San Ignacio de Loyola. "Cinco minutos para hacerme a la idea" por Ignacio Solares
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Es probable que sin los jesuítas, fundadores de escuelas civilizadoras antes que de monasterios, la independencia de las naciones latinoamericanas hubiera sido muy distinta. Así lo confirma Ignacio Solares, quien elabora un acercamiento ensayístico del “gran soldado de Dios”, San Ignacio de Loyola. En 1767, tras una brutal operación represiva, los misioneros jesuitas fueron detenidos y deportados de todos los territorios españoles de América. Fecha fundamental para el Nuevo Mundo: vastos territorios, que acababan de ser conquistados “para Dios”, fueron devueltos a la miseria y a la barbarie; esto es, al infierno, “al inmundo dominio de Satanás”. Miles de indios que vivían pacíficamente en las misiones jesuíticas —que aprendían a trabajar la tierra, a leer y a escribir, que “crecían” como seres humanos— fueron condenados a la muerte o, lo que era peor, a la degradación material y moral. Otros simplemente desaparecieron en las soledades inexploradas de la Amazonia o del Gran Chaco. La expulsión masiva de los jesuitas destruyó, aparentemente, ese imperio creado por los “conquistadores” de Dios. Aparentemente porque, a la larga, la decisión monárquica de expulsar a los jesuitas de España y de sus colonias no hizo sino precipitar el sentimiento de identidad y de rebeldía a lo largo de toda la América española. El germen de la Independencia estaba ya inoculado. Por eso Michelet, por aquellos años, decía que si detenían a un hombre en la calle y le preguntaban con qué relacionaba a los jesuitas, la respuesta inevitable era “con una revolución”. La libertad había sido una de las palabras clave de las enseñanzas de su fundador. Por eso, fueron los jesuitas quienes trajeron la modernidad —que llevaba implícita ese nuevo concepto de libertad— al Nuevo Mundo. Fueron ellos quienes fomentaron y difundieron los estudios que nos abrieron los ojos a los latinoamericanos. En realidad, el germen de la actitud contestataria lo habían venido inoculando en todo el mundo cristiano, de ahí el papel central que jugaron, por ejemplo, en la Contrarreforma. Como también decía Michelet: “Pusieron a la Iglesia de cabeza”. En cierto sentido, pusieron al mundo de cabeza. Baste recordar que, en vez de atrincherarse en la escolástica, le arrebataron el poder a los tomistas, quienes en buena medida habían dominado el pensamiento político a través de las enseñanzas de Santo Tomás. |
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Integrados místicamente en la disciplina militar impuesta por Loyola, emprenden —o deben emprender— su misión desvinculándose de todo lazo mundano o familiar. Los bienes materiales que puedan tener van —o deberían ir— a parar a los pobres, tal como hizo San Ignacio en Montserrat: cambió sus elegantes ropas por las de un mendigo antes de iniciar su peregrinación. Las enseñanzas están muy claras en las Constituciones y en los Ejercicios, pero quizá se “viven” más en la Autobiografía del santo, que dictó al padre Gon^alves da Cámara, a mediados de 1555. Por eso en los rituales, los jesuitas son —o deben ser— parcos hasta la saciedad y prescindir de boatos y pomposas ceremonias. Apenas deben dedicar tiempo a ayunos y vigilias que les debiliten el cuerpo. No malgastan su esfuerzo aparentando ficticias dedicaciones piadosas, pero se emplean —o deberían emplearse— en el desarrollo del espíritu y, muy especialmente, del intelecto. Fundan colegios en vez de conventos. No viven de la limosna sino de su trabajo. Y, lo más importante, a lo largo de los siglos se han dispersado por los cinco continentes a difundir el mensaje de Jesús. Todo esto les ha enfrentado en más de una ocasión no sólo a los gobiernos sino a los pontífices mismos, a quienes sirven según el precepto acatado. Porque, aunque ese acatamiento es incondicional y forma parte integral de su regla, lo es sólo a la representativi-dad del pontífice y no a su persona. Por tanto, no están obligados a mostrar fidelidad y obediencia a tal o cual Papa, sino a la figura suprema de la jerarquía eclesiástica, al ocupante del trono de San Pedro y representante máximo de Jesucristo en la Tierra. También por todo esto, la actitud