El mensaje poético de
Jorge Jobet
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De la entraña sureña, de Cautín, niño en Perquenco y adolescente en Temuco, vino el poeta Jorge Jobet. Pero no aceptó la influencia fácil del paisaje, común a los poetas de la región. Más bien le interesó el ser humano en su duro contacto con el mundo. Trabajó sus cauces espirituales con paciencia de artífice, resistiendo toda tentación de sonoridad o fácil halago. El descubridor maravillado[1] mostró a un poeta distinto. Seco y deshumanizado en sus principios; con evidente propósito de huir de la engañosa atracción romántica; con un verso deliberadamente cortado con palabras ausentes del uso del lector ordinario, como en una intención que éste no se adelantara a la concepción poética del creador ambicioso en sus proyectos. El libro posee una atmósfera de emoción más bien filosófica,- de valoración estética. Hay un mundo interior cotejado con una poderosa inquietud que se vuelca en fecundas imágenes. Se advierte ya la prolijidad en la construcción de sus versos, en la elección de una tarea de objetivación decantada que luego se convertirá en tarea de substantivación. Por la huida del clima romántico, Jobet incidirá en lo conceptual y se mostrará a veces áspero y barroco en la elección de los términos; será un todo equilibrado con una robusta fantasía, un mundo destellante de imágenes, en cuyo centro, como en una moderna cosmogonía, está el poeta como un “descubridor maravillado”. El secreto de su voz, siempre sugestiva, se hace presente en este primer párrafo de su introducción a su primer libro: “En medio de mi jardín, donde los álamos bajan para hablarme y los suspiros del día se perciben a través de las conversaciones de las hojas, estoy rodeado de mágicos silencios que vienen a mis sentidos con su sabia invasión de pomas rubias. Es el aire azul, el albo viento, la pasajera llovizna cargada de musgos y relámpagos; el trinar de las aves, el mensaje sumergido de la existencia vegetal, construyendo su monólogo olímpico; es el tiempo del descubridor maravillado, que se solaza en el espacio como una lágrima deshaciéndose en su forma; es el soliloquio de la muerte, penetrando mi corazón de aguas y música”. En esta misma etapa se advierte el paso hacia un período de atmósfera clásica, si consideramos por tal el cuidado de la forma, el sentido intencionado de sus conceptos, su construcción de aparente pero trabajada facilidad, su mesurada actitud en la que los sentimientos circulan como un temperado río subyacente. En su segunda obra, Naturaleza del ser[2], en bien trabajados versos busca la esencialidad de las cosas. ¿Qué es la fragancia? En último término, “concepción circular”, “aplomo germinal del pebetero” (pp. 21-22). ¿Qué busca el poeta? ¿Cuáles resonancias? Pregona "el gemido, las angustias / de los caros pinares de la sierra, / el morado connubio de las almas / ascendiendo a la luz de las estrellas” (p. 7). Vivir es un duermevela. La existencia es alucinadora. El poeta se mueve entre “enigmas dolorosos”, “hormigas enlutadas” y “clamores de ríos en la selva”. Es el hombre venido de los altos pastos y de las llanuras y colinas solitarias del sur, puesto en la urbe trepidante. Es necesario que el ser se vuelva hacia sí mismo para encontrarse en medio de los aullidos de las multitudes y de las preguntas de su ser, de ansiedad metafísica. Por eso, lo material conmueve al poeta y se establece en su ser: “Bajo el velo de oscura concordancia, / implorando al silencio su destreza, / me arrodillo durmiendo, como vivo, / y me ahogo en los huecos de las piedras” (p. 8). El tiempo, la dimensión inexorable del hombre lo inquieta. El tiempo tiene una dimensión circular; sin embargo, es la vida la que se desarrolla en torno a esta órbita, se plasma en su castigadora exigencia: “la vida espera circundando al tiempo” (p. 10). Heidegger ha señalado que el hombre es “el ser para la muerte”. Se vive en función de esta muerte que cerca al hombre, como si esta muerte fuera un océano que de vez en cuando aproximara las olas de su muerte a la playa de la existencia del hombre. El amor es la necesaria falacia para que el ser humano pueda renovarse, hacerse en una doble proyección: provocando el nacimiento de otra vida, como naciendo una vez más en sí mismo por una nueva ilusión amorosa, en cada oportunidad. Pero tanto el amor como la vida tienen la tristeza o angustia de su muerte presentida o anunciada. De ahí la expresión del poeta: Amor para nacer vivir muriendo, dolor de estos engaños no vividos, tu ser de fuego muere en los sentidos, amor para nacer vivir muriendo.
