El Salón Azul |
Cuando
Raquel Martínez Martínez me invitó a Uruguay, me dijo: “te invito a
mi paisito”. Desde aquel momento tuve la idea de que todo allá
era chiquito. En
Montevideo escuché un habla en diminutivo, manera de expresarse que
también es característica de los mexicanos: los uruguayos comen un
chivito, toman un matecito, caminan por la callecita, viven en el
conventillo, piden auxilio a la enfermerita... Todo es así,
chiquito, merecedor de cariño y cuidado. Un
día, hube de presentarme en el "Salón Azul" del edificio de la
Intendencia a una lectura de poesía. -
Está en el piso uno y medio, me dijo el policía de la entrada. -
¿Uno y medio?, respondí sorprendida. -
Sí, uno y medio. Se baja en el uno y va por las escaleras. Debe
tratarse de un saloncito de techo bajo y una puertita, como la de Alicia
en el país de las maravillas, para entrar agachando la cabeza, pensé,
igual que la oficina donde trabajaba el usurpador de John Malkovich. Aquel
hombre alto y delgado quien debía bajar todos los días, con el lomo
doblado, en el piso siete y medio para poder acceder a los sueños más
recónditos de su imaginación. Pero
en lugar de aquel pequeño salón llegué a una habitación muy amplia
custodiada por sillones de altivo respaldo, una larga y elegante mesa de
conferencistas y una réplica, al fondo, de las puertas del paraíso que
se encuentran en el Bautisterio de Florencia, Italia. Nada más
y nada menos. Medio piso, en el sur de América, albergando la
entrada del cielo. No había
puertita pero sí un cuenco suficiente para albergar sueños. Lo pequeño es donde mejor cabe lo grande. Aquello que se comprime y se expande a voluntad cuando es necesario; como el amor, como la poesía misma... como una gota de vapor de agua albergando una tormenta en cada una de sus diminutas moléculas portadoras de la fantasía más grande: la vida. |
Angélica
Santa Olaya
Montevideo, Uruguay
2 abril 2005
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