¿Qué hice el 16 de mayo? |
Eugenia
golpeó suavemente el cigarrillo en el borde del cenicero y pidió el
segundo café de la espera. El mozo, vendedor y dependiente del negocio,
asintió y desapareció por una puertita detrás del mostrador. El bar era
uno de esos que se encuentran en las estaciones de servicio,
originariamente kioscos bien provistos de golosinas y bebidas, que fueron
ampliándose para una mejor atención del automovilista. Alineadas junto a los ventanales había siete mesitas primorosas. Sentada
en una, cerca de la puerta de cristal, Eugenia veía, adelante, el
movimiento de los empleados embutidos en uniformes rojos, entre los
surtidores y los autos que se detenían por tres minutos y arrancaban
girando y pasaban casi a su lado para volver a la ruta, que se extendía a
la derecha a unos cien metros, con su histeria de ruta nacional
superpoblada en las inmediaciones de una gran ciudad, Junín. El mozo apareció con el café doble y el ticket, ella dijo gracias sin
ganas y volvió la vista hacia el camino que empalmaba con la cinta asfáltica
rodeando un cantero bien recortado, con algunas plantas de grandes hojas,
y en el centro una cabina telefónica iluminada en azul y verde. El
Peugeot blanco de Horacio (¿O lo habría cambiado?) tenía que llegar en
cualquier momento. Se habían separado hacía quince años, cuando ella no soportó más sus
infidelidades. Un día juntó las cosas de su marido, la ropa, las
herramientas, el cuadro del ejército, la caña de pescar, la bicicleta, y
las puso en el jardín. Cuando volvió del trabajo (era vendedor en una
casa de repuestos para automotores) se encontró con el espectáculo de su
remoción, y no intentó reclamo alguno. Pacientemente cargó todo en el
auto y se fue... De Junín a Bragado, cien kilómetros hacia el sur por
una desolada ruta provincial. Apenas llegó, de noche, buscó un hotel e hizo dos llamadas telefónicas.
La primera a su jefe, el gerente de “Autoshop”, que accedió a firmar
su traslado a la sucursal de aquella ciudad, sopesando que Horacio Cárdenas
era un buen elemento para perderlo (pues lo notaba decidido a no
regresar), y quizás no constituía un desacierto ponerlo al frente de la
nueva boca de ventas. La segunda llamada la hizo a su casa, para avisarle
a Eugenia que había captado el mensaje, que enviaría el dinero
necesario, que ya tendrían tiempo para hablar con tranquilidad, sin
gritos ni ataques de nervios, y que le diera muchos besos a “la
chinita”, que papá estaba bien y pronto iría a verla. Después,
agotado y sin desvestirse, desarregló la ajena cama de hotel y se tumbó
a dormir. Eugenia vertió dos sobrecitos
de azúcar en el café; lo había citado a las seis, que en invierno es
casi de noche. Él había aceptado a medias y exigido un adelanto del
orden del día, pues la petición sonaba extraña en la voz orgullosa de
ella. Casi no se veían, porque cuando la niña (que tenía veinte) y su
padre deseaban encontrarse lo hacían ya sin su intermediación. De la última
vez, para la Navidad, habían pasado cinco meses. Pero, aunque distante,
la relación era buena, nada extraordinario siendo viejos divorciados,
juzgando con agudeza, tal vez en un clima de sosiego inusual, meritorio. - ¿Pero qué pasa? ¿Cómo que no lo podés decir
por teléfono? A Horacio no solo le asombraba que Eugenia le pidiera algo, pues ella podía
sola con todo, hasta enfrentar la hipoteca de la casa con su magro sueldo
de bibliotecaria, y arreglárselas con el catálogo de enfermedades que la
niña se empeñó en construír cuando él se fue, sino que lo esperara en
un bar. Entonces era un secreto, o una cuestión muy seria; por el tono de
su voz, ese temblor de la urgencia... - Por favor, Horacio, no por teléfono... Sos la única persona a la que
puedo recurrir. - Pero... - Mirá, si no podés, igual, yo me arreglo. - No, pará, no empecés, yo no digo eso, ¿cuándo te negué algo, a
