Lobos y gacelas en una obra de María Cristina Bercaitz |
“Ileana,
con la zorra abrazada a su cuello…”
hacía el peregrinaje aleccionador, la no elegida aventura que
coronarán la salvación, el conocimiento, la trascendencia y el himeneo.
En el capítulo 28 de El país de
los pechanes (1), titulado “Los lobos y las gacelas”,
se lee que llegan hasta un lugar en que la niña escucha ruidos que la
zorra reconoce como de lobos que se acercan. Ileana teme por sí y también
por unas gacelas que allí pacen, al parecer destinadas a ser presas de la
jauría próxima. En un enigmático parlamento, la zorra
la tranquiliza; formula, para hacerlo, la aseveración extraña,
pero luego corroborada, de que en “ese lugar” los lobos nunca
comen a las gacelas. “Quizá les den alcance –dice–, pero no,
nunca las comen…” Subraya
lo anormal de ese comportamiento lobuno el hecho, reiterado una y otra
vez, de que tan sólo en ese paraje las cosas suceden así. Por añadidura,
enseguida Ileana queda enterada de que son las propias gacelas las que
invitan y provocan a los lobos a que las persigan, práctica sugerente que
allí asume rasgos rituales y que, vista a la distancia, semeja a las
manifestaciones de la pasión sensual entre varones y mujeres como una
gota de agua a otra. Ninguna duda cabe que de esa similitud constituye el
meollo del fragmento y de que tampoco hay razón alguna para creer que la
autora, con entera conciencia, no haya tenido a bien escribir sobre tal
tipo de efusiones y la trama de complejos afectos que entrañan. |
Por
otra parte, ese capítulo muy poca ilación parecería guardar con el
resto de la obra. Si bien todo El país…
está armado a partir de porciones inconexas aunque afines, dispuestas a
manera de un rosario de poemas sobre el mismo tema, la que señalamos se
presenta, en principio, como un gratuito recodo en el camino que va a la
Ciudadela. Mejor observada, concluimos en que, en efecto, se trata
de un recodo tortuoso pero para nada gratuito. Ante todo, porque su
presencia introduce una expectativa discrepante en un relato que hasta ese
momento hasta podía ser interpretado como un mero apológo infantil,
ilusión que –de haber existido– sólo subsistirá por demás
maltrecha tras tomar noticia de la exaltación compartida por gacelas y
lobos. De
pronto resulta que el libro no tiene ni tuvo –ni por asomo– la más mínima
finalidad pedagógica. Como en un complot de comedia, de buenas a primeras
todos saben de qué se trata
y asumen cautelosas medias palabras para aludir a lo que no es necesario
mencionar. La propia Ileana rompe su gruesa costra virginal y se inquieta,
se altera y, casi como en juego entre ruboroso y desenfadado con la
impudicia, declara que quiere contemplar. Por
cierto, el relato es consistente y lineal y, dentro de lo fantástico,
circula por carriles de estricta lógica. “Ese lugar” es, a las
claras, la instancia temporal en la que el amor irrumpe y vuelve posible
cosas de otro modo inverosímiles como, por ejemplo, que los lobos se
abstengan de devorar a las gacelas. Pero si el tema no es sino una
determinada deificación del amor, en lo que hace a una narración ya un
pie estaría enlodado en la cursilería, riesgo ante el que
–convengamos– las ramplonas asociaciones entre lo femenino y
ciertos animales y lo masculino y otros, para nada ayudan. De mí me
limitaré a decir que no abrigo la menor duda de que al redactar ese texto
María Cristina Berçaitz retuvo presentes tanto las sugerencias, groserías
o torpes halagos que acarrea, al respecto, el habla popular, como la
adhesión a un compromiso –notorio, pero cuya naturaleza ignoro– de ir
más allá de la descripción galante y de servir mejor a la inteligencia
de esta época dándole, en clave, un sentido renovado a ese
entretenimiento, aparentemente pueriles, de pedir auxilio a la zoología
para designar a los sexos. Ocurre
que las gacelas entornan los alabados ojos y mueven la cola –que en su
caso es el rabo–, pero también hablan y hasta, una vez que saben
despierto el interés del macho alógeno, no se privan ni siquiera de
proporcionarle consejos una pizca enfadosos, considerado el momento. Con
ensañada lascivia avisan que “después”, afrontarán (ellos) “la
responsabilidad y el arrepentimiento”. Pero si esto prevén, es porque
descuentan que el lobo al que encaran es un sincero enamorado. Y a más de
