces, letreros luminosos, paneles de publicidad, revistas de modas. Esta fascinación con objetos alienados dicta, por extensión, los escenarios de la mayoría de los films de Godard: carreteras, aeropuertos, cuartos anónimos de hotel o fríos departamentos modernos, cafés modernizados y fuertemente iluminados, cines. Los decorados y el amueblamiento de los films de Godard constituyen un paisaje de alienación, ya cultive el pathos de la vida real, con sus hechos transitorios, de personas disecadas, urbanas, como delincuentes ínfimos, amas de casa insatisfechas, estudiantes izquierdistas, prostitutas (el presente cotidiano), ya proponga fantasías antiutópicas sobre un futuro cruel. Un universo que se aprehende como fundamentalmente deshumanizado o disociado es también un universo que permite rápidas “asociaciones” de un ingrediente a otro. Surge nuevamente el contraste con Bresson, cuya actitud es rigurosamente no asociativa, preocupada por profundizar cada situación; en un film de Bresson sólo hay ciertas transmisiones de energía personal, de origen casi orgánico, y mutuamente relevantes, que florecen o se agotan pero no dejan de unir la narración y otorgarle una conclusión orgánica. Para Godard no hay conexiones realmente orgánicas. En el universo del dolor, sólo son posibles tres reacciones, estrictamente aisladas, de interés verdadero: la acción violenta, la inmersión en las “ideas” o la trascendencia del amor romántico, súbito, arbitrario. Pero cada una de estas posibilidades es entendida como revocable o artificial. No son actos de realización personal, no tanto soluciones como disoluciones de un problema. Se ha observado que muchos de los films de Godard proyectan una imagen masoquista de la mujer, casi misógina, y un romanticismo infatigable respecto a “la pareja”. Es una combinación rara, pero no insólita, de actitudes. Esas contradicciones son analogías psicológicas o éticas para las premisas formales básicas de Godard. En una obra concebida como “abierta”, asociativa, compuesta por fragmentos, construida por la yuxtaposición en parte aleatoria de elementos contrarios, cualquier principio de acción, cualquier resolución decisiva en el plano emotivo deberá ser un artificio (desde un punto de vista ético) o algo ambivalente (desde un punto de vista psicológico). Cada film es una red provisoria de impasses emotivos e intelectuales. Con la excepción probable de sus opiniones sobre la guerra de Vietnam; no hay actitud que Godard incorpore a sus films que no esté simultáneamente puesta entre paréntesis, y por lo tanto criticada, por una dramatización de la distancia entre la elegancia y la seducción de las ideas y la opacidad brutal o lírica de la condición humana. El mismo sentido de impasse caracteriza a los juicios morales de Godard. A pesar del uso de la prostitución como hecho y metáfora que resume las bajezas de esta época, los films de Godard no están “contra” la prostitución y “a favor” del placer y la libertad, en el sentido inequívoco en que los de Bresson cantan alabanzas al amor, la honestidad, la valentía y la dignidad, y deploran la crueldad y la cobardía. Desde el punto de vista de Godard, la obra de Bresson debe parecer “retórica”, y a Godard le interesa destruir la retórica por un uso generoso de la ironía: resultado familiar de la lucha de una inteligencia inquieta, más bien disociada, para borrar un romanticismo irreprimible y una tendencia a moralizar. En muchos films, Godard busca deliberadamente el marco de la parodia, de la ironía como contradicción. Une femme est une femme, por ejemplo, trata un tema obviamente serio (una mujer frustrada como esposa y como madre posible) con una actitud sentimental muy irónica. “El tema de Une femme est une femme” ha dicho Godard “es un personaje que logra resolver una situación determinada, pero lo concebí en el marco de una comedia musical neorrealista: una contradicción absoluta; precisamente por esto quise hacer el film”. Otro ejemplo es el tratamiento lírico de un asalto bastante repugnante planeado por unos gangsters aficionados en Bande á part, coronado por la ironía superior de un final feliz en el que la protagonista zarpa para Sudamérica en busca de nuevas aventuras románticas. Otro ejemplo: la nomenclatura de Alphaville, un film donde Godard trata algunos de sus temas más serios, es una colección de identidades de historieta (los personajes se llaman Lemmy Caution, el héroe de una serie popular de films policiales franceses; Harry Dickson; profesor Leonard Nosferatu, alias Von Braun; profesor Jeckyll) y el héroe está interpretado por Eddie Cons-tantine, el actor norteamericano expatriado cuya cara ha sido un cliché para los films policiales franceses de clase B durante dos décadas; la verdad es que el título original de Godard para el film era Tarzan versus IBM. Un ejemplo más: el film que Godard decidió hacer con el tema doble de los asesinatos de Kennedy y de Ben Barka, Madc in USA, fue concebido como un remake paródico de The Big Sleep (que había sido repuesto en una sala especializada