El gol lo hicimos en el último minuto del partido, que fue intenso y
en el que llovieron codazos y patadas de parte de ellos que eran
mayores y que en el segundo tiempo no podían creer ni soportar que un
equipito de niños les pudiera hacer tanta pelea. Y más, habiendo
apostado con quienes les tenían ojeriza, por ser, el “Alfonso
Ugarte”, un cuadro de comerciantes recientes, insuflados hasta ese
entonces de insolente soberbia.
Nuestro equipo lo fundamos cansados de que nos corrieran de los campos
o las chacras recién cosechadas, adonde entrábamos a jugar abriendo
un portillo por las pencas; haciendo rebotar la pelota primero para
ver si alguien aparecía para corrernos.
Luego pateando a un arco imaginario y, después, formando dos bandos
que levantábamos una polvareda infernal en un terreno que los dueños
no querían que se pisoteara, porque luego allí sembrarían trigo,
cebada o maíz.
Muy pronto los surcos desaparecían bajo nuestros zapatos y la tierra
la poníamos dura como cemento. Hasta el día en que aparecía el dueño
o el guardián y nos desbandaba blandiendo en el aire un grueso
garrote.
Entonces corríamos en estampida, olvidándonos en los arcos mochilas,
casacas y uno que otro cachivache:
– ¡Fuera! ¡Fuera alimañas! –vociferaba impotente–. ¡Fuera,
forajidos!
– ¡Calla sabandija! –le devolvía el insulto alguien de nosotros
sin saber el total significado de esa palabra.
En esos momentos recién nos acordábamos que nuestros padres nos habían
enviado a hacer algún mandado. O que todavía no habíamos llegado del
colegio a nuestras casas, esperándonos entonces resondres, reprimendas
y hasta alguna cueriza.
Pero si el dueño de la chacra iba y se quejaba a nuestros mayores, allí
sí que nos venía un castigo tremendo.
– ¡Me ha dicho tal o cuál cosa! –se quejaba ese hombre que
resultaba ser primo o familia de nuestra mamá o papá. En esos casos el
castigo era tal que no es para contarlo.
Por eso, surgió la idea de formar un equipo de fútbol hecho y derecho,
que jugara de manera organizada y formal. Y que nos diera el aval para
pedir permiso en nuestras casas y jugar en el Estadio Municipal, de
manera más libre y menos arriesgada.
Solemnemente tomamos acuerdos. Entre otros, que el presidente fuera don
Lorenzo Risco, hombre jovial y entusiasta, que tenía una tienda próspera
y una casa que era motivo de orgullo para todos nosotros.
Porque era bonita y de tres pisos, y creíamos en aquel tiempo
ingenuamente que el adelanto y el desarrollo se medían por los pisos
que tenían las casas en nuestros pueblos.
En patota, entonces, nos dirigimos a buscarlo, designando a César
Bocanegra para que tomara la palabra y expresara nuestra decisión
trascendental.
Don Lorenzo nos recibió un tanto sorprendido, por la nutrida
concurrencia. Nos invitó una Coca Cola que apenas alcanzó para unos
cuantos. Y allí mismo, de pie, frente a su mostrador, le expusimos
nuestro propósito.
– ¿Pero serán buenos jugando, no es cierto? –preguntó candoroso.
– ¡Se lo prometemos don Lorenzo! –le dijimos.
Y subiéndose a una escalera de tijera bajó de un armario de su tienda
un paquete de camisetas envueltas en papel celofán, otro de pantalones
cortos y otro de medias; todo de color rojo y amarillo, con fintas
azules que nos gustaron mucho y se hicieron nuestros colores
distintivos; prendas que nosotros trajimos a nuestro barrio con la
reverencia y devoción con que nuestros mayores portaban la urna del
«ínter» del Apóstol Santiago en las velaciones anteriores a su
fiesta.
Al llegar a nuestro lugar de reuniones, inmediatamente cursamos una
invitación, retando nada menos que al “Alfonso Ugarte”, el club más
poderoso y campeón del torneo de fútbol que organizaba la liga de la
provincia.