sincero, carente de perspectivas, pues el arrepentimiento pronosticado
indica que algo está mal en esa relación inminente, que algo la hará
improcedente a la hora de homologarla entre las categorías reconocidas
del deporte amoroso. Corresponde
señalar e insistir sobre las peculiaridades, rarezas y anfibologías que es dable encontrar en ese capítulo: como
vimos, quienes participan en él pueden amar y llegar a sentir, en
consecuencia, responsabilidad y arrepentimiento, que son sendas sombras
del pecado, o sea, de la noción del bien. Hay que hacer notar que en todo
el resto del libro los buenos y los malos lo son porque lo son, con
independencia de sus actos. La bondad es lo que hacen los buenos y la
maldad, obra de los malos, pero unos y otros se ciñen a las normas de su
índole sin que –según sucede, en general, en las fábulas– existan
atisbos de verdadero albedrío. Los pechanes en modo alguno quieren hacer
el mal, sólo que son pechanes… En comparación, el arrevesado capítulo
28 posee una luz cuyo resplandor alcanza a toda la obra y que completa o
rectifica su sentido: es, asimismo, un oasis con su reparo de árboles
esenciales, en medio del desierto emotivo que recorre la protagonista. Es,
por último, una inusual moraleja anticipada al desenlace, utilizada por
la autora –una ingenua Gepeto, en el fondo– para ordenarnos, paradójica
y un poco monstruosamente, que
no seamos animales como los pechanes, como los gnomos, como la zorra y aún
como esos grandes muñecos borrosos y simpáticos llamados Ileana e
Hilario, sino humanos como las gacelas y los lobos, redimidos por la
concupiscencia y persuadidos –al menos los segundos– de que la consumación
los transmutará. ---o--- El
estilo en que está escrito el fragmento no es, en sí, distinto al del
resto de la obra, pero al aplicarse a una situación muy diversa a las que
predominan en el conjunto, toma una coloración y un sabor por demás
especiales. Construye, para solaz del
buen lector, una suerte de distancia expresiva conformada por una sucesión
de figuras sobrias y elegantes, recortadas contra el fulgor del erotismo.
La destreza con que se tramó la significativa molicie de ese texto
obliga, hasta por un prurito de honestidad intelectual, a dar alguna razón
acerca de lo erótico en el arte, nivel en el que se busca aguzar las
sensaciones hasta suscitar excitación pero no satisfacerla, como sí se
propondría el nivel pornográfico. En rigor, desde el punto de vista
moral aquello es peor que esto porque en vez de alimentar con ramplona
brutalidad la acuciante hambre de la juventud procura que la encandile la
sonrisa de la seducción, pero el reproche pierde casi toda su entidad si
observamos que en realidad lo erótico apenas existe sino como un matiz
adicional. Así en literatura hay pocas, pero muy pocas obras en verdad eróticas,
por lo que es hasta fácil enumerarlas ( 2); la tendencia más
bien queda como un arroyuelo perdido en la fronda de la prosa o rumoreante
en las sílabas del verso. Con haber avanzado como muy pocas escritoras
locales en ese campo, la propia María Cristina Berçaitz sólo dedicó
tres páginas a ese deliquio espiritual sobre las 150 que componen su
libro. Pero
son suficientes para afirmar, con razonable certeza, que no hay nada
similar en nuestra literatura y
tal vez en la totalidad de la literatura
en idioma castellano (3), donde lo más cercano al respecto
debe ser la traducción de Dafnis y Cloe de Longo, hecha por don Juan Valera hace un siglo y
pico; sin embargo, aun esa aproximación es sólo relativa pues el
fragmento comentado difiere mucho del tono de esa obra clásica del Bajo
Imperio, así como de otras famosas, como la Afrodita
de Pierre Louys, las Canciones
lesbianas de la fraguada Cydno de Mitilene y
los relatos que amenizan Las
mil y una noches, en la célebre versión del doctor Mardrus (4).
La
elaboración de esa lograda disimilitud constituye un importante, acaso un
fundamental hallazgo de la autora, tal vez asistida por el ambiente
puritano característico de la época
presente, acotación que en todo caso se relaciona con la persuasión de
quien escribe estas líneas acerca de la inevitabilidad con que la cultura
rige hasta la voluntad de aquellos que por haber recalado en un tipo de
literatura elitista
–irremisiblemente elitista– como el que comentamos,
tiendan y aspiren a ser ajenos a los efímeros vaivenes sociales.
