1.
Tocan la puerta
–¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!
Escuchamos tres golpes en la puerta de nuestra casa que da a la calle de paredes vetustas.
Nos miramos.
Estamos almorzando sentados a la mesa y muy cerca al fogón en donde humean las ollas de barro.
¿Quién podría tocar a esa hora? En Santiago de Chuco a nadie se le ocurre interrumpir un almuerzo, salvo que se trate de un asunto urgente y grave.
– Anda a ver quién toca –dice mi padre, ayudándome a retroceder la silla.
Salgo, atravesando la sala siempre oscura, con retratos de nuestros abuelos y bisabuelos. En los pueblos de la sierra las salas del primer piso no tienen ventanas.
Echo mano a la armella, subo el gancho y por precaución abro solo una rendija entre las dos hojas.
El sol de afuera golpea mi cara con su espejo lleno de luz y un olor profundo a naranjas en flor.
¡Nadie!
De pronto veo la cabeza inmensa de un animal que se interpone entre mis ojos y la calle solitaria.
¡Un toro!
Da un paso adelante y empuja la puerta. Y atraviesa el dintel ingresando su inmenso volumen a la sala de nuestra casa.
Pego un grito que hace que mi padre tire las cosas de la mesa y salga corriendo.
2. No la vayan a tocar
Su estupor fue grande. Ya repuesto exclamó.
– ¡Es la burra de nuestro amo! ¡Corran!
Apareció mi madre limpiándose las manos en el delantal y con los ojos llenos de asombro:
– ¡Dios mío! ¡Es la burra de nuestro Señor bendito!, –dijo quebrándosele la voz llena de recogimiento, devoción y ternura.
Yo estaba sorprendido.
Mi padre, que nunca consiente un desorden a la hora de la comida esta vez es quien lo propicia.
Ha permitido que todos se hayan levantado y él mismo esté atento y generoso ante tan ilustre visitante.
– ¡Irene! –llama–, ¡Irene! ¡Trae un pote de cebada! ¡Y escoge de la más fina!
Asidos a la falda de mamá y contagiados por su ilusión y fervor miramos el cuerpo blanco cenizo y la cabeza tranquila de la burra que tiene una expresión compasiva y misericordiosa.
– No lo vayan a tocar –advierte– porque se asusta, se va y nunca más vuelve a entrar a nuestra casa.
– ¿Entró antes, mamá?
– ¡Nunca! Primera vez. ¡Y es raro, porque no ocurre que toque una puerta e ingrese a una casa! Quizá a una tienda que esté abierta, talvez. 3.
Viene sola
– Pero, ¿quién es, mamá? –preguntamos ansiosos ante tanta veneración, inclusive de nuestro padre.
– Es la burrita que carga a nuestro señor Jesús en la procesión del Domingo de Ramos.
– ¿Y cuándo es?
– Mañana. Por eso, temprano hay que alistarse.
– ¿Y también carga leña? ¿Y papas?
– ¡No! ¡Solo al señor! ¡Es un animal sagrado! Para eso ha nacido y solo eso hará hasta el día que muera.
Un respeto profundo invade nuestros corazones. Cada uno sostiene por un rato el pote de cebada a la altura del vientre desde donde come, agrandando y achicando al resoplar el hueco de las narices.
– ¿Y dónde vive? –pregunta con curiosidad mi hermana.
– En ningún sitio, –explica mi padre–.
Durante todo el año anda por los caminos y caseríos y sólo viene al pueblo cuando empieza la Semana Santa.
– A veces se pierde todo el año, nadie la ve –añade mi madre–, pero el día que tiene que cargar al Señor aparece.
– Desde el alba ya está en la puerta de la iglesia, sin que nadie se figure cómo llegó. ¡Nunca ha faltado!
– ¿Nadie la trae?
– Nadie. Ella viene sola, como si supiera. 4. Es un gran día
La miramos comer.
De observarla tanto se me ocurre que tiene sed. Y voy a traerle agua, cuando ocurre algo extraño:
En el patio donde revolotean los gorriones una lluvia de flores de plantas que no tenemos ha caído sobre el brocal del pozo y una paz infinita rodea el interior de la casa.