Quizás porque los cogimos en su cuarto de hora, o por querer acrecentar
su vanidad, aceptaron de inmediato nuestra invitación, burlándose de
don Lorenzo:
– ¡Quien se junta con mocosos amanece mojado! –dijeron con burlas.
Y, lógicamente, prometieron darnos una paliza, por el
atrevimiento que habíamos tenido de querer medirnos con ellos.
El primer tiempo del cotejo terminó cero a cero, y al inicio del
segundo, a los del «Alfonso Ugarte» se les notaba terriblemente
ofuscados, empezando entonces el juego brusco.
Como éramos chicos y algunos de ellos eran nuestros tíos, nos cogían
de la camiseta y nos daban vueltas tirándonos por tierra. Lo hicieron
una o dos veces pero no más; pronto nos escabullíamos quitándoles en
buena forma la pelota.
Era una tarde luminosa por el verdor de los campos y la nitidez del sol
del atardecer en el perfil de los cerros en torno al estadio.
Nuestra barra se hizo mucho más bulliciosa en el segundo tiempo por los
resultados que veníamos obteniendo.
Un público numeroso nos contemplaba desde las tribunas y muchas otras
personas estaban apostadas alrededor del campo y a los costados de los
arcos.
Era un enfrentamiento agotador, y cuando se hicieron sentir las sombras
del crepúsculo, ya el resultado parecía vislumbrarse como un empate,
hecho que los enrojecía y los hacía bufar de rabia y cólera.
Fue allí que se sancionó un corner a favor nuestro.
Corrió a cobrarlo Manuel Ángulo desde el ángulo del estadio que da a
la hondonada del río.
El tiro vino fuerte. Lo vi desde que partió la pelota elevándose y
entrando al centro del área chica. Yo estaba un poco atrás y al
extremo final del sitio de peligro.
Pasó por una multitud de cabezas que se elevaron. Y yo, más por
instinto que por pensar que iba a llegar hasta donde podía alcanzarla,
salté impulsándome desde atrás, calculando la trayectoria del balón,
en un salto oblicuo, casi imposible de hacer por la posición en que me
encontraba.
Tengo aún la sensación de estar en el aire y, sobre todo, siento el
impacto del balón en mi frente, que hice girar unos centímetros al dar
el golpe, a fin de sacar la pelota hacia un ángulo del arco.
De reojo mientras descendía vi al arquero hacer un esfuerzo supremo por
desviarla, pero ya era demasiado tarde, el balón se introdujo por el ángulo
superior del arco mientras yo caía en el piso salpicado de piedrecillas
que me rasmillaron desde el hombro pasando por el muslo de la pierna, la
rodilla hasta el tobillo.
– ¡Gol! –gritaron mis compañeros de al lado.
– ¡Goool! –estalló mi equipo cayendo en pirámide sobre mí y buscándome
con sus manos por entre la tierra.
– ¡Gooooool! –se oyó rugir en tremenda explosión al público en
las tribunas y alrededor del estadio, llegando hasta el último confín
del pueblo.
Fue un gol en el minuto final, porque tan pronto el Alfonso Ugarte volvió
a mover la pelota, sonó el silbato del arbitro dando por concluida la
contienda.
Vi al público levantarse como un oleaje e invadir la cancha. Pronto la
respiración me faltaba por la sobrecarga de abrazos de personas que se
abalanzaban para felicitarme por la con
quista
obtenida.
Inmediatamente me sentí suspendido en el aire y ya estaba sobre los
hombros de la gente eufórica y jubilosa. Mi primo Francisco me mostraba
desde lejos que tenía mi maletín y demás prendas. Y enrumbamos por
las calles que llevan y traen al campo de juego.
Cerca a las tiendas de comercio intenté bajarme, pero me fue imposible;
me sujetaban fuertemente para mantenerme en alto.
Pero en lugar de seguir en línea recta por la calle Grau, como hubiera
sido lo natural, mis compañeros y la multitud torció en el Alto de San
José y luego volteó para subir a la plaza por el jirón Bolognesi.