Lo concreto es que en sus manifestaciones clásicas el erotismo es siempre
animoso y jocundo, por mucho que sus adeptos lúcidos se sepan condenados
a castigos terrenales o celestiales; en cambio, en esta versión reciente
es sobre todo sentencioso y desesperanzado. Suspira y lloriquea un rato y
luego se vuelve petulante y toma aires señoriales para lanzar un desafío
con que la inutilidad del gesto expresa su oposición a la innoble
oscuridad del mundo. ---o--- “Afrontarás
la responsabilidad y el arrepentimiento” preconiza la vestal muy poco
antes de dejar de serlo. Lo último se entiende sin dificultades, por
aquello de “post coitum omnia
tristem, menos la mujer y el gallo que canta”, pero ¿cuál es la
responsabilidad? En un sentido literal esto es un absurdo pues los lobos
son indudablemente lobos –con lobas y con lobitos, se aclara con puntual
precisión– y acerca de las gacelas no hay por qué dudar que, en tanto
se desarrolla el relato, sus contrapartes de género andan por ahí no más,
triscando entre arbustos y rumiando su ominosa cornudez. Esta, sin
embargo, quedará disimulada por la buenísima razón de que un cánido no
puede engendrar en un bóvido. Llegamos
aquí al nudo de la narración, a la ambigua clave del libro en su
conjunto: el amor existe pero es infecundo,
la sed es terrible pero no hay agua ni la habrá nunca. Una hipótesis
sobre esta constatación podría ser
que el lobo es responsable –él, sólo él, pues la gacela al
advertírselo pasa a actuar (ella, la mujer) como víctima– de frustrar
su vida al desear imposibles. Quizás, aunque no convence del todo, como
tampoco termina de convencer la de
que estamos ante una alegoría
del destino trillado en el que los opuestos se unen
–integrados y marginales, burgueses
y desposeídos, seres alados y seres ápteros– en una rutina insignificante y estéril. Un
hálito trágico nos roza en ese momento de la lectura y de la comprensión.
La imagen es nítida y ha sido traída sin esfuerzo visible, envuelta en
la mansedumbre de palabras cotidianas: el lobo sigue el rastro de la
gacela, ventea su olor y la persigue jadeante. Cuando finalmente dispone
de ese cuerpo grácil, mediante una abismal y agónica inversión del
instinto –eso es el amor, bien visto–, en vez de destrozarlo a
dentelladas, lo acaricia y explora hasta implicarlo en el éxtasis. Pero
“después” descubrirá que ésa ha sido una jornada baldía, un
sendero recorrido en vano, pues ni podrá dejar su simiente, ni conseguirá
retener, tan siquiera, a esa exótica compañera más allá de la
fugacidad transcurrida en un lugar que únicamente puede ser ese alto en
la marcha hacia la Ciudadela. Tras el episodio, uno se lo imagina a ese
desdichado lobo en el trance de volver,
ojeroso y con la cola entre
las piernas, ante su ceñuda loba; admitamos que merece la burla y la lástima,
las mismas con que se compensa a los fracasados en este mundo, que también
es de lobos. Con
suma delicadeza, con una fruición antigua, muy a lo André Gide, y con
envidiables elegancia y equilibrio, la autora convoca un tema totalmente
inusual, como es el del bestialismo, o comercio carnal con seres de otras
especies. Aunque hoy se trata de algo reducido a unos cuantos chistes
inmundos –la señora y su falderillo, el niño del campo y la oveja, el
coya y la llama, o bien el epílogo apoteótico de las Memorias
de una princesa rusa –, en muchas culturas pretéritas esa unión
con otras especies fue vista, en ocasiones, como un prodigio capaz de
incorporar a la concepción cualidades que la humanidad no posee (4).
