Invierno, algunas vidas y otras muerte |
El
día que mataron a Juan Cazabat amaneció lluvioso, frío y gris. La gente
del pueblo recibió la noticia en ayunas, las caras lavadas perplejas,
medio descalza, medio desnuda, la pava silbando en la cocina, el fuego
apagado en la chimenea, como para siempre. Dionisio
Gali, el lechero, escuchó la mala nueva de boca de su amante Gloria Vélez,
una mujer vieja de refinados modales que supo regentear un burdel hasta
que la policía se lo cerró. -
Pasá, Gali – murmuró ella con voz desgarrada. Ya estaba
fumando, y eran las seis. El
pasó. Todos los días igual, el trámite se volvía rápido y expeditivo:
ella lo esperaba envuelta en una bata púrpura, aún
hermosa, con las ventajas de la experiencia y la ansiedad de pagar
sus deudas, lo hacía entrar a su dormitorio y a su cuerpo con la misma
naturalidad, como si tener sexo con Dionisio Gali fuese otra tarea doméstica. Iba
a abrazarla cuando Gloria Vélez lo detuvo. Ya. Le diría que ya basta,
que era muy joven para ella, que la relación se estaba afianzando y
echando raíces en el inconsciente colectivo. Que no debía ser así. No más. Pero
ella tenía los ojos verdes rojos de tanto llorar. -
Mataron a Juan Cazabat. -
¿Qué? Pero cómo... Toda
explicación sobraba por inútil y grotesca frente al lecho consumado, la
tremenda y absurda realidad con la que habría que vivir en adelante.
Mataron a Juan Cazabat. El joven lo oyó una y otra vez en su cabeza, como
si la mujer lo repitiera cual ferviente letanía, hasta la locura. Mataron
a Juan Cazabat...
Mataron a Juan Cazabat. -
Me dijo el viejo Mitti, hubo un tiroteo en lo de Puentes... Más
tarde tal vez en la radio digan algo... La
voz de la mujer le llegaba
tensa y lejana, como si le hablara desde una colina distante. El
nombre de Mitti le produjo un leve escozor. Gloria Vélez había estado
con seguridad en el antiguo hotel del viejo, ahora transformado en bajo y
sucio conventillo. Allí
se reunía con sus amigos y clientes. Tenía razón su madre: esa mujer
acabaría enredándolo entre sus sedas perfumadas y su amor de
mentirillas. Pero el también lo sabía, y no le importaba. El
razonamiento, aunque empañado de celos y sentimientos ambiguos, lo
despabiló como una firme bofetada. Entonces supo que debía ponerse en
marcha, salir, correr, ignoraba hacia dónde y para qué, pero deseaba
intensamente salir de allí, moverse, repartir la leche casa por casa como
siempre, pero nunca sería como siempre. Nunca jamás. Dionisio
Gali distribuyó junto a su mercadería la noticia durante toda la mañana.
Dolorido y aterrado, con los nervios al borde del colapso, dio por
finalizado el trabajo que lo ocupaba hasta las dos de la tarde antes del
mediodía. En
todos lados repitió lo mismo, llenando los recipientes de leche: Los
milicos mataron a Cazabat. Dicen que fue un tiroteo, pero él nunca llevó
un arma... Lo agarraron en lo de Puentes, hijos de puta. ¿Por qué fue,
digo yo,
si sabía que lo esperaban? A
Gregorio Botta se le cayó el hervidor en los pies cuando Gali le dijo,
tartamudeando, porque Botta y Cazabat eran como hermanos desde que Cazabat
volviera, huyendo del régimen maldito, mascullando venganzas por sus
compañeros muertos y repartiendo folletos subversivos.
Se le cayó el hervidor y como si lo hubiese asustado el ruido
hueco, vacío, en dos zancadas entró de nuevo a la pieza de dos por dos
en la que vivía y cerró con tranca.
Nadie volvió a verlo.