de los jesuitas se contrapone con el concepto de muchos otros católicos que reducen lo cristiano a un “devocionismo” sentimental (confesiones y comuniones rutinarias, rosarios vespertinos, golpes de pecho, novenas, procesiones), a un “angelismo” blando y dulzón, según el cual el hombre de veras piadoso debe desentenderse de las trágicas y rudas realidades temporales y de las injusticias sociales. ¿Nos asusta en ocasiones la violencia que son capaces de desplegar en casos especiales, como durante la llamada Teología de la Liberación? Habría que poner especial atención en aquel pasaje de la Autobiografía de San Ignacio en que, apenas iniciado su peregrinar en un burro, se encuentra en el camino a Montserrat con un moro. Entablan amena conversación pero algo menciona de pasada San Ignacio sobre la virginidad de María que provoca las risas y burlas del incrédulo moro, quien, como iba a caballo, no tardó en adelantarse. San Ignacio se traga un momento el coraje, pero reacciona pronto. Un soldado de Cristo no podía permitir que un infame moro se burlara, así como así, de la virginidad de María. Decide alcanzarlo y, sin más trámites, “darle de puñaladas”. Pero sabe que parte fundamental de su reciente conversión ha sido atemperar su violento carácter, y prefiere ponerse en manos de Cristo. En el siguiente cruce de caminos, suelta las riendas y deja que el burro elija por dónde ir. Si es por el camino del moro, tomará venganza; de otra manera, se resignará a dejarlo en paz. Felizmente, sucedió esto último. ¿Y si hubiera acontecido lo contrario? ¿Habría sido Ignacio menos santo si, como pretendía, le hubiera “dado de puñaladas” al moro? Lo cierto es que en el explosivo temperamento de su fundador se encuentra en potencia todo cuanto ha hecho —o ha intentado hacer— la Compañía. |
También hay que señalar las excelencias literarias de su Autobiografía. No olvidemos que San Ignacio se extasiaba contemplando las flores o se elevaba y emocionaba hasta las lágrimas ante un cielo estrellado y gustaba hondamente del canto de la liturgia sagrada. Un alma así, tenía que poseer un sentimiento artístico muy desarrollado, que se refleja en la luminosidad de sus escritos más personales. Porque, por lo demás, San Ignacio pertenece a la estirpe de hombres que han salido al mundo a luchar contra molinos de viento a partir de sus lecturas. Don Quijote lo hará a partir de las novelas de caballería; San Ignacio a partir de las vidas de los santos que leyó convaleciente después de casi perder una pierna por pelear contra los franceses en Pamplona. ¿Y si don Quijote hubiera leído vidas de santos y San Ignacio novelas de caballería, serían muy diferentes uno del otro? No lo creemos, y más bien nos gustaría pensar que se intercambiaban sus libros en secreto. Quizá ninguna otra anécdota dibuja mejor a San Ignacio como aquella que cuenta el propio Gon^alves da Cámara cuando le preguntó cuál sería su reacción si, como era de temerse, el Papa disolviera la Compañía de Jesús. La respuesta de San Ignacio es reveladora: “Le pediría al Señor cinco minutos para hacerme a la idea y luego empezaría a trabajar para reconstruirla”. Por eso, como ha dicho uno de sus biógrafos más solventes, Fülop-Miller: “Ningún otro santo ha acercado tanto a Dios el mundo de los hombres, el verdadero mundo de los hombres de carne y hueso, pero también de pasiones, ambiciones y capacidad de resignación, como San Ignacio”. ¿Cuántos de nosotros tendríamos la resignación para, en caso de perder de golpe cuanto hemos realizado, pedir cinco minutos para hacernos a la idea, y luego volver a empezar? Como me decía un alcohólico anónimo, que había vivido un verdadero calvario con su enfermedad: “Nada está perdido si reconocemos que todo está perdido y hay que partir de cero”. Del libro Presencia de lo invisible sello editorail Taurus. |
por Ignacio Solares
Publicado, originalmente, en: Revista de la Universidad de México 86 / artículos / Abril de 2011
Revista de la Universidad de México es una publicación editada por la Universidad Nacional Autónoma de México
Link del texto: https://www.revistadelauniversidad.mx/articles/8a8b57cc-e7d8-4bb1-8ed6-23e0f1bcfb92/san-ignacio-de-loyola-cinco-minutos-para-hacerme-a-la-idea
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