Una bebida exótica |
Los
hechos que voy a narrar sucedieron alrededor del año 1230. Empezaron a
gestarse en un lugar situado entre los dos ríos sagrados de Asia
septentrional y terminaron en las puertas orientales de la Europa
cristiana, casi una década después. Eran los tiempos de Ogadai, el tercer hijo
del gran Kan, los tiempos de la muerte. Ello constituye un insoslayable
referente histórico a la par de la anécdota milagrosa que supo
manifestarse en esos días de la invasión bárbara liderada por un hombre
convencido de que era deseo del cielo su dominio del mundo. En una vasta altiplanicie, no muy lejos de
las Murallas de Karakorum, la capital del Kan, en un campamento de
pastores vivía un joven al que señalaban los ancianos como el hijo de
Dios. La noticia corría por las tribus que seguían
sus rebaños a través de todo el continente, pero el muchacho no
había presentado evidencia alguna de la veracidad de tan grave afirmación.
Además, según las creencias, no se esperaba ningún enviado divino. El joven era un mongol igual a los demás,
hijo de pastores nómadas dueños de algunas ovejas y cabras. Sus tareas
se limitaban a cuidar los animales y ordeñar la yegua para hacer el kumys
con su leche fermentada. Lejos se hallaba su historia de sentar parecidos
con el Gran Kan, cuyo padre había nacido de una viuda visitada por un espíritu
dorado. Él hacía sus trabajos y luego partía
para llevar agua y alimentos hasta una lejana tribu semipermanente de
ancianos y pobres. Sin caballos ni camellos los hombres optaban por un
obligado sedentarismo; empezaban a sobrevivir. Entonces un día veían
acercarse a un muchacho solo, sin cabalgadura, que les traía algo de
comer y beber, raramente kumys, la bebida inapreciable. Su nombre bien pudo haber sido Takuán,
pero los nombres así como lugares y detalles fueron desvirtuándose a
través de los sucesivos relatos que, en las hogueras memoriosas,
resucitan la historia. Por tal razón resultará ésta otra versión
infidedigna rescatada de un borroso tiempo ajeno a nuestros días, que nos
basta recorrer superficialmente para comprender solo una más de la
multiplicidad de sutilezas que la creación ha sembrado a nuestro
alrededor. Takuán -así lo llamaremos-, un día vio
pasar ante su rostro asombrado un cortejo fúnebre, deduzco que el del
Gran Gengis, y también alcanzó a presenciar horrorizado el sacrificio de
dos ancianos que se encontraban para su desgracia en el camino. Más tarde
le explicaron que así era el ritual, que él había salvado la vida al
esconderse, pero nunca pudo comprenderlo, ni olvidarlo. Su brillante
memoria conservaba intacta la imagen de aquel cuadro feroz; le parecía
que eso no estaba bien. Pasaron los años.
Takuán seguía recorriendo los campamentos ora trabajando, ora ayudando
voluntarioso a algún pastor, convirtiéndose en un personaje muy conocido
en ese lado de la montaña. Él escuchaba a los ancianos, discutía con
los hombres y era muy popular entre los niños. Todos recordaban haber
recibido algo de él, aunque nada poseía. Su joven rostro de cera y sus
ojos negros inquisidores resultaban familiares en las tiendas que
visitaba. Los hombres de las tribus aceptaban su sonrisa amable y su voz
poderosa y apacible, como la de un poeta. Cuando el ejército del Kan se lanzó a
conquistar el mundo, todos empobrecieron aún más. Bajo las tiendas
humildes vieron amanecer días aciagos, enfermedades que habitaban hasta
en el aire; sus animales morían o debían sacrificarse para alimento.
Takuán los acompañaba en sus penurias, aunque era el primer perjudicado.
Su padre había muerto luego de perderlo todo. Sin embargo aguzó su
ingenio para vivir con su madre en una tierra áspera que nada dejaba
florecer, y para ir en auxilio de los demás. Ello aumentó su fama en el
Imperio. Cierto día, uno de los comandantes del
Estado Mayor del Kan, el encargado de las ejecuciones, visitó el
campamento de Takuán preguntando por él. Los dos hombres coincidieron en
un claro del monte anochecido. Probablemente ésta fue la conversación
que sostuvieron: - ¿Tú eres Takuán,
al que llaman el Enviado del Cielo? - Yo solo soy Takuán,
señor. El militar guardó silencio. Lo observaba
con la burla acentuada en los movimientos briosos de su cabalgadura magnífica.