ver? - Entonces venís. - Sí, sí, tengo que dejar acá todo organizado para salir a las cinco,
pero sí... ¿Y “la chinita”, sabe? - ¡No! No, si hablás con ella ni se lo mencionés. - ¿Pero, qué pasa? ¿Están peleadas ustedes? La
otra vez me dijo que te veía muy nerviosa, que tomabas pastillas para
dormir... - Bueno, eso, tiene que ver con lo que quiero
contarte. - Eugenia, sabés que me dejás con la espina. Al
menos, para tranquilizarme un poco, decime que no es algo grave. - Es que no puedo, Horacio, ni siquiera eso, por teléfono. Vos tratá de
venir, a las seis, sabés cuál es la Shell que está a la salida, ahí
hablamos. - Pero, Eugenia... ¿Hola? La cucharita daba vueltas y
vueltas en el líquido. El atardecer se estaba enfriando; el sol bañaba
con un ocre sufrido el paisaje de la ciudad y los campos donde ésta se
perdía en un hilo plateado. Eugenia miraba hacia afuera con insistencia
hasta que le ardían los ojos y bajaba la vista, veía el reloj
sospechando que atrasaba y volvía a mirar con lágrimas. Temía
desmayarse de ansiedad, aunque a la mañana había tomado las pastillas y
luego ensayado cada gesto, para que no la traicionaran los músculos de la
cara, y elegido las palabras que estimaba justas, pues no quería aventar
brasas de cuestiones extinguidas. A grandes rasgos Horacio era un hombre puntual, y puntilloso, aunque ella
no había disfrutado ninguna de sus virtudes, las que reservaba para
sucesivas conquistas amorosas. De aspecto corriente, su ex marido aprobaba
el canon de persona que pierde elegancia (o capacidad de asombro) y
esperanza junto con el cabello, y gana hipertensión y escepticismo al
punto intolerable, de lo que se desprende que aún permanecía atractivo,
incluso a sus ojos. Porque de los dos Eugenia fue quien esperó en vano un
descargo, quien guardó la ilusión, ínfima pero agudísima, de que él
volviera arrepentido. En el playón los automóviles asomaban las trompas por unos minutos y
luego salían con los escapes humeantes. Las lucecitas rojas de los frenos
se encendían al borde de la ruta, dos o tres camiones pasaban con sus
largos rezongos, luego partían rumbo a la ciudad o el campo abierto. Eugenia recurrió a otro cigarrillo y supo que había vaciado el paquete.
Como si alguien, a hurtadillas y más nervioso que ella, los hubiese
fumado. Llamó al mozo y pidió una caja de esos con el camellito, de diez
unidades para no excederse, aunque todo lo que estaba haciendo ese día
significaba un exceso en su rutina. Imaginó la situación que sobrevendría, cada
palabra, las reacciones, las consecuencias, como venía haciéndolo desde
esa mañana, luego de entrevistarse con el comisario Márquez. Cuando
dijera lo que le urgía decir todo sería más fácil. En unos minutos sus
pensamientos, sus planes, su imaginación, sus voces, la severidad del diálogo,
se transformarían en presente, y la ansiedad acabaría. La inminencia era
tal, que la confesión estaba ahí, entibiándole los labios amoratados
por el rouge: - Se trata de esa chica, Beatriz. Estoy
desesperada, Horacio, creo que yo la maté. - ¡¿Qué?! ¿Te volviste loca, vos? Eugenia
empezó a temblar, o era él que la sacudía. Notó que la gente los
observaba, incluso el mozo, de mal talante. Le hizo señas de que se
acercara, soltó a Eugenia que se puso de pie, como si le hubiese
adivinado la intención, pagó sin esperar el vuelto y la tomó otra vez,
de un brazo, para salir de allí. Beatriz
Lavagna había sido una de sus innumerables amantes, sucursal Bragado. Una
mañana la encontraron en el jardín de la casa, muerta a tiros cuando salía
a ocupar su puesto de vendedora en una juguetería del centro. La policía
conjeturó –pues nada más hizo- que había sido víctima de un asalto,
y como no hallaran el arma homicida ni testigos, el caso se archivó. Afuera, rodearon el edificio hacia el estacionamiento.