Al menos, nadie se atrevió a llamar Gregorito al extraño
personaje que apareció tiempo después en el pueblo bajo un aspecto
estrafalario y modales de enajenado mental. Ese
día Dionisio Gali empezó a llorar. Cuando volteó para ver, ya
encaramado al carro de reparto, la petisa alazana trotando briosa hasta la
siguiente cuadra, reparó en las lágrimas que le mojaban el rostro,
borroneándole el hervidor tirado en la vereda de tierra, el líquido
derramado, una mancha de sangre seca a la distancia, y mil nudos deshaciéndose
en su pecho, frenéticos, insofrenables. Sería
el roce de las sogas en su garganta endurecida el sonido que escuchaba,
como sollozos, sollozos del niño que lo miraba en el espejo del vestíbulo
de la casa de Gloria Vélez, aquella vez, la primera vez, la noche que lo
llevó Juan Cazabat para que supiera lo que es una mujer. Sollozos que se
le escapaban a mares por una rendija del pecho, después, cuando ella se
apartó casi asqueada y murmuró cuánto debía dejarle en la mesita de
luz.
Pero
allí podrían oírlo, y sería el desastre, hasta Juan Cazabat se
sumaría al escarnio general, tanto le había rogado que lo llevara, y fue
a llorar al jardín poblado de sombras y rosales cubiertos como fantasmas.
Tirado de espaldas sobre un banco de piedra sintió cómo caía la helada
sigilosa y glacial, una muerte después de la muerte del orgasmo,
enfriando el sudor de su cuerpo estremecido de sensaciones inaugurales,
secando las lágrimas en su cara, hecha la máscara fina que usaría el
resto de sus días, y en sus ojos, donde sabía acababa de instalarse un
brillo nuevo, culpa de las heladas que cayeron sobre él esa noche. Usted
no debe llorar porque es hombre, decía su madre, aquí los hombres
raramente tienen padre y nunca lloran. Y él aún no era un hombre y tenía
un padre, aunque muerto, al que llevaba flores cada tanto. ¿Le permitiría
ahora su madre llorar viendo los cambios suscitados en su hijo, intuyendo
en su nueva mirada lo ocurrido?
La vieja ya no importaba. Era increíble, pero por alguna razón la
madre quedó relegada a un segundo plano en su universo de muchacho de
campo, plano y simple. Importaba Cazabat amigo, hermano mayor y padre,
maestro, revolucionario, rebelde con causa, la causa suprema de todo
hombre, la libertad.
Importaba Cazabat muerto. La
fría llovizna volvió a caer.
Mediando la mañana había amainado, y hasta se atrevió el sol a
salir con sus cuchillos de luz sobre los campos brillantes, pero enseguida
las nubes cerraron el cielo llamando a la niebla y a la tristeza. Dionisio
Gali terminó su recorrido en el rancho de la curandera, que tenía cien años
y aseguraba curarle su mal de amores a cambio de una jarra de leche por día.
Estaba enterada de la desgracia. -
Decime, hijo, Gregorito ya lo sabe, ¿no?. -
Sí, doña, yo mismo le avisé. -
Pobre Gregorito, no tiene suerte con los amigos. Primero el doctor
blanco, ahora Cazabat... Los padres muertos, que en paz descansen, los
hermanos todos desparramados...
Pobre Gregorito, caray. -
Milicos hijos de puta... -
Shhh, vos no hables así, es peligroso. Seguí calladito, que todavía
sos joven vos... -
Nadie debería callarse, doña... -
Sí, sí, pero ellos tienen el poder ahora. Ni con mis trabajos
puedo correrlos... ¿No sabés dónde van a velarlo? -
¿Qué? N-no, no sé. Lo
sorprendió la obviedad de la pregunta. Era la muerte. Luego el
ritual acostumbrado y luego la nada, el lugar vacío que nadie
vendrá a ocupar.
Solo que el muerto era Juan Cazabat, que si fuese otro no se habría
sentido afectado, tan desvalido, tan rabioso. La
curandera le palmeó el hombro y lo acompañó hasta el carro, coja y débil
como se hallaba. -
Bueno, andá y metete en tu casa, Dionisio, mañana será otro día.
-
Y usted vaya adentro también, doña, que se está mojando toda.
