Veleros Blancos, submarinos negros |
Recuerdo que era el año 1945. Invierno de 1945. Yo tenía unos diez años entonces, pero puedo evocar con nitidez ese atardecer en el atracadero de los pesqueros, en los muelles desiertos de la ciudad de Mar del Plata. Yo
esperaba el arribo del velero blanco del tío Abraham, que permanecía en
alta mar desde hacía tres días.
Esta vez el tío no me había dejado formar parte de la tripulación
del “América” porque se aventurarían mar adentro, bordeando la
plataforma continental, buscando posibles bancos con valiosas piezas,
gesto arrojado para la época de tormentas, pero que si resultaba, lo
regresaría a casa atestado de buena pesca y satisfacciones que durarían
hasta la próxima salida, en tiempos más favorables. Mientras
caminaba por el espigón, aburrido, tirando piedritas al agua mansa que
subía hasta las marcas, lenta y puntual como un reloj, iba pensando en
que esas habían sido las vacaciones más fascinantes y cortas que había
tenido. Yo, Carlos, Carlitos Massi, que no hacía más que ensillar el
overo todavía arisco antes del amanecer para ir a buscar las vacas para
el tambo en una chacra por la que no pasaba un hilo de agua ni cerca, que
había soñado con ver alguna vez el mar, un barco, un avión, un automóvil;
todo lo había visto aquí, con los tíos Abraham y María, hermana de mi
madre, la que consiguiera el permiso de mi padre para mi primera salida.
Primera e inolvidable.
A
unos diez pasos, un viejo pescador remojaba sus botas altas en el agua
mientras intentaba desenredar el sedal.
Me saludó con su
tos de fumador; nos considerábamos viejos amigos aunque jamás
conversábamos.
Él tenía los ojos claros de tanto ver la superficie brillante y
el rostro y los brazos hasta los codos curtidos por la intemperie. Con
seguridad conocía todos los secretos del
mar y el arte de la pesca, conocimientos que no le alcanzaron ese día
a juzgar los pobres resultados que se veían en el fondo del balde. Alto
y derecho como una caña esperó a que se escurriera el agua de sus botas
por entre el maderamen, entrecerró los ojos y miró el sol que se
enterraba en la pampa; se ajustó la gorra de lana, se abrochó los
grandes botones de la campera de cuero,
se levantó los pantalones de paño azul y por unos segundos se fijó
en mí, alisándose con los dedos su barba escasa y gris.
Torció hacia delante el cuerpo espigado para recoger sus
instrumentos y me dirigió la primer frase completa que le escuché en los
veinte días de vernos a diario, a la misma hora y en el mismo lugar. -
¿Has visto el submarino? -
¿Qué cosa?
No sé que es eso, señor. -
Es
un barco que viaja por debajo del agua. En un rato volverá a aparecer,
por allí - señaló con la cabeza hacia el este -.
Es negro, como una orca gigante. -
¿Y
adentro viene gente? ¿Quiénes son? El
viejo, alejándose a grandes zancadas,
me gritó por entre el humo de su cigarro: -
Nazis. Mala cosa. Bueno,
pensé, serán gente como los
italianos, que escapan de la guerra; o como los españoles,
nuestros vecinos de la colonia. Deben ser gente como nosotros, pero, ¿por
qué vendrán escondidos adentro de eso?. El
sol precipitaba su soberbia fuga enrojecida y unos amenazantes nubarrones
asomaban en el sur. Yo esperaba el “América”,
escudriñaba el horizonte que se oscurecía, intranquilo, esperando
ver agitarse como sábanas blancas las velas del hermoso pesquero del tío. Tía
María también esperaba con ansiedad, aunque disimulaba su preocupación
en los quehaceres de la casa que yo había aumentado con mi revoltosa
presencia. Eran dos viejos que vivían en una pequeña cabaña que se
alzaba en medio de un jardín lleno de flores y hortalizas cultivadas por
ellos mismos, como si hubiese brotado allí y no levantada por los albañiles.
Había
que caminar solo tres cuadras para dar con la playa; el tío nunca se
alejaría demasiado del mar generoso que les proveía el alimento, y la tía
se había acostumbrado a esperarlo, a retarlo por las tardanzas, a
frotarle sus achaques con ese ungüento oloroso, a cuidarle sus plantas y
prepararle las cosas para el próximo viaje. Y a esperarlo de nuevo
contando los días y las horas. No habían tenido hijos, razón quizá que
decidió a mi padre permitirme ir con ellos por un tiempo. Nosotros éramos
tres hermanos varones y bien podrían reemplazarme en la chacra, en las
tareas que estaban a mi cargo. ¿Y
si el viejo pescador había mentido? ¿Cómo podría un barco andar bajo
el agua?