de París en el verano de 1966), con Anna Karina interpretando ahora al detective de impermeable, enredado en un misterio insoluble, que había hecho Humphrey Bogart. El peligro de este derroche de ironía es que las ideas se expresan hasta el borde de la autocaricatura, y las emociones sólo cuando se las mutila. La ironía hace más intensa lo que ya es una limitación considerable para las emociones de estos films, provocada por la insistencia en el puro presente de la narración cinematográfica, donde situaciones con efecto menos profundo aparecen representadas desproporcionadamente: éste es el precio de representar vividamente estados de dolor, furia, deseo o satisfacción erótica intensos y sufrimiento físico. Mientras Bresson, en sus mejores, invariables momentos, puede sugerir emociones profundas sin ser sentimental, Godard, en sus momentos menos eficaces, inventa peripecias que parecen sin convicción o sentimentales (y al mismo tiempo parecen emocionalmente chatas). El Godard “serio” me parece más logrado, ya en el pathos insólito que alcanza Masculin Féminin, o en la dura frialdad de films tan directamente apasionados como Les carabiniers, Le mépris y Pierrot le fou. Esta frialdad es una cualidad penetrante de la obra de Godard. Es sorprendente que, a pesar de sus incidentes violentos y de su franqueza sexual, sus films tengan una relación más bien apagada, desasida, con lo grotesco y lo doloroso, así como con el erotismo serio. La gente es torturada a veces, y a menudo muere, en los films de Godard, pero casi por casualidad. Hay una predilección particular por los accidentes de automóvil: el final de Le mépris, el choque en Pierrot le fou, todo el paisaje de masacre en las carreteras de Wcehend.) Y no es frecuente que se muestre a la gente haciendo el amor; si ocurre, lo que interesa a Godard no es la comunión sensual sino lo que el sexo revela “sobre los espacios que separan a la gente”. Los momentos orgiásticos ocurren cuando la gente joven baila o canta o juega o corre (la gente corre hermosamente en los films de Godard), no cuando hace el amor. “Cinema is emotion” dice Samuel Fuller en Pierrot le fou, y puede suponerse que Godard comparte la idea. Pero la emoción, para Godard, nunca llega sin la compañía ornamental del ingenio, de alguna trasposición del sentimiento que él obviamente coloca en el centro del proceso de creación artística. Esto explica en parte la preocupación de Godard por el lenguaje: con las palabras tanto oídas como vistas sobre la pantalla. El lenguaje funciona como una forma de distanciación emotiva de la acción. El elemento visual es emotivo, inmediato, pero las palabras (que incluyen señales, textos, cuentos, proverbios, recitados, entrevistas) tienen una temperatura menor. Mientras las imágenes invitan al espectador a identificarse con lo que ve, la presencia de las palabras convierte en crítico al espectador. Pero el uso brechtiano que Godard hace del lenguaje es sólo un aspecto del fenómeno. Aunque mucho deba a Brecht, su tratamiento del lenguaje es más complejo y equívoco; y más bien se vincula con los esfuerzos de ciertos pintores que usan palabras en forma activa, para subvertir la imagen, para refutarla, para volverla opaca e ininteligible. No se trata simplemente de que Godard da al lenguaje un lugar que ningún otro director de cine le dio antes. (Compárese la verbosidad de los films de Godard con la severidad verbal, con el diálogo austero de Bresson.) Es que no ve nada en el medio cinematográfico que impida al lenguaje mismo ser tema del cine, del mismo modo en que el lenguaje es el tema mismo de tanta poesía contemporánea y (en un sentido metafórico) de tanta pintura importante, como la de Jasper Johns. Pero es posible que el lenguaje sólo pueda ser tema del cine en el momento en que el autor cinematográfico esté obsesionado por el carácter problemático del lenguaje, como Godard evidentemente lo está. Lo que otros directores consideraron principalmente como un vehículo para alcanzar mayor “realismo” (la ventaja del cine sonoro por comparación con el mudo), en manos de Godard se vuelve un instrumento virtualmente autónomo, a veces subversivo. No sólo Godard no considera que el cine sea esencialmente fotografía en movimiento; al contrario, precisamente el hecho de que, siendo un medio visual, admita la adición del lenguaje, es lo que da al cine un registro superior, una libertad mayor que la de otras formas artísticas. Los elementos pictóricos o fotográficos son, en cierto sentido, sólo el material bruto del cine de Godard; el ingrediente trasformador es la presencia del lenguaje. Reprochar, por lo tanto, la locuacidad de sus films es comprender erradamente sus materiales e intenciones. Es casi como si la imagen visual tuviera una condición estática, demasiado próxima al “arte” que Godard quisiera contaminar con el resplandor de las palabras. En La chinoise, un cartel sobre la pared de la célula estudiantil maoísta dice: “Hay que reemplazar las ideas vagas con imágenes precisas”. Pero éste es sólo un lado del