Horacio la obligaba a seguir sus largos pasos casi corriendo. Ella
lloraba, y el frío del atardecer helaba sus mejillas flacas. El Peugeot era otro, un cero kilómetro de lujo, todo gris, pero
ese fue un detalle en el que ella no pudo detenerse. Recién cuando
subieron a la ruta y se alejaron un poco de la ciudad, se tranquilizaron y
él volvió a hablar. - Lo que dijiste es muy grave, ¿te das cuenta? - Ya sé. Buscó en la cartera, pero Horacio le alcanzó su
pañuelo. -
Tomá, limpiate, ahí hay una botellita de agua
mineral. Eugenia se limpió y tomó un poco de agua, más
serena, aunque era consciente de que aún no había pasado lo peor. Lo miró bien: había perdido peso y más cabello,
pero todavía era un interesante cincuentón alto y canoso, de atenta
mirada azul, nariz recia y labios finos y pálidos. Concluyó que le
sentaba el pulóver negro con los jeans de moda y las botas que ella conocía
bien (¿Cómo le duraban?¿O era otro par idéntico?). Se preguntó si
también él la observaría, si repararía en su pelo aclarado con
tinturas, la generosa lámina de maquillaje alrededor de los ojos. La vería
más pequeña y delgada de lo que era, con esos pantalones oscuros y el
saco hasta las pantorrillas, ¡Dios, parecía una vieja!. Llegaron a un cruce de caminos y se detuvieron en
una amplia banquina. Estaba oscureciendo. Alrededor era todo campo
desolado; allá abajo algunas nubes violáceas anunciaban más frío, y
cada tanto cruzaban las luces y el zumbido de los autos. - Bueno – dijo Horacio -, a ver, ¿cómo es esa
historia? Ella tosió para comprobar si aún tenía voz. - Es un cuento largo y extraño, te va a sonar ridículo,
pero me tiene enferma. Te pido que me escuchés hasta el final. Él asintió; no tenía otra idea. - Todo empezó hace aproximadamente un año; menos
mal que la nena había conseguido un buen empleo y pudimos salir adelante,
porque yo tuve que dejar el trabajo... - Pero si era una cuestión de plata me hubiesen
avisado... - No, no era cuestión de plata. Además
-sonrió-, nunca hubieses pagado mis visitas al sicólogo. -
¿Sicólogo? No entiendo.. - Ya, ya te voy a explicar. Resulta que un día, hace
como un año, me levanté pensando en Beatriz, más bien en la conversación
que había tenido con una amiga una semana atrás, en relación al caso.
¿Qué había hecho yo ese día, dónde estuve? Mi amiga preguntó en tren
de broma, “si te interrogaran no tendrías coartada” dijo, y nos reímos,
pero yo me quedé pensando. No lo sabía; me perdí de vista, ese 16 de
mayo y tantos otros. Claro, los anteriores y posteriores no me importaban,
solo ese... Horacio observó y escuchó a su ex mujer con interés.