Al regresar con el balde la burra baja la cabeza y empieza a beber del balde que sostienen mis manos de niño.
allí hay una flor azul, que recojo con disimulo y guardo.
– ¿Qué te pasa? –pregunta uno de mis hermanas.
– Nada. ¿Por qué?
– Porque estás sonriendo.
– Está más bien como si hubiera visto fantasmas –señala mi hermana menor.
Todos permanecemos alrededor de la Burra de Nuestro Amo que ocupa el centro de la sala con jarrones y floreros en las mesas y los retratos de nuestros antepasados colgados a las paredes.
– ¡Gracias Dios mío por elegir nuestra casa! –dice mi madre juntando sus manos.
– ¡Es un gran día!, –escucho decir a mi padre. Y me sorprende que diga eso. 5. Paso a paso
– ¿Es mansa? –pregunta mi hermano quien tiene fascinación porque le suban al lomo de las acémilas.
– No se la puede montar. –Asevera papá.
– ¿Por qué?
– Quienes lo han intentado tienen los huesos rotos.
– ¿Rotos?
– Y bien rotos. Por la caída como por las coses que recibieron.
Pero hoy Domingo de Ramos es la burra más mansa y buena de toda la comarca.
Aquí estamos viéndola. Ha esperado en la puerta de la iglesia.
Es temprano. Ya el Señor está en el atrio, en su anda donde lo engalanan y lavan el rostro nacarado con aceite de oliva, haciendo más brillante el fulgor de sus ojos que miran muy hondo el alma de la gente.
La burra ha dejado que le pongan una soga alrededor del cuello. Permite que la jaspeen el cuerpo con ramalazos de añilina azul, y que la adornen con flores y cintas de colores.
Ahora montan la imagen del taitito vestido de marrón con bordes dorados. Sus cabellos largos, sedosos y castaños caen por sus hombros.
Y sale mirando con ojos llorosos y absortos a hombres y mujeres que se arremolinan en la plaza quitándose el sombrero en señal de respeto y saludo.
La burra avanza paso a paso. 6. Encima de los tejados rojos
Han llegado mis hermanas con sus cintas rojas y celestes en el pelo y sus vestidos llenos de grecas y encajes que parecen más blancos y níveos.
Yo miro mis zapatos nuevos que me hacen tropezar a cada rato en todas las piedras.
Y empezamos a avanzar al lado de la banda de músicos gemebundos y de la burrita piadosa.
Cientos de niños que se pisotean portan sus ramos de laurel o de palma, adornados de flores que son clavelinas, rosas, alhelíes, crisantemos y azucenas.
Y ni el rechinar de la banda de músicos, que toca muy cerca de las orejas de la burra, ni los cohetes que revientan en el cielo, ni el chillido de los niños que se rompen los tobillos en alguna piedra porque todos lucen zapatos nuevos, altera su paz sublime.
Paso a paso la burrita venerable marcha al centro del cortejo, llevando sobre su lomo al hijo de Dios.
Los celajes en el cielo son albos delante del cielo azulino hasta donde se elevan los cohetes cayendo el carrizo humeante encima de los tejados rojos. 7. Lluvia de flores
Con el pasar de los años, mi madre siempre agradece a Dios y a todos los santos del paraíso que todos sus hijos estén con vida, sin desgracias ni enfermedades. Ni hechos que lamentar.
– Sin que a nadie les falte un dedo de mano o de pies, o una oreja, –precisa.
– ¡Y somos once tus hijos, mamá!
– ¿Y cómo has hecho abuelita? –le preguntan sus nietos.
– Los he cuidado como alhajas. Pero sin el favor de Dios nada es posible.
– ¿Y Dios sientes que te ha ayudado?
– ¡Cómo no! Un día la burrita de nuestro amo tocó la puerta y entró a nuestra casa…
Y toda la buenaventura mi madre la relaciona a aquel hecho fortuito e inusitado.
– ¿Y se acuerdan que fue Fredy el que abrió la puerta?
– ¡Y dio un grito que hizo que las cosas se cayeran!
– ¡Si!, –dicen y sonríen, mirándome.
Pero a nadie les conté de la lluvia de flores azules blancas y amarillas, de plantas que no teníamos en nuestra casa. Y que cubrieron el brocal del pozo con un silencio infinito en el patio de nuestra casa. |