Casi
rieron. Era extraño, en el ojo de la tormenta, todo el pueblo
revolucionado, los gendarmes haciendo guardias en cada esquina, los compañeros
de Cazabat escondidos bajo siete llaves, ellos dos, preocupados por saber
dónde llevarían el cadáver, en medio de una calle embarrada, bajo una
lluvia odiosa que hacía llorar y recordar, casi habían sonreído. Dionisio
azotó las riendas en el lomo de la yegua y enseguida las dejó, anudadas,
a un lado. El animal conocía el camino a casa, y partió al galope rumbo
a la calle ancha junto a las vías, salpicando barro y haciendo trepidar
los tarros vacíos. De pie, apoyado en una baranda, observó el pueblo,
como de lejos.
Nunca lo había visto así, tan oscurecido, tan bajas y amenazantes
las nubes, tan mojado y pobre, tan pequeño. Parecía el anochecer y era
el mediodía. Extraño, sí, como si el pueblo fuese otro, o él fuese
otro, o ambos recién llegados a ese tiempo y espacio para vivir ese día
aciago. En cada bocacalle unos hombres con impermeables verdes lo
saludaban.
Dionisio respondía con la mano. Milicos hijos de puta. Aunque
todos estuviesen obligados a transitar esas circunstancias, en uno u otro
bando, qué
mas da, ahora los guiaba el odio. Ahora estaban en verdad perdidos.
Sintió frío, un frío intenso, punzante, como si se estuviese
tragando contra su voluntad una gran barra de hielo. La misma sensación
glacial de aquella noche, cuando lo encontró Gloria Vélez en el jardín,
medio descompuesto.
¿Por qué no podía dejar de pensar en eso? -
Hola. Está helando acá, ¿por qué no venís adentro? Gloria
Vélez arrojó lejos las ideas que se había hecho de las prostitutas y el
sexo. -
¿Querés un poco de licor? Hace bien. Ella
le enseñó que la virtud carece de valor si se desarrolla entre muros
represores, le señaló la hipocresía institucionalizada, los vicios de
la sociedad que juzga con la vara mezquina de sus intereses, le prestó
sus libros. Le ofreció su cuerpo para que buscara en él al hombre que
deseaba ser. -
En estos lugares uno debiera divertirse, ¿no te parece? Gloria
Vélez le habló del amor, Juan Cazabat de la justicia. Y en esos momentos
empezaba a sospechar que eran la misma cosa, como él, ese pueblo
fantasmagórico, la lluvia, el frío calando hasta la médula, y esos
hombres de verde, y un cadáver tirado en la matera de la chacra de
Puentes, en un desorden inaudito hasta la armonía, el todo, era el Uno
Dionisio Gali, el desesperado, el lluvioso, el frío, el milico hijo de
perra, el muerto. Gloria
y Cazabat nunca fueron mas – ni menos – que amigos. Dionisio los
observaba durante noches enteras de naipes, tragos y discusiones
encarnizadas sin arribar a conclusión sospechosa alguna. Se llevaban
demasiado bien para ser amantes. Entre los dos pintaron al joven campesino
cuadros maravillosos del mundo y poblaron de sueños sus sueños. Le
presentaron la Historia sin maquillaje, incentivaron su espíritu crítico.
Alentado por ellos consiguió acabar, con mucha vergüenza y amor
propio los estudios primarios al cumplir veinte años. Pero en ese título
no constaba que se había graduado para la vida a los ocho, cuando empezó
a levantarse a las tres de la mañana para ayudar a su madre a ordeñar
las vacas, porque el viejo se había muerto sin pena ni gloria de repente,
del corazón dijeron. Sí, y también Gloria y su madre vivas y dueñas de
su vida, y el padre que no recordaba y Cazabat que le prohibía olvidar,
eran el amor y la justicia, la tempestad arrancándolo de raíz, desviscerándolo
en el aire y soltándolo en ese pueblo ajeno a su geografía cotidiana.
Porque ese pueblo no era su pueblo, ni el que soñaron los que soñaron la
América; de algún continente perdido en la desidia de los héroes, de
aquello que no se dice y después carcome la razón y pudre el alma, habrán
sacado ese caserío chato y esa gente ignorante y medrosa asomándose a
las ventanitas ahumadas con sus rostros filosos, secos. De algún lugar.
