El gallo no terminaba su canto cuando el ladrido de un perro se escuchó cerca del corral. Isidoro abrió lentamente sus ojos, la luz del sol que comenzaba a nacer dio de lleno en su cara. A su lado yacía su mujer aún dormida, envuelta entre las mantas intentando conseguir algo de calor.
El primer impulso para levantarse siempre le había costado, pero ese día fue mucho más duro. Ya no sabía como continuar con su vida encerrado en un campo en el medio de la pampa. Se sentía privado de la libertad, un esclavo sin amo, un prisionero del viento. Sus intentos por escapar de esa pesadumbre se habían visto siempre impedidos por el abandono, la intolerancia, el desgano. Sentía que había algo, más allá de donde muere la tierra, algo que era único para él. Deseaba conocerlo, sentirlo como propio. Pero para eso debía escapar y sabía que no era posible. El sol se estaba escondiendo en la pequeña aldea junto al mar. Los pescadores ya apagaban las lámparas y se acostaban a dormir porque mañana se debía comenzar temprano. Allí llegaba Win-zoo a su hogar después de haber estado todo el día en el mercado. Estaba cansado, tanto que sus párpados lo vencían en la dura lucha por continuar. Abrió la puerta, se sacó las sandalias y caminó basta su cama. En todo el día sólo había comido un pedazo de pescado cocido mientras esperaba a los clientes. Sintió un gran vacío en el estómago, su cuerpo no soportaba un minuto más en pie. Cómo deseaba que hubiese alguien que le preparara un té y se lo acercara a la cama junto a un tibio trozo de pan. Miró a su alrededor como buscando una mano solidaria; quiso engañarse una vez más.
Como en tantas otras oportunidades la habitación estaba desierta. Desde aquel incidente en el que había atentado contra el honor de su familia ya nadie se le acercaba. De un momento a otro, un pequeño error le pagó con soledad, con la peor de las soledades, la del alma. La incomprensión de los otros se había extendido hasta su persona, su rostro llegó a repugnarle, no creía en sí mismo, se había entregado a las manos de la desdicha. Isidoro prendió un fuego y colocó sobre este la pava llena de agua. Quizás unos mates le darían algo de fuerza para ir a trabajar. Se lavó la cara, fue hasta el cuarto y saludó a su mujer con un beso en la frente.
Cuando regresó por el agua ésta estaba hervía. En otra oportunidad eso le hubiera molestado de sobremanera, sin embargo, el desaliento era tal aquella mañana que el peligro de una yerba lavada no provocaba en él el más mínimo temblor.
Empezó a cebar los primeros mates. La densa yerba le recordaba las tupidas selvas que nunca había visto; la verdosa espuma traía a su mente el mar que nunca había tenido posibilidad de conocer, el calor del agua pasando par su garganta se asimilaba al sofocante calor del desierto que jamás había pisado.
Mirando hacia horizonte necesitó entrecerrar los ojos porque el sol ya estaba alto, suspiró y bajó la cabeza como un acto de resignación. Lentamente, Win-zoo fue hasta el sector de la habitación donde cocinaba. Buscó una de las tazas decoradas con dibujos de dragones y bellas mujeres. Ese era uno de los momentos en los que le hubiese gustado ser un dragón, tener su fuerza, su poder para imponerse al resto del poblado, demostrar quien era él realmente, pero por sobre todo, demostrarse a sí mismo que aún era capaz de seguir adelante. Mientras calentaba el agua miró las estrellas en el cielo, tan distantes como su familia, como sus amigos, como una mano consoladora que nunca llega.
Se preparó el té y lo saboreó pausadamente. El primer trago como siempre lastimó su paladar, pero ya estaba acostumbrado, era simplemente algo más que atentaba contra él. El frío de la noche invadió la habitación; Win-zoo se acercó a la ventana con la intención de cerrarla y mantener su cuerpo en el calor. A lo lejos, vio la silueta de una pareja, quizás eran novios, quizás un padre junto a su hija. Estaban abrazados, ella lloraba sobre el hombro de él, estaban solos en el medio de la noche, pero al menos se tenían el uno al otro. Desde la ventana Win-zoo los observaba con gran envidia en su corazón, celoso por esa compañía tan lejana. Cerró de un golpe las cortinas y dio media vuelta hacia su cama.