Bueno, yo también decía que esos armatostes cual mosquitos
gigantes difícilmente volaran y sin embargo pude ver cómo lo hacían. ¿Qué
había querido decir con “mala cosa”? ¿De verdad sería mala esa
gente, tal vez un ejército que venía a traer la guerra? ¿No se habría
topado el “América” con esa gran ballena negra, haciéndolo
naufragar? No, claro que no.
El “América” era el mejor barco del mundo con la más valiente
tripulación. El grandote Sánchez, el diminuto Pascual, el negro
silencioso, el primer negro que vi en mi vida, el griego, que cantaba
fuerte pero nadie le entendía. No,
nada grave le había sucedido al pesquero, aunque ninguna barcaza se
atreviera a soltar amarras en la última semana por las terribles
tempestades que sucedían en esos días mar adentro. Las puedo ver:
alineadas, descoloridas, meciéndose sin pausa y chocándose entre sí,
parecían esos barquitos de papel
que yo hacía hundir cuando pequeño en la palangana de losa de mamá.
Sí,
estaba llena de pescadores valientes la costa en aquellos tiempos, porque
había que tener coraje para lanzarse al mar, en esos botes como cáscara
de nuez, donde lo único seguro era el músculo del
marino y su pericia para sobrevivir y volver a casa con buena
pesca. La
arena empezaba a molestarme en las alpargatas a pesar de las medias
gruesas que tía María me hacía poner, señal de que me estaba alejando
de los muelles rumbo a la casa, distraído por el paisaje y las
sensaciones que experimentaba, emociones maravillosas que hoy sólo puedo
vivir en el recuerdo. El
cuadro extraño, casi paradisíaco, del crepúsculo en el mar, borraba
todos los ruidos de la convivencia y uno inventaba por un momento un mundo
propio en el que se hallaba solo y en paz. Un
mundo que para ser perfecto, pensaba después, carecía de la presencia de
papá, mamá, los hermanos, el tío, el barco, en fin el mismo mundo de
antes. Bueno,
hoy no vendrá, me dije. Y entonces lo vi: no era el “América”, no
era blanco sino totalmente negro y enorme, como un monstruo emergiendo
frente a la costa, dispuesto a engullirse el puerto y la ciudad entera,
chorreando agua y espuma por todas partes, removiendo las olas poderosas
que venían a morir a mis pies. Era el submarino del que hablaba el viejo
pescador. Más hacia el norte, y ya en el filo del horizonte oscurecido,
una silueta negra igual a la primera se recortaba nítida, tan negra
aparecía.
¡Eran dos submarinos! ¡Y quién sabe cuántos más! ¡Debía ser
una invasión!. Apenas
pude contener mis deseos urgentes de correr a casa, cuando con rumor sordo
volvieron a sumergirse rápidamente, cual fabulosos mamíferos marinos.
A los pocos minutos la calma era total, y yo pensaba que a lo mejor
había sido un sueño, o una alucinación. ¡Tantas cosas nuevas había
visto, que estaba por volverme loco!. Pero
pronto divisé hacia el sur algo que me hizo olvidar la extraña aparición:
la silueta como nunca blanca del “América” se agrandaba velozmente,
con las velas infladas hasta más no poder por el viento favorable que lo
traía de regreso. Saltando y gritando llegué a avisar la buena nueva a
la tía y corriendo con todas mis fuerzas volví al muelle, exhausto y
feliz para esperar el arribo, maniobra complicada en la noche, pero harto
posible para el tío Abraham, que era el mejor marino del mundo. ¡Ah,
capitán valiente, ni las olas más empinadas lograron cortarte el sueño
jamás!.
Ni al aprendiz del Mediterráneo ni al grumete del Atlántico
Norte, ni al sabio maestre de los canales del Sur, pescador de horizontes
nuevos, amansador de tempestades. ¡Dios salve al “América” y sus
animosos tripulantes!. La
salida había sido afortunada: en la cubierta se hallaban las pruebas de
la acertada decisión de arriesgarse por un poco mar adentro para lograr
resultados satisfactorios. El trajinar de los marineros era admirable. Un
grupo de hombres que esperaban en el muelle subió a bordo para ayudar en
las tareas.