Equivocado, ficticio. De la muerte, del mundo insondable de un hombre en
silencio, en silencio para siempre. -Vos
sos Gali, el lechero, no me conocés porque yo no tomo leche. Prefiero el
licor. -
Soy Gali, ¿y usted quién es? -
Gloria. -
Ah, Cazabat me habló de usted. -
¿Bien o mal? -
Bien, bien. Se
puso de pie. A pesar de su estatura se vio desgarbado y pequeño frente a
la mujer. Sus manos temblaban abrazando la copa. -
¿El te trajo? -
M-me pidió que lo acompañara... -
Hum... Bueno, de ahora en adelante podés venir cuando quieras, ¿sabés?. -
Bueno, gracias. Le
llegó su perfume, un olor a madera dulce, atractivo, que impregnaba todo
el aire a su alrededor manteniéndolo en vilo. La mujer era hermosa, iba
envuelta en pieles y fumaba un cigarrillo muy largo insertado
en la boquilla dorada. -
¿Y? ¿No tomás? El
licor le abrió un surco en la garganta. Por el mismo surco entró Gloria
Vélez, sin golpear, sin preguntar, besándolo en la boca virgen de besos,
despertándole todos los deseos con su lengua buscadora de tesoros en las
bocas, impetuosa y efervescente, grabándole una invitación para el
misterio, tal vez para la eternidad. Escucharon
una música suave. Alguien había abierto la puerta de atrás y llamaba a
Gloria. Se
separó de él con un brillo travieso en los ojos, como si hubiese
cometido una falta por la que recibiría un castigo que al final gozaría,
las manos blanquísimas con uñas artificiales apoyadas en su pecho
alborotado. -
Voy, ya voy... Gali, no dejes de venir, ¿eh? -
N-no, no, quiero decir... Ella
rió. El también. La helada seguía cayendo, untando los pastos con su
aliento envenenado, endureciendo las aguas. Por él, que se derrumbara el
mundo, que zumbara nomás la vieja su rosario quejumbroso, que no haría
mella en su cabeza vuelta a nuevos horizontes, enfocada a otros objetivos,
la consumación de las fantasías que lo tenían mirando el techo de cinc
de la pieza y no lo dejaban dormir. La
yegua se detuvo, puro instinto, frente al chalecito de Gloria Vélez.
Dionisio creyó ver un mensaje en ello y tocó la puerta de la mujer.
Cazabat decía que las cosas no ocurren sin ton ni son, aunque aparezcan
inadmisibles. -
Gali, qué haces a esta hora. Pasá. Entró.
No venía a satisfacer apetitos carnales, pero la aclaración era
innecesaria: Gloria lo conocía bien. Las botas sucias
marcaron sus pasos en la sala. Se detuvo, turbado. -
Uy, ensucié todo, no quería... -
No es nada, sentate acá, junto a la estufa. Estás empapado. Cierto.
No había reparado en eso. El agua le chorreaba a mares y había empezado
a temblar. Un agradable olor a comida y el calor generoso del fuego
desmejoraban su aspecto sufrido. -
Terminé el reparto y no sabía que hacer.
¿Supiste algo más? -
Lo llevarán a una funeraria de Chacabuco. Mitti se encargará de todo. -
Ja, con lo que lo quería Cazabat a Mitti... -
Si, vos decís, pero es el único que se movió. Gracias a él tendrá una
cristiana sepultura, mientras nosotros estamos acá... -
¿Nosotros? ¿Qué querés decir, qué podíamos haber hecho nosotros? Tenía
razón, la muy perra, siempre tenía razón, y la boca floja y carnosa
para saciar avideces y escupir verdades, pero él no deseaba escuchar. Por
Dios, no fuera a ser Gloria la voz de la culpa y el arrepentimiento porque
entonces sí debería abandonarla, dejarla sola con sus pastillas
tranquilizantes y sus fantasmas remotos de París, y volver con su madre a
pedirle perdón por su proceder injusto, y perderse en los campos tras el
ganado, huir de todas las miradas y los recuerdos, casarse con una
muchacha estúpida y ser un padre como su padre: conservador, terco,
ignorante y desamorado. Y lo peor, olvidar a Juan Cazabat y esos diez
locos de la revolución. Olvidar la Causa.
