“Esta chica está en la luna de Valencia”,
decía mi tía Mabel cuando su hija, distraída por algo, seguía tan
campante sin contestarle ,como si no la escuchara, cuando ella le
hablaba.¡Cuánto cambió desde entones mi concepto de la luna de
Valencia!. Quizás desde el día en el que Pedro Silvestre llegó a Buenos
Aires desde España, más precisamente desde su Valencia natal. Artista de
alma, su pintura figurativa y sus paisajes nos deslumbraban; otro tanto
ocurría con su amena charla y nuestras bohemias reuniones de literatos,
pintores, actores y escultores. Nunca le importó el dinero. Nunca. Por
eso sus cuadros si bien no tardaron en recorrer importantes exposiciones
llegaron a sus compradores, como se sabe, a muy bajo precio. Pérez Celis
se lo dijo más de una vez .y Juan Grela, desde Rosario, lo instaba a
valorizarse.
Un buen día sin más ni más nos dijo: “Vuelvo a Europa”, y se marchó. Su
propósito principal-según nos comentó como al pasar- era pintar de
anaranjado las aguas del río Turia no muy lejos de su Alicante natal. No
era un pintor excéntrico. Era un idealista y soñador como todos nosotros
pero más altruista que nadie, que se sacaba el pan de la boca para dar
de comer al necesitado. Amaba la vida, a sus amigos, a sus novias (tenía
muchas aspirantes y una oficial). Amaba el amor.
Quizá influyó en su decisión lo que estaba de moda en la década del 70:
pintar aguas. Nicolás García Uriburu había pintado los canales de
Venecia, el río Sena, un estuario en Nueva York. Seguramente todo esto
obró de disparador para sus proyectos.
Un mes después de su viaje recibimos una postal desde España donde nos
confesaba: “Perdón por abandonarlos. Extrañaba mi ciudad natal, las
noches de tapas, la luna, algún viejo amor que aquí quedó esperándome, y
el río que quiero anaranjar…”.Pero su proyecto no prosperó. Aún con la
pintura ya comprada, el municipio le negó la autorización para pintar el
río .Para colmo, los cuadros no se vendían. Recibimos una segunda postal
en la que nos decía: “No pude pintar el río, no tengo dinero, mas no
podrán impedirme amar la Luna”.
El alcohol lo fue atrapando como una araña en su tela. Viajó a Madrid
pero la ciudad lo fagocitó. Durante años no supimos más de él. Volvió en
la primavera de 1998, enfermo, frustrado, pobre, al punto de tener que
pagarle la comida y el hospedaje entre sus amigos. Empeoró hacia
noviembre cuando ya se nos hacía difícil seguir manteniéndole su estadía
y los enfermeros. Anselmi, un amigo en común, ofreció ubicarlo en un
rincón de su casa de Monserrat, en un improvisado y pequeño cuarto
armado en el hueco que quedaba debajo de una escalera. Sentado en su
cama, si extendía su brazo hacia arriba podía llegar a tocar con sus
manos el oblicuo techo que constituía la base de la escalera.
La fiebre lo consumía. El alcohol había hecho estragos en su hígado. Su
frente, constantemente perlada por la transpiración era refrescada cada
tanto por Anselmi con un pañuelo mojado. Deliraba. Hablaba balbuceante
de su Valencia natal, de la luna y el río, de sus afectos. “Quiero
verlos”, decía. Fue en ese momento cuando surgió en mí la idea –que
pronto realizamos- de pintar el techo inclinado de un azul intenso,
tachonado de estrellas brillantes realizadas con un polvillo plateado y
un solvente .Y una luna llena, alba, como era la de Valencia según nos
describía en sus charlas.
A partir de este hecho su rostro se transfiguró. Una sonrisa
indescriptible asomó en sus ojos, trasladándose al resto de su rostro.
Le hablaba a la luna del cielo de utilería recitándole sensibles poemas.
No pudimos revertir ni curar su enfermedad, pero alegramos su viaje
definitivo, que fue en paz, feliz de haber vivido y haber intentado
cristalizar sus sueños.
Desde entonces- perdóname Mabel- pero para mí estar “en la Luna de
Valencia”, “a la Luna de Valencia” o como fuere, tendrá para siempre
otro significado: el de los cielos que inventamos en homenaje al amor y
a la amistad. Y en la luna blanquísima inmutable y eterna en la que dan
ganas de quedarse a vivir para siempre ciertas tardes, algunas noches,
en las que el espíritu en soledad se eleva como tirado por un hilo
invisible hacia el infinito |