Yo no sabía qué hacer, tal era mi alegría de poder ver de cerca
todo aquello. El negro apareció de repente frente a mí deslizándose por
una cuerda desde lo alto, y mostrándome una hilera envidiable de dientes
blancos, me dijo: -
¡Ey,
niño! ¿Quieres ver a tu tío? - me hizo señas para que lo siguiera. Bajamos
por las escaleras hacia el pequeño camarote del capitán y pronto me
encontré dando vueltas por el aire entre las poderosas manos del tío,
que reía y hablaba muy animado acerca de la última aventura. Recién
cuando me dejó caí en cuenta de que había otro hombre con él.
El negro ya había vuelto a su trabajo y a ese señor nunca lo había
visto. Se parecía al tío - aunque mucho más joven - en la estatura
regular, el cuerpo delgado y la tez blanca. Encendió mi curiosidad la
chaqueta vistosa que llevaba puesta, con muchos botones brillantes.
Recuerdo que me sorprendió aún más que se la quitara, al igual que sus
botas negras impecables, y que los reemplazara por un sobretodo marrón y
alpargatas de campo. Con mi tío intercambió su gorra bonita y
distinguida por un sombrero viejo y una bufanda de lana. -
Él
es un navegante que encontramos en el camino, este es mi sobrino Carlos...
Nos
dimos la mano. El hombre era muy simpático, tenía el pelo escaso y rubio
y los ojos verdes. Se parecía mucho más al tío vestido así. El
hombre se dirigió a un rincón, tomó un estuche negro entre sus brazos -
No pesa demasiado, pensé -, y se lo entregó. Se abrazaron ligeramente.
Luego el desconocido se retiró hacia la estrecha puerta del camarote.
Cuando la abrió entraron los gritos y silbidos de los hombres que iban y
venían por la cubierta y hacia tierra transportando la abundante carga.
Se volvió un instante para mirarnos y nos saludó tocándose la
frente con dos dedos. Enseguida subió ágilmente la escalera, cruzó
entre los hombres cuidando no ensuciarse los pies y en pocos pasos atravesó
el puente tomándose de las barandillas, y saltó a tierra firme. Aún
cuando su figura se perdía en las sombras del puerto nosotros seguimos
mirándolo, tratando de adivinar algo más acerca de él. Tal vez la
curiosidad era solo mía: ¿Quién era, de dónde venía, por qué llevaba
sólo lo puesto, que ni siquiera le pertenecía? ¿Y qué había en el
estuche negro?.
Tío Abraham me sorprendió con su voz cavernosa: -
Carlos,
andá a casa y decíle
a la tía que voy a tardar, acá hay mucho que hacer. Y acostate
temprano, que mañana te espera un trabajo a bordo del “América”. -
¿Y ése, quién era? -
Nazis.
Mala cosa. Olvidé
contarle que había visto los submarinos, tan excitado estaba por la
inminente incorporación a bordo del pesquero. Cuando
se lo comenté, algunos años más tarde, todos sabían acerca de los dos
submarinos alemanes que habían aparecido en Mar del Plata. Él insistió
en que nada vieron ese día ni los tres de navegación y trabajo
constante, a pesar de que lo interrogué acerca de aquel hombre misterioso
que había traído y que se había puesto sus ropas para pasar
desapercibido en el puerto y desaparecer en la noche. Hoy,
más de medio siglo después, me doy cuenta de que el tiempo nos depara
sino todas, al menos muchas de las respuestas que perseguimos. El
estuche negro, junto con el viejo velero y otras propiedades de mis
padres, forman parte de la herencia que repartimos entre mis hermanos y
yo. Un día decidimos abrir el estuche para ver y valorar su contenido. Y
ante nuestros ojos atónitos fue desenvolviéndose un Rembrandt, original,
como luego pudimos comprobar. La pintura, valuada en unos cuantos millones
de dólares formaba parte del catálogo de obras de arte desaparecidas
durante los nefastos días del imperialismo nazi en Europa. Claro,
el tío Abraham no entendía el alemán ni por señas, y aunque lo hubiese
entendido, no era su costumbre vender un presente recibido con tanto
agradecimiento, a pesar de que ello le hubiese significado aliviar las
penurias económicas que poblaron los últimos años de su vida.
Paradójicamente el tío había evitado que el oficial nazi se
ahogara - situación de la que hubiese rescatado hasta a un animal -,
aunque a la distancia bien distó su actitud de las que los seguidores de
Hitler demostraron con los judíos. El tiempo, supongo, debe encargarse del castigo y del perdón, cuando no lo hacen los hombres. |
María Helena Sofía
De Algunos cuentos
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