Como estaba previsto, el agua hervida lavó muy pronto el mate. Isidoro sentía pasar lentamente el tiempo, veía alguna nube perdida en el cielo viajar alejándose del sol. De a poco se sentía el calor del día y el frío de su corazón, inerte, inmóvil, casi insensible. Tomó la pava de su mango y llenó el mate de agua. En su superficie flotaban tres palitos que formaban por momentos un triángulo.
Se acercó la bombilla a la boca y observó el reflejo de su rostro sobre el agua. Por detrás de él, en la imagen reflejada, asomaban dos hojas de un viejo ombú y más lejos la pared de adobe de su rancho. Sintió que la vida se le burlaba una vez más, sentía que remarcaba su situación y maldijo su pobre existencia. De repente, el cielo se nubló, una nube surgida de la nada tapó el brillo del sol. Su imagen desapareció de la superficie del agua, el mate cambió su carácter de espejo por un aspecto desagradable, negro, espeso, pero a la vez acogedor, persuasivo. Isidoro no comprendía lo que pasaba; en cuanto quiso llamar a su mujer para compartir el hecho, el rostro reapareció. Pero este no era su rostro, esos no eran sus rasgos. Sus ojos eran alargados, su nariz mucho más pequeña, la barba había desaparecido, su pelo era lacio y la cara más redonda. Detrás de él asomaba una especie de biombo de tela y más allá una pared formada por cañas.
Al sentarse en su cama Win-zoo disfrutó por fin de la tranquilidad, del descanso. Se acercó la taza a la boca, pero antes de beber un trago el viento sopló con todas sus fuerzas, abrió las ventanas e ingresó al cuarto. Win-zoo se sobresaltó y unas gotas de té cayeron al piso. Miró su taza, la borra de la rojiza infusión se había transformado en un espeso líquido negro.
Una vez más el viento sopló, pero con más fuerza, tanta que tiró al piso uno de los jarrones llenos de flores. Win-zoo giró rápidamente la cabeza y dirigió la mirada a la ventana. Cuando volvió a la taza el líquido negro había desaparecido. En su lugar, se observaba un rostro desconocido, una cara alargada, cubierta por una tupida barba, ojos redondos desgastados por el tiempo, la sombra de un sombrero cubría la piel curtida por el sol. Detrás surgía un lugar nuevo, un lugar seco, aparecía una pared hecha de barro y un tipo de árbol que nunca había visto.
Sorprendido, Isidoro intentó decir algo, pero nada salió de su boca. Win-zoo frunció el ceño, no comprendía lo que pasaba. La sorpresa era tal que su cuerpo entero se inmovilizó. En su interior deseaba arrojar la taza y correr, sin embargo, todo tipo de acción le era imposible en aquel momento.
Al ver el temor en el rostro entregado por el mate, Isidoro sonrió. Era el mismo miedo que él sentía pero plasmado en otra cara. Aquella persona tan diferente a él, tan lejana, era en definitiva, en el fondo, igual.
Tenía las mismas dudas y los mismos miedos, sufría un dolor idéntico, la misma prisión. El rostro barbudo le sonreía a
Win-zoo, él sintió calidez en ese gesto, compañía, comprensión en aquella persona desconocida. Una alegría inmensa lo inundó y como signo de agradecimiento devolvió la sonrisa.
Isidoro se sintió unido por la alegría, el extranjero lo había incorporado a su mundo. Abandonó sus preocupaciones y se llenó de calma. Los ojos de Win-zoo brillaron como nunca lo habían hecho antes. De repente, el sol volvió a brillar y el viento dejó de soplar. El mate recuperó su yerba y el té su antigua borra. El perro seguía ladrando y la calma retomó a la aldea. Pero no todo volvió a la normalidad. Dos hombres se unieron en el tiempo y su dolor se amortiguó, pues ambos descubrieron que en algún lugar siempre hay alguien como uno. |