– Discúlpalo papá, por esta vez!
– ¿Por esta vez? ¡Lo estoy disculpando hace años, desde que
ustedes nacieron!
Pero es inútil. Al día siguiente se oye a la mamá que dice:
– ¿Quién desarmó la radio y la dejó despanzurrada aquí en el
piso?
– ¡Nadie! –dicen todos. Es la respuesta absoluta, sin ambages y
unánime. ¿Ya qué hacer? ¿Cómo vamos a negarnos a creer ante
tamaña evidencia, cuando son cuatro los que lo acusan sin piedad?
"¡Nadie!", –es el grito acusador de sus hermanitos, qué
hacen un clan, dejando al quinto hermano en la peor de las
ignominias.
El padre y la madre se impacientan.
Nadie entonces se acobarda, se esconde, se hace pequeño, del tamaño
de una gota de agua en los ojos cristalinos de sus otros cuatro
hermanos.
¡Allí es cuando los conmueve tanto! Y terminan perdonándolo.
– Nadie, hijo mío –le ruego yo–. Tú
tienes un nombre ilustre, y en honor a ese nombre te invoco a cambiar.
Te cuento:
Cuando Ulises llega a la isla de los gigantes que tenían un solo ojo,
llamados los cíclopes, ingresa con sus compañeros a una cueva sin
saber que pertenecía a Polifemo. Como tenían hambre prueban la
comida que allí había justo cuando el gigante llega con su rebaño
de ovejas y cabras. Al sorprenderlos coge y devora a varios de ellos.
Ulises a fin de salvar su vida y la de sus amigos lo embriaga dándole
de beber un tonel de vino. Cuando Polifemo le pregunta su nombre
Ulises le dice que se llama Nadie, igual a tu nombre. Estando el
gigante ya dormido calientan un madero que allí había y lo clavan en
el único ojo que tenía. Polifemo gritaba de dolor diciendo: "¡Nadie
me ha herido!" Al oírlo decir eso sus hermanos que estaban en el
campo creían que Polifemo se había vuelto loco o que estaba haciendo
berrinches. Por eso te digo que Nadie es un nombre glorioso. ¿Me
prometes entonces portarte bien y cambiar?
Pero al rato revienta nuevamente el
problema.
Estalla, pero esta vez de manera angustiosa, con llanto profundo. Y es
en la voz de la madre, que dice:
– ¿Quién cortó mi blusa para hacer este mamarracho de muñeco?
Otra vez es la voz acusadora, poco solidaria y desvergonzada de sus
hermanos mayores.
Estalla el padre. Pierde la paciencia:
– ¡Pero, Nadie! ¿No podrías ser un poquito cuidadoso, delicado
con las cosas, tener sentido común y aprender de tus hermanos?
Mira, ¡Qué formalitos! ¡Ellos no matan ni una mosca con esas
caras!
5. ¡Qué será
de su destino!
Cuando todos salimos y Nadie es el único que se queda en casa,
entonces ¡es lo máximo! ¡Sencillamente se pasa, en todo es formal y
disciplinado!
Entonces nunca desordena nada, se porta como una excelente persona.
Cuando se queda solo jamás hace desmanes; es pulcro. Deja los libros
cerrados y en su sitio. No tirados por todas partes ¡como cuando está
con sus otros hermanos!
Nadie, es el hijo que nos quita el sueño, y que no sabemos en verdad
cómo vino, cómo entró a esta casa.
Y, sobre todo, ¡qué será de su destino!
Pero esta semana ya fue el colmo:
– ¿Quién le ha cortado la cabeza a mi muñeca, que su papá me
trajo de Venezuela?
Grita. Y después llora la madre.
– ¡Y todo para hacer este horrible espantapájaros!
Dice así, señalando el esperpento colocado en un rincón de la sala.
Entonces el padre tiene que consolarla apoyándola en su hombro.
– Seguramente que Nadie –advierte.
Así suena la voz quebrada, miedosa, pero unánime, denunciante e
inapelable de sus cuatro hermanos.
7. ¡Qué le vamos
a hacer!
Papá y mamá miran a Nadie, compungidos.
Tiene la cara en verdad arrepentida, como diciéndonos que nunca
volverá a portarse de ese modo.
Y después de gritos, lagrimeos, imprecaciones, lo perdonamos sin
saber por qué. Y terminamos rogándole así:
– ¡Nadie, hijo mío. ¡Mira a tus otros hermanos!, ¡tan formales,
tan educados, tan correctos!
Él, en verdad, lo siente, ¡eso lo sabemos y es lo que apenas nos
consuela! ¡Qué le vamos a hacer! Nació mal hecho, con los nervios
trocados y tremendamente torpe.
Él ha pagado la factura de sus otros hermanos, ¡tan sanos y
compuestos, tan cautos y angelicales!
Aunque, en el fondo de nuestras lágrimas, este hijo salido de
nuestras entrañas es el que en verdad más nos gusta.
– Amor, ¿cómo es que tuvimos a este último
hijo?
– No lo sé. Pero te diré es el que más me conmueve.
– Pero, a ti ¿por qué, ah?
– Primero: porque nunca acusa, se queda callado, aguanta todo y
guarda silencio.
– Se las traga todas, bebe sus lágrimas, retuerce sus quejas y
ahoga sus suspiros.
– Y con eso defiende a muerte a sus hermanos.
– No despotrica ni hace peleas, deja pasar las cosas, no entra en
discusión, sólo contempla cómo se desenvuelven los hechos.
– Y segundo: porque horas más tarde repite la escena. No entra en
vainas, es incorregible, sale con las suyas, no cree en lo que dicen
ni en lo que le suplican y le lloran.
– Al otro día está en las mismas. Actúa, rompe y jala.
– Es el hijo que más amamos, porque hace las travesuras que no
hacen los demás:
– Aguanta los rezongos, los regaños, las jaladas de pelos.
– Y lo queremos porque, pasada la cólera, cuando estamos solos y
hacemos un recuento de sus atroces ocurrencias y despiadadas
travesuras, nos reímos.
– Nos reímos a costa de él, con frecuencia estallando en grandes
carcajadas.
– Pero, de acuerdo a la historia de
Ulises en la Odisea que les contaste, ¿no seremos nosotros los cíclopes
del cuento que los encerramos en una cueva, los amenazamos con
castigarlos y queremos devorarlos?
– ¿Te parece? Puede ser porque Nadie solo aparece cuando nos ven
como a gigantes desalmados.
– Gigantes de un solo ojo que los amenaza con azotes y reprimendas.
– Y ellos son los exploradores que quieren ver cuánto les ofrece el
mundo para salvarse.
– Y mira, cuando me acerco a ti y te beso tenemos un solo ojo.
– Somos entonces los polifemos del cuento, que se quieren y se
adoran.
– Y vivimos en una isla y habitamos en una cueva.
– Y que ahora han escapado. Y están solos.