De altivo pan está tu voz henchida, amor en frágil pugna con el tiempo, mío de angustia vertical, lloroso, amor para nacer vivir muriendo (p. 57). Se busca concretar los elementos abstractos. El tiempo, por ejemplo, se materializa en “Y los meses malgastan sus rodillas” (p. 23). El amor es “altivo pan”. La existencia tiene “sus hebras extendidas” (p. 36). Y la luz es “como un ángel”, “como lágrima, o un rayo” (p. 31). El hombre muestra su hambre de existencia; la ambición es llenarse de la substancia de su angustia, que le es propia. El hombre es el ser habitable, el que se colma de las cosas que le rodean: “Y yo celeste con un hambre encima” (p. 38). El poeta no puede contemplar con optimismo una vida áspera; hermosa, pero que los demás han malogrado con su egoísmo, con armas, con usos deleznables, con orgullosa estulticia, o que la soledad y la muerte cercan. Por eso llora “con la eterna avidez del amargado” (p. 13). Nos movemos en dos planos que no guardan relación entre ellos: la naturaleza ambiental del hombre, fecunda, estallante; él mismo, en su obscuro mundo interior, como vacío de amor, de objetivos permanentes; para el cual la naturaleza que le circunda es indiferente, no se altera por la problemática humana: "Los naranjos de Dios están floridos, / pero muere el amor sin ser amado” (p. 14). En la portadilla de la edición de Naturaleza del ser, el escritor Luis González Zenteno planteaba un paralelo entre los ecos de Antonio Machado y la poesía de Jobet, por su “actitud recatada, honda y siempre medida”. Machado es “el humilde cantor de las cosas simples, gris y melancólico, difícil de perdurar. Pero esa inmortal veta traducía con exactitud las reconditeces del alma ibera y la adustez de las llanuras castellanas. Jobet trae a la poesía chilena un estilo diferente. El diálogo entre su drama interior y las palabras tiene una dignidad excepcional. No hay en su verso ninguna metáfora rutilante y, a menudo, la asonancia impide que se desborde la eufonía de la estrofa”. Efectivamente, Jobet crea un arte fino, de contenidas imágenes, de enfriada pasión en un afán de encontrar una pureza expresiva en un clima de sobria elegancia formal. Mis provincias[3], su tercera obra, es un libro característico de la dicción poética de Jorge Jobet. Distinguimos en él una interesante ordenación de motivos: tonos sociales, visión de la infancia, tonos paisajísticos (los motivos provincianos), sentido eglógico y nostálgico, conducta humana, estilización de lo popular y lo mágico. En sus enunciados, al explicar la “razón de este libro”, el poeta ha expresado que “A la poesía de gerundios y participios, opongo esta poesía substantiva”. De más está decir a qué poesía —o poetases a la que opone la suya. Agrega: “A la poesía seca de academia, de arrogancia declamatoria y de inmanexitismo casero, opongo esta poesía que anda correteando por el espacio y por el tiempo concretos, libre como el ala de la mariposa, pura como la soledad del cóndor y fuerte como los sollozos del hombre quebrado por su historia”. Se ha hablado del "compromiso” de la literatura. ¿Con quién se compromete la poesía de Jorge Jobet? Su respuesta es que su poesía “no necesita comprometerse, porque ella es la vida. Ni defender a nadie, porque es ataque”. En efecto, en sus poemas de tono social golpea la ceguera de quienes son los responsables de la vida subhuma-na de las modestas gentes de provincia, de sus provincias espirituales. Jorge Jobet maneja preferentemente el endecasílabo, el alejandrino y el octosílabo; sus asonancias son sobrias y se muestra en su construcción “empedernido y meticuloso”. El mismo poeta se define en esta forma: “Empedernido y meticuloso, / nunca mi cielo sus puertas abre” (p. 20). En “Las madrugadas” apunta, a través del recuerdo, un fresco despertar de infancia. No sólo tiene la visión iluminada del trébol, de “un cielo niño”, sino también la de las gentes humildes que al alba laboran: “Horada el aire el vesperal silbido / dé las aves obscuras y estentóreas. / Los hombres saltan de sus lechos duros / y el humo juega a subrayar la aurora” (p. 23). En otros motivos, la visión del padre crece como la del señor de su infancia; la matiza con su reciedumbre de hombre bueno y noble que proporcionó su clara lección: “Creo en mi padre nada más” (p. 31). No podía faltar la imagen del “Perro fiel”. Pero este perro fiel es el hijo: “A medida que envejecemos / nos acercamos más al niño”. Y esta fe en su padre aparece subrayada “porque en su invierno me repito”. En “Las pipas” (p. 107) está la imagen de “En largos trenes de chillidos ebrios” que asombraban los ojos del niño, y, en “Mi quinta”, la visión del paraíso: casa “resguardada con musgos y con grillos”, con la “pureza angular de los crepúsculos”; el poeta evoca ese tiempo “en el aire y el cielo de la vida”. En este libro abundan los tópicos de protesta social, las denuncias, sin estridencias, sólo con la muestra de una realidad áspera y trágica donde está presente “la húmeda angustia de los pobres” que “tiene un rubor que no destiñe”. Con acento substantivo sintetiza el dolor campesino —“ojotas, penuria, tifo”—; seres sencillos y de alma elemental a quienes regocijan los hechos patrios con el temblor de la hermosa tierra. Dice en “Todo sigue igual”, p. 21: “Campesino demoroso: / remiendo, pana,' Pacífico. / El dieciocho de septiembre / cantan en tu alma las diucas”. En “Ventajas de la civilización” maneja el verso con ironía. Las gentes que trajeron la civilización invadieron las tierras del indio y lo arrojaron de ella. El verso breve es conceptual y nos trae al recuerdo matices que-vedianos: “Si quieren leer, / no encuentran el libro. / Rapaces doctores / robaron su tinta” (p. 28). En “Nuestro deber” el verso recio acusa con audacia: “Un muerto en la gusanera / no es asunto de callar. / La tierna unción de la rosa / acompañe el funeral” (p. 38) . El tono social es insistente en “Color del hambre” (p. 49) y “El bien y el mal” (p. 63). Este último es un poema directo: “Si tú escondes los libros, / si tú escondes la imprenta, / tú no debes reir / en las salas decentes”. Una especie de antipoema, cuya expresión poética se alcanza por la sugerencia verbal y substantiva. No es, indudablemente, la poesía que espera un lector fácil, sino una llama fustigante. Su vida de niño y de joven en la frontera, en Temuco y sus proximidades, le permitió a Jorge Jobet una captación de la tierra, de su acento puro. Es su infancia y el regresar a ella también significa, un elogio para la elementalidad filosófica de que se disfruta en la paz de los campos. Esta aproximación a la naturaleza no es de índole romántica, sino más bien de acento clásico. Jobet siente tras sí el fino y decantado estro de Fray Luis de León. La vida agitada, las luchas, los viajes del poeta lo llevan, finalmente, al territorio de la égloga, de la paz de sus lares paternos. En otros aspectos de esta obra predomina un senequismo categórico. En el remanso del invierno de los villorrios existe también la angustia: “El dolor que no se admira, / la fiesta que no se adorna. / Sucio morir en la espada / de los lunados matojos” (p. 15). La vida es elemental, en la misma poesía: “El hombre labra la tierra; / la mujer lava la ropa. / Ambos emprenden la marcha / de los caballos trotones”. El poeta, confundido con la atmósfera de la naturaleza, entrega su vida con filosófica resignación: “Uno se aburre de beber / la amarga pócima del cisne. / Descuartizadme sabiamente. / Ni un asco le hago a mi destino” (p. 58). Estamos ante un poeta conceptual que tiene muchas cosas que decirnos. Su existencia, maravillada en un comienzo, adopta ahora el tono contemplativo; en el universo que palpa corren paralelos el mal y el bien. Todo lo señala sin vorágine de palabras, sólo con una casi exacta enumeración de existencia. Atemperado, su reflexión muestra acentos senequistas: “Concluimos velozmente / comiéndonos el barro” (p. 79). El poeta se ha tornado sentencioso en “Tratamiento justo”. Son versos lacónicamente medulares: “No exijan que la orquídea / madure en los esclavos” (p. 80). En otros temas del libro encontramos, a menudo, estilizaciones de lo popular; se va de la descripción refinada al juego mismo de lo poético; especies elementales —congrios, luna, quesos— adquieren nuevas expresiones: “Cuando los congrios del verdulero / tiran sus lenguas en los mercados”. O bien: “Siempre la luna con su quesera / pierde sus formas en los zaguanes” (p. 19). No podía estar lo mágico ausente de su creación poética. Así, en “Los gnomos”, junto con bordear el territorio de la infancia en sus leyendas, toca también lo maravilloso: “Sois los maestros en fingir diabluras, / según aviso de vuestras trastadas. / Robar el fuego. Recocer el plomo. / Herrar al burro con una castaña” (p. 96). El verbo poético de Jorge Jobet muestra en Mis provincias gran parte de su fuerza descriptiva, acento de lo substantivo y originalidad, con una atmósfera del clásico filosofar donde no faltan las hondas aseveraciones senequistas: “Ayer estaba en la aldehuela / con el mirar entristecido. / El hambre es vaca parturienta, / caballo enfermo en un asilo” (p. 50). En Lilas[4], poema de diez cantos, se nos revela el poeta en su plena madurez. La obra respira un prolongado tono elegiaco y evocador. Jorge Jobet vuelve a su infancia, a la casa de su aldea natal, en donde se yergue la figura recia y tutelar de su padre, Armando Jobet Angevin. Selva, tierra, vivencias, forman delicados cuadros, en los que el aroma de lo campesino y silvestre posee una fina estilización: Velaba mi caballo en el potrero, creyente y religioso los domingos, de frente a un arroyuelo alborotado, al pez de escaso río, al centro de encendidas copihueras, al zócalo del tiuque, tu manta, padre, al viento desenvuelta con flecos para el hijo (p. 11). La evocación lírica del campo, su sentido- de paz eglógica nos hace pensar en el elogio de “A la Vida Retirada” de Fray Luis de León. En efecto, el metro empleado por Jobet, de versos largos alternados con menores, crea una cadencia de remanso clásico. Véase también su cuidadosa construcción que preludia aquella “difícil facilidad” que hemos indicado en Jobet: El alba era redonda y consonante, con gusto inespecífico, tu estampa a la carrera por el barro, las uvas a la siga, hablándome de un cerro de torcazas en mesa de buen vino, cerrada vuestra barba agricultora, sombrero desteñido, las penas aferrándose al chaleco, mojándote las lilas (p. 15). Entramos en la humera selva sureña; hay aromas de boldos y maticos, una manta con su ramo de lilas; el poeta evoca a su padre en el pueblo de Carbondale, en plena nieve y soledad, en los Estados Unidos; el sur chileno le llega con las lluvias de junio que empapan la figura de su padre que crece más allá de la muerte: “Hoy truena en Carbondale, amado padre, / país que no querías, / revés de un cuerpo roto a la distancia, / angustia de estar vivo, / y duermes en Temuco verdepájaro, / tu almohada prometida, / aquí con unos brotes y el recuerdo / de un búcaro de lilas” (p. 27). A propósito de estas lilas, ellas son una constante en Jobet: simbolizan ía vuelta a su infancia, el aferrarse a su primera realidad, la soslayada evocación de su padre, como prototipo de existencia. Jorge Jobet, profesor de Sociología y de Historia y Filosofía de la Educación en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, en Valparaíso, y de Sociología Educacional en la Escuela de Graduados de la Facultad de Filosofía y Educación de Santiago, consigue en este libro un poema de fina limpidez que afirma la totalidad de su creación novedosa y clásica en su depurada estructura. Notas: [1] Jorge Jobet: El descubridor maravillado, poesías. Editorial Nascimento, Santiago, 1957.
[2] Jorge Jobet: Naturaleza del ser, poesías. Editorial Nascimento, Santiago, 1959.
[3] Jorge Jobet: Mis provincias, poesías. Editorial Nascimento, Santiago, 1963.
[4] Jorge Jobet: Lilas, poema. Prensa Latinoamericana, Santiago, 1965. |
por Claudio Solar
Publicado, originalmente, en:
Anales de la Universidad
de Chile Núm. 137 (1966): año 124, ene.-mar., serie 4
Anales de la Universidad de Chile es una publicación editada por la Vicerrectoría de Extensión y Comunicaciones - Universidad de Chile
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