Eugenia seguía vistiéndose mal, fumando como un escuerzo, pintándose la
cara y las uñas con rabiosos colores. En apariencia, era la misma. Pero
había algo nuevo en ella, en su interior; una férrea voluntad de
resolución, de decisión, ese carácter que empezó a forjarse el día
que le puso las valijas en el jardín. Ella se mantenía firme en su confesión terrible,
aunque temblaba como un pajarito y prendía un cigarrillo
con el otro. Sus palabras brotaban ásperas y en diversos tonos
emotivos, como piedritas desbarrancándose y acumulándose alrededor de
los pies. Fuera lo que fuere, Horacio sintió que el desahogo de ella
empezaba a causarle inquietud, y las piedritas se le amontonaban sobre el
pecho. El relato de Eugenia continuó: - ... Así que me propuse averiguar, primero por
mis propios medios, luego tuve que acudir a un médico. - ¿Qué querías saber, qué hiciste un día
equis...? Es imposible... Ella lo silenció con un gesto. - Vas a ver por qué fue necesario. Pero antes debo
decirte algo que quizás ya sepas: yo siempre te espié, Horacio, me da
vergüenza reconocerlo, pero es la verdad. Incluso después de
divorciarnos. Iba a Bragado con cualquier excusa, sabés que tengo una
prima allá, para ver qué hacías –dio un suspiro triste -. Como te
imaginarás, esto no es fácil para mí. No lo era. Horacio la miraba con gravedad: no esperaba
tal expresión abierta, sin doblez, a esas alturas. No le sentó en el estómago
la sinceridad; intuía una revelación desmesurada. - Bueno –intentó –los celos, hasta cierto
punto, son comprensibles. A menudo se hacen estupideces, pero de ahí a
matar... - Hay un paso. - ¿Qué? No, no, vos estás mal – Horacio se removió
en el asiento. Ya era de noche. Desolada y gélida.
Pronto debería poner el auto en marcha para usar la calefacción. ¿Por
qué no descargaba todo de una vez? ¿Cuánto podía cambiar una persona
en quince años? ¿No estaría un poco loca esta mujer? - Vos no sabés nada, Horacio – se agitó Eugenia
-, y para colmo no me dejás hablar. El sacudió la cabeza alzando las palmas, y apretó los
labios. Guardó estricto silencio, hasta cuando ella nombró cada una de
las mujeres que había tenido; la morocha regordeta del taller de costura,
la dueña de la pensión donde se hospedó hasta comprar la casa, la rubia
con la que cenaba todos los viernes en el restaurante junto al banco (ella
había comido allí una vez, observándolos sin que ellos la
descubrieran), la promotora del diario La Voz, y tantas otras. Y Beatriz,
la chica de la juguetería. Cuando Horacio visitaba a la nena le llevaba un regalito, siempre
de la misma juguetería, pues en el moño pegaban un marbete publicitario.
Eugenia pronto sospechó que él andaría tras alguna de las vendedoras, y
comenzó el espionaje. Se levantaba a las seis de la mañana para lavar la
ropa y fregar platos y pisos, correr para abrir justo a las ocho la
biblioteca del Colegio Nacional y así a las dos de la tarde salir con el
resto del día libre. Alcanzaba el colectivo de las tres y a las cuatro
tomaba mates con su prima en Bragado, a pocas cuadras de Autoshop, donde
trabajaba Horacio. A menudo se preguntó, durante esos viajes, si se
justificaba tal raid. Viendo por la ventanilla del ómnibus la siesta
apacible del campo no halló otra respuesta que su poderosa esperanza.
