El segundo viaje de Colón se realizó bajo condiciones similares,
aunque la Corona comenzó a profundizar medidas para evitar que
otras clases sociales se apropiaran de aquello que pertenecía a la
nobleza. Estos fueron los orígenes de un sistema que, por más de
tres siglos, controló y dominó el comercio entre las colonias
españolas y la Península, impidiéndoles a los enemigos del Imperio
español ingresar en semejante negocio a escala universal. Para
sostener un régimen de tamaña magnitud, la nobleza se vio obligada a
promover una enorme superestructura política, administrativa, legal
y militar, que puso a prueba la fortaleza de la estructura social
feudal española.
El Estado español no podía dinamizar de manera autónoma el comercio
con el Nuevo Mundo. Dada la magnitud de la tarea, se vio obligado a
permitir la intervención de individuos particulares para impulsar y
acrecentar el tráfico atlántico. Se permitió el comercio particular,
pero se obligó a obtener licencia real a todo aquel que desease
viajar a América.
Para enfrentar la piratería y sostener el privilegio de ser el único
Estado en comerciar con América, la nobleza debió engrosar y
reorganizar las filas de la burocracia. En primer lugar, creó, en
1503, la Casa de Contratación. Instaurada en Sevilla, tenía a su
cargo el control de la totalidad del comercio entre España y las
Indias. En ella debían entregarse todas las mercancías que se
dirigían hacia y desde América. Debía ocuparse de efectuar los
cargamentos y organizar la venta de manera absolutamente
centralizada. A través de ella, la Corona buscó integrar los
intereses de la burguesía comercial y los de la realeza.
De esta manera, entre estas dos clases sociales comenzó a existir
una división técnica a la hora de desarrollar el comercio: mientras
que la nobleza, a través del Estado español, se ocupó de garantizar
la estructura del sistema (legislar a favor del monopolio, organizar
las flotas, fiscalizar el tráfico de efectos y defender militarmente
las rutas), sobre los comerciantes recayó, casi de manera exclusiva,
la función puramente comercial, es decir, qué mercancías llevar,
traer y cómo realizar las transacciones. Se creó, entonces, una
relación de interdependencia entre ambos, no exenta de conflictos,
que le permitió a España apropiarse de una renta colonial permanente
y en constante crecimiento.
El crecimiento del comercio le exigió a los reyes de España
multiplicar sus esfuerzos, no sólo en materia administrativa y
legal, sino que la cuestión militar tomó una importancia
fundamental: si la Corona no tenía la fuerza para defender sus
territorios, las leyes serían palabra muerta.
Castilla se vio obligada a fomentar su desarrollo militar, lo que
cristalizó en la creación, en 1522, de la Armada de la Carrera
de Indias. La flota, formada por once barcos, tenía la tarea de
patrullar la ruta entre España y América, escoltando a los buques
mercantes para rechazar el ataque de los enemigos. Sus gastos
estaban a cargo de los comerciantes, que la sostenían al abonar el
derecho de avería. El estado feudal buscó controlar y defender su
monopolio estableciendo su cabecera en un único puerto: primero fue
Sevilla y, más tarde, Cádiz, los únicos autorizados a comerciar con
América. Los precios que se ponían en las aduanas, eran fijos y, por
lo tanto, no estaban sujetos a negociación. Con lo cual, el
comerciante monopolista se beneficiaba de un excedente.
Entonces, cuando hablamos de monopolio, no nos referimos a una
empresa poderosa. Como vemos, es un problema estatal. El monopolio
es, ante todo, un mecanismo de extracción feudal: el estado cautiva
una ruta comercial y obliga a vender o comprar determinadas
mercancías a determinado precio, lo que da lugar a una ganancia por
la vía política. La nobleza se beneficia cobrando los impuestos y
licencias correspondientes (cuando no comerciando ella misma) y la
burguesía monopolista obtiene ventajas a la sombra del estado
feudal. Este sistema, consolidado hacia 1550, se sostuvo casi sin
modificaciones, hasta finales del siglo XVIII.
Una muerte sin resurrección
Desde mediados del siglo XVIII, el reformismo borbónico sostuvo al
Imperio durante un tiempo importante, aunque no pudo renovar lo
suficiente al sistema para darle nueva vida. Con el decreto del
“comercio libre” de 1778, la Corona abrió el monopolio a otras
fracciones del capital mercantil español, eliminando a Cádiz como
puerto único y permitiéndole a los principales puertos españoles
incorporarse al tráfico colonial. Asimismo, la creación del
Virreinato del Río de la Plata, dos años antes, convirtió a Buenos
Aires en una de las regiones más privilegiadas por los borbones, al
permitirle comerciar directamente con la Península.
Pero tanto el aumento de la influencia inglesa en la política y el
comercio mundial, como el estallido de las revoluciones burguesas en
lo que serán los Estados Unidos (1776) y Francia (1789), ahogaron el
intento borbónico, obligando a la nobleza a enfrentarse con lo
limitado de su política. El contrabando fue la expresión de los
intentos de penetración de la ley del valor.
Frente al bloqueo inglés de los principales puertos españoles, la
Corona profundizó sus reformas, permitiéndole a los comerciantes
utilizar buques de naciones neutrales y llegar a puertos
extranjeros, relajando su política que restringía fuertemente la
salida de los principales productos americanos (cueros, en el caso
rioplatense). Semejantes medidas, antes que detener la crisis, la
profundizaron, lo que obligó a la nobleza a “retractarse”
continuamente de sus reformas comerciales más progresistas.
Esta política errática no fue gratuita: el comercio, al mismo tiempo
que vivió gracias a un determinado sistema, lo socavó y planteó las
condiciones para su superación histórica. Fue así como el sistema
colonial y el monopolio hicieron madurar al comercio y la
navegación, asegurando a las manufacturas europeas un mercado donde
colocar sus productos. Al mismo tiempo potenció la producción de
plusvalor y fomentó el surgimiento de los sistemas modernos de
crédito y deuda pública, fundamentales para la futura transformación
de las riquezas americanas en capital.
La incapacidad de la estructura social española, encabezada por una
clase social retrógrada, le impidió dar este paso, limitando su
lugar en la economía mundial a la de intermediaria. El conjunto del
Imperio español basaba su existencia en su papel de mediador
comercial (carrying trade), es decir, una nación que subsistía por
una punción a la circulación, que afectaba tanto a las burguesías
europeas como a las americanas. Este sistema comenzó a
resquebrajarse cuando las poderosas burguesías europeas,
principalmente la inglesa y la francesa, aunque también la
norteamericana, adquirieron el poder militar suficiente para
destruirlo. Pero fue destruido cuando las burguesías de los pueblos
que explotaba se enfrentaron victoriosamente a la nobleza española.
El triunfo de la burguesía como clase mundial implicó la
aniquilación de todo capital sostenido de manera artificial, es
decir, por un privilegio de tipo político y no por una capacidad de
acumulación competitiva desde el punto de vista económico.
Cuando se discute el monopolio, no hay que dejar de tener en cuenta
estos datos y este proceso. A comienzos del siglo XIX, las
burguesías latinoamericanas pusieron fin al sistema de monopolio
comercial. Lo que sigue es la historia del desarrollo del
capitalismo en el continente.
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