No fuera que Gloria Vélez lo obligara a eso. -
Pudimos esperarlo en la estación y prevenirlo. -
Pero si Sánchez nos aseguró que lo haría, aunque le costara el
cuello. -
Ya sé, pero yo presentí que algo malo iba a pasar, Gali, ¿por qué
no hicimos nada? Ya.
La dejaría. Sería insoportable verla así, en adelante, envejecida y
atormentada. Si pudiera hacerla callar de alguna forma... -
Porqué no pudimos, Gloria. Vení, sentate al lado mío. Ella
obedeció.
Él la abrazó y la besó en la frente. Gloria Vélez tenía el
pelo largo leonado y un cuerpo muy esbelto para sus cincuenta años. -
Gali, ¿no sentís como nudos en todo el cuerpo, que se aprietan y
se aprietan hasta asfixiarte? ¿O un hormigueo en las piernas que no te
deja caminar...? Asintió.
Maldición, tal vez no sería necesario abandonarla y abrazar una vida
chata y desgraciada para merecer la autocompasión. Quizás era hora de
verse en un pulido espejo y reconocerse joven ingenuo amante de una mujer
festejada por todos los hombres del pueblo, casi orgullosa de su profesión
sin retorno, sin olvido para la sociedad, sin perdón para Gloria Vélez.
¿Qué hacer? ¿Cómo enfrentar la vida, mañana? ¿Y por qué tenía que
pensar en eso justo allí, entre sus manos solícitas y expertas? Volvió
a besarla, esta vez en la boca. Y jugaron al amor para disimular que
estaban llorando, aterrorizados, al desamparo de las certezas y la ley,
sumidos en la más cruel y odiosa soledad. Dionisio Gali quiso demostrarle cuánto detestaba su existencia, su airoso desdén por los hombres, sus críticas descarnadas, la singular forma de vivir en que lo estaba envolviendo. Quiso decirle cuánto odiaba a las mujeres como ella, que un hombre no puede perder la cabeza un instante, y al siguiente cerrarse la cremallera como si nada. Quiso lastimarla, morderla, estrangularla con sus dedos callosos, con su mirada compasiva de sus carnes fláccidas, humillarla, penetrar con una garra furiosa, desvastadora, hasta sus entrañas y arrancarle la vida lentamente, y entre sus estertores finales tomarla de los cabellos y obligarla a ver en sus ojos la lujuria de la venganza, el acto justiciero de un hombre que deseaba expulsarla para siempre de su mundo otrora sencillo y diáfano. Un acto de justicia, porque alguien tendría que pagar la muerte de Juan Cazabat, alguien debería recoger la cruz y trepar la colina. Y, que él supiera, ni ella ni los otros se peleaban por hacerlo. Ninguno, porque eran unos cobardes de mierda que lo único que sabían hacer era voltearse por unos pesos a la más puta del pueblo y llenarse la boca con la Constitución y licor barato. Igual que él. Todos deberían estar muertos, todos menos Cazabat. Pero ya era tarde, y su muerte y su venganza imposible. Porque acabó amándola. Porque Gloria Vélez lo supo en sus ganas de matarla, desgarrarla, castigarla, y le concedió las armas calientes del amor para que lo hiciera, su herida palpitante, sus dolores viejos, su grito, para que hendiera en ella su odio, su venganza ejemplar. Y hasta se sintió morir cuando tuvo que mirarlo a los ojos, y él desfallecía también, implacable luchador dueño por fin de Gloria Vélez, templo de los mil orgasmos. Ya era tarde. Un auto fúnebre embarró su pulcritud en las calles del pueblo, cargando el féretro de Juan Cazabat. Un tímido rayo de sol fue el único adiós, fugaz, de su tierra. La gente lo vio pasar tras los visillos como si les sacaran una piedra negra del pecho. En el vehículo, junto al chofer, el viejo Mitti sentía ganas de llorar. |
María Helena Sofía
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