Después de tanta mujer Horacio volvería a ella. Se equivocaba al tomarlo
como un campeonato de fuerzas, un torneo de paciencias, conquistas y
acumulación de puntos por orgullo vencido; él abandonaba cada juego
amoroso con la misma rapidez con que los armaba. Castillitos de naipes que
al menor soplo de disgusto o aliento rutinario, se derrumbaban. De alguna
manera ella iba ganando: poseía la casa, la nena y la dignidad. Porque
ella no había dado lugar a otro hombre, ni siquiera considerado
posibilidades... Salvo aquél compañero de trabajo, Ernesto, a quien
estuvo a punto de invitar a cenar; un hombre agradable y solícito que
asumió por un tiempo la tarea ingrata del enamorado jamás correspondido:
alimentar su ego famélico. Pero la cosa no pasó a mayores, una vez
satisfecha. El cuasi desliz podía muy bien circunscribirse en el grupo de
pecados por resentimiento, ajuste de cuentas y/o falla de valoración,
autoestima, etc., conjunto que suma elementos cada día y tiende a
infinito. Ella suspiraba, absolviéndose, y seguía adelante. A las
siete le pedía el auto a la prima (o lograba que la acompañase) y se
apostaba cerca, en una calle lateral, para ir tras los pasos de Horacio
subrepticiamente. Igual, en ese caso, adivinaba su desplazamiento, sus
intenciones. Había entrado a la juguetería para comprar una bagatela y
comprobar que los vendedores eran tres: dos muchachos y una chica que en
la solapa del vestido llevaba bordado el nombre Beatriz. Era ella. De lejos lo veía estacionar el Peugeot y esperarla
unos diez minutos. Luego iban a un bar, a la casa de él, a otra casa
desconocida donde los recibía una mujer anciana, quizás la madre. A
veces tomaban el acceso para salir de la ciudad. Horacio estaba mudo: Eugenia había sido capaz de
todo eso, ¿y de qué más...? Tenía que aprovechar la pausa en que ella
buscaba un cigarrillo para encauzar la conversación directo al grano.
Consideró que el olor a tabaco se impregnaría en el interior del auto
nuevo, y pensó una maldición, porque pedirle a Eugenia que no fumara sería
peor que insultarla. - Está bien, está bien. Admitamos que vos conociste a
Beatriz Lavagna, pero ¿qué tiene que ver eso con aquello del sicólogo?
¿Qué, un día te levantaste y dijiste “yo la maté”... ? - No, no, pará –dijo ella. Ya no temblaba pero
echaba tanto humo que tuvieron que abrir las ventanillas. Enseguida Horacio
sintió frío, y optó por intoxicarse. Más compuesta, prosiguió: - Ya
vas a ver que este rodeo era indispensable para entender lo otro. Como
dije, hace un año empezaron mis dudas. Pero no quedó todo ahí, después
vinieron las pesadillas. - ¿Pesadillas? - Sí. Yo la espiaba desde la otra cuadra, como
tantas veces. Ella salía con su vestidito de trabajo, cruzaba el jardín...
Entonces yo me acercaba y le disparaba... Tres tiros, metiendo el brazo
por entre las rejas. Dios mío, nunca había visto tanta sangre... Horacio tragó saliva, impresionado. - Además llovía, ¿te acordás?, si tu sueño fuera
exacto... - ¡Sí, sí! También llovía, por eso la sangre
parecía correr velozmente hacia la calle. Era por el agua. Después, en
el mismo sueño, yo volvía a casa y enterraba el revólver en el jardín,
allí donde una vez puse tus valijas para que te fueras. Entonces aparecías
vos con tus cosas, bolsos y cajas, como si regresaras, pero en una maleta
grande como un ataúd traías a Beatriz, con ese vestidito ensangrentado,
y los dos cavábamos una fosa para ella en mi jardín, ¿te das cuenta? - P-pero solo eran pesadillas, Eugenia, ¿cómo podrían
afectarte tanto? -
Es que seguí averiguando
– le diría. Allí los argumentos derivarían hacia sus lecturas sobre
la memoria, esa esponja que absorbe datos continuamente, y que son
rescatados por asociación, noticias extrañas y hasta ridículas para
Horacio, que solo entendía cuestiones mercantiles. Todo en detalle y con
su terminología específica, tal como lo explicó el psiquiatra, para
demostrar la alta probabilidad de culpa que ella enfrentaba. ¿Y bien, si era así, qué? ¿Por qué lo había
llevado hasta allí? O aún más inquietante, ¿con qué intenciones? Pero
no, así no ocurriría. “Trate de no estar sola con él”, le aconsejó
el médico. Y el comisario, de haber podido, le hubiese recomendado lo
mismo. Por eso no saldría del bar; antes la sacaría muerta. ¿Y la parte en que ella se levanta, una noche, harta
de esas pesadillas, armada con una pala, para cavar en el sitio del sueño?