Así pasaríamos por la casa de Silvia, de quien toda la muchachada
andaba enamorada, pues era la chica más hermosa y recatada, a quien
idealizábamos aún más en nuestros sueños; pero a la que ninguno de
nosotros se atrevía a decirle siquiera una palabra convencional, menos
un requiebro de amor.
Allí fue que al pasar delante de su puerta se unió a coro su nombre
junto al mío.
Alguien jaló de mi cuello la camiseta con la cual había jugado y la
arrojó a su balcón, felizmente vacío a esa hora. Y pasamos otra vez
ellos coreando su nombre y mi nombre.
Una sensación de abismo, de difícil verdad e imposible mentira
removieron mi alma a ese momento y para siempre.
Ninguna gloria humana ha de ser comparable ¡y nunca mayor! a los
minutos vividos frente a ese balcón y con una multitud atronadora.
Ni el Premio Reina Sofía, ni el galardón Príncipe de Asturias, ni el
Premio Miguel de Cervantes; ni siquiera la distinción de la Academia
Sueca ha de compararse a ese instante, con mezcla de rubor, de
timidez y hasta dulcísimo pavor.
Recién pude apearme y verme libre en la pileta de la Plaza de Armas. Y
allí estuvimos dando hurras por nuestro equipo y nuestro barrio, riéndonos
y celebrando las incidencias del partido. Yo, pensando en lo ocurrido
delante de aquella casa y de aquel balcón, con una flecha ardiente de
gozo y sufrimiento infinitos dentro del alma.
Esa noche, a la hora de comer y de dormir volvía a vivir con emoción
profunda, las incidencias de ese día y mi corazón se sobresaltaba al
pensar en la camiseta que se había quedado prendida a aquel balcón.
Me invadía una vergüenza profunda al pensar que ella hubiera estado
dentro de la casa y entonces escuchado algo o todo.
Durante mucho tiempo se comentó en uno y otro lugar los detalles del
partido entre el Alfonso Ugarte y nosotros, el Santa Mónica, nombre de
mi equipo y mi barrio. Y sobre todo el gol.
Pasaba por la calle y desde los balcones me saludaban y el comentario
era:
– ¡Qué buen gol! Bien hecho: ¡al Alfonso Ugarte!
Pero, felizmente nunca se habló de la camiseta, como si fuera un tema
secreto, íntimo y vedado. Y para mí inconfesable, hasta ahora.
Sin embargo, a veces pensé que quizá no hubiese ocurrido nunca y que
todo no fuese sino una simple ilusión de mi alma.
Pasó el tiempo y llegué a pensar, ya tranquilo, que ese día por la
noche o al amanecer, el viento la había desprendido del balcón y
alguien, quizá un campesino que llegaba o salía de madrugada, la había
recogido y hecho suya.
Concluí mi Educación Secundaria en Santiago de Chuco. El fútbol lo
dejé para dedicarme más a los estudios y, felizmente, obtuve notas
sobresaliente en los últimos años en el Colegio Nacional César
Vallejo.
Fui Brigadier General y Presidente de los Clubes de Aula de todo el
plantel. Y una que otra vez, estuve cerca de Silvia, que estudiaba en el
mismo colegio tres años después de mí, y que también era Brigadier
de su sección y Presidente de su aula.
Las veces que hablamos fue en reuniones generales. Y ambos con una
absoluta timidez.
De mi parte, además, con secreta adoración.
Terminado el año escolar y pasadas las navidades, sólo esperé el día
de entrega de certificados y la actuación de clausura de mi promoción
para venirme a Lima y postular a la Universidad Nacional Mayor de San
Marcos a la cual ingresé.
La noche anterior al viaje, en que me despedía de mi tierra, se recibió
en mi casa un paquete misterioso. Era mi camiseta de fútbol de aquel día
memorable, limpia y perfumada.
Dentro de ella había una nota, escrita en letra redonda, sin firma, en
frases escalonadas que decían:
Sé
que ya te vas.
Quiero agradecerte
por haber compartido
conmigo una ilusión
todos estos años.
Yo nunca lo olvidaré.
Silvia
estudió en la Universidad Nacional de Trujillo. Ocupó altos cargos en
la administración pública. Y nunca se casó.
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