Luego de completar varios círculos a su alrededor, de espiar con
detenimiento sus ropas sencillas, sus brazos largos y finos que resolvían
una figura más bien corriente, concluyó que no había en él rasgo
alguno de divinidad. Y visiblemente feliz por ello continuó: -
Si eres el Enviado del Cielo como dicen los ancianos sabios, debes saber
que nuestro Imperio está destinado a extenderse por todo el mundo. - No veo a qué otra cosa podría dedicarse
su ejército, señor. No soy tal enviado, pero si lo fuera no tendría
buenas noticias para usted, pues dudo que a Dios le agraden la destrucción
y la muerte. - ¿Te atreves a poner en duda la misión
sagrada del Gran Kan? ¿Sabes que puedo matarte aquí mismo? - Lo sé, señor, pero mi muerte nada
cambiaría. No depende el destino glorioso del Imperio o su decadencia de
un pobre pastor como yo. - Tienes razón... Eres hábil. Te dejaré
con vida, eres joven aún y podrás dar fe de nuestra benevolencia con los
razonables, que solo somos instrumentos de la voluntad divina. Pero debes
atender una condición: debes dejar estas tierras, desaparecer para
siempre, como si hubieras muerto. - ¿Y si me negara, señor? - Mañana volveré a
esta hora, y si aún estás aquí pasaré a cuchillo a todo el campamento
y haré una gran fogata con él. Piensa, mientras estés vivo. Lo que siguió a este diálogo –
improbable para unos, señal milagrosa para otros -, es fácilmente
deducible de su propio contenido. Takuán se dirigió a su tienda cuidándose
de ser visto, recogió sus cosas y desapareció rumbo al poniente, hacia
la negra silueta de la montaña. Los pastores no volvieron a saber de él.
Su madre murió de alguna enfermedad o de tristeza, tanto pensar en un trágico
fin. Los hombres lo recordaban cada día con mayor fervor, exaltando la
figura de Takuán a la luz de las creencias. Tan misteriosa desaparición
alimentaba conjeturas diversas, razones improbables, hasta el punto en que
llegaron a creer en sus orígenes celestiales y reunirse para hablar de él
y recordar los días venturosos que trajera a esa tierra castigada su
presencia luminosa. Los ancianos sospechaban que allí no
acababa todo, que el feliz y efímero tiempo que el joven compartiera con
ellos guardaba un significado trascendental, que la respuesta los esperaba
años adelante en la historia. Se dice que Takuán cruzó a pie la montaña
y el desierto, siempre hacia el este, buscando las ciudades occidentales;
que ocupó diez años en hacerlo, que muchas
veces estuvo a punto de perecer, débil, hambriento y lastimado, en los
caminos peligrosos de las montañas, por la nieve inaccesible y el viento
impiadoso del norte. Pero él nunca abandonó el rumbo. En los pueblos que
hallaba reparaba sus fuerzas y reconfortaba su espíritu abatido. Sus
ancestros habían errado por las llanuras buscando alimento para sus
animales. Sin embargo la absoluta soledad se le tornaba insoportable.
Igual no se detuvo en un lugar más de lo indispensable para reponerse.
Apenas recuperado regresaba al camino, como obedeciendo a una extraña
profecía. A su lado vio pasar
montes milenarios, verdaderos mares de tierra fértil que no le recordaban
su paisaje, desiertos monótonos llenos de viejas imágenes que lo
atormentaron. Mas pronto descubría indicios de campamentos o aldeas próximos
y su corazón olvidaba las penurias pasadas. Nunca en todos esos años se
había vuelto a mirar sus huellas. Entonces comenzó a encontrar ciudades en
ruinas, aldeas enteras quemadas y unos pocos sobrevivientes deambulando,
enfermos y sin juicio, como si un terremoto hubiese ocurrido minutos antes
de su llegada. Las noticias que obtuvo fueron nefastas: algunos días
adelante marchaba el ejército del Kan en horda embravecida, sembrando
terror y muerte en cuanta ciudad hallaba. Los pueblos eran sometidos al
nuevo orden del Imperio y los rebeldes asesinados sin piedad. Desde ese momento el camino de Takuán se
tornó más penoso y sacrificado. Atendía a los heridos y trataba de
organizar al supérstite sin medios ni motivos ya para luchar por la
existencia, pues el exterminio había alcanzado hasta sus propias
familias. A esos pueblos el hachazo del invasor les había partido el
alma. A sus habilidades de orador, a su voz
fuerte y su sonrisa entusiasta debió acudir Takuán para levantar los ánimos
y nuevos refugios. Luego volvía al camino, esta vez para localizar otros
grupos, otras ciudades arrasadas por los bárbaros, y prestarse
voluntarioso a las tareas de reconstrucción. No
siempre y en todo lugar fue bienvenido. La presencia de Takuán, de origen
mongol como el invasor, despertaba dudas acerca de sus buenas intenciones,
y los odios comprensibles de las víctimas que había cobrado eI imperio.