Pasifae y Leda admiraron, trémulas, la aspereza del amor animal y los
dioses hicieron que la recibieran en su seno. Faunos, centauros y sirenas,
los guerreros águilas y los guerreros tigres de las civilizaciones
andinas y mesoamericanas y aun los ángeles, reiteran mil veces la
posibilidad práctica de ese tipo de connubio. Los dioses egipcios
(Anubis, Tifón, Isis), por último, nos dan una muestra más cercana de
lo ideado en esta ocasión, al mostrarnos ejemplos de seres que participan
de la naturaleza de dos o varios animales, lo que supone la proyección
ideal de antecesores de especies diversas. Para
los médicos el bestialismo no es sino es “una forma de masturbación
que añade la malicia del contacto con un organismo no humano”, criterio
por demás antropocéntrico que desdeña el hecho de que, en rigor, la
otra especie participa también en el extravío, aunque no sea culpable de
perversión. Pareciera más exacto definir lo descrito por esa palabra
como el contacto sensual entre especies distintas, y acotar que,
simplemente, lo designamos como lo hacemos debido a que llamamos
“bestias” a todos los seres animados, excepción hecha de nosotros, así
como que en esos apareamientos no
vemos –no podemos ver– sino
rupturas simultáneas en dos mundos, en las que ambos partícipes
quebrantan la red de solidaridades que constituyen sus respectivas
herencias Sin
adherir a nociones de moralidad dogmática y aun admitiendo que los
ejemplos anteriores inducen a lenidad, es cierto que este tema se nos
presenta, por lo menos, como desagradable. Algo marcadamente repugnante se
vincula con esas asociaciones y no hay apelación alguna a refinamientos o
a sapiencias mitológicas capaz de enmascarar este hecho. La
“responsabilidad” a la que invoca la autora
no puede, entonces, sino referirse esa circunstancia.
Responsabilidad de los enloquecidos cómplices ante sí, tras haber usado
malamente de sus cuerpos y también responsabilidad social, relativa al
deshonor que esa conducta representa a los ojos de quienes la contemplan,
como hace la curiosa Ileana. Sin tapujos, además, se da un claro indicio
del partido al que se adscribe la obra, al señalar que la vergüenza y el
remordimiento caen por completo sobre el lobo, que es el elemento activo,
y no sobre la pasiva gacela (6). ---o--- En
lo personal me inclino a admitir que hay necesidad de que converjan dos
presunciones simultáneas y paralelas para poder explicar la oscura
inserción de esa narración particular dentro del homogéneo relato mayor
que constituye El país… Una,
de carácter retórico: con toda evidencia ese libro no es lo que se dice,
pero buena parte del encanto que de él emana consiste en que algunos se
ven inducidos a permanecer en esa confusión, en tanto otros creen
resolverla mediante la tentadora tesis de que más es ocultación de lo
que no debemos nombrar que no impostura abierta. Se repite en ese punto el
caso paradigmático de las flores a las
que unánimemente se ensalza, sin que nadie traiga a cuento que no son
sino órganos reproductores, según la aburrida elucidación de cualquier
aséptico profesor de botánica sobre avispas y polinizaciones. Del
mismo modo, María Cristina Berçaitz se alza tras la cátedra y dirigiéndose
a una clase hipotética e inactual predica: “Este libro no es un libro
para el público infantil y la fábula que estoy contando no es mero
pasatiempo inocente, sino un alcohol que quizá no sea
bueno no para todos”. El plano retórico concluye por conformarse
al sobrevenir la comprobación de que tras el abrupto corte que representó
la irrupción de lobos y
gacelas, el relato altera no poco su sustancia y adquiere un dramatismo
romántico que dora el final del conjunto, final previsible por inevitable
y que, por lo tanto, iba a tener sólo relativo interés. No sin astucia,
esa caída en la tensión es balanceada con la aparición del retador y
entusiasta estandarte puesto a tremolar
sobre tanta imprecisa dualidad femenina hasta ahí escrita: alguien
–pero no se sabe quién–, proclama, en lo exterior, justamente lo que
queríamos escuchar: “No soy lesbiana”, en tanto en lo profundo y
solitario, un lacrimógeno “no soy Ileana” subsiste como letanía
inconsolable, cantinela misteriosa
que tal vez denote frustraciones, pues, más allá de su esquematismo y
debilidad, ese personaje reviste cualidades valiosas y loables, como la
constancia, la lealtad, la valentía, la paciencia y la decisión. El
contracanto de la autora nos estaría haciendo saber que no es una ensoñación,
un proverbio muerto sino un ser de carne y de penuria. La
otra presunción es la de que en ese fragmento está el quid de una
ideología que quiere ser expuesta pero no demasiado. Los lobos, por lo
