La silla de mimbre |
Mi abuelo, que siempre se sentaba en la vereda para dejar pasar las horas, en un país extraño, mientras charlaba con su vecino de al lado que se apoyaba en la verja de la ferretería, decidió entrar a su casa. Era el final de la tarde. Arrastró, por el infinito pasillo, su silla de mimbre cuya pata de apoyo se había gastado en forma de cuña, debido al roce contra el piso de cemento. Al llegar a su casa comprobó que había otros muebles en el interior, no eran los suyos. La quinta con sus sembrados y árboles frutales, ya no estaba, tampoco el nogal, ni los perros, ni la pileta del patio en la que los bañaba. No estaba tampoco el galpón con sus herramientas. Otra gente habitaba la propiedad. Cuando lo vieron parado en el patio, le preguntaron quién era y qué quería. Mi abuelo les contestó que esa era su casa y como lo hacía todas las tardes, volvía adentro luego de haber pasado, en la vereda, unas horas. Los desconocidos se miraron y lo miraron profundamente. Le dijeron que estaba loco o borracho. Esa casa hacía más de diez años que ellos se la habían comprado a un hombre que se había ido a vivir a Polonia. Luego de la respuesta echaron a mi abuelo, con la amenaza de que si no se retiraba llamarían a la policía. Sin entender absolutamente nada, decidió tomar nuevamente su silla de mimbre, que era lo único que le quedaba en la vida y volver a arrastrarla por el infinito pasillo, hasta alcanzar la puerta de calle. Al llegar a la vereda, volvió a ver al vecino de al lado apoyado en la verja de la ferretería y se dio cuenta de que afuera aún tenía tiempo. |
Carlos Sinicki
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