¿Debería obviarla?
Abría el box de cigarrillos y supervisaba sus uñas
perfectas pintadas color sangre, cuando Horacio le tocó el hombro y sin
esperar que se levantara la abrazó ligeramente y la besó en la mejilla,
cerca de la oreja, casi en el cuello. A ella se le humedeció el
encendedor en el puño y tuvo que esforzarse para mantener la llama en el
extremo del cigarrillo. Él, como siempre imprevisible, intimidante, se
deslizó en la sillita y cruzó los brazos apoyando los codos sobre la
mesa. - ¿Y? –dijo -. ¿Qué pasa, para qué me llamaste? - Es largo, ¿ tenés tiempo? - Sí, bueno – sonrió, y le brillaron los ojos
azules -, hasta mañana a las siete, que entro a trabajar. Eugenia miraba fijo el café que no había tomado.
El mozo acudió y Horacio quiso té con limón. Ella dijo que no le pasaba
nada por la garganta, y gracias. Las mesas del bar comenzaban a poblarse. - Bien – insistió él -, ¿de qué se trata? Ella juntó las manos. Había llegado el momento;
ya no podía considerar retrocesos ni evasivas. -
¿Sabés qué día es hoy, no? - Claro, dieciséis de mayo, ¿por qué? –respondió, muy atento. - Hace quince años que asesinaron a Beatriz
Lavagna. Horacio acusó el golpe. Ella esperaba eso, y que
contestara lo que contestó: - Me acuerdo, siempre le llevo flores. Hoy no pude
porque se presentó esto... De repente estaba lívido, desplomado. Los ojos oscurecidos y brillantes; él
era el viejo. El semblante de Eugenia también mudaba; no por comprobar cuánto
afectaba a Horacio el recuerdo de otra mujer, sino por lo que tenía que
decir. El mozo trajo el té y ellos tomaron aliento.
Eugenia miró hacia la ciudad: las luces se encendían en ese tramo de la
ruta y el camino de circunvalación. “La chinita” habría vuelto de
trabajar. Era empleada administrativa en una clínica y cumplía un
horario corrido hasta las seis. Ya habría leído la nota sobre la mesa:
“Voy a casa de una amiga. No me esperés a comer, en la heladera hay
milanesas y un postre. Mamá”. Le extrañaría que hoy le hubiesen dado
ganas de cocinar. - No sé qué tiene que ver –dijo Horacio, en un
suspiro fastidioso -, pero seguí, seguí. Observó que ella se angustiaba con cada paso rumbo al punto crítico. -
Mirá, Horacio, ante todo quiero que sepas que
sufrí mucho por esto, que no es de ahora... Horacio no pudo más. Eugenia, como siempre, a las
vueltas. La agarró de los hombros, se aproximó como para besarla y
silabeó, casi con furia: -
De-cí de u-na vez qué pa-sa o me voy, ¿estamos? Ella lagrimeaba. El aflojó la presión de sus manazas. Tal vez estaba
sucediendo la discusión que siempre habían evadido. Eugenia aspiró profundamente y lo dijo: - Se trata de esa chica, Beatriz. Horacio, creo
que... Vos la asesinaste –y enseguida, sin darle tiempo a reaccionar -,
tengo las pruebas, nunca debiste enterrar el arma en nuestro jardín,
faltar esa mañana al trabajo, llamarme enseguida desde la cabina que está
a dos cuadras... ¿Qué esperabas de mí, que me callara para siempre? No
debiste ser tan celoso, espiarla tanto; quizás no debiste enamorarte de
ella, Horacio... Un móvil de la policía atracó sigiloso junto al surtidor de combustible. Otro, en la ruta, se acercaba con su resplandor intermitente. Eugenia suspiró con alivio y se miró las uñas impecables pintadas de color sangre. |
María Helena Sofía
De Algunos cuentos
Ir a índice de América |
Ir a índice de Sofía, María Helena |
Ir a página inicio |
Ir a mapa del sitio |