pronto, no son lobos sino hombres de corazón, y las gacelas no son
gacelas sino mujeres dispuestas al apasionamiento: María Cristina Berçaitz
postularía que aun los amantes que son especies distintas, esclavos que
pueden intercambiar amor pero nunca unirse plenamente. La vida sería, en
esa visión, la condena al aislamiento existencial y a la soledad fática. Los
lobos, por otra parte, plantean con mayor detalle y precisión el drama de
los pechanes, que al fin de cuentas no son sino hombres vulgares, pobres
diablos sin pasado y sin futuro: ni unos ni otros son malos pero hacen el
mal y lo hacen de modo ineluctable, en obediencia a leyes infrangibles de
la materia. Acerca de este punto, es positivo que la bocanada de aire cálido
a que equivale ese capítulo 28 alivia bastante el cerrado nihilismo del
resto del libro y, en general, de la obra de su autora. La desolación
pesimista y agnóstica se reviste en esas páginas de cierta gracia
franciscana –al menos en la estética ya que no en las creencias–,
complacida en que los seres se apiaden unos de otros, aunque igual la
existencia se niegue en absoluto a la piedad. No obstante, la esperanza,
que ya no es una cosa, persiste bajo la forma de instante detenido. Voces
audibles lo dicen: –Hermano
lobo, no te temo. –Hermana
gacela, no importa que no haya mañana, lo mismo el sol llena de alegría
este espacio en el que nos estamos mirando. Lo
de “hermanos” es tributo al
aludido Poverello, sin
desconocer que las palabras de ese calibre poseen infinitos matices y
vericuetos.. Notas l) El país de los pechanes, de María Cristina Berçaitz, Ed. Gente de Letras, Bs. As. 2003. 2) En efecto, son muy escasas las obras en verdad eróticas, al margen de que también sean muy escasas las obras artísticas importantes que de un modo u otro no contengan aspectos eróticos. Pero en la época moderna, el erotismo como modalidad sistemática se reduce a dos únicos formatos excluyentes: la pintura y la escultura “de boudoir” del siglo XVIII y una pocas producciones inscriptas en los modelos del decadentismo francés de fines del siglo XIX y comienzos de la siguiente centuria. Ilustra, al respecto y es útil para aclarar los alcances del vocabulario utilizado, la polémica planteada entre nosotros durante la década del sesenta: Simón Latino en 1959 (Antología de la poesía sexual) y Alfredo Tapia Gómez en 1967 (Antología de la poesía sexual latinoamericana) habían postulado la existencia en la lírica amatoria de tres categorías diferentes: poesía amatoria propiamente dicha, poesía erótica y poesía sexual. La primera abarcaba a los clásicos poemas de amor y de desamor; la segunda, la delectación corporal todavía en su etapa individualizada; en tanto que la tercera prescindía de la hojarasca sentimental y se contraía a cantar la posesión y el placer. Una relectura de los textos entonces seleccionados como ejemplos muestra –a mi entender– que la teoría queda en eso, pues de hecho ningún poema relevante pertenece a la tercera variante, por más carga “hedonista” que conlleve. (3) Restringidas, en rigor, a lo aportado en poesía por los colombianos José Asunción Silva y Angel Alberto Montoya; el argentino Leopoldo Lugones, el uruguayo Julio Herrera y Reissig y tres famosas compatriotas de éste: Delmira Agustini, María Eugenia Vaz Ferreira y Juana de Ibarbourou. En prosa sólo cabe mencionar a algunos autores en la actualidad ignotos como los españoles Felipe Trigo, Eduardo Zamacois y José Ortega y Munilla (padre de Ortega y Gasset) y el venezolano José María Vargas Vila, si bien los cuatro estarían, en realidad, más cerca de lo sicalíptico. Por su extraordinaria fineza y calidad literaria representa un caso aparte y excepcional la citada traducción que del bizantino Longo hizo Juan Valera. 4) Merecen especial atención las formas folklóricas del erotismo, que se encuentran en todas las culturas y que en todas ellas inspiran la actitud popular ante la sexualidad. Advirtamos que en algunos casos hasta han recibido la unción del arte, como pasa con el Decamerón negro, de Leo Frobenius. 5) Guillermo Valencia dice de un centauro “que es malo como el hombre y ágil como el caballo”- Otro centauro, Quirón, era preceptor de Aquiles y se le había encargado esa tarea, precisamente, por estar capacitado para enseñar al futuro héroe lo humano y lo animal. Compárese esta intención con aquello de Maquiavelo, para quien el príncipe debía ser unas veces león y otras zorro. 6) Pero en esto la autora se ha limitado a seguir el canon arquetípico que se empeña en contraponer el vigor del macho animal a la tenue condición femenina; hasta la historia de King Kong se basa en ese preconcepto. |
Fernando Sánchez Zinny
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