asunto, y Godard lo sabe. A veces las imágenes son demasiado claras, demasiado simples. (La chinoise es una variación ingeniosa, comprensiva, del anhelo archiromántico de volverse completamente simple, totalmente claro). La dialéctica de permutaciones entre imagen y lenguaje está lejos de ser estable. Como él mismo declara con su propia voz al principio de Alphaville: “Hay cosas en la vida demasiado complejas para su trasmisión oral. Por eso las convertimos en ficción, para hacerlas universales.” Pero, una vez más, resulta claro que universalizar algo puede simplificarlo exageradamente, y esto deberá ser combatido por la concreción y la ambigüedad de las palabras. A Godard siempre le ha fascinado la opacidad y la autoridad del lenguaje, y un rasgo recurrente en su obra son las deformaciones del habla. Para completar estas mutilaciones del habla y el lenguaje están ¡as muchas discusiones explícitas sobre el lenguaje como problema. El enigma de cómo hablar con sentido moral o intelectual a pesar de que el lenguaje traiciona la conciencia, se debate en Vivre sa vie y Une femme manée; las ambigüedades del lenguaje, en el misterio de la traducción, es un tema de Le mépris y Bande á part; el lenguaje del futuro es tema de reflexión de Guillaume y Véronique (será completamente distinto; cada palabra, cada frase será independiente) en La chinoise; el sustrato de sinsentido en el lenguaje es ilustrado por la conversación de Marianne, el obrero y el barman en Made in USA; y el esfuerzo para purificar el lenguaje de toda disociación filosófica y cultural es el tema central y explícito de Alphaville y de Anticipation: la resolución dramática en ambos casos está dada por el triunfo de un esfuerzo individual en ese sentido. En este momento de la obra de Godard, el problema del lenguaje parece haberse convertido en motivo dominante. Detrás de su verbosidad obstrusiva, la duplicidad y la trivialidad del lenguaje inquietan a los films de Godard. En la medida en que hay una “voz” que habla en todos ellos, es una voz que cuestiona a todas las demás. El lenguaje es el contexto más amplio en que puede colocarse el tema recurrente de Godard: la prostitución. Más allá de su simple interés sociológico, la prostitución es para Godard una metáfora ampliada del destino del lenguaje, es decir de la conciencia misma. La unión de ambos temas es más clara en la pesadilla de ciencia ficción de Anticipation: el hotel de un aeropuerto, en un futuro impreciso (es decir ahora), donde los viajeros pueden elegir entre dos tipos de compañía sexual pasajera: alguien que hace el amor físicamente, sin hablar, o alguien que puede recitar las palabras del amor pero no puede participar de ningún contacto físico. Esta esquizofrenia de la carne y el alma es la amenaza que inspira la preocupación de Godard por el lenguaje, y le confiere los términos dolorosos, autoinquisidores, de su arte desasosegado. Como declara Natasha, al final de Alphaville: “Hay palabras que no conozco.” Pero este doloroso conocimiento, según el mito conductor de la narración de Godard, es lo que señala el principio de su redención y, por extensión de esa imagen, la redención del mismo arte[1]. Nota: [1] Los films de Jean-Luc Godard (los estrenados en la Argentina llevan nombre en español a continuación del original): Cortos. 1954: Opération Béton. 1955: Une femme coquette. 1957: Tous les gargons s’appellent Patrick. 1958: Charlotte et son Jules; Une histoire d’eau (codirigido con F. Truffaut). Largos y episodios. 1959: A bout de souffle (“Sin aliento"). 1960: Le petit soldat (“El soldado”). 1961: Une femme est une femme (‘‘Una mujer es una mujer”); “La paresse”. episodio para Les sept péchés capitaux (“Los siete pecados capitales”). 1962: Vivre sa vie (“Vivir su vida”); “Le nouveau monde” para RoGoPag (“Rogo-pag”). 1963: Les carabiniers (“Los carabineros”); “Le gran escroc”, episodio para Les plus belles escroqueries du monde; Le mépris (“El desprecio”). 1964: “Montparnasse-Levallois, episodio para Paris vu par...; Bande á part (“Asalto frustrado”); Une femme mariée (“Una mujer casada”). 1965: Alphaville (ídem); Pierrot le fou (“Pierrot el loco”). 1966: Masculin Féminin (“Masculino, femenino”); Made in USA (ídem); Deux ou trois choses que je sais d’elle. 1967: “Anticipation", episodio para Les plus vieux métiers du monde; La chinoise; “L’aller et retour des enfants prodigues”, episodio para Vangelo 70; episodio sin nombre para Loin du Vietnam, 1968: Weekend; One plus one. |
Larga vida al cine de Godard, entrevista a Roger Koza, Eduardo Gruner, Lucia Salas y David Oubiña |
Corre Cámara - Especial Jean-Luc Godard con Wilmar Umpiérrez |
Susan Sontag
Traducción de Edgardo Cozarinsky (Argentina)
Publicado, originalmente, en: Revista "Sur" Número 316-317 Enero - Abril de 1969
Gentileza de Biblioteca Nacional Mariano Moreno - Buenos Aires, República Argentina
Link del texto: https://catalogo.bn.gov.ar/F/?func=direct&doc_number=001218322#
Ver, además:
Susan Sontag en Letras Uruguay,
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