De algunas ciudades fue echado a patadas e insultos, en un pueblo fue
castigado en público y abandonado en el desierto. En otra oportunidad fue
condenado a muerte y un hombre le ayudó a escapar durante la noche.
Luego, alejados del peligro, aquél se presentó como un joven aldeano que
lo había seguido durante todo su peregrinaje. Su nombre – si quisiéramos
movernos en las cercanías más rigurosas de la verdad -, carece de
importancia para la historia, porque es inverosímil y conviene liberarlo
a la subjetividad del lector. Entonces, con un
compañero de viaje, el dolor y pesadumbre de Takuán se aligeraron.
Marcharon rápido y auxiliaron a cuantos se lo permitieron. Pronto fueron
sumándose otros hombres decididos a ver nuevos horizontes, subyugados por
la figura del joven mongol, a esas alturas exaltado a líder, con la
iniciativa y la sabiduría propias de los hombres que han visto
suficiente. No corresponde entrar
en detalles de esas andanzas porque lo esencial y rescatable de la
historia sucedió en una ciudad occidental, probablemente Kiev. Los ejércitos del Kan, dominantes desde
Polonia hasta las costas del Adriático, esperaban ansiosos la orden para
lanzarse sobre Europa. Takuán y sus seguidores (que los ingeniosos
aseguran eran doce), se encontraban en una de las ciudades tomadas.
Estaban en un viejo templo donde pasarían algunos días, cuando apareció
el comandante del Kan. Empezaba a oscurecerse la ciudad sometida. De este segundo encuentro sobrevive un
tramo sustancioso y decisivo para el futuro de los dos hombres. - ¿Tú eres Takuán,
el Enviado del Cielo? - Yo solo soy Takuán, señor. - ¿No te he dicho que si volvía a verte
morirías? - Sí, pero ya no estamos en el campamento,
señor. - Es verdad. ¿Sabes dónde nos
encontramos? Estamos golpeando las puertas de Europa. Pronto las echaremos
abajo y los liberaremos de sus riquezas y de su estúpida religión. - Lo sé, señor. He visto en mi camino el
trabajo que ha hecho su ejército. - No te expreses en ese tono, Takuán, aún
puedo matarte. - También lo sé. Pero mi muerte nada
cambiaría... Permítame ofrecerle un presente como disculpa por mi
irreverencia. - ¿ Qué traes en
esa vasija? - Es vino, una bebida que le dará gusto
probar. Y también al Kan. - La probaré, mas dudo que el Kan la
prefiera a nuestra bebida. - Oh, beban por la
victoria del Gran Imperio, señor. - Bien, Takuán, veo que has aprendido
mucho en todo este tiempo. Mañana regresaré a esta hora y quizás tú y
tus amigos quieran unirse a mi ejército. - Aquí estaremos, señor. Cuando el comandante se marchó, Takuán y
sus compañeros dispusieron la cena. El fin del mundo cristiano era
inminente. Al otro día el militar no apareció en el
templo como lo prometiera, y en la ciudad corrían rumores de que los bárbaros
preparaban la retirada. Efectivamente, todos vieron pasar al ejército
imperial que regresaba a su tierra con todos sus pertrechos, renunciando a
la conquista de Europa, envainadas las armas y las ambiciones de dominio y
sangre. Nadie sospechó ni aventuró razones para
tal cambio, excepto Takuán, quien reconoció en el comportamiento de las
tropas y el andar solemne de los generales, los preparativos y las formas
de un funeral. Nadie advirtió que regresaban a la tierra sagrada entre
los dos ríos porque el Gran Kan había muerto, intoxicado con una bebida
exótica que los occidentales llamaban vino. Tiempo después Takuán reunió a su gente
y les dijo: - Amigos míos, es hora de partir. |
María Helena Sofía
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