Mario avanzaba con sus legionarios a su izquierda. Bien sabía que al llegar
al terraplén que los llevaría al muro de la fortaleza, la formación
cambiaría de a dos en fondo, y luego sus hombres harían fila de a uno. No
le gustaba, pero era la única manera de entrar luego que el ariete
terminara su trabajo en la gruesa pared. El enemigo ya tenía tres años allí
y era el último bastión de Judea, aunque no sabían bien si adentro
estaban zelotes o eran sicarios. Iban preparados para combatir a estos últimos,
los más temibles, con fama de asesinos, pero si eran zelotes la resistencia
también sería sangrienta. Como fuera, parecía que al fin Flavio Silva había
encontrado la manera de entrar. Y eso era lo más importante. En ese momento
de reflexión llegaron al inicio de la rampa construida para el ataque
final. La conocía bien porque en más de una ocasión, en los últimos tres
meses, había sido asignado a su custodia. Disponía una buena cantidad de
flecheros para atacar el borde de la muralla por si el enemigo pretendía
sabotear, aunque pocos ataques se habían producido contra el terraplén
pues quienes la levantaron eran esclavos judíos.
Mario dirigió su vista al centurión y a una señal, dio la orden para que
sus legionarios pasaran a formar en dos columnas. Era un buen optio y ya tenía
diez años desde que su padre lo había consignado al ejército. Ahora
esperaba dos cosas: una licencia de seis meses, suficiente para ir a Roma,
visitar su familia y sobre todo ver a su hijo. La otra era el ascenso.
Estaba entre los mejores optios de todo el ejército y con el tiempo
suficiente en la legión para llegar a centurión. Sólo debía esperar el
momento adecuado. Pero eso sería después de derrotar a los fanáticos judíos
de Masada, el último escondrijo del enemigo, para terminar la guerra contra
Judea. Otra victoria más para el imperio romano. Según sabía esta
fortaleza inexpugnable hasta ese día, había sido construida por Herodes el
Grande. Cuando la Fretensis llegó con sus seis mil legionarios, se encontró
que dos pasos daban accesos. Uno llamado Camino de la Serpiente, estrecho e
imposible de pasar con el enemigo a punto de ataque, y el otro en el lado
occidental por donde Flavio Silva había decidido entrar. Mas no se pudo, y
entonces se puso el sitio a la fortaleza.
Ya sus hombres habían recorrido casi toda la rampa de acceso y llegaban a
la torre donde aún se mecía el enorme ariete, con una enorme cabeza de
carnero construida en puro hierro. La muralla había sido derruida rápidamente
por el pesado y efectivo aparato, luego se supo que detrás de esa pared había
otra, que tenía madera y argamasa. Esta última resistió al ariete y parecía
más bien mejorarse con los grandes golpes. Al principio hubo desconcierto y
el centurión le ordenó represar a sus legionarios de nuevo en el terraplén.
Gracias a la disciplina se pudo hacer sin mayor desorden. Fue cuando el
gobernador Silva dispuso dar fuego a la segunda muralla, y las llamas se
elevaron en el lado occidental de Masada. Una enorme columna de humo
oscureció el día, y de pronto el viento cambió enviando una fuerte oleada
de calor hacia los soldados romanos, quienes doblaron la rodilla y se
cubrieron con sus escudos. Mario se sintió orgulloso de sus hombres, pues
solo un buen centurión y un mejor optio lograban evitar una desbandada en
esa situación. Quince minutos después el viento cambió hacia el lado
contrario y el ariete arremetió contra la muralla en llamas, la cual cayó
fácilmente. Por la abertura penetraron los legionarios, dispuesto a matar o
morir.
Los invencibles
Cuando los legionarios entraron a la gran fortaleza de Masada luego de tres
años de sitio no tuvieron que luchar, pues en la plaza central encontraron
cerca de mil cadáveres. Sus enemigos judíos habían optado por el suicidio
colectivo. Esa conquista sin lucha final no quitó mérito a la victoria,
obtenida esta vez con constancia y disciplina, pues se valora lo que
significa tener bajo el mando a unos 15 mil hombres, sitiando por largo
tiempo a una fortaleza, y en terreno inhóspito. La legión Fretensis no se
marchó del desierto sin dejar víctimas mortales por enfermedades y por
algunas reyertas, amén de los muertos por los contraataques desde la
fortaleza. Flavio Silva como gobernador de Judea se llevó los méritos como
comandante general del sitio, con cuyo triunfo se daba por finiquitada la
guerra judeo-romana.
No había sido fácil para las fuerzas armadas romanas este conflicto de
seis años, porque además de las batallas convencionales, un grupo de judíos
logró tomar la fortaleza de Masada ubicada en la parte oriental del
desierto de Judea (hoy territorio israelí, cerca de la frontera con
Jordania). En la guerra contra el imperio romano, se había creado un grupo
beligerante de judíos: Los Zelotes, celosos de Dios, y de él se había
desprendido unos radicales extremos llamado los Sicarios, asesinos y dados
al pillaje. La mayoría de los historiadores señalan a los Sicarios como
quienes lograron dominar la gran fortaleza, que había sido mejorada en sus
defensas y acondicionada para visitantes extranjeros o para el disfrute de
Herodes el Grande. Cerca de mil de estos judíos guerreros entraron a Masada
y decidieron que era el sitio ideal para mantener el enfrentamiento contra
el invasor, aun cuando la guerra se perdiera.
La guerra se había iniciado en el año 66 después de Cristo y tenía carácter
religioso, y la fortaleza fue tomada por los judíos en medio de la intensa
lucha. Habiendo acabado con una cohorte romana que cuidaba a Masada,
encontraron allí una gran cantidad de alimentos, granos principalmente, los
cuales se conservaban muy bien por el clima árido y seco del desierto. Además
estaban los huertos internos y una especie de canaletas que recogían el
agua de lluvia para llevarla a los estanques. Así mismo, escondidos en túneles
internos hallaron cantidad de metales, básicamente hierro y bronce, con los
cuales podían fabricar armas. En el año 70 después de Cristo, prácticamente
derrotados, llegó a Masada otro grupo de sicarios encabezados por Simón.
Dos años después el gobernador de Judea, Flavio Silva, apareció con su
legión Fretensis y estableció ocho campamentos militares alrededor de la
fortaleza, para examinar el ataque. Como consiguiera que los dos accesos
eran inexpugnables, ordenó construir una rampa del lado occidental con
piedras y tierra apisonada. Con tremendos golpes contra la pared lograron
abrir un hueco suficiente para que pasaran los combatientes, pero se
encontraron con la sorpresa de otro muro interno. Más flexible ante los
golpes del ariete, pues tenía madera y piedras superpuestas, Silva decidió
darle fuego, pero cuando la pared se incendió el viento cambió en contra
de los legionarios y todos retrocedieron. Cambió la dirección de la
intensa brisa y ahí fue cuando con el ariete terminaron de destruir el muro
interno. Los legionarios armados hasta los dientes entraron dispuestos a
morir en combate, pero en vez de combatientes encontraron 960 cadáveres.
Los sicarios prefirieron morir a caer en manos del enemigo. Históricamente
los judíos exaltan como una gran acción esta resistencia y posterior
suicidio de los rebeldes.
Un ejército proletario
Para entender el poderío del Imperio de los Césares y su enorme expansión
en el mundo conocido para esa época, hay que tomar en cuenta que en Roma,
aun con un gobierno democrático, se cumplía el axioma "quien tiene
las armas, tiene el poder". La base de la fuerza militar romana era la
infantería, la cual pronto fue conocida como la legión. Al principio esa
organización de soldados de a pie fue integrada por los
"propietarios", gente con dinero y de clase social aceptada, pero
con el pasar del tiempo, ante las numerosas pérdidas de efectivos en las
guerras en conquista de otras tierras, esa norma fue cediendo. La realidad
imponía cambios, y fue Cayo Mario quien organizó las legiones tal y como
se conocen ahora, en cohortes y centurias. Ante la falta de nuevos
combatientes de las clases altas, el Cónsul decidió permitir la entrada de
soldados de origen humilde. Se trataba de los ciudadanos libres y nativos de
la ciudad, del más bajo estamento, aquel de quienes no tenían nada y solo
podían colaborar con sus hijos. Así surgió la palabra proletario, el
padre que no teniendo propiedades ni dinero, entrega su prole al Estado.
Sin embargo, había una gran diferencia con los ejércitos de otras
naciones, pues esos casi siempre eran soldados de paga y combate, mientras
que los legionarios tenían que ser obligatoriamente nacidos en Roma. Con un
buen adoctrinamiento, los integrantes de las legiones eran leales al César
hasta morir, con un vínculo casi sagrado. Tanto que ya no hubo necesidad de
recluta, pues ser legionario pasó a ser algo valioso, especialmente para
miles de campesinos sin tierra, quienes por su praxis diaria, físicamente
eran los más dotados para convertirse en soldados.
Cada legión estaba conformada por diez cohortes de unos 600 soldados cada
una, y éstas a su vez se dividían en centurias, y de ahí el grado más
conocido, el centurión, especie de capitán quien se convertía en el líder
de sus hombres, y a su vez respondían ante el general. El Legado era el
jefe máximo de la legión, nombrado directamente por el emperador. Se
condenaba a muerte la huida ante el enemigo, la deserción y la
insubordinación. En caso de robo, violación o perjurio, la sentencia era
el apaleamiento público por sus propios compañeros de legión. El mejor
aliciente, aparte del patriotismo, la lealtad y el prestigio de ser
legionario, fue la manera cómo se les retribuía tanto sacrificio. Tenían
una paga mensual, pero buena parte de ella era ahorrada por el propio ejército,
ya que uniforme, vivienda y comida eran suplidos por el gobierno. Además de
esos ahorros, luego de cada combate los legionarios tenían derecho al
saqueo.
Si bien comenzaban como Gregarius, había posibilidades de ascenso hasta
llegar a suboficiales, optios, y de allí los mejores irían a centuriones.
Si lograban sobrevivir eran jubilados a los 60 años y se les entregaba una
considerable cantidad de dinero para que se establecieran como civiles.
Los legionarios eran todo terreno y de múltiples oficios, algunos eran médicos,
notarios, herreros, gente necesaria para el funcionamiento logístico. Pero
a la hora de levantar muros, puentes, armar torres de madera y cubrir
necesidades que no eran precisamente de combate, los soldados estaban
disponibles para ello. Tenían una capacidad física única para las
estrategias de guerra. No sólo era su movilidad en cuanto al combate, como
integrar grandes cuadrículas inexpugnables para el enemigo, y así avanzar
a campo traviesa, sino que el César los hacía caminar grandes distancias
en un día, a veces 75 kilómetros, para sorprender a los rivales. Casi
siempre se aplicaba el principio de la guerra rápida, con combates que se
decidían a la luz del sol. Fueron las legiones las que le dieron poder
efectivo a los Césares, y hoy día su lema "Fuerza y Honor", aún
tiene vigencia